ARISTODEMO                    Un lugar literario
Los santos de Asís         Gonzalo Rodas Sarmiento

 
   10.- Clara y su decisión trascendente

   Después que mi padre murió pasamos una época de varios meses de recogimiento en que mi madre nos hacía rezar, y no podíamos salir. Quedamos puras mujeres en la casa, y todas llorábamos. El tío Monaldo nos visitaba mucho, como jefe del clan, se sintió obligado a protegernos. Insistió con mucha fuerza diciendo que yo tenía que casarme y hasta me eligió un pretendiente, hijo de un caballero riquísimo. A mis 17 años ya estaba en edad de constituirme en un buen negocio para mi tío. Le dejé muy en claro que la riqueza y el poder no significan nada para mí, y que cuando quiera casarme yo misma decidiré con quien. Menos mal que pude hablarlo con firmeza y con tranquilidad, sin exaltarme.
   Mi tío se resignó, por el momento, pues me conoce muy bien. Por otra parte, él ya sabía de mi admiración por Francisco, así que aprovechó de decirme que tuviera mucho cuidado, no como Rufino, que según él no lo tuvo, en absoluto.
   -Ese descarriado... -gritó el tío Monaldo, refiriéndose a mi primo, y dejó la frase inconclusa. Como yo no iba a dejar de defenderlo, eso fue exactamente lo que hice, para gran ira de mi tío, que tiene un carácter muy distinto al de mi padre, siendo hermano de él. Yo traté de apaciguarlo hasta hacerlo sonreír.
   -Mi sobrinita querida -me dijo, cambiando el tono agresivo por uno dulce, y tomándome de la cintura-. Ya eres una mujer, y muy bella, por cierto. ¿Quién va a ser el caballero que beba de este néctar?
   Ése fue el momento de escabullirme y volver a mi habitación, con pasos rápidos y ponerme a escribir algo en mi diario de vida, acerca de Francisco, tan odiado por mi tío Monaldo. Ahora que Francisco consiguió el beneplácito del Papa, está siendo autorizado para predicar en los templos, incluyendo hasta la catedral, y eso que no es sacerdote.
   Bona es mi enlace con los Hermanos Menores. Con ella envío algún dinero y víveres a la Porciúncula. Desde su casa vamos a menudo a escuchar a Francisco. Lo hacemos en secreto, para no ser vistas por mis parientes, que no lo comprenderían. Nos basta cruzar un pequeño trozo de plaza y ya estamos escuchándolo hablar con su claridad y sabiduría profunda. Francisco atrae a la gente.
   -Que el Señor os dé su paz -exclamó Francisco desde el púlpito, tal como inicia siempre sus prédicas. En seguida, partió hablando de la vida. Vivir. “¿Qué es vivir?” preguntó, y se quedó esperando respuestas. Surgieron varias, provenientes de los que estaban más cerca y querían participar.
   -Bueno es saber -señaló a continuación- pero no sacamos nada con aprender mucho si después no vivimos eso que hemos aprendido. El evangelio nos enseña a ir sin alforja y con una sola túnica de recambio... y... ¿qué hacemos con ese conocimiento? ¿Ponerle un marco y guardarlo junto con las riquezas? No, Hermanos. Hay que vivirlo. La salvación está ahí cerca, muy cerca, aquí mismo. Hoy, y no mañana.
   Francisco alababa a Dios:
   -Señor Dios, tú eres grande, eres el amor, la sabiduría, la paciencia, la mansedumbre, la fortaleza, el perdón, la eternidad.
   Me sentí transportada hacia Dios, con una especie de fuego dentro de mi alma. Decidí que al día siguiente iría a conversar con Francisco, pues quería preguntarle algo. Eso mismo que he preguntado a los sacerdotes y no han sabido responderme.
   Cuando manifesté mis intenciones, durante la cena, mi familia se opuso, aún cuando el tío Monaldo no estaba presente en esa ocasión.
   De todas maneras fui a ver a Francisco, acompañada de Bona, sin que en mi casa se dieran cuenta. En el patio de la iglesia de San Jorge, le hice mi famosa pregunta:
   -¿Qué es más verdadero, el evangelio o la vida?
   -El evangelio -respondió, simplemente, pero se quedó pensando, y después amplió el punto de vista.
   -Hay que liberarse de toda esclavitud -señaló.
   -La luz del Señor ilumina tu camino, Clara -agregó después-. Siempre ha sido así contigo. Eres una persona escogida por Dios.
   Fui varias veces a conversar con Francisco. En algunas de éstas, él mismo me había llamado a través de Bona. En el patio de la iglesia de San Jorge acostumbraba a estar Francisco, acompañado de alguno de los Hermanos, casi siempre Felipe Longo.
   -Jesús renunció a los privilegios que le correspondían -mencioné una vez-. Esa es su enseñanza.
   Felipe se impresionó, y Francisco me puso atención como si nunca él hubiera tenido ese mismo pensamiento.
   Los encuentros se repitieron hasta tal punto que Felipe Longo optaba por llevarse a Bona a uno de los extremos del patio y dejarnos solos cada vez, aunque sólo fuese durante un rato. Con Francisco cantábamos en la naturaleza, a la sombra de los árboles.
   Hablamos de abrir caminos nuevos, y de la firmeza que nos damos mutuamente, y también de lo que pasa en nuestro país.
   En una ocasión, Francisco me dijo:
   -Amo la pobreza.
   No me atreví a decirle que me amara a mí, como yo lo amo a él. Talvez sea un fruto prohibido. He de amarlo en silencio, sin esperar nada a cambio. Me encantaría saber qué siente él por mí.
   -Me gusta tu alegría -fue lo único que le escuché que tuviera que ver con sus sentimientos hacia mí.
   Al llegar a mi casa me quedaron sonando sus palabras “amo la pobreza”. “Pobreza” repetí para mí y me senté frente al espejo de mi pieza. Ese que me ha ayudado todos estos años a ponerme bonita y atrayente. Para Francisco no creo serlo. “Amo la pobreza” repetí una vez más, en voz alta, pero no tanto que pudieran escucharme. Si no soy pobre, por lo menos puedo desapegarme de la riqueza. Fue entonces que me saqué para siempre el collar, y los aros y el prendedor. Me di cuenta que tenía un pequeño cofre de alhajas, muchísimas, los privilegios que supuestamente me corresponden. Junté todo en una bolsa, y acudí al día siguiente muy temprano a la oficina del joyero.
   -Le vendo mis joyas -le anuncié, sin más, y él no quería creerme.
   Cuando aceptó la realidad, efectuó una detenida observación de todo lo que yo le llevaba, y me ofreció una cantidad de dinero.
   -Me tendrá que dar el doble de esa cantidad -le expliqué con firmeza, pues yo sabía muy bien el valor de mis joyas. Después de discutir un poco, accedió.
   Con ese dinero me dirigí a la oficina del obispo Guido y se lo entregué, con una facilidad que yo misma no conocía en mí.
   -Para las obras de la Iglesia -casi canté.
   El obispo se fascinó porque tenía planes de obras sociales que aún estaban sin financiamiento.
   -Bendita seas. Dios ha escuchado mis oraciones.
   Quedé contenta, y salí casi flotando en el aire. Demás está decir que nunca me he vuelto a poner una joya.
   En mi próximo encuentro con Francisco, él notó inmediatamente el cambio que se había producido en mí y besó mis mejillas con una ternura increíble. Así supe que es el hombre de mi vida.
   Tuve varios encuentros con Francisco en el patio del templo San Jorge. Yo necesitaba su apoyo. A veces, me atreví a discutir sus enseñanzas, y el sonreía como si no fuera posible que una chiquilla pudiese haber aprendido tanto acerca de Jesús. Nuestra bella amistad se fue transformando en un amor puro. La verdad, yo estaba loca por él. Soñaba con el día en que Francisco me pidiera ser su esposa, hasta que una vez no pude más y se lo dije.
   -Te amo, Francisco.
   Francisco no sabía cómo reaccionar.
   -¿Acaso tú no me amas? -insistí coquetamente-. Es un mandato de Dios.
   -Amo la Pobreza -me respondió Francisco, y después agregó-. Estoy enamorado de la pobreza y me casaré con ella.
   Eso último, casi lo gritó, y yo me quedé frustrada y triste, con la mirada baja.
   -Eres la mujer ideal, la mejor persona que conozco -habló lentamente Francisco, con lágrimas en sus ojos -, y tienes una gran belleza en tu cuerpo y en tu alma, pero Clarita, acuérdate de tu propio lema “Jesús renunció al privilegio que le correspondía”.
   Sonreí, reconociendo que le he repetido esa consigna a Francisco una infinidad de veces, y ahora se estaba volviendo en mi contra.
   -Te voy a contar una parábola -anunció.
   “Un rey muy poderoso envió un embajador a la reina. Volvió éste con la respuesta que se requería y la enunció de manera concisa. Unos días después, envió otro embajador el cual regresó con mucho más que una simple respuesta. Pronunció un verdadero discurso elogiando la belleza de la reina. Y más aún, fue mucho su entusiasmo y reconoció que hubiese querido poseerla. El rey se molestó con él y lo reprendió duramente por haber puesto ojos voraces en la reina. El rey decidió quedarse con el primer embajador. Eso sí, quiso estar seguro y le preguntó qué le parecía la belleza de la reina. El hombre respondió sabiamente: Sólo a tí te corresponde contemplarla”.
   Comprendí el mensaje inmerso en su cuento, y hasta me sentí halagada. Sin embargo, esa tarde me fui a mi casa con mucha pena, pensando que todavía era indigna, y que necesitaba ser más pobre aún.
   En la noche llené de lágrimas mi almohada. “Enamorado de la Pobreza...” me repetía yo misma, sin poder aceptarlo. Al día siguiente conversé con Caterina, pues le tengo gran confianza, y admiro su increíble sabiduría.
   -Tú crees que estás enamorada de Francisco- observó ella, después de escucharme.
   -Y lo estoy.
   -Piensa si acaso es así o no.
   -¿Qué quieres decir?
   -¿No será que estás enamorada del Cristo que él muestra?
   Me dejó pensativa, preguntándome a mí misma que de dónde sacaría eso esta chica. Siempre he pensado que Caterina tiene una sabiduría asombrosa para una niñita de su edad, pero esta vez se estaba pasando de lista. Durante varios días el asunto me rondaba y no podía concentrarme en nada. Decidí jugarme el todo por el todo. ¿Para qué podía querer ropas fastuosas? Empecé a desapegarme de lo cómodo, imaginando que no tenía tal o cual cosa... ¿puedo vivir así? Puedo. ¿Por qué no?
   No quise seguir siendo esclava del siglo. Me dirigí a la bodeguita, detrás de la despensa, a buscar unos sacos vacíos que estaban ahí desde hacía tiempo. Me los llevé a mi pieza y me dediqué a la costura durante un par de tardes. Con esos sacos me confeccioné un vestido, lo más gracioso que pude, que llegaba casi hasta el suelo. Cuando estuvo listo me lo puse y salí de mi casa sin que nadie me viera y me dirigí a la iglesia de San Jorge pues yo sabía que a esa hora iba a encontrar a Francisco. Por el camino me confundían con una pordiosera, a tal punto que palpé lo que es ser pobre, y no pude evitar las lágrimas. La gente me enrostraba su fastidio por mi presencia. Mi tenida, que empezó casi como un disfraz, pasó a ser un duro aprendizaje.
   Llegué donde Francisco y me planté delante suyo, dispuesta a todo o nada.
   -¿Qué te pasa Clara? -me preguntó extrañado, no tanto por mi atuendo como por mi actitud y por mis ojos que evidenciaban un llanto reciente.
   -Soy la Pobreza -declaré con énfasis-, de la que tú estás enamorado.
   La emoción me hizo llorar de nuevo. Sabía con certeza que ése era el momento más importante de mi vida. Francisco me tomó de la cintura y me besó con ternura. Y yo también a él, desde el fondo de mi alma. Tuvo que retirarse un poco, y sin soltarme me levantó y me sentó sobre un muro bajo de concreto. Francisco respiraba con agitación, tratando de tranquilizarse. También lloraba.
   -El lema... -fue lo único que mencionó. En su rostro humedecido había una sonrisa divina, que me hizo recordar las palabras de mi hermana. Sí, ella tenía razón una vez más. Ahí mismo comprendí lo que significaba ese momento.
   -Daré cualquier cosa por ti -le dije, aunque ya no sabía si se lo estaba diciendo a Francisco o al Cristo que él muestra.
   -¿Me darías tu pelo?
   -Mucho más que eso.
   Nos miramos muy fijamente, sonriendo, no sé durante cuántos minutos.
   -Ya descubrí la verdad -afirmé-. En ti he visto a Jesús y es a él a quien amo con todo mi espíritu.
   Francisco asintió.
   -El amor que no puede sufrir no es digno de ese nombre -agregué.
   Francisco estaba realizado.
   -No te podrás escapar de mí -le advertí-, pues te seguiré hasta el fin del mundo.
   Me sentí partícipe de una misión trascendente. Éste fue un instante glorioso, sublime.
   -Quiero ser una Hermana Menor -me escuché decir después de un largo silencio.
   -De acuerdo -consintió Francisco muy contento-. Es una locura, y no sé cómo se va a poder hacer esto, pero se hará.

