ARISTODEMO                    Un lugar literario
Los santos de Asís         Gonzalo Rodas Sarmiento

 
   1.- Ortolana en el bautizo de su hija

   Invité también a Pica, la mujer de Bernardone. La conocí cuando estuvimos en Tierra Santa hace un par de años. Ella era la única de nosotras que no pertenecía a la nobleza. A mí, eso de los títulos es algo que jamás me ha importado. Nos hicimos muy amigas.
   Hoy hemos bautizado a mi hija de pocos días, en la iglesia de San Rufino, aquí al lado de mi casa, en plena plaza principal. La ceremonia finalizó recién, y nos disponemos a reanudar la conversación que teníamos las dos, y también con Pacífica, recordando ese hermoso viaje, en que ella estuvo con nosotras.
   -Ortolana, no me canso de decirte ¡qué linda niñita has tenido! -exclamó jubilosa Pica al llegar a la plaza, hace ya más de una hora. Y desde ese momento no paramos de charlar hasta mucho rato después, cuando llegó el padre Guido.
   -Hermosa, ¿cierto? -reconocí con orgullo, mirando al bebé que estaba en mis brazos.
   -¿Se llamará Caterina? -preguntó Pica.
   -No. Con Favarone decidimos llamarla Clara.
   -¿Por qué? Si estabas tan convencida esa vez que visitamos las reliquias de la intrépida Caterina de Alejandría.
   -Prometiste llamar así a tu primera hija -recordó Pacífica, con una sonrisa de complicidad.
   -A alguna hija que tuviere -rectifiqué- pero en ese tiempo no tenía ninguna. Además, puedo tener otra, después.
   -Pacífica, parece que tú sabes algo más -dijo Pica, y entonces intervine, explicando la visión que había tenido. Pica lo entendió perfectamente porque también a ella le han pasado cosas similares.
   Lo que ocurrió es que cuando estaba en mi octavo mes de embarazo, no me sentía muy bien, y me puse a rezar delante del crucifijo, en esta misma iglesia, para que el Señor me ayudara a llegar bien al parto, tener mi bebé sin problemas. En aquel momento escuché que Jesús me hablaba. Me decía que no tuviera miedo. Que daría a luz una luz más clara que la misma luz en día iluminado.
   -Así, con esas palabras -afirmé-. Lo recuerdo como si fuera hoy.
   Y recuerdo también que después de ese día empecé a imaginar que tendría un hijo sacerdote, y que llegaría a ser obispo. Me metí mucho en mi ensoñación, y me alegraba por anticipado porque mi hijo tendría que llegar a ser Cardenal, y más aún, después con toda seguridad sería elegido Papa. Me emocionaba imaginar los pormenores de la elección. Así, estuve tranquila hasta el día del parto y..., sorpresivamente..., tuve una niñita. Yo no entendía nada. Me preguntaba por qué tuve niñita si Dios me dijo que tendría alguien que iluminará
   -¿Acaso una mujer puede iluminar? -dije en voz alta- ¿Cuándo ha pasado algo así? Bueno, si es la voluntad de Dios, así tendrá que ser.
   Talvez tenga un niñito después, más adelante. Le volví a preguntar a Dios, así como por curiosidad, pero ya sé que Él hará lo que estime conveniente, y lo hará de la mejor manera, y si hoy yo no sé cómo va a ser eso, no debe importarme. Yo, que me sentía como una María, a lo mejor fui una Ana.
   -Así tendrá que ser -confirmó Pacífica.
   -Sí. Parece que las mujeres tenemos que estar siempre en un segundo plano -manifesté lentamente, tomando nota mental de lo que me escuchaba decir-. Y eso..., algún día cambiará. Quedé feliz de haber tenido una niñita.
   Ellas estuvieron de acuerdo conmigo en eso.
   -Tuvimos que preparar tantas cosas para agasajar a los invitados -comenté, porque me puse a pensar en las actividades femeninas-. Es una cosa vana que se transformará en nada. Pero, la vida parece tratarse sólo de lo inmediato.
   Un anuncio de ayer referido a una utopía del mañana parece ser una ilusión que me saca de mi centro real, pero es lo único que perdura. Es lo que seguiré recordando por muchos años.
   Seguimos hablando del viaje que hicimos en plena guerra de Cruzadas. Era realmente arriesgado. Por eso, no me fue fácil en aquella oportunidad convencer a Favarone, que me diera permiso para salir en peregrinación. Menos mal que no tuvimos ningún contratiempo, en todo el viaje, gracias a que íbamos en un grupo atendido de manera muy segura.
   -Hay tanta incomprensión religiosa en el mundo -reflexionó Pacífica en voz alta.
   -¿Han escuchado hablar de los valdenses? -preguntó Pica.
   -Creo que son los mismos que los Pobres Hombres de Lyon -respondí-. Andan descalzos y con ropa muy sencilla. Siempre de a dos, predican la pobreza y la penitencia.
   -Ya han llegado por acá -observó Pica- y hasta traducen el evangelio por su propia cuenta. Lo leen y lo vuelven a leer. Y despotrican contra los sacerdotes, contra la misa, y contra la riqueza de la Iglesia.
   -Y no creen en el purgatorio.
   -Valdo, su fundador, fue excomulgado -completó Pica, bajando la voz, y entonces, optamos por conversar de otra cosa.
   Pica nos habló de su hijo Juan, al que llaman Francisco, desde que su padre Bernardone llegó de Francia muy entusiasmado por sus éxitos comerciales y contagiando a todos el gusto por lo francés.
   -Pedro viaja mucho a Francia -señaló Pica-. Hasta nos casamos en Francia. Juan disfrutaba con las canciones en francés, aunque no las entendía, le gustaban.
   -Ahora, todo el mundo le dice Francisco -acotó Pacífica.
   -Sí -reconoció Pica-, cuando los compañeros de la escuela se enteraron que le decíamos así lo dejaron definitivamente con el nombre Francisco... De repente, me preocupa este niño.
   -¿Por qué? -quise saber.
   -Porque le gusta mucho meterse en sus fantasías, y sueña despierto con grandes hazañas de caballería. Imagínate, tiene once años, si ya casi estamos entrando en el año 1194. ¡Cómo se pasa el tiempo!
   En eso estábamos cuando llegó el padre Guido, ataviado como de fiesta, y dio comienzo al bautizo. Es un muy buen sacerdote. No como la mayoría de ellos, que llevan una vida bien poco casta, venden las reliquias para financiar sus fiestas, y algunos, hasta tienen hijos, siendo que se decretó el celibato religioso, hace ya casi un siglo.
   Al padre Guido le tenemos mucho aprecio. Casi todos los asistentes a la ceremonia nos acercamos a la pila del agua bendita. Sólo el abuelo Offreduccio, que es el patriarca de la familia, y mi cuñado Monaldo, que es el hermano mayor, se quedaron sentados. Monaldo es el hombre fuerte del clan, ya que el abuelo está viejo y enfermo.
   -Clara, yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo -pronunció el sacerdote la fórmula bautismal, no sin antes haber rezado por San Rufino, mártir y patrono de la ciudad.
   Fue entonces que me fijé en el niño que había llegado hace un rato con un amigo, un poquito mayor, el cual subió alegremente al campanario. Cuando eran más pequeños yo los veía jugar a la guerra. Este otro niño que quedó abajo, parece ser el hijo de Pica. Hace tiempo que no lo veo, pues ellos van a misa a San Nicolás, cerca de su casa. Quería cerciorarme, pero ya no podía preguntarle a Pica, en pleno bautizo. Estuve muy pendiente de las palabras del padre Guido, pero cada cierto rato yo miraba hacia el niño y veía lágrimas en sus ojos.
   Al término del bautizo, fueron llegando más mujeres a nuestro grupo. Ahora, era Pacífica la que tenía a Clara en sus brazos.
   Seguí pendiente del niño porque pensé que algo le pasaba. No creo que haya estado molesto porque no lo dejaron subir al campanario con su amigo encargado de tocar las campanas durante el bautizo. Y muy bien las hizo repicar, tanto que yo me emocionaba, y parece que también el niño que quedó abajo, pues brincaba entusiasmado, lo cual era una señal de que sus lágrimas no eran de pena.
   Fui haciendo pasar a los invitados a mi casa, acá al lado del templo, la mansión que habitamos con mi esposo, Conde de Sasso-Rosso, caballero feudal de una antigua familia romana. Las riquezas que poseemos me permiten ayudar a los pobres de Asís.
   Favarone, por supuesto, entró el primero, junto a sus cuatro hermanos mayores. Lo siguieron los invitados. Yo me quedé para el final, y antes de entrar me volví hacia el niño aquel, que me pareció que es el de Pica.
   -¿Cómo te llamas? -le pregunté.
   -Francisco.
   -¡Ah! Eres el niño de Pica. ¿Y por qué llorabas?
   -No. No es que haya llorado -me corrigió dignamente-. Me salieron lágrimas por la luz.
   -¿Qué luz? -quise saber, si yo no había visto ninguna luz.
   -Esa tremenda luz que apareció de repente.
   -¿Por dónde apareció alguna luz? -insistí.
   -Por la ventana de arriba.
   -A ver... muéstramela -le pedí, pues no sé de qué ventana me hablaba.
   Volvimos a entrar y a pararnos cerca de la pila bautismal, y Francisco hubo de aceptar la evidencia. No había ninguna ventana.
   Francisco ríe, y yo también. Entonces, él se va cantando muy contento. Se dio cuenta que había vivido una experiencia especial.

