ARISTODEMO                    Un lugar literario
De Saulo a Pablo         Gonzalo Rodas Sarmiento

 

   De Saulo a Pablo       (Este relato pertenece al libro: La Iglesia Niña)

   Como nací en Tarso, tengo ciudadanía romana, por una gracia especial del emperador, que recibió tributo de dicha ciudad. Mis padres son judíos, de la tribu de Benjamín, y me educaron en la religión judía. Me pusieron por nombre Saulo, como mi abuelo.
    La ciudad de Tarso en Cilicia tiene mucha actividad, y viene gente de distintas partes, ya que es un punto obligado en las principales rutas comerciales. Debido a diversos intentos fallidos de helenizar esta ciudad, desde hace un tiempo, posee escuelas griegas, y hasta una universidad.
    A los quince años me di cuenta de que nunca iba a ser muy alto, al menos no tanto como quisiera. A esa temprana edad dejé mi ciudad natal. Mi padre insistió mucho en que yo estudiara para ser doctor de la ley. Por eso, me trasladé a Jerusalén, a casa de mi hermana mayor. Ella está casada. Conversé mucho con ella y su marido, acerca de los libros sagrados, y de cuánto esperábamos al Mesías.
    Fui alumno del rabí Gamaliel el Viejo, nieto de Hillel. Con él aprendí normas fariseas y adquirí dominio absoluto de la Torá. También aprendí a ser conciliador como Gamaliel, aunque no tan calmo, suave y prudente como él.
    Estuve cinco años estudiando en Jerusalén, y en cuanto completé el aprendizaje regresé a Tarso.
    No era suficiente haber obtenido el rango de doctor de la ley. También necesitaba ganarme la vida, de alguna manera, y la más indicada era continuar con el oficio de mi padre. Me he adiestrado como tejedor, y empecé fabricando tiendas con la ayuda del telar de mi padre.
    Algunos años después de llegar de vuelta a Tarso escuché en la sinagoga algo que me dejó muy impactado. Un rabino nazareno llamado Jesús alborotaba al pueblo con sus extrañas ideas, alejadas de los conceptos tradicionales que los doctores de la ley hemos aprendido, y enseñamos. Hasta contradecía la ley de Moisés. Sus seguidores lo querían mucho, pero los saduceos lo detestaban. Me interesé en averiguar un poco más, a lo largo del tiempo. Por las descripciones de su actuar, me da la impresión de que, en algún momento, lo conocí en Jerusalén, al principio de mis estudios en la escuela de rabinos. Creo que era un tipo alto, que me sorprendió por su desplante y su sencillez, un buen tipo, pero después no lo volví a ver.
    En estos últimos años yo no había venido a Jerusalén, pero desde que Jesús murió, he escuchado decir que siguen habiendo seguidores suyos, y dicen que Jesús ha resucitado, lo cual me resulta imposible de creer. Sólo podía imaginarme que estábamos frente a fanáticos que le hacen daño, no sólo a nuestra religión, sino también a nuestra tradición y cultura.
    Cada vez circulaban con más insistencia rumores acerca de las actividades de los adeptos de Jesús el Nazareno. Fue tanto, que decidí venir a Jerusalén a enterarme por mí mismo de cómo era todo este asunto.
    Me reúno los sábados con otros judíos provenientes de Cilicia, en la sinagoga que nos corresponde. Después del culto, se forman intensas discusiones sobre la persona y las enseñanzas de Jesús de Nazaret, crucificado por Poncio Pilato, a insistencia del Sanedrín.
   Acá, tendré que hacer méritos para que me reconozcan como doctor de la ley. Mientras tanto, soy un simple rabino, y a pesar de mis treinta años me encargan trabajos menores. Talvez no confían mucho en alguien que viene de otro país.
   Hace pocos días, tuve que ir a buscar a un muchacho llamado Esteban, que se encontraba privado de libertad. Es uno de los más revoltosos entre los seguidores del Nazareno. Después que llegué con él, me dejaron cuidando los mantos, y se dedicaron a apedrear a este pobre muchacho, hasta matarlo. Quedé impactado. Estamos siendo demasiado brutos, y me siento muy mal de haber participado en estos hechos, mandado por gente sin criterio y que sabe menos que yo. Es cierto que no se puede permitir que se desvirtúe la religión judía, pero creo que hay métodos más decentes.

         * * *

   La persecución llegó a ser tan violenta en Jerusalén, que muchos seguidores del Nazareno emigraron a otros lugares. Esto ha hecho más difícil controlar la situación. Por lo demás, en Jerusalén no es nada de fácil llevar las cosas por un cauce adecuado. Si a esto agregamos que traté de convencer, en forma tranquila y pacífica, a uno de los principales nazarenos, como les estamos empezando a decir, mi situación se puso pesada.
   -Saulo, no está bien que seas tan amigo de Bernabé -me dijeron, y me lo repitieron en todos los tonos.
   -No soy su amigo.
   Bernabé es chipriota, y tiene una gran facilidad para conciliar posiciones. Entre los nazarenos mismos. Por eso, cuando fui testigo de eso, quise hablarle, pues yo sabía que él no iba a tener inconveniente en escucharme. La verdad es que nunca lo pude convencer de nada.
   Consideré que mi misión no estaba en Judea, sino en otros lugares alejados. Por eso me fui de Jerusalén en busca de nuevos horizontes. Cuando manifesté mis intenciones a mis superiores, se sintieron aliviados y me ordenaron ir a Damasco. Hasta allí habían llegado los nazarenos. Estuve de acuerdo, pues desde ese lugar no era conveniente que se desplazaran hacia el norte.
