I
No vestía su casaca roja
como la sangre y el vino,
y sangre y vino había en sus manos
al ser con la muerta prendido,
la pobre mujer a la que amó
y mató en el lecho mismo.
Caminaba en medio de reclusos
con ropa ajada de preso,
gorra de criquet en su cabeza,
y un paso alegre y ligero;
pero nunca vi a un hombre contemplar
el día con tanto anhelo.
Nunca vi a un hombre contemplar
con tal mirada de anhelo
ese pequeño toldo azul
que los presos llaman cielo,
y las nubes vagando sin rumbo
como plateados veleros.
Caminando con almas en pena,
en otro patio del penal,
no sabía si cometió el hombre
algo enorme o algo banal,
cuando una voz susurró desde atrás
“A ese tipo lo van a colgar”.
¡Dios mío! Hasta el muro de la prisión
parecía tambalearse,
y el cielo se puso en mi cabeza,
como un casco sofocante;
y aunque también yo era un alma en pena,
de mí no pude apenarme.
Qué obsesiva idea lo movía,
fue lo único que entendí,
y también su mirada anhelante
a una claridad hostil;
porque el hombre mató lo que amaba,
él tenía que morir.
* * *
Que todos escuchen esto bien,
cada hombre mata lo que ama;
unos matan con adulación,
o con amarga mirada;
el cobarde lo hace con un beso,
¡el valiente, con la espada!
Unos matan su amor a edad joven,
y otros cuando ya son viejos;
unos lo ahogan con manos áureas,
o con manos de deseo;
los amables usan un cuchillo
que enfríe más pronto al muerto.
Algún amor es fugaz, otro extenso,
unos lo compran, o lo venden;
unos dan muerte llorando a mares,
y otros, sin un suspiro leve;
porque cada hombre mata lo que ama,
pero cada hombre no muere.
No muere de modo humillante,
en un día de negra fama,
ni tiene una soga en el cuello,
ni un paño sobre su cara,
ni al espacio vacío sus pies
a través del suelo pasan.
No convive con hombres callados
que lo vigilan día y noche;
que lo observan si intenta llorar,
o rezar sus oraciones;
y lo vigilan temiendo que él mismo
su presa a la cárcel robe.
No emerge al alba viendo aterrado
la celda llena de gente,
el blanco capellán tembloroso,
el alguacil inclemente,
y el formal director enlutado,
con el rostro de la Muerte.
No se levanta con triste apuro
vistiendo de condenado,
en saltos nerviosos que son vistos
por un doctor ordinario
cuyo reloj marca un ritmo débil
dando horribles martillazos.
No padece una sed asquerosa
que la garganta reseca,
antes que el verdugo con sus guantes
se deslice por la puerta,
y lo amarre con tiras de cuero,
y la sed termine muerta.
No inclina cada uno la cabeza
oyendo el fúnebre oficio,
ni mientras la angustia de su alma
le dice que aún está vivo,
se cruza con su propio ataúd,
yendo al atroz cobertizo.
No mira cada uno hacia lo alto
a través de un vidrio breve;
no suplica con labios de barro
que el tormento por fin cese,
ni sobre mejillas temblorosas
siente el beso de la muerte.
II
Por seis semanas recorrió el patio,
con ropa ajada de preso,
gorra de criquet en su cabeza,
y un paso alegre y ligero;
pero nunca vi a un hombre contemplar
el día con tanto anhelo.
Nunca vi a un hombre contemplar
con tal mirada de anhelo
ese pequeño toldo azul
que los presos llaman cielo,
y cada nube errante conducir
sus enredados cabellos.
No estrujaba sus manos, como otros,
insensatos que intentaran,
en guarida de negra derrota,
encender falsa esperanza;
solamente veneraba el sol,
y con aire se embriagaba.
No estrujaba sus manos llorando,
ni siquiera se apenaba;
mas, bebía el aire que le diera
una ayuda momentánea;
tal como si hubiera sido vino,
bebió sol a bocanadas.
Vagando con las almas en pena
del otro patio del penal,
olvidamos si habíamos hecho
algo enorme o algo banal,
y miramos con oscuro asombro
al hombre que iban a colgar.
Era extraño verlo caminar
tan alegre y tan ligero,
y era extraño verlo contemplar
el día con tanto anhelo,
y era extraño pensar que él debiera
pagar algo tan inmenso.