 
   11.- Rufino deprimido

   El descalabro que hubo en mi alma empezó en una tarde de domingo. Mi ánimo había estado mal desde la mañana, debido a algo que no me salió bien, y ya ni interesa. Quise estar en soledad, y me fui a un sector alejado. Me tuve que cambiar de lugar muchas veces porque encontraba que había bulla, o mucho sol. Al último, quedé en una cueva oscura, con una filtración de humedad que parecía decirme algo.
   Traté de aclararme en lo que estaba sintiendo, pues no había logrado comprenderlo todavía. Me invadió una sensación tan horrible como persistente. Una cosa asquerosa... y eso era yo. Mi interior se había puesto como un infierno, anticipando el destino seguro que estaba reservado para mí.
   Me había convertido en un verdadero demonio, y además, uno de los menores, uno de poquísima importancia, el que estuviera para los mandados, y que ni siquiera los haya desempeñado de manera eficaz, pues eso no le corresponde a un tipo tan negativo como yo me sentía.
   Me asaltaban imágenes de mi antigua vida de señor feudal en decadencia. “Soy un producto de la injusticia”, me repetía una y otra vez, “y tengo la misión no sólo de hacer fracasar a los demás, sino que también fracasar yo mismo”.
   Menudo conflicto. Si llegare a no fracasar, eso sería un fracaso. Es que uno no puede ser tan paradojal. Talvez por eso mismo, jamás podría ser perdonado. No me atrevía a hacer vivir el sueño imposible de dejar de ser un demonio. Un sueño inconfesable, como si lo hubiera robado.
   Estaba avergonzado de ser yo, y dirigido hacia la ruina espiritual. Le encontré un sentido a mis penitencias, aunque un poco primitivo. No eran más que el castigo que me estaba mereciendo. Y como era la injusticia la que trataba de moverme, decidí que no iba a seguir dándome castigos.
   Me mostré a mí mismo como un volcán de resentimiento, que estaba hecho para cometer errores, y si me equivocaba en eso, éstos dejarían de serlo. Si al menos me hubiera sentido capaz de cumplir la tarea que le corresponde a un buen demonio, ya merecería ser redimido.
   Al otro día caí en la cuenta que eso de “buen demonio” no puede existir. En ese mismo momento me volvió a atacar la terrible sensación del día anterior, y me seguí revolcando en la podredumbre, donde no debía estar, y no sacaba nada con tratar de huir.
   Sin embargo, lo más bien que salí de ahí al escuchar la anécdota del hermano Egidio, que venía llegando después de haber pasado varias horas arriba de un nogal.
   -“¿Cuántas nueces me darás en pago?” -mencionó Egidio que le había preguntado al patrón.
   -Todas las que te puedas llevar -había sido la respuesta.
   Con mucha astucia, Egidio se quitó el hábito en cuanto hubo terminado su cosecha y bajado del árbol, quedando semidesnudo. Amarró las mangas para tener así un improvisado saco que llenó de nueces, y se lo pudo llevar con gran esfuerzo. Llegando a Asís regaló su premio repartiéndolo entre los pobres, volvió a vestirse, y con las manos vacías se vino a descansar. Todos nos reímos mucho cuando Egidio nos contaba su aventura.
   Si algo me gusta de esta comunidad es el no tener ningún privilegio derivado de haber sido noble, como ocurre en las órdenes monásticas. Y también la relativa libertad que uno puede tener aquí, en comparación a las gruesas reglas de los benedictinos, por ejemplo.
   Yo quedé alegre, menos mal porque estábamos entrando a la reunión diaria con Francisco, y no me habría gustado que él se diera cuenta de lo que me estaba pasando. Todos estaban contentos, y eso hizo provechoso el encuentro, en que Francisco nos habló del oficio de predicador.
   -La persona que predica -dijo- ha de orar primero en soledad, para encontrar las palabras que debe decir y para contagiarse con ellas y darles vida.
   Sentí pena porque mi oración en soledad se había puesto tan tortuosa, pero Francisco me fue contagiando un poco con su entusiasmo y por el resto de ese día quedé bien. El martes me empezó a acosar de nuevo la sensación demoníaca. No quise contárselo a Francisco porque me daba vergüenza, y porque mi mal ánimo se me quitaba a ratos, cuando surgía alguna cosa alegre, como cuando llegó Maseo a incorporarse como Hermano Menor. Venía de Marignano, con su modo cortés y su dicción de agradable timbre con que aderezaba su conversación, siempre interesante.
   Dos días después se nos unió alguien completamente distinto. Se hace llamar Junípero, sobrenombre que él mismo inventó, y que significa “el más pequeño de los hijos de Dios”. Es un tipo muy original, que desde el primer momento se complació en mostrarnos la simplicidad. A su llegada le dimos una linda bienvenida.
   Ese mismo día, Francisco nos habló de la oración que tuvo, la semana pasada, a solas en un lugar apartado, y durante tres horas.
   -Poco a poco empecé a sentir una gran alegría -nos contó- y la certeza de que mis pecados han sido perdonados..., pero... fue una certeza más fuerte que dos más dos son cuatro.
   Yo recordaba mis sensaciones de demonio que aún no me había atrevido a revelarle y me hice el firme propósito de decírselo en cuanto tuviera la oportunidad.
   -Estaba tan absorto -continuó Francisco- que no me di cuenta cómo pasó el tiempo. Volví gozoso y transformado. Dios me prometió hacernos crecer en gran multitud.
   A mí, la oración en soledad no me había resultado mucho en esos días. Decidí rezar frente al crucifijo, para ahuyentar los demonios. Aún así, no lo logré. Sentí como si el mismo Jesús me mostrara toda mi iniquidad. Se me confundió todo de nuevo. Talvez con razón, en mi familia odian tanto a Francisco, y ellos me decían que no le creyera. Mi buen propósito del día anterior se me esfumó del todo. Ya no iba a ser fácil confiar en Francisco. Mi condenación no tenía vuelta. ¿Y toda mi oración, para qué podría servirme? Tendría que retirarme de esta cofradía, de la que no soy digno. No quería hacerlo sin decírselo a Francisco, pero eso me significaba tener que contarle el infierno que estaba viviendo. No iba a ser fácil.
   En eso estaba, cuando llegó Maseo a buscarme, diciendo que Francisco quería verme.
   -No pienso ir -fue lo primero que atiné a decir, pero después me puse a pensar en el asunto. Ya no podía seguir esquivando el bulto. Probablemente, Francisco se había dado cuenta de mi estado.
   A Maseo no le costó casi nada convencerme, y eché a andar hacia un bello lugar en la naturaleza, donde se hallaba Francisco. No necesité explicarle lo que me estaba pasando. Él me dijo, con claridad:
   -No les hagas caso a los demonios.
   La bondad de Francisco me desarmó. Y su sabiduría. No supe cómo él tenía tan claro lo que a mí me pasaba.
   -No puedes desconfiar de Jesús -me reprendió con mucha ternura-. El nunca te diría algo que no viniera desde un lugar de amor y misericordia.
   Francisco tenía toda la razón. Yo estaba muy avergonzado de haber desconfiado de él, y más aún, de Jesús.
   -Tú puedes ahuyentar a los demonios -me explicó- hablándoles con mucha firmeza. Podrás sentir como se van.
   A medida que Francisco me iba diciendo las cosas con tanta claridad, se me empezaron a salir las lágrimas, caí de rodillas, y dejé que me viniera el acceso de llanto. Estaba tocando fondo y no tenía posibilidad de resistirme. Después de un rato quedé mejor.
   -No te olvides de orar como tú sabes -me advirtió Francisco, levantándome.
   Volví a mi celda en el bosque y me puse a orar. Le pedí perdón a Dios y cuando le dije por qué lo estaba haciendo me volví a sentir tremendamente pecador. La sensación de demonio intentó hacerme dudar de Francisco. No lo quise aceptar.
   -Vuelve a abrir la boca y te la lleno de mierda -grité, dirigiéndome a un invisible demonio, y lo hice con toda la firmeza de que fui capaz. Así, se me terminó el problema para siempre. Recuperé mi entereza y mi confianza. Fue un momento sanador. Después, me reía solo porque justo en ese momento hubo un temblor y se derrumbaron algunas piedras, y corrían por las laderas del monte.

 
   12.- Clara se va de su casa

   Ese día me levanté temprano y estuve en oración hasta las 11, hora en que empezaba la misa principal del Domingo de Ramos. Acudí al templo, junto a mis hermanas, vistiendo nuestra mejor ropa, como corresponde a la festividad. Se conmemora la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Cómo me habría gustado estar en esa remota ocasión.
   Hace unos días mi madre salió de viaje a Roma, con Pacífica, y seguramente han tenido una fiesta de Ramos tan linda como la de acá. Para mí, era un día más especial que cualquier otro, pues había tomado una decisión de gran importancia y no podía comunicarla a nadie para no malograrla. Ni siquiera a Caterina. Ella notó que yo andaba rara.
   -¿Qué te pasa, Clara? -me preguntó.
   -Nada.
   Por supuesto, no me creyó, como si estuviera sabiendo algo. Pensé que iba a tener que hablarle de ello, después, cuando fuera el momento adecuado. Ahora, la gente se estaba poniendo en una fila para ir adelante a buscar un ramo. Preferí quedarme para el final. Si yo estaba renunciando a todo lo que había sido mi vida hasta ese momento, un buen símbolo sería quedarme sin ramo. Tenía la secreta esperanza de que éstos no alcanzaran para todos. Durante largo rato todas las personas estuvieron de pie caminando a paso lento, mientras yo estaba ahí sentada, paralogizada, como si mis piernas no pudieran moverme. El obispo Guido, que oficiaba la misa, se fijó en mi actitud.
   Después de largos minutos, volvió Caterina y volvieron todos. Pensé que ya se me había pasado el momento, y que lo mejor sería quedarme sin ramo. El obispo se levantó de su sitial, tomó un ramo y me lo trajo hasta mi asiento. Me lo entregó con mucha ternura. Siempre me ha querido mucho. Me puse roja y acepté el ramo con una sonrisa de agradecimiento por ese gesto tan inesperado. Don Guido me miró con una actitud de complicidad que me venía bien. Algo sabía él acerca de mis planes, pero como una cosa eventual y futura. Esta vez me pareció que me aprobaba tácitamente. Al menos, eso quise entender, aunque algo así no podía ocurrir. De todos modos, me sentí mejor, y pude agitar mi ramo como todos, en el momento en que fueron bendecidos.
   Estuve contenta el resto del día, y hasta le conté a Caterina lo que pretendía hacer. Le hice prometer que no le diría nada a nadie. Le expliqué que me estaba yendo de mi casa para vivir lo que ha de ser mi vida. Es más que una simple aventura, más que partir detrás del hombre que amo o que creí amar. Es ir a servir a Dios, ser fiel a lo que Él puso en mí. Es renunciar a casi todos los privilegios, excepto el único importante.
   -Jesús lo dice en el evangelio, "deja todo y sígueme". Me lo dice a mí, hoy -le expliqué-. Esto es como salir de la matriz. Quiero ayudar a Francisco a reparar esta gran comunidad cristiana que formamos todos.
   Y me quedé unos instantes pensando en que para algo viví ese exilio siendo niñita. Para crecer sabiendo lo que falta en la sociedad. No son los gobiernos ni los guerreros los que van a mejorar la manera de vivir de la sociedad. Tampoco el clero lo está haciendo muy bien. Los que tienen poder se envanecen, no lo usan para mejorar nada, sino para preservarlo.
   -He meditado mucho este paso -agregué-. Es como despertar en medio de la noche.
   -Me duele dejar atrás el apego a mi madre y hermanas -confesé, después de otra breve pausa-. Nos veremos menos, pero nos veremos y será lindo. No sé si me voy para siempre. Eso es algo que no puedo adivinar.
   -Te extrañaré -me dijo, y nos abrazamos.
   -Yo también te extrañaré.
   Mucho después que el sol se puso y la oscuridad empezó a dominar, cuando Beatriz ya estaba dormida y la servidumbre se había retirado, me levanté, me puse mi vestido de saco, el de la Pobreza, y un manto por si me daba frío. Me dirigí hasta la puerta de los muertos, una angosta abertura alta, que nunca se abría, excepto cuando murió mi padre el año pasado, y fue sacado su cuerpo por ahí, después que el tío Monaldo la abrió, con mucho esfuerzo, y con la ayuda de un martillo, y con el uso de aceite en las bisagras. Esta vez no costó tanto abrirla. Todavía estaba el aceite haciendo su trabajo. Cuando iba a ir a pedirle ayuda a Caterina, ella llegó sin que nadie se lo tuviera que decir. Entre las dos movimos la puerta. Elegí esa manera de salir de casa, para pasar inadvertida.
   -Es como si estuvieras muriendo... -balbuceó mi hermana, llorosa.
   -Estoy naciendo, hermanita -besé su mejilla.
   -Cuídate.
   Salté hacia afuera y cerré la puerta de los muertos, quedando inmediatamente en la sombra. Pensé en Bona, que no estaba en Asís, pues fue a pasar la cuaresma en Roma. Imaginé que ella estaba conmigo advirtiéndome que aún podía arrepentirme.
   Parecía una huída. Sí, yo estaba arrancando de ese futuro señorial que se vislumbraba para mí si me seguía quedando en mi casa. Estaban a punto de casarme, a la fuerza.
   Eché a andar a paso rápido hasta la esquina, y de ahí hacia la parte de afuera del pueblo. Unas cuadras más allá, la imaginaria Bona me detuvo, me miró y esperó a ver si yo me arrepentía. A unos cien metros ya se veían las antorchas de los Hermanos. Me despedí mentalmente de mi amiga y corrí hacia las lucecitas. Ahí estaba Francisco, con Felipe Longo y Bernardo, y dos caballos que consiguieron.
   Francisco me ayudó a montar junto a él en su caballo. Los otros dos Hermanos apagaron sus antorchas y compartieron el otro animal. Nos alejamos de ahí, al paso, pero cuando ya hubo más distancia empezó el trote, y después en franco galope íbamos felices, cantando.
   Aunque las puertas de la ciudad quedan cerradas durante la noche, ésa era una ocasión especial, a causa de los trabajos que se estaban efectuando en una cisterna. Francisco conocía un punto vulnerable, por donde pudimos pasar.
   -Tienes un rostro resplandeciente -observó Francisco cuando avistamos el valle en que está la Porciúncula.
   Yo estaba radiante de felicidad. Descendimos con cuidado hasta llegar donde estaban todos los demás Hermanos esperando con antorchas encendidas.
   En el momento de bajar de los caballos, se produjo una verdadera fiesta. El canto de todos me transportó a lugares celestiales. Este es un camino nuevo para mi vida.
   Entramos a lo que podría llamarse Capilla, un recinto maravilloso, pequeñito. Los Hermanos inventaron toda una ceremonia para acogerme. Nos hincamos ante el improvisado altar para hacer una oración de agradecimiento, y después nos sentamos en el suelo. Todos hablaron algo, y también yo manifesté la alegría que estaba teniendo, y el firme propósito de llevar una vida de pobreza, junto a todos ellos.
   Francisco hizo traer una tijera y me cortó el cabello, como un símbolo del paso que estaba dando. El corte de pelo fue igual que el de los Hermanos Menores, en redondo a la altura de las orejas, dejando pelo, sólo en la parte alta de la cabeza.
   Entregué mi manto, y recibí a cambio otro muy pobre y rústico. Así fue mi iniciación en los Hermanos Menores. Ya podía considerarme una Hermana Menor, la primera de todas, y no sé si también la última..., espero que no.
   Muy tarde nos retiramos a nuestros aposentos. Habían construido una pequeña choza para mí. Esa noche casi no pude dormir. Me levanté temprano en la mañana, y ahí empezaron los problemas porque necesité ir a la letrina, al fondo, y estaba ocupada. Tuve que volver a mi cabaña y esperar, lo cual fue casi dramático. Aunque ya tengo 18 años, soy muy niñita para algunas cosas, como ésta.
   Más que nunca, estaba necesitando toda la fuerza y entereza que el Señor quisiera mandarme. Yo había decidido renunciar a muchos privilegios. Sin embargo, en el momento de la acción las cosas siempre se ponen más difíciles.
   Recién tomé conciencia de que siendo la única mujer allí, mi decisión de venir a la Porciúncula puede ser muy mal entendida por la gente. Con toda seguridad, mi familia iba a querer que yo regresara. Ese era otro problema, pues en tal despoblado no tenía mucha posibilidad de defensa para quedarme pacíficamente. Yo quería vivir ahí, pero ya no estaba tan segura.
   Francisco escribió en una hoja una Forma de Vida para Clara, como la tituló. Soy la única Hermana Menor. Me gusta esa hoja, con la letra de Francisco.
   Todos teníamos muchas dudas sobre la presencia de una mujer en medio del grupo. Es que era algo impensable. Ningún Hermano Menor quería cumplir con una supuesta obligación de rechazarme. Aún más, mi primo Rufino se puso en un rol protector, pero Francisco encontró que esto no podía funcionar así.
   Era evidente que yo no debía quedarme en ese lugar, pero la salida de mi casa fue más que un simple gesto simbólico. No iba a volver a mi casa. Francisco me había prometido un lugar para mí en San Damián. Sin embargo, se puso temeroso. No se animaba a dejarme sola en alguna parte.
   Entre todos estuvimos discutiendo mi destino. Francisco pidió silencio y oración. Dios resolvería esto.
   Después de rezar una hora entera, Francisco ya sabía en qué lugar viviré durante los primeros días, mientras se aclara el panorama. En un convento de benedictinas, aquí cerca. Se llama San Paolo di Bastia. No es lo que más me gusta, pero estaría bien si es por poco tiempo. Así se lo dije a Francisco.
   Querían ir todos a dejarme, pero sólo habría sido posible a pie. Optamos por otra solución más rápida. Salí a media mañana con Francisco, cada uno en su caballo, y así aprovechamos de ir a devolver los animales, pues el propietario vive muy cerca del convento. Llegué a éste cuando las monjas se disponían a almorzar. Francisco solicitó a la elegante abadesa si podían tenerme unos días, a lo que accedió gustosa. Después, él emprendió el camino de vuelta a la Porciúncula, solo y a pie.
   Las monjas me acogieron bien. Son de clausura, y todas muy alegres. Con ellas, viví un primer día entretenido. Aquí hay un buen pasar, sin dificultades, pero no quiero acostumbrarme porque no es ésta la vida que elegí para mí. En este convento hay dos clases sociales. Unas monjas son de procedencia adinerada, y otras son sus criadas con las cuales han llegado. Yo soy un ejemplar extraño, pues me reconocen una nobleza a la cual he renunciado, pero no tengo sirvienta.
   Todo ha sido tan rápido, que mis recuerdos recientes vuelven, uno tras otro, y me tienen alborotada. Me puse a trabajar como criada, por propia decisión. Sin embargo, aún así no encuentro acá lo que deseo, es decir, una vida de sierva pobre de Cristo, despojada de todo. Al contrario, no he logrado salir de la opulencia, y sigo estando libre de toda necesidad.
   A los pocos días llegó el tío Monaldo, furioso, con un pelotón de soldados. No sé cómo se enteró de mi paradero. Seguramente las noticias vuelan. Si me hubiera quedado en la Porciúncula me habrían encontrado mucho antes. Alcancé a salir de allí justo a tiempo, y creí que sólo había ganado unos días, pero después me di cuenta que gané muchísimo más. Las Hermanas Benedictinas no sólo tienen cercado su monasterio con altas murallas, sino que además se aseguraron con un decreto de excomunión, conseguido con el Papa, como un privilegio especial para garantizarles que no fueren asaltadas, en tiempos en que todo el mundo anda armado, hay guerras, y las personas viven peleando, incluso dentro de sus propias familias.
   Al principio, el tío Monaldo intentó mantener la calma y convencerme por las buenas de que volviera a casa. Hizo un gran esfuerzo por tratar de lograrlo. Me habló de las lágrimas de mi madre. Le conté que he rezado mucho por ella, pues quiero que se conforme.
   Mi tío insistió. Poco a poco empezó a surgir la agresividad. Los hombres perdieron la paciencia y quisieron llevarme a la fuerza, arrastrándome con violencia. Me aferré al mantel del altar, y el tironeo hizo caer utensilios. Mi tío me pescó del velo, y entonces vio mi cabello cortado. Creo que eso lo hizo sentirse mal consigo mismo.
   -Por amor a Jesús he renunciado a lo material y a lo mundano -le aclaré.
   La madre superiora le hizo ver a Monaldo que se estaba arriesgando a ser excomulgado. Eso es algo que atemoriza a todo caballero. Mi tío puso cara de pánico, como viéndose a sí mismo consumido por el fuego del infierno. Entendió que no podía continuar en su conducta violenta, y tuvo que retirarse con sus soldados.