   Fue así como me establecí en Damasco, tratando de disminuir la efervescencia de los nazarenos, y sus intenciones de emigrar.
   Había alcanzado a estar un año en Damasco, cuando me ocurrió un accidente, muy cerca de la ciudad. Cierto día mi caballo dio un mal paso, a causa de lo irregular del terreno, y caí con fuerza al suelo. Me pegué en la cara contra una enorme piedra del camino. No sólo fue doloroso, sino que los ojos me quedaron casi destruidos. No sabía cómo levantarme del suelo, pues no veía nada. Estaba furioso conmigo mismo. He pasado tantas veces por ahí y nunca había tenido ningún problema.
   Un rabino, que andaba conmigo en esa oportunidad, trató de consolarme y me llevó a mi casa. Ahí tuve que quedarme un par de días, antes de poder moverme, por lo menos. Tuve tiempo de reflexionar. Me planteé una pregunta: ¿Por qué persigo a los nazarenos?
   Le di muchas vueltas a esa pregunta, tratando de dejar afuera los prejuicios. ¿Qué me estaba diciendo el Altísimo? Esto que me ha ocurrido habrá de cambiar el rumbo de mi vida. ¿De qué manera? ¿Qué esperas de mí, Señor?
   Desde hacía un tiempo, sentía clavada en mi alma la mirada de Esteban cuando estaba siendo lapidado. Era como una espina, una duda cruel. ¿Por que los israelitas tenemos tantos cientos de preceptos y prohibiciones? Parece que el estar ciego me hizo ver mejor las cosas del alma.
   Vino a mi casa un seguidor del Nazareno. Se llama Ananías, y me contó que al enterarse de mi accidente decidió hacerme una visita para reconfortarme. Sintió que el Señor se lo pedía, así me lo dijo. Tuve que reconocer que estos nazarenos están bien inspirados. Le agradecí que se hubiera dado el trabajo de venir a mí, siendo alguien que lo persigue.
   Me ofreció hacerme una imposición de manos, si acaso yo aceptaba eso de él. Acepté de muy buen grado, y mientras él tenía sus manos sobre mi rostro yo pensaba "qué puerta se me ha abierto..., Dios es grandioso".
   Esa vez sentí un gran alivio a los dolores que tenía en mi cara. Ananías siguió viniendo a mi casa, en la mañana y en la tarde, por tres días más, y cada vez su imposición de manos me hacía mejor, hasta que se me salieron las costras y empecé a recuperar la vista. Antes de una semana, ya estuve bien, con excepción de una marca horrible que quedó en mi rostro, como una dureza junto al ojo derecho.
   -Estoy arrepentido de haber perseguido a los nazarenos -le confesé a Ananías.
   -Saulo, yo sé que eres de los nuestros, aunque no quieras admitirlo.
   -Estoy dispuesto a reconocerlo.
   Eso último que me escuché decir, me salió desde el fondo de mi alma. Y hasta accedí a que Ananías me bautizara. Le dije que necesitaba irme al desierto para estar un tiempo a solas con Dios, y así poder aclararme bien en lo que es su designio para mí.
   Así lo hice. Me dirigí hacia el sur, y elegí un lugar al este del río Jordán.

         * * *

   Estuve unos meses retirado, en el desierto, hasta que creí descubrir la misión de mi vida, o por lo menos, cómo comenzarla. Era el momento de volver a ponerme a las órdenes de Ananías. Es por eso que regresé a Damasco.
   En los primeros días me pareció extraño predicar las enseñanzas de Jesús resucitado. Poco a poco le fui encontrando cada vez más sentido. Y la gente empezó a aceptarme, también, lo cual no fue tan inmediato. Gracias a Dios no me rechazaron por mi rostro deformado, ni por mi baja estatura. A los nazarenos no les importó eso. Me acogieron bien. Comencé a ser uno más de los seguidores del Camino como ellos se hacen llamar. Me gustó ese nombre.
   En cambio, me gané muchos enemigos entre los partidarios del rey Aretas. Me consideraron un subversivo, porque me atrevía a predicar en las plazas. Tampoco me fue fácil que los judíos tradicionales se dieran cuenta de que el Mesías ya había venido, y no necesitábamos seguir esperándolo.
   Se desató una persecución en mi contra, a tal punto que ya no pude ir más a la sinagoga. Y hasta tuve que vivir escondido. ¿Qué sentido tiene? Era el momento de irme a otra ciudad. En Damasco querían matarme.
   Mis amigos me escondieron dentro de un gran canasto y me llevaron de noche hasta los muros de la ciudad. Me descolgaron hacia afuera, en el cesto, y ya pude salir de él, y sacar los víveres que habían dispuesto para mí. Entonces, subieron el canasto y se lo llevaron de vuelta. Yo quedé solo ahí afuera. Estaba salvando con vida, pero no sabía cuán difícil iba a ser la travesía, ni hacia dónde.
   Tuve que caminar mucho, y también aceptar la hospitalidad de los viajeros en caravanas. Cuando se me agotó el alimento, y el agua, realicé trabajos menores para ganarme el pan. Estuve en Nazaret, la tierra de Jesús, y en los alrededores del lago Tiberíades, tan importante en su vida. Después de muchas semanas llegué a Jerusalén, y me fui directo a la casa de mi hermana. Se puso muy contenta al saludarme, y se fijó en mi cara...
   -¿Qué te pasó, Saulo?