* * *
Roble y olmo tienen bellas hojas
que brotan en primavera;
pero es sombrío el árbol de la horca
mordido por las culebras;
verde o seco, un hombre ha de morir
antes que el fruto venga.
Seres mundanos buscan en lo alto
la morada de destino;
mas, ¿quién quiere pender de una cuerda
en lo alto de un patíbulo,
y dar su última mirada al cielo
desde un collar de asesino?
Dulce es bailar al son del violín
si hay Amor y Vida afable;
bailar al son de laúd y flauta
es veleidoso y suave;
pero no resulta dulce bailar
con ligeros pies en el aire.
Lo mirábamos día tras día
con curiosidad enferma,
pensando si vamos a acabar
nosotros de igual manera,
pues nadie sabe en qué rojo infierno
se puede hundir su alma ciega.
Al final el muerto ya no andaba
entre reos del penal;
comprendí que él ya estaba de pie
en el tenebroso corral,
y que nunca más vería su rostro,
ni para bien ni para mal.
Como dos naves tormentosas
se cruzaron nuestras sendas;
nada teníamos que decir,
no hicimos ninguna seña,
pues no fue un encuentro en noche santa,
sino en día de vergüenza.
Éramos los dos unos proscritos,
tras un muro de prisión;
del mundo sufrimos el rechazo,
y Dios nos abandonó;
y el duro cepo que acecha al mal
en su ardid nos atrapó.
III
Detrás del alto muro grasiento,
caminaba en dura piedra,
bajo un cielo plomo tomaba aire
en el patio de las deudas;
y teniendo un guardia a cada lado,
para que el hombre no muriera.
Convivía con espectadores
de su angustia interminable;
cuando lloraba y cuando rezaba
lo miraban inclinarse;
lo acechaban temiendo que él mismo
su presa al cadalso hurtare.
El alcaide cumplía las reglas;
y aunque el doctor declaraba
que la muerte es cosa de la ciencia,
el capellán entregaba
dos veces al día al condenado
un folleto para el alma.
Y dos veces al día, una pipa
y una jarra de cerveza;
su alma resuelta no daba lugar
a que el miedo se escondiera;
solía decir que le alegraba
que el verdugo estaba cerca.
Por qué decía cosa tan rara,
los guardias no preguntaron;
porque todo aquel que a vigilante
se encontrare destinado,
en máscara convierte su rostro
y pone llave en sus labios.
Pues si no, estaría conmovido,
consolando al condenado.
¿Y qué haría la piedad humana
encerrada en aquel antro?
¿Qué palabra de aliento en tal sitio
puede ayudar a un hermano?
Confusos armamos en el patio
el desfile de los locos;
ni siquiera nos importaba ser
la brigada del demonio;
era una festiva mascarada,
pelo al rape y pies de plomo.
Desgarramos las sogas embreadas
con torpes dedos sangrantes;
limpiamos las puertas y los suelos,
y los barrotes brillantes;
fregamos cada tabla del piso,
golpeando ruidosos baldes.
Cosimos sacos, partimos piedras
con un mugriento taladro,
golpeamos latas, gritamos himnos
y en el molino sudamos;
pero en el corazón de cada hombre
el terror yacía callado.
Tan callado, que el día reptaba
cual ola que de algas se llena,
y olvidamos que al bribón y al necio
lo más amargo le espera;
hasta esa vez que al volver del trabajo,
vimos una fosa abierta.
Abriendo la tierra esa gran boca,
pedía un viviente bocado;
el propio barro exigía sangre
al sediento patio de asfalto;
y supimos que antes de la alborada
un preso sería colgado.
Entramos con el alma asombrada
a la muerte, pavor y ruina;
el verdugo pasó con su bolsa,
arrastrando sus pies en la penumbra;
y cada uno temblaba yendo a tientas
hacia su asignada tumba.
* * *
Esa noche el pasillo vacío
se llenó con los fantasmas;
de arriba a abajo las duras calles
tuvieron suaves pisadas,
y tras barrotes que estrellas esconden,
rostros albos atisbaban.
Él yacía como si soñara
en prados de fantasía.
Observándolo en tan dulce sueño
los guardias no comprendían
cómo alguien podía así dormir,
con el verdugo tan encima.
No hay dormir si tenemos que llorar
los que no lloramos antes,
los locos, farsantes y bandidos,
en vigilia interminable;
mentes invadidas por la pena,
con miedo ajeno infiltrándose.
