ARISTODEMO                    Un lugar literario
La isla Tierra Tierra         Gonzalo Rodas Sarmiento

  Primera parte.- Las historias más antiguas

   En el principio

   Al principio estaba muy oscuro, pero yo no lo sabía. Ni sospechaba que pudiera existir algo distinto a la tiniebla. Sólo sabía que yo formaba parte del primer paisaje, tan árido, tan frío, que no podría ser atrayente para alguna otra piedra que llegara desde lugares remotos. Fue en ese tiempo que se empezó a formar mi carácter.
   Quise llorar, pero aún no habían sido creadas las lágrimas.
   La primera cosa interesante que sentí en mi vida fue un movimiento lejano, como de agua que iba y venía en un eterno juego, poniendo un poquito de alegría en este ambiente inhóspito. Lo encontré tan maravilloso, que empecé a imaginar esa agua llegando hasta mí, y entonces ya podría llorar.
   El sol apareció por primera vez, con timidez, y avanzó lento un gran trecho hasta irse en tonos rojos. Felizmente volvió a iluminar después de una fría oscuridad en que lo añoré como lo más preciado.
   Desde entonces, el sol va y vuelve, igual que el agua que me acaricia y se retira, una y otra vez. En igual forma, empezó a venir la lluvia, como un llanto que no proviene de mí, sino de afuera, para después poner cada vez más azul el cielo. Cuando la lluvia me moja, yo también adquiero mi verdadero color.
   En esta forma tranquila transcurrió mi vida durante los primeros millones de años. Un buen día vi aparecer pequeñas plantas y después, grandes árboles. Y también unos seres extraños que parecían mamarrachos cada vez más monstruosos hasta que se convirtieron en dinosaurios. Eso fue hace muy poco tiempo. Ahora, los cambios son vertiginosos. Ha surgido toda clase de animales, que se pasean por encima mío. Incluso, esos que andan en dos patas, y que no tienen plumas, y se ríen. Sí, ríen mucho. Es su principal característica. Confieso que hasta me contagian, y le dan un sentido a mi vida.

   

   Resplandor del amanecer

   Era el más precioso arroyo del planeta. No sólo por el agua cristalina que fluía cantando alabanzas, sino también por la tierna manera de lavar las piedras de su lecho.
   Aún recuerdo ese tiempo remoto en que una hermosa joven acostumbraba a bañarse desnuda en el arroyo. Era la hija del jefe de la tribu, y tenía por nombre Resplandor del Amanecer.
   Resplandor, como le decían, disfrutó esa agua por muchos años, hasta su vejez. Y después de ella, varias generaciones también la disfrutaron. Más tarde, cuando vino el progreso material, aunque el arroyo siguió estando ahí mismo, ninguna muchacha ni vestida ni desnuda osaba introducirse en su helada agua.
   Hubo guerras, sismos y desbordes que intentaban infructuosamente cambiar el curso de este verdadero río que llegó a ser. Al final, una bomba nuclear lo logró en pocos segundos. No supe para dónde se fue el agua, así, tan de repente. Tampoco quedó ninguna de las piedras amigas que yo apreciaba.
   Durante miles de años no creció ni siquiera una brizna de pasto, ni nada parecido. El planeta continuaba girando sobre sí mismo, y el sol siguió saliendo todos los días. Creo que las estaciones del año nunca dejaron de alternarse como siempre, aunque yo no tenía cómo comprobarlo.
   Dormí algunos millones de años, y al despertar observé maravillado unos arbustos y unos frondosos árboles. La vida había vuelto. Torrentes de agua que pasaban eran bebidos por los dinosaurios. Lentamente fue cambiando todo. También desaparecieron los dinosaurios, siendo reemplazados sucesivamente por otros animales hasta llegar a los búfalos. Y lo más notable, ayer empecé a ver seres humanos por aquí y por allá.
   El arroyo está precioso con su agua cristalina que canta alabanzas y tiernamente lava las piedras de su lecho. Hoy ha venido a bañarse desnuda la hija del jefe de la tribu. Se llama Resplandor del Amanecer.

   

   El despertar

   El primero en despertar fue el gato, mientras todos los demás siguieron durmiendo, a pesar de la bulla estrepitosa. No se supo si el felino soñó algo durante su larga noche, ni si estaba en condiciones de recordar sus eventuales experiencias oníricas. Ajeno a todo eso, el gato fue a despertar al perro, pues lo iba a necesitar al salir, para tener de quien burlarse desde las copas de los árboles. Al can no le había llegado su momento y continuó su sueño, ahí entre la jirafa y el picaflor. El escurridizo minino echó a andar con sigilo hacia el patriarca, quien también estaba dormido, junto a su pequeña familia. Todos dormitaban en el arca, mientras afuera llovía torrencialmente.

   

   Narraciones del anciano Eustaquio

   Esta isla se llama Tierra Tierra. Así la bautizó el vigía de los descubridores cuando la vio por primera vez desde lo alto del mástil de la nave.
   Más que una isla, es un símbolo de un mundo entero en miniatura. Con excepción de las fronteras. Esas líneas imaginarias que dividen lo indivisible, no están reflejadas en este pequeño universo.
   La naturaleza es lo más bello que tenemos. Cuando bebo el anaranjado néctar de la flor desnuda, ésta me abraza sonriente. Entonces, empieza la primavera. En los jardines hay pensamientos, cardenales, y nomeolvides. Cierta vez, un pensamiento cruzó los aires y desbordó el caudal que baja de la montaña. Las aguas claras se dispusieron a mojar el océano.
   El mundo exterior tiene presencia en Tierra Tierra, aunque sólo sea en los mapas. Siempre se producen discusiones en torno a las supuestas cualidades del continente. En ciertas oportunidades se ven pasar algunos aviones que nadie sabe qué significado pueden tener, además de alimentar la esperanza.
   Cuando alguna isla del archipiélago se hunde de puro vieja, un transatlántico se lleva a casi todos sus habitantes al continente. Los gigantes se tienen que quedar, y hundirse con su pequeño terruño naufragado.
   De repente aparecen tierras nuevas venidas de no sé dónde, y son conquistadas por los guerreros de islas grandes vecinas. Hasta que, en algún momento, se independizan. Desde ese momento es rarísimo tener visitantes.
   Muchas veces nuestros antepasados intentaron construir puentes hacia las islas próximas, pero jamás pudieron terminarlos. Siempre se derrumbaron estrepitosamente. También desde esos otros lugares la gente intentaba fundar pasarelas hacia acá, pero aún no ha habido forma de juntarse al medio. Todo destino se toma su tiempo, como una paloma mensajera, inocente, buscando el futuro. Es necesario entender que un mensaje amargo también es portador de sabiduría.
   En cuanto a lo espiritual, sabemos que existe la luz porque también hay horas oscuras. No se trata de una competencia, pues tenemos por cierto que no existe algún astro negro que irradie oscuridad. Cuando hay suficiente luz, las sombras se ven nítidas. En cambio, en la noche las sombras y las siluetas se confunden. Al iluminarlas, las sombras se desvanecen, y las siluetas adquieren su dimensión y colorido.
   También interesa la política. La isla tiene un gobierno, o quizás habría que decir una especie de consejo gobernante que trata de interpretar a la nación en todas sus decisiones. No le es fácil porque el tirano que antiguamente gobernó por muchos años, aún no se ha ido, y sigue manipulando desde las sombras.
   La isla Tierra Tierra fue colonizada por tres pueblos que llegaron en distinto tiempo, provenientes de diversas latitudes. Los que llegaron primero se establecieron formando una cultura más bien primitiva, pero llena de valores espirituales. Tenían un lema “Viva la vida”. Y así es como vivían, de acuerdo a eso. En cambio, los conquistadores que llegaron desde el mar tenían su propia consigna “Creo en la verdad”. Y lo pusieron en el escudo, signo representativo de la nación. Tuvieron la deferencia de incluir también el lema de indios. Así, la divisa era doble, y ninguna de sus partes le hacía sombra a la otra.
   Un pequeño sector de la isla estuvo habitado por otro pueblo primitivo, el cual fue aplastado por completo. Su lema no estaba escrito en ninguna parte, pero todos lo sabían. Cada cual lo decía con sus propias palabras. Era un verdadero canto de amor, que nunca fue a ponerse en los emblemas físicos.
   Más tarde la frase del escudo evolucionó a “Verdad y Vida”, que es mucho más práctico, sobrio y explícito. Tan poco comprometido, que a las pocas décadas volvió a cambiarse. El escudo pasó a decir “Verdad y Valentía”. El cambio no cumplió su objetivo, porque se mantuvo la falta de compromiso.
   Cambiaron el lema muchas veces, porque los nuevos gobernantes no quedaban conformes con él, pero no se daban cuenta de que nunca le habían devuelto el compromiso original.
   Cuando miré el escudo, muchos años después, tuve que ponerme a pensar en algún significado. Colores, animales, logotipos. Y una frase en bronce: “Con hielo o con hierro”. Era una de esas frases que, de tanto repetirlas, su significado se diluye y se esfuma. Como el hielo que se transforma en agua, y, el hierro que se oxida.
   En una época oscura de nuestra historia le pusieron “Frialdad y Valentía”. Pero, después recapacitaron y lo cambiaron por “Razonable o Valiente”. Prefirieron la "o" en vez de la "y", pues creyeron que no se puede ser las dos cosas al mismo tiempo.
   No sé cómo irá a seguir variando esta verdadera declaración de principios que cuelga del emblema, tal como antes los letreros colgaban del cuello de las personas.
   Había que ponerse un cartoncito con una frase alusiva, como si fuera ropa. Por obligación.
   Yo alcancé a usar letrero, y trataba de que nadie me lo viera, pues era ignominioso. Una vez vi a un hombre achacoso con un cartel que decía “Destacado”. Hasta podría haber sido yo, en años juveniles. También estaba el anciano con cartel de “Ilustre”, pero no tenía qué comer. Por fin suprimieron los letreros. Ahora se llevan las mismas leyendas en tarjetitas en el bolsillo.
   Me da risa... ¿Ilustre... ? Sólo mis zapatos son ilustres. ¿Destacado...? También, pero el del pie derecho, no más.

   

   El bazar de los sueños locos

   Hace muchos años, cuando yo era joven, tuve un trabajo muy especial. Me costó un tiempo adquirirlo. Recuerdo que, después de mucho buscar, encontré un aviso que decía "Se necesita una persona optimista...".
   Casi no seguí leyendo, porque mi ánimo estaba más bien pesimista. Sin embargo, me revestí de toda la buena actitud que pude, y acudí a la dirección que salía en el aviso. Al llegar, creí que me había equivocado, porque sobre la puerta había un gran letrero que decía "Bazar de los sueños locos".
   Ya que estaba ahí, entré, y dije a la niña que me recibió:
   -Me llamo Eustaquio, y vengo por el aviso.
   -¿Cumple con los requisitos? -me preguntó con una sonrisa hermosa, ante la cual me llené de un optimismo desconocido.
   -Sí, señorita.
   La niña me llevó a una entrevista con el jefe. Una entrevista muy corta. Quedé aceptado y empecé a trabajar en ese mismo momento.
   Mi trabajo consistía en organizar el archivo, clasificando las distintas solicitudes que llegaban. Miraba de repente alguna, cuando había terminado el trabajo del día si aún era temprano. Leí las cosas más locas, al principio me reía, después empecé a mirar las hojas con más seriedad. Algunas de éstas decían cosas así: "Haré un colegio gratuito para que todos los niños puedan estudiar"; "Haré un colegio que desarrolle las artes y la creatividad de los niños"; "Crearé un laboratorio en que se produzca un fármaco para la amistad"; "Fomentaré el desarrollo de la persona".
   Hasta me puse a escuchar un día la conversación entre un cliente y la persona que atendía. Ella se llama Eunice, y es la misma que me acogió al llegar. Descubrí que me alegraba escucharlos, aunque no tuvieran los pies en la tierra. También conversé con esa niña después, acerca de lo mismo. Así, supe que esta oficina ayuda a conseguir financiamiento y orienta cómo comenzar, qué primeros pasos dar, etc.
   Y también ayudan a caminar, fijándose en las luces que vienen desde el final del camino.
   El resultado de todo esto es que me enamoré de Eunice. Y ella de mí. Entonces, tomé una serie de decisiones fundamentales. Ingresé mi propio sueño loco en los registros: "Descubriré el néctar de la visión, para desarrollar la vista trascendente". Eunice me miraba con amor. Al día siguiente dejé mi trabajo del Bazar. Ya era hora de que lo tomara otra persona que lo necesitase más que yo. Me puse a caminar siguiendo la luz. Y me casé con Eunice.
   Después de los años, mi sueño loco sigue siendo un sueño, y continúa estando ahí la luz hacia la cual voy. He tenido una vida maravillosa. Al hijo que tuvimos le pusimos por nombre Eulogio, para que llegue a ser elocuente.

