ARISTODEMO                    Un lugar literario
Historias notables         Gonzalo Rodas Sarmiento

  Una mini-novela perteneciente a HISTORIAS NOTABLES

 
   La esposa del portero

   Ocurrió un día Viernes de 1909. Habiendo ido yo al centro por un trámite que ya ni recuerdo, sentí las campanas de varios carros de bomberos. Entonces, me fijé en la columna de humo que se veía en dirección sur, pero muy cerca. Temí que fuera en los alrededores de la Legación Alemana, lugar donde estaba el trabajo de Exequiel, mi marido. Llegué hasta la Alameda y me puse a esperar, impaciente, hasta que pude atravesar, y acercarme a la calle Nataniel, pero sólo se podía pasar hasta una cuadra antes de la Legación. Ahí me atajó la policía municipal.
   El incendio tenía grandes proporciones. Tanto, que me quedé muy preocupada. Quizás Exequiel andaba fuera de Santiago, en el mejor de los casos. En la mañana, al salir llevó un pequeño bolso, y me dijo que a lo mejor tendría que llevar un paquete urgente al norte. Sería una salvada providencial. Rogué a Dios que así fuera. Traté de aproximarme al incendio por el otro lado, dando la vuelta por la Avenida Bulnes, pero no me fue posible. No hallaba qué hacer, a quién pedir auxilio. Ni siquiera estaba tan segura de necesitar alguna ayuda.
   Decidí ir a mi casa en el tranvía, pensando que allí iba a encontrar a Exequiel, o por lo menos algún mensaje. No había nada. Comí un pedazo de pan. Eso fue todo lo que pude echarme a la boca. Estaba angustiada.
   La pequeña Eloísa llegó corriendo. A sus tres años, ya hablaba todo, y sólo yo le entendía un poco, pero los demás, casi nada. Mi vecina Carmen me la estaba cuidando mientras yo había tenido que salir.
   Fui con ella donde otra vecina, que vive a tres cuadras y media, la señora María, que tiene bastante buen pasar, y lo más importante, un flamante teléfono nuevito, que le costó muchísimo conseguir, y lo logró porque vio que habían puesto unos postes cerca de su casa.
   -¿Has recibido alguna llamada de Exequiel? -le pregunté, después de contarle lo que estaba pasando.
   -Nada, Bienvenida. Cualquier cosa te la habría ido a decir de inmediato.
   Mi propio nombre me pareció tan extraño que hasta sonreí. Después de conversar un rato, volví a mi casa. Ahí no podía quedarme. Menos mal que la Eloísa pudo seguir quedándose con la Carmen en la tarde, así que tomé el tranvía y me fui al lugar del incendio. Necesitaba llegar hasta la Legación, pero eso me resultó imposible.
   Esas horas las viví yendo de un lado a otro. Lo único que quería era encontrarme con Exequiel y abrazarlo, y besarlo.
   Como a las ocho de la noche, logré traspasar el control de la policía municipal, sin que se fijaran en mí, y meterme entre medio de unos reporteros. Corrí hasta el edificio, o más bien dicho, lo que quedaba de él. Tampoco resistieron el fuego las casas vecinas. Estaban los bomberos, los detectives, el embajador, uno que otro reportero, y yo, escondida detrás de unos escombros. El olor a quemado era tremendo, y me producía miedo. En cuanto pude, me acerqué a lo que había sido la oficina de don Guillermo y alcancé a escuchar unas conversaciones. Habían encontrado un cuerpo carbonizado. Agucé mi oído todo lo que pude, y así supe que la persona fallecida era don Guillermo.
   -¿Encontraron al portero? -preguntó alguien.
   Por tratar de escuchar la respuesta, tuve que moverme. Me acerqué tanto, que alcancé a ver el cadáver. Casi me morí de la impresión. Tuve que volver la cabeza. Entonces fue que vi el chaleco de Exequiel, tirado en el piso, chamuscado. Cuando quise ir a tomarlo en mis manos, fui descubierta.
   -No lo toque -me gritó el que parecía ser jefe de la policía.
   Se me acercó un detective mucho más amable que su jefe y me llevó hacia afuera.