   Mientras ella me lavaba los pies le conté todas mis aventuras, sin omitir lo de mi nueva afiliación a Camino. Le dio mucha risa, y creyó que yo estaba bromeando, pero cuando vio la seriedad de mi insistencia lo asumió.
   -Yo también miro bien a los nazarenos -me comentó en voz bajita-, pero no me he atrevido a decírselo a nadie.
   Ahora congeniamos mejor que antes. Incluso, también con mi cuñado y con mi sobrino. Los noto muy abiertos, y eso es bueno, según he llegado a aprender.
   Opté por no ir a la sinagoga, sino ubicar a Bernabé en su casa. No me fue tan difícil encontrarlo. También a él le conté toda mi nueva vida, y me acogió con generosidad.
   -Ya se cumplieron ocho años desde que nos dejó el Maestro -me dijo Bernabé.
   -Estoy casi seguro de que una vez estuve con él -afirmé-, fue cuando aún no era conocido.
   Bernabé me llevó al lugar en que acostumbran a reunirse los principales responsables de la comunidad Camino. La mayoría de ellos conoció a Jesús durante su predicación. Es la casa de una tía de Bernabé. Se llama María, como casi todas las mujeres de acá.
   Nos abrió la puerta Marcos, el hijo de María. Es muy joven, y cuando era un niño alcanzó a recibir las enseñanzas de Jesús.
   Al poco rato empezaron a llegar los discípulos. A cada uno tuve que explicar mi nueva situación, pues en un primer momento me miraron con aprensión.
   Me tomó unos dos días que se decidieran a admitirme. Sin embargo, no pude permanecer mucho tiempo en Jerusalén porque los judíos se enteraron de mi presencia en la ciudad, y querían matarme.
   Los Hermanos me enviaron a Cesarea, donde estuve unas pocas semanas, hasta que me di cuenta de que lo mío no era eso. Mi Misión ha de estar entre los judíos que viven en otras tierras. Así como yo nací en Tarso.
   Eso es lo que me dio la pista. Me fui a Tarso.
   Sólo estuve unos meses, predicando en las sinagogas. Incluso, se me ocurrió que podía llevar las enseñanzas de Jesús a los gentiles. Hasta lo intenté, sin mucho éxito.
   Un buen día llegó Bernabé. Nos saludamos efusivamente.
   -Vengo a buscarte -me dijo.
   -¿Por qué?
   -En Antioquía hay mucho que hacer, y es ahí donde te necesito.
   -¿Antioquía...?
   -Mira Saulo, después que murió Esteban hubo una emigración de judíos desde Jerusalén hacia distintas partes.
   -Te refieres a los judíos que recibieron el mensaje de Jesús y se unieron a él.
   -Por supuesto. Y fueron muchos los que se establecieron en Antioquía.
   -Por cierto, no pueden ser una multitud.
   -No. Lo que pasa es que, en Antioquía, Camino prendió mucho entre los gentiles.
   -¡Vamos! -exclamé entusiasmado y sonriente-. Esto es, ni más ni menos, lo que yo quería que ocurriera.
   -Por eso he venido por ti.
   Pocas horas después ya nos estábamos dirigiendo hacia Antioquía, llenos de esperanza, tirando líneas de cómo íbamos a trabajar.
   Fueron varios días de viaje, hasta llegar a una inmensa ciudad, abierta al mundo. Era un gran desafío el que estábamos enfrentando, llenos de optimismo. Y lo abordamos con orden, tal como se necesitaba.
   Una parte importante de nuestras actividades era predicar, pidiendo a la gente perseverar en la oración, vivir en armonía y alabar juntos a Dios. Insistíamos en el respeto a las personas que tuviesen distintas creencias religiosas.
   No éramos tantos como se hubiese necesitado. Tuvimos que organizar a la gente, en una estructura pastoral, para que el crecimiento de la comunidad no se escapara como agua entre los dedos.
   Continuamos usando el mismo esquema que Pedro instauró, no sólo en Jerusalén, sino también acá mismo en Antioquía, cuando estuvo, al comienzo, hace ya unos cuatro años. Cada grupo comunitario, según sectores, queda a cargo de una persona responsable. Es preferible que sea el más antiguo, y por eso le llamamos "presbítero". Los ayudantes que necesite son los "diáconos". Y para coordinar a todos los presbíteros de la ciudad, entre ellos eligen a uno como "obispo".
   -¡Jesús es el Cristo! -era nuestro grito apasionado en las sinagogas, usando el término griego que expresa lo que llamamos Mesías. Después de poco tiempo, hasta los gentiles nos escuchaban el término "Cristo" en nuestras enseñanzas. Para ellos no tenía mucho significado. Era como un nombre, y nos empezaron a llamar "cristianos".
   Y a mí, me decían Pablo. Me gustó ese nombre, y a Bernabé le pareció excelente.
   -Ya que serás apóstol de los gentiles -confirmó Bernabé-, has de llamarte Pablo, de aquí en adelante.
   Ése fue un gran día para mí. Estábamos en medio de una reunión comunitaria, con mucha oración. Llegado el momento, me dirigí a la gente, con estas palabras:
   -Formamos un cuerpo en que cada uno sirve para algo distinto. Cada uno tiene un diferente don espiritual. Y estamos unidos unos a otros. Algunas personas son ojos, porque ven. Otros son oídos, porque oyen. Unos son manos, o pies, o hablan con sabiduría, o con profundo conocimiento.
   -Algunos curan enfermos -continué diciendo después de una breve pausa-, o hacen milagros, otros comunican mensajes de Dios; unos son apóstoles; otros, profetas; unos, maestros; unos ayudan, otros dirigen. Unos tienen el don de enseñar; otros, el de animar...