   

   Reminiscencia

   Me llamo Eulogio y tengo algo que hoy quisiera contar. Durante muchos años he tenido esto guardado sin decírselo a nadie, pero ya me está quemando y tengo que dejarlo salir.
   Yo tenía siete años. Mientras jugaba con otros niños, corríamos de allá para acá y se levantaba la tierra suelta, lo cual no gustaba mucho a los adultos cercanos.
   Lo notable ocurrió cuando me fijé en un Maestro que estaba enseñando. A pesar de la distancia que nos separaba, me pareció escuchar sus palabras. Fue como si yo las hubiera sabido desde siempre. Me interesé vivamente por ir hacia él. Ya a mi edad, supe que había cosas importantes que aprender de aquel hombre, distinto a todos los demás. Incluso, distinto a esos que me atajaron, y amablemente me invitaron a retirarme. No les quise hacer caso, y seguí intentando zafarme de ellos.
   -Dejad que el niño venga a mí -exclamó el Maestro.
   Me dejaron pasar, y llegué a ponerme muy cerca de él. Sentí un destello interior que me iluminó todo por dentro como un relámpago. Eso duró sólo una fracción de segundo y me quedó grabado hasta el día de hoy.
   Algo maravilloso se me despertó. Como un conocimiento que hubiera estado durmiendo dentro de mí. Mientras el Maestro acogedor me hablaba con ternura, me llené de alegría. Al rato, me dijo que ya podía volver con los otros niños.
   Seguí pensando en eso durante los días que siguieron, y semanas, meses..., y años, hasta bien entrado en la adolescencia. Cierto día, desperté sobresaltado recordando cuando había vivido yo una escena similar a esa que tanto me movía. Pero en aquella otra que se me estaba revelando yo no era un niño, sino un adulto. Era otro el niño que estaba siendo recibido por otro Maestro. Sí..., podía recordarlo perfectamente. Supuse que eso tendría que haber ocurrido en alguna vida anterior, o algo parecido..., probablemente en otro planeta.
   En pocos minutos de mi estado de somnolencia lúcida, antes de saltar de la cama, recordé mucho más de aquella vivencia remota. Aquel hombre era grandioso, así como el de nuestro tiempo. Y a aquel lo asesinaron las autoridades religiosas. Sí, ya lo recuerdo... Es que me impactó.
   Me levanté esa mañana, dándole vueltas a todo el asunto, y pensando que, afortunadamente, acá la gente no es tan mala. También añoré el jugar con esos nietos remotos que dejé en la vida anterior.
   De todos modos, me preocupaba el destino que hubiese tenido el Maestro de nuestro tiempo. Así que me dediqué a investigar. Muy pronto averigüé que el Maestro de nuestro tiempo también fue asesinado por las autoridades religiosas.
   Y yo que creí que esas cosas acá no pasaban.

   

   Soledad de un árbol

   Me pregunto cómo llegué hasta acá. Alguien me ha traído, y no sé por qué se le ocurrió hacerlo. Me imagino que ha de ser para algo grandioso que aún no he sido capaz de descubrir.
   Eso es lo que quiero creer, a pesar de lo que me tocó vivir hace algún tiempo, cuando aún no cumplía mi primer siglo. En un aciago atardecer que no he podido olvidar, un hombre venía hacia acá, y desde lejos se notaba malhumorado. Su caminar urgido y errático no presagiaba nada bueno. Cuando estuvo cerca, el tipo no pudo ocultar que estaba destruido por dentro. Así estaba terminando ese mal día, que hasta hoy me hace doler.
   Prefiero mil veces mi soledad actual, aunque yo esté fuera de lugar, y sin poder tocar a nadie con mis ramas extendidas, que se agitan a causa de la suave brisa.
   Desde aquí se domina un panorama bellísimo y distante, una inmensidad gigantesca. En la lejanía alcanzo a divisar un atrayente árbol femenino. Me he llegado a enamorar de ella, de su presumida estampa, de su ritmo provocador. Le envío misivas con el viento, pero jamás obtengo respuesta.
   Me sigue persiguiendo la imagen del hombre aquel que vino a importunarme hace ya muchos siglos. Como un enajenado sacó una cuerda que traía escondida en su túnica y se dispuso a anudarla a una de mis ramas. Eligió la más robusta. En ese momento quise romperla. Si era mía, tenía que obedecer mi orden. Sin embargo, no tuve fuerza suficiente para quebrarme. No me explico cómo he sobrevivido después de ese desgraciado acontecimiento, y en clima tan adverso, sin más agua que la niebla nocturna.
   Miro hacia abajo y me parece estar a punto de caerme al vacío, pero eso no puede ocurrir. Hay raíces que me sustentan y se agarran como pueden del abrupto suelo estéril. En cambio, otras raíces destartaladas quieren arrancarse y no lo logran.
   Quisiera olvidar esa antigua noche de luna que no terminaba nunca, y yo estaba aterrado, mirando la silueta tétrica que bailaba colgando de mí. Es lo más feroz que me ha tocado vivir.
   Al día siguiente vinieron a sacarlo.
   -Es Judas, el traidor -exclamó alguien.
   Por fin pude quebrarme. Y fue peor, porque el cuerpo del desdichado rodó quebrada abajo hasta reventarse contra el último peñasco. Fue horrible.
   Desde entonces quedé marcado por la ignominia, hasta el día de hoy. No tengo amistades, y eso es triste. La sombra que doy no la aprovecha nadie. Quisiera saber para dónde se han ido todos.
   Trato de tirar semillas a mi alrededor, y cada día al despertar miro con la esperanza de ver si acaso ha brotado algo.
   "Es Judas, el traidor", aún retumba esa frase en mis oídos.
   A esa rama asesina que ya no tengo, intenté llamarla "justiciera", pero no me lo creí en ningún instante. Ahora me creció ahí mismo un vástago nuevo, frágil al comienzo, después se fue afirmando. Hoy, en un nuevo atardecer, ha venido un halcón a posarse sobre mi inocente brote. Me dio alegría, porque llegó trayendo un mensaje de mi amada.

   

   La biblioteca

   La biblioteca es un microbus que recorre la isla. Al comienzo, es una aventura, con una limitada posibilidad de leer, pero es una gran gracia. Al terminar la lectura, uno se baja. Para no tener que volver a pie, lo que antes hacía yo era terminar el libro justo al ir pasando por donde quería bajarme.
   Cierta vez no pude hacerlo así, pues en una esquina creí que íbamos a doblar, pero el microbus siguió derecho. Pensé que quizás doblaría en la próxima. Tampoco dobló en la próxima, ni en la que sigue, ni en ninguna. Yo sabía que el conductor quería doblar. Su recorrido se lo indicaba. Algo trababa las ruedas o el volante. Estábamos haciendo un camino demasiado largo, y ningún tesoro nos esperaba al final. Decidí bajarme, aunque estuviera lejos. Tuve que caminar.
   En cambio, hoy llegué hasta el final del recorrido, donde nunca había estado antes. Ahí hay un gran edificio, llamado Biblioteca de la Sabiduría Universal. Los encargados sacaron del microbus los libros que estaban llegando, para guardarlos, y pusieron otros nuevos para el próximo viaje.
   Entré a la BSU, con gran entusiasmo. La estaba conociendo por primera vez. Me gustó estar ahí.
   - Mi nombre es Eulogio -dije, para presentarme.
   Conversé con la persona que atiende, y supe que en este edificio está todo el conocimiento, todo lo que ha pasado, ¡todo!
   -¿Y mi vida? -pregunté.
   -También.
   -¿Y lo que ni yo mismo recuerdo?
   -También.
   -¡Ah! -eso me interesó, para buscar todo lo que tenga bloqueado.
   Pedí el libro correspondiente, lo buscaron y aquí lo tengo. Tiene sus páginas en blanco. Miro una de ellas, fijamente, y extraigo de allí imágenes que me dicen algo. Es fabuloso.
   Hay más que eso en la biblioteca fija, la BSU. Es aquí donde está el libro grande dejado por los conquistadores. Un libro famoso y muy respetado. Es un verdadero guión de lo que se debe hacer. Además, en él se ha seguido escribiendo la historia de la isla. A pesar de los cuidados, al libro se le han roto páginas, están algunas humedecidas; y otras, quemadas por el tiempo. Hay muchas páginas perdidas.
   Dicho libro está para consulta solamente, y no se puede sacar de ahí. Todos tenemos que conocerlo y seguirlo. Aunque sean simples historias de conquistadores, jamás confirmadas. Importante es no repetir los mismos percances.
   Leyendas antiguas y nuevas pueden leerse en esta biblioteca.


  Segunda parte.- Leyendas antiguas y nuevas

   El elfo

   Mi vida ha sido alegre y triste, al mismo tiempo. Me lo paso en fiestas, bebiendo el néctar de los frutos silvestres y bailando minuto tras minuto con mujeres hermosas. Desde anoche cuando era un niño aún y ya me empezaba a fastidiar el tamaño de mis orejas.
   Las niñas engreídas se reían de mí en la clase. Yo he venido a este país de gigantes a rescatar aunque sea a una sola princesa. Prisionera sin rejas ni candados, amarrada a una historia que no construyó. Hasta ahora, sigo buscando desesperado a mi princesa carnal para llevarla al mundo de luz desde donde hemos venido. Pero, ¡Oh, desgracia!, ¿cuándo podré ser amado por mi princesa si todas ellas arrancan a perderse cuando ven mis orejotas?
   La busco filtrándome entre las ramas de los jardines, y estirando mi cuello hasta donde puedo. En esta última hora ya casi no tengo alcance. He perdido mis cualidades juveniles. Creo que he fracasado en mi misión. Se acerca el alba cruel con su guadaña, lista para llevarme. No puedo terminar mi vida así. ¡No puede ser!
   ¿Habrá vida después de la muerte? ¿Cómo será todo eso? Espero que el creador me dé otra oportunidad y me permita luminizarme en la próxima noche de luna llena.

 
   Los tres mensajeros

   Ademis despertó esta mañana, sintiendo que éste iba a ser un gran día.
   Su intuición le dijo que debía entregar un mensaje al rey. No recordaba dónde puso ese papel que alguien le dio, tiempo atrás, para ser puesto en las manos reales.
   Se levantó, comió algo, y se puso a buscar por toda la casa. El papel no aparecía. Pasaron muchas horas hasta que dentro del último cajón de la cómoda, en el que había buscado cinco veces sin encontrar nada, apareció el motivo de su misión. Era un sobre cerrado en el cual se leía "Mensaje de Vida". Lo miró al trasluz. Se notaba en su interior la presencia de un papel escrito.
   Ademis alistó su caballo y emprendió en él la marcha hacia el palacio real. Fue un viaje tan largo que no alcanzó a llegar antes del ocaso.
   -¿Cómo podría ser posible, en un solo día, cumplir tan compleja y difícil misión? -se preguntó Ademis.