¡Ay, qué doloroso es cuando llevo
un pecado que no es mío!
Pues, el maligno acero envenenado
hasta su puño fue hundido,
y lloramos plomo candente
por la sangre que no vertimos.
Guardianes con botas de fieltro
recorrían las clausuras
y miraban con ojos de asombro
hundidas grises figuras,
y no sabían por qué rezaban
los que no rezaban nunca.
Rezamos toda la noche hincados,
¡locos llorones de entierros!
La noche agitaba los penachos
de un negro coche funesto;
y era como vinagre en una esponja
el sabor del remordimiento.
* * *
Cantó el gallo gris, y el gallo rojo,
pero nunca amanecía;
retorcidas figuras de miedo
en rincones se escondían,
y los malignos entes nocturnos
actuaban a nuestra vista.
Como atravesando densa niebla,
por el lado se pasaban,
parodiando a la luna con giros
y piruetas delicadas;
a la cita acudían solemnes
los repulsivos fantasmas.
De la mano las delgadas sombras
se retiraron con muecas,
ejecutando por todas partes
una danza en fuga etérea;
los malditos trazaban adornos
como la brisa en la arena.
Como marionetas empinadas,
dando unos saltos ligeros,
llevaban su horrible mascarada
con fuertes flautas de Miedo;
gritaban un canto interminable,
para despertar a los muertos.
"Es muy ancho el mundo", se burlaban,
"mas no con los pies atados;
y es un juego para caballeros
volver a tirar los dados,
pero en la oculta casa sin honra
pierde el que apuesta al pecado".
No eran seres de aire esos bufones,
con tal jolgorio brincando;
para hombres de vida encadenada
y con sus pies atrapados;
¡por las llagas de Cristo! vivían,
dando una vista de espanto.
Presuntuosas parejas giraban,
dando vueltas y más vueltas;
furtivas, subiendo las escalas,
parecían mujerzuelas;
con sutil desprecio y de soslayo
miraban las plegarias nuestras.
El viento del alba empezó a gemir,
pero aún la noche continuó;
hasta el último hilo el velo oscuro
en su gran telar se tejió;
mientras rezamos tuvimos miedo
a la justicia del sol.
El viento lloroso se agitaba
entre muros de prisión;
como ruedas de torno de acero
sentíamos el reloj.
¡Dime, viento!, ¿por qué merecimos
tan severo cuidador?
Barrotes plasmados se movían
por la pared encalada,
como una reja forjada en plomo,
frente a mi lecho de tablas,
y supe que en un lugar del mundo
fue roja de espanto el alba.
A las seis limpiamos nuestras celdas;
reinó el silencio a las siete;
pero un rumor llenaba la cárcel,
debido a un vuelo potente,
porque el señor del aliento helado
llegaba para dar muerte.
No llegó montando un corcel blanco
ni ataviado de real pompa.
Una cuerda y la tabla deslizante
es cuanto pide una horca;
con soga infame vino el heraldo
a hacer con sigilo su obra.
Parecíamos hombres a tientas
por una ciénaga inmunda;
no osamos decir una oración
ni dejamos salir la angustia;
algo ya estaba muerto en cada uno;
la Esperanza era la difunta.
La severa justicia del hombre
no vira en ninguna parte;
mata al débil, también mata al fuerte,
sigue un camino implacable;
con su pie de hierro mata al fuerte
la asesina detestable.
Esperamos con la lengua seca
el repique del destino,
porque ése es el toque de las ocho
que hará de un hombre un maldito;
para el mejor hombre y para el peor
usa un nudo corredizo.
Sólo teníamos que esperar
el signo tan anunciado;
éramos piedras mudas y quietas
en un valle solitario;
pero cada corazón golpeaba
como tambor alocado.
De repente el reloj de la cárcel
el ambiente estremeció;
de todo el penal surgió un lamento
de impotente frustración,
como de algún leproso asustado
que huye de vuelta al rincón.
En igual forma que lo espantoso
se ve en el cristal de un sueño,
vimos atado a la oscura viga
ese cáñamo grasiento;
y oímos la ahogada oración
que el lazo cambió en lamento.
El dolor y toda la amargura
que lo hizo gritar así,
la culpa salvaje y el sudor,
mejor que otros conocí;
pues el que vive más de una vida,
más de una muerte ha de morir.