 
   13.- Caterina se siente sola

   Cuando se fue Clara me sentí muy sola. Me faltaba su compañía. Después de llegar a tener una gran complicidad con ella, ahora, había quedado a la deriva. En las noches lloraba sin que me vieran. Es que yo no sé vivir sin ella. Me dieron muchas ganas de partir detrás de Clara, pero eso no podía ser, porque soy muy chica aún.
   A mi madre le tuve que contar la verdad porque ella la había vislumbrado, y además estaba sufriendo. La he consolado en su tristeza, tratando de explicarle que no podemos interponernos en el camino de Clara. Creo que mi mamá adivinaba mi anhelo de partir yo también. El problema es que el tío Monaldo se enteró de los pasos de mi hermana. Tarde o temprano este caballero iba a llegar hasta ella.
   Cuando me contaron esa escena del convento, con Clara agarrada de los manteles, y el tío Monaldo echando chispas, tuve que morderme los labios para no reírme. Mi hermanita se salió con la suya.
   Hasta ahora, siempre había estado segura de que mi vida se iba a desarrollar en torno a un matrimonio sereno y plácido, como el que tuvieron mis padres. Ése ha sido mi modelo a seguir, y nunca me lo hubiera cuestionado, pero en estos días ese esquema me ha parecido endeble y sin sentido. La vida no puede ser así para todos. Clara me está indicando otro camino. Ella es la que siempre me ha mostrado por donde ir. Esta Semana Santa ha sido la más triste de mi vida.
   Clara va adelante, primera mujer en entrar a los Menores. Me imaginaba a mí misma yéndome hacia Clara. Ni sabía donde estaba viviendo, pues cuando fui a la Porciúncula, allí no se encontraba. Los Hermanos no me quisieron decir donde está. Como el tío Monaldo también la andaba buscando..., y no para bien..., desconfiaron. Me costó convencer a los Hermanos que mi intención es distinta. Le recé mucho al Señor para que me ayudara a sobrellevar esto.
   Clara siempre me decía que yo tengo una percepción especial de la esencia de las cosas. Miré las mías y no vi más que objetos vacíos, desprovistos de la alegría que antes me daban. Toda la pieza estaba vacía sin Clara. A mis quince años empiezo a ver la profundidad que hay en la decisión de Clara. Es algo que arde en mí sin quemarme, como la zarza de Moisés. Resuena en mis oídos lo que me dijo Clara al despedirse, esa noche:
   -Estemos siempre enamoradas de Dios -aludiendo a esa vez cuando le hice ver que ella no estaba enamorada de Francisco, sino deslumbrada por la presencia divina que hay en él.
   Me estuve aguantando así, durante un poco más de dos semanas pero, sin poder más, me decidí a poner algo de ropa y unos libros en un bolso, no muchas cosas porque no las iba a necesitar, y además no quise despertar sospechas. Así, con lo puesto, me dirigí muy temprano en la mañana hacia el convento de las benedictinas de San Paolo.
   En mi casa, todas dormían cuando salí, y eso que el sol ya había aparecido. Tuve que caminar más de una hora hasta llegar al convento. Golpeé la puerta, y al mismo tiempo me saltaba el corazón. Una religiosa me abrió después de largo rato, y cuando le pregunté por Clara, sólo atinó a mirarme de arriba a abajo.
   -¿Quién eres tú? -me preguntó, desconfiada.
   -Soy hermana de Clara, y no vengo a sacarla, sino todo lo contrario.
   Se suavizó y me hizo pasar.
   -Ella ya no está aquí -aseguró, sin andarse con rodeos.
   Pocos días alcanzó a estar Clara en ese convento tan bonito. Según me contaron, se lo pasó barriendo y limpiando, por propia voluntad, además de preparar la comida, lavar la vajilla y ayudar en el traslado de la leña. Le conversé a la monja todo lo que pude para que se abriera y me dijera dónde encontrar a Clara.
   Me contó que, a mi hermana, la oración de las benedictinas no la llenaba, y que ella quería vivir algo distinto a lo que se vive en el convento, y por eso el hermano Francisco vino a buscarla y se la llevó donde unas beguinas, que tienen inquietudes nuevas, mujeres que no dejan totalmente el mundo, pero en cambio, practican la pobreza y el servicio a los más necesitados. Son seglares y no hacen votos perpetuos.
   Me explicó que las beguinas son cristianas contemplativas, que dedican su vida a atender a los desamparados, y tienen también labor intelectual, que recién ahora empieza a ser conocida. Trabajan para mantenerse, y son libres de retirarse cuando opten por el matrimonio.
   -Eso se acerca mucho más a lo que Clara quiere para sí -comentó.
   -Y también a lo que yo quiero para mí.
   La monja se interesó. Ya pudo botar todas las barreras que la protegían de mí, y hasta me indicó como llegar al Santo Ángel de Panzo, que así se llama el lugar en que está Clara. Le di las gracias y me retiré de ahí, para seguir con otra hora de caminata que quizás pudo haber sido menos, pero no me ubico muy bien.
   El nuevo convento, si se puede llamar así, está en la parte baja del monte Subasio, en medio de un lindo bosque. Llegué a la famosa casa Santo Ángel de Panzo que es como un convento no muy formal. Nuevamente golpeé una puerta mientras el corazón quería salirse de mí. Esta vez, me abrió Clara, en persona.
   -¡Caterina!
   -¡Clara!
   Nos abrazamos emocionadas y contentas. Su nueva vestimenta me pareció bonita, a pesar de ser extremadamente rústica.
   -¡Qué bueno que me visitas! -me dijo al hacerme pasar.
   -¿Visitarte...? Vengo a quedarme -afirmé, tomando mi equipaje, que había quedado un poco apartado.
   Primero se puso seria, y después se contagió con mi alegría y éramos las dos una sola risa. Me presentó a las Hermanas, que no son muchas, y no le costó nada convencerlas que me dejaran quedarme.
   Conversamos todo lo que teníamos pendiente después de dos largas semanas. Nos reímos bastante, y entonces Clara me preguntó por nuestra madre.
   -Ya se conformó con esto, que es lo mejor para ti -la tranquilicé.
   -¿Y se va a conformar también por ti?
   -Eso espero. Ayer la dejé entrever mis intenciones, para que hoy pueda atar cabos sin preocuparse.
   -¿Y qué irá a hacer el tío Monaldo?
   -Va a tener que resignarse, no más.
   -No será fácil. Acá no hay decreto de excomunión que nos ayude.
   Yo tenía los mismos temores que Clara, aunque trataba de parecer tranquila y relajada. A medida que pasaban las horas, no sabíamos si preocuparnos más, o soltar definitivamente. Le pedí a Dios que me ayudara cuando llegase el momento.
   Doce caballeros llegaron a Panzo una tarde, comandados por el tío Monaldo y su furia fogosa. A Clara, ya la habían dado por perdida, pero a mí, todavía no. Quisieron llevarme usando primero toda su diplomacia y después toda su fuerza, ya que expresé con claridad que no volvería al mundo.
   -Aún no estás en edad de tomar tus propias decisiones -declaró con fuerza el tío Monaldo.
   -Jesús no pone requisitos de edad.
   Monaldo retó a Clara:
   -¿Cómo puedes aprovecharte de tu hermana chica?
   Me arrastraron de los pelos, me rompieron la ropa, mientras yo gritaba y pataleaba. Clara se arrodilló a rezar y a llorar, y no podía hacer nada más.
   Entre varios me sacaron de la casa y lograron llevarme hasta afuera del portón. Se internaron conmigo en el bosque, tratando yo de hacerme lo más pesada que podía. Me aferraba a cada árbol del monte mientras bajábamos, hasta que logré enredarme entre unas resistentes raíces que sobresalían. De ahí, no pudieron sacarme, por más que lo intentaron durante unos minutos que se me hacían eternos. Llegaron hasta ese lugar las mujeres y trataban de disuadir a los hombres. Clara seguía rezando en voz alta.
   -Tu hermana come plomo que está tan pesada -se quejó el tío Monaldo, dirigiéndose a Clara.
   Llegó un labrador, que creyó que los caballeros intentaban salvarme de algún peligro. Tampoco pudo deshacer mi enredo de ropas destrozadas y raíces, ni levantarme de ese lugar. Se fue y prometió llegar inmediatamente con otros compañeros. Los hombres de Monaldo ya no pudieron continuar en sus esfuerzos por levantarme del suelo. Desistieron y se retiraron refunfuñando, no sin antes propinarme una patada cada uno. Mis manos y mi cara sangraban. Con gran esfuerzo logré pararme y volver al convento, esta vez en subida. Entre todas me ayudaban.
   Al día siguiente vino Francisco trayendo su ternura, que necesitábamos. Me vio tan niñita chica que me dijo:
   -Me recuerdas a Santa Inés.
   -¿Santa Inés?
   -Era una hermosa chiquilla de catorce años cuando se escapó de su casa y de su vida acomodada, y permaneció firme, con una fuerza increíble. Hace varios siglos de esto.
   Desde entonces me dicen Inés. Me gusta el nombre, el mismo de la valiente mártir.
 

   14.- Pacífica se une a las Menores

   Por el camino me puse a pensar en mis recuerdos. Iba hacia Santo Ángel, con poco equipaje, y decidida a ponerme a los pies de Clarita, una creatura estupenda, divina, la hija de Ortolana. Hace tiempo que dejé de mirarla como a una simple niñita. El día anterior a mi partida se lo confesé a Ortolana, cuando fui a despedirme, y ella se quedó llorando, una vez más, pero me aclaró que lloraba de alegría. De hecho, se conformó cuando le prometí cuidar a sus hijas.
   Me costó dejar atrás tantos años de amistad con Ortolana. La extrañaré. Fuimos muy amigas, aunque yo soy un poco menor. La niña Clara fue siempre mi regalona. Cuando ella se fue, yo sentí un llamado..., de ir a cuidarla, a servirla. Ella tiene como un magnetismo. No se iba a salir de mi vida así no más.
   Mi hermana menor, Bona, envió conmigo un pastel que preparó para Clara. Casi intentó venir conmigo ella misma, pero hubo de reconocer que por ahora eso es imposible. Señaló que quizás más adelante podría llegar a ser su momento.
   Después de mucho andar, llegué a la casa del Santo Ángel, que ya está pareciendo convento, y me recibió Clara, junto a la pequeña Caterina. Yo no sabía qué decir. Nadie iba a suponer que mi alma se inclinaba ante las suyas, pero así era.
   Entregué a Clara el pastel de Bona, y se puso contenta. Sin embargo, lo probó apenas, cuando nos dimos un rato de tomar té, antes de la hermosa oración que tuvimos en la tarde. Primero rezamos a solas, y después en conjunto con las demás. Ver a Clara volviendo de su oración en soledad fue algo que me sobrecogió. De su rostro emanaba una paz indescriptible.
   -El Señor es el dueño de mi territorio -me explicó con palabras dulces-. Cuando lo alabo trato de apagarme, de manera que surja en mí el pequeño trozo de imagen y semejanza.
   A menudo, Clara me enseña a rezar, y yo me siento tan rara, pues soy bastante mayor que ella. Me fijé que al persignarse nombra también a la Virgen María. Es que esta niña es innovadora.
   Alcanzamos a estar un par de meses en el Santo Ángel y se nos unió otra chica más. Se llama Bienvenida, y es una antigua amiga de Clara, de cuando estuvo en Perugia. Ortolana me contó que allí las habían acogido muy bien en los años difíciles, cuando Clara era pequeña.
   Bienvenida le hizo honor a su nombre, porque su llegada nos vino de maravillas. Desde hacía algún tiempo queríamos independizarnos. Especialmente Clara, que no se encontraba cómoda en una casa con tanta riqueza, según ella decía, aunque pueda parecer paradojal. La llegada de Bienvenida fue como un trampolín para ir donde Francisco a decirle que no éramos tan pocas como antes. Con eso, ya no tuvo más argumentos para seguir dejándonos en Santo Ángel.
   -Necesito que me falte algo -expresó Clara- y acá en Panzo no falta nada.
   Gracias a la presencia de Bienvenida, Francisco consideró que ya podíamos irnos a San Damián, el lugar que nos estaba esperando. Él mismo nos fue a dejar, acompañado de Felipe. Las Hermanas Beguinas de Panzo nos iban a extrañar. En la despedida, que estuvo llena de emoción, nos hicieron regalos.
   Francisco nos dio una hojita en que escribió una Forma de Vida para que en ella tengamos un punto de partida.
   -Vivir la pobreza de Jesús -resumió Francisco al entregarle el papel a Clara, quien se lo agradeció con una amplia sonrisa.
   Lo primero que hicimos al llegar a San Damián fue una oración para agradecer a Dios, ante el gran crucifijo de la capilla, el mismo que una vez habló a Francisco, según me contaron. Ahora era él quien hablaba al Cristo, en alta voz, reviviendo aquel gran instante. Fijándome lo mejor que pude, alcancé a ver como si los labios del crucifijo se movieran, respondiendo amorosas palabras en silencio.
   Llegado el momento, Francisco puso aceite en la lámpara y la encendió. Yo estaba casi encandilada mientras él comenzó a enviarnos en misión. No es que tuviéramos que ir físicamente a alguna parte, sino al contrario, nuestra misión está en San Damián.
   -Tú serás la abadesa -dijo a Clara, y se lo tuvo que repetir un par de veces pues ella manifestó no ser la más indicada.
   -Pacífica será una estupenda abadesa -expuso Clara, señalándome.
   Supuse que lo decía por ser yo la de más edad, si he estado siendo como mamá de puras niñitas. De todos modos, moviendo mi índice yo negué mi capacidad para el cargo. Finalmente, Clara comprendió que si todas veníamos siguiéndola a ella, sólo a ella obedeceríamos.
   Al despedirse, Clara pidió a Francisco que venga con frecuencia a traernos la Buena Nueva.
   -Encantado -respondió él- y cuando yo no pueda venir, será Silvestre quien les traiga la palabra.
   Como Silvestre es sacerdote, talvez por eso, Francisco lo eligió para ser su eventual reemplazante. En eso estaba pensando cuando sin darme cuenta ya estábamos solas en la que iba a ser nuestra nueva casa. Lejos del ruido del mundo, como si hubiéramos huido del siglo, empezamos una vida de privaciones, pero llena de alegría. Nos llamamos Las Hermanas Menores.