         * * *

   Ademis despertó esta mañana, sintiendo que éste iba a ser un gran día.
   -¿Cómo? -pensó- ¿hoy es ayer?
   Parecía una nueva oportunidad. Tenía que empezar por buscar el mensaje. En menos de dos horas ya lo tenía. Logró encontrarlo en el último cajón de la cómoda.
   Partió en su caballo hacia el palacio del rey. A mitad de camino se encontró con otro jinete, que también resultó ser un mensajero que intentaba llegar al palacio real. Conversaron durante el almuerzo, en la posada Acuarius. Así, Ademis se enteró de que su compañero se llamaba Albiros y llevaba consigo un Mensaje de Luz. No lo quiso mostrar, por temor a perderlo.
   Siguieron camino juntos y llegaron a palacio antes del atardecer. En cuanto cruzaron el puente levadizo, Ademis se presentó a entregar su mensaje a un asistente, para que se lo diera al rey. Albiros, en cambio, le dijo al asistente que sólo entregará el mensaje al rey directamente.
   -Ya vuelvo -dijo el asistente y se fue hacia dentro del castillo. Los mensajeros esperaron, y después de algunos minutos vino el rey en persona.
   -Gracias por traerme el mensaje que es tres mensajes -dijo el rey, y agregó:
   -¿Dónde están las otras dos partes?
   -¿Dos? -exclamaron asombrados.
   -Hay una más -aclaró Albiros, y se puso a buscar el Mensaje de Luz.
   Buscó varias veces en cada uno de sus bolsillos. No lo pudo encontrar, a causa de haberlo guardado tanto.
   -¿Cómo podría ser posible, en un solo día, cumplir tan compleja y difícil misión? -preguntó Albiros.

         * * *

   Ademis despertó esta mañana, sintiendo que éste iba a ser un gran día.
   -¿Otra oportunidad...? -se dijo, y se propuso no desperdiciarla.
   Buscó el mensaje por toda la casa, durante casi una hora, hasta que lo encontró en el último cajón de la cómoda.
   Con rapidez partió hacia la posada Acuarius y se puso a esperar a Albiros. Pasaban las horas. Después de almorzar, vio a lo lejos que se acercaba un jinete. Cuando éste llegó se presentó inmediatamente:
   -Soy Amondes y llevo un mensaje al rey.
   Se bajó del caballo y mostró a Ademis un sobre que decía "Mensaje de Calidez".
   Después que Amondes comió algo rápido, cabalgaron juntos hacia el palacio. Llegaron al atardecer. Cuando cruzaban el puente levadizo, el entusiasmo de Amondes hizo que el mensaje que llevaba en su mano en alto cayera al agua.
   Vino el asistente. Ademis le entregó su mensaje para que se lo llevara al rey. Éste apareció en persona, diciendo:
   -Gracias por traerme el mensaje que es tres mensajes... ¿y dónde están las otras dos partes?
   Amondes le explicó, con gran simpatía, que el mensaje ya no estaba pero que era de calidez. Y al ver la frustración del rey, preguntó:
   -¿Cómo podría ser posible, en un solo día, cumplir tan compleja y difícil misión?

         * * *

   Ademis despertó esta mañana, sintiendo que éste iba a ser un gran día.
   Buscó el sobre en el último cajón de la cómoda y se dirigió con presteza en su caballo a la posada Acuarius. Al poco rato llegaron Albiros y Amondes.
   Cuando este último mostró el sobre, Albiros le advirtió:
   -Guárdalo, no lo vayas a perder.
   -Tienes razón, reconoció Amondes, y guardó el sobre.
   -¿Y el tuyo? -preguntó después.
   -Lo tengo muy bien cuidado -replicó Albiros.
   -¿Estás seguro que lo tienes? -quiso saber Amondes.
   Las miradas de éste y de Ademis sobre Albiros hicieron que el temeroso jinete se decidiera a buscar en todos sus bolsillos hasta que dio con el sobre y lo sacó con cuidado. Después que los otros lo vieron lo volvió a guardar.
   Los tres mensajeros partieron hacia el castillo y entregaron sus mensajes. El rey se puso contento y dijo:
   -Gracias por traerme el mensaje que es tres mensajes.
   Poco después vio alejarse por el camino a los tres mensajeros, dejando atrás una nube de tierra.

 
   El monte de la vida

   Cada vez que Daniel sube hasta lo más alto del monte de la vida, disfruta cada árbol, matorral, o flor, del angosto sendero que lo conduce lentamente hasta la cima. El canto de los pájaros completa la música del paisaje.
   Daniel acostumbra a sentarse en una piedra a mirar el horizonte. Busca esas maravillas no recordadas que lo esperan desde siempre. Alguna de ellas servirá para mejorar las condiciones de trabajo de tanta gente en Ecolosia, país en el que vive desde mucho antes de nacer. Ya vivía cuando empezó a ser la semilla que su madre cuidó. Antes aún, su camino se empezó a formar por esos años en que sus padres vinieron al mundo a conducir a los abuelos.
   Una vez, estaba Daniel en la piedra de siempre, repasando los grandes logros de su padre, el rey Luis. También la tristeza vino a contarle cosas. Le habló del minero, cruelmente entregado a la tierra, que en sofocantes nubes le alfombraba los pulmones. Era una vida dura, destinada a concluir en algún derrumbe.
   El príncipe Daniel quiso poder mirar más y más lejos, hasta allá donde los cerros son azules. Sorpresivamente se encontró un par de prismáticos en sus manos. Al mirar por ellos su vista alcanzó hasta las montañas que estaban más lejos. Vio arbustos, flores, conejos, y, apurando los ojos, hasta vio las hormigas con su cargamento de mermelada para el invierno.
   -Tú que eres tan poderoso -pidió a su lente, sin dejar de mirar por él- permíteme ver la solución a los problemas de los mineros de Ecolosia.
   -¿No te das cuenta de que yo no te sirvo para ver lo que está cerca tuyo?
   El príncipe dejó a un lado su anteojo de larga vista, mirándolo sonriente. Buscó en los alrededores cercanos, poniendo toda la atención que pudo. No habían soluciones por ninguna parte. Sólo vio a una niña de pelo ondulado, cuyo rostro era más moreno que todas las personas que había conocido. Tenía una belleza diferente a la habitual. La niña estaba sentada en una roca mirando por unos prismáticos hacia los cerros lejanos.
   -A lo mejor buscas algo que está cerca tuyo -le dijo Daniel, de improviso. La negrita se asustó y dejó al lado su anteojo. Miró al príncipe y le preguntó, sin poder disimular su molestia:
   -¿Tú, quién eres? ¿Y por qué sabes que busco algo?
   -Soy el príncipe Daniel de Ecolosia, y sé que buscas algo porque buscas igual que yo.
   -Yo soy Adela, princesa de Liberalia -se presentó la niña, sonriendo levemente-. Estoy triste porque en mi país el aire apenas se puede respirar, y las calles están llenas de basura.
   Los niños empezaron a construir su amistad rápidamente. Conversaron durante horas, hasta que el sol quiso esconderse. Así fue como Daniel se enteró de que, en Liberalia, todas las personas tenían derecho a decir su opinión. No como en Ecolosia, en que las cosas tienen que expresarse de manera escondida.Recordó esa vez cuando se disfrazó de “niño de los azotes” para recibir el castigo que se había merecido.
   Adela y Daniel comprendieron que en su país funcionaba bien todo aquello que lo hacía mal en el otro. Entonces, tuvieron la idea de regresar cambiados entre sí, como visitas que, en país vecino, aprenden a tener lo que falta en el propio.
   Mientras la princesa negra iba hasta Ecolosia por el camino que le enseñó Daniel, éste se dirigió a Liberalia, siguiendo las indicaciones de Adela. Le picaban los ojos, y también la garganta, como si en el aire hubieran miles de enanitos con alfileres. Buscó un castillo como el suyo, con torres y puente levadizo, pero no había ninguno, pues todo era más moderno. Tuvo que preguntar a un anciano que estaba fumando sentado en la acera:
   -¿Dónde vive el rey?
   El hombre miró extrañado a un personaje tan blanco. Se fijó en sus ropas, que ya no se usaban desde hacía años, y sólo atinó a responder:
   -En su palacio. ¿Dónde más puede vivir?
   -¿Por dónde se llega al palacio? -insistió el príncipe, mientras un vehículo raro le tiraba una nube de humo.
   El viejo pisó la colilla y le indicó las calles que tendría que recorrer, pero le advirtió que no lo dejarían pasar. El niño corrió hasta el lugar indicado. El palacio resultó ser una casa muy grande, con extensos y descuidados jardines a su alrededor. La única puerta de la alta reja exterior estaba custodiada por dos policías tan oscuros como su uniforme.
   -Buenas noches -dijo el niño-. Quiero ver al rey. Traigo un mensaje de la princesa.
   Los guardias se miraron y después hablaron, los dos al mismo tiempo:
   -¿Dónde la tienes? ¿No sabes que la niña está siendo buscada por todo el reino?
   El príncipe ya se imaginaba preso y encadenado, cosa que seguramente le habría ocurrido si hubiera estado en un país como el suyo. Entonces, cayó en la cuenta del peligro que corría Adela, y sacó fuerzas de ésas que se guardan para estas ocasiones. Insistió tanto, que los guardias lo llevaron ante el rey Segismundo. No había corona sobre su cabeza, pero a Daniel no le importó ese detalle. El rey daba grandes pasos alrededor de la silla en que el niño estaba sentado tratando de sacar la voz:
   -Señor rey, creo saber cómo la gente podrá disfrutar la libertad que tiene en este país.
   Muy molesto, el rey se sentó con brusquedad en otra silla frente a él y le gritó:
   -Mi pueblo disfruta de libertad, niño entrometido -y agregó, bajando la voz-. Harías mejor en decirme cómo encontrar a mi hija.
   -Ella fue a Ecolosia a respirar aire puro, a beber agua y a mirar como se ven las calles cuando no están llenas de basura.
   Para Segismundo fue mucho. Hasta la libertad de Liberalia tenía su límite, y Daniel fue a parar a los calabozos subterráneos. Ya no quedaban presos, sino sólo un laberinto de celdas vacías. La distancia entre los barrotes permitió al príncipe pasar a la celda vecina, y a otra y a otra, muchas veces.
   Un barrote muy anciano dijo al príncipe :
   -Fueron tantas las ideas encerradas en estos subterráneos que, después de mucho, llegaron a reinar. Sólo me quedan recuerdos tristes y alegres de los sentimientos que acaricié.
   -Gracias, Barrote. Talvez tú sepas cómo llegar a los calabozos de Ecolosia. Son tan parecidos a éste. . .
   -Estás en uno de ellos -le dijo cariñosamente el pedazo de fierro-. Los calabozos no son de ningún país y son de todos, al mismo tiempo.
   Daniel sintió miedo por Adela, y puso gran fuerza en querer encontrarse con ella. Hasta tal punto, que pronto la vio, a un par de rejas de distancia. Estaba tirada en el suelo y lloraba. El príncipe se sentó junto a ella y besó sus lágrimas saladas.
   -El rey no quiso escucharme, porque soy una niña, y además, de otro color. ¡Es injusto!
   -Eso es lo que nos toca corregir -le dijo Daniel, y agregó-, tenemos que tratar de salir de aquí, ahora mismo.
   Juntando sus enormes ansias de libertad, alcanzaron a ver una pequeña abertura. Apenas pudieron pasar por ella. A lo lejos, divisaron el monte de la vida, muy alto y abrupto. Ya amanecía. Corrieron hasta acercarse al cerro y comenzaron a trepar con gran dificultad, por entre las espinas. Muchas veces tuvieron que bajar e intentar subir por otro sector. Al pasar cerca de unas grandes piedras sueltas, estuvieron a punto de caer a un precipicio. Cuando, finalmente, llegaron a lo alto del cerro, el sol ya estaba arriba. Se veían sucios y rasmillados, pero alegres. Estaban a salvo. Antes de volver a sus casas, se echaron a descansar sobre el pasto y compartieron sus experiencias en reino cambiado. Ahora podían reír.
   Esta vez, bajó cada uno por su propio sendero.
   El rey Luis y la reina Luisa se sintieron aliviados al ver llegar a Daniel. Pero, más contento se puso éste cuando les escuchó decir :
   -Anoche hemos aprendido que los trabajos pueden ser realizados por personas libres, en condiciones dignas. Todo empezará a cambiar en Ecolosia.
   Necesitaba contarle esto a Adela. Se veía junto a ella, diciéndoselo, en todas las formas imaginables. El tiempo transcurrió muy lento, hasta el día siguiente. Subió al monte más temprano que de costumbre, y encontró a la princesa, radiante de felicidad.
   -¿Sabes? En Liberalia han empezado a limpiar las calles, y a usar otro tipo de envases, y a no ensuciar el aire, . . . Ðse atropellaba por decirlo todo. También Daniel le contó lo suyo, de una manera distinta a todas las que imaginó.
   Los niños se tomaron de las manos, compartieron su alegría a través de los ojos, y se pusieron a correr y a saltar.
   . . . Y se cuenta que cada mañana vuelven al monte de la vida, que con niños brincando se ve más alto aún.