   -Usted no puede estar aquí -empezó diciendo, y me hizo muchísimas preguntas durante el trayecto hasta el cordón policial.
   -Soy la esposa del portero -tuve que decirle, y me pareció estar en una situación nada de ventajosa. Hasta temí que me llevaran detenida. Sin embargo, el policía me dejó ir, después que le di mi dirección y él la anotara en una libretita.
   Me fui a mi casa, gracias a las últimas chauchas que andaba trayendo para el tranvía.
   Pasé una noche horrible, casi sin dormir. Al día siguiente, temprano llegó el detective. Yo ya estaba levantada cuando fui a abrir la puerta. Lo hice pasar y le convidé un té, que aceptó sonriente.
   -Estoy tratando de encontrar a su marido.
   -Dios quiera que lo encuentre -imploré.
   -¿No ha venido por acá?
   Mi cara de extrañeza por esa pregunta tan fuera de lugar, lo impactó.
   -Perdone -dijo muy serio-. Es que no puedo dejar afuera ninguna posibilidad.
   Le conté lo que sé de la historia de Exequiel. Que nació hacía 25 años, que ha sido siempre muy cumplidor, responsable, un hombre bueno. Que hizo su servicio Militar en el regimiento Cazadores, y se quedó un tiempo como suboficial, llegando hasta Sargento Primero, antes de retirarse.
   -¿Por qué se retiró?
   -Para casarse conmigo. Eso fue hace cuatro años.
   -¿Se sabe cómo empezó el incendio? -quise saber.
   -No se sabe si fue accidental o causado por terceros. Es más probable eso último, ya que falta una buena cantidad de dinero en la caja de fondos.
   Quedé paralogizada. Lo que faltaba, ahora, era que creyeran que Exequiel había tomado esa plata.
   -Si sabe cualquier cosa -me pidió el detective al irse- me lo dice, por favor. Mi nombre es Rodríguez, y me puede ubicar en la oficina central de Investigaciones.
   -Por supuesto... Y si usted sabe algo..., también me lo dice, ¿ya? -respondí.
   Durante todo ese fin de semana no hubo ninguna noticia alentadora. Pasé varias horas en la iglesia, rezando, casi convencida de que Exequiel habría muerto, y encontraba extrañísimo que su cuerpo no hubiera aparecido. Muchos, hasta en la misma policía, lo daban por fugitivo. ¿Cómo pueden haber pensado eso de mi Exequiel? Él jamás sería un ladrón.
   El Lunes en la mañana me dirigí al Juzgado, obedeciendo a una citación que me dejó el detective Rodríguez. Me puse ropa negra, como corresponde a una viuda, pues así me estaba sintiendo. Fui con la Eloísa, porque mi vecina Carmen tuvo que salir esa mañana. Como no llegué muy temprano, me tocó esperar largo rato para que me atendieran.
   Cuando se abrió la puerta por la que tendría que entrar, salió de ahí mismo un señor muy alterado, el que estaba declarando antes que yo.
   -El señor Guillermo Beckert está vivo -gritó hacia dentro, con ira. Al parecer no le estaban creyendo mucho.
   Me levanté, porque quería hablarle. Con timidez me fui acercando a este caballero, pero en ese preciso momento escuché que me llamaban, y no alcancé a preguntarle nada.
   -¡La señora Bienvenida Salgado! -llamó en voz alta la asistente del actuario.
   De todos modos, me volvió el alma al cuerpo, de una manera extraña. Me imaginé que el cuerpo encontrado podría ser el de mi propio marido. Fue uno de esos presentimientos que una no sabe cómo explicar. Al mismo tiempo, se esfumó mi última esperanza de que Exequiel estuviera vivo.