         * * *

   San Damián empezó a ser un convento ese día memorable de 1212. Recorrimos nuestra casa de punta a cabo, una y otra vez, descubriendo cada recoveco de sus habitaciones. El dormitorio, arriba, con sus dos ventanas que miran hacia abajo donde está el pozo, sin contar el mínimo ventanuco en la pared del fondo. Unos pocos escalones más abajo que el dormitorio está la sala de rezar, a la que también puede llegarse a través de un pasillo, al subir por una escala que tiene dos ángulos rectos.
   En la mitad de la escala hay una pequeña ventana que da hacia el jardincito en que Clara ya empezó a cultivar una flores. Desde ese vano puede observarse también, a lo lejos la llanura con la iglesita de la Porciúncula.
   Abajo está el comedor, y una salita muy acogedora, que después se transformó en la sala de cantar. Fuimos también a la capilla, muy cercana, por el lado de la salita acogedora. Paisajes hermosos se ven por las ventanas.
   Francisco nos hizo prometer que no saldríamos a mendigar, pues eso no es nada de seguro para una mujer. Ellos nos traerían los panes que lograran conseguir para nosotras. Y así hemos estado funcionando. Todos los días viene algún Hermano con un canasto trayéndonos la alimentación para el día, bastante precaria, pero eso es lo que hemos escogido libremente para nuestras vidas. Nunca sabíamos qué íbamos a comer al día siguiente.
   Tampoco hemos salido a predicar, pues a una mujer, nadie le hará caso. Me pregunto en qué forma y cuándo lograremos romper ese esquema. Emulando a las hermanas de Lázaro, en Betania, se diría que aún no lográbamos ser Martas. Sólo Marías, recibiéndonos de Jesús que se prodiga de manera infinita.
   De vez en cuando Francisco nos regala sus palabras, dichas con solemnidad. Aunque a eso se le llame Sermón, para mí es más que eso, pues él sabe hablar tan amorosamente que su expresión es una verdadera semilla de esperanza.
   Clara sigue empeñada en enseñarnos a rezar, por la gente del futuro y también por la gente del pasado. Meditamos todos los días durante largo rato las escenas de la pasión, con todo el misterio doloroso que encierran. Yo que soy más vieja y más tradicional he preferido tener mi propia manera de orar, más simple y directa, diciendo muchos padrenuestros en voz alta, alternados con avemarías. Puedo estar horas en eso.
   Nuestra abadesa, Clara, es fuente de alegría. Cada vez que reza queda transformada para siempre. Ella es un continuo ir hacia el Señor, como caminando sobre el agua, y nos arrastra a todas. Hay veces que la veo llorar durante la oración, ya sea de gozo, o de dolor cuando entra de lleno en el misterio de la cruz. Sin embargo, al terminar de orar siempre se la ve contenta y radiante, diciéndonos palabras dulces.
   Muchas niñas, y otras no tan niñas, se sintieron atraídas por la forma de vida que tenemos. Una a una fueron llegando, y las acogimos con afecto.
   -Viviremos centradas en Cristo -les explica Clara-, con todo nuestro pensamiento y nuestro corazón. Él es fuerte y suave, al mismo tiempo..., y muy generoso.
   Y les enseña que lo esencial de las Menores es la pobreza y el canto. Por pobreza se entiende desligarse de las posesiones materiales, para poder atender a las espirituales. Es desprenderse de la comodidad. La penitencia ayuda a la oración. Todo puede adquirir un valor inmenso si Jesús lo toca.
   Las vestimentas de las Hermanas son ligeramente distintas unas de otras, todas toscas, grises o de otros colores indefinidos. Usamos velo para tapar el corte del cabello. Más bien dicho, ése es el objetivo del tijeretazo.
   Luego de un tiempo, nuestra joven abadesa decidió que ya era tiempo de salir de nuestras cuatro paredes, y ser un poco Martas en los hospitales. Esa es nuestra única oportunidad de ausentarnos del convento por un rato. Así nos lo hizo saber, en su estilo acogedor, pues ella sabe pedir las cosas de manera que una quiera hacerlas con gusto. Cuando vamos a atender a los enfermos lo hacemos en grupos de a dos, y no todas al mismo tiempo. Estoy segura que ha sido bueno vivir así.
   Clara tiene cada día un mensaje personal para cada una, de cómo seguir a Cristo. Todas las gracias provienen de Dios Padre, y el secreto de la vida es saber recibirlas y disfrutarlas.
   -Acá somos iguales -dice siempre, y yo siento algo muy parecido a ser joven. Los años pasan por mi cuerpo, pero no por mi alma. Es buena esta vida, con Clara, la alegre, la que rompe esquemas.
   En las tardes cantamos, mientras nuestra abadesa nos dirige. Su canto es maravilloso. Todo el mundo tendría que escucharla, pero ella no intenta salir al siglo. Me da pena que el mundo se pierda el canto de Clara, que es lo más precioso que he escuchado. Las demás aprendemos y casi podría decirse que ya cantamos como ella, pero sin la magia de Clara, sin irradiar paz como ella. Hasta inventa canciones con contenido religioso. La música se ha transformado en el alma de nuestro convento, en algo esencial, infaltable, que abriga e ilumina. Y nosotros la construimos con nuestras voces.
 

   15.- Francisco y la naturaleza

   He aprendido mucho de Junípero, aunque nadie pudiera imaginarse algo así. Es un personaje especial. Parece un imprudente, pero no lo es. También parece un bufón ridículo. Sin embargo, yo aprecio la simplicidad que él enseña a descubrir. A veces pienso que sería bueno si todos los Hermanos fueran como Junípero, con su paciencia, pero pronto recapacito. Cada uno aporta lo suyo, como en una orquesta. Casi todos se dan buenos tiempos de oración en soledad.
   De Junípero aprendí a relacionarme con los seres más simples, como las aves y las flores, alimentadas por Dios sin que ellas necesiten sembrar ni cosechar. Un día, Junípero llegó con una oveja. Sí, una pequeña oveja, de pocos meses de edad. Se la regalaron cuando fue a pedir limosna.
   -Un modelo de inocencia y sencillez -observé-. Eso es lo que nos han dado.
   -Y una boca más que alimentar... -reconoció Junípero, un poco confundido.
   Todos nos entreteníamos cuidando a la ovejuela, la cual aprendió a rezar, a su manera. Se hincaba y se ponía a balar... Fue un buen regalo.
   Lo más notable de esta historia de la hermana Oveja es que se compara y se complementa con otra historia, que me ocurrió con un lobo, en Gubbio. Un animal feroz que tenía completamente aterrado al pueblo. Llegué a un acuerdo con él, a nombre de todos. No lo molestaríamos más ni le negaríamos el alimento, pero él tampoco haría daño a nadie. El hermano Lobo me comprendió, y también la gente de Gubbio entendió que tenían que darle de comer en vez de rechazarlo.
   Ninguno de estos sucesos habría podido ocurrir si no hubiera sido por un antecedente previo, que tuvo lugar en el lago Trasimeno.
   -¡Te regalo este pescado! -exclamó, en esa oportunidad, un pescador que iba pasando en su bote, mientras yo estaba meditando en otro bote más pequeño, cerca del muelle.
   Lo alcancé a recibir bien, a pesar de lo resbaloso que estaba el pobre pez, que movía su cola con desesperación.
   -¿Qué haces acá afuera, hermano Pez? -le pregunté, y el pececillo no pudo evitar que se le notara su fastidio contra el hombre que lo sacó del lago. Sin pensar mucho lo volví a poner en el agua, su mundo, su entorno amado, y estuvo tan agradecido que me saludó antes de sumergirse.
   Ese pez del Trasimeno fue el que me abrió las puertas a mi comunicación con los animales. Y la cosa no quedó sólo ahí. Cierta vez que yo oraba en el monte, llegó volando una mirla y se posó sobre una de las ramas de la pequeña choza que uso para cobijarme del calor en el verano, y de la lluvia, cuando la hay. Entablé una rápida amistad con la hermana Mirla, y era increíble cómo nos entendíamos. Le expliqué que ella era libre y podía volar cuando quisiera. Fue entonces que se atrevió a posarse en mi mano, y me hacía cosquillas con sus patas. Yo no quería creerlo. Continué rezando y después de un rato la hermana Mirla me hizo caso y emprendió el vuelo.
   Cada vez que yo iba a ese lugar para la oración, llegaba la hermana Mirla a enterarse de lo que yo conversaba con el Señor. Incluso, en una oportunidad en que me quedé dormido ella me despertó con un alegre canto.
   Durante muchos días vino la mirla, y cuando ya no quiso venir más me pregunté qué quería Dios decirme con esto. Llegué a pensar que talvez estoy dedicando demasiado tiempo a la oración, en desmedro del apostolado. Me cuestioné seriamente y he estado preguntando al Señor si he de quedarme como hasta ahora, o salir al mundo. ¿Tendré que vivir siempre en el regazo de Dios como la mirla cuando estaba con sus alas cerradas?¿O emprender el vuelo anunciando la Palabra?
   Creo que a eso se debió mi actitud cuando vi en el mercado a un cazador de tórtolas, que traía un par de ellas vivas aún, quise comprárselas para salvarlas del destino mortal que las aguardaba con toda seguridad. Como no tenía dinero, las conseguí fiadas y me las llevé a la Porciúncula, prometiendo pagárselas al día siguiente, cosa que cumplí después de estar varias horas limpiando jardines, por algunas monedas. Cuando llevé el dinero al joven de las tórtolas, se puso contento. Era un muchacho de tan buen corazón que le hablé de nuestra comunidad y le anuncié que él se nos iba a unir algún día. Es que tuve el presentimiento de que sería así.
   Por un buen tiempo estuve criando las tórtolas, y aprendí a comprenderlas. Ellas me enseñaron a interpretar los sonidos de la naturaleza. Yo les conversaba mucho, y me escuchaban.
   También León venía a departir con las tórtolas y les hablaba. Hasta competíamos en comunicarnos con los pajaritos, para ver a quién le entendían mejor, a juzgar por las pequeñas respuestas que obteníamos. Casi siempre era yo el que resultaba vencedor de esa noble contienda. Era entonces cuando yo aprovechaba para confesarme. Y lo sigo haciendo. Cuento a León todos mis secretos, sin excepción, y él me transmite el perdón de Dios. Además, León es mi secretario, desplegándose en gran actividad. Disfruta escribiendo, con su linda letra, actas de reuniones y otros textos que yo le pido. Y las tórtolas..., siempre ahí, mirándonos.
   Me entiendo bien con toda clase de aves. Una vez, iba yo con Ángel y Maseo, llegando a una pequeña aldea, seguidos por un conejo además de algunos aldeanos, y subimos una suave loma. Al poco rato fueron llegando todos los que vivían por ahí cerca, que no eran muchos. Quise hablarles, y cuando me dispuse a hacerlo, la gente guardó silencio. Sólo se escuchaba a las golondrinas, que parecían tener mucho que decirse desde sus respectivos árboles en muy alta voz, si se puede decir así. Creo que querían hacerse escuchar por sus congéneres de los árboles lejanos. No me dejaban dar mi discurso al pueblo, así que paré de hablar por unos instantes y me acerqué un poco a uno de los árboles. Hablé así a los pájaros:
   -La paz sea con vosotras. Amadísimas hermanas Golondrinas, ya habéis dicho lo que os urgía decir. Ahora os toca escucharme, y dejar que otros también puedan oírme. Estad calladas por un rato, ¿ya?
   Desde mi lugar jugueteé con las aves, en el suyo. Con toda la ternura que pude, continué diciéndoles:
   -Lleguemos a un acuerdo. Yo os respetaré, y vosotros también me respetaréis a mí.
   Las personas presentes se sorprendieron, y mucho más cuando observaron el silencio de los pájaros. Pude continuar, ante la fascinación de la gente. Les hablé de la creación, la maravillosa obra de Dios. Me interesaba contrarrestar la enseñanza que los cátaros iban dando por doquier. Ellos dicen que Dios creó solamente lo espiritual, y que el demonio creó las cosas materiales. Y hay gente que les cree y los siguen. Pues, yo insistí con mucha fuerza:
   -Todo ha sido creado por Dios, incluso Jesús vino al mundo con un cuerpo, creado por Dios.
   Les conté que me siento amigo de Jesús en la medida en que me comprometo en favor de la gente. De ahí, me pasé a hablar de la salvación y el perdón. Al terminar mi prédica, las golondrinas se formaron en cruz, me saludaron y emprendieron el vuelo.
   En otra oportunidad, se produjo algo similar. Llegué a una aldea muy parecida, cerca de Spoleto. En el campo cercano se reunió la gente y también se llenó de pájaros. Esta vez eran torcazas, y estaban en silencio. Cuando me acerqué a saludarlas las aves permanecieron tranquilas, a pesar de que yo estaba muy cerca. Me pareció que las torcazas me prestaban más atención que la gente. Conversé a los hermanos Pájaros, haciéndoles ver que el Creador los ha vestido así, tan elegantes.
   -Os da todo lo que necesitáis, y os protege.
   Me respondieron en su idioma y con sus gestos y movimiento de alas. Me miraban fijamente.
   -Me da un poco de envidia -continué- ver cómo vosotros podéis volar, y contemplar el paisaje desde lo alto, y cómo os relacionáis con el hermano Árbol.
   Los pájaros se pusieron contentos, y me seguían mirando. Les proporcioné con mis manos una gran señal de la cruz en el aire. Recién entonces se sintieron autorizados a retirarse, batiendo sus alas.
   Desde esa vez, he sostenido muchos diálogos con las aves que encuentro. Son unos seres valiosísimos. Y no sólo las aves, también el resto de los animales, y hasta los vegetales. Al caminar me encuentro con las realidades del campo. Además de los campesinos, veo las siembras, los cercados, las bostas que dejan los animales vacunos. Más de algún perro me adopta y me guía. Contemplo la naturaleza y siento la mano de Dios orientándome. Así, fui avanzando también en el camino de la penitencia, que me permite visualizar cómo liberarme de esclavitudes mundanas. Una flor bella me alegra más que el exceso de comida. Es mi hermana Flor, que se ha puesto un perfume fragante. Yo le hablo y percibo sus respuestas que elogian la vida.
   Por ese tiempo aumentó mi amor por todas las criaturas, incluyendo hasta los gusanos. Me daba pena si pisaba alguno al caminar. Y cuando me daba cuenta que un insecto tenía frío, le convidaba una gotita de agua caliente. Las hormigas me enseñaron a no estar nunca ocioso. Eso sí, yo les pregunto que de dónde les viene ese afán de acumular bienes que no necesitan en ese momento. Bueno, la naturaleza es sabia.
   Solicité a los hortelanos de nuestra comunidad que cuidaran las flores y las hierbas silvestres, y que no dejaran de tener plantas aromáticas, que son las que invitan a contemplar.
   Amo al hermano Fuego y a la hermana Agua, que tanto les cuesta convivir. Respeto a las hermanas Piedras que esperan su momento, y agradezco a los hermanos Árboles, que con tanto amor me sirven desinteresadamente. Los de aquí, los del bosque, los de San Damián, todos...
   No me cabe duda que todos ellos aman al Señor. Son como las personas, como esos cristianos que tan necesitados están de la palabra de Dios. A los que tengo que hablar para que entre todos nos restauremos. Los que a veces no quieren escuchar. Si soy capaz de hacerme oír por la hermana Ave y el hermano Árbol, tendré que saber también llegar al hermano Hombre y la hermana Mujer.
   Si los que no eran aptos para escuchar llegaron a estarlo, con cuanta más razón ha de pasar también lo mismo con la hermana Gente que, hasta ahora, no ha tenido mucha disposición a aprender cómo transformarse.