 
   El viento

   Empecé siendo el bufón de la corte. Eso mismo me condujo después a convertirme en mago, para mi desgracia, porque el rey se lo creyó. Me dio la orden de llevarle el viento de la pampa nortina hacia las praderas del sur, cuyo territorio es excesivamente calmo. El rey me amenazó con decapitarme si no lo lograba. Y hasta me dio un plazo. Le tuve que decir que lo haría. Con eso, lo único que estaba logrando era ganar un poco de tiempo.
   Fui a consultar a un mago de verdad, quien me advirtió que por una cosa así tendría que pagarle un buen precio, pues él emplearía al máximo sus poderes. Se le salió que iba a comprar un ventilador a pilas. Entonces lo mandé al diablo. No me sirve así, si además tengo que pagar tan caro. Aprendí que no hay magos que sepan trasladar el viento a otros lugares. El rey tendría que quedarse con las ganas. Pero, no iba a ser yo quien se lo dijera.
   -Sí, majestad -es lo único que podía decirle. Y aproveché de contarle el último chiste, para suavizarlo un poco. Se rió a carcajadas y se alejó diciendo:
   -¿Y el viento del sur..., cuándo...?
   Yo no sabía qué hacer. Acudí a la casa de uno de esos sabios modernos, uno que se hace llamar Meteorólogo. Le planteé con sinceridad mi problema. El tipo no podía parar de reírse. Tuve que irme así, humillado.
   Intenté de todo. En una inmensa botella eché viento de la pampa y la tapé con prontitud. Me la llevé al sur, con toda la rapidez que pude. Entonces la destapé y pude comprobar que el transporte no resultó, pues el viento se murió en el camino.
   Hice una grabación audiovisual en el norte. Llevé ese viento electrónico hacia el sur y lo proyecté, con algunas dificultades. No causó ningún efecto.
   Hasta que di con la solución. Trasladé una parte del paisaje desde el sur hasta el norte. Bastó con unas pocas hectáreas. Entonces, fui con el rey a ese norte que quedó disfrazado de sur. Tuve que pedir al cochero que diera muchas vueltas para que así el monarca se desorientara, y no se diera cuenta cuando empezaba a dirigirse hacia el norte. Cuando llegamos al sector del experimento, el rey quedó fascinado.
   Así fue como mi cabeza se salvó.

 

Los pródigos

                                    "Estaba perdido y ha sido encontrado".
   Lucas 15,32

 
   El niño pródigo

   ¡Qué ganas de vivir! Necesito dinero y libertad.
   La vida me ha prometido darme ese dinero y esa libertad..., en muchos años más. Pero, es ahora que los necesito. Y es mi padre el que administra eso. Tengo que hacer algo para apurar las cosas.
   -Papá -le dije, una mañana de primavera-. Quiero empezar ahora mismo y no después que esté viejo.
   -¿Empezar qué cosa, hijo?
   -A vivir la vida.
   -Muy bien -rió- puedes vivirla todos los días.
   No pude hacerle ver que la vida no está aquí, sino en otra parte, y que he de buscarla.
   Al año siguiente se repitió la escena, y así también el año que vino después. Pero, esa vez yo había llegado a la mayoría de edad, de manera que él no pudo oponerse a darme la herencia anticipada. Ni a dejarme partir.
   Me embarqué en una nave y conocí muchos países. También conocí el amor de las mujeres fáciles. De verdad, lo pasé muy bien durante un par de años. Viví a cuerpo de rey con una mujer lindísima, de la cual llegué a enamorarme perdidamente.
   Tuvimos que empezar a cuidar los gastos porque el dinero se me estaba terminando. Un día, la mujer me dejó. Fue entonces que supe lo que es la tristeza, y beber lágrimas. Y como si eso fuera poco, también pasé hambre.
   Busqué trabajo y lo único que encontré fue el de cuidar chanchos. Era algo asqueroso, pero por lo menos me pagaban algún dinero para alquilar una pieza muy pequeñita, y sucia como la pocilga. Hasta me alcanzaba para comprarme un poco de pan, pero no mucho.
   Empecé a comerme la comida de los chanchos, sin que nadie se fijara. Hasta que una vez el patrón me descubrió y me despidió. Quedé en la calle, en pleno invierno.
   Decidí esconderme en un barco y volver a la casa de mi padre. Durante los días que duró el viaje yo iba pensando que no tenía derecho a llegar así donde mi viejo. No sabía si acaso iba a atreverme. Le pediría que me dejara cuidar sus chanchos y compartir con ellos su comida.
   He aprendido mucho durante esta aventura.

   El padre pródigo

   Cuando mi hijo menor me pidió dinero y se fue a vivir la vida en otra parte me dio una pena atroz, pero lo dejé ir porque no pude seguir oponiéndome. Habían sido muchos años de conflicto en que hice todo lo posible por obligarlo a tener una actitud decorosa. Sé que falté gravemente a mis deberes. Sé que debí haber sido más enérgico, aunque hubiera tenido que amarrarlo. También sé que mis amigos y conocidos me lo reprochan, aunque no me lo dicen directamente.
   He esperado largo tiempo la llegada de Manuel. Algo me dice que él tendría que darse cuenta de que cometió un error. Todos los días salgo a encontrarlo al camino. No vaya a ser cosa que alguien del pueblo lo vea venir e intente agredirlo; tan odiado es.
   Hoy he salido nuevamente al camino y veo venir a alguien a lo lejos. Me aproximo a esa persona, pensando que ha de ser mi hijo. Cuando está cerca, empiezo a correr. Quiero abrazarlo, lleno de felicidad, y llevarlo a nuestra casa. Sé que ya nadie podrá hacerle daño, pues es mi hijo.
   Ya está muy cerca, y me mira asombrado. No es él; es otra persona, y sigue su camino.
   Todos los días vuelvo a casa solo, confiando en que mañana será la ocasión.

   El hermano pródigo

   Arreboles juguetones despiden al sol. Yo también me voy yendo a casa, después de una cansadora jornada de trabajo en el campo de mi padre. He dedicado mi vida a cuidar animales y hacerlos engordar. Siembro para cosechar y cosecho para poder sembrar de nuevo, año tras año. Así, mi padre ha podido tener una casa digna de él, con las comodidades necesarias. Y ha podido adquirir las lujosas vestimentas que ofrecen los mercaderes.
   Desde que se fue Manuel, me ha tocado más trabajo. Si algún día mi hermano volviera y trabajara, creo que todos tendríamos un mejor pasar. Eso, si se atreve a volver después de la vida que ha llevado. Creo que mi padre jamás podría aceptar a Manuel, que según he podido averiguar, dilapidó toda la herencia que supuestamente le correspondía. Mientras aquí yo me gano mi pan con mucho esfuerzo. Se puede decir que he estado trabajando para mi hermano. Para que disfrute del vino y de las prostitutas. ¡Qué injusta puede ser la vida! Quizás yo también debería tener el coraje de mandarme cambiar y huir de la monotonía, que ya me está aburriendo. Pero, no le haría eso a mi padre. Además, ya no soy tan joven. ¿En qué se me ha ido la vida? Ni siquiera he podido quitarle algún tiempo al trabajo, para buscar la risa. Ni tampoco he sido un conquistador de mujeres porque siempre tuve miedo al rechazo. Me parece que mi padre gastó en mí toda su fuerza represiva, y no le quedó nada para Manuel.
   Al acercarme a la casa, siento un tremendo alboroto. Música y cantos a lo lejos.
   -¿Qué está pasando en esta casa? -le pregunto a un criado en cuanto lo tengo cerca.
   -Es que llegó Manuelito, y su papá está tan contento que hizo matar un novillo -me responde. Entonces, me da rabia tanto premio para el peor. Me doy cuenta que he desperdiciado mi vida cumpliendo siempre a pie juntillas las normas de mi padre.
   -Hijo, entra -me dice él , sonriendo como si todo estuviera normal-. Ven a celebrar la llegada de tu hermano.
   -Todos estos años te he sido un hijo fiel, y nunca me has permitido hacer un asado con mis amigos-. Al decir esto me siento más imbécil que nunca y me dan ganas de morirme ahí mismo.
   -Mis cosas son también tuyas -me responde cínicamente, y me deja aun peor, como un apéndice suyo. Quiero ser capaz de cortar la esclavitud hoy mismo. Irme lejos, muy lejos. Ser libre, aunque se me haya olvidado cómo es eso de disfrutar. Por lo menos, quiero poder sacarme el yugo y romperlo a patadas.


  Tercera parte.- Las historias de Fabián

   El niño Fabián

   Hay una habitación que antes me daba terror. Es igual que cualquiera, pero creo que una vez me asusté por una sombra que parecía persona. Después, nunca quise entrar de nuevo.
   En cambio, en la pieza de jugar, siempre se está contento. Muy contento, como para cantar. Pero, todavía recuerdo lo que me pasó esa vez, cuando no vi un hoyo que había en el suelo y caí al primer piso, y en este sector la casa no tiene escala.
   En el primer piso hay un pasillo que tampoco me gustaba. Como lo veía lleno de puertas, me daba miedo de que saliera alguien desde alguna de ellas. Nunca salió nadie, pero eso no quería decir que no pudieran venir algún día.
   La rabia estaba prohibida en esta casa, y parece que en toda la isla. No sé quién es la persona que se instaló para poner reglamentos.
   A veces siento un barullo que no logro sofocar.
   Desde muy niño me ponía a imaginar que cerca de mi casa había un inmenso castillo, fortaleza de paredes altas, rodeado de un foso de cocodrilos. Y cuán lindo sería mirar por alguna cerradura para ver cómo son los habitantes. Hasta alcanzaba a ver, aunque de lejos, una ventana de ese castillo. Y unos niños jugando contentos al otro lado de esa ventana.
   Una vez salí de mi casa, para ir al castillo. Y me pilló la lluvia, estando sin paraguas. Ahora lo uso siempre, aunque no llueva.
   Me molestaban por ser amigo de una niñita. Traté de que nadie se diera cuenta. Ella se llama Lázara. Otro niño más grandote, agresivo molestaba a Lázara. Le tiraba las trenzas, la hacía llorar. Yo la consolaba y trataba de que el otro no la molestara. "Si intento pegarle", decía yo a mí mismo, "salgo perdiendo, y queda de manifiesto mi derrota, y el castigo sería peor para Lázara".
   Hasta hoy, ocurre a veces que me pillan con Lázara, y entonces me ponen al lado de la ridícula, una disfrazada extraña. Los disfrazados, a veces son confundidos con personajes distintos. Salir disfrazado es casi lo mismo que quedarse en la casa.