   -Y así... -agregué-, importante es que cada uno cumpla su don con alegría y responsabilidad.
   Mi discurso llegó muy bien a la asamblea. Y también hubo muchos otros, en distintas ocasiones. Permanecimos un año entero en Antioquía, antes de volver a Jerusalén llevando ayuda, ya que había dificultad económica en Judea, según fuimos informados.
   Muy pronto nos dirigimos de nuevo hacia Antioquía, trayendo con nosotros a Marcos, el sobrino de Bernabé. Es un muchacho muy inteligente y lleno de espíritu divino.

         * * *

   Salimos de Antioquía muy temprano en una fría mañana. Aún estaba oscuro. Sólo nosotros tres. Bernabé, jefe de la misión; Marcos, lleno de entusiasmo; y yo. Llegamos al puerto de Seleucia para embarcarnos hacia Chipre, ya que es la patria de Bernabé, y ahí él tiene muchos conocidos, como para empezar nuestra misión evangelizadora. En la tarde partió un pequeño barco que nos llevó hasta Salamina, una gran bahía en la parte oriental de la isla. El viaje no tuvo nada de placentero, ya que hubo mal tiempo, y nuestra nave se movía mucho.
   Descansamos en una posada hasta que aclaró el siguiente día, y salimos a comenzar nuestro trabajo. Acudimos a una sinagoga, y ya empezamos a encontrar amigos de Bernabé. A tal punto que le permitieron hablar acerca del amor de Dios, y cómo podemos llegar a Él a través del mensaje de Jesucristo.
   -Hace doce años que Cristo nos dejó para ir al Padre -comenzó diciendo Bernabé, y continuó hablando de la resurrección del alma de cada uno, la que ha de tener lugar si acogemos a Jesús, que quiere vivir en nuestros corazones.
   -Nada podrá separarnos del amor de Dios -continuó diciendo Bernabé-. Ni la vida ni la muerte, ni siquiera el dolor o el peligro. Dios nos ama. Jamás nos castigaría. Somos pecadores, pero podemos aceptar la salvación que nos trae Jesús.
   Al final no fue rechazado, ni tampoco aceptadas sus proposiciones. A la salida conversamos con los gentiles que siempre se juntan en la puerta, con gran interés en saber más acerca del Dios de los judíos. Ellos, sí que nos escucharon con buena disposición, sin los prejuicios de los judíos tradicionales.
   Marcos tuvo fluidez para llegar a esta gente, en dichas conversaciones, que no tenían nada de formal. Sin embargo, en lo que es predicar, nunca tuvo mucha disposición para ello. Este muchacho se dedicó, más que nada, a ordenarnos un poco, ya que Bernabé y yo somos difusos. Marcos es más estructurado, y sabe cuidar el dinero, y encontrar lugares baratos y dignos para alojar.
   No nos detuvimos muchos días en Salamina, ni en Nicosia, pueblo del interior, ni tampoco en Larnaca, ni en Lemesós, de la costa sur. Fue en Pafos donde nos establecimos y formamos una comunidad, con gran paciencia durante casi dos años.
   Mi problema del pómulo me produce dolor a veces, y me obliga a cerrar un poco el párpado. Todo eso, que resulta bastante molesto, me sirvió al comienzo como un tema para introducir la prédica, hablando del proceso de transformación que tuve. Después, ya me acostumbré, y la gente también. Muchos se convertían al Camino, incluyendo hasta el mismísimo procónsul romano.
   -Bernabé -dije una noche, durante la comida-, nos espera un mundo más grande. Creo que tendríamos que ir pensando en ir a otos lugares.
   -¿Y quién cuidará el rebaño?
   -Dejemos un presbítero.
   -¿Quién?
   -Elígelo tú, entre los más antiguos. Hay muchos que pueden hacerse cargo de la comunidad.
   No me costó tanto convencer a Bernabé, así que pocos días después zarpamos en dirección noroeste, con destino al puerto de Perge, en la región de Panfilia.
   Llegamos cansados porque el viaje no fue muy grato. Esa noche, tuvimos una cena áspera. Marcos tenía mala cara, y su tío le preguntó por qué. No fue fácil sacarle palabra. Resultó que el muchacho estaba añorando a su familia.
   -Este trabajo..., de andar por todas partes, predicando... No es lo mío -señaló.
   -¿Y cómo lo vamos a hacer si no...? -le dije, un poco molesto.
   -Pablo, tú mismo has dicho... -me respondió-, que hay diferentes dones. Unos enseñan, otros animan, otros sirven... Pues, yo puedo servir a Dios de otra manera.
   -¿De qué manera? -casi saltamos Bernabé y yo.
   -No sé aún. Talvez puedo escribir... Es que no sirvo para andar predicando.
   La conversación llegó hasta ahí, por esa vez. Siguió en términos similares, por varios días, hasta que Marcos nos anunció que se iba. Y se embarcó hacia Cesarea, con la intención de volver a Jerusalén.
   Con Bernabé seguimos viaje hacia el norte, a la región de Pisidia, y después a la de Licaonia. En el pueblo de Iconio estuvimos varios meses, y casi alcanzamos a formar una comunidad, pero todo se frustró cuando tuvimos que salir huyendo hacia el pueblo vecino. Lo que había pasado fue que los parientes de Tecla lanzaron la autoridad tras nosotros, a causa de que esta joven se convirtió al Camino, y la bautizamos. Es una familia de mucha riqueza, e influencia.