   Con la mente puesta en cualquier otra cosa, entré a una gran sala, mientras la asistente decidió quedarse afuera para cuidar a mi niñita. El actuario me invitó a sentarme, puso una hoja en su máquina de escribir y empezó a hacerme las mismas preguntas que ya había respondido al señor Rodríguez. Contesté todo de nuevo. Con toda la calma que pude. Que Exequiel salió de casa el Viernes a las 8 AM, que es un buen marido, que nunca se ha quedado afuera. Conté lo del chaleco, y fui muy clara al manifestar que el señor Exequiel Tapia fue un hombre muy respetable, que murió en el incendio. Esto último lo dije tres veces, y con más fuerza que si fuera una simple sospecha mía. Incluso, me atreví a decir que talvez el cuerpo encontrado fuera el de mi marido. Lo dije así, no más, sin haber estado tan convencida de eso, pero al escucharme yo misma, me lo creí, de verdad. El actuario tomó nota de todo lo que yo hablé.
   Fui tratada con una fría amabilidad, y despachada cuando ya no tenían más que preguntar. Salí del Juzgado, con la Eloísa, y sin saber a quien acudir. Pensaba en ese famoso Guillermo Beckert que tanto veneraban. Un alemán muy serio. Si hasta estuvo estudiando para cura, pero no se acostumbró. Quizás fuese cierto lo que declaró aquel señor con el que no alcancé a conversar. Para nadie iba a ser fácil creerlo.
   Me pareció que lo mejor sería ir a decirle todo esto al señor Rodríguez. No había nadie más que pudiera comprenderme. Antes, fui a casa, preparé algo de comer, pensando en la niña, pues yo no tenía ni hambre. En la tarde se la dejé a la vecina, y partí para el centro, otra vez, no sin antes averiguar donde queda la oficina de Investigaciones.
   En cuanto logré llegar hasta el detective Rodríguez, le conté con urgencia lo de ese señor que vi en el Juzgado. Él ya lo sabía... por algo, ése es su trabajo...
   El hombre en cuestión era un joyero que había tenido amistad con don Guillermo.
   Le conté al detective todas mis sospechas y temores. Necesitaba tenerlo a él como aliado, si no, jamás se iba a aclarar este caso. También se lo dije.
   Me explicó que el presidente Montt estaba pidiendo al juez una investigación rápida, pues el asunto se estaba poniendo pesado para el gobierno, porque el Kaiser de Alemania lo estaba acusando de negligencia por no haber dispuesto vigilancia policial, siendo que el señor Beckert había sido amenazado de muerte, días atrás.
   -Sin embargo, no todo está tan mal -agregó Rodríguez-, aunque el juez no le creyó mucho al joyero, de todos modos ordenó postergar el funeral para mañana en la tarde.
   -¿Sí...? -eso me vino como un pequeño rayito de esperanza.
   -Sí. El funeral de Guillermo Beckert iba a ser hoy, pero el juez decidió que se necesita una segunda autopsia.
   -¿Puedo asistir? -pedí.
   -A la autopsia misma, no. Pero, puede asistir a la casa de Beckert, donde se llevará a cabo. Es ahí donde está el difunto, y la familia no quiere que lo trasladen de vuelta a la morgue.
   El detective me dio una tarjeta suya, por si me ponían problemas para entrar. También me escribió ahí la dirección: Purísima 276.
   -Mañana, a las 10 en punto -aclaró.
   Le di las gracias, y cuando me disponía a retirarme el señor Rodríguez me preguntó algo que me desconcertó.
   -¿A su marido le falta alguna pieza dental?
   -Se refiere usted a las muelas?
   -Sí. Dientes o muelas. ¿Le han hecho alguna extracción?
   -Ninguna. Exequiel jamás necesitaba ir al dentista, ni siquiera le dolían las muelas.
   Cuando me retiré de la oficina de Investigaciones, el sol ya se estaba escondiendo, pero aún hacía mucho calor.
   En cambio, al día siguiente, Martes, el clima estuvo más fácil de soportar. Muy temprano llegó la señora María con el diario. Cada día estaba apareciendo una noticia más destacada y con el título más grande. Esta vez se refería a las declaraciones tomadas en el Juzgado. Según el diario, el joyero, llamado Otto, con un apellido muy raro que no sé repetir, aseguró que en la madrugada del Sábado encontró a Beckert en el Portal Edwards. A pesar de tener interrumpida su relación con él, se acercó a saludarlo, hablándole en alemán. El supuesto Beckert le respondió en castellano, diciendo que no lo conocía, y se alejó del lugar en un carruaje de alquiler, con los caballos al galope.