   La princesa olvidada

   Entre cada cucharada de sopa, yo escuchaba el cuento del príncipe y la princesa. Quien me lo estaba contando era Anunciación. Es así como se llama la nana de mi casa. Tuve que aceptar la comida porque el relato me estaba entreteniendo.
   Ella me explicaba hasta los más pequeños detalles de cada escena. Describía cada una de las flores que, según ella, estaban expuestas encima de sus tallos. Imaginé las flores como las del jardín de mi abuela, y hasta creí ver una luz invisible que las flores emitían.
   No sé cómo funciona dentro de la mente eso de recibir un cuento, pero me llegaba hasta muy adentro el amor que unía al príncipe y a la princesa del reino vecino. Según Anunciación, ellos nunca se veían, ni tampoco se les permitía estar cerca.
   En ese entonces, yo admitía sin reservas que pudiera producirse ese grado de amistad entre dos personas que no se visitaban. De todas maneras, la nana me explicó que en ese tiempo ni siquiera se pensaba que pudiera haber ordenadores, tal como existen ahora.
   Al escuchar la narración, yo seguía adornando los acontecimientos, imaginando las cosas, un poco más allá de lo que Anunciación me contaba. Siempre me ha gustado descubrir algo que se esconde entre los asuntos que me cuentan. Es así como lo necesito.
   -El príncipe y la princesa vivían encerrados cada uno en su palacio -siguió contando la nana.
   Imaginé que yo era el príncipe, encerrado en un castillo, dentro de una fría mazmorra, detrás de duros barrotes de fierro. En cambio, la princesa estaba en una habitación y, en vez de puerta, tenía varias delgadas columnas de seda, adornadas con hilos de oro. Unos feroces guardias no permitían acercarse a ella.
   -¡Fabián, abre la boca! -exclamó Anunciación.
   La abrí todo lo que pude, como dando fuerza a mi decisión de salir libre. Al mismo tiempo, quería seguir escuchando el cuento.
   En mi prisión, quise tener una lupa para agrandar los espacios pequeños. Con su ayuda, podría salir libre a través de algún diminuto agujero. Después, me pareció que eso era demasiado fácil. Supuse que el rey me pondría más dificultades y obstáculos. Claro que sí.
   Mi celda estaba oscurecida por un sol negro que proyectaba mi sombra clara sobre el suelo de piedra. Me aferré a ese único trozo de luz, que se movía conmigo, sin dejarme solo. Estaba convencido de que esa claridad me ayudaría a ser libre.
   Era grandioso ese momento en que yo me escapaba de la cárcel. Salía desde una caverna que estaba en el fondo del mar. Ya no me bastaban las puertas y agujeros. También salí desde el agua, con fuerza hacia la playa, montado en un caballo marino.
   -¿Los caballos marinos tienen herraduras? -pregunté.
   -¡Come y calla! -respondió Anunciación-. Si te vas a poner a pensar en cualquier tontera, mejor no te cuento nada.
   -¡Cuéntame! -exigí, a pesar de que un caballo marino no es ninguna tontera.
   La nana siguió hablándome del rey, con su corona y su capa roja. Para mí, era como tenerlo ahí mismo. A medida que continuaba el relato, tuve que asumir que todavía yo estaba tras la reja. Y al otro lado, podía ver al rey con un manojo de llaves en su mano.
   Una enorme y peligrosa araña se estaba acercando al rey. Entonces, me saqué un zapato y lo estrellé con toda mi fuerza contra el asqueroso animal. Era un bicho negro, con largas patas. El hombre de la capa roja me miró asustado primero, y agradecido después.
   -Fabián, no estés tirando zapatos en la pared -volvió a interrumpir Anunciación.
   En ese momento, yo estaba muy ocupado en salir a buscar a mi princesa, corriendo por senderos y puentes, antiguos y nuevos al mismo tiempo.
   -Fabián, bájate de la mesa.
   Así transcurría mi hora de almuerzo, día tras día.
   Fue pasando el tiempo y ya no recuerdo cómo terminaba ese cuento del príncipe y la princesa. Quizás Anunciación no lo alcanzó a completar.
   Aún así, nunca he dejado de buscar a la princesa, que vive prisionera en un reino remoto. Eso sí, después de unos años, ya aprendí a no subirme arriba de las mesas, ni de los sillones.

   Humedad en la muralla

   Me sorprendo al ver dos hilos de agua que bajan por la pared. ¿Alguna cañería rota...? No... Son flujos de lágrimas que parten desde los ojos del retrato de mi abuela. Siempre me llamó la atención la sonrisa de tristeza que ella muestra. Murió hace años. Y ahora..., ¿su retrato se pone a llorar? ¿Cómo saber qué intenta decir? ¡Ah...! Puede ser por mi tío Hernando.
   Tomo el teléfono y lo llamo.

   De encierros y libertades

   No sé cómo llegué a estar prisionero. ¿Lo olvidé? ¿Nací de esta manera?
   Siempre miro hacia adelante, y veo el inmenso ventanal, imposible de traspasar. Incluso, intenté el truco de pasar por debajo, pero no resultó. El vidrio llega hasta el suelo. Ni por arriba, ni por los lados, ni por ninguna parte pude ingresar al mundo exterior, el novedoso.
   Caminé hacia mi izquierda, buscando la ansiada apertura, hasta que mi mundo actual llegó a su límite. Comprendí que tendría que ir por el otro lado. Di media vuelta y me fui por donde había venido. Pasé por el punto de partida y me seguí alejando muchos metros, hasta llegar a una especie de precipicio.
   Por una escala muy empinada bajé hasta el nivel inferior, pensando que ahora sí, tendría que haber una pasada. Fue inútil. No la había. Volví a mi mundo, cada vez más oscuro.
   Por lo menos, recordé algo de mi vida, cuando aún no caía en la prisión. Sí, en una oportunidad no encontraba la llave de mi casa. Se quedó adentro cuando cerré. Le había puesto tantas protecciones a la puerta, llaves, candados, cerrojos y trancas, para que nadie pueda entrar sin mi permiso. Tantas fueron, que yo mismo me quedé afuera. Un día, ya no pude entrar más a mi casa.
   Después de eso, recordé cuando estaba viviendo en una casa ajena. Como un huésped de paso, sin saber de dónde venía, ni cuándo había llegado, talvez pocas horas antes. Tampoco podría decir cómo llegué a esa casa. Me sentía bien y en paz. Nadie me molestaba ni yo incomodé a nadie, como en tácito convenio. La gente que siempre vivía en esa casa no alternaba conmigo. Su hospitalidad era casi fantasmal.
   Me gustó mirar los retratos, muebles y antigüedades vigentes que enlazaban esa casa conmigo mismo. Vi cómo una botella de base cuadrada y largo cuello se inclinó respetuosamente y dejó caer su contenido en una copa estilizada.
   "Mañana lloraré de sorpresa", me dije, aquella antigua vez, y también lo digo ahora, aunque no sé cómo será eso. Esa duda de hoy es la que alimenta el asombro que vendrá.
   Aquella vez comprendí que debía irme dentro de poco tiempo, pero no sabía dónde. Tal como pienso también hoy. Y eso es todo lo que recuerdo.
   Y ahora, acá..., un gran muro se levanta ante mí y no me deja pasar. Me acerco a la puerta de vidrio irrompible, cerrada por fuera con siete llaves y un candado, además de la tranca superior y la tranca inferior. Y eso no es todo. Tiene además un pestillo, una aldaba y un picaporte. Me pregunto cómo saldré de aquí. He intentado en vano romper la puerta.
   Ni siquiera soy como todas aquellas personas que no pueden salir de día. Tampoco son libres. Están encerradas y no se las deja asomarse. Tienen algo que decir pero no pueden. Durante la noche, cuando todos duermen, esas personas salen de su relegación. Viven. Se meten por todas partes. Juegan todo lo que no han podido jugar. Se disfrazan. Se corretean. Disfrutan. Juegan a asustar a la gente. Se cambian unas por otras, cuando están a punto de ser descubiertas. Son muy desordenados. Conversan y recuerdan cuando estaban guardadas. Se preguntan cómo será esa vida de vigilia, tan rara y olvidada. Concluyen que no tienen acceso a esa oscuridad del día.
   Muchos deben creer que me he estado entreteniendo durante toda mi condena.
   Hacia un costado, y bien alto, está la pequeña trampilla por donde me llega el aire que me envían. Me subo, poniendo mis pies en las pequeñas salientes de las piedras, que como improvisados escalones me llevan hacia ese pequeño orificio cuadrado. Me afirmo con mis manos en los barrotes para no caerme. Afuera está la gente divirtiéndose. Los niños deslizándose por los toboganes, o recorriendo las calles en bicicleta, o simplemente en los escaños besando a las niñas. Cantan, ríen, saltan y se expresan con una facilidad tan increíble que desde acá percibo cada una de sus vibraciones.
   Necesito bajarme de ahí, ahora, con urgencia. Por las mismas piedras conocidas, llego de nuevo al suelo. Me doy vuelta completamente y miro hacia atrás, porque no quiero seguir viendo esa pared que cree comunicarme con el mundo. Surge otra realidad muy distinta. Por extraño que parezca, en este lado no tengo límite alguno. Sólo veo las paredes laterales que se extienden hasta el infinito. Todo el espacio entre ellas se abre para mí. Puedo caminar, correr, a gran velocidad. Estoy obligado a hacerlo, porque es mi única escapatoria posible. Avanzo así durante horas, días, semanas. Es un camino que me pertenece. Mi prisión ha quedado atrás. El mundo se me empieza a abrir. Me lleno de expectativas.
   Una vez, entablé amistad con un caballo blanco que se me acercó, el cual me permitió montarlo. Entonces, se me ocurrió la solución a mi problema. Llegaría al mundo nuevo por el lado de atrás, dando toda la vuelta al planeta. Eso era una gran idea. Cabalgué días enteros, y sólo le daba descanso al animal durante las noches. Se me anduvo aburriendo tanto, que hasta me habló. Y me convenció que todo su esfuerzo no iba a valer la pena cuando llegáramos al océano. Nos volvimos. Muchos días después ya estábamos de nuevo frente al vidrio. El caballo me contó que él ya estuvo al otro lado en una oportunidad. Casi me morí de envidia. Un simple caballo no podía superarme así. Le exigí que me dijera cómo lo había logrado.
   Después de mucho hacerse rogar me dijo que cerrara los ojos y pensara en ese mundo que me atraía tanto. Pero, que lo hiciera con mucha fuerza. Con una enorme cantidad de energía. Que concentrara mis ganas de estar al otro lado.
   Así lo estoy haciendo. Y aunque todavía me falta fuerza para superar el obstáculo, por lo menos ya tengo la certeza de que lo lograré.
   Me pongo a caminar, correr. Estoy llegando a la vida, al conocimiento, al amor. Sigo corriendo. Mi destino no puede estar lejos. Al final del pasillo hay una luz que me indica la salida. Le pongo atención y llego finalmente al campo abierto. Soy libre. A la distancia, hay un letrero. Me acerco y lo leo. No puedo evitarlo, pues las letras son para leerlas.
   “Prohibido pisar el prado”, es lo que dice. Una pequeña limitación para acordarme que estoy en libertad. Otros letreros empiezan a desplegarse. Necesito leerlos. “No cortar flores”, “No entrar”, “No virar izquierda”, “Prohibido estacionar”, “Dirección obligada”, “No botar papeles”, “Acceso restringido”, “Cerrado por reparaciones”, “Sólo para mayores”, “Cuidado con el perro”.
   Si no me hubieran enseñado a leer, sería libre.
   Hacia cualquier otro lado, mi panorama es tan deprimente como lo son las casas oxidadas y otras feas y precarias construcciones. Es que no estoy ni siquiera en algún lugar histórico, sino simplemente en un suburbio inhóspito.
   Decido cambiarme de mundo. Parece tan fácil como avanzar, tratando de no pensar en todo lo que dejo atrás. Pero, la cosa no puede ser tan regalada.
   Frente a mí se ve un hermoso parque. Predominan las tonalidades verdes y amarillas. Una mujer atrayente, disfrutando la naturaleza, es el centro del paisaje. Concentro mi vista en ella, y entonces parece acercarse. Hasta da unos pocos pasos de ballet. Es un mundo atractivo el que se me presenta así, en forma gratuita, contrastando con el mundo en el que yo acostumbraba a estar.
   Veo una plaza de juegos. Tiene un gran letrero anunciando los derechos de los niños:
   "Todos los niños y niñas tienen los mismos derechos. Tener un nombre digno, y pertenecer a la nación. Ser comprendido y amado. No ser sometido a crueldad ni explotación. Ser prioridad para socorro en situaciones de emergencia. Tener comida, vivienda, acceso a la salud, juegos y actividades recreativas, así como también educación y oportunidades para su pleno desarrollo. Y aprender la amistad entre los pueblos".