IV
Cuando ejecutan a un condenado
no hay oficio religioso;
el capellán está muy asqueado,
o muy lívido su rostro,
o eso que nadie advertir debiera
lo tiene escrito en sus ojos.
La campana tocó al mediodía
y así terminó el encierro;
los guardias, con llaves tintineantes,
cada ansiosa celda abrieron;
bajamos lentos la escala férrea
cada cual desde su infierno.
Salimos al dulce aire de Dios,
no con habitual aspecto;
pues algunos rostros eran grises,
y otros, lívidos de miedo;
y nunca vi hombres tristes contemplar
el día con tanto anhelo.
Nunca vi hombres tristes contemplar
con tal mirada de anhelo
ese pequeño toldo azul
que los presos llamamos cielo,
y cada nube alegre pasando
con tan raro privilegio.
Algunos entre todos nosotros
iban cabizbajos, sabiendo
que al tener cada cual una deuda,
debían haber muerto ellos;
en lugar del que mató algo vivo,
los que mataron al muerto.
El que peca de nuevo revive
el dolor del alma muerta,
le arranca el sudario mancillado,
sangrando otra vez la deja;
enormes gotas de sangre fluyen;
sangrando en vano se queda.
* * *
Como payasos en pésimo atuendo
con torcidas flechas adornados,
dimos muchas vueltas en silencio
al sucio patio de asfalto;
dimos muchas vueltas en silencio,
y nadie dijo un comentario.
Dimos muchas vueltas en silencio,
y por las mentes hundidas
el recuerdo de cosas horribles
pasó como horrible brisa;
el horror nos acechaba airado
y el terror nos perseguía.
* * *
Los guardias trataban de mostrarse
tras las bestias del rebaño,
con sus uniformes de domingo,
flamantes, pese al trabajo;
pero, supimos en qué estuvieron,
por la cal en sus zapatos.
Donde se cavó la sepultura
esa fosa ya no estaba;
sólo un trecho de barro y arena
junto a la horrible muralla,
y un pobre montón de ardiente cal,
que sirviera de mortaja.
Tiene tal mortaja el desdichado,
que muy pocos la quisieran;
hondo bajo el patio de la cárcel,
desnudo, para su afrenta,
yace con sus dos pies engrillados,
y su envoltura lo quema.
Y todo el tiempo la ardiente cal
devora el hueso y la carne,
come en la noche frágiles huesos,
y en el día tierna carne;
devora carne y huesos por turnos,
y el corazón a cada instante.
* * *
Alguna semilla en ese sitio,
por años no sembrarán;
por tres años el campo maldito
desierto puro será,
contemplando un cielo asombroso
con fijeza cabal.
Piensan que un corazón asesino
dañará la siembra toda;
pero no es así en la buena tierra
que Dios hace generosa;
la rosa roja florece más roja;
la blanca, más blanca brota.
¡Desde su boca, una rosa roja!
¡del corazón, una blanca!
Nadie sabe de qué extraño modo,
la voluntad de Cristo habla,
si a la vista del gran sacerdote
floreció la seca vara.
Ni la rosa blanca ni la roja
brotan en aire cautivo;
guijarros, piedras y pedernales
solamente recibimos,
porque ya se sabe que las flores
sanan al hombre rendido.
Nunca dejarán caer sus pétalos
la rosa roja o la blanca,
en el trecho de barro y arena
junto a la horrible muralla,
diciendo a los que andan por el patio
que Cristo a todos los salva.
Aunque las murallas espantosas
por todas partes aún lo encierran,
y un espíritu no anda de noche
si está atado con cadenas,
y un espíritu sólo ha de llorar
por yacer en malvada tierra,
ya está en paz, o lo estará muy pronto;
en la paz del desdichado;
ya no hay algo que lo vuelva loco,
ni anda el miedo en día claro,
pues donde yace no hay sol ni luna,
no es planeta iluminado.
Lo ahorcaron como a una bestia,
sin campana en el entierro,
que a un alma en tal grado horrorizada,
hubiera dado consuelo;
mas, a toda prisa lo sacaron
y en un hoyo lo escondieron.
Le sacaron los guardias la ropa
y a las moscas lo entregaron;
se burlaron de sus ojos fijos
y de su cuello inflamado;
y arrojaron entre risotadas,
la mortaja al condenado.
Al borde de tumba tan infame
el capellán no se hincó,
ni la marcó con la cruz bendita
que Cristo al pecador dio,
y el hombre era uno de los tantos
que Cristo a salvar bajó.