   La señora María trató de consolarme, pues hasta mis ojos llegó la idea de que Exequiel había muerto.
   La crónica decía también que Exequiel Tapia fue visto en un prostíbulo en Huérfanos, cerca de Bulnes. Más tarde supe que los agentes acudieron a esa casa y no encontraron nada sospechoso. Era una falsa alarma.
   Me dio rabia que inventen tanta tontera de Exequiel. Él no estaría sin mí en un momento como éste, si estuviera vivo.
   Con tanto alboroto que armamos las dos, llegó Carmen, y leímos todo de nuevo. Le pedí que me cuidara a Eloísa, una vez más, pues yo tenía que ir a Purísima.
   Llegué puntual, y con mucho miedo. Mostré la tarjeta para que me dejaran pasar. No me pusieron problemas. Ya había llegado el juez, y estaba en otra habitación, tomándole declaración a la señora Natalia, esposa de don Guillermo. Cuando salieron, yo creí que me iban a tratar mal, y venía preparada para ello, pero no fue así. Fueron amables. También el embajador alemán y el prefecto, quien conversaba con el juez. Yo, estaba calladita, no más.
   -¿Cómo ha andado su dolor de muelas? -preguntó el prefecto al juez.
   -Estoy mucho mejor. Es que ayer fui a ver a mi dentista, el doctor Valenzuela.
   -¿Don Germán Valenzuela?
   -El mismo; es el director de la Escuela Dental.
   -¿Y... aprovechó de contarle nuestro caso? Creo que él podría aportar mucho.
   -Sí. Conversamos -sonrió enigmático el juez-. Ya le contaré a usted.
   En eso, aparecieron los doctores. Eran dos médicos alemanes y uno chileno, los que trabajaron en la autopsia. La hicieron bastante rápido, en una pieza que se acondicionó especialmente para tal fin. Cuando salieron le dieron el resultado al juez, quien lo leyó primero en silencio, mientras todos estábamos esperando que dijera algo.
   -El hombre fue asesinado -exclamó el juez-. Se encontró un resto de daga incrustado en el tórax.
   La señora Natalia y yo dejamos escapar sendos gritos. El juez no siguió dando más detalles. Sólo agregó que no había ningún indicio que permitiera descalificar la identificación del cadáver que se había hecho en la primera autopsia.
   No pude seguir soportando estar en eso, así que me despedí y me retiré en silencio. Estaba defraudada porque no hicieron muchos esfuerzos por asegurar la identidad del muerto.
   En el tranvía me fui aquietando, pues recordé lo que me había preguntado el señor Rodríguez, respecto a dientes y lo relacioné con la conversación del juez respecto a un famoso dentista, y la enorme curiosidad del prefecto frente a ese misterio. Sonreía sola, pensando que algo bueno deben estar tramando. Yo no tenía idea de qué podría ser, y rezaba para que ocurriera algo que permitiera recuperar la dignidad y el buen nombre de mi marido.
   A la hora de almuerzo vino un mensajero del Ministerio de Relaciones Exteriores a buscar un paquete de cartas que Exequiel tenía que distribuir y no alcanzó a hacerlo.
   En la tarde iba a tener lugar el funeral de un hombre que, realmente, no se sabía quién era. Sin embargo, sería sepultado como Guillermo Beckert. Yo quería creer que el difunto se llamaba Exequiel Tapia, pues no creía que pudiera estar vivo. Esto no podía estar ocurriendo. Yo necesitaba asistir a ese entierro porque estaba segura que se trataba de mi querido Exequiel.
   -Carmencita -le pedí-, ¿me haces un favor?
   -Sí, Bienvenida, no te preocupes. Yo te cuido a la Eloísa. No tengo ningún problema. Ella es un amor.
   -Gracias.