   En Listra creímos estar a salvo. En cuanto llegamos me puse a dar un discurso en la plaza, y logré convocar a tal punto a la gente, que nos endiosaron. A su manera, claro está, con las deidades que ellos habían conocido toda su vida. Bernabé, que era el jefe, fue considerado una encarnación de Zeus. Y a mí, como mensajero, me llamaron Hermes. Al principio, esto parecía una simple muestra de entusiasmo. Incluso, lo tomamos con humor y les seguimos un poco el juego durante unos días, como una travesura que establecía amistad. Imaginé que así la evangelización iba a surgir con más fluidez. Sin embargo, de repente el asunto se tornó desfavorable en grado superlativo. Querían ofrecer sacrificios a nosotros, los dioses. Eso no podía aceptarse, así que Bernabé les explicó con mucha claridad que somos seres humanos como ellos, y que nuestra enseñanza no se refiere a sus dioses, sino al único Dios.
   La decepción se apoderó de la gente, nos abandonaron, y como si eso fuera poco, había unos judíos llegados de Iconio, hablando pestes contra nosotros. Se pusieron a tirarnos piedras, hasta que nos dejaron medio muertos.
   Unas mujeres se apiadaron de nosotros y nos ayudaron a pararnos. Nos llevaron a casa de Eunice, una de ellas, que vivía cerca. Allí curaron nuestras heridas y se manifestaron muy dispuestas a seguir el Camino. Permanecimos unos días en casa de Eunice y su madre Loida, que nos acogieron con tan buena voluntad. Fue entonces que conocí a Timoteo, un muchacho de quince años, hijo de Eunice. Me preguntó acerca de Jesús, pues le llamó la atención algo que yo había mencionado en la plaza. Esa palabra "Dejad que los niños vengan a mí".
   -Hasta hace poco yo era niño -me dijo Timoteo, y yo sonreí, pensando que todavía lo era-, pero jamás había escuchado algo así.
   -¿Algo de acogida a los niños?
   -Sí. Alguien que enseña..., le da importancia a los niños. Eso es fabuloso.
   Estuve muy de acuerdo con Timoteo, y conversamos largas horas todos los días. Él estaba fascinado.
   Cuando pudimos dejar un presbítero en Listra, nos fuimos a Derbe, donde tuvimos buena acogida. Unos meses después, volvimos a Perge para embarcarnos hacia Seleucia y volver a Antioquía, que es mi lugar central.
   Al año siguiente de mi regreso ocurrió algo que tuvo una tremenda importancia para nuestro Camino. Todo empezó con la llegada de Pedro, que venía a ver cómo iban yendo las comunidades que él fundó. Mi relación con él fue siempre de mucho afecto, pero hubo algo que no me gustó nada, cierta vez que llegaron unos judíos cristianos, como nos dicen acá, noté que Pedro dejó de visitar a los gentiles y comer con ellos, como era nuestra costumbre. Talvez tuvo temor de causar ruptura con las creencias de estos personajes tan rígidos y conservadores. El caso es que no lo pude soportar, y un buen día lo enfrenté.
   -Pedro, ¿por qué has dejado de visitar a la gente que antes visitabas?
   -¿Por qué ya no comes con ellos -agregué-, como lo hacías antes?
   Pedro me explicó que, según él, había que tener prudencia porque aún no todos han comprendido el cambio que es necesario hacer. Nos levantamos la voz, pero al fin estuvimos de acuerdo que ese cambio necesario había que hacerlo ya. Fue así como se programó realizar una asamblea de los cristianos en Jerusalén, para dejar en claro ese punto.
   Fuimos a esa asamblea. La presidió Jacob, el hermano de Jesús, pues es el obispo de Jerusalén. La presentación de los problemas y sus posibles soluciones estuvo a cargo de Pedro, Bernabé y yo. Un judío llamado Silas, ciudadano romano como yo, tuvo una participación destacada. Lo más importante que se decidió es que para seguir nuestro camino cristiano, los gentiles, no están obligados a practicar los ritos judíos.
   Desde entonces, siempre propicié que los judíos aprendieran de los gentiles, y éstos aprendiesen también de los judíos. Formamos un solo pueblo.
   Junto a Bernabé y Silas llevamos la carta con el resultado de la asamblea, primero a Cesarea, después a Tiro, Sidón, y finalmente a Antioquía.
   Después de pocas semanas, ya estábamos listos para salir de nuevo, esta vez llevando también a Silas. Bernabé convenció a Marcos de que nos acompañara. A mí no me pareció muy adecuado, porque cuatro misioneros juntos..., me parece como fuente de posibles conflictos, además que Marcos ya mostró no estar en un grado de disposición como el resto. Opté por lo más sano, y organicé la misión en dos grupos. Bernabé y Marcos fueron a Chipre, mientras que Silas y yo fuimos a visitar las comunidades de Galacia, empezando por Derbe. Decidimos ir por tierra, lo cual no fue muy afortunado. Ese viaje resultó penoso.
   Pocos días estuvimos en Derbe. De ahí nos fuimos a Listra, donde encontramos una comunidad floreciente, gracias al joven Timoteo, muy empeñoso. Predicaba con tal fuerza y entusiasmo, que decidí llevarlo con nosotros a la misión, cuando salimos de Listra, con destino hacia la costa occidental. Pretendía llegar a Éfeso, pero ocurrió algo que me hizo cambiar los planes. En realidad, no fue casi nada. Sólo un sueño que tuvo Silas. Me lo contó y me instó a cambiar rumbo hacia el norte. Yo no estaba nada de convencido, pero llegando a la encrucijada, el sendero hacia Éfeso estaba cortado y no nos quedó más que tomar otro sendero hacia el norte, y me conformé con ese cambio.