 
   2.- Francisco paseando

   He adquirido la costumbre de pasear por el campo, meditando. Hacia arriba y hacia abajo del monte Subasio, por senderos atrayentes. Salgo todos los días en la mañana y vuelvo a casa a almorzar. Mi padre se preocupa porque poco a poco he dejado de interesarme en el trabajo de la tienda. Todavía lo acompaño algunas tardes y le ayudo a vender géneros, pero pronto me aburro. Incluso, he ido con mi padre a Francia, por negocios. Tenemos la mejor tienda de ropa y géneros de Asís, pero eso ya no me llama la atención.
   -Francisco -me ha dicho mi padre varias veces-, tú tendrás que hacerte cargo del negocio algún día, y ya tienes que empezar a aprenderlo.
   Me inventó ese nombre porque, según me cuenta, se disgustó mucho cuando supo que mi madre me había puesto “Juan”, igual que el santo bautista, que no le causa ningún entusiasmo.
   Yo prefiero que sea Ángelo el que se haga cargo del negocio. Mi hermanastro es bastante mayor que yo, y le gusta el comercio, pero no me animo a proponérselo a mi padre, pues es un asunto entre ellos.
   En mi excursión de hoy, cerca de Asís, me he encontrado con una naturaleza preciosa. Me bajé del caballo y lo até a un cerco. Prefiero caminar un poco y escuchar el canto de los pájaros y la brisa que mueve las ramas de los árboles. Es hermoso.
   Voy pensando en mi existencia. Cómo se me han ido rompiendo todos mis esquemas. Tengo que plantearme de nuevo, pues ya tengo 23 años, y lo único que sé es que mi vida tiene que cambiar.
   Ya no soy ese joven elegante que gustaba de las fiestas, mucha música, y las diversiones intrascendentes con los amigos. Me da risa recordar los disturbios que armábamos, estando borrachos, cuando los guardias nos sumergían la cabeza en una fuente y nos llevaban a nuestras casas. Y qué decir de la fiesta de San Nicolás, antes que la prohibieran. Hacíamos parodias sacrílegas y al final sacábamos a remate unas prostitutas.
   Eran buenos tipos mis amigos, en todo caso, y los conservo. Bernardo, Elías, León, y tantos otros. Hasta ahora sigo acompañando a algunos en más de una velada en que cantamos y recitamos. Ellos también ya están un poco más serios. Muy especialmente León, que entró al sacerdocio. Recuerdo que para Navidad inventamos unas canciones lindas. Sueño con el día en que se construya un pesebre real, con ovejas, bueyes y asnos de verdad. Y hasta con pastores y magos, y un José, una María y un Jesús. Me imagino a mí mismo diciendo el sermón, aunque aún no sospecho qué diría.
   Tengo la certeza de que algún día esto ocurrirá. Algo falta en mi vida. O quizás sobra. Hace apenas tres años yo empecé a ser una persona guerrera. Me uní al escuadrón popular, en contra de los señores feudales, que casi ni quedaban porque se habían ido de Asís. La mayoría de ellos, a Perugia, muy cerca de acá, hacia el oeste. Es que yo estaba asombrado por la toma de la fortaleza Rocca por parte de los rebeldes. Aprovechando la ausencia temporal del duque, los burgueses vencieron a la guarnición y establecieron un régimen comunal. Con las piedras de la fortaleza construyeron una muralla que rodea Asís. Esa rebelión me atrajo tanto, que mi madre me recriminaba. Que cómo puedo andar con esos pillos. Que si no me daba cuenta que su amiga, la señora Ortolana tuvo que exiliarse con sus hijitas. De verdad, yo no me daba cuenta. No le tomaba el peso al asunto. Mi madre estaba apenadísima, pues tiene varias amigas nobles. Tenía, más bien dicho.
   Hace tan sólo dos años partí a la guerra contra Perugia, en una compañía de lanceros. Me habían atraído mucho las trompetas, los estandartes, y el colorido. Ibamos con buena disposición, pues suponíamos que la guerra era la manera de relacionarse entre los pueblos. Hoy lo encuentro absurdo. Ser enemigos de Perugia, es un contrasentido. Cuando vino la batalla de Collestrada la situación se puso tan negra, que tuvimos que salir arrancando. Fue una derrota estrepitosa. Estábamos echados en el suelo, un grupo de los nuestros, casi sin respirar porque los perugianos iban pasando por ahí, muy cerca. Giuliano no podía aguantar un estornudo, ni pudo pedir que le pegaran o algo así, el caso es que, a causa del estrépito que produjo nos atraparon y caímos prisioneros de los señores feudales.
   Habíamos querido quitarles sus privilegios por la fuerza, y... claro... nos derrotaron. Fui ingenuo, pero estoy en paz conmigo, fiel a mis principios, movido por un ideal de justicia.
   Nos llevaron a la cárcel de Sopramuro donde pasamos casi un año, en una mazmorra asquerosa, oscura y húmeda, muy fría en invierno y muy calurosa en verano. Cientos de días interminables. Golpes, insultos, y un mal olor que se me quedó pegado en la nariz, quizás para siempre. Llegó un momento en que no me importaba contribuir a la suciedad. Gran sufrimiento era la sed que me corroía la garganta, y el hambre que retorcía el estómago. En los primeros días, algunos lloraban. Yo, también. Después, mis ojos se secaron.
   Los otros compañeros le hacían el vacío a Giuliano, añadiéndole así otro dolor. Les dije que él no tenía la culpa, y aunque la hubiera tenido, me hice amigo de él en la prisión. Antes, lo había conocido muy poco. Menos mal que los demás me hicieron caso, y lo acogieron nuevamente.
   No teníamos letrinas ni agua para lavarnos. Comíamos unos pocos restos y bebíamos agua sucia. Aprendí a obtener del sufrimiento la fuerza para vivir. Mis compañeros de calabozo se fueron deprimiendo a lo largo de los meses. Recordé los cantos que yo sabía y traté de enseñárselos. No querían escucharme, me hacían callar, pero los convencí que ésa era la manera de mantenernos vivos. Así nos dábamos fuerza. Los que no cantaban, al menos sonreían. Hasta los carceleros se pusieron más humanos.
   Tuve tiempo de preguntarme qué sentido tiene haber sido fiel a ideales, si al final no se logra nada. Si aunque hubiésemos ganado la batalla, tarde o temprano los ricos se recuperan. Este asunto no puede funcionar así, basándose en el odio. Tendrá que ser de otra manera. Me pregunto cómo el injusto podrá comprender su error y empezar a ser justo, si nadie puede forzarlo. Y yo, ¿cómo puedo comprender mis errores, y cambiar, transformarme en lo que he de ser? Nadie me puede forzar tampoco. Es mi tarea. Es lo único que puedo hacer. Si lo logro, talvez pueda llegar a ser un modelo viviente, de cómo cada cual puede comprender sus errores y empezar a ser mejor.
   Mientras estuve en esa prisión, necesité imperiosamente un abrazo de alguien, que no vino nunca, ni siquiera de mi padre pues no podía venir. Por lo menos, le permitieron pagar rescate, después de muchos meses, y así terminó ese sufrimiento, y volví a mi casa en Asís, enfermo y desanimado, débil, en los puros huesos. Con fiebre y diarrea. Mis articulaciones necesitaban rehabilitación, y peor aún porque tuve que estar un año en cama.
   Había vivido un fracaso estruendoso, y todavía me preocupaba por lo que la gente pudiere comentar. Supuse que nadie podría quererme. En esos días, recién llegado, pensé en muchas cosas. En las oraciones del calabozo, plegarias que habían estado olvidadas por años. Esta vez no las iba a dejar irse. Me habían sostenido y tenían que seguir sosteniéndome. A través del dolor, fui descubriendo el amor de Dios.
   Pensé en el poder, y en quienes lo tienen. La jerarquía de la Iglesia tiene gran poder, y también muchas riquezas. Se me venía este pensamiento ahora que el rostro de mi alma empezaba a volverse tímidamente hacia Jesús. A mi entender, esas riquezas de la Iglesia la hacen descuidar su misión. Todas esas cosas me daban vuelta en la cabeza.
   Después que pude levantarme y volver a frecuentar a los amigos, volví a las fiestas, pero ya no era el mismo.
   Me interesé en saber más respecto a una cosa gravísima que estaba pasando con la Cruzada. Ya era vergonzoso que se ofreciera indulgencia plenaria por enrolarse en el Ejército de Jesucristo. Así se le daba prestigio. Hasta se decía que Cristo aplaude la muerte del enemigo. Eso no puede ser. Va contra la enseñanza del evangelio. Y no es todo. Lo peor está empezando a ocurrir, según me he estado enterando desde hace poco. Los guerreros cristianos se han aliado con los venecianos, acérrimos enemigos del emperador bizantino. Aún no puedo explicarme cómo pudieron incurrir en esa canallada, por ahorrarse algún dinero, o quizás no tenían posibilidad de conseguirlo. Se ha visto que, en la práctica, los venecianos son verdaderos mercenarios. Es gente de lo peor, pienso yo. Y resulta que en ese momento, los cristianos pasamos a ser súbditos de los venecianos. Comprendí que podía pasar cualquier barbaridad. Era imperioso que alguien fuera a ese frente, el de los cruzados, a intentar poner orden.
   Con gran ingenuidad, creí que ese alguien era yo. No fue por otro motivo que, nuevamente, empezó a interesarme la vida caballeresca. Me compré una armadura y un buen caballo y me uní a una expedición que salió desde Asís hacia el sur, con destino a Puglia a unirse con Gualterio de Brienne, que dirigía las huestes pontificias en nombre del Papa Inocencio. Gualterio era un hombre con mucho prestigio, por los éxitos militares obtenidos por él.
   Ya en el camino me hice amigo de otro guerrero como yo, pero pobrísimo, tanto que opté por prestarle mi armadura nueva, para que no estuviéramos tan disparejos.
   Acampamos, y en la noche tuve un sueño importante. Yo estaba recorriendo las numerosas dependencias de un palacio en las que había toda clase de elementos de guerra, como armaduras y espadas con cruces labradas. Al despertar, creí ver en ese sueño un anuncio de que obtendríamos lo que estábamos necesitando para enfrentarnos con éxito a los enemigos de los cristianos. Continuamos el viaje hacia Puglia, pero curiosamente, ya no tenía yo tanto ardor por ir a la guerra. Menos aún al escuchar a mis compañeros hablando de su odio por los islámicos, que yo no compartía en absoluto.
   Me fui enterando de más cosas, que habían estado silenciadas. Atrocidades. Lo que pasó cuando los cruzados se aliaron con los venecianos por conveniencias mezquinas de ambos, y se enfrentaron a los cristianos de Oriente en Constantinopla. Fue una monstruosa traición a los propios propósitos de la Cruzada. Saquearon la ciudad, incluyendo la Basílica de la Santa Sabiduría. Y violaron hasta a las monjas. Encuentro que fue una cosa horrible. ¿Cómo pudieron caer en ese exceso? Entendí por qué el Papa, sobrepasado por los acontecimientos, había excomulgado a los venecianos, y también a algunos cruzados. Sin embargo, no se repara nada con eso, y además no parece estar en una posición de pleno rechazo de lo ocurrido, talvez con la secreta esperanza de que la iglesia bizantina se someta a la romana. Ese asunto aún no está muy claro.
   "¿Y yo ando en este tipo de actividades?". Me estaba cuestionando. Mi mente le daba vueltas a los pensamientos del día.
   Al llegar a Spoleto, nos contaron que Gualterio acababa de morir. Esa noche tuve otro sueño porque el primero me había eludido. Estando un poco afiebrado, soñé con un hombre de túnica y barba blancas, que me preguntaba:
   -¿Dónde vas?
   Yo le contesté que a pelear a favor del Papa.
   -El Papa es mi siervo -declaró el hombre de la túnica blanca. Entendí que venía en representación de Dios.
   Tuve una gran emoción en ese sueño. Más aún cuando el anciano me volvió a preguntar:
   -¿Por qué sirves al siervo y no al Señor?
   Ese sueño me dejó perplejo. Uniéndolo a lo del día anterior, me empecé a dar cuenta de algunas cosas. En la mañana, mientras me levantaba, les fui dando forma dentro de mi cabeza. Y cuando ya estábamos a punto de reanudar el viaje tomé mi decisión y le dije al pobre hombre que me acompañaba:
   -Yo no seguiré en esto.
   Traté de explicarle que la guerra no es lo mío. Recién lo estaba comprendiendo. Nadie gana en las guerras. Todos pierden. Dios también pierde. Recordé a doña Ortolana y sus hijas. No fue justo que hayan tenido que emigrar en aquella oportunidad..., cuando yo las combatía. Mi madre tenía razón, como siempre. Jamás quisiera vivir así como lo he estado haciendo. Le hablé de todas estas cosas a ese pobre guerrero, que me miraba asombrado desde su caballo famélico.
   Me despedí de mi compañero de viaje y le deseé suerte. Yo retorné a Asís sin mi armadura, que se la dejé a él, pues yo no la necesitaba. Después de llegar, estuve atento a percibir algún signo que me indicara qué tenía que hacer. Sólo pude escuchar el más absoluto silencio. Fue en ese momento que empecé a replantear mi vida. Si ni el Papa Inocencio, en plena juventud, con todo su poder y su capacidad para manejar las monarquías, pudo controlar la guerra, y se le escapó de las manos la Cruzada, es que nadie puede asegurar que no se cometerán injusticias. Descubrí que tal guerra es indeseable, por donde se la mire.
   Yo estaba asqueado, también conmigo mismo, y ni siquiera me atreví a visitar a doña Ortolana, que estaba de regreso. Quería pedirle perdón por esa antigua ofensa de la que yo mismo salí más maltrecho que su familia. Postergué el gesto, pero sabía que en algún momento lo iba a hacer.
   Mi vida ya empezaba a cambiar. Mis amigos me preguntaron:
   -¿Qué te pasa, Francisco?
   No me era fácil decirles la verdad. Les hablaba usando la imagen de un tesoro escondido.
   -¿Estás enamorado? -insistían.
   -Me casaré con la mujer más bella y sabia -les decía yo, refiriéndome a una manera de vivir, la más parecida posible a como vivió Jesús.
   No entendían mi lenguaje enigmático. Y cuando yo mismo me escuché, recordé inmediatamente la escena esa del joven rico, al que Jesús le dijo:
   -Vende todo lo que tienes y reparte el dinero entre los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo.
   A mí me lo estaba diciendo. Sí. A mí. En ese preciso instante, en plena calle, a media noche, tuve ese encuentro con Jesús, y desde entonces trato de sentir siempre su presencia.
   Días después, yo estaba vendiendo géneros y entró a molestar un mendigo maloliente. Le tuve que decir que se fuera, porque en ese momento yo atendía a una distinguida dama, esposa de un cliente importante. Además, ésa es la costumbre. El asunto me dejó inquieto, pues desde niño me acostumbré a no dejar a los mendigos sin una monedita por lo menos, ya que invocan el amor de Dios. En cuanto se fue la compradora salí a buscar al mendigo. No me demoré tanto en encontrarlo, y le di algo de dinero. Así, empecé a encarnar esa nueva vida que busco, y en mi oración, prometí al Señor no negar ayuda a quienes la pidan por su amor.
   Creo que para comprender lo que es la pobreza, tendría que hacerme pobre y ponerme a mendigar. Sin embargo, no soy capaz de dar un paso así, teniendo en cuenta que en Asís todo el mundo me conoce. Le pedí a uno de los sastres que trabajan para mi padre que me hiciera un traje especial. La mitad derecha con el género más elegante, y la mitad izquierda con otro género, completamente distinto, el más barato que encontrase. El hombre se rió de buena gana, pero accedió, y a los pocos días ya tuve en mis manos mi nueva tenida. Me la he puesto un par de veces, para ver si me empiezo a acostumbrar, pero no duro mucho porque provoco rechazo.
   La semana pasada estuve en Roma y visité el templo de San Pedro, donde había una gran cantidad de peregrinos echando monedas por la reja de la ventanilla en que se mostraba la tumba del santo. Fue entonces que se me vino a la cabeza todo ese pensamiento de pobreza, y sin pensar más tiré por entre los barrotes todas las monedas de oro que tenía. Sentí con rubor la tremenda bulla que produjeron, y cómo la gente me miraba. No era mi intención hacerme notar, pero tampoco había manera de deshacer lo que ya estaba hecho.
   Jesús no habría actuado como lo hice yo. Me puse a orar, y sentí con mucha fuerza que es Cristo el que ha de entrar en mí, caminar con mis pies, acoger con mis brazos. Sí. Ése es el sentido del Cristo vivo. Me abrí a que Jesús entrara en mí... ¿Qué Jesús? Él dijo "Lo que hicierais al más pobre, a mí me lo hicisteis". Jesús es el hombre pobre, el mendigo, el que no tiene donde guarecerse. ¡Qué difícil! ¿Cómo va a entrar ese hombre en mí...?
   Quise salir de ahí pronto, y lo primero que vi al cruzar fue un mendigo sentado en la escalinata del templo. Extendía su mano vacía a los peregrinos. Al principio, me limité a comprender que era en esa mano donde debí haber puesto el dinero. Me empezó a invadir tanta pena que fui hacia el mendigo y le di mi capa. Ya me retiraba, pero regresé donde ese hombre. Es Jesús, es el que quiere entrar en mí, en mi cuerpo... Le di mis zapatos, y el resto de mi ropa, y le pedí la suya para vestirme de pobre. Entonces, quedé yo sentado en esas gradas, mientras el hombre se fue antes que me arrepintiera.
   Después de intentarlo varias veces, mi mano pudo estirarse al paso de la gente. De todas maneras, las monedas me las tiraban al suelo, y yo las recogía. En cuanto tuve el dinero necesario para volver a Asís, me fui de ahí corriendo, y luego, estando ya en el pueblo, avancé todo lo rápido que pude por sus calles angostas y sus escalas, tratando de que nadie me reconociera, hasta llegar a mi pieza con el corazón saltando.
   Me acordé de la inmensa necesidad que yo tenía de un abrazo, estando preso en condiciones inhóspitas, y pensé en esa gente que hoy está necesitando eso, viviendo su propia prisión insoportable. El pobre que no puede ni lavarse. Los he visto, sucios, fétidos, implorando por un trozo de pan duro. Y peor aún, los leprosos. ¡Qué enfermedad más sucia e insoportable! Si he de ver a Jesús en el leproso, tengo que ser capaz de abrazarlo. La sociedad lo prohibe. ¿Quién es la sociedad? ¿Mi padre? ¿Los apóstoles? ¿Los que crucificaron a Jesús? ¿En qué acera estoy? Creo que estoy allá al frente; me siento muy lejano de mí, como si estuviera huyendo. Si he de ser un buen samaritano como Jesús propone, no tendré que cruzar la calle cuando vea al necesitado. Es que realmente necesito al necesitado.
   En la soledad de mi habitación le hablé a Jesús y le prometí abrazar al primer leproso que viera.
   Y ahora que paseo por el campo, reflexionando en torno a estas cosas, y disfrutando el sol y la vegetación, me acaba de pasar algo increíble. Veo venir a un leproso y escucho sus campanitas. Él trata de irse por otro lado, y así evitarme. Con toda seguridad está acostumbrado a actuar así. Confieso que eso me estaba dando tranquilidad.
   En seguida mi cabeza empieza a hervir. Tengo que hacerle caso. Si todo lo que quiero para mi nueva vida es verdad, y no una cobarde mentira para tranquilizarme, no voy a evitar encontrarme con este hombre. Voy hacia el leproso, quien intenta alejarse de mí. Lo busco. Sí, quiero decirle algo. Darle una palabra de ternura. Se interna en el bosque, y yo también. Se pone a correr, y yo también. Él se asusta, ¿y yo también? Lo llamo, sin saber su nombre. Aquí, escondido entre los árboles, nadie me castigará por ir en contra de lo establecido. Jesús fue contra lo establecido, así nos enseña cómo hay que vivir.
   No es nada de fácil soportar el asco que me da el leproso. Necesito ser muy valiente. Le hablo al hombre, con la ternura que puedo. Me sonríe. Creo que nunca le ha pasado algo así. Busco un pan en mi bolsillo y se lo paso al leproso. Mi mano no toca la suya. Me digo que eso no puede ser, que me estoy evadiendo. ¿Soy o no soy? Lo toco en el brazo, y no me pasa nada malo. Parece como cualquier persona. Él quiere arrancarse, pues no soporta la sensación gozosa. No cree tener derecho. Le digo que lo conozco, que es como mi hermano. Yo sé lo que es estar rechazado como el peor de los desperdicios. Entonces lo abrazo, llorando y temblando porque me está costando demasiado.
   Es el Señor. Beso las llagas de sus manos como si fueran las de Jesús. El hombre no soporta más y se empieza a alejar, mirándome con un agradecimiento infinito.
   Sigo caminando, y trato de tranquilizarme. Siento una dulzura que no conocía. Acabo de dar el paso que tenía que dar. Ahora puedo decir que soy un hombre nuevo.

 
   3.- Clara niña

   Hace ya más de un mes que volvimos a nuestra casa, en Asís. Esa que antes estuvo llena de sirvientes, pero ahora cuenta sólo con una mucama, una cocinera y un mayordomo. Antes del exilio yo tenía una maestra para mí sola y Caterina tenía la suya. Los adultos dicen que los tiempos de antes eran muy buenos, y todo eso se arruinó. Yo recuerdo haber escuchado palabras de odio en mi propia casa. Nuestra nación ha estado muy dividida, pero ya no tanto. Hace un par de años empezó a haber algunos acuerdos y no sé hasta cuando va a durar eso, pues no es fácil que vuelvan a quererse los que han estado tan peleados.
   Aunque tengo casi doce años me gusta jugar con mi hermana Caterina que tiene nueve, y no con las primas de mi edad, que me parecen tan vanas y superficiales, y se lo pasan mirando el espejo. Éstas y yo ya tuvimos por primera vez nuestro flujo de mujer, y se supone que ya no deberíamos estar interesadas en cosas de niñas chicas. Sin embargo, con Caterina jugamos tardes enteras. Son juegos que parecen tontos, saltar, correr, escondernos, no pisar ciertas partes del suelo que serían precipicios, imaginar que somos señoras grandes y tenemos hijas que cuidar, y preparar comidas, jugar con barro. Así es mi vida, muy simple. No quisiera que esta edad se me fuera, pero también es lindo crecer.
   Caterina es muy simpática. Estoy contenta de tenerla como hermana. Siempre me pregunta cosas, lo que ella esté empezando a descubrir y yo ya he vivido. Le estoy explicando poco a poco, que ella también va a empezar a tener su período en un par de años más. Caterina es una niña que tiene curiosidad, y creo que eso es muy bueno.
   Echo de menos a Felipa que ahora está lejos. La conozco desde que fuimos bebés. Nos convertimos en inseparables cuando, con nuestras familias, tuvimos que refugiarnos en Perugia. Ambas teníamos siete años. Y también extraño a Bienvenida, que es casi como hermana de Felipa, ya que el padre de ésta, el señor Leonardo de Gislerio, la mantuvo en su provisoria casa de Perugia como a una hija, a pesar de no pertenecer ella a la nobleza, sino que a la servidumbre. Don Leonardo nos recibió a todos con mucho amor cuando estuvimos en dificultad.
   El problema de las peleas comenzó cuando yo tenía unos cuatro años. Es una de las primeras cosas que recuerdo. Se vivió mucha violencia. Tío Monaldo estaba enojadísimo, mientras el pueblo rebelde se tomó la fortaleza de la ciudad e instaló un gobierno que duró poco. En la plaza decidieron que los señores feudales no tendrían más privilegios. Aunque mi padre pensó que no había que hacerles mucho caso, de todos modos tuvimos que pasar largas temporadas en nuestro castillo de verano, porque ahí estábamos más seguros. Para mí fue bueno porque lo pasaba bien con mis sobrinas Balbina y Amada, que son casi como primas pequeñas.
   Pero el asunto se siguió complicando y tuvimos que irnos a Perugia. Fue entonces que conocimos a Bienvenida. Poco tiempo después de llegar allá, Caterina empezó a preguntarme:
   -Clara, ¿por qué nos vinimos acá a esta casa, en que casi no cabemos?
   Yo, que entendía sólo un poquito más que ella, trataba de explicarle, ya no recuerdo con qué palabras, que la vida se puso difícil. En el fondo, le repetía lo que mi mamá me había dicho a mí.
   A la casa que habitamos en Perugia llegaban los maestros a enseñarnos, y así no necesitábamos ir a la escuela de la iglesia. Las maestras y mi madre nos enseñaban lo que ellas saben. Coser, bordar, tejer, hilar, eran nuestras actividades. Los domingos iba con Bienvenida a cantar a la misa. Nuestro canto acompañaba la música de un inmenso órgano, tan grande que no veíamos a la persona que lo tocaba. Dicen que tengo bonita voz. Lo que sé es que el canto me transporta a algún lugar extraño en que todo es felicidad.
   Ahora estamos de vuelta en nuestra casa, al lado de la iglesia. Llegamos con Beatriz, de pocos añitos. Mi padre siempre decía que quería un hijo hombre, y por tercera vez le salió mujer. Él ha vuelto a lo suyo, acá en Asís trabajando en sus tierras, que sabe hacerlo muy bien. Se ha dado cuenta de lo valioso que eso es, y ha entendido la solidaridad. Al mismo tiempo, todos la hemos ido entendiendo.
   Hasta latín aprendí en Perugia, y eso me sirve para practicar con el padre Guido, que domina ese idioma, ahora que nos hemos reencontrado con él, acá en Asís. De esta forma, puedo conocer algo más del evangelio. Algo me lee el padre Guido cuando nos visita, y también los domingos, que le devolvemos la visita. Recuerdo que cuando yo era chica, me regalaba medallas y me hablaba de Jesús. Creo que él sabe más que mi mamá.
   Hay una escena del evangelio que me hace imaginar que estoy ahí mismo escuchando a Jesús, que dice algo así como "He enseñado esto a los pequeñitos y humildes y se las he ocultado a los sabios y doctores". No son ésas las palabras exactas, pero así me llegan. Y yo me siento muy pequeñita y con muchas ganas de entender todo eso que no entienden los estudiosos. Con Caterina, más chica aún, y más sabia, sin duda alguna, converso estas cosas.
   Nuevamente he podido pasar largas horas en nuestra pieza de rezar. Es la más agradable de la casa. Mi padre no entra jamás ahí, y tampoco está mucho en casa. Con mi madre y Caterina tenemos bonitas oraciones todos los días, en un fuerte contacto con la presencia de Jesús. Hay un crucifijo, y me dedico a contemplarlo por largo rato, en silencio, imaginando cada minuto de ese dolor que fue poniendo así a ese rostro.
   Fue en Perugia, un poco después de llegar a esa ciudad, que descubrí el amor de Jesús. Es que mi mamá nos hacía rezar a todas. Una vez que ella nos estaba relatando un milagro de Jesús, que sanaba a los enfermos, ocurrió que Bienvenida estaba con dolor de estómago. Entonces imaginé que venía Jesús y estaba con nosotras y tomaba a Bienvenida en sus brazos y la acunaba como si fuera un bebé. Cerré los ojos, y me metí totalmente en la escena que tenía en mi pensamiento. Las palabras de mamá las sentía cada vez más distantes. Lo notable fue que a Bienvenida se le pasó su dolor.
   -La oración es milagrosa -observó mi madre, y yo quedé asombrada y muy contenta porque Jesús había venido con todo su amor.
   Cierta vez escuché acerca de Jesús caminando sobre el agua, y eso me fascinó. Una y otra vez he vuelto sobre esa lectura después que aprendí algo de latín, y gracias a que el padre Guido me presta el libro. Cuando el apóstol Pedro caminaba hacia Jesús, yo me sentía identificada, pero jamás quisiera hundirme. Ese Pedro representa a las personas. La mayoría de la gente duda, y se va al fondo. Por eso, no les va muy bien. Yo preguntaba a los adultos si es más verdadero el evangelio o la vida. Nunca me han dado una respuesta acertada, ni yo tampoco la he descubierto. Se lo pregunto a Dios en mi oración. Ninguna persona ha logrado que los demás no se hundan, pero a lo menos, yo quiero ser capaz de aprender a pisar sobre el agua. Incluso, eso puede animar a los demás.
   Atravesando la plaza estamos en casa de Bona Guelfuccio, que es la hermana menor de Pacífica, amiga de mi madre y pariente de mi padre. Yo me entiendo más con Bona, que no parece tan mayor, aunque me lleva unos diez años, y se casó hace poco. Ella ayuda mucho a la gente necesitada. También mi mamá da limosnas a los pobres, y ellos nos agradecen. En Asís, en Perugia, o donde sea, siempre los pobres han golpeado nuestra puerta, y jamás se han ido con las manos vacías. Mi madre dice que hay que compartir. No se cansa de repetirlo. Sin embargo, cada vez que guardo algo de comida para ellos, tengo que hacerlo a escondidas para que mamá no se entere.
   Mi primo Rufino, bastante mayor que yo, hijo de mi tío Escipión, le dice a mamá que la limosna no devuelve la dignidad de los pobres. A mí me da mucha pena verlos. Me pregunto por qué la vida es así, y si acaso serán sabios. A veces les pregunto acerca de milagros. Ellos andan siempre pensando en los milagros. Creo que los entienden mejor que yo.
   Rufino nos habla de un amigo suyo, llamado Francisco, que cuida a los enfermos en el hospital San Lázaro. Hasta leprosos, dice Rufino. Mi madre le aconseja que él no vaya a hacer lo mismo porque si hay leprosos se puede contagiar. Cuando escuchó a mi primo hablando de su amigo, mi mamá nos contó que ella conoció a Francisco cuando niño, y que fue muy amiga de su madre, pero ahora están distanciadas.
   Tío Monaldo desprecia a Francisco. Le tiene un odio tan increíble, que cada vez que ve a Rufino se enoja mucho con él. Han tenido serias disputas, y Rufino está a punto de ser prácticamente expulsado del clan familiar.
   -¿Cómo puedes andar con ese patán? -le recrimina el tío, furioso. Eso es lo más suave que le dice. A mí me indigna la reacción de mi tío porque su sobrino Rufino es un joven de buen corazón. Su nombre se lo pusieron en honor al santo patrono de Asís. Creo que algún día escribiré acerca de eso. Me gusta tomar la pluma y llevar al papel lo que se me viene a la mente. Por ejemplo, en las noches, cuando escucho el canto de los trovadores. Son muchachos festivos que alegran un poco la vida, pero no nos metemos con ellos.
   Es notable lo que me ha tocado vivir en mi niñez. El término del régimen de privilegios. Esto es algo que me hace reflexionar. ¿Por qué motivo algunas personas hemos tenido ciertos derechos especiales? Si Jesús renunció a todos los que pudo haber tenido. Me he dado cuenta que los privilegios son superfluos, que a nada bueno conducen, y que al alma le estorban.