 
   16.- Maseo adquiere humildad

   Asís es un pueblito muy bello. Casi tanto como Marignano, mi pueblo natal, donde lo pasé muy bien, tranquilo y sin reparos. La mayoría de las niñas se enamoraba de mí, y yo disfrutaba contándoles mis aventuras, no siempre tan verdaderas, claro está, porque siempre me ha gustado ser atrayente.
   Ahora, me pregunto por qué se me ocurrió venirme a la Porciúncula, a hacer penitencia y oración. Nadie quería creerme cuando lo anuncié, en casa de mis padres, frente a un nutrido grupo de amistades. Se rieron, creyendo que me estaba burlando de ellos.
   Me parece saber por qué tomé esta decisión tan insólita, pero yo mismo no logro creerme. El asunto me empezó a atrapar esa vez que escuché a Francisco en la plaza de Marignano. Dijo cosas que me impactaron. Mi formación fue siempre muy cristiana, y en ese momento me di cuenta que yo también quiero que los cristianos nos restauremos. Empezando por uno mismo, pues soy la persona que tengo más a mano y en la que más puedo influir.
   Así fue como llegué a este hermoso lugar, y vestí ese deslucido hábito de color indeterminado. Mal no me va a hacer. No me siento obligado a quedarme para siempre, pero intentaré permanecer por un buen tiempo. Ignoro qué hago aquí, pero sé que éste es mi lugar. Talvez tenga yo alguna misión, con estos muchachos jóvenes como yo, pero más alocados, hasta divertidos. El siglo me tenía hastiado. Yo necesitaba un cambio radical.
   Han quedado atrás mis éxitos en el amor, que no era realmente amor, sino algo que sólo alimentaba mi orgullo, mis ganas de tener una buena estampa. He sido un barril sin fondo. En cambio, lo de acá no me deja vacío. El día pasa rápido, lleno de cosas que no se continúan, pero van dejando algo. Al final de cada jornada puedo preguntarme con qué me quedo después de este día y siempre surge algo importante. Empiezo a encontrar un sentido a la vida. No todo ha de ser fuerza.
   -Algo quiere enseñarnos Jesús al bajar desde lo más excelso hasta la más pobre situación humana -me dijo Francisco una tarde, y ese pensamiento me ha seguido rondando.
   A las pocas semanas alcancé un enorme cansancio y llegué a saber lo que es el hambre. Tenía muchas ganas de comerme un buen trozo de carne asada y tomarme un vaso de vino. Sin embargo, veía cómo Francisco miraba los panes, que ya estaban un poco duros, y decía que eran sus tesoros. Y lo repetía una y otra vez, con un convencimiento tan asombroso, que yo no podía evitar que mi mano se fuera a uno de los panes y de ahí a mi boca, al mismo tiempo que Francisco y los demás.
   Un solo pan quedaba cuando entró Rufino, llegando de su extendida oración. Se lo habíamos dejado, sin siquiera ponernos de acuerdo.
   -¿Sabéis quién es el alma más santa que hay en el mundo? -preguntó Francisco.
   -Tú -respondimos todos con certeza.
   -No, Hermanos. Yo soy indigno y vil.
   -Entonces, no sabemos quién -fuimos diciendo uno a uno.
   -¡El hermano Rufino! -exclamó Francisco, y en ese momento el aludido se puso rojo e intentó rechazar con una sonrisa el honor que estaba recibiendo.
   -Sí. Rufino nos enseña a estar atentos a la palabra de Jesús -continuó Francisco-, así es su oración, en lugares apartados.
   Acto seguido, Francisco nos habló de la manera cómo teníamos que vivir en los eremitorios. Nos aclaró que a él, nunca le ha gustado mucho andar escribiendo disposiciones normativas. Le gusta dar libertad como Dios nos enseña, según dice, pero la hermana Clara lo convenció de que las cosas no pueden funcionar así no más, de una manera tan silvestre, y que todo debe tener un orden. Fue así como Francisco estableció que sólo cuatro Hermanos por vez irían a las Cárceles, dos de ellos para orar propiamente, cada uno en una celda, y los otros dos quedarían cuidando la oración de sus Hermanos y preparando algo de comer una vez al día.
   -Dos serán Marías y dos serán Martas -dijo Francisco para redondear-, y tendrán que alternar día por medio.
   A esas alturas, ya todos sabíamos la historia de Marta y María, que relata el evangelista Lucas con motivo de una visita que Jesús hiciera a las hermanas de Lázaro, en Betania.
   Necesito cultivar en mí una humildad a la que no estoy acostumbrado. Francisco me ayuda en esto, y creo que lo disfruta, pero no me importa porque es algo que necesito.
   -Hermano Maseo -me dijo un día, delante de todos-, tus compañeros tienen una gracia que tú no tienes..., la oración contemplativa.
   -Sí -reconocí-, pero en cambio, yo puedo predicar en buena forma y agradar a la gente.
   Entonces, me di cuenta que yo buscaba ensalzarme. Ésa es la vestidura que tengo que sacarme. La sonrisa con que Francisco recibió mi respuesta hablaba por sí sola. Él es capaz de estar contento con tan poco, y contagiar esa alegría. Parece un tipo superficial, pero es muy profundo.
   -Hermano Maseo -insistió-, quiero que ayudes a los Hermanos a su oración, que la puedan tener con mucha libertad... Me refiero a los que quedan acá en la Porciúncula.
   -De acuerdo.
   -Quedas encargado de atender la puerta y la cocina.
   -Está bien -acepté, inclinando la cabeza.
   Me dediqué a la puerta y a la cocina durante días completos, por varias semanas. Me quedaban pocos ratos libres para pensar un poco. Tenía que correr de un lado a otro, dejar las papas a medio pelar para ir a abrir la puerta. Él quiere que yo aprenda a servir a los demás. Me ha dicho que eso es lo que me faltó aprender en el siglo. Y tiene razón. Me lo dice con tan buen ánimo que no puedo quejarme ni rebelarme. Entendí que me falta humildad. No sé si aguantaré mucho tiempo, pero estaré hasta donde pueda. Entré acá más que nada porque quiero aprender a orar. Eso es lo que yo considero que me falta. Pero, Francisco no lo ve igual y no me da ese espacio.
   Una cosa es rezar mientras cocino, pero yo necesitaba dar un paso más. De todos modos, es grato estar en la Porciúncula. El intelecto hay que dejarlo un poco de lado. Es que en el siglo hemos desarrollado solamente eso. No pensar tanto antes de dar un paso, pues se corre el riesgo de no darlo. Ya soy más espontáneo, y acepto que a veces los otros tienen la razón y no yo. Le doy más cabida al sentimiento.
   Yo necesitaba también tener largos momentos de oración, y como no podía lograrlos durante el día, decidí dármelos en las noches. Por eso, dormía poco, y esperaba con optimismo que todo eso no durara para siempre. En mi oración pedía a Dios la virtud de la humildad. Poco a poco empecé a aprender a orar con todo el sentimiento y toda su expresión, hasta con lágrimas, a veces de tristeza, a veces de alegría.
   Las privaciones cuestan al principio, pero me van dejando un espacio para descubrir novedades necesarias, que antes se me pasaban por el lado. Los de afuera podrán decir que aquí se pierde el tiempo, desentendido de las cosas importantes. Creo que será por un tiempo. Es un aprendizaje. Cuando sepa cómo vivir la vida, podré salir al mundo nuevamente. Cambiado. Distinto. Mejor.
   Mis compañeros intercedieron por mí, y un buen día, Francisco tuvo a bien liberarme de la obligación del servicio diario. A partir de entonces, nos turnamos para tal labor. Gracias a ese gesto de mis Hermanos, ahora puedo orar de día y dormir de noche.
   -Tengo una misión para ti, hermano Maseo -me anunció Francisco, varias semanas después.
   -Gracias, de antemano, hermano Francisco -respondí, contento, aún cuando temía que aquí viniera otra de esas pruebas.
   -Quiero que vayas a ver al hermano Silvestre que está en las Cárceles.
   -Encantado.
   -Ocurre que él tiene una gran claridad de escucha, y yo necesito salir de una duda que me tiene muy confuso.
   -¿Qué he de decirle al hermano Silvestre?
   -Que me ponga en su oración, y... escuche..., escuche muy bien, ¿me entiendes?
   -Sí, hermano Francisco.
   -Necesito saber si acaso Dios quiere que me dedique a la oración o que salga al mundo a llevar su palabra.
   -Ya veo, pues... yo iré a preguntárselo.
   -Y unos tres días después irás de nuevo, a buscar la respuesta.
   Accedí de muy buen grado. Además, el día estaba lindo para un paseo. Me dirigí a las Cárceles, y esperé que el hermano Silvestre acudiera al comedor, y entonces aproveché el momento para comunicarle el encargo del hermano Francisco.
   -Muy bien -afirmó-. Dile que esté tranquilo. Y ven dentro de tres días a buscar la respuesta.
   Me quedó la impresión de que no era primera vez que Silvestre recibía una solicitud así de parte de Francisco. Me despedí y volví a la Porciúncula. Al día siguiente, en la mañana, me llamó el hermano Francisco.
   -¿Sabes, hermano Maseo? -me preguntó-. Es necesario asegurarse, así que hoy irás a San Damián y le pedirás el mismo favor a la hermana Clara. Ella tiene la mejor escucha que conozco. Le pediré al hermano Ángel que te acompañe.
   No era permitido que un Hermano fuese solo a San Damián. En nuestro reglamento estaba el ir acompañado, así pues, partí con Ángel, y con alegría también. El trayecto a pie fue muy conversado.
   -Una vez que yo iba caminando con el hermano Francisco -empecé a contarle a Ángel- llegamos a un cruce desde el cual se podía ir a Siena, a Florencia, o a Arezzo. Entonces le pregunté a Francisco por cuál senda iríamos. “Dios dirá” fue su primera respuesta.
   El hermano Ángel sonrió, y yo proseguí con mi historia:
   -Para profundizar un poco, me mandó que girara sobre mí mismo muchas vueltas.
   -No te creo -sostuvo Ángel riendo.
   -Yo me sorprendí mucho porque me estaba mandando a hacer algo que hacen los niños chicos.
   -Claro.
   -Me puse a dar vueltas. Imagínate... Y cuando casi caigo mareado me ordenó detenerme. Él no me estaba mirando. “¿Hacia dónde quedaste mirando?” me preguntó. Le dije que hacia Siena..., y para allá partimos.
   El hermano Ángel disfrutó mucho con el relato. Todavía reíamos cuando llegamos a San Damián. La Hermana que nos abrió la puerta nos hizo pasar al comedor, pues es el único lugar que tienen las Hermanas Menores para recibir a las escasas visitas que se presentan. Nos convidaron un vaso de agua, que bastante falta nos hacía.
   Luego de unos minutos llegó la hermana Clara, una mujer bellísima, que yo no conocía, y que ni siquiera me imaginaba que pudiera existir hermosura igual. Que Dios me perdone por pensar la verdad, pero ninguna de las admiradoras que yo tenía cuando estaba en el siglo habría podido emular a la hermana Clara.
   -Vengo de parte del hermano Francisco -exclamé con mi mejor sonrisa, en cuanto me repuse.
   -¿Y por qué no vino él personalmente? -me preguntó Clara, con verdadera desilusión.
   No atinaba a darle ninguna respuesta, porque quedé abatido. Me sentía menospreciado. Me limité a explicarle cuál era la inquietud del hermano Francisco.
   -Él confía en lo que escuches en tu oración -aclaré.
   La hermana Clara prometió tenerme una respuesta dentro de tres días. Nos despedimos con formalidad, y emprendí el camino de vuelta, junto a Ángel.
   -¿Qué pasó en Siena esa vez? -me preguntó cuando ya empezábamos a alejarnos de San Damián.
   -La gente salió a nuestro encuentro -le conté-. Tú sabes que Francisco es muy querido. Nos llevaban en andas, y nos tuvieron que bajar al suelo de improviso porque al llegar a la plaza había una pelea entre dos tipos.
   -¿Vosotros caísteis al suelo?
   -Por poco nos caímos. Francisco les empezó a hablar mientras se ordenaba la túnica, que casi se le había salido.
   -Ya sé. Los reconcilió.
   -¿Cómo supiste?
   -Conozco bien al hermano Francisco.
   -¿Sí? Y entonces... ¿ qué me dices de esto otro?
   -¿Qué otro?
   -Mira. Esa noche dormimos en casa del obispo, que nos recibió muy bien y nos atendió como si fuéramos reyes.
   -¿Y?
   -En la mañana siguiente, al alba, me dijo “Nos vamos”, y salimos de ahí sin despedirnos siquiera. El obispo aún dormía. A mí me dio vergüenza ser tan descortés.
   -Pero, Maseo, ¿te das cuenta lo que dices?
   -Perfectamente.
   -¿Crees que el obispo sufrió mucho cuando vio que vosotros ya no estabais?
   -No. El que se sintió mal fui yo.
   -Claro. No cumpliste con lo que tú mismo esperabas de ti.
   -Sí. ¿Acaso no tengo derecho...? Ángel, me estás fastidiando.
   Ángel rió, y me hizo ver que Francisco nos enseña a renunciar a cosas a las que uno tiene derecho. No conversamos mucho más en ese trayecto. Ambos quedamos sumidos en nuestros pensamientos.
   Dos días después fui a buscar la respuesta del hermano Silvestre.
   -Di a Francisco, de parte de Dios -empezó a hablar Silvestre con cierta solemnidad-, que Él no lo está llamando sólo para sembrar, sino también para cosechar fruto de almas.
   Le transmití esa respuesta al hermano Francisco, quien la recibió contento, y me advirtió que no conversara eso con nadie, mientras no le haya traído la visión de Clara, lo cual habría de ocurrir al día siguiente. Me puse de acuerdo con Ángel para salir después de su oración, y así lo hicimos.
   -Anteayer me volvió a desconcertar el hermano Francisco -le conté a Ángel por el camino-. Le salí al encuentro cuando volvía de su oración y le pregunté algo que, desde el día anterior estaba con ganas de averiguar, y no me había atrevido.
   -¿Qué es eso tan misterioso?
   -Mira, ya te habrás fijado que todo el mundo viene atraído por Francisco, y sólo se interesan por él, que no es precisamente un tipo que tenga una presencia... ¿cómo te diría...? o sea..., es chiquito, y flaquito...
   -Eres incorregible, Maseo.
   -Mejor no te cuento nada.
   Estuvimos en silencio por largos minutos, y cuando casi llegábamos a San Damián, Ángel me pidió:
   -Por favor, continúa con ese relato.
   -Esa vez le pregunté a Francisco -seguí contando-, “¿por qué a ti?, ¿por qué todos van detrás de ti y quieren verte?, ¿por qué a ti?”
   -¿Ya?
   -Francisco entendió perfectamente la raíz de mi inquietud -expliqué a Ángel, e iba a seguir con mi historia, pero como ya estábamos llegando a San Damián, dejamos la conversación para después.
   La hermana Clara nos recibió en el comedor, amistosamente, y me contó que antes de terminar el primer día ya obtuvo la respuesta a la consulta del hermano Francisco, y que la corroboró preguntándole a la Hermana más simple y sencilla de todas, y que también ella en su oración escuchó lo mismo.
   -Puedes decirle al hermano Francisco -concluyó- que la oración ha de ser complementada. Lo que Dios quiere de él es que anuncie el Reino de Dios llevando la Palabra a otros para que también puedan salvarse.
   Quedé impresionado por la similitud de esa respuesta en relación a la del hermano Silvestre, pero no dije nada, pues así lo prometí a Francisco.
   -Dios nos ha llamado -agregó Clara- para que seamos modelo de vida cristiana... y un espejo ante los demás.
   Por el camino de vuelta, yo trataba de digerir esas últimas palabras de Clara. Es muy profunda esta chica. Después, seguí contando a Ángel ese otro asunto de hace unos días.
   -“¿Quieres saber por qué a mí?” -repetí para Ángel los mismos términos de Francisco.
   -Me respondió que él está marcado -proseguí-. Según él, muestra en sí la iniquidad que el Señor ha de curar.
   -Como dice el evangelio -acotó Ángel-, “el que se humilla será ensalzado”.
   -Bueno -dije solamente, y guardé silencio durante largo trecho. Algún día, Francisco logrará hacerme humilde.
   Cuando íbamos llegando a la Porciúncula, ya era un poco tarde, y Francisco salió a recibirnos, muy amistoso, como si yo fuera un regalo. Nos lavó los pies, y nos sirvió comida. Nos conversó mientras esperaba que termináramos, y después que Ángel se retiró comprendiendo que su parte estaba lista, Francisco se puso en actitud de acoger la voluntad de Dios. Se arrodilló y cruzó los brazos.
   -¿Qué quiere de mí el Señor Jesucristo? -me preguntó.
   Le repetí las respuestas escuchadas por Clara y por Silvestre, que eran muy parecidas. Francisco permaneció recogido por unos minutos y después se levantó, fervoroso, y con ganas de partir pronto.
   -En nombre de Dios, iniciemos ya este nuevo camino.
   Al día siguiente, en cuanto nos levantamos, ya tenía dispuestas las asignaciones de cada Hermano a diferentes partes del mundo.
   -Tú irás conmigo a Francia -me dijo.