   Llegué al templo evangélico de la calle Santo Domingo, cuando ya el culto estaba terminando. El cortejo se dirigía en ese momento hacia el Cementerio General. A pie, detrás de la carroza tirada por negros caballos, iban muchos hombres, también de negro. Yo, la única mujer, los seguía a cierta distancia. Era tal la multitud, que me fue fácil pasar inadvertida, al final de ese gentío que podría odiarme. Bien adelante iba el embajador, el ministro, otras autoridades, y los parientes y amigos, que eran muchísimos. Yo iba rezando para que surgiera alguien importante que pusiese una voz de cordura.
   En el cementerio hubo varios discursos ensalzando a don Guillermo, que supuestamente estaba en el ataúd. También muchas palabras ofensivas para el cobarde asesino. Yo sabía muy bien que toda esa gente se imaginaba que mi Exequiel era la bestia aludida. Eso me daba una mezcla de rabia y tristeza.
   Cantaron un himno en alemán, muy bonito, tradicional, que habla de algo así como "camarada". O sea, un canto para despedir a un amigo. Era muy raro estar viviendo todo esto. Me vino un llanto tan terrible que tuve que irme de ahí para que no me descubrieran. Me fui a otra tumba, a cualquiera. Ahí, me largué a llorar. La gente que pasaba podía creer lo que quisiera. El nombre de la lápida, que estaba recibiendo mi lamentación, daba lo mismo..., si estaban sepultando a Exequiel, con otro nombre. Y con deudos cambiados, también.
   Volví a casa más calmada, y fui a buscar a la Eloísa. Mi vecina me convidó un tecito, y conversamos. Mi vida nunca iba a volver a ser igual, pero aún tenía a mi pequeña, y a la vecina, excelente mujer.
   ¡Qué bueno que tengo a mi pequeña! Si no, no me quedaría nada de Exequiel. Tengo su sonrisa que es idéntica. Ella me ha preguntado un par de veces por su papá. A la primera, no supe qué responder. Le dije cualquier cosa. A la segunda, ya me había puesto a pensar en eso. Le dije que yo esperaba que él volviera, de alguna forma. ¿Cómo decirle una verdad que ni yo sabía?
   Así pasó el Miércoles, casi completo. No quise ir a leer el diario donde la señora María, ni tampoco ella quiso traérmelo.
   Ya era casi de noche cuando vino el señor Rodríguez. Sólo después que estuvimos los dos bien sentados se decidió a hablar.
   -Traigo una información importante -empezó diciendo.
   -Le escucho -respondí con presencia de ánimo.
   -¿Recuerda que le pregunté por la dentadura de su marido?
   -Sí. Y... ¿sabe? El juez habló algo con un dentista importante.
   -¡Ah! Ya lo sabe, entonces.
   -No sé nada más que eso.
   -Bueno pues, el juez habló con el doctor Germán Valenzuela... ¡Una eminencia!
   -¿Y... entonces...? -yo estaba ansiosa.
   -Le encargó que examinara la dentadura del difunto, para poder identificarlo.
   -Pero... si ayer lo enterraron.
   -El doctor Valenzuela efectuó el examen un poquito antes. Ayer, a las dos de la tarde. Lo hizo junto a los dos médicos alemanes.
   -¡Ah! Ya. El entierro partió como a las cuatro.
   -Alcancé a llegar con la ficha dental de Beckert, que yo mismo fui a buscar a la oficina de su dentista, el doctor Denis Lay -me contó el detective.
   -Supongo que el doctor alcanzó a trabajar en ese rato.
   -Sí. Un examen completo. Y después, mientras el cuerpo era sepultado, el doctor Valenzuela estaba elaborando el informe.
   -¿Ya se sabe a qué resultado llegó?
   -El cuerpo que llevaron al cementerio tenía su dentadura completa.
   -Como mi Exequiel.
   -En cambio, según la ficha de Beckert, éste ha tenido cuatro extracciones, y se le han puesto unas tapaduras de oro y otra de platino.
   -Mi Exequiel ... fue asesinado -hablé apenas, tratando de no llorar.
   -Tiene que ser fuerte, señora Bienvenida. El honor de don Exequiel ha sido restablecido. Ahora la policía ya no lo busca a él, sino a Guillermo Beckert.
   -Que no está en el cementerio.
   -Ya averiguamos que anda en el sur, con un pasaporte falso. Confío en que será atrapado muy pronto.