 
   4.- Francisco y su transformación

   Fue en una tarde soleada de un bendito día de 1205 que jamás olvidaré. Durante una de mis habituales caminatas por los alrededores de Asís, mirando unos paisajes que me ayudan a la meditación, y sintiendo en la naturaleza las cosas que añoro, iba bajando por un angosto sendero de pequeñas piedras. Ya llevaba un buen rato caminando, y decidí detenerme para orar en la capillita, mi acostumbrado lugar solitario, la única que queda de las dos que construyeron los benedictinos, hace más de un siglo. Una para San Cosme, y la otra para San Damián, protectores de los enfermos. Las pusieron aquí por tratarse de un lugar milagroso, según la tradición, al cual acudían antiguamente todos aquellos que necesitaban curarse de algún mal. Al lado, levantaron una casa pequeña para la comunidad de los monjes. La capilla de San Cosme no permaneció mucho tiempo. El resto estaba aún en pie, pero la capilla de San Damián tenía un deterioro considerable, tras largos años de abandono parcial. El padre Pedro era el único habitante de la casa, y entraba a la capilla un rato cada día para alguna oración.
   Quise hacerlo yo también esa tarde, y entré con curiosidad en la capilla, como si fuera la primera vez. Adentro, estaba en penumbras. Seguramente el padre Pedro no tenía aceite para las lámparas, pues vivía en la pobreza. Además, el recinto estaba tan desordenado que me vi en la necesidad de mover algunas bancas, después de quitarles el polvo. Era inútil tratar de limpiar todo. Resignado, me senté frente al bellísimo crucifijo bizantino de gran tamaño que siempre me ha atraído con fuerza. Me gusta que esté acá este ícono de los hermanos distantes. También tuve que limpiarlo, para lo cual me subí en una silla. Después me sumergí en un profundo diálogo. “Mi Dios y mi Todo” era lo que yo decía, cada cierto rato. Pedí perdón a Jesús, porque su presencia había sido pisoteada en Constantinopla.
   Al mirarlo, empecé a notar algunos detalles del crucifijo, que antes me habían pasado inadvertidos. En las personas que aparecen en torno a Cristo. Me fijé que además de la Virgen María, el apóstol Juan, la otra María y la Magdalena se destaca un quinto personaje, que no tiene aureola. Y como además vi que estaban puestos los nombres, me acerqué a ese personaje y descubrí que es Cornelio, el centurión.
   No sé cuánto tiempo estuve ahí, en un contacto cercano con Jesús. Yo le hablaba y percibía sus respuestas. Necesitaba aclararme en cuanto a cómo seguir viviendo mi vida. Jesús vino al mundo en la pobreza y se fue así mismo, humillado y envilecido como un delincuente. ¿Por qué representó ese rol? Algo nos muestra. Si queremos ser su iglesia hemos de ser pobres.
   De pronto supe con absoluta certeza que Jesús me decía “Repara mi iglesia, que se está arruinando”. En ningún momento tuve la más pequeña duda respecto a que Cristo me estaba diciendo eso. Me asombré, y me estremecí de felicidad por esa cercanía, y me comprometí con el Señor a ser muy fiel a su pedido que me llenó de gratitud.
   Al principio tomé el mensaje al pie de la letra y me sentí con la bella tarea de reconstruir físicamente el templo, cuyas paredes estaban casi cayéndose. Poco a poco me fui dando cuenta de la real magnitud del asunto. Jesús me estaba pidiendo una tarea mucho más bella aún. La de luchar por reconstruir la iglesia, como grupo organizado, el pueblo de Dios, que también está derrumbándose. Mucha pompa, mucha solemnidad, para asegurar el respeto de la gente, pero muy poca búsqueda del evangelio. Lo que pasó en Constantinopla es la ruina misma.
   La iglesita ésa, que a cada minuto se va empeorando, es un símbolo de la Iglesia que formamos entre todos. El signo visible que acompaña a todo sacramento, pues la misión que el Señor me estaba pidiendo era también un verdadero sacramento y por eso decidí que antes de entrar a cumplirla iba a restaurar ese templo, pues ese signo visible iba a ser necesario para mí y para la iglesia. Para no olvidar jamás el mensaje profundo y verdadero que ha de moverme de aquí en adelante. Esa tarde marca un hito en mi vida.
   Los cristianos parecemos estar dormidos, como en una noche oscura. De lo que se trata es de ser una persona que tenga que verse o escucharse, algo que moleste, que haga despertar. Quiero que Jesús pueda ocupar mi cuerpo, hablar por mi boca, y que su sangre corra por mis venas.
   Volví rápidamente a mi casa y tomé unos cuantos paños que estaban listos para ser vendidos, todos los que pude poner encima del caballo, y partí al sureste, hacia Foligno, pues en la feria podría liquidarlos con prontitud. Obtuve buen dinero por mis géneros, y en todo momento consideré que estaba liquidando bienes que me pertenecían. Para mayor seguridad, vendí también el caballo ya que podía irme de vuelta a Asís con unos amigos.
   Lo primero era la reconstrucción física. Ya vendría más adelante el trabajo espiritual, que aún no vislumbraba cómo lo iba a hacer. Recordé las quejas del Papa Inocencio, en ese sentido. He pensado mucho en cómo restaurar la iglesia original, y a lo único que he llegado es al convencimiento de que tengo que ir yo adelante, y restaurarme a mí mismo antes de pretender que voy a cambiar a los demás.
   En cuanto tuve el dinero, lo conté y lo puse en una bolsa de cuero. Se la llevé al padre Pedro en San Damián, lo más pronto que pude. Lo saludé con cortesía, y le insistí varias veces que aceptara el dinero para la reparación de la capilla.
   -Confíe en mi proyecto -sostuve, pero no hubo caso. No quiso recibir nada, y menos después que me escuchó decir que mi padre probablemente se iba a enojar conmigo.
   Debido a la negativa del padre Pedro tuve que guardar la bolsa del dinero debajo del hueco de una ventana, que era como un verdadero estante, y le pedí asilo al anciano sacerdote. Por lo menos, accedió a tenerme en su casa, lo cual fue una salvación para mí. De paso, había aquí otro signo visible: el clero iba a ser duro de participar en la renovación de la iglesia, pero acogería cristianamente a quienes quieran intentarla. El símbolo era este cura antiguo, cansado y temeroso. Comprendí que cuando estuviera en mi misión, siempre habría de respetar al clero, y jamás pasaría por encima.
   Durante mi estadía en su casa conversé mucho con el padre Pedro, y hasta tuve que salir a pedir limosna para poder mantenernos, pues no quise tocar, para este efecto, el dinero de la reparación. Fue una experiencia difícil, algo que nunca había hecho, salvo aquella vez en Roma, y que me aportó una actitud de humildad. Además, una de estas salidas me permitió escuchar unos comentarios. Que mi padre andaba enfurecido buscándome, y a punto de dar con mi paradero.
   Esa misma noche me despedí del padre Pedro, con gratitud, y me fui de su casa, a una cueva que queda muy cerca de ahí, y que Bernardone jamás encontraría. Estuve en ella un mes entero, pasando frío, hambre y soledad. Cada tres o cuatro días iba a la casa del sacerdote a buscar víveres. Me contó que tuvo que darle la bolsa con el dinero a Bernardone, quien se presentó un día, preguntando por mí, y aunque no me encontró, no me buscó más, pues ahora ya tenía el dinero.
   Yo no iba a seguir para siempre pudriéndome en esa cueva. Tenía que salir. Y mi padre lo sabía.
   Finalmente, salí de ahí, pues no sacaba nada con postergar lo inevitable. Más me valía enfrentar pronto al que era mi padre.
   Llegando a Asís, las burlas se dejaron caer sobre mí. Nunca me habían visto tan sucio y descuidado, con una barba que creció de una manera silvestre. La gente creyó que yo había enloquecido, y quizás hasta hayan tenido un poco de razón. Me lanzaban gritos y piedras, lo cual fue humillante, pero no me dejé vencer. Continué con la vista alta, hasta llegar a mi casa. Bernardone se avergonzó de su hijo. Me encerró en el sótano para que nadie más pudiera verme, ni yo llegara a estar en condiciones de salir a perpetrar maldades, según señaló.
   Dos veces al día bajaba a hablarme, tratando de recuperar al hijo que él quería tener. Después de una semana infructuosa empezó a darme golpes. Yo no sabía cómo salir de esa situación. Era un hombre prisionero, esclavo rebelde de otro hombre. Para mí, eso nunca tuvo sentido. La oportunidad se produjo cuando Bernardone tuvo que salir fuera de la ciudad por asuntos de negocio. Recién entonces mi madre pudo acercarse a mí, compungida y llorosa. Me habló con dulzura. Pude decirle lo que yo sentía, y le pedí que me liberara. Ella dio su conformidad, pues entendía que eso era lo único que su corazón le dictaba.
   Volví a San Damián, limpio, afeitado, con ropa nueva, y provisto de víveres que mi madre me obligó a llevar. Con el padre Pedro cocinábamos todos los días y nos llevábamos muy bien, hasta que un día llegó un emisario del obispo Guido citándome para una fecha próxima en la plaza Santa María Mayor donde se llevaría a cabo un juicio público a mi persona. La querella había sido puesta por mi propio padre, exigiendo que yo le devolviera un dinero que supuestamente había tomado sin su permiso.
   -Ya entregué a tu padre la bolsa de cuero -aclaró el anciano Pedro, mirándome-, y estaba intacta.
   -Ya no tengo de él más que la ropa -respondí- y la comida que ya comimos.
   A la hora indicada me presenté en la plaza. Ya había llegado el obispo Guido, y también mi padre, además de muchas personas que formaban el público. Mi madre estaba atrás entre la gente.
   Era un verdadero evento que le tocaba dirigir al obispo, sin estar él muy cómodo en esa posición, intentando reconciliar a un padre con su hijo. Habló todas las fórmulas de rigor, y llegado el momento, Bernardone hizo público su requerimiento, que para mí era tan ridículo.
   Cuando me tocó defenderme, dije que si algún dinero había tomado fue para hacer la obra de Dios.
   -Para hacer la obra de Dios -opinó el obispo, asombrado- te sugiero que no uses el dinero de tu padre, pues no sabes si acaso lo ha ganado de manera justa.
   Bernardone se atragantó con saliva, y se puso a toser, muy molesto.
   -Da a tu padre lo que es de tu padre -continuó diciéndome el obispo Guido- y a Dios lo que es de Dios.
   Para mí, fue una sentencia tan sabia que quise cumplirla de inmediato. Primero, le expliqué a mi padre que no obtuve, por los géneros y el caballo, más dinero que el que estaba en la famosa bolsa que él ya había recuperado. No me quedé tranquilo con eso. Me saqué la capa, la chaqueta, los zapatos, la camisa y el pantalón. Yo tiritaba, no sólo de frío, sino que también por el miedo de estar entrando en una acción límite. Me saqué también el resto de mi ropa y quedé completamente desnudo. Todas las prendas muy dobladas se las entregué al que hasta entonces había sido mi padre. En mi desnudez pensaba en Jesús, escarnecido por los carceleros.
   Aunque tenía la vista un poco nublada alcancé a percibir movimiento en el público. Madres que trataban de que sus hijas no miraran. Murmullos, y también aplausos. Yo estaba renaciendo.
   El obispo me tapó con su capa y me abrazó emocionado, mientras Bernardone se retiraba, rojo de indignación y vergüenza. Debe haber pensado que en algún momento yo iba a volver a su casa.
   Terminado el evento, el obispo me dio una vestimenta de jardinero que hizo traer para mí. Era una túnica muy pobre, de color castaño que se amarraba a la cintura con un cordón. Hasta hoy, éste ha sido mi atuendo, que en esa oportunidad me puse por primera vez. Le di las gracias al obispo Guido, y me retiré del pueblo cantando, con destino al norte, sin mirar hacia atrás. Pensaba que con toda seguridad muchos quisieran seguir el mismo camino que yo tomé, subiendo una pesada pendiente.
   Era un día de cielo azul y suelo blanco.
   Quería llegar a Gubbio, donde vive un amigo de mi juventud, el caballero Federico Spadalunga. No estaba muy seguro de que él me fuera a regalar el dinero para reparar la capilla de San Damián, pero mi esperanza me ayudaba a avanzar. Talvez pudiera darme algún trabajo.
   Mucho antes de Gubbio vino la noche, y decidí pedir hospedaje en un convento benedictino. Llegué casi muriéndome. Había caminado mucho, con hambre y con frío. Hasta me atacaron unos asaltantes. Se frustraron porque no había nada para robarme. Me reí de ellos, y les dije que cuando uno es pobre no se asusta de que quieran robarle.
   Llegué a este convento y toqué a la puerta. Vino a abrirme después de mucho rato un monje con cara de sueño y me hizo pasar. Me convidó una especie de sopa que calentó en un fogón. Me pasó una manta y me asignó un rincón donde me puse a dormir unas pocas horas. Muy temprano empecé a sentir las oraciones de los monjes. Fui al lugar desde donde venía esa verdadera música, y recé con ellos hasta donde pude. Casi todos me veían por primera vez, pero el portero ya les había hablado de mí. Después me convidaron un té con un pan y me hicieron miles de preguntas, de dónde vengo, para dónde voy. Yo les contestaba en un contexto amplio de vida completa. Les conté que quería cambiar de vida. Me acogieron bien y me ofrecieron quedarme en el convento. Acepté gustoso. Talvez era eso lo que Dios quería de mí.
   Sí. Tantas veces me había imaginado en una vida así. Me fui quedando. Me destinaron a la cocina, como ayudante de un cocinero gordo. Al principio, sólo me pedían lavar trastos y pelar papas, lo que hacía con alegría. Había tiempo para la oración. Hasta aprendí a cocinar. Y también otras cosas más importantes. Cómo el abad disponía las actividades y se preocupaba de la disciplina y dirigía la oración.
   Pensé mucho en mi padre. Me dolía que las cosas hubieran llegado tan lejos. Nunca pude soportar su manera de relacionarse con la riqueza. Rechacé eso a tal punto que yo espero ser todo lo contrario. No podía seguir debajo de la suela de su zapato. Más me dolía el dolor de mi madre. Dios quiera que ella comprenda que esto iba a pasar de una u otra forma.
   Llevaba un par de semanas en el monasterio, y el ambiente de recogimiento se tornó en una verdadera encrucijada. Me puse a pensar "¿Qué haré? ¿Cómo lo haré? ¿Serán estos benedictinos mi grupo humano? Con ellos, talvez podría reconstruir esa iglesia de San Damián". Se lo propuse al abad, pero me dijo claramente que su misión es otra.
   El Señor no me pedía quedarme allí. He venido al mundo a algo distinto. A recuperar la pobreza de los seguidores de Cristo. Me había venido bien este descanso para tomar nuevas energías, y darme cuenta del poder de la oración. Se me tranquilizó el ánimo y se suavizó la emoción que aún me dominaba. Me dispuse a partir por esa misma puerta por donde entré. Seguiría mi camino, con vida y esperanza, sin saber bien adónde ni a qué.
   Estaba en una contradicción vital, ya que el proyecto de la pobreza estaba necesitando recursos para partir. ¿Y después los necesitará para mantenerse? Eso sí que no podría ser.
   Me despedí de los monjes, y seguí viaje hasta avistar las primeras casas de Gubbio, y entrar a la ciudad en que yo quería sentirme acogido. Anduve por calles limpias, como en ninguna otra parte he visto. Sin embargo, mi decepción fue grande, después de arribar al destino que me daba esperanza. Mi antiguo amigo Federico no estuvo muy dispuesto a proporcionarme alguna ayuda. Me recibió en su casa, eso sí, por unos días, y recordamos viejos tiempos, pero la cosa no pasó de ahí.
   Al salir de la casa de Spadalunga, llevaba en mis manos una gran bolsa con ropa, supuestamente para mí, pero que fui regalando a los mendigos del camino.
   Otra vez fui a parar donde el cura de San Damián, en esta ocasión sin tener que esconderme. Al llegar me arrodillé ante él porque es la persona que más me ha dado, en relación a lo poco que tiene. Tuve que salir a pedir, y todos los días iba a trabajar en el hospital San Lázaro, donde cuidaba enfermos y limpiaba llagas de leprosos.
   Mi primera comida obtenida de limosna fue miserable. En mi escudilla se juntó un hueso con residuos adheridos, unas pocas cucharadas de sopa fría, un resto de lechuga y un trozo de pan duro. Me provocaba rechazo, pero estaba tan hambriento que decidí comerme todo eso, y así lo hice. No fue fácil.
   Más de una vez Bernardone me vio mendigando por las calles y siempre se enfurecía. Me llamaba la atención rudamente, y yo seguía mi camino.
   Fui a ver al obispo Guido y le di las gracias por haberme tratado bien en el juicio. No fui sólo a eso. También le pedí autorización para reparar la capilla de San Damián. Fue lo único que le pedí. Respecto al financiamiento, ya tenía un plan en mi cabeza, y lo puse en práctica. Me fui al mercado, a la hora de más público, me senté en una piedra grande y me puse a cantar como un trovador. La gente empezó a llegar, entusiasmada. Entre canción y canción yo les hablaba de mi proyecto de reparar San Damián y les pedía que me trajeran materiales para dicha construcción. Repetí esto todos los días durante dos años, y cada vez reunía más piedras para llevar a San Damián, donde pasaba el resto del día trabajando como albañil.
   A los pocos caminantes que pasaban los invitaba a ayudarme. La mayor parte no me hacía caso, pero unos pocos se quedaban por un rato y volvían muchas veces. Rufino venía bien seguido y pasaba largas horas en San Damián. Es un sobrino de la señora Ortolana, con el cual entablé una buena amistad. También Alberto era asiduo. Tenía ya cierta edad pero era muy entusiasta. Me acompañaba a mendigar, y lo adopté como padre una vez que nos encontramos con Bernardone. Así, éste no me molestó más.
   El trabajo de reparación no consistía solamente en acarrear piedras y construir muros. No bastaba con el trabajo físico, pues sin la ayuda de Dios no se puede hacer nada. Por eso dediqué una parte del tiempo a la oración. Me encanta escuchar como Dios me guía. Cierta vez que me puse muy místico tuve una visión fugaz, en que el edificio ya estaba listo, habitado por santas mujeres. Tanto me impactó el realismo de lo que visualicé, que hasta se lo conté a mis amigos y al padre Pedro, dándolo por un hecho seguro.
   Mis amigos de juventud me invitan a sus fiestas. Debo reconocer que es una tentación difícil de vencer. Mi hermanastro Ángelo estuvo tratando de convencerme que volviera a mi casa.
   -Estoy ganándome el pan con el sudor de mi frente -traté de explicarle.
   -Tú vendes tu sudor -me dijo, al irse.
   Al poco tiempo, la obra estuvo prácticamente terminada, faltando sólo detallitos. Reparamos todo. Suelo, muros y techo. Construimos una pequeña pieza en el piso de arriba para que el lugar llegue a ser un convento en que habitará un ramillete de mujeres piadosas. Hasta programamos una ceremonia de entrega del inmueble al padre Pedro, y en esa ocasión le regalé un buen frasco de aceite que me conseguí, para las lámparas de la capilla.
   Hoy ha venido a ver a Rufino su amiga Bona, acompañada de las niñas Offreduccio. Clara, la mayor se ha puesto hermosísima y ya está teniendo curvas juveniles. Debe andar por los catorce años. Caterina, su hermana, es aún una niñita. Las primas vienen a darle ánimo a Rufino. Con su voz cantarina, Clara dice que le encanta el lugar. Yo la escucho desde el techo, donde me he subido a arreglar una gotera, y me pregunto si alguna de estas niñas vendrá más adelante a tener acá una vida de pobreza y privaciones. ¿Aguantarían esa vida? La simple sonrisa de Clara parece decirme que sí.