 
   17.- Clara y su vida cotidiana

   Francisco nos ha visitado varias veces, lo cual me deja muy contenta. Yo le pido que de vez en cuando venga un Maestro a darnos alguna enseñanza.
   -Clara -me dijo durante su visita del mes pasado-, tengo una duda.
   -Si puedo ayudarte... -respondí.
   -Claro que puedes. Tú lo puedes todo.
   Felipe Longo y Bienvenida, que nos acompañan, movieron sus cabezas en señal de confirmación, mientras yo me limité a reír.
   -A través tuyo me habla Dios -agregó Francisco, con seriedad- y Él ha quedado de decirme en qué forma he de dirigir el camino de los Hermanos.
   -Pues, creo que eso te lo escribió en el evangelio. Abrí un librito que me regaló el obispo Guido hace muchos años atrás, y sin buscar mucho encontré la palabra y la leí en voz alta:
   -“Vosotros sois la sal de este mundo. Y si la sal deja de estar salada, ¿cómo podrá recobrar su sabor?”
   Todos nos quedamos meditando un rato.
   -Ya veo -exclamó Francisco-. Los cristianos tenemos que recuperar nuestro sabor.
   -Justamente -afirmé-. Eso es lo que has estado tratando de lograr, y nosotras también.
   -Entonces, intentaremos ser un poco más salados -prometió Felipe.
   Reímos de nuevo, y después Francisco nos habló de sus viajes y de los nuevos Hermanos que han ingresado, algunos sacerdotes, y una gran cantidad de laicos. También me preguntó por las nuevas Hermanas que llegaron a San Damián.
   -Hace poco llegó Benedetta.
   -¡Ah! La prima de Ángel Tancredi.
   -Sí. Es una persona muy culta. Sabe muchas cosas. Un poco antes había llegado Cecilia de Caciaguerra.
   Después le hablé de mi sobrina Balbina, la hija del señor Martín de Coccorano.
   -Me visitó una vez, sin imaginar que iba a querer quedarse. Y después llegó Felipa.
   -¿La hija de Leonardo de Gislerio?
   -Sí. El señor que nos recibió en su casa en Perugia, cuando yo era chica.
   Como Francisco puso cara de tristeza al recordar sus aventuras revolucionarias, tuve que sonreírle.
   -No te pongas así, pues de eso ya estamos reconciliados hace tiempo -lo tranquilicé.
   -Es verdad -reconoció, volviendo a su alegría.
   -Bueno, Felipa también empezó visitándome, y le hablé de como Jesús soportó tanto, por la salvación de la humanidad. Al poco tiempo, ella vino a quedarse.
   -¿Y Cecilia? -intervino Felipe Longo, nuestro visitador.
   -¡Ah! Mi amiga -expresé- ella quedó admirada al escucharte, Felipe.
   -Al escucharnos.
   -Balbina resultó muy aplicada -les conté que a los pocos días de llegar ya decidió establecerse fuera de Asís, en Vallegloria, con un par de amigas.
   -Estoy enviando a Pacífica -agregué- para que las adiestre.
   Les conté que a las Hermanas nuevas les damos formación para que logren acallar el ruido del mundo y puedan establecer una intimidad con Dios. Y que vivamos en una convivencia fraterna, libres, ligeras y sin carga. Y que tengan cuidado con los apegos y holguras porque las pueden hacer olvidar la necesidad esencial.
   Antes de retirarse, Francisco bebió el poco vino que, como gran cosa, pude poner en su vaso en esa oportunidad. Mientras yo lo miraba irse, me suplicó que comiera un poco más cada día. A él le parece que yo ayuno demasiado. Es que ésa es la manera de vivir que elegimos. Compartir con los pobres no es una carga pesada. La penitencia me da fuerza para transformar mis actitudes y mi manera de relacionarme con las personas. Me abre a la oración porque mi cuerpo empalma mejor en mi espíritu. De todos modos le he hecho caso, pero a veces la comida no alcanza.

         * * *

   Cristo nos enseña que el más importante ha de servir a los demás. Por eso, ya que me han puesto de Abadesa, nombre demasiado pomposo, me toca ser la mayor de las Menores. La mayor servidora, la que se levanta primero y se acuesta última. La que da el ejemplo. Eso trato, enseñar el desapego. He decidido ser yo la que sirva a la mesa, lave los platos, atienda a las Hermanas enfermas. Entre todas me ayudan, y compartimos los trabajos en forma muy natural. Hacemos lo que se hace en una casa: limpiar, ordenar, adornar, cocinar. Cada una lava su ropa.
   Me preocupo de los detalles. Acepté ser abadesa, pero no puedo ser mamá de Pacífica. Siempre será ella la figura de experiencia. Tenemos tiempos para la oración y también para reír y cantar y cuidar el jardín. A casi todas nos gusta bordar. Nuestra tendencia es a andar todas juntas.
   Tenemos vivencias con mucha mística. Es una sensación rica de estar en el propio origen, tocando una plenitud y una serena alegría con la piel del alma. Somos como hermanas de Jesús, y queremos transformarnos en la forma que Él nos enseña. En la misma forma en que queremos que la Iglesia se transforme. Les leo y traduzco a las Hermanas el libro que me regaló Francisco. Es un Evangelio en latín. Seremos sembradoras, y alguna semilla caerá en tierra buena y dará fruto.
   Cada día le toca a un grupo de dos o tres Hermanas salir afuera, a los hospitales, a atender a los pobres y darles de comer y vestir, especialmente a los niños. Y aquellas que les toca quedarse en casa reciben a la gente del pueblo que llega hasta acá a pedir, aunque sea una oración, como dicen ellos. A una señora que vino a que rogáramos por ella porque no había podido tener un hijo, le encargué que le enseñara a tejer a unas niñas huérfanas que también acostumbran a llegar por estos lados. Recé mucho por esta señora, y al final pudo quedar embarazada. Su esposo estaba tan agradecido que acudió un día a expresarlo. Quiso la casualidad que su presencia en San Damián coincidiera con la de un joven que había venido a lamentarse de que no tenía trabajo.
   -¿Qué sabes hacer? -le preguntó el hombre, pues tenía un negocio.
   Ese mismo día, el joven quedó contratado como vendedor.
   El padre Silvestre se maravilla de todo esto y nos lo repite cada domingo cuando viene a decir la misa.
   Así transcurre la vida en este pequeño convento en que Dios nos regala su presencia y su cuidado. Ayer, no más, ocurrió algo notable que aún no sé cómo interpretar, pero lo recibo con alegría. Cuando fui a tratar de encender la lámpara del altar, no pude hacerlo porque se nos había terminado el aceite. Tomé el frasco vacío y lo puse afuera, al lado de la puerta, ya que en la tarde vendría el hermano Bentivegna a traernos unas pocas provisiones. Como a las cuatro llegó éste y le mandé decir que por favor nos trajera aceite la próxima vez que venga. Al poco rato, apareció el Hermano en el comedor, con el frasco lleno y me preguntó si acaso le estaba haciendo una broma.
   -¿Por qué?
   -Porque estás pidiendo aceite, hermana Clara, cuando no te falta.
   -Eres tú el de la broma. ¿Tan pronto conseguiste aceite?
   -Yo no conseguí nada.
   No nos entendíamos, hasta que tuvimos que asumir la misteriosa realidad. Alguien ha debido poner aceite en la pequeña vasija, pero no se vio pasar a nadie por ahí. Como sea que haya ocurrido, lo estoy agradeciendo a la providencia divina.
   Hoy se lo conté a Francisco, que vino con Felipe a vernos. Lo tomó con naturalidad, como si fuera algo que pasa todos los días. Tanto así, que me atreví a proponer una oración que se me había ocurrido en la mañana, y que no sabía si la iban a encontrar muy loca.
   -¿Representemos personajes de la vida de Jesús?
   Todos aceptaron encantados. Yo quise ser María Magdalena. Francisco resolvió ser el apóstol Pedro, mientras Felipe asumió al apóstol que lleva su nombre, y Bienvenida interpretó a la Virgen María. Así, nos instalamos en nuestro pequeño cenáculo, y tuvimos una oración preciosa, encarnando esa feliz escena en que... a mí me tocó empezar, diciendo “Jesús ha resucitado”.

 
   18.- Francisco contemplativo y evangelizador

   Tuve mi desierto en la isla del lago. El Trasimeno, muy cerca de Perugia. Estando en él, me imagino que es el Genesaret, y así ya empiezo a entrar en oración. Toda la última cuaresma la pasé en medio de la isla, que tiene bastante vegetación e insectos, pero es desierta en cuanto a personas. Llevé seis panes para los primeros días, confiando en que los árboles me proporcionarían algo de comer, lo que sólo resultó parcialmente cierto.
   Un amigo que tengo en Perugia tuvo la buena voluntad de llevarme hasta allá en su embarcación, y se resistió mucho a dejarme solo. Tuve que porfiar en todos los tonos, hasta que lo convencí.
   -Ven a buscarme para el Jueves Santo -le solicité.
   -Pero... si faltan varias semanas para eso.
   -Sí. Así lo quiero.
   -Eres un loco -sentenció al irse.
   Lo observé mientras se alejaba remando. Ambos reíamos.
   Con ramas armé una choza para protegerme del frío de la noche y del calor del día. A poco de llegar me hice amigo de un conejo que me visitaba a menudo.
   Dispuse de largas horas para mis oraciones, y también para soñar cómo ha de renovarse la iglesia. Cada vez que un Papa ha querido reformarla ha tenido serios problemas. Lo han perseguido, lo han apresado, lo han destruido. No son las personas con poder las que pueden provocar los cambios que lleven a la Iglesia a su pureza original. No. Son los pobres, los marginados. El cambio viene desde abajo. El mismo pontífice actual, Inocencio, con toda su intención reformadora y con el poder que hoy tiene, no ha logrado mayor eficacia. Por el contrario, ha confiado en soldados belicosos que no merecían esa confianza, ha exterminado a los herejes en vez de enseñarles. ¿Qué nos enseña Cristo? Por otra parte, no creo que esto pueda mejorar si no mejora cada persona.
   Tuve tiempo también de reflexionar acerca de esa vergonzosa cruzada de los jóvenes pobres, que no sé quién organizó. Precisamente los que tienen más posibilidades de generar algún cambio, resulta que están metidos en el mismo lodo de los adultos. Muchachos y muchachas, postergados por la sociedad, acudieron con intenciones de luchar sin armas. Han ido así, con la pretensión de recuperar los lugares santos. . . sin un intento de reparar los lugares espirituales en que estamos los cristianos. Muchos de estos niños murieron, y los que no, fueron arrastrados por la esclavitud y la prostitución. ¿Hacia dónde va el mundo? Es lo que me pregunto.
   Recé extensas jornadas en este islote. Y al volver al mundo, en Semana Santa, me propuse ir a predicar a Siria. Con León lo intenté. Embarcamos en Ancona, pero la aventura duró muy poco. Una tempestad nos impidió alcanzar el destino previsto, y tuvimos que desembarcar en la costa adriática. Desde ahí no teníamos ninguna posibilidad de ir directamente a Siria sin volver a Italia. Lo complicado fue que tampoco había oferta de viajes a parte alguna. Por suerte pudimos abordar, después de dos semanas, una pequeña embarcación, muy precaria, en que unos navegantes aficionados querían ir a Ancona. No fue fácil lograr que nos dejaran participar de esa expedición. Tuvimos que aportar la alimentación para todo el grupo, la cual fue conseguida gracias a las limosnas que ya estábamos acostumbrados a pedir. El viaje fue largo y azaroso. En varias ocasiones estuvimos a punto de naufragar, hasta que finalmente estuvimos de vuelta en Italia.
   -Vuestras oraciones nos salvaron de morir -nos dijo uno de los improvisados marineros, al despedirnos.