   -Gracias, señor Rodríguez, por traerme esta noticia... La muerte de Exequiel ya era un hecho seguro, pero... algo de lo que murió con él ... ha resucitado.
   Esa noche dormí bastante mejor que las anteriores.
   Al día siguiente, Jueves, me animé a ir donde la señora María a leer el diario. En él se informaba un pequeño resumen del informe del doctor Valenzuela con el resultado del examen realizado. También decía que el juez había citado a la señora Natalia para que declarara nuevamente, pero ésta no concurrió. Además, hablaba de una joven amante de Beckert, que fue detenida, la cual afirmó haber tenido un hijo con él. El diario no decía mucho más. En cuanto a Exequiel Tapia, nada.
   Esto estaba siendo muy lento.
   El Viernes fui de nuevo a ver el diario. Esta vez, había información. El doctor Valenzuela afirmaba que el cadáver encontrado en la Legación es el de Exequiel Tapia. El diario habla también de las pesquisas en el sur, que aún no han dado resultado.
   En el diario del Domingo apareció la captura del asesino Beckert, en una localidad campesina llamada Raihue, en plena cordillera de Lonquimay, intentando huir hacia Argentina, donde fue atrapado por policías a caballo, kilómetros antes de llegar a la frontera. Salía también en el diario algo acerca de las pesquisas que se efectuaron para dar con el fugitivo. Días atrás, en la estación de ferrocarril de Chillán, se les había pedido la documentación a varios tipos, que por su apariencia, parecían sospechosos de ser Tapia, que en ese entonces era la persona buscada. Uno de ellos se llamaba Ciro Lara, según pasaporte extendido por el Ministerio de Relaciones Exteriores. En ese momento lo dejaron ir, tal como a los demás. Sin embargo, cuando Investigaciones averiguó que ese pasaporte había sido solicitado por Guillermo Beckert, se inició su persecución, la que tuvo un feliz resultado.
   Días después me entregaron el cuerpo de Exequiel, en su ataúd, al que tuvieron que limpiarle la tierra y el barro seco. Le dimos la sepultura verdadera. Asistieron muy pocas personas, no hubo discursos ni himnos. Sólo oración.
   Comprendí que el asunto no había andado lento como a mí me parecía, sino bastante rápido, gracias a Dios y a una serie de raras circunstancias que se fueron dando. ¿Qué extraña fuerza movió al joyero hacia el lugar preciso a la hora justa? ¿Qué pasó por la cabeza de un policía en Chillán para que le pidiera identificarse a cierta persona sospechosa?
   Transcurrió otra semana, y sintiéndome yo bastante mejor, me presenté en la Escuela Dental, para saludar al doctor Valenzuela. Le llevaba una docena de paltas que me envió una comadre de Quillota.
   -El señor Director está muy ocupado -me dijo la secretaria- creyendo que yo me iría.
   -Por favor, dígale que soy Bienvenida Salgado, viuda de Tapia.
   La mujer comprendió el motivo de mi riguroso luto, y con un poco de paciencia fue hacia la oficina del director. Al rato volvió sonriente.
   -Pase, señora. El doctor la recibirá -con esas palabras me condujo hasta la oficina del director.
   -Quiero darle las gracias, doctor -saludé.
   -No hay por qué, señora.
   Conversamos un buen rato. Lamentamos que haya tipos de tanta maldad como Beckert, que desprestigian al pueblo alemán, tan querido en nuestro país. El doctor me contó que él había estado muy empeñado en instituir en Chile algo que ya se estaba haciendo en algunos países: El examen odontológico para la identificación en medicina legal.
   -Por eso, cuando el señor juez me habló del caso, yo me ofrecí inmediatamente -señaló el doctor-. El juez tenía cierta intención de pedírmelo, pero no estaba tan seguro.
   -¿Me permite una curiosidad? -pregunté.
   -Por supuesto, señora Bienvenida.
   -¿Es verdad que al juez le dolían las muelas cuando fue a verlo a usted?
   -Muy cierto. Tenía un fuerte dolor de muelas. Lo único extraño fue que... se le pasó ..., sin ningún remedio ni tratamiento.