 
   5.- Clara adolescente

   Recuerdo la primera vez que me fijé en Francisco. Sólo lo vi a través de la ventana del comedor. Ahí estaba, en el otro extremo de la plaza, en toda su rebeldía, que contrastaba con sus rasgos faciales finos. Me pareció que discutía con alguien, pero lo hacía de manera alegre.
   Esa no fue la primera vez que lo veía. Cuando niña ya había estado, en más de una ocasión, en su tienda comprando géneros con mi madre, pero en esa época no me produjo ninguna curiosidad, pues yo me dedicaba a admirar a los santos y mártires cuyas vidas leí tantas veces, siempre con lágrimas en mis ojos. Me imaginaba los miles de episodios que quisiera vivir yo misma en algún momento en que seré muy valiente. Fue por esos años, que me propuse ser virgen, como María, aunque en ese instante no era capaz de comprender todo lo que significaba.
   Cuando fui creciendo, los muchachos querían bailar conmigo y trataban de conquistarme. Yo siempre he sido tímida, y además no me gusta esa vida vana y superficial que la sociedad nos impone. Entablé amistad con un joven simpático que vivía cerca. Su nombre es Raniero de Bernardo. Un día me declaró que quería casarse conmigo, y hasta me trajo un anillo, teniendo yo apenas catorce años. Casi salí arrancando, pero volví a mi serenidad y le expliqué un poco la situación, pues yo no pretendía casarme todavía, si es que alguna vez.
   Juan Ventura me miraba con ojos largos, aunque sabía que yo estaba vedada para él, pues es un simple soldado de la escolta de mi padre, y viene a casa a realizar toda clase de trabajos menores. Hasta he llegado a sospechar que alguna vez me espió por la cerradura de la puerta, pero preferí no decir nada, sin tener pruebas.
   El asunto se puso negro cuando mi papá me comprometió para casarme con Paolo, un joven noble, muy rico, que tenía 17 años. La boda quedó fijada para cuatro años más porque soy muy niña todavía. Mi padre creyó que era su obligación preocuparse por mi destino, y me comunicó la mala noticia como si fuera muy buena, sin dar pie a la opinión contraria que yo pudiera tener. Sólo me atreví a manifestar algo de mi disconformidad, que no tenía fuerza alguna frente a la férrea posición de mi padre. Él fue siempre como un muro con el cual estrellarse.
   Por el momento, no tengo ninguna intención de vivir de manera convencional como han hecho todas las niñas siempre. No quiero aceptar que los demás me obliguen a casarme. Quizás algún día me caso, si me enamoro. Simplemente, no acepto el compromiso que me imponen. Es muy pronto para aceptar así no más a uno que mis padres consideren conveniente. Algún día adquiriré un compromiso, sin duda, pero será a algo que esté inscrito en mí. Sólo a Dios obedezco. Quiero mucho a mis padres y espero que me comprendan.
   Mi tío Monaldo, fiel a las odiosas costumbres de esta época, no perdía oportunidad de ponerme verdaderas trampas de modo que yo quedara a solas con un Paolo presionado para ser un conquistador orientado a lo físico, y no a lo romántico. En esas oportunidades, sí que salí huyendo.
   Tanta fue la seriedad que se le dio en la familia a nuestro presunto compromiso, que mi mamá se puso a organizar los trajes, y hasta lo que comeríamos en mi boda. Yo no soportaba tanta lesera.
   -Mamá, no quiero casarme con ese joven que vosotros me asignasteis.
   -No te vas a casar todavía. Además, tu padre lo escogió para ti. No hay un caballero mejor que Paolo. Deberías estar feliz.
   -No tengo nada contra él, pero no lo amo.
   -Ya lo amarás. Vas a ver.
   -Tú eres muy sometida, mamá, pero yo no lo soy.
   -Niñita, no te pongas difícil.
   -Mamá, tú puedes convencer a papá. Hazlo por mí, ¿ya? -me puse tierna. Casi siempre tengo buena relación con mamá, menos en esto de llevarle la contra al señor feudal. Se me salió eso en voz alta, parece, porque escuché una palabra golpeada:
   -Respeta a tu padre.
   Comprendí que por la vía de mi madre no conseguiría nada. No queriendo hacer perder tiempo a aquel apuesto caballero que me pretendía, decidí hablar directamente con él. Lo hice cuando vino a verme en una tarde lluviosa y nos sentamos cerca de los leños encendidos.
   -Estás lindísima, Clara -me susurró con una bella sonrisa.
   Le hice unas morisquetas poniéndome fea, y los dos reímos.
   -Eres muy gentil, Paolo -le expresé con frialdad- pero sé que no congeniaremos.
   -¿Cómo sabes?
   -No tengo intenciones de casarme.
   -Pero... si falta mucho.
   -Es mejor que cortejes a otra niña.
   -Estoy enamorado de ti.
   -Y yo no -completé la declaración, y después llamé a Caterina, que es mi cómplice para estas cosas, y nos pusimos a jugar con ella.
   Necesité muchas conversaciones como ésa para recuperar mi libertad. Y también más de una oración frente a la cruz de Cristo. Él, siempre me ayuda. Veo en Jesús un amor inmenso. Puedo hablarle en silencio horas enteras. Le cuento lo que Él ya sabe, que hay pobres y ricos, y que la codicia y la agresividad mueven a las personas, que construyen y destruyen con igual facilidad. Siento como si hoy mismo el hombre siguiera clavándole lanzas a Jesús.
   Mi antigua duda empezó a tener respuesta frente al crucifijo. El evangelio es la verdad, y en cambio, la vida está llena de errores. He estado muy tomada por una frase del evangelio que escuché en la misa el domingo pasado. “Se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto”. Es una manera de expresar la respuesta a esa duda que yo tenía. Se han llevado la verdad y no se la encuentra. Y se han llevado el amor. También se han llevado al niño Dios y no se sabe dónde lo han puesto. La oración me reconforta y me enseña a vivir. Jesús va conmigo en todo momento.
   Bona me contó de la ruptura de Francisco con su padre, cuando quedó desnudo en la otra plaza. Prefirió eso a seguir viviendo como esclavo del hombre enérgico. Lo encontré tan maravilloso que me encantaría ser capaz de hacer algo similar. Yo estaba recién empezando a vislumbrar lo buena que puede ser la vida al lado de un hombre a quien admire.
   La otra tarde fui con unas amigas a la plaza, y estaba Francisco, vestido pobremente, cantando canciones hermosas por unas pocas monedas. Alguna gente se reía de él, y hasta le tiraban barro. Mis amigas afirmaron que Francisco se había vuelto loco.
   Lo que me ocurrió a mí fue extraordinario. Sentí una gran atracción por Francisco. No fue una afinidad sensible, sino mucho más profunda, espiritual. Imaginé que ese hombre rezaba y le pedía algo a Dios. Yo no sabía qué, pero quise que el Señor le concediera lo que él solicitare. Me resigné a no saberlo jamás. Hablé así al Señor. “Por favor, concédele lo que te pida”. Sentí esa oración en mí, y también una gran felicidad de estar colaborando con un granito de arena.
   Si yo me atreviera a contarle esto a alguien, me dirían que me enamoré a primera vista. En cambio, yo agregaría que con un amor divino, gratuito, a cambio de nada.
   Me sentí plena de amor, fascinada, encantada. Supe con certeza que yo estaba dispuesta a dar mi vida por él en ese mismo instante si las cosas se dieran así. Francisco irradiaba una luz invisible que yo quería seguir. Él debe haber percibido lo que me pasaba, porque se me acercó. Creo que muy pocas personas entenderían la real dimensión de esto que viví.
   -Dios te bendiga, Clara -fue lo primero que me dijo, con un hermoso timbre de voz, y me agradeció a nombre de los pobres, pues él sabía que a través de Bona he estado proporcionándoles alimentos que yo misma he sacado de lo que había para mí. No siempre me dan permiso para salir a la calle.
   -Hermana cristiana -agregó después, sonriendo. Creo que Francisco sabe más de lo que expresa. Es un hombre grandioso.
   Hasta me he atrevido a decirlo en mi casa, durante la cena, con esas mismas palabras. Eso me significó obtener un reto de proporciones, que escuchó hasta Juan Ventura. Y más encima, mi padre, muy enojado, me ordenó retirarme de la mesa inmediatamente.
   Admiro a Francisco y sus amigos. No tengo idea qué va a pasar con esto, pero sé que mi vida está con él. Puede que sea un sueño imposible..., esto de unirme a un hombre que rompa esquemas. Y no al hijo de un hombre poderoso que quiere armar sociedad con el mío, yendo yo al sacrificio. ¡Qué distinto es Francisco!