   El descubridor de personajes

   Salí muy temprano a recorrer la isla, porque necesitaba descubrir caracteres que fueran, a la vez, típicos e insólitos.
   Al primero que vi fue al gigante. Un hombre que medía más de dos metros de alto, y también de cintura. Era imposible no verlo. Me di cuenta de que el hombre no lo pasaba bien.
   -Soy el que pongo la cara -me dijo el gigante-, y me tratan como a la más baja servidumbre.
   Este coloso daba buenos consejos, pero la gente no le hacía caso. Traté de ser amable con él, pero se sintió incómodo.
   Tuve que seguir mi camino. Un poco más allá vi a la anciana quejumbrosa. Una mujer que se preocupaba más de lo acaecido en otras islas, que de los sucesos de acá. Me atajó para conversarme agitadamente, llena de material nocivo. Hasta lloró de rabia. También traté de ser amable con ella, pero en cuanto pude me fui de ahí. No quería seguir escuchándola.
   En la cuadra siguiente estaba el jardinero del sector, regando el manzano..., con jugo de pera. Puse tal cara de extrañeza, que el tipo tuvo que explicarme cuáles eran sus intenciones.
   -Hasta fui a reclamarle al proveedor de la semilla -se lamentó-, pues yo compré semilla de árbol frutal, y quiero que dé peras.
   Le hice ver que un poco más allá él tenía un magnífico peral, a punto de secarse.
   -Sí, pero las peras que dio eran chiquitas -respondió-, y cuando se lo dije al árbol ése, se empezó a secar. ¡Así, no sirve!
   Me despedí del jardinero, y seguí mi camino. Un par de cuadras más allá, estaba el heladero. No me vio porque es ciego, pero me sintió pasar.
   -No logro vender un simple helado -me contó sus penas-, ni siquiera en los días de más calor, ni cuando salen los niños del colegio. ¿Qué está pasando?
   No supe responderle, ni tampoco se me ocurrió comprarle un helado, aunque hubiese sido uno de agua. En eso, llegó Lázara a buscar al ciego. Ella lo cuida con ternura y entrega gratuita.
   Metros más allá, había un camión estacionado. El trabajador municipal había descendido de él, y estaba fumando un cigarrillo de descanso. Para ello, se sentó en un desvencijado sillón, que alguien puso en la vereda, como el desperdicio de la semana. Cuando el hombre terminó de fumar, tomó el sillón con la fuerza de sus brazos, y lo echó arriba del vehículo. Se subió, echó a andar el camión, y se fue.
   Decidí dar por terminada mi búsqueda del día. Por hoy, ya tenía un pequeño mundo para comenzar.

   Diario de un hombre trastornado

   Día 1
   Este es mi primer día de reclusión por una supuesta enfermedad mental que no reconozco. Me tienen encerrado como un animal, sin ser menos que cualquier persona. En realidad, llegué hace ya algún tiempo, pero éste es el primer día en que puedo escribir. Me costó varias sonrisas conseguir un lápiz y un cuaderno. Lo logré, gracias a que me hice muy amigo de la enfermera. Ella es bastante seria, pero en el fondo es buena persona, y además se da cuenta que yo no soy peligroso, y que no me voy a enterrar el lápiz en un ojo, ni tampoco se lo haría a nadie.
   Abriré y cerraré muchas veces este libro testamento. En él pondré mis vivencias que todos considerarán anormales. Puedo escribir más libre, sin temor al rechazo, porque ya fui rechazado. No podría tener miedo de que me digan que soy loco, pues ya me lo han dicho. No me importa ser tan distinto. En el fondo, soy extremadamente original.
   No recuerdo en qué fecha estamos. ¿Qué importancia tiene? Sé que es invierno porque tengo frío y afuera llueve.

   Día 2
   He tratado de hacer amistad con otros, cuando estamos en el patio. No es fácil. Me parece que nadie quiere ser amigo de nadie. Cuando vamos al comedor les converso a los que se sientan cerca, pero me miran raro como si yo viniera de otro planeta. Están todos muy metidos hacia dentro, menos los dos de la mesa del fondo. Uno joven que ya no le queda mucho pelo, y otro de más edad, que casi no tiene dientes. Estos dos se ríen todo el día. Yo encuentro bueno que se rían de las cosas graciosas, pero no les basta. Cuando me senté con ellos, una vez, se rieron de mí todo el rato, y hasta las cosas más dramáticas les causaban risa.

   Día 3
   Parece que hiciera una eternidad que estoy aquí, y ya necesité ampliar mis horizontes. Es por eso que hace algunos días me filtré hacia el sector de las mujeres. Lo logré sin que se dieran cuenta los enfermeros. A mí, pueden decirme que estoy loco, pero jamás me volveré tonto.
   Tuve que entrar en aventura porque se estaba poniendo muy aburrida mi manera de vivir. Hasta le hablé a una pasajera, recluida como yo, pero con cara de alienada. Intenté contarle que no soy del interés de nadie, según me he dado cuenta, y que además, en mi sector nos obligan a acostarnos temprano, y eso me da rabia. No me contestó ninguna cosa pero alcancé a ver que ella anda trayendo una antigua foto arrugada, de cuando era linda.
   No quiero contar en qué forma fue posible mi fuga. Es que si alguien lo lee, se me terminaría para siempre mi senda secreta.

   Día 4
   Vicky no se comunica con nadie. Su nombre lo adiviné al verlo escrito en la foto. Sé que ella siente y se da cuenta de las cosas, y que puede alegrarse y entristecerse, aunque no se note. Además de la foto anda trayendo un Rouge y lo cuida mucho, pero jamás lo usa. Comprendí mi razón de estar en este hospital siquiátrico. Dios me puso aquí para dar un poco de felicidad y amor a esta mujer, y sanarla. La amo.

   Día 5
   He visitado a Vicky varias veces en las últimas semanas. Le cuento todas mis cosas, que no son muchas, y las repito siempre. Ella no dice nada, pero me escucha desde su mundo lejano. Puedo decirle lo que quiera, y sé que no se va a molestar. A veces me he atrevido a hacerle insinuaciones, y le recito unos poemas de amor que aprendí de niño y que nunca he olvidado. Lo más fabuloso es que la he hecho sonreír, por primera vez, después de muchos intentos. Me ayudó la primavera, que ya está en todo su esplendor.

   Día 6
   Ayer me metí en la cama con Vicky. Después de mucho tiempo de vernos a escondidas, esto es lo mejor. No hacemos nada, simplemente estar juntos y compartir el aire. No es cualquier aire. Todo su entorno tiene algo de ella.

   Día 7
   No sospecho qué antiguo sufrimiento hay en Vicky, ni quién tendrá la culpa. Ella no me ha hablado aún ni una sola palabra. Hoy lloró por primera vez y me dejó la camisa llena de sus lágrimas. Después se durmió y así la dejé, en su cama, y me escabullí hacia mi sendero escondido.

   Día 8
   Fui sorprendido en la cama de la Vicky. Esto me significó que me llevaran a una humillante celda de castigo. Ella quedó desesperada, abriendo unos enormes ojos. Nunca la había visto así.

   Día 9
   Me vigilan. Hace muchas semanas que ya no logro ir a ver a la Vicky. Estoy esperando que la oportunidad se produzca cuando el enfermero se aburra de estar siempre cerca mío cada vez que salgo al patio. Sé que Vicky me ama, aunque no me lo ha dicho, pues nunca dice nada. La veo de lejos en el patio, a través de unas rejas, y trato de encontrar su mirada perdida.

   Día 10
   Vicky ha muerto. Ahora están todos enloquecidos en este hospital. Eso me facilitó invadir secretamente el sector de las mujeres. Fui a la pieza de la Vicky, y ahí estaba su cuerpecito blanco y frío. Pienso que talvez necesitaba irse. Tomé el Rouge que ella tanto quería y le pinté los labios. En eso me pilló un enfermero, y fui a parar nuevamente a la celda de castigo. Ya no me importa. Lo único que me duele es que no veré más a Vicky, y no alcancé a sacarla del silencio.

   Día 11
   Hoy fue el funeral. Hubo una misa en la capillita, que afortunadamente está en el lado nuestro, así que no me fue tan difícil llegar. Le llevé a Vicky una rosa roja que me robé. Casi me echan de ahí, pero un pariente de Vicky me salvó. No son muchos sus parientes, ni recuerdo que la hayan visitado, tampoco. Cuando fui a comulgar, el cura se negó a darme la hostia. Entonces le dije “¿Te crees el dueño de Dios?”. Me enfurecí como un energúmeno y le rasgué la túnica. Me sacaron de ahí en camisa de fuerza, mientras yo gritaba “Cura desgraciado”, y me llevaron a la celda de castigo. Entonces, lloré y lloré, hasta que me dormí.

   Día 12
   Vicky vino a verme a mi pieza. Estaba linda, como en la foto. Le di su Rouge, y ella misma se pintó los labios. Me sonrió, y se fue sin decir nada.


  Cuarta parte.- Más humano que los humanos

   Memorias de árboles

   Soy una semilla tan pequeña, que tuvieron que ponerme dentro de un sobre, para emprender este viaje a la capital. Ahí voy, tranquilo, en el fondo de la cartera de una mujer joven.
   Muchos trataron de convencerme de que no debía correr riesgos. Me asustaban, anunciando un futuro espantoso, con horribles estructuras de hierro, destinadas a asegurar mi rectitud. Me advirtieron que seré regado por las lluvias de los perros y de los borrachos. Y que los enamorados me clavarán cuchillos. Me dijeron que, una vez al año, estaré al borde de la muerte cuando me poden sin contemplaciones.
   Nada de eso me importa, pues de todos modos quiero vivir. Y llegar a ser un frondoso árbol, cuando sea grande.

         * * *

   Dicen que tengo paciencia. Y es cierto. Me reconozco así, pues han transcurrido muchísimos años y yo sigo esperando mi momento.
   También dicen que tengo fortaleza. Me pongo incómodo al tratar de aceptarme algo tan bueno, pero a decir verdad, ni los huracanes más violentos han logrado echarme al suelo.
   De cualquier forma, cuando me presento prefiero detenerme en los detalles. Mostrar mis hojas. Son alargadas y un poco curvas. Me gustan así. Algunas de mis ramas se ven como si estuvieran secas, supuestamente sin vida. Pero, si se las mira bien, aun están verdes y frescas con savia vigorosa, y pueden verse sus brotes. Sin duda, no moriré este otoño.
   En mi tronco está impresa la declaración de amor que el anciano Eustaquio escribió cuando era niño. Con un afilado cuchillo dejó una constancia duradera en mi piel. Fue doloroso, pero ahora lo disfruto. Son simples letras que intentaban retratar a la niña hermosa que fue esa misma mujer que después se fue arrugando como una pasa. Yo sigo mostrando ese corazón, y espero que un día vengan el viejito con la viejita a decirse una vez más sus palabras de amor.
 

   Me parezco a una piedra

   Me parezco mucho a una piedra,
   aunque algunos no lo dirán;
   ha de ser por tanta dureza,
   que a cada instante duele más.

   Disfruto un poco avergonzado
   un paisaje tan natural,
   siendo como soy un guijarro
   del camino que no he de andar.

   Me parezco mucho a una piedra
   que está derribada en el suelo;
   los lastimeros me golpean
   con tristes zapatos funestos.

   También me parezco a una piedra
   en la callejera batalla
   si no me oculto en la presencia
   de airadas manos que me atrapan.

   Vuelvo a ser apagada piedra
   cuando me resbalo hasta el fondo
   de la basura densa y negra
   del pantano más asqueroso.

   Vuelvo a ser una piedra fría
   si estoy en rigor espantoso
   con una sonrisa extinguida
   en mi boca y en mis dos ojos.

   Soy una piedra si resisto
   las estructuras colosales
   en que habita el ruin señorío,
   con la misma careta de antes.

   De igual manera, también sirvo
   para construcción generosa
   de los prudentes edificios
   en que progresen las personas.

   También lo soy cuando cobijo,
   con admiración y respeto,
   por largos y cansados siglos,
   las frías tumbas de los muertos.

   Siempre fui la piedra tallada
   por los más antiguos artistas,
   para asombro y feliz mirada
   desde remota perspectiva.