   Nos equivocamos de camino, y llegamos a Troas, en la costa. Esa noche, fui yo el que tuvo un sueño, en el que vi a un griego suplicando ayuda. Les expliqué a los demás que al mes siguiente nos iríamos a Macedonia.
   Mientras tanto, en Troas, hicimos buen trabajo de evangelización. Cierta noche de Domingo, me encontraba dando una homilía en un tercer piso. Se reunió mucha gente y hacía calor. Un joven de los que estaba ubicado en el marco de una ventana, estaba tan agotado que se durmió, y cayó hacia el patio. Todos nos alarmamos, y bajé todo lo rápido que pude. También un médico, llamado Lucas. El joven caído yacía inmóvil, pero pude ver que estaba vivo. Lucas se preocupó de auxiliar al accidentado, y los demás volvimos a subir por la escala para continuar con la celebración, aunque muy intranquilos. Casi una hora después regresó Lucas, trayendo al muchacho, de muy buen ánimo. Fue una salvada milagrosa. Conversé con Lucas, no sólo esa noche, también varias más, ya que él me invitó a su casa. Le ofrecí incorporarse a nuestra misión. Accedió feliz.
   Lucas sabe mucho acerca de Jesús, y sobre todo de su madre María, pues conoció hace algún tiempo a un anciano amigo de la familia de Jesús. Uno que estuvo en una misión enviada por el propio Jesús, de dos en dos, delante de él hacia los pueblos que Jesús habría de visitar más adelante.
   Lucas se graduó de médico en Alejandría. Es un hombre muy culto. Se sabe unas parábolas, que le contó su anciano amigo, con las que Jesús enseñaba.
   Desde Troas viajamos en barco hacia Filipos, deteniéndonos algunas horas en la isla de Samotracia. Desembarcamos en el puerto de Neápolis, y de ahí caminamos tres horas hasta Filipos. Yo me reía solo, al constatar que ya éramos cuatro. Yo, que no quería que fuéramos más de tres.
   Llegamos cansados, de noche, y con hambre. Lucas consiguió un buen alojamiento, muy barato, ya que no disponíamos de mucho dinero. En la mañana siguiente salimos a buscar alguna sinagoga en la cual comenzar nuestra predicación. No encontramos ninguna, a pesar de que en la ciudad había judíos. Hicimos amistad con uno de ellos y le preguntamos que dónde se reúnen para el culto religioso. Dijo que a la orilla del río Gangites, en las afueras del pueblo.
   Hacia allá nos dirigimos, los cuatro, con entusiasmo. Imaginaba una pequeña multitud a la cual hablarle, pero no hubo tal. Sólo vimos unas pocas mujeres sentadas sobre la hierba, rezando en voz alta. Debe haber habido como diez en total, incluyendo unas jóvenes y otras ancianas.
   También nosotros nos sentamos, a corta distancia, y nos pusimos a orar. Ellas se extrañaron mucho de que nos hubiéramos instalado justamente ahí, en lugar de despreciar la compañía de mujeres. Les hablé del nuevo Camino, y de Jesús de Nazaret. Quedaron maravilladas, y contentas, pues una de ellas ya había escuchado hablar de Jesús y despertado la curiosidad de las demás. Era una de las no tan jóvenes. Su nombre es Lidia, y fue la primera que nos habló.
   -¡Qué alegría...!, encontrarme con seguidores de Jesús.
   -¿Lo conociste? -le pregunté.
   -No, pero he oído acerca de él, en algunos de mis viajes.
   -¿Viajas? ¿Te lo permite tu marido..., o tu padre...?
   -Soy viuda.
   -¡Ah! Ya veo.
   -Necesito viajar de vez en cuando porque me hice cargo del negocio que tenía mi marido. Él era comerciante en púrpura.
   -Esa tintura debe dejarte un buen dinero.
   -Sí. No me quejo.
   -Ella regala todo a los pobres -explicó otra de las mujeres.
   -¿Nos permitiríais volver a rezar con vosotras?
   -¡Sí! -exclamaron a coro.
   -¿Mañana?
   -La verdad es que no nos damos el tiempo para venir todos los días... Es muy lejos de nuestras casas.
   Quedamos de acuerdo para ir dos veces a la semana a ese mismo lugar. Nuestras oraciones se fueron poniendo cada vez más profundas, a tal punto, que todos quisimos hacerlo con más frecuencia.
   -Podemos reunirnos en mi casa -ofreció Lidia-. Es grande, y no molestamos a nadie.
   Así lo hicimos, y fue buenísimo. También invitamos a más personas, incluso algunos hombres también, aunque acá eran muy reacios. Poco a poco fuimos formando una comunidad con mucha vida. Estábamos felices.
   Un día, caminando por la ciudad con Silas, encontramos a una mujer joven, casi una niña, puesta en un lugar destacado de la plaza. Estaba articulando frases de supuesta adivinación, como un oráculo. Nos quedamos un rato a observar de qué se trataría esa extraña conducta. Otra mujer, no muy cauta, era la destinataria de tal información. Al final, ella pagó el servicio y se fue, no sé si creyendo o no en lo que le habían pronosticado.
   El que se embolsó el dinero era un pariente de aquella niña que actuaba como vidente. No la trató nada de bien al decirle que ya tenían que irse de ahí. Ella obedeció, sumisa. Me pareció artificial el oficio en que la habían puesto. Estuve a punto de decir alguna palabra de protesta, pero Silas me ganó y fue él quien dijo algo, aunque en un tono muy diferente al que yo iba a usar.