 
   6.- Bernardo y su cambio de vida

   El cielo está amenazante. Nubes cargadas de agua se aprestan a caer en cualquier momento. Una tibia brisa intenta acariciarme, mientras me miro y trato de entender cómo llegué acá. Es un pueblito acogedor, y no me extraña el lugar sino el instante. No es el entorno lo que quiero comprender, sino yo mismo, vestido apenas, comiendo con agrado un trozo de pan duro que recién me dieron, por caridad.
   Al recorrer estas callejuelas he venido pensando en los cambios que ha tenido mi vida ahora último. Mi amistad con Francisco ha perdurado a lo largo de muchos años, desde que éramos niños intentando transformarnos en adultos. Estuvimos juntos en miles de fiestas, cantando y bebiendo muy alegres. Nunca nos faltó el dinero, pues siempre nuestros padres han trabajado en el comercio y fue así como teníamos lo que quisiéramos.
   Cuando me fui a estudiar a la Facultad en Bolonia, Francisco ya estaba un poco retraído, como hastiado de tanta jarana, buscando nuevos caminos. Volví años después, con un flamante doctorado que no me sirvió de mucho porque, a pesar de tenerlo, tuve que trabajar en lo de mi padre. El negocio prosperó sin dificultad. De todos modos quedé inquieto pues no era eso lo que me gustaba. Y busqué a Francisco, fuera de la bulla mundana. Preguntando a los amigos comunes pude llegar a él con relativa facilidad. No estaba lejos. Se dedicaba a recorrer las calles de Asís recolectando elementos de construcción que después llevaba al campo, con paciencia y esfuerzo, para reconstruir capillas, como San Damián, San Pedro de la Espina, y Santa María de los Ángeles.
   Mi amigo Francisco cambió mucho en poco tiempo. Muchos lo creyeron loco y lo ridiculizaban. Varias veces he tenido que defenderlo de agresiones. No es que yo sea muy vigoroso ni fuerte, mi defensa era verbal, bien pronunciada. Todo empezó cuando fui a verlo a la capilla que él estaba arreglando. Nos abrazamos al vernos después de tanto tiempo. Siempre ha sido mi mejor amigo. Le llevé unos elementos de construcción, y hasta me quedé un rato ayudando. Su construcción era una verdadera invitación a agruparse con él.
   Nos sentamos a conversar y estuvimos desde el mediodía hasta el ocaso sin darnos cuenta cómo pasaba la hora. Nunca antes en mi vida yo había hablado tanto, pero el que más habló fue Francisco. Me contó de su nueva vida pobre, de acuerdo al evangelio, y de su ruptura con Bernardone, y de cómo aprendió a pedir limosna, a pesar de haber sido alguien que no tenía necesidades.
   Hoy me parece que hiciera siglos de eso. Es que yo mismo estoy tan cambiado.
   Esa vez me explicó cómo se le fue manifestando su vocación, que se le despertó de a poco y lo habitó intensamente durante la misa en la fiesta de San Matías, el apóstol que reemplazó a Judas. Francisco me contó que cuando oyó a Jesús exhortándonos a no abastecerse de oro ni plata, ni llevar alforja para el camino, ni zapatos ni más de dos túnicas, se llenó de alegría hasta tal punto, que se levantó de su asiento y le pidió al sacerdote que le explicara ese evangelio. En realidad, no necesitaba aclaración alguna, sino hacer reflexionar al cura, pues mi amigo ya estaba anhelando retornar a la iglesia original.
   -Esto es lo que yo busco -exclamó Francisco, con gran entusiasmo, en cuanto el sacerdote explicó el evangelio.
   No me costó descubrir lo esencial de toda esa historia. Francisco ha iniciado un camino nuevo, incomprendido, y por eso mismo restaurador de las personas. Sus palabras parecían morderme por dentro, y continué así durante los meses que siguieron.
   Quise descubrir qué le pasaba en el fondo a Francisco. Lo invité a mi casa, en la que ha estado una infinidad de veces, y él acudió gustoso. Continuó siendo mi amigo aunque hayamos estado viviendo vidas tan diferentes.
   -Es un agrado estar nuevamente en la mansión de los Quintavalle -exclamó con optimismo.
   Francisco siguió yendo a mi casa, muchas veces.
   -¿No te importa que te traten como a un loco? -le pregunté una vez, y se rió de buena gana. Me sentí mal porque fue como si yo mismo lo tratara así.
   No comía mucho. Nuestras cenas eran sólo de compartir lo que estábamos viviendo. Se nos hacía tarde cada vez, y Francisco se quedaba a dormir en mi casa. Me hablaba de los evangelios. Así fue como me di cuenta que él ocupaba muchas horas en la oración. Se levantaba en plena noche a dar gracias a Dios por sus bendiciones. Las primeras veces yo dormía sin problemas, pero cierta vez me dio mucha curiosidad. Yo no sabía si estaba con un loco o con un santo. Fingí dormir y traté de entender lo que Francisco repetía una y otra vez, en voz baja pero audible.
   Con mis ojos a medio cerrar lo vi levantar sus manos durante largo rato y rezar con lágrimas. Tras varias repeticiones logré descifrar lo que decía:
   -Dios mío, tú eres todo.
   Quedé tan impresionado esa noche, que me levanté, sin hacer ruido para no molestar, y me hinqué a su lado a repetir “Dios mío tú eres todo” y hasta levanté los brazos un rato, pero me cansé pronto. Francisco sacó su librito, lo abrió y me leyó aquel pasaje del evangelio de Juan, en que Nicodemo visita a Jesús en la noche. Cuando ya me estaba sintiendo un Nicodemo, dicho personaje preguntó:
   -¿Cómo puede un hombre nacer de nuevo?
   Eso me llegó hasta adentro. Era como si yo estuviera tratando de nacer de nuevo. Recé junto a Francisco con mucha devoción hasta que aclaró el nuevo día y sentí necesidad de tomar desayuno. Nos servimos un café, y entonces fue que le pedí si podía admitirme como su discípulo. Fue un tremendo paso para mí, y pude darlo porque estaba conmovido.
   -Haré lo que me mandes -agregué.
   Francisco se alegró de verdad y me miró con asombro, y después se puso un poco más serio.
   -¿Estás seguro? -quiso saber.
   Acepté con mucho entusiasmo y, a pesar de todo, mi amigo me señaló que el camino es pedregoso, y me sugirió ir a preguntarle a Dios. Esta vez fui yo quien cambió del asombro a la seriedad, pero como ya conozco sus figuras de lenguaje, estuve de acuerdo. Partimos a la misa de la Catedral, que ya estaba por empezar. Aunque llegamos un poquito tarde, asistimos al culto con devoción.
   Cuando terminó la misa, la gente empezó a retirarse, uno a uno, se persignaban y salían, menos nosotros dos, que permanecimos en oración por un largo rato. Cómo sería, que vino hacia nosotros el canónigo Cattani, un hombre maduro. Saludó a Francisco efusivamente, y a mí no tanto, pues sólo me conocía de vista. Pedro Cattani no es sacerdote pero parece que lo fuera.
   Desde luego sabe mucho más que cualquiera, ya que tiene estudios teológicos y una cátedra en la universidad. Por eso fue nombrado en tan alto cargo. Y él ha venido hasta Francisco porque lo admira.
   Después de conversar un poco nos preguntó en qué andábamos. Francisco le contó que yo estoy discerniendo mi futuro y él me está ayudando. Cattani quiso ayudar también.
   -Vengan conmigo -dijo levantándose del asiento, y salimos los dos detrás de él a través de la nave lateral hasta llegar adelante donde estaba el libro de misa. Cattani puso sus manos sobre el misal y pronunció con lentitud una oración que estaba improvisando en ese momento. Luego, Francisco hizo lo mismo, usando palabras bellas. Después de un breve lapso me miraron a mí. Me demoré un poco, pero puse también mis manos sobre el libro y recé un padrenuestro. Se produjo un silencio tan intenso que todo parecía estar listo para empezar a moverse.
   -Abre el libro en la página que el Señor quiera -me señaló Cattani, y yo abrí en cualquier página, la que quiso salir. Era el evangelio de Marcos, en aquella escena en que el joven rico corrió y se arrodilló ante Jesús preguntándole:
   -¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?
   Fui leyendo con lentitud, asombrándome de cómo el evangelista estaba totalmente puesto en el personaje, sintiendo el cariño con que Jesús lo miraba. Poco a poco fui entrando también yo dentro de ese joven rico.
   -Una cosa te falta -escuché decir a Jesús-, anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres-. A esa altura ya casi no pude seguir leyendo porque se me nublaron los ojos, con la emoción de estar siendo llamado por Dios de esta manera tan bella. Francisco también lloraba, pero lo que me sorprendió fue que hasta Cattani tenía unas lágrimas.
   Me quedó muy clara la voluntad del Señor para mí. Por algún motivo ha tenido que salir tal escena y no otra. En ese momento no atiné más que a estar en silencio, despidiéndome ya de mi vieja vida para recibir la nueva. Yo no estaba solo en este suceso. Siendo Cattani un hombre rico, también fue tocado profundamente por la lectura. Y él rompió el silencio dirigiéndose a Francisco:
   -“O Dios o el dinero” me dijiste una vez.
   Francisco se limitó a sonreír y me hizo pensar que ya estaban en conversaciones desde hacía algún tiempo. Cerré el libro, y los tres caminamos hacia afuera del templo. Cuando me despedí de Cattani estábamos emocionados los dos. Volví a casa con Francisco y no necesité agregar ni una sola palabra. Empecé a asumir que mi vida en el siglo había dejado de tener sentido.
   Pensaba si acaso yo era capaz de hacer lo mismo que Francisco. Mis posesiones se las podía dejar a los trabajadores. ¿Por qué no? No me decidía, así, tan fácil. Ya no quise seguir indagando qué le pasaba a Francisco, sino por qué me ocurría a mí también.
   Tanta perseverancia tuve, que resolví juntar aquellas pertenencias pequeñas de porte pero valiosas, y nos dirigimos hacia la plaza San Jorge en que me puse a venderlas. El dinero lo repartí entre los pordioseros, viudas y huérfanos. Se juntó la gente, y entre medio estaba el padre Silvestre, un tanto preocupado. Francisco me contó que una vez le había comprado unos morrillos, piedras en buenas cuentas, a un precio bajísimo. Y por eso, en esta nueva ocasión, llamó al sacerdote y le dio una parte del dinero que habíamos recolectado. Eso volvió a poner contento al padre Silvestre, pues se estaba saldando una antigua deuda.
   La gente de la plaza me criticaba. Escuché quejas como “de esa manera no se mejora la situación de los pobres”, y “si todos los comerciantes hacen lo mismo, nos arruinaremos todos”.
   No les contesté nada porque no se me ocurrió a tiempo una respuesta adecuada. En realidad, todavía la estoy pensando. En este momento, hasta me cuestiono. ¿Podré seguir viviendo así? Lo que más quiero es ser capaz de eso, pero no me está siendo nada de fácil, acostumbrado como estoy a enorgullecerme de mi apellido.
   Ya no me importa no tener todos esos bienes materiales que tuve antes. El resto de ellos los vendí con absoluta tranquilidad, y llevé el dinero a los hospitales. Luego me dirigí a la Porciúncula, donde ya me quedé. Estaba comenzando la primavera de 1208.
   La Porciúncula es una pequeña porción de terreno, en medio de un bosque, muy cerca de Asís, a poco menos de una hora, caminando lento. Me gustó el lugar, solitario y lleno de paz. Ahí mismo hay una pequeña capilla dedicada a la virgen María, que Francisco está refaccionando, y ahora yo también. He empezado a amar cada piedra de sus muros, sus dos inmensas puertas y sus tres minúsculas ventanas.
   Los benedictinos camaldulenses, del monasterio San Benito, en el monte Subasio, permitieron a Francisco irse a vivir a la Porciúncula. Además, le proporcionan aceite para las lámparas, pues ese preciado elemento se considera como si formara parte de la edificación. Un par de veces les hemos llevado pescados del lago Trasimeno, aunque no alcanzan ni para una idea de pago del censo que correspondería.
   Aquí comenzó a existir ese día nuestra comunidad. Francisco me pasó una vestimenta como la suya, un simple hábito de un color indefinido grisáceo, con una cuerda a la cintura.
   Al anochecer de ese mismo día llegó otra persona y se incorporó a este naciente grupo. Era nada menos que Pedro Cattani, que también estaba renunciando a sus bienes, a su posición como canónigo, y a su cátedra universitaria. Recibió de manos de Francisco igual vestimenta que la nuestra. Nos miramos y no podíamos parar de reírnos, lo cual para mí fue algo insólito, pues siempre he sido un tipo más bien serio y hasta me han dicho que soy pesimista.
   Construimos una pequeña choza para cada uno, a unos diez a quince metros de la capilla, y a partir de entonces nos hemos dedicado a la oración, que ya estoy aprendiendo, y a pedir limosna para alimentarnos. Eso es mucho más difícil de aprender.
   A propósito de eso de construir chozas, Cattani se preguntaba en voz alta si estaríamos en un Tabor del cual habrá que bajarse después. Como yo no entendía mucho, Pedro me explicó lo de la transfiguración del Señor, y eso me incentivó a leer el evangelio y captar la sabiduría que hay en él.
   -La pobreza no es un objetivo en sí misma -señaló Francisco-. Es simplemente la manera de conocer a Jesús y descubrirlo dentro de uno.
   En el pueblo nos llamaban Penitentes de Asís, título pomposo que puede parecer bien a algunos y mal a otros. A la gente rica no le gustó esto que estaba pasando con nosotros. Oíamos gran cantidad de lamentos, en igual medida que el gozo que le daba a Francisco, que se entusiasma y sueña.
   -Cuando seamos siete, los enviaré a predicar al pueblo -agregó Francisco. El ya ha salido varias veces a hablar a la gente en las plazas. No les platica acerca del juicio final ni de la condenación eterna de los pecadores, como sería un sermón típico. Francisco decidió cambiar el punto de vista. Habla de la paz, y de perdonar a los que nos ofenden. Insiste en que la manera de vivir no puede basarse en el miedo sino en el amor.
   Ya empezó a pensar en las reglas de vida que vamos a tener, las que deberían ponerse por escrito. Nos habló de normas de cómo seguir a Jesús en fraternidad, siendo pobres, al servicio de los necesitados, anunciar el evangelio, trabajar y orar.
   Hoy me ha tocado salir con Francisco a conversar con la gente y a pedir limosna. Él se fue por el lado más peligroso y me dejó a mí el más benigno. Quedamos de juntarnos a las siete de la tarde en el lado de afuera del templo. Aquí estoy esperándolo, pues falta poco para las siete. Ya me comí todo lo que pude recolectar. Lo devoré, en realidad, porque tenía un hambre bárbaro.
   Ahí viene Francisco. Al llegar abre su bolsa en la que trae unos pedazos de pan que le dieron, y los pone sobre una improvisada mesa que armó en una piedra grande, usando la bolsa como pequeño mantel. Me pidió agregar lo que había obtenido yo, para así empezar a comer.
   Por eso estoy rojo de vergüenza. No sé cómo explicarle que ya di cuenta de lo que debía aportar. Francisco ríe, y me ofrece sus panes. No acepto, por supuesto. Supongo que debería echarme a sus pies, pero no me animo a hacer tal acto de humildad. Prefiero inventar que ya estoy saciado.