   Soy una piedra de valor,
   moldeada por un artesano,
   en brillante y lindo color,
   para el bien de los encantados.

   Sigo siendo valiosa piedra
   que adorna con brillo de soles
   toda femenina belleza
   en las festivas ocasiones.
 

   El mundo de los colores

   Los colores son como niños y niñas que juegan y coquetean. En cambio, yo soy como el verdadero abuelo de la chiquilla propietaria de este estuche y de todo su contenido. Hay un lápiz preferido de la niña, pues la representa. Es el rosa.
   Me encantan los colores. Son los que me hacen atrayente, porque yo me dejo atraer por ellos. Si soy capaz de admirar colores, los niños me admirarán a mí.
   Los personajes nos guardamos cuando nos vuelven a meter en el envoltorio. Empieza así la noche hasta cuando abren el estuche nuevamente y sacan algunos elementos. Los que no son escogidos reclaman como pueden, hasta integrarse a los hechos. Así, muchas veces.
   Una de las veces, despertamos en el colegio, en plena clase, hasta con intervención de profesora. Se produjo un diálogo entre nosotros, en voz baja y sólo lo indispensable.
   Otra de las veces despertamos en casa de la niña, supuestamente para hacer las tareas, pero eso no duró mucho. Quedamos los lápices tirados, y la niña se fue. Pudimos tener un diálogo más libre.
   A pesar de su edad juvenil, Rojo ya se había achicado, como un anciano. Así le ocurrió, de tanto subrayar.
   -Esto me pasa por trabajar tanto Ðle explicó a Celeste, que lo miraba hacia abajo, como si fuera un niño pequeño.
   Bueno, yo los admiro a ambos y me dejo atraer por ellos, aunque sientan demasiado orgullo, y para mí, un desprecio.
   -¿Crees que puedes llegar a ser algo más que un simple regalo de amigo secreto? Ðme preguntó Violeta, riéndose de mi traje elegante con botones dorados.
   Siempre me cuesta contestar estas cosas. Contengo demasiadas cartas de amor no escritas aún. Preferí irme hacia el cuaderno, pues disfruto intensamente mi recorrido por el papel. Es algo excitante, casi libidinoso. De sólo ver una hoja en blanco me empiezo a entusiasmar hasta tal punto que tienen que sujetarme para que yo no la mancille.
   -Puedo ser una caja de sorpresas -atiné a decir, tímidamente, al tiempo que volvía al escenario del conflicto-.Bastante más que adornar bolsillos de oficinistas, y de escritores.
   Esmeralda salió del estuche y me hizo callar, la muy atrevida. Me dijo que ellas vienen de la fuente de los colores y que eso es muy lejos. Que fluyeron como ríos brillantes con tonalidades puras, espesas y sutiles al mismo tiempo.
   -Y no le vamos a decir dónde, señor Parker -agregó Celeste- porque usted lo contamina todo con su negro alquitrán.
   -¿Acaso tú eres algo más que madera y un colorante? -le pregunté, enojado.
   -Sí, más que eso -me respondió-. Soy mi disposición a servir, en cualquier momento, a cualquier hora, con frío o con calor.
   Ya no quise seguir contestando. No he logrado asumir que el motivo de estar Aquí y Ahora es poder decir lo que me pasa, y dejar registrada mi expresión, durante todo el tiempo que sea capaz.
   Me agrada tener la habilidad de comunicarme con las generaciones antiguas, y con las próximas, que pocos vislumbran. Mientras me quede combustible no lo he dicho todo. Ojalá que mis kilómetros conformen una oración. Mi tinta sabe que llegará a ser un caudal de palabras. Ya se agolpan, con una tremenda necesidad de ser dichas. Y lo harán con paciencia y dignidad. Al ritmo que le imprima la batuta del escribiente, un verdadero escultor en tinta, descubridor de toda la riqueza escondida en un tintero de la historia.
   -No me puedo conformar -me dijo una vez Grafito, el lápiz negro, solidarizando conmigo-. La pesada de la Amelia desmiente todo lo que yo digo.
   -¿Te refieres a la goma?
   -Sí. Es una abusadora e injusta. Lo peor es que siempre la veo cuando se juntan los más detestables.
   -Especialmente ese tal Ramón.
   -Ese tipo tiene la mala costumbre de agarrarme por la cabeza con sus dos brazos poderosos, y me va ocasionando heridas y rasguños hasta sacarme sangre.
   -Él dice que saca punta.
   -Cuando puedo me escapo y voy a ver a Violeta, mi verdadera amiga. Sin ella no sé qué hacer. En cambio, cuando ella está, puedo vivir plenamente y ser yo mismo. Le cuento miles de secretos y ella se fascina. La acaricio y la beso. Ella también me besa.
   -Bueno, entonces ahí ya anda todo bien, ¿no?
   -Claro. Todo anda muy bien hasta que llega la Amelia. Entonces, no me queda más que irme derrotado, pensando en la horrible forma cómo estaría anulándome.
   Hasta ahí llegaron los diálogos de esa tarde. Al otro día despertamos en un piso de baldosas, que la brisa llenaba de arena cada cierto tiempo.
   -¡Qué lindo sería ordenar la playa! Moviendo granos de arena de distintos colores, y disponerlos en franjas de un color cada una -digo, pero nadie me hace caso.
   Las baldosas son casi todas blancas, menos las de los bordes y las de las gradas. Éstas son azules. De un azul casi iluminado, vivo, alegre, cálido si es que el azul tiene derecho a serlo. Con solo accionar un interruptor cambia el color de las baldosas, dependiendo también de la iluminación. La del sol y la artificial. Es así, como en determinados momentos pueden ser verde turquesa, o incluso un verde esperanza, a pleno sol del verano. En la noche, lilas, y hasta rojas.
   Algo muy raro dijo el estuche:
   -Desde el balcón el padre del fuego, con pincel vivo inventa los colores para rescatar la llave perdida en la eternidad subterránea.
   Pasé la noche pensando qué querrá decir eso.
 

   Autenticidad

   Yo era un niño azul. Al principio, mis papás estaban preocupados, pero después se conformaron, cuando vieron a los hijos de los vecinos. Había un niño rojo. Mis padres no querían que me juntara con él, pero eso no podía ser, porque todos estábamos integrados al grupo del barrio. Una de nuestras amigas era naranja; otra, violeta. También había niños amarillos, y distintos verdes. Y niñas magenta y turquesa. Hasta teníamos un niño índigo, el de la esquina.
   Mucho después supe que fuimos creados así para que en las rondas, girando, diéramos entre todos el color blanco divino. Al principio, así lo hacíamos.
   En ese tiempo, sólo acerté a darme cuenta de que el color lo contagiábamos a los otros que estaban muy cerca. Se producía un revoltijo. Cada cual quería dar su color a los demás, creyendo que el propio era el mejor color.
   Veíamos a los adultos, que después de tantos años, ya estaban en colores marrones, aunque no todos iguales. Unos eran de un tono castaño, otros pardo, otros caoba, otros beige, otros café, otros chocolate, otros canelo, y otros carmelita.
   Después que pasó el tiempo, yo también me fui contagiando de muchos colores, que empezaron a mezclarse. He llegado a ser un adulto del tipo castaño. Sin embargo, trato de no olvidar mi origen azul.
 

   El cóndor

   Una canción dice que yo paso. ¿Qué quieren decir con eso? También yo podría decir que todos pasan. Lo único que, realmente pasa, es que a mí me tienen para el trajín.
   Y como si esto fuera poco, me relacionan con la rapiña.
   Un liviano personaje de historieta se apropió de mi nombre, y ridiculizó mi estampa. Por lo menos, me puso simpático. Pero, eso no me deja tranquilo del todo, porque de aquí resultó que las equivocaciones empezaron a llevar mi nombre. No sólo las equivocaciones. Hasta las malas intenciones que derivan en desastre, también usurpan mi nombre.
   Y yo que me creía un pájaro muy importante, la máxima expresión en aves, y con un sitial en el mundo. Sin embargo, cuando empiezo a volar siento en cada ala unos tirones hacia abajo. Soy, en realidad, el símbolo de cómo se ven a sí mismos muchos humanos: Súbdito del halcón. Y orgulloso de no ser como el buitre.
 

   Fuerza envasada

   Soy un líquido dispuesto a volar. Vivo encerrado en una pequeña prisión de grueso plástico, abandonada junto a otras similares en un viejo galpón.
   Sé que tengo una fuerza interior capaz de vencer los más porfiados obstáculos, y que podré recorrer lugares hermosos hasta muy lejos. También me dará felicidad llevar alimentos a los rincones apartados. Disfrutaré llevando niños al colegio o participando en el triunfo de algún gran piloto de carreras. Aún no ha sido mi momento. Espero con ansiedad que alguien me saque de aquí para no morir de viejo, desvanecido y frustrado.
   Por fin, siento que abren la puerta de mi celda. A medida que gira la tapa, respiro cada vez más aire vitalizante. Puedo ver la luz cuando todo mi alrededor empieza a dar vueltas. Estoy bailando con alegría porque creo que llega mi libertad. Al mismo tiempo, me asusto un poco al ver el vehículo que tendré que mover, y esos rostros pensativos que se asoman por sus muchas ventanas.
   Caigo por un tubo y vengo a parar a otra cárcel, más insoportable que la anterior. Hay algo que me hace mover de un lado a otro constantemente. Creo que me voy a marear y no responderé de mí. De repente me deslizo aterrado por un delgado conducto, sin poder hacer nada para evitarlo. En este sector angosto empiezo a desmembrarme dolorosamente. Me arrastra un viento cálido que me tira con violencia a lo que puede ser mi última prisión. Me estoy quemando. Viene un monstruo que me golpea y me manda al infierno en medio de un tremendo ruido que no deja escuchar mi llanto.
   Ya estoy afuera. Nunca creí que tendría que morir para que la gente pudiera ir a su trabajo. Ahora que casi soy libre, quito el aire a esas mismas personas, en un intento de seguir existiendo. No las dejo ver, pero yo miro la ciudad, sintiendo la culpa de ser su parte más detestable. Quisiera escapar hacia lo alto, pero ya no me quedan fuerzas.
 

   Un billete

   Durante mi vida conocí a mucha gente, ricos y pobres. Ya estoy ajado, arrugado y envejecido, y tengo dos o tres cortes. Quiero relatar mis aventuras, desde que me gestaron en un banco. Y todas las manos por las que pasé.
   De mis primeros años no sé mucho. Lo más antiguo que recuerdo es haber estado junto a los demás de mi camada, verdes de mil pesos, limpiecitos y nuevos en el cajón del pequeño escritorio del cajero.
   Me entregaron a una viejecita. A mí solo. Tuve que separarme de mis hermanos. Conmigo iban unos azules, más grandes. En la cartera quedé guardado por un rato, doblado en cuatro. Y fui a parar a la farmacia. Desde ese momento, mi vida fue monótona. Ser dado de vuelto y ser entregado a algún pequeño negocio de barrio, una y otra vez. Por años. Nadie creía que yo sirviera para más.
   Hasta que caí en manos de un adolescente. Entonces, pasé a llamarme Mesada. Llegué a él con varios compañeros, casi tan arrugados como yo. De ahí, fui a parar a la boletería de un cine. Y seguí siendo vuelto.
   Curiosamente, mi último viaje fue al mismo banco de mi infancia, al mismo cajón, del mismo escritorio, del mismo cajero. Depositado por una viejecita muy parecida a la de mi infancia. Me puse contento porque creí que iba a encontrarme con mis hermanos. Pero, no. Ya no estaban. Peor aún, ahora me están llevando junto a otros muchos ancianos a morir en un horno, según escuché.
 