   -Un momento -exclamó-. Yo también necesito ayuda, pues tengo un problema.
   Al hombre se le encendieron unos ojos codiciosos, mientras yo pensé que se nos iba a ir el poco dinero que teníamos para comer.
   -Si actúo mal, siento una culpa mortificante -continuó Silas, cuando el improvisado oráculo estuvo dispuesto-, ¿cómo puedo hacer para sanar eso?
   La chica extendió sus brazos y puso las manos sobre los hombros de mi compañero. Cerró los ojos y trató de concentrarse. De pronto empezó a hablar con voz afectada. Primero, algunas incoherencias, después, frases de buena crianza.
   -Empéñate en cumplir la ley -dijo la mujer en varios momentos, y siguió con su discurso vacío y convencional.
   Al término de esa intervención, empecé a hablar yo, pues era una inmejorable ocasión para poner a disposición de la gente el mensaje del Señor.
   -Nadie queda libre de culpa por obedecer la ley, sino por seguir a Jesucristo -sentencié, y me gané una mirada de repudio por parte del hombre que explotaba a la niña. A su vez, ésta se puso a llorar.
   -Yo no quería hacer esto..., y no lo haré más -se quejó la niña, temblando entre sollozos. No soportó más, y se fue corriendo. El hombre comprendió que se le estaba terminando su negocio, y me increpó en duros términos. El resto de la gente se alineó con él. Muy pronto llegaron unos guardias y nos llevaron detenidos a Silas y a mí.
   Estuvimos encarcelados por varios días porque aquel fraudulento empresario era un hombre influyente. Aún así, como no había cargos serios contra nosotros, Lucas pudo intervenir ante el magistrado y logró que nos liberaran, con la condición de que abandonáramos Filipos, a más tardar al día siguiente.
   Caminamos hacia la casa de Lidia, los cuatro que hasta ahora habíamos sido inseparables.
   -Tendremos que dejar un presbítero acá en Filipos -expliqué-, para que mantenga esta comunidad. No se puede perder.
   -¿Y se puede saber a quién piensas dejar? -preguntó Silas.
   -Ése es el problema -reconocí-. Nadie de acá tiene las condiciones necesarias para ello.
   -Es que tú estás pensando sólo en los hombres -acotó Lucas, sonriente.
   -¿Y en quién más quieres que piense? -se me salió decir, quizás por algún prejuicio.
   -¿Por qué no una mujer? -Lucas contestó con una pregunta que para mí era de difícil respuesta. Guardé silencio durante un largo rato. Me costaba reconocer que Lucas tenía toda la razón.
   Al llegar a casa de Lidia nos recibieron con gran alegría. La comunidad estaba reunida en oración. Les conté que Silas y yo dejaríamos Filipos al amanecer, mientras que Lucas y Timoteo se quedarían unos pocos días, para después unirse a nosotros.
   -Lidia -dije a la dueña de casa-. Tú serás la presbítera que cuide a esta bella comunidad, y la siga haciendo florecer como hasta ahora.
   Ella aceptó encantada, y a todos les pareció bien que así fuera.

         * * *

   Al día siguiente salí muy temprano hacia el oeste, acompañado de Silas. Llegamos hasta Tesalónica, y ahí nos establecimos por un tiempo, predicando en la sinagoga. Muchas personas se nos unieron, pues estaban necesitando alguien que les dijera que con la muerte no se termina todo.
   Jasón, un hombre de mucho dinero se transformó en nuestro benefactor y nos hospedó en su casa. También a Timoteo y Lucas cuando llegaron al pueblo.
    Una vez más, surgieron detractores, que nos perseguían con mucho alboroto, y tuvimos que ocultarnos varias veces. A Jasón se lo llevaron preso, y tuvo que pagar una fianza para poder salir.
   Nos fuimos a Berea. Cada rechazo que obteníamos nos hizo ganar un poco de experiencia. Así, en lo sucesivo nos tranquilizamos para que el esfuerzo no cayera en el vacío. De todos modos, tuve que salir huyendo con Lucas y Timoteo, mientras Silas se quedó en Berea.
   Llegamos a Atenas, llenos de optimismo. Habían transcurrido casi dos años desde nuestra última salida de Antioquía.
   Fue impresionante caminar por Atenas, admirando toda esa cultura de tantos siglos. Sabía que no iba a ser fácil que los atenienses dejaran de lado sus dioses. Lo que más me asombró fue ver un altar con una inscripción que decía "Al dios desconocido". Lucas estuvo indagando acerca de ese extraño dios. Obtuvo una información que yo consideré de vital importancia, pues esta veneración fue naciendo a medida que el pueblo obtenía benditos beneficios sin que hubieran sido otorgados por Zeus, ni por Atenea, ni por ninguno de sus dioses. Necesitaron sentir gratitud hacia un dios desconocido. Lo encontré notable, y no podía dejar de pensar en eso.
   Prediqué en los mercados y en las plazas. Cada vez que yo mencionaba la resurrección, la gente entendía que me estaba refiriendo a un supuesto dios llamado Resurrección, el cual nos ofrecía renovar la vida de nuestra alma. Bueno, es una bella manera de mirar el asunto desde el punto de vista que está inscrito en ellos. De todos modos, hice un esfuerzo por enseñarlo.
   -Jesús siguió viviendo después de morir -logré expresar-. Ése es su mensaje de salvación, pues lo mismo ha de ocurrirnos. Es así, el pecado mata el alma, pero Dios la resucita, cuando Cristo logra reinar en la persona.