 
   7.- Egidio entre los primeros discípulos

   De repente aparece un viento helado que nos obliga a ponernos el capuchón. La dura carreta que nos transporta avanza con lentitud dando unos horribles saltos. De todos modos, estoy agradecido de que alguien haya querido llevarnos a Florencia, el destino que el hermano Francisco nos fijó, a mí y a Bernardo. Hasta conversamos, entre tumbo y tumbo. De hecho, no hemos parado de hablar en todo el camino. Bernardo me cuenta sus andanzas en Bolonia.
   -Me fui derecho a la plaza principal -señala- y, al verme con este hábito de color indeterminado, como tronco de árbol -agrega, dirigiendo sus dedos índices hacia nuestras vestiduras, un poco gris la de él, y más tirada a marrón la mía-, unos chiquillos empezaron a hacerme burla, como si yo fuera un loco.
   -Y lo eres -lo interrumpo con una breve risa.
   -Tanto como tú, Egidio -y después de un instante continúa-. Los niños éstos me tenían para la broma, pero yo les sonreía no más, y no les dije nada ese día.
   -¿Y al día siguiente?
   -Volví a la plaza, para hacerme amigo de ellos, pero eran muy obstinados.
   -Supongo que no hubo caso.
   -Durante varios días, hasta que tuve mi defensor.
   -¿Qué? -pregunto sin poder creer lo que me parecía haber escuchado.
   -Apareció como un ángel de la guarda. Su nombre es Nicolás de Guillermo, y me hizo un par de preguntas para formarse una idea de la situación. Entonces, le mostré la hojita.
   -¿Qué hojita?
   -Esa hoja, Egidio, igual a la que tú también tienes. La que escribió Francisco con las primeras reglas de comportamiento.
   -¡Ah! Sí -respondo enrojecido, pues me da vergüenza no saber leer y estar con un tipo que ha estudiado tanto.
   -Pronto podrás leerla. Te lo aseguro -me dice sonriendo.
   Bernardo me ha estado enseñando las primeras letras, y cómo juntarlas para armar las famosas sílabas. Me parece saber lo que piensa el sol, pero apenas sé que dos más dos son cuatro.
   -Sí. Seré un buen alumno -replico.
   -Este intercesor se impresionó con nuestra norma -sigue contando Bernardo- a tal punto que me llevó a su casa, me presentó a su familia, y me ofreció regalarme un terreno. Al principio le dije que sí, encantado, pero me acordé de lo que nos ha dicho Francisco, así que le pedí que nos dejara construir una choza ahí, si teníamos nuevos Hermanos boloñeses, pero que el terreno siguiera siendo propiedad de él.
   -Fabuloso. Ojalá en Florencia nos pase lo mismo -digo entusiasmado-. Es un buen hombre este don Nicolás, ¿no?
   -Pienso que se nos va a unir, y él mismo va a levantar la choza en ese terreno.
   -Así, vamos siendo más.
   -Pero, eso último no es seguro -me advierte.
   Me quedo pensativo. Uno puede ser pobre y sentir lo mismo que los ricos. Varios nos hemos maravillado al escuchar palabras luminosas...
   -Fuego -se me sale en voz alta.
   -¿Qué? -se asusta Bernardo y mira para todos lados.
   -No, hombre. Lo que digo es que al ver cómo tú cambiaste, entró fuego en mi corazón.
   -Perdóname, Egidio, pero si alguien te quemó no he sido yo.
   -Cuando estuve en la plaza de Asís viendo como renunciabas a toda la riqueza, y te quedabas tan pobre como he sido yo siempre -le digo con un poco de temblor-, algo pasó en mí. Ya nunca más pude ser el de antes.
   -Y así fue como te sentiste llamado, ¿eh?
   -Más que un llamado, sentí como un grito de Jesús “Ven, Egidio”. El me dice así -explico.
   -Me acuerdo que te encontramos en el camino, cerca de la Porciúncula, cuando iba yo con Francisco. Tú te arrodillaste, y Francisco te levantó como si fueras una pluma.
   -Y eso que soy bien gordito.
   -¿Cómo supiste el camino para ubicarnos?
   -Ese día me levanté temprano y fui a orar al templo de San Jorge, pues era su fiesta. El Señor me iluminó, y así supe hacia donde echar a andar, pero cuando llegué a un cruce de caminos ya no sabía por donde seguir.
   Le explico a Bernardo que recé de nuevo, y me metí por el sendero más angosto. Después de un rato los encontré.
   -¿Tus padres no te pusieron problemas? -me pregunta Bernardo.
   -No. Si yo ya tenía como 18 años.
   Estamos llegando a Florencia cuando el sol se ha puesto ya, hace un rato. Nos bajamos de la carreta con toda la agilidad que pudimos, y llenamos de bendiciones al cochero. Recorremos calles buscando donde pasar la noche. Sin dinero no es fácil encontrar algo. Hasta las residenciales más humildes desconfían. A medida que se hace tarde, la esperanza intenta abandonarnos. No podemos dormir en la plaza porque está haciendo un frío que penetra los huesos.
   -¿Qué hacemos? -pregunta Bernardo.
   -Rezar.
   Y eso es justamente lo que hacemos, mientras seguimos yendo de un lado a otro. Llegamos a una posada que está en reparaciones y tiene un gran letrero diciendo que no acepta pasajeros.
   -Aquí podríamos alojar -sonrío.
   Una mujer gorda, al parecer la dueña de la posada, anda por ahí y nos ve. En ese momento, Bernardo le pide que nos hospede.
   -¿No vio el letrero? -es su seca respuesta.
   -Por favor, permita que nos quedemos en cualquier parte que esté un poco abrigada -suplico.
   No muy convencida, y después de varios intentos, finalmente la señora se compadece y nos hace pasar a una habitación vacía, al lado del portón de entrada. Doy gracias a Dios y a esta señora, por el hospedaje y por el café caliente que nos trae para desentumecernos, además de dos mantas, una para cada uno.
   -Me da risa que nos crean delincuentes -le digo a Bernardo, tratando de saber qué siente. Él no es muy comunicativo, ni yo tampoco, pero a mí me gusta tratar de descubrir las cosas misteriosas.
   Bernardo está tan cansado, que muy pronto se duerme. En cambio, yo estoy desvelado y me pongo a pensar en miles de cosas, en la caridad, que va y viene. Como esa vez, yendo a Asís a conseguir un género pardo grisáceo para mi hábito, con Francisco que me recibía lleno de afecto, nos habló una mujer muy pobre, pidiéndonos limosna. Seguimos caminando, pues no teníamos dinero. Francisco se lo explicó con paciencia, y miró detenidamente mi capa, que me servía de buen abrigo. Entendí el silencioso gesto, y me saqué la capa. La mujer se fue agradecida, y yo quedé contento. Ese fue mi primer día en nuestra pequeña comunidad, con Francisco, Bernardo y Pedro, hace ya unos pocos meses, en que hemos estado integrándonos como grupo.
   Con troncos, ramas secas y barro, ese mismo día me ayudaron a construir mi choza, similar a la de ellos. A lo largo de los días, se interesaron por mis vivencias y por enseñarme. Compartimos nuestras distintas maneras de orar, y así cada uno ha hecho avanzar a los otros. Desde el primer día comenzamos a reunirnos durante cada crepúsculo en la capilla, esa hermosa Porciúncula, que tiene dos inmensas puertas, una de las cuales la mantenemos cerrada, y dos ventanas a distinta altura, además de un pequeño ventanuco. En esas reuniones nos contamos lo ocurrido en el día. A Francisco siempre le pasan cosas inesperadas. El nos habla de las actitudes de Jesús, para fortalecer nuestras motivaciones.
   -Denle libertad al corazón -nos dijo Francisco una vez, y se me quedó grabado.
   Estando en estas reflexiones escucho unos gritos que vienen de otra pieza cercana, a través de precarios tabiques.
   -¿Por qué los dejaste entrar? -grita un hombre iracundo, talvez el marido de la mujer que nos acogió.
   -... Sólo una noche... no son ladrones... -alcanzo a distinguir destellos de la defensa de la señora.
   Trato de hacerme el dormido, por si vienen a echarnos, y sigo sumido en mis pensamientos. Añoro cada piedra del muro de la Porciúncula, y también mi débil choza que hoy la imagino como un palacio. Vuelvo a ese lugar, dentro de mi cabeza. Me encanta pertenecer a esta hermandad al servicio del pueblo. Durante muchos días intentamos inventarnos un nombre, como grupo. Le dimos muchas vueltas a eso, y no llegábamos a nada, hasta que se me ocurrió decir “soy el hermano menor”, ya que no tengo ni la mitad de los conocimientos de los otros. A Francisco se le iluminó el rostro.
   -No eres menos, aunque no hayas tenido acceso al estudio -afirmó, y los demás estuvieron de acuerdo.
   -Todos somos hermanos menores -completó Pedro, que no habla mucho, pero dice lo justo. Y desde entonces somos los Hermanos Menores.
   En una de estas reuniones, Francisco nos entusiasmó para salir a evangelizar de dos en dos.
   -¿Dónde iremos? -quiso saber Bernardo.
   -Donde el Señor nos guíe -fue la respuesta de Francisco, y sin tardar formó los grupos, uno con Bernardo y Pedro, y el otro con Francisco y yo. Nos fuimos a dormir pensando en lugares donde ir, y al día siguiente partimos. Bernardo y Pedro fueron a Perugia. Francisco y yo, a Spoleto. Después, de ahí cambiamos rumbo hacia Ancona. Ibamos cantando. Francisco, en francés, y yo tarareaba, no más, pero en comunicación con Dios. Por el camino me imaginaba que llegaríamos a ser muchos más Hermanos Menores. Bebíamos de los manantiales de una zona montañosa, y dormíamos en portales de iglesia. En uno de esos pórticos se nos unió un par de mendigos, como nosotros, pero mucho más acostumbrados a no tener nada. Para mí, cada uno de ellos era Jesús, y así los tratamos.
   En algunos pueblos nos correteaban con perros, pero en otros nos recibían con una mezcla de curiosidad y esperanza, lo que nos permitía pararnos en la plaza, cantar, conversar con la gente y ver cómo seguían llegando más interesados en esa charla amena. Yo iba por las calles cercanas recolectando personas que quisieran escuchar a Francisco. Su palabra llega hasta muy adentro de cada uno, con gran fuerza.
   -Es un hombre santo -era mi frase.
   Francisco me había enseñado a saludar dando la paz, como hacía Jesús. Al principio me costó, pero después lo adopté como único método de romper el hielo.
   -El Señor os dé la paz -decía yo a las personas con que me encontraba.
   -¿Forzudo, qué significa esa manera de saludar? -respondió uno, cierta vez, y traté de hacerle ver que si hablo de paz me estoy oponiendo a la guerra.
   También recibí unos garabatos de gente poco amistosa, lo que me tentaba a desistir y saludar de la manera convencional, como protegiéndome.
   -¿Protegerte de qué? -me preguntó Francisco una vez que me vio desanimado. Me explicó con un ejemplo.
   -Uno puede mantener la calma -expresó- si lo golpean físicamente, pero... ¿por qué no mantenerla también cuando aparece ese fantasma llamado Don Ridículo? Ni siquiera es una persona a quien temer.
   Francisco me mostró la actitud de Jesús, que no protestaba ante los insultos. Entonces, sentí una especie de necesidad de palpar esa humillación que forja el carácter.
   Así como la palabra de Francisco entró en mí, con fuerza, también entraba en las personas que se reunían en la plaza a escucharlo cuando los instaba a la penitencia.
   Francisco me dijo que yo era un discípulo aventajado. Creo que fue para darme ánimo, y después de decirlo se quedó admirando el vuelo de las golondrinas.
   -Envidiables las alas, ah -sostuvo.
   -¿Y para qué queremos ir tan rápido? -respondí con una pregunta que se contesta sola.
   -Tienes razón -sentenció, y me propuso un ejercicio, para estar más cerca del Señor. Entonces, por el resto de ese día caminamos a cierta distancia el uno del otro. Yo estuve de acuerdo porque no me quedaba otra, y por respetar esa necesidad de silencio que Francisco tuvo en ese momento. A mí me sirvió para meditar que si Dios no nos da algo es porque no lo necesitamos.
   Al final de esa larga expedición, llegamos sin ningún resultado concreto, lo cual me deprimió un poco. Entonces, Francisco me devolvió mis propias palabras “¿para qué queremos ir tan rápido?”. Una vez más me enrojecí, y volví a ser yo mismo. En realidad, él me está enseñando a orar.
   -Cuando dos personas rezan -me ha dicho-, parece que estuvieran en lo mismo, pero no. Cada uno está en un mundo distinto.
   Eso me dio confianza, porque antes creí que mi falta de cultura me iba a hacer difícil la oración.
   Bernardo y Pedro ya habían llegado el día anterior. Reanudamos nuestras reuniones, y nos vimos enfrentados a una situación delicada, porque mucha gente reaccionó mal a nuestra manera de vivir y evangelizar. Acudieron con sus quejas hasta el despacho del obispo Guido, y lo tenían tan vuelto loco que no hallaba cómo conciliar las cosas. Los sacerdotes estaban también alterados con todo esto, unos a favor y otros en contra. Uno de aquellos llegó un día hasta la Porciúncula. Al verlo acercándose creí que vendría con alguna queja, pero no. Nada de eso. Vino a darnos su apoyo. Era el padre Silvestre, el mismo de las piedras aquéllas.
   También llegó a la comunidad otro joven de Asís, llamado Sabatino. Vino para quedarse, vistió nuestro hábito de color indefinido, como dice Bernardo, y compartió nuestra pobreza. Francisco lo puso en grupo con Pedro, y así liberó a Bernardo y lo envió a Bolonia, en un verdadero grupo de a uno. Ahí le sucedieron esas anécdotas que me contaba durante nuestro viaje de ayer en la carreta.
   Por ese tiempo en que llegó Sabatino, me empecé a dedicar a la artesanía. Con juncos y mimbres fabriqué unos canastos que después negocié en la plaza, obteniendo alimentos a cambio. Me gusta trabajar en contacto con la naturaleza, en cualquier cosa. Fui a los bosques cercanos, y también a otros lejanos a recoger leña, que también transformé en comida. Hasta estuve de temporero en la vendimia pero de acuerdo a nuestra regla, pedí que la remuneración viniera en forma de uva, todos los días.
   A veces, alguno de nosotros acompaña a Francisco a la ermita de las Cárceles, pero casi siempre va él solo a encarcelarse, como decimos nosotros, y entra en unas oraciones de alto vuelo. Es una antigua construcción de verdaderas celdas en una cueva natural, junto a una caída de agua en la roca del monte Subasio, a una hora de Asís, caminando. Antiguamente habían pertenecido a unos ermitaños.
   Francisco puso unas vigas para acondicionar el lugar, y consiguió una mesa para la sala más grande. Con palos y ramas completamos un poco las celdas.
   Las Cárceles están cerca de los benedictinos, que son también propietarios del terreno de la Porciúncula, y aunque quisieron regalárselo a Francisco, éste no aceptó tener propiedades.
   Sigo tratando de dormir, y a ratos me resulta. De pronto, despierto y vuelvo a pensar las mismas cosas. Me levanto, me da frío y me vuelvo a acostar.
   Ya está amaneciendo. Con Bernardo nos levantamos y nos retiramos del aposento sin meter bulla, para dirigirnos a un templo que queda a dos cuadras. La dueña de la posada va también en nuestra dirección, un poco más adelante. La alcanzamos para agradecerle la hospitalidad.
   En el templo hay un señor muy respetado y querido, llamado Guido, igual que nuestro obispo. Este don Guido de Florencia, como podríamos decirle, es reconocido como generoso. De hecho, está repartiendo dinero entre los mendigos. Cuando nos ve, a Bernardo y a mí, intenta darnos también una cantidad no despreciable. No aceptamos nada. Bernardo le explica nuestra regla de vida, y nuestra opción por la pobreza. Lo hace con palabras de persona culta y estudiosa, como que es un doctor de la universidad.
   -Hemos elegido la pobreza -expone Bernardo- de acuerdo a lo que nos pide nuestro Señor Jesucristo.
   -¿Tú has tenido propiedades? -pregunta don Guido a Bernardo, abriendo unos tremendos ojos.
   Iniciamos una larga conversación. A lo largo de ella va apareciendo la admiración de don Guido, quien nos lleva a su casa. Casi sin darme cuenta voy detrás de ellos y entramos en un bello jardín, el de la casa de este hombre, que es muy rico.
   Mientras saboreamos un espléndido desayuno, don Guido dice:
   -Os cederé un pequeño terreno que tengo en las afueras de la ciudad. Incluso tiene una construcción precaria, en la que puede vivir gente.
   Yo estoy encantado porque mi sueño se empieza a cumplir. Casi no sé qué decir, y Bernardo está tan asombrado como yo.
   -Con gusto viviremos allí -le digo con alegría- pero la propiedad ha de seguir siendo vuestra.
   Ya sé que ésa es la voluntad de Francisco, y en ningún caso podríamos hacerlo de otra forma.