Todo está bien si sólo cruzó
de la vida el fijo extremo;
lágrimas ajenas llenarán
el vaso, quebrado hace tiempo,
pues quienes le lloren serán parias,
los que siempre están de duelo.
V
No sé si las leyes son correctas,
o si están equivocadas;
en el presidio sólo sabemos
que es maciza la muralla,
y que cada día es como un año,
año de extensas jornadas.
Pero sé que la ley de los hombres
hecha para el ser humano,
desde que el mundo empezó a ser triste
cuando uno mató a su hermano,
salva escoria con el peor molino,
y siempre desecha el grano.
Sé también algo, y sabio sería
que esto todos lo supieran;
que los hombres construyen prisiones
con ladrillos de vergüenza;
y torturan detrás de barrotes
para que Cristo no vea.
Con rejas tapan la vista a la luna
y dejan ciego al sol noble.
Las cosas que pasan en su infierno,
por algún motivo esconden;
que nunca mire el Hijo de Dios,
tampoco el Hijo del Hombre.
* * *
Allí, los hechos abominables
germinan como venenos;
en aire cautivo se marchita
del hombre sólo lo bueno;
cuida el portón la pálida Angustia,
la Derrota es carcelero.
Llora el niño de noche y de día;
de susto y hambre lo matan;
torturan al bruto y al más débil,
y se burlan de las canas;
enloquecen, y más se pervierten;
nadie puede decir nada.
Cada estrecha celda que habitamos
es asquerosa letrina
y el sucio aliento de la viva Muerte
ahoga la ventanilla,
y sólo la lujuria resiste
la máquina destructiva.
Provista de barro repugnante,
agua podrida bebemos;
y el pan amargo que dan medido,
de tiza y cal está lleno;
y el sueño no descansa nunca;
camina y le llora al Tiempo.
* * *
Aunque el hambre y la sed enfermiza
se acosan como serpientes,
poco importa la ración mezquina;
lo que nos lleva a la muerte
es que la piedra alzada de día,
de noche en corazón se vuelve.
Con la noche en nuestro corazón
y el crepúsculo en la celda,
cada cual en su infierno privado,
desgarramos larga cuerda,
y el silencio es mucho más horrible
que una campana severa.
Nunca una voz humana se acerca
a decir gentil palabra,
y por la rejilla de la puerta
asoman duras miradas;
y olvidados, nos descomponemos,
deshechos de cuerpo y alma.
Así pasamos, viles y solos,
oxidando etapas férreas;
los que maldicen y los que lloran,
y algunos que ni se quejan;
mas, la eterna ley de Dios es buena
y parte el corazón de piedra.
Y todo corazón humano
que en celda o en patio es roto,
es igual que ese frasco quebrado
que al Señor dio su tesoro,
y al leproso le llenó la casa
con un perfume valioso.
¡Dichosos los corazones frágiles
porque alcanzan el perdón!
¿Cómo puede el hombre trazar su plan
y limpiar su alma de error?
Sólo a través de un corazón quebrado
puede entrar nuestro Señor.
* * *
Aquel hombre de los ojos fijos,
el del hinchado cuello,
espera la misma mano santa
que al ladrón llevó al cielo,
pues, un corazón arrepentido,
lo toma el Señor, sin desprecio.
El juez de rojo que dio sentencia,
tres semanas le ha cedido;
tres cortas semanas para sanar
el alma de su conflicto,
y dejar sin las manchas de sangre
la mano que empuñó el cuchillo.
Limpió con sus lágrimas de sangre
la mano que empuñó la daga,
pues sólo la sangre lava la sangre
y sólo las lágrimas sanan;
y la mancha roja de Caín
ya es de Cristo una nívea marca.
VI
En una cárcel cerca del pueblo
hay una tumba humillada
en la cual yace un miserable,
comido por diente en llamas;
en una tumba sin nombre alguno,
yace en ardiente mortaja.
Dejadle allí yacer en silencio,
pues Cristo lo hará salir;
no hay que exhalar nerviosos suspiros,
ni lágrimas consumir,
porque el hombre mató lo que amaba,
él tenía que morir.
Que todos escuchen esto bien,
los hombres matan lo que aman;
unos matan con adulación,
o con amarga mirada;
el cobarde lo hace con un beso,
¡el valiente, con la espada!