   -Para sanar hay que escuchar el mensaje de Cristo, creer en él e invocarlo -seguí diciendo-. Unidos a él seremos personas nuevas. Más de alguno entre vosotros ya ha sido salvado en esta vida. Murió como persona vieja, pero resucitó como persona nueva. Dios nos salva y nos da fuerzas para transmitir el mensaje de salvación, que despierta la verdadera vida en nosotros.
   Unos filósofos sintieron curiosidad por entender mejor esa extraña y novedosa enseñanza, y me invitaron a dar una charla en el Areópago, o Colina de Ares, que es una audiencia de mucho prestigio, pues allí se reúne habitualmente la corte de justicia de Atenas.
   Me sentí muy halagado por tan cordial invitación, y acudí lleno de esperanza. Basé mi discurso en el dios desconocido.
   -Os he venido a hablar de ese dios al que veneráis sin conocerlo -me escuché decir, y seguí hablando de las enseñanzas de Jesús acerca de un Dios padre y creador.
   Sólo unas pocas personas creyeron, en esa oportunidad. Entre ellos, el magistrado Dionisio y su esposa Dámaris. Con el correr de las semanas se fue formando una comunidad cristiana en Atenas.
   Envié a Timoteo a Tesalónica, para que apoyara a la gente de allá.
   Cuando salí de Atenas para ir a Corinto, Dionisio quiso acompañarme. Con mucho gusto acepté. Aunque yo quería dejarlo como presbítero, tuve que dejar a otro. Dámaris quedó como diaconisa.
   En Corinto encontré una situación complicada porque alguna gente gozaba de muy buena situación económica, pero había también mucha pobreza. A los ricos, siempre les decía:
   -No abuséis de vuestra riqueza.
   También me encontré con otros evangelizadores que habían llegado antes que yo, y enseñaban las cosas de una manera distinta. Eso también hizo más difícil mi trabajo en Corinto. La excepción fue Apolos, años después. Él llegaría a ser un gran predicador.
   Cuando llegó Timoteo, procedente de Tesalónica, lleno de optimismo, mejoró mucho el panorama. Y más aún, cuando Silas se vino desde Macedonia. Ambos me ayudaron muchísimo. Junto a Dionisio y Lucas, formamos un fuerte grupo evangelizador.
   Otra dificultad que encontré en Corinto fue la oración en lenguas, una costumbre pagana, bonita al oído, pero que algunos no la entienden. Eso dificulta el crecimiento de la persona en su relación con otros. De todos modos, respeté el derecho a orar de esa forma.
   Por otra parte, algo alentador. La mujer corintia tiene una gran fuerza participativa. Han surgido diaconisas, por ejemplo Febe, una mujer extraordinaria. Sin embargo, como los hombres no entienden que Dios pueda poner su mensaje en boca de mujer, y están acostumbrados al sometido silencio de ellas, noté que se empezaban a producir conflictos conyugales. Y como no es bueno que eso ocurra, he tenido que frenar un poco a las mujeres. Sin duda, deben ocupar ese nuevo lugar conquistado, pero en forma gradual.
   Necesité dinero para mantenerme, y logré encontrar trabajo, haciendo lo que sé hacer, la fabricación de carpas y toldos. Mi empleador era Aquila, que dominaba ese oficio, y muy pronto se transformó en uno de mis principales discípulos, junto a su esposa Priscila. Pusieron su casa a mi disposición, para las reuniones de la comunidad que se iba formando, poco a poco.
   Me conseguí papiro, tinta y cañitas de junco para escribir, además de piedra pómez y una esponja para borrar, engrudo para pegar las hojas, y cordones y sellos para cerrar los rollos. Le dicté a Timoteo una carta para los de Tesalónica, y la envié a través de unos mercaderes. Por desgracia, la carta fue mal interpretada, pues la gente creyó que pronto vendría Cristo de nuevo. Eso me pasó por tratar de expresarme en parábolas, como lo hacía Jesús. La gente tiene la tendencia a tomar todo al pie de la letra. Tuve que hacer una segunda carta, que también le dicté a Timoteo. En igual forma, escribí una carta a las comunidades gálatas. Más bien dicho, se la dicté a Timoteo, que tiene bonita letra.
   Más de un año estuvimos en Corinto. También fui llevado a la justicia, como en otras oportunidades, pero esta vez el asunto no pasó a mayores. Cuando le anuncié a Aquila que quería ir a Éfeso, quiso retenerme.
   -Es necesario llevar el mensaje de Jesús a otros lugares -le expliqué.
   -Entonces voy contigo.
   Casi me fui al suelo de la impresión. Esa fidelidad a Jesucristo, dejando todo, fue algo que no esperaba.
   -¿Dejas todo...? -le pregunté asombrado- ¿dejas a tu mujer?
   -No. Priscila irá conmigo.
   Así fue como el grupo siguió creciendo y adquirió una mujer misionera. Nos fuimos todos a Éfeso, con gran optimismo, en una travesía en barco.
   Pocos días alcancé a estar allí, pues ocurrió un imprevisto, cuando intenté visitar a Juan. No era alguien tan conocido, pero preguntando por aquí y por allá, logré dar con su comunidad. Me encontré con una sorpresa mayúscula. Juan se había ido a Jerusalén, llamado por Jacob, el hermano del Señor. Me contaron que María, la santa madre admirada por todos, estaba siendo llamada a retornar al Padre.
   Sin pérdida de tiempo me embarqué hacia Cesarea, para ir de ahí a Jerusalén. Dionisio y Lucas me acompañaron, mientras el resto del grupo se quedó, con el encargo de iniciar la misión en Éfeso.