 
   8.- Francisco en Roma

    Una vez más, me dirigí a la residencia del obispo Guido. Era mi costumbre pedirle consejo, y también una pequeña limosna para paliar las dificultades que vivíamos en la Porciúncula. Para mí, este buen hombre es padre y señor de las almas.
   No me hizo esperar mucho, a pesar de la gran cantidad de trabajo que le demanda la diócesis.
   -Francisco, la gente se está apartando de la Iglesia -me dijo, yendo al grano, y agregó que él está de acuerdo con las personas que ven nuestra mendicidad como una carga para ellos-. Pon los pies en el suelo.
   Después de una pausa me ofreció una huerta para que la trabajáramos. Así, de improviso, quedé enfrentado a mi contradicción, pues si uno tiene propiedades ha de cuidarlas, lo cual le obliga a poseer armas, y después sin darse cuenta pasa de la defensa a la ofensiva. Creo que las propiedades pueden llegar a ser violentas, y traté de explicarle esto a Don Guido, pero lo único que conseguí fue dejarlo en silencio por un rato breve. Seguimos desenredando el asunto. Reconocí que me gustó eso de trabajar, pero en propiedad ajena, y tener presencia entre los trabajadores. Prometí al obispo que así lo haríamos, y él quedó más tranquilo.
   Al irme seguí pensando en que no quiero causarle problemas a la persona del obispo. Sin embargo, no podía renunciar a la lucha por darle nueva vida a la Iglesia. Para eso, es necesario que cambien las personas, empezando por mí y nuestro grupo de Hermanos Menores. Si no, ¿cómo podríamos hacer que el mundo deje de estar como está? En la reunión de la comunidad, que tuvimos al atardecer de ese día, les hablé.
   -No podemos ser como una sal que perdiera su sabor -expuse con vehemencia, y me maravillé de cómo Dios me lo había soplado.
   Continué elaborando lo que ellos llaman La Regla, un pequeño documento en que se reafirma el propósito de atender al evangelio, y se dan algunas pautas de cómo vivir sin tener el problema económico resuelto, lo que constituye nuestra particular actitud de renovación.
   Ya éramos doce, y todo indicaba que seguiríamos creciendo. Estas primeras vivencias tenían una mística muy especial, una grata sensación de estar en el propio origen, tocando una plenitud y una serena alegría con la piel del alma.
   Había que hacer algo para tener la aceptación de la jerarquía. No sólo de nuestro obispo, que siempre me ha tenido afecto. ¿Quizás si del Papa? Al principio rechacé ese pensamiento porque lo consideré desproporcionado, pero a los pocos minutos volvió hacia mí incólume, como preguntándome ¿por qué no?
   Durante varios días estuve dándole vueltas a eso, y pidiéndole a Dios que me indicara cómo proceder. La divina respuesta me llegó a través del asistente del obispo, cuando fui a visitar a Don Guido.
   -Si quieres verlo ahora, tendrás que ir a Roma -ésas fueron sus palabras para darme a entender que el obispo andaba de viaje.
   “Ir a Roma”. Sí. Eso era. Ahí estaba la respuesta, clara como el agua. No me costó nada convencer a los otros once. De todas maneras, los animé diciéndoles que no hay que tener miedo del Papa. Es solemne, pero es un padre acogedor. No teníamos ni equipaje que armar, así que partimos al día siguiente, pero antes les pedí que le encargáramos a uno de nosotros ser el guía del viaje.
   -Tú, Francisco -hablaron casi a coro.
   -No, no -les dije riendo con alegría-. Necesito dejarme guiar. Acepten que en virtud de la humildad yo me someta a alguno de vosotros, y vaya donde él diga, y duerma donde él disponga.
   -Es sólo por el viaje -agregué al verlos temerosos-, en Roma volveré a tomar las decisiones.
   Las miradas se posaron en Bernardo, el más antiguo. Fue elegido por aclamación.
   Bernardo decidió que fuéramos a pie, y así lo hicimos, rezando y cantando, muy contentos. Nos subíamos a las carretas, cuando nos lo permitían. Fue un viaje entretenido, alimentándonos con lo que la gente quiso darnos.
   Conversé con los Hermanos el motivo de la expedición. Les comenté que han estado apareciendo muchos movimientos renovadores de la Iglesia, pero que no la aman como lo hacemos nosotros. Quieren cambiar una cosa que no les va. Tienen los mismos buenos motivos que podría tener cualquiera. Hasta se dan cuenta que primero tiene que cambiar uno, pero están en enemistad con la jerarquía, y así no logran nada.
   -No quiero que nuestro movimiento caiga en eso -aclaré-. Tampoco quiero que parezca hereje y se desprestigie, pues así estaríamos perdiendo nuestro tiempo y nuestra acción.
   -No podemos exigir a alguien que cambie su actitud -agregué-. Queremos que el Papa bendiga nuestro movimiento. Además, eso será de su parte una disposición a cambiar, una apertura a lo nuevo. Nosotros haremos nuestra conversión personal.
   Siempre he confiado en que el Señor nos ayudará.
   En una de las noches, alojando en un monasterio cerca de Rieti, tuve un sueño. Iba por un camino hermoso, con árboles bellísimos a ambos lados. Admiré especialmente uno de éstos, el más alto de todos. Levanté la vista hacia la copa y quise llegar hasta ella, para lo cual me elevé un poco, tomé distancia del suelo y caminé unos pasos sobre el aire. Corté una de las ramas más fuertes y con ella en mis manos bajé hasta volver al suelo. Hasta ahí me acuerdo. Al despertar traté de entender este mensaje pero no lo logré en ese momento.
   Cuando salimos de ahí, a la mañana siguiente, andábamos un poco molestos porque dormimos mal, pasamos frío, y además nos picaron unos bichitos. Durante el trayecto, que se estaba haciendo pesado, conté el sueño a los Hermanos, y entre todos le daban miles de significados, y así fuimos recuperando la alegría inicial.
   En una tarde tibia de la primavera de 1209 llegamos a Roma y nos fuimos adentrando en la bulla de la gran ciudad. Algunos de los Hermanos estaban asombrados porque era la primera vez que vivían algo así. Nos veíamos insignificantes al lado de los romanos, que nos miraban con curiosidad. Fuimos a visitar sepulcros de apóstoles en el templo de San Pedro, y allí tuvimos una oración.
   Al preguntar a diversas personas por la ubicación del palacio de San Juan de Letrán, la residencia papal, noté en ellas una rebeldía a la autoridad eclesiástica que estaba en pie de guerra contra las sectas heréticas. En Roma, muchos se preocupan de eso. Después de caminar varias cuadras alcanzamos el famoso palacio. Mi intención era llegar hasta el Papa sin intermediarios. Por eso, les pedí a los Hermanos que se quedaran orando mientras yo subía solo, pues no sería conveniente que invadiéramos al Pontífice con tanta gente, ni tampoco iba a ser fácil para un grupo grande filtrarse hasta las altas dependencias.
   Así como andaba, descalzo y apenas vestido, entré por la puerta principal y me escabullí por unos pasillos laterales. Pude pasar inadvertido y subir una escala que llevaba a una galería, sin saber bien por donde ir, dejándome guiar por la mano divina, que sin duda tuvo una eficacia increíble, ya que de pronto me topé con el mismísimo Inocencio, en persona. Curiosamente, el Pontífice estaba escondiéndose de los guardias. Era un hombre pequeño de porte, de muy apuesta presencia, con ojos penetrantes, que se paseaba de un lado a otro, pensativo. El hombre más poderoso del mundo, debe haber tenido alguna importante decisión que tomar. Recordé cuando fue elegido Papa, y después fue ordenado sacerdote.
   Me hinqué y me presenté, con palabras que me salían a borbotones, tanto que en pocos segundos ya le había pedido permiso para vivir el evangelio. El Santo Padre quedó desconcertado. Para él, yo era un simple pordiosero fuera de lugar.
   -Somos doce, venimos de Asís, y estamos hospedados en el hospital de los Antoninos... -intenté seguir hablando desde ahí abajo.
   -Basta, ya -declaró el Papa con tranquilidad, dando por finalizada mi intervención.
   -Tengo otras cosas urgentes e importantes -me explicó-. Tendrás que esperar a tener una recomendación.
   El Pontífice se alejó, y yo quedé deprimido, atrapado en mi propio lazo, mirándome yo mismo de arriba a abajo. Salí despacio, busqué a mis compañeros de andanzas y les conté mi desventura.
   Decidimos que necesitábamos más oración, así que nos retiramos a un lugar casi apartado, si no se es muy riguroso, en una plaza. Después de una hora se empezó a juntar la gente. Nos observaban. Cuando tomé la decisión de hablarles de Jesús, y efectivamente así lo hice, muchos se retiraron de inmediato, mientras que otros duraron un poco más. Se fueron retirando también, pero al final quedó una señora sola, muy impresionada, declarando que nos encontraba admirables. Dijo llamarse Jacoba de Settesoli, y como nos notó hambrientos nos llevó a todos a su casa, donde vivía con su marido y sus dos pequeños hijitos. Nos ofreció un trozo de pastel de frambuesa, que ella misma había preparado. Estaba riquísimo. Lo engullimos y nos repetimos, hasta que se terminó el pastel. La señora Jacoba nos dejó invitados para el día siguiente, pues nos tendría otra tarta.
   De hecho, volvimos al otro día y también al siguiente. Uno de los Hermanos comentó, después en la plaza, que Jacoba era como una Marta, y otro le rebatió, que no, que era como una María, aludiendo a las hermanas de Lázaro. Soporté que discutieran un rato, y después di mi sentencia para terminar con esa discusión:
   -Es Marta y es María -y enseguida les cambié el tema-. ¿Sabíais que tenemos que conseguir una recomendación para ver al Papa? ¿Qué os parece?
   -No tienes recomendación -repitió Ángel, remedando una voz de solemnidad.
   Mientras escuchaba las risas recordé que nuestro querido obispo Guido estaba en Roma. No por otra razón Dios me había traído justo en ese momento.
   -Vamos a ver a Don Guido -señalé- y partimos todos, alegres, a averiguar donde podíamos encontrarlo. Casi un día estuvimos preguntando, hasta que dimos con él.
   Cuando nos vio, Don Guido se sorprendió de vernos en Roma, y creyó que lo estábamos abandonando. Para tranquilizarlo le conté que queríamos tener una entrevista con el Papa Inocencio para que avalara nuestra forma de vida. Le conté también mi experiencia fallida en palacio y se rió de mi ingenuidad.
   -Aunque a la Iglesia le interesa lo celestial -me explicó-, sus costumbres son muy terrenales. No basta con el Espíritu. También hay que tener un poco de diplomacia.
   Continuó diciendo que él es amigo del Cardenal Juan de San Pablo, muy influyente. Además, nos llevó a la casa del prelado, para presentarnos. Éste resultó ser una persona excepcional, abierto como una palma de mano. Nos preguntó que dónde alojábamos, y cuando se lo dijimos nos invitó a quedarnos en su casa. Nunca imaginé que nos íbamos a encontrar con alguien tan acogedor. Era médico, y también fue monje cisterciense. Nos aseguró que él nos recomendaría a Su Santidad, pero que tuviéramos paciencia, eso sí.
   -Preséntame a tus Hermanos -me pidió alegremente a la hora de la cena, estando todos alrededor de una generosa mesa.
   Empecé por mí, y los demás por orden de llegada a la comunidad.
   -Aquí a mi derecha está Bernardo, y allá al frente, Pedro. Ambos renunciaron a su situación privilegiada para vivir esta aventura -y continué presentando a Egidio y a Sabatino. A cada uno, el Cardenal le daba un saludo inclinando la cabeza.
   -Por allá, los religiosos disparejos -seguí-. El bajito es Morico y el alto es Felipe, que le decimos Longo. Ellos provienen de la Orden de los Crucíferos.
   -¡Ah! Los que cuidan leprosos en un hospital -mencionó el prelado.
   -Sí. En el Hospital San Salvador de los Muros -especifiqué, y en ese momento intervino el propio Morico:
   -Me contagié con una enfermedad extrañísima, y habría muerto de no ser por un brebaje milagroso que me dio Francisco, una vez que Felipe lo fue a buscar, muy preocupado.
   -Es el Señor quien te ha sanado, Morico -aclaré, y continué presentando-. Por acá tenemos a los Juanes, que también son disparejos. Este es Juan de Capella. Le decimos así porque le gusta usar un gorro. También renunció a sus privilegios. A este otro Hermano, en cambio, le decimos Juan el Simple. A pesar de no haber tenido acceso a la instrucción, comprende muy bien las Escrituras.
   -Finalmente Ángel, Barbaro y Bernardo de Vigilati, que llegó hace poco -completé- y aún no le hemos inventado sobrenombre para diferenciarlo del otro Bernardo.
   -Tienes once apóstoles -observó el purpurado-. Te falta sólo uno.
   -Está bien así -reí-, un iscariote no necesitamos.
   Como buen representante del Consistorio, el Cardenal Juan de San Pablo se interesó en conocer nuestras ideas y nuestros proyectos, para lo cual nos hizo una serie de preguntas, a medida que pasaban los días, y nos aconsejó entrar en algún monasterio, de los que hay muchos, por todas partes. A mí no me gusta la idea de entrar a una de esas instituciones que tienen escala jerárquica con superioridad de los nobles, y que son propiedad de una familia, que la financia y gobierna.
   Le expliqué que buscamos otra forma de vida que no la da ninguna Orden, en la actualidad. Que nuestros ideales son la pobreza, la castidad y la alegría.
   Nos habló pestes de la secta de los albigenses, y que menos mal que nuestra posición no es la de ellos, y que el Papa ha tratado por todos los medios de someter a los herejes por la vía pacífica, pero como no ha tenido ninguna respuesta positiva de su parte, empezó a preparar una verdadera cruzada en contra de ellos, y es lamentable que las cosas hayan llegado a ese extremo.
   -Muy lamentable -reconocí-. He participado en una guerra, y puedo decir que es lo peor que existe. Nadie gana en una guerra. Todos pierden.
   -Sí, pero hay que entender que no se puede tolerar que estén diciendo, por ejemplo, que el diablo es el creador del mundo material, en guerra con el mundo espiritual.
   -Es descabellada la idea que tienen.
   -Es una brutalidad.
   -Hay que enseñarles. Todo está en el evangelio.
   -¿Y tú, Francisco, cómo conoces tanto el evangelio?
   -Aprendí latín en la escuela, pues ahí había un sacerdote.
   Así, transcurrieron varios días, que los llenábamos con oración, y también hablándole a la gente en las plazas.
   Una noche, a la hora de la cena, el Cardenal Juan de San Pablo nos anunció una noticia espectacular, pero antes, quiso hablarnos de cómo empezó a gestarse. Yo estaba ansioso por conocer la buena noticia, pero apelé a la paciencia, y me puse a escuchar con tranquilidad.
   Todo había comenzado con un sueño del Papa, que nos relató nuestro eminente anfitrión, tal como a él se lo contó directamente Inocencio.
   -En su sueño, el Papa estaba en una terraza del palacio de Letrán -comenzó-, con una gran vista panorámica, pero él contemplaba la basílica consagrada a San Juan. De repente, ésta empezó a tambalear. Los muros crujían, las torres y las cúpulas parecían colapsar como en un sismo. Él trataba de hacer algo por sujetar el templo, aunque estaba lejos, habría podido si sus manos hubieran querido moverse. Estaba espantado. Quiso gritar y la voz no le salía.
   Todos escuchábamos en silencio.
   -Entonces -prosiguió-, vio venir un hombre humilde, descalzo, que se aproximó a la basílica y le aplicó su hombro para apuntalarla. Con su espalda sostenía el templo, como una cariátide, hasta que el peligro cesó y la iglesia pudo mantenerse en pie.
   -Hasta ahí el sueño -continuó hablando el prelado-. Lo bueno vino después, porque el Santo Padre reconoció en ese hombre del sueño a uno que le había visitado hace unos días.
   Yo me puse rojo porque me sentí aludido. De hecho, el Cardenal me miraba con complicidad. Él ya me conocía esa vivencia que me había causado pena en aquel momento, y ahora me producía regocijo.
   -El Papa mandó buscar a ese hombre en el Hospital de los Antoninos, pero ya no estaba ahí -siguió contando el prelado.
   Yo era una verdadera fiesta, y también todos mis compañeros. Tenía que sujetarme yo mismo para no partir al palacio papal.
   -Tranquilízate -ayudó a contenerme el purpurado-. Tenemos audiencia mañana a las nueve.
   Me costó dormir esa noche, y cuando ya lo estaba logrando vino Egidio a despertarme. Una hora después estábamos frente a Inocencio, el hombre que parecía tener todo el mundo en sus manos, y sin embargo se le había escapado de éstas en más de una ocasión. Nos recibió a los doce, además del Cardenal Juan de San Pablo. Varios otros solemnes prelados en su púrpura estaban presentes en la reunión. Tuve que hacer un esfuerzo para no salir arrancando.
   -Queremos vivir según el evangelio -empecé diciendo cuando se me dio la palabra-, yendo sin provisiones, poniendo la otra mejilla, amándonos los unos a los otros y acogiendo a los necesitados.
   -Ahora sois pocos, pero cuando seáis más -me preguntó uno de los cardenales-, ¿cómo los vas a alimentar? Piensa que todos los bellos sueños terminan enfriándose.
   -El Señor es generoso y alimenta a los pájaros, que son miles -me defendí.
   El Santo Padre tomó la palabra y manifestó recordar sus propios ideales de juventud, cuando quería reformar la Iglesia.
   -Nunca he podido avanzar en eso -reconoció, y se le iluminaban los ojos al revivir sus sueños jóvenes-, pero..., quiero escuchar la opinión de cada uno de los cardenales.
   Primero habló uno de los que estaban más encendidos, y eso me puso optimista. Después habló uno de los más fríos:
   -No creo factible que puedan llegar a ser muchas personas las que quieran vivir... así.
   Se mostró un poco despectivo al pronunciar eso último. Después de varias opiniones cardenalicias, el Pontífice retomó la palabra para suspender la reunión, que se estaba poniendo turbulenta.
   -Tu plan supera la fuerza normal de la persona -declaró comprensivamente-. Es por eso que te pido tener un tiempo de mucha oración para que el Señor te manifieste su voluntad.
   Me prometió que me recibiría de nuevo cuando yo estuviera en condiciones de traer esa específica palabra de Dios que yo tendría que percibir de alguna forma. Era una bella tarea la que se me venía. Me daba mucha esperanza, aunque quedé un poco frustrado porque el asunto no se resolvió ese día.
   Casi dos semanas tuvimos que esperar, mientras el Papa deliberaba con los purpurados. No nos faltó actividad, entre asistir a los enfermos del Hospital Antoninos, y trabajar en cualquier cosa, en jardines, o ayudando a cargar y descargar las carretas. De esa forma, obtuvimos alimento y así alivianamos un poco al Cardenal, que tan generosamente nos hospedaba.
   También me di mucho tiempo para la oración, muy necesaria en ese momento. Le pregunté al Señor “¿Por qué tanta vacilación, si tu palabra es clarísima?”. Me basaba en ella para la escucha. En las parábolas. A Jesús le gustaba hablar en parábolas. Aún le gustaría si estuviera acá hoy. Sí, Señor, inspírame...
   Poco a poco se fue construyendo una parábola en mi cabeza. O alegoría..., o como se llame. ¿Qué forma le doy a Dios? Un rey. Sí, un rey. ¿Cómo está ese rey en nuestros días, en nuestra realidad? Cautivo, pero invencible. ¿Y yo, cómo entro ahí? Como una persona humilde, poco valorada por la sociedad, y que ama al rey... Entonces, estoy hablando de una mujer. Sí. Me represento por una mujer pobre... En el desierto. Y el rey, cuando aún está en su plenitud majestuosa, conoce a esa humilde mujer y se enamora de ella. Se aman intensamente. Ella queda embarazada, pero antes de saberlo se ve privada de la presencia del hombre que ama, pues un desalmado y sus secuaces lo secuestran. Pasan los años y el hijo crece hasta tener esa edad en que puede independizarse. “No te avergüences de ser pobre”, le dice la madre, “pues eres hijo de un rey que ya ha de haber recuperado su cetro. Búscalo y pídele todo lo que necesites”. Alegre, el joven heredero se presenta ante el rey, el cual se siente retratado en ese muchacho. Cuando éste asegura ser hijo de una mujer pobre que vive en el desierto, lo abraza y le dice “Eres mi hijo y recibirás mi herencia. Y compartirás mi mesa, a la que se sienta una muchedumbre de forasteros”.
   Me puse contento al haber recibido esta historia en mi imaginación. Se la conté a mis compañeros de ruta, y empezamos a ensayar una dramatización para ofrecerla al Papa, el día en que nos reciba.
   Durante la cena, el Cardenal Juan de San Pablo me habló de los herejes que habían proliferado en el sur de Francia, y de ahí ya se propagaban a países vecinos. Hombres que llevan una vida pobre, y predican. Reconocí que en eso se parecen a nosotros, pero no en las ideas que los motivan. Ellos creen en una divinidad formada por dos personas, una superior que ha creado las almas, y la otra, inferior, que ha creado la materia, incluyendo todo lo corpóreo. Le dejé muy en claro a Don Juan de San Pablo que nuestra fraternidad tiene un pensamiento muy distinto y, sobre todo, que somos dóciles a la jerarquía de la Iglesia. Le hice ver que, según mi punto de vista, la reforma de la iglesia cristiana tiene que empezar por la transformación del individuo. Me emocioné al hablarle estas cosas y hasta me vinieron unas lágrimas cuando el prelado expresó:
   -Es como si el Evangelio, en riquísima encuadernación, estuviera arrumbado y cubierto de telarañas, y hoy estuviéramos recuperándolo en todo su esplendor.
   Me prometió que al día siguiente visitaría al Papa para decirle que si alguien opina que vivir de acuerdo al evangelio es imposible para las fuerzas humanas, estará ofendiendo a Jesucristo. Don Juan de San Pablo cumplió su palabra, y resultó providencial porque, según me contó después, el Papa Inocencio ya se estaba preguntando que cómo podríamos dedicarnos a predicar si no contábamos más que con limosnas.
   Fuimos llamados a la presencia del Pontífice, y cuando éste me habló de sus aprensiones le anuncié que le iba a contar una parábola, pero a través de una representación escénica. Entonces, nos pusimos en nuestros roles, previamente asignados y ensayados. Felipe Longo era el rey, por ser más alto, y tener además un rostro más bondadoso. A Juan de Capella le tocó ser el jefe de los malos, y a mí, la mujer. Egidio era el hijo, pues es más joven y fornido. Los demás se repartieron entre secuaces del desalmado y miembros de la corte del rey.
   La dramatización resultó bastante buena, mejor que en los ensayos. Todos estuvimos muy puestos en el respectivo personaje, lo que significó que Juan de Capella terminó sintiéndose muy mal de ánimo, lloraba, y tuvimos que consolarlo entre todos. El Papa quedó admirado. Por fin, nos comprendió. Y nos habló con mucha sinceridad:
   -Tengo heridas que aún duelen. Quise ser santo, y no lo he sido. He luchado para que los hombres de iglesia sean santos, y tampoco lo han sido. Muchos se han apegado al poder y a la riqueza. La herejía surge por todas partes, por más que la combato. He cometido equivocaciones. Me estoy convenciendo de que para terminar con la tiniebla no saco nada con agredirla. Entiendo que basta con encender una pequeña luz para que la oscuridad se vaya. Sin embargo, eso que parece tan fácil, me ha costado tanto. Créanme que es terrible ser Papa. Yo también he llorado muchas veces.
   Dirigiéndose ahora a los cardenales, continuó hablando:
   -Este hombre es el escogido por Dios para restaurar la Iglesia Cristiana.
   Se levantó de su asiento y me abrazó.
   -Id con Dios -nos envió-, y que Él os inspire para llevar el evangelio a la gente.
   Bajo la condición de mantenerme siempre fiel al Papa, me otorgó licencia para predicar, y también a mis compañeros, pero sólo con especial permiso mío. Estábamos recibiendo ese beneplácito que yo necesitaba. A cambio de ello, tuve que ordenarme como diácono, lo cual no estaba en mis planes, pero es una exigencia, y no me pude negar. Aunque no tengo nada contra el diaconado, no creí que iba a formar parte de mi camino.