         * * *

   Fue en nuestro propio país, donde se nos unió mucha gente. En una oportunidad, un joven pobre se nos acercó a pedir limosna. Uno de nuestros nuevos discípulos hizo un comentario temiendo que se tratara de un rico que se hacía pasar por pobre. Le expliqué con gran paciencia que los ricos viviendo como pobres éramos precisamente nosotros, porque habíamos renunciado a seguir siendo ricos. Entonces, nuestro joven seguidor recapacitó. Volvió unos pasos atrás y se arrodilló frente al mendigo. Además, le regaló la capa. Fue una escena notable que me hizo recordar mis inicios.
   Varios meses después, yendo con León por la región de la Romagna, pasamos muy cerca del castillo de Montefeltro. Como se veía mucha gente en movimiento por el sector, preguntamos a qué se debía esta actividad. Nos respondieron que un joven noble sería armado caballero, y por eso había esta fiesta, hasta con invitados extranjeros. Estaban todos tan contentos que nos invitaron a participar. Al principio, nos íbamos a negar, pero insistieron tanto que nos quedamos, pensando en evangelizar a esas personas. Caminamos junto a ellos por el sendero hasta la plaza de armas, en el pequeño pueblo. Mientras se reunía la gente, me armé de valor y me subí en una piedra.
   -Atención -grité un par de veces y me puse a relatar, amistosamente, las enseñanzas del evangelio. La gente nos escuchaba con interés. Cuando terminé mi alocución y me bajé de ahí se me acercó uno de los invitados, un señor noble que dijo ser Conde de Toscana. Su nombre es Orlando de Chiusi. Conversamos muchísimas cosas, pues resultó ser un hombre de gran simpatía. Me habló de sus tierras, y de cómo el monte Alverna se presta para la vida solitaria.
   -Es un lugar retirado... para la devoción -aclaró.
   -Quiero regalarte un terreno en ese monte -agregó entusiasmado, describiéndolo con toda clase de detalles.
   Me puse contento, pero le pedí que me lo prestara solamente, pues no quiero tener propiedades. Me di cuenta que el señor Orlando también se sentía feliz de poder ser generoso con nuestra fraternidad. Estábamos emocionados y nos abrazamos con verdadero afecto. Fijamos fecha para ir a conocer el lugar, a la semana siguiente. Llegado el día, acudí con Maseo, León y Ángel Tancredi. Llegó también Orlando de Chiusi con dos de sus hombres y nos explicó cómo llegar y hasta dónde se extiende nuestro campo en el monte Alverna. Lo encontramos fabuloso. Volví a insistir, eso sí, en que no quería ningún documento legal de propiedad.
   -Está bien -aceptó Orlando de Chiusi-. No haremos papeles, pero podéis disponer del sitio a vuestra entera voluntad.
   Fue un bello gesto, que agradecimos. Incluso, cuando vamos a Alverna, la gente del señor Orlando nos lleva comida. Y nos han ayudado con las chozas, y hasta nos trajeron una sólida mesa, que nos ha venido bien. Eso sí, les advertí a los Hermanos que no nos apeguemos a los generosos ofrecimientos del señor Orlando, ya que hemos decidido vivir en pobreza.
   Es un buen lugar para llegar, muy apropiado para la oración contemplativa, pero no nos hemos querido establecer de modo permanente. Nuestra vida sigue teniendo viajes de evangelización.

         * * *

   Estuvimos en Bolonia, cantando y predicando en las plazas. Bernardo se quedó allá por un tiempo, pues tiene vinculaciones con la Universidad, y los profesores le proporcionaron una pieza, y después de unos meses, una quinta completa. Bernardo no se instaló tampoco en Bolonia. Me acompañó a España, junto a varios de nuestra comunidad. Antes de salir, encargué a León que se quedara para atender a las Hermanas de San Damián. Aproveché la oportunidad para reiterar a los Hermanos que nosotros y las mujeres formamos parte de una misma comunidad, aunque vivamos en lugares diferentes.
   Por supuesto, fui a despedirme de Clara. Tiene un jardín muy bien cuidado, con unos rosales bellísimos. Y el pozo, hasta tiene agua.
   Partimos hacia España pasando por Francia. Como trovadores que somos, llevamos alegría y proporcionamos canciones además de dar a conocer el evangelio. Algunos hacían lo que podían, pues no son tan entonados como el resto. Llegamos después de muchos días a Navarra, en el norte. Nos detuvimos en una pequeña y acogedora aldea llamada Rocaforte. A poco de llegar, ya entrábamos en casa de un anciano que se estaba muriendo. La fiebre lo hacía delirar, y decía cosas simpáticas. Nos quedamos a cuidarlo un día entero y vimos como mejoraba lentamente. Sin embargo, teníamos que irnos, así que le pedí a Bernardo que se quedara con el enfermo, pues si lo dejábamos solo se iba a morir. Bernardo aceptó, gracias a su buena voluntad. Eso le significó perderse una peregrinación a Santiago de Compostela. No pudimos ir al sur, a la tierra ocupada por los árabes, no sólo por las dificultades propias de la situación sino también porque casi todos nos enfermamos del estómago. En consecuencia, se frustró el viaje a Marruecos, que era mi principal objetivo. Talvez fue para mejor, porque en Asís está llegando gran cantidad de nuevos Hermanos, y hay que estar ahí para recibirlos y encauzarlos.
   Se nos unió Tomás de Celano, un escritor muy culto y de animada oratoria. También se nos unieron el noble Ricerio, Juan Parenti, y mi gran amigo Elías, que tiene una fuerza espiritual increíble y muchas ganas de restaurar la Iglesia. También ingresó a nuestro grupo el trovador Pacífico, que antes había estado dedicado a las improvisaciones picarescas. Le llamaban el "rey de los versos", y renunció a toda esa pompa para orientar su arte a algo completamente distinto.
   -Sácame del mundo ilusorio -me imploró, cuando le hablé de nuestra vida sencilla.
   He aceptado a todos los que renunciaron a sus posesiones y a las vanidades del siglo, sin importar su clase social ni su nivel de estudios. No tenemos un período de formación sino que, en el día a día, los nuevos van asimilando la forma de vida.
   Decidí ir a San Damián con Leonardo, otro de los nuevos..., para que conozca.
   -¿Vamos a ver a la hermana Clara? -le dije, y antes que alcanzara a responder, saltó al aire una exclamación de Junípero:
   -¡Ésa es tu frase favorita!
   Debo reconocer que tiene toda la razón.

 
   19.- Egidio y la tentación

   Me encanta el Paraíso. Alguien podrá pensar que nunca he estado allá, pero yo no me atrevería a afirmar algo así, tan livianamente. Cuando entro en oración como Francisco me enseñó, mi espíritu llega a esos lugares remotos en que la divinidad tiene una presencia evidente.
   Quiero irme a una ermita, y podría hacerlo hoy mismo, pero hasta ahora no me he atrevido porque le tengo miedo a las tentaciones que mi propio cuerpo, con toda seguridad, me va a poner por delante. De hecho, cuando se me acumula la tensión, me es muy difícil luchar contra el hermano Asno, como le dice Francisco a esa fuerza del cuerpo que lo único que busca es un placer físico, como un saco roto que es imposible llenar.
   Aunque mi voluntad ha ido progresando, no hace tanto tiempo que pasé una época en que la tentación me asaltaba con tal ferocidad, que todos los días tenía que ir a confesar mis malos pensamientos, y eso me llenaba de vergüenza. Yo mismo me recetaba fuertes penitencias, tratando de imitar a Francisco, que en las noches duerme en el suelo, con almohada de palo. Y quise imitarlo también, aunque fuera sólo un poco, en eso de no ocultar a los demás las faltas que hubiera cometido. Nunca olvidaré esa vez que Francisco se puso una soga al cuello, y le pidió a un Hermano que lo llevara semidesnudo por toda la ciudad, como quien lleva a un animal que no ha de escaparse, diciendo en voz alta “Este es un glotón”.
   Yo no sería capaz de tanto, pero me sentí obligado a contarle mis dificultades a Francisco. Me recibió con mucha comprensión y me recomendó que rezara siete padrenuestros cada vez que la tentación me atacase. Me reiteró que dominando todos los apetitos corporales florecerá la vida espiritual, y además, me contó que una vez tuvo una oración muy provechosa, en torno a esa palabra que dice “Si tienes fe como un grano de mostaza, dirás a esa montaña que se traslade y se trasladará”. En esa ocasión, Francisco preguntó al Señor:
   -¿Qué montaña tengo que trasladar?
   Estuvo largo rato repitiendo ese diálogo hasta que escuchó la respuesta divina:
   -La montaña es tu tentación.
   Caló hondo en mí este relato, pues la tentación es enorme como una montaña. He estado poniendo en práctica sus sugerencias, y de verdad sirven, pero lo que más ha contribuido a sanarme es el hecho mismo de haber tenido esa conversación con Francisco.
   Él tampoco está libre de la tentación, y cuando ésta se aproxima la aplaca a punta de azotes, y en una oportunidad en que eso no fue suficiente, vi que se acostó desnudo en la nieve. Es un hombre muy decidido, un verdadero ejemplo para los demás.
   En otra ocasión nos hizo una jugarreta para enseñarnos de manera vivencial. Se fijó en la mesa que habíamos preparado porque estábamos con ánimo festivo. Abundante, y hasta de mantel. Francisco la vio casi de reojo, y siguió caminando como si nada, y después ya no lo vimos. Como no es nuestra costumbre esperar a que él llegue para sentarnos a comer, esa vez tampoco lo esperamos. Dimos alegre comienzo a nuestro festín, y a los pocos minutos sentimos que alguien tocaba a la puerta. Fue a abrir un Hermano nuevo, y se encontró con un mendigo que le pidió:
   -Una limosna para este pobre.
   Lo hizo pasar y cuando lo vimos los más antiguos nos dimos cuenta que era Francisco disfrazado. Al menos yo, sentí vergüenza.
   -No se puede rendir por hambre a quien ayuna, ni arruinar a un mendigo -nos dijo alegremente.
   Un poco más tarde comentábamos esa escena con Junípero, Rufino y Simón.
   -Se requieren varios días de penitencia para que el cuerpo se acostumbre -señaló Rufino.
   Fue entonces que se me ocurrió hablarles de la gracia de Dios.
   -¿Algún rey -pregunté- haría viajar a su hija sobre un caballo chúcaro?
   -No. Sobre uno manso -respondió Junípero.
   -De la misma manera, Dios pone su gracia en los humildes -expliqué, y en seguida les relaté lo que me ocurrió días antes, cuando llegó un hombre a rezar un rato con nosotros.
   -Yo no tengo relación con más mujeres que la mía -me aseguró el hombre esa tarde-. ¿Acaso eso no es suficiente?
   -¿Crees que uno no se puede emborrachar con el vino de su cuba? -le respondí con una pregunta sin respuesta, pues yo sabía que este hombre era medio bruto para tratar a su mujer.
   Los Hermanos rieron al escuchar mi relato, y eso de emborracharse con el vino de su cuba, puso en el ambiente nuestra situación célibe. Surgieron las típicas bromas, y me atreví a hacerles una pregunta, indicando con mi mirada la zona genital:
   -¿Qué hacéis vosotros con la tentación del placer solitario?
   Se quedaron callados un rato. Alcancé a pensar que a lo mejor me estaba excediendo con esa pregunta. Sin embargo, ésta fue bien recibida.
   -Yo me tiendo en la tierra -dijo Rufino- y me encomiendo a la Virgen María.
   -Yo pienso en que no quiero caer en la torpeza -compartió Simón-, prefiero huir.
   -Cuando trata de invadirme un mal pensamiento -empezó a decir Junípero- llamo a los otros pensamientos, ésos que son casi santos. Uno tras otro empiezan a llenarme y así no dan cabida al maligno que intenta entrar. Le digo “La hospedería está ocupada”.
   -Contigo me quedo -exclamé, reforzando la expresión de Junípero-. Si se deja entrar a un traidor, llegará un ejército de enemigos.
   No creían mucho los otros o quizás necesitaban un tiempo para digerirlo. Traté de explicarles:
   -Si tengo que mover una enorme piedra, muy pesada, y no tengo la fuerza suficiente, puedo emplear el ingenio, ¿ cierto?
   -Cierto -estuvieron todos de acuerdo en eso.
   -Bueno, acá pasa lo mismo. Un gran sabio griego decía “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”.
   -¿Y cuál sería nuestro punto de apoyo en el caso que nos ocupa? -preguntó Rufino, con mucha elegancia.
   -Ya lo dijiste antes..., para ti es la Virgen María.
   Después de eso, ya estuvimos todos de acuerdo. Y yo, un poco más preparado para ser un buen ermitaño. A los pocos días le pedí a Francisco que me enviara a las Cárceles, a lo que accedió de muy buen grado, y ya estoy preparando mis poquísimas pertenencias para iniciar una nueva vida.