 
   9.- Rufino en dificultades

   Mi nueva vida empezó cuando me sentí fastidiado con tanta pompa. La elegancia y el despilfarro me hastiaron. Rechacé en mi interior la obligación de ser guerrero vencedor, arrogante, agresivo.
   Cuando niño no me gustaban algunos juegos excesivamente bruscos. Eso, ya me puso mal con tío Monaldo. Yo me llevaba bien con mis primas chicas, con Clara, sobre todo. Jugábamos muchas veces, aunque mis padres trataban de que no me juntara con ellas. Tengo cuatro años más que Clara. Cuando yo tenía 11 nos entendíamos bien. Después, cuando yo tuve 17 volvimos a entendernos bien. Entre medio, no tanto porque yo me sentía grande. Estuve también en Perugia, igual que ellas, en esa primera época en que yo me daba cuenta de la situación política. Encontraba razón al descontento de los oprimidos, pero disentía de sus métodos violentos.
   Soy un inadaptado. Ahora, que se empezó a dar en gran medida una convivencia pacífica, ha surgido este Francisco, un tipo tan inadaptado como yo, que reniega de su riqueza y de los pocos privilegios que llegó a tener. Es que la alcurnia es de puro barro y se puede caer a pedazos en cualquier momento. Es la nobleza de alma la que realmente vale. Hemos venido al mundo a poner justicia, y no por medio de la violencia, que eso sería contradictorio. Con Clara converso estas cosas, y ella me comprende. Es un encanto mi primita. Gustoso daría mi vida por ella.
   Una vez fui a San Damián, donde Francisco juntaba las piedras para volver a levantar una construcción que antes tuvo mejor pasar. Él tiene una tremenda fuerza de vida, voluntad, valentía para enfrentarse al mundo y a los mayores. Muchos lo creen loco y lo insultan, y él sigue en pie, feliz de la vida. Yo quería preguntarle tantas cosas, así que le llevé materiales de construcción. Me agradeció emocionado, y me quedé a ayudarle. Hasta le dí algunas ideas para que la obra quedara más sólida.
   He estado varias veces allí, pero dejé pasar tiempo sin ir. Sentía que eso no era lo mío, sólo era algo admirable donde yo podía aprender cómo manejar mi propio conflicto con mi mundo. Pero, las últimas veces me sorprendí yendo a pie en vez de ir a caballo. Y con vestimenta de trabajo. Así y todo, seguí dejando tiempos sin ir.
   Me costó decidirme si entrar o no a la cofradía de los Menores, como se dicen. Yo soy amigo de todos ellos, en especial de Francisco, pero una cosa es ser amigo y otra muy distinta es tener que pedir limosna como hacen ellos. Creo que eso no lo haré jamás. Le pedí al Señor en mis oraciones que me diera claridad para ver qué camino emprender. ¡Claridad! Sí, y fue mi primita Clara la que me enseñó a orar. Cuando recién se paraba en sus dos pies, ella ya decía “Padre nuestro que estás en los cielos”, y como yo me limitaba a mirarla, ella me insistía hasta que me hacía repetir sus rezos. Después que creció un poco, yo la veía hablando sola y le respetaba ese momento de intimidad con el Señor, y hasta me contagiaba. Siempre le pedía a Clara que rezara por mí.
   No hace más de un año que me enseñó la oración contemplativa, que yo aún no sabría cómo explicársela a alguien. Es difícil entender que los sentidos vayan pasando desde el cuerpo al alma, mientras uno está asombrado y admirado.
   El Señor me dio la claridad que yo necesitaba. Sentí que me daba licencia para ser original. Sí. Mi camino es mi camino, el mío propio, distinto al de mi amigo Francisco, pero podemos hacer juntos gran parte del sendero.
   Un día me armé de valor y me dirigí a la Porciúncula con una actitud de renovar mi vida completamente. No encontré a nadie. Ni a Francisco, ni a ninguno de los Menores. Regresé a mi casa con algo de frustración, pensando volver al día siguiente a otra hora, lo cual hice sin dudar. Me di cuenta de que yo quería formar parte de esa comunidad. De nuevo ocurrió que no estaban los Menores. Esperé largo rato y como no llegaron tuve que volver a mi casa. Mis padres nada sabían respecto a mis intenciones, y yo no pensaba decirles nada, tampoco, para que no me destruyeran mis planes. Ya sabrían de mi partida después que Francisco me hubiera acogido en la comunidad.
   Esperé el transcurso de un par de semanas, antes de irme de nuevo. Al final de ese lapso pude comprobar que la Porciúncula seguía desierta y sin rastro alguno de los Menores. Me dispuse a la oración, porque el lugar llama con fuerza a encontrarse con Dios. Así estuve más de una hora, y cuando ya me iba a retirar, ellos llegaron. Sí. Me costaba creerlo. Venían cantando, felices de la vida. Uno por uno me abrazaron, aún antes de que yo dijera una sola palabra. Francisco me vio la cara, no más, y me preguntó :
   -Rufino, ¿vienes a quedarte?
   -Sí, Francisco, si me aceptas, pero...
   -Por supuesto que te acepto, feliz -no me dejó terminar mi frase. Yo quería advertirle que no quería tener que salir a pedir limosna. De hecho, empecé a decírselo con ese típico tartamudeo que me viene ante las situaciones difíciles.
   -Ya hablaremos de eso, Rufino. Antes tenemos mucho que contarte.
   Entre todos se atropellaban para darme detalles de su viaje a Roma y cómo el Papa los recibió y les dio hasta facultades de predicar. Eso me hizo pensar en otra dificultad mía. No sólo estaba lo de las limosnas. Era seguro que si me ponía a predicar no iba a salir de mí ninguna enseñanza, nada útil, entre puros tartamudeos. Pensé que eso también iba a tener que decírselo a Francisco.
   Los Menores me contaron que cuando salieron de Roma tomaron el camino que va hacia el valle de Spoleto. Llegaron cansados, de noche y con hambre, a un lugar solitario. Apareció un desconocido que les dio unos panes y se fue.
   -¿Qué pasó después con ese hombre? -quise saber.
   -No supimos.
   -Fue algo maravilloso.
   -Un verdadero milagro.
   Todos me hablaban casi al mismo tiempo. Siguieron con su relato. En varios días de viaje, la gente que encontraban los miraba con extrañeza. No eran monjes, ni seglares, no tenían nada y estaban alegres. Después de detenerse a disfrutar el hermoso paisaje de Orte, se establecieron en Rivotorto, por un tiempo. Eso está muy cerca de Asís.
   -¿Y por qué no seguisteis hasta acá? -pregunté casi de corrido.
   -Porque al principio creímos que ahí tendríamos mejores posibilidades de oración que en la Porciúncula, pues parecía estar más cerca de la ermita de las Cárceles, que son unas cuevas en las faldas del Subasio -explicó un Hermano.
   -Y también por hacer un poco de penitencia -agregó otro.
   Felipe Longo y Morico habían conseguido poder quedarse en una pequeña casa de campo que pertenecía a los Crucíferos, la Orden de la cual ellos venían. La choza resultó ser tan pequeña que casi no cabían. Tenían que dormir semisentados, unos contra una pared y otros en la de enfrente. Francisco escribió en las tablas los nombres de cada uno asignándoles el lugar. Se ganaban el pan trabajando, y predicaban en forma ambulante. Además, ocupaban tiempo en la oración, delante de una cruz que pusieron a la entrada de la cabaña.
   -¿Qué hacíais si os daba sueño orando? -aproveché de preguntar, ya que a mí a veces me vence el sueño durante mis oraciones.
   -Yo uso un cilicio para rezar, con la finalidad de no caer en el sueño -respondió Bernardo.
   -También ayunábamos -agregó Egidio- menos esa vez que Pedro tenía tanta hambre que llegaba a quejarse en plena noche. Francisco se compadeció de nosotros y nos mandó a preparar comida para todos, pues hay que ser solidarios en eso también.
   -Nos explicó que no sólo hay que evitar el exceso en comer, sino también el exceso de ayuno -completó Felipe Longo.
   -Cuando llovía, no sabíamos si quedarnos adentro o salir para afuera -dijo Bernardo.
   -Supongo que ya estabais añorando la Porciúncula -observé.
   -Claro que sí -reconoció Pedro, saltando como un resorte.
   -Pero, seguíamos sin venirnos -agregó Bernardo, con un dejo de arrepentimiento.
   -Rivotorto fue un buen lugar para aprender a alabar a Dios -explicó Francisco-, y aún no había llegado el momento de salir. El Señor sabe muy bien cómo guiarnos.
   -¡Y cómo! -exclamó Egidio riendo-. Un día llegó un tipo indecente con un burro, y lo metió en la casa, empujándolo, mientras lo retaba groseramente. Dirigiéndose a nosotros, espetó:
   -Vamos a mejorar este sucio lugar.
   Me reí mucho con ese cuento del burro.
   -Fue como una señal divina -insistió Egidio- para hacernos volver a esta amada Porciúncula.
   -Y no fue ése el único visitante ilustre que tuvimos -agregó Felipe Longo, en un tono de broma. Entonces, me contaron el desaire que le hicieron a Otón de Brunswick cuando pasó yendo a Roma a su propia coronación, pomposo como es él, con toda su comitiva. Sólo uno de los Menores salió al camino, y no precisamente para verlo pasar, sino para increparlo y hacerle ver que su gloria no iba a durar mucho. Fue Egidio el que se ofreció de voluntario para esa pequeña misión.
   En la Porciúncula ya se estaba haciendo de noche. Compartí la comida con los otros Menores. Yo ya era también un Menor.
   Al día siguiente me armé una choza y tuve también mi hábito de color pardo grisáceo. Desde ese día me dediqué a la oración durante gran parte del tiempo. Yo estaba feliz con mi nueva vida de silencio. Fue como romper las cadenas que atan a la vida cómoda. Esos términos usaba mi adorada prima. Yo me volaba en la contemplación sin que nadie me molestara. Nunca he sido muy bueno para hablar, en especial por mi tartamudez. Al principio, Francisco me dejó que no saliera a pedir limosna. Menos mal, porque eso habría sido insoportable para mí.
   Un buen día, cuando desayunábamos, Francisco me informó que saldría conmigo, pues había algo importante que hacer en Asís. Como primera cosa, fui tras él, no sin aprensión. Me puse a pensar en mi padre, el cual ya estaba en conocimiento de mi renuncia a la vida caballeresca, y ya había rabiado y había intentado disuadirme, sin ningún éxito, por supuesto.
   Le imploré a Dios que Francisco no me hiciera pedir limosna ni predicar. De todos modos, la alegría de todos se me contagiaba.
   Por el camino, Francisco me fue hablando acerca de los nuevos Menores, que yo no había conocido antes.
   -A Ángel Tancredi de Rieti lo encontré luciendo un nuevo traje de caballero -empezó contando -y le dije de sopetón “cambia la espada por la cruz de Cristo”.
   -¿Así, sin preámbulos?
   -Así. Yo sabía que de otra manera no le iba a llegar el Espíritu Santo.
   -Y ya veo que le llegó.
   -En cambio, con Juan el Simple fue muy distinto. Lo conocí en una iglesia a la cual yo había llegado con un balde y una escoba, dispuesto a limpiar el templo.
   -¿Limpiar el templo? -repetí con incredulidad.
   -Sí. Como un signo visible. Después hablé con el cura y traté de explicarle ese gesto, y no entendió mucho.
   -¿Y qué tiene que ver Juan el Simple en todo eso?
   -Es que cuando tomé la escoba y me puse a barrer, él me vio y tomó otra escoba que encontró en un rincón, y también se puso a barrer.
   -Siempre te imita en todo.
   -Siempre. Desde esa vez... Con el padre Silvestre ocurrió algo muy distinto.
   -Cada uno en lo suyo -sonreí.
   -Estábamos en Rivotorto cuando llegó, muy decidido. Y además, muy compungido. ¿Te contaron la historia de las piedras?
   -Sí.
   -Bueno, pero lo de las piedras nunca lo preocupó mucho. Silvestre tuvo la certeza de que éste era su camino.
   -¿Cómo lo supo? -quise saber, porque me interesa eso de las certezas.
   -Por un sueño que tuvo... tres veces.
   Después, Francisco me habló de la penitencia como una especial orientación de la fuerza creadora para integrar cuerpo y espíritu. Yo asentía, no más, y calculé que me estaba preparando el terreno para lo inevitable.
   -¿Sabes, Rufino? Hoy vas a predicar en la iglesia de San Jorge.
   -No, Francisco -reclamé como niño chico, y continué..., tartamudeando-. No tengo ninguna gracia para hablar. Nunca he logrado convencer a nadie de nada.
   En ese preciso momento, no sabía cómo actuar para ser yo mismo.
   -Rufino, esta nueva vida que has elegido es de obediencia. Yo no te digo que vas a ser un gran predicador. Te digo que vas a predicar. Y lo harás desnudo.
   Eso último lo pronunció con énfasis. Creí que me estaba hablando en sentido figurado, pero... ¡no! El asunto iba en serio. Comprendí que si me negaba no merecía estar en la cofradía, y yo no quería tener que irme a ninguna otra parte. Los segundos me parecían horas, en las que pensaba en mi padre y en el tío Monaldo. Cuando se enterasen de esto, lo que yo iba a realizar, si es que osaba hacerlo, ya no querrían saber nada más de mí. Eso era algo bueno.
   -Está bien -empecé a responder- pero no totalmente desnudo. Déjame quedarme con una prenda de ropa interior.
   -Bueno -aceptó Francisco sonriendo.
   -No creo que el sacerdote me permita entrar así al templo -dije, en un último intento de salvarme de esta penitencia.
   -Sí, te lo permitirá. Soy amigo del cura.
   -¿Del padre León? - pregunté derrotado, viendo cómo a Francisco no se le escapa ningún detalle.
   -Soy muy amigo del padre León, desde antes que él fuera sacerdote.
   Cuando estuvimos cerca de la iglesia de San Jorge me saqué la ropa, menos la única indispensable, y entré en el templo. Yo iba rojo de vergüenza, pensando que aquí se me iba la vida. Era esto o nada. La penitencia o la derrota. Los feligreses me veían pasar, unos indignados, otros riendo a carcajadas.
   Subí al púlpito con toda la rapidez que pude, porque ahí me sentiría más protegido. Me puse a hablar de cualquier cosa. Quería terminar pronto con esto. Me daba lo mismo si decía algo bueno o no. Lo notable fue que las palabras me salían fluidas, sin tartamudeo. Eso era fabuloso. Me entusiasmé, y empecé a predicar de la mejor manera que yo hubiese podido. La gente me escuchaba. Dejaron de reírse. Les expliqué por qué estaba así. Nunca me había sentido igual. El color rojo de mi cara estaba cada vez más intenso y me ardía.
   Vi entrar a Francisco, tan semidesnudo como yo. Nuevas risas y protestas llenaron el templo. Definitivamente, nos creían locos. Francisco llegó hasta el púlpito, subió y se puso a predicar junto a mí. Improvisamos algo, hablando los dos, con palabras conmovedoras. Él, eso sí, con una profundidad increíble, hablaba acerca de la penitencia. Éramos un ejemplo vivo, y eso impresionó con fuerza a cada uno de los que estaban en ese templo. Francisco les habló de la desnudez de Cristo en la cruz. La gente estaba sobrecogida. Hasta el padre León, que cuidaba nuestras ropas, abría sus tremendos ojos salientes. Lo vi muy impactado por las palabras de Francisco, acerca del desprecio del mundo, y la pobreza voluntaria. Palabras que germinaban ahí mismo. Los avaros mostraban su arrepentimiento. Vi lágrimas en muchos ojos.
   Nos bajamos del púlpito con lentitud. El padre León nos manifestó su entusiasmo, mientras nos daba la ropa. Nos vestimos con rapidez. Yo me sentía muy bien, habiendo colaborado con lo poco que yo podía ofrecer a toda esa gente para que descubrieran caminos nuevos. Me puse a pensar que no siempre el pudor es constructivo, y que el culto al prestigio no es lo que más mueve a las personas hacia Dios. Eso sí, para mí el verdadero cambio se produjo en mi expresividad. Ya no he vuelto a ser ese tímido tartamudo que no quería predicar. Y se lo debo a Francisco.
   En esa dichosa oportunidad salimos del templo conversando con el padre León. Incluso nos acompañó unas cuadras, con serena alegría, y cuando nos íbamos a despedir de él, nos dijo:
   -No os despidáis. Yo sigo también.
   León llegó con nosotros hasta la Porciúncula.
   Ya no le digo “padre León”, pues ahora es uno más del grupo. Un Hermano Menor.