 
   20.- León y su inquietud por escribir

   Es tan grandioso lo que estamos viviendo, que quiero escribirlo. No hallo por donde empezar. No sé si incluir un contexto histórico y geográfico. Referirme a la guerra que el Papado considera santa y que a mí me causa una rebelión interna que no es fácil de exteriorizar. Si hasta me podrían excomulgar por no estar en esa consonancia. He conversado esto con Francisco, y él me convenció de que nuestra misión es ser sembradores. Hemos de restaurar algún día la convivencia religiosa que Jesús nos enseñó, pero la construcción toma tiempo. Veo claramente que no son las odiosas guerras las que tengo que relatar, sino lo otro. La semilla. Esos pequeños pasitos que damos por el camino. Jesús nos dice “Yo soy el camino”.
   Talvez pueda empezar presentándome. Entré a presbítero porque realmente me gustó eso, aunque he sido atípico. Vi en Francisco una claridad tan grande que ahora yo lo sigo a él. Desde esa vez que predicaba semidesnudo con Rufino. Quedé maravillado, más que nada por el cambio que se operó en Rufino. Me río de esa aventura cada vez que la recuerdo.
   Me seguí vistiendo de color negro después de entrar a los Menores. Es que nadie tiene el mismo color que otro.
   Lo que quiero escribir es la historia de Francisco, y no la empezaré por el principio.
   Cuando él estaba más tiempo en Asís visitaba a las Hermanas Pobres con cierta frecuencia que después se fue perdiendo. Yo me tomé la libertad de acompañar a Felipe en cierta oportunidad y conversé largamente con Clara. Ella es un regalo del cielo, y deseaba con tanto fervor hablar algunas cosas con Francisco que me lo dijo así, directo. Tuve que prometerle que se lo conseguiría.
   Hablé esto con Francisco, ya que tengo bastante confianza con él, si hemos sido amigos desde la infancia, y yo trataba siempre de llevarlo por el buen camino cuando íbamos a fiestas. Esta vez, le hice ver que sigo siendo una oveja de él, que es quién tiene las condiciones para conducir el grupo.
   -¿Qué quieres decirme, León? -me preguntó-. Algo te pasa.
   -Algo le pasa a Clara... Hay cosas que ella necesita hablar contigo.
   -No sólo sería bueno para ella concederle una visita -agregué-, sino que también para ti.
   Después de reflexionar un poco, estuvo de acuerdo.
   -La invitaré a que venga a la Porciúncula -accedió Francisco- para que salga un poco de su rutina.
   Así fue como empezamos a preparar todo para el siguiente Domingo, que ya estaba próximo. Ese día asistió Clara, acompañada de Pacífica, que hace poco llegó de misión en Vallegloria. Yo mismo fui con Felipe a buscarlas a San Damián.
   -¡El árbol! -exclamó Clara al verlo después de tanto tiempo.
   -¡La piedra! -continuó Pacífica.
   Teníamos dispuesto un pequeñísimo mantel cuadrado sobre el pasto a la sombra del mentado árbol, pues era un día de sol, y nos ubicamos sentados en el suelo, Francisco frente a mí, a ambos costados de cada Hermana.
   El almuerzo mismo fue frugal, y luego de él permanecimos donde mismo durante horas, pues teníamos tantas cosas que conversar. Después de los asuntos relacionados con las novedades del último tiempo, Francisco nos habló de Jesús con gran ternura. Clara no fue menos, y entre los dos me tenían maravillado. Empecé a notar un resplandor en torno a cada uno de ellos, con creciente intensidad, a tal punto que cuando llegó el crepúsculo, los halos eran ya verdaderas luces vivas, y más todavía cuando se hizo de noche. Yo estaba como en un Tabor, queriendo permanecer por siempre ahí. Pensar que la choza ya la tengo, me hacía sonreír aún más. Fue una tarde memorable que terminó abruptamente cuando llegaron unos campesinos con baldes de agua, y casi nos los echan encima.
   -Creímos que había un incendio -se disculpó el que parecía jefe de la cuadrilla.
   Entonces reímos todos de buena gana, y la luz divina se apagó, sin necesidad de agua. Francisco invitó a estos hombres a compartir un pan antes que se retiraran. -Ya es hora de irnos -dijo Clara, y Pacífica estuvo de acuerdo.
   Fui con Felipe a dejarlas a San Damián. Al llegar nos recibieron las Hermanas muy aliviadas.
   -Llegué a pensar que destinarían a Clara a algún otro convento -explicó Bienvenida-. Se me hizo larga la tarde, que ya es noche, a decir verdad.
   Bueno, esto fue lo primero que escribí en mis páginas. Después agregué lo que me ocurrió cierta vez en que se me perdió mi breviario. No lo encontraba por ningún lado.
   -Francisco, ¿has visto mi breviario?
   -No, pero adivino que no lo necesitas.
   -¿Y cómo voy a rezar mis oraciones diarias?
   -Te ayudo. Yo digo una oración y tú reafirmas.
   -De acuerdo.
   -¡Oh, Señor! Dios del cielo y de la tierra -empezó él-, tu hijo Francisco ha cometido pecados contra ti, y merece que lo rechaces.
   -Francisco, la misericordia de Dios Padre es más grande que tu pecado.
   -¿Por qué me contradices?
   -Porque Dios me sopla las palabras que a Él le agradan.
   Y como Francisco volvió a repetir la misma oración, busqué una respuesta un poco más adentro:
   -Dios hará tanto bien a través tuyo, que irás al Paraíso.
   Por tercera vez Francisco volvió a insistir con su misma oración, y tuve que buscar más adentro mi respuesta:
   -Dios te ensalzará y te glorificará eternamente.
   Creo que ésa ha sido la única vez que dejé callado a Francisco, y por eso quise incluir la escena en mis apuntes.

         * * *

   También anoté algo acerca de un encuentro que tuvimos en Asís los Hermanos Menores de la provincia. Fue tan provechoso que pensamos repetirlo el próximo año, pero invitando a Hermanos de otras provincias, e incluso de otros países, que también los hay.
   Lo próximo que escribí en mis páginas fue lo más importante, el Concilio Letrán IV, del año 1215. Abarcó casi todo el invierno, que ya está terminando. Francisco y yo fuimos invitados a asistir a la primera sesión, en Roma, lo que nos llenó de gratitud y esperanza. Acudieron obispos de casi todas las iglesias cristianas, incluyendo el patriarca de Constantinopla, lo que es un muy buen signo de reconciliación. Sólo faltaron los griegos, que aún están muy molestos, pues no han superado las atrocidades cometidas por los cruzados, no sólo en Constantinopla, sino también lamentan que aún hay territorios griegos ocupados por reyes occidentales. Todo esto de las Cruzadas es muy doloroso, y ojalá pronto podamos llegar a un término del afán guerrero en la Iglesia.
   El primer día, la basílica San Juan de Letrán estaba totalmente llena, tanto que nos tuvimos que quedar de pie, bien atrás. Mucha gente se ubicó afuera. En su homilía inaugural, el Papa Inocencio detalló los propósitos del concilio, como fueron fortalecer la fe y la virtud, erradicar los vicios y herejías. Ensalzó a los que participan en las cruzadas, a los que luchan contra la herejía, y a los cristianos que reforman su vida. Habló de la necesidad de renovación de la Iglesia.
   -Parece que empiezan a hacernos caso en eso de restaurar la Iglesia -dije en voz baja a Francisco.
   -Sí -me respondió-, pero también parece que el Papa lo enfoca más hacia lo relajado que está el clero.
   -En lo sexual... -bajé un poco más la voz.
   -Y también en lo litúrgico.
   Si bien ese primer día estábamos esperanzados, esto se fue diluyendo un poco, a medida que pasaban las semanas. Además de la primera sesión, también presenciamos la última, en la cual tuvimos oportunidad de conocer a Domingo de Guzmán, que ha fundado una Orden. Hicimos bastante amistad con él.
   Al final del concilio, Francisco quedó con un dejo de tristeza, quizás tratando de conformarse, con paciencia. En cambio, yo estaba francamente decepcionado, con un sabor amargo. Habría querido protestar ahí mismo, si hubiera existido la forma de hacerlo. Aún así, no sacaría nada.
   De eso veníamos conversando en nuestro camino a la Porciúncula. Se protegieron los dogmas, es cierto, por ejemplo el de la Santísima Trinidad y el de la Transustanciación. Sin embargo, la condena de las opiniones del abad Joaquín de Fiore me pareció un poco apresurada. Por otra parte, la obligación de confesión anual está muy bien. Y también una serie de normas de disciplina clerical, y otras destinadas a terminar con la mala costumbre de excomulgar sin advertencia previa y después cobrar por levantar la excomunión.
   -Ésa era una práctica perversa -expresé.
   -Espero que desde ahora no seguirá ocurriendo.
   -Lo que menos me gustó fue que se planeó una nueva cruzada.
   -A mí tampoco me gustó eso. Ésta era una inmejorable ocasión para terminar con esa lacra. Te lo digo yo, que he estado en la guerra, y entendí que nada bueno puede salir de ella.
   Continuamos caminando en medio del frío y comentando otros resultados del concilio. Nos abocamos al tema que nos dejó más mal porque nos afecta directamente en nuestro carisma.
   -¿Cómo te cayó eso de que la enseñanza debe impartirse en los grandes templos? -pregunté.
   -Hasta ahí podría estar bien, pero... ¿captaste quiénes pueden impartirla?
   -Los obispos...
   -¡Ah! A nosotros nos sacaron de los púlpitos.
   -... pueden autorizar a otras personas -continué la frase que me había quedado trunca.
   -Y eso no es todo. No se permitirán nuevas reglas monásticas.
   -Para que no se produzca confusión..., según dijeron.
   -Sí. Ése fue un mal argumento.
   -Y tenemos que contarle esto a Clara. ¿Qué va a pasar?
   -Imagínate. Si ya está tratando de avanzar cuesta arriba.
   -Y para peor, un Cardenal se refirió despectivamente a “esas monjas que con el pretexto de la pobreza no pagan lo que corresponde al entrar a la vida monástica”.
   -Veo que te aprendiste las palabras de memoria.
   -Nos dieron duro, Francisco.
   -Necesitamos mucha oración.
   En el resto del trayecto hablamos muy poco. Me sumergí en mis pensamientos. ¿Cómo mostrar caminos que lleven hacia Dios? Sólo avanzando por ellos, pero nadie podría imponer su propio mapa a los demás. Esta misión no es de la jerarquía, sino de nosotros, las pequeñas ovejitas. Eso somos, y tenemos la gran misión de atrevernos a caminar por senderos inexplorados y mostrar así que ése es el camino. Las jerarquías nunca darán pasos desconocidos, pues creen que estarían arriesgando mucho.
   De pronto le hablaba algo a Francisco, para desahogarme, mientras él se limitaba a medir y dimensionar la tarea que tiene por delante. ¡Qué paciencia, Dios mío! De hecho, eso es mostrarme un camino. Esto es muy complicado. Quisiera que la Iglesia caminara mucho más rápido hacia Dios, en vez de retroceder, como ahora. Andaré por senderos difíciles, con piedras y barro, que así podré encontrar tesoros.
   La oscuridad densa de la noche nublada empezó a invadirlo todo. Yo rezaba para que Dios nos librara de los peligros que pudieran estar esperando. En cambio, Franciso confiaba en la luz divina que nos guía en el sendero. Me contagió su optimismo, y cuando ya nos acercábamos a la Porciúncula, me dijo:
   -Hermano León, aunque diéramos ejemplo de santidad, ahí no está el gozo perfecto.
   Estuve en silencio un buen rato, esperando a que Francisco siguiera hablando.
   -Hermano León, aunque conocieras todo, ahí no está el gozo perfecto.
   Yo seguí caminando en silencio, por largos minutos pensando que Francisco quería alegrarme un poco a pesar de lo contrariado que pudiera estar por lo del concilio.
   -Hermano León, aunque convirtiéramos a todo el mundo, ahí no está el gozo perfecto.
   -Hermano Francisco, llevas ya un buen rato hablándome igual que si fueras San Pablo... ¿Dónde se puede encontrar entonces el gozo perfecto?
   -Gozo perfecto es el que se produce cuando, después de tocar a la puerta, te rechazan en medio de insultos, y tienes la fortaleza para aceptarlo con alegría.
   No supe qué responder. Me quedaba muy claro que Francisco se refería, en parábola, a la actitud que quisiéramos tener para afrontar lo que viene después del concilio.
   Ya nos quedaba poco camino, menos mal, porque el frío era tan intenso que penetraba hasta los huesos, y con las tinieblas que reinaban, a duras penas veíamos donde ir pisando. Finalmente llegamos y golpeamos la puerta. Estaba tan oscuro que el Hermano portero creyó que éramos ladrones y no nos abrió. Tuvimos que insistir varias veces hasta que salieron dos Hermanos muy molestos con los intrusos, según creían, que nos botaron al suelo a golpes y empujones. En ese momento se dieron cuenta de su error y les dio mucha vergüenza. No hallaban qué hacer para que los perdonáramos. Francisco y yo entramos riendo a carcajadas. Sólo nosotros sabíamos por qué esa situación nos causaba tanta gracia. Después les explicamos. Me vino bien todo el suceso, como un saludo de Dios, que me ayudó a asimilar la enseñanza de Francisco.
   Varios días después me armé de valor y decidí sugerirle a Francisco que fuéramos a San Damián a informar a las Hermanas acerca del concilio. No fue necesario decirle nada.
   -¿Vamos a ver a la hermana Clara? -anunció, como adivinando mis intenciones. Tampoco necesité decir que sí, pues resultó obvio.
   Salimos de la Porciúncula caminando rápido para combatir el frío. Clara, Pacífica y Bienvenida nos recibieron en el comedor, con una taza de té para reponernos, y dispuestas a escuchar.
   -Esa basílica estaba repleta -empecé diciendo para no entrar tan de lleno en lo medular.
   -El Papa se acordaba de Francisco -seguí, aludiendo a un momento en que el Pontífice lo saludó efusivamente. Continué hablando de Domingo de Guzmán.
   -Un verdadero amigo -señaló Francisco, suspendiendo su silencio.
   A todos nos costaba entrar en el tema candente. Creo que adiviné un pensamiento aprensivo en Clara.
   -Con Francisco estuvimos preocupados -expliqué- cuando los obispos discutieron acerca de la pastoral.
   -El resultado no fue el que esperábamos... -dijo finalmente Francisco, mientras el rostro de Clara transparentaba su tristeza infinita- ... pero, lo tomamos con alegría y con mucha fe... Jesús está siempre con nosotros.
   Clara quiso contagiarse con una sonrisa de complicidad, tenue y fugaz. En cambio, sus ojos se humedecieron.
   -Seguiré luchando -aseguró Clara, después que terminamos de decir todo lo referente a la prohibición de nuevas reglas-. Firme, junto a Dios, en verdad... y dignidad.
   -También ocurrió algo muy bueno -anunció Francisco sonriente-. El arzobispo de Reims quiere recibir en su ciudad un grupo de Hermanos Menores, y otro de Hermanas también.
   Clara recuperó su alegría, y seguimos conversando animadamente hasta que se hizo de noche.
   -¿Sabes lo que vi en el pozo? -me preguntó Francisco después que salimos.
   -¿Qué viste?
   -El rostro de Clara reflejado al fondo del pozo.
   -Era la luna creciente la que viste -intenté corregir, pues tenía por muy cierto que Clara no había salido al patio.
   -Talvez, pero era Clara... y estaba en paz.
   Quedamos en silencio por largos minutos de caminata.
   -Y sabes lo que me pasó anteayer en Imola? -preguntó Francisco.
   -¿A quién viste?
   -Tuve que ir donde el obispo... tú sabes... a pedirle permiso para predicar.
   De nuevo me invadió la tristeza. Encuentro el colmo, que Francisco tenga que estar pidiendo permiso, si nadie predica mejor que él. Algo gruñí para expresar eso.
   -Me dijo que bastaba con que predicara él -continuó diciendo Francisco.
   -¿Qué se habrá creído?
   -Hice como que me retiraba, pero volví a entrar por la otra puerta.
   -¡Qué buena actitud!
   -Le pedí permiso de nuevo, como si yo fuera otra persona, y eso le causó risa al obispo.
   -No me digas que se ablandó.
   -Claro. Le caí simpático..., y me dio el permiso... Y prediqué en la plaza de Imola.