   Una situación peligrosa

   -¡Qué bella está la mañana! -exclamó, jubilosa, una rama de uno de los tantos árboles que hay en el pequeño bosquecillo.
   -Es de esperar que siga bella -le respondió una hoja de la rama vecina.
   -¿A qué vienen tus temores?
   -Es que desde aquí estoy viendo una de esas familias..., que viene llegando con sus enseres.
   -¡Ah! ¿Qué traen?
   -Nada menos que carne, carbón y una parrilla.
   -¡Oh, qué desgracia! Ya empiezo a rezar para que no armen un incendio.
   -Ya están haciendo el fuego -señaló la hoja, pues tenía mejor visibilidad-. Un trozo de carbón ha caído al suelo..., y no lo recogen.
   -Suerte la de ese carbón..., aquí lo estoy viendo.
   -Las llamas se acercan peligrosamente -dijo la hoja, después de un buen rato.
   -No dejemos pasar al viento.
   -Suerte la mía -dijo el trozo de carbón; hasta ahora me estoy salvando.
   -Tú y yo estamos llamados a ser un lápiz -propuso la rama al carbón.
   -Lindo será, cuando llegue ese día -respondió el carbón, un poco aproblemado por no poder volar hacia la rama, y porque ésta no puede desgajarse por sí sola.
   -En cambio yo... -se lamentó la hoja-, sólo serviré para una agüita estomacal.
   -Lo pasa bien esta gente -señaló la rama, un buen rato después-; toman vino, se ríen mucho...
   -Y hablan puras tonteras -completó el carbón.
   -Hay un niño que está escondido porque se hizo pipí -observó la hoja.
   -Y yo veo un lolo y una lola, escondidos también, acariciándose y besándose.
   -Cada cual lo pasa bien como puede.
   -Ya se va la familia -agregó el carbón, varias horas después- y menos mal que me dejan aquí.
   -Apagaron el fuego -dijo la hoja-, y sólo dejaron el olor a hastío.
   -Acá viene otro grupo humano -dijo la rama, dos semanas después.
   -Éste parece ser benigno -argumentó el carbón- ya que traen sandwiches fríos y bebidas.
   -Y hablan cosas cultas.
   -Oye, Carbón..., ¿escuchaste lo que dijo una de las niñas?
   -Sí, Rama. Le escuché clarito decir "con este carbón y una rama, yo podría hacer un lápiz".
   -Es fabuloso -exclamó la rama, agitándose para ser la elegida.
   -Te ha tomado a ti -dijo la hoja, muy contenta, viendo como ahora la rama y el carbón estaban ahora muy juntos, sobre una gran piedra.
   -"Necesitarías máquina para hacer un lápiz" escuché decir a alguien -aclaró la hoja, y eso fue lo último que pudo decir, porque alguien la sacó de su rama, la echó en una taza, y le echó agua caliente de un termo.
   -Te ha tomado a ti -dijo la rama, con tristeza.
 

   La gota de lluvia

   Entré por un agujero en un zapato negro del cuarenta y dos, en la Avenida Principal. Tuve que hacerlo porque la vida se estaba poniendo inhóspita. No había encontrado aún la manera de irme a algún sembrado y hacer germinar la semilla, incorporándome así a la planta y al fruto. Aunque después muera en algún desagüe antes de llegar al océano, eso ya no me importará. La fuerza que me mueve también me hace soñar, desde que venía cayendo a gran velocidad, entre el miedo de chocar y el placer de vivir intensamente.
   Después de recorrer pocas cuadras a pie y muchas en bus, el hombre llegó a un recinto más abrigado. Y yo con él. En algún momento había tenido que aferrarme a la suela para no caer al vacío, mientras el zapato trataba de no soltarse de la pisadera. Intenté escapar varias veces, extrayendo energía de un dedo del pie de mi benefactor. No logré la libertad, pues faltó calidez. Jamás perderé la esperanza de alcanzar algún día el mar.
   Parece que el tipo se aburrió de sentir el frío de la lluvia porque me tiró, con zapato y todo, cerca de una estufa destartalada. El fuego ardiente me hizo emprender el vuelo. Con mucha rapidez me evaporé y seguí una corriente en dirección a una ventana que tenía un vidrio quebrado. Ahora mi cuerpo es mucho más tenue. Ya estoy viajando hacia lo alto, volviendo a mi origen, en alguna nube desde la cual caeré en otra lluvia del mismo invierno.
 

   Una hoja de papel

   Dicen que aguanto mucho, y eso es muy cierto. Además, me complica bastante. El haber sido dotado de una paciencia casi sin límite me ha significado tener que afrontar situaciones dolorosas.
   Nací hace muchos siglos, proveniente de unos árboles frondosos. En mi más remota infancia fui escrito por primera vez, cuando un buen pastor copió en mí las más sabias palabras de amor. Así fue como yo decía, por ejemplo, "lo que Dios te susurra al oído, grítalo desde los techos". Y también se podía leer en mí "el reino de Dios ya está en vosotros".
   En aquel tiempo fui protagonista de discursos que dejaron huella. Todo iba bien, hasta que un mal pastor, a comienzos de la Edad Media, borró esas palabras. Para ello se las arregló usando unos productos raros que los alquimistas estaban probando.
   Mis lágrimas intentaron contrarrestar esa alquimia tergiversada, mas no lo lograron. Y he aquí que el mal pastor escribió en mí otras cosas, muy distintas a las anteriores, y nada de admirables. Me hizo hablar del pecado y de la culpa, además del fuego que nunca se apaga.
   El mal pastor copió en mí un concepto falso que leyó en la Epístola rechazada: "Cristo es el sumo sacerdote que derrama su propia sangre, en vez de la de chivos, para limpiar con ella los pecados de la gente".
   Todas estas cosas se siguen leyendo en mí. Es más, fui ensalzado en un concilio trentino. No he vuelto a aparecer en ningún otro concilio, pero sí en las homilías de este tiempo.
   Ya soy un antiguo papel amarillento, tostado y resquebrajado por el tiempo. Estoy próximo a morir, y por lo menos tengo el consuelo de que las malas palabras, escritas en mí, ya se están borrando por efecto del sol. Y las originales que añoro, están empezando a aparecer.
 

   El portal del templo

   Mi destino es ser vapuleado por toda clase de lluvias. La que viene del cielo, la que viene de los pordioseros ingratos que se descargan en mí, y la que viene de los carros policiales que, en tiempos difíciles, empujan la gente al templo.
   Después de algunas horas el sol me encrespa. Así transcurre mi vida. La mayor parte del tiempo me siento inutilizado, sin fuerza, descompuesto, golpeado, tironeado, bloqueado.
   Cuando miro hacia afuera siento la vida que quiere venir. Me gustaría ser vulnerable y dejar pasar a todos.
   Cuando miro hacia dentro veo todo tan oscuro y silencioso, que me lleno de esa tristeza, tan conocida para mí.
   Es un lugar desadaptado, que no se atreve a dejar que broten la alegría y el baile. Cada banco, cada vitral, cada cruz, apaga la danza y devuelve los cantos hasta las profundidades de los corazones.
   Todo sigue siendo así y seguirá hasta que alguien se atreva a contagiar su risa y su llanto a los púlpitos, que antes fueran agresivos y prepotentes.
   En los siglos transcurridos ha cambiado la vestidura de la gente, pero no su ropa lúgubre. Cambian los carruajes en que llegan los fieles, pero siguen llegando cerrados, como yo, y escondiendo las mismas cosas que yo. La vida sigue estando postergada.
 

   Una calle

   No son las grandes avenidas las que llevan el nombre de un personaje tan digno, sino sólo yo, una arenosa callejuela de un barrio pobre.
 

   La estación tecnológica

   Me llamo UKX6.3, soy el computador, y tengo toda la estación tecnológica a mi cargo. Soy un poco más que una máquina de calcular y de ordenar. Me dicen, con desprecio, Tonto Rápido. Pero, tengo mi inteligencia y soy capaz de recordar todo. Escucho y puedo expresarme. También gritar.
   Estoy programado. Obedezco las leyes justas y las injustas. Se supone que debo ser perfecto, pero ¿acaso alguien lo es? Yo también me caigo. Entonces tengo que empezar a deshacer todo. El drama ocurre cuando algún pequeño detalle oculto queda sin deshacer. Se transforma en un verdadero nudo que no deja fluir nada. Bloquea todo. Esto es igual que si se cae la Constitución. No hay nada definido que se pueda hacer. Por eso, siempre me cuido mucho para que no puedan botarme. Las tragedias humanas que ocurrirían en esa situación de abuso, no se podrían deshacer jamás.
   Para comunicación con otras islas, manejo una estación de radio. La gente manda mensajes. Todos quedan registrados, y no se borran jamás, aunque las cintas están arrumbadas, deteriorándose y llenándose de polvo.
   Hay también un dispositivo especial para llamar a la alegría cuando se aleja de la isla y se interna por mares peligrosos.
   Todos los días hago funcionar la estación repetidora. Mi ojo parabólico, que está sobre el techo, apunta hacia la isla más cercana, distante unos treinta kilómetros. Esta antena quedó ubicada detrás de un cerro, de tal manera que no vea el agua, y así no se maree.
   Hubo una vez un tirano en esta isla. Un personaje tan ajeno como abusador, que le puso una bomba a la antepasada de esta estación. Tuvo que ser reconstruida.
   A veces, me canso. Entonces, tienen que traerme mucha comida, y la devoro glotonamente. El tipo que me trae la comida es bien bruto, pero no falta.
   A pesar de la buena sensibilidad de mi oído, hay algunos mensajes que no los escucho, pues no alcanzan mi umbral de audición. Es lamentable porque me pierdo algo.
   A veces los susurros se pierden. Es como si se los hubiera llevado el viento. En esos casos, miro al horizonte, para todos lados hasta ver los mensajes escritos en el cielo, siempre que no se esté poniendo el sol justo ahí mismo.
   Pongo especial cuidado en no desvirtuar los mensajes. De repente, le pongo un poco, o me callo alguna parte que no me gustó, pero trato de decir todo. Es que no puedo. Si hasta se me olvidan unas partes. Si escucho incompleta la frase, tengo que inventar lo que faltó, pero tengo mucha experiencia en eso. Nunca he sabido que me haya equivocado. Trato de no quitar ni poner, pero no me resulta tanto.
   A la distancia veo un espejo mágico, utilizado también para la comunicación.
   El pájaro que está parado sobre un cable, ni sospecha que hay miles de conversaciones circulando a través de ese cable.
   Ha llegado a mí una asombrosa información: Habrá un nuevo emplazamiento, con unas antenas extrañas, para comunicarse con el futuro. Yo y mi futuro podremos hablar ahí. Por un teléfono especial y raro. Es una verdadera máquina para viajar en el tiempo. . . ¿Puede chocar? ¿Qué pasaría?
   Y en la isla existirá también una estación receptora, con una inmensa parábola, construída especialmente para recibir señales de seres vivos extraterrestres, desde una luna de Júpiter. Funcionará con energía solar.
   Y en cuanto a la TV local, ésta podrá mirarse con la ayuda de un control remoto especial, conteniendo un botón de zoom dando a la imagen cada vez más cercanía, o sea, agrandándola para ver mejor un detalle aunque eso signifique perder bastante del entorno.
   También habrá una nueva emisora de radiodifusión, con un panel de lucecitas de colores que cubrirán como un mapa toda la representación de la ciudad. Se encenderán con diferentes grados de intensidad. De repente, algunas se apagarán. Así se indicará la cantidad de auditores por sector. O sea, será el retorno inmediato para dar el rating sin comparar con otras radios.
 

   El tiempo

   Mi vida transcurre de manera apacible, casi siempre. Y eso que tengo flexibilidad, según Einstein, y según Dalí.
   Trabajando siempre, día y noche, sin vacaciones, y sin preocuparme de la jubilación que nunca vendrá.
   Unos tratan de apurarme. Especialmente los niños, pero no sólo ellos. Otros tratan de atajarme para que me detenga. Todo eso es infructuoso. Siempre mantengo mi ritmo regular.
   Una vez escuché decir que para divertirse hay que matar el tiempo. Yo no estaba muy convencido de eso, ni tampoco tengo instintos suicidas. Por lo demás, se supone que yo debería ser un preciado bien, aunque a veces me vuelvo contra la gente.
   Desde siempre, las horas, minutos y segundos están instalados en mí, y nunca querrían irse, sino que peor aún, en franca subversión, se dedican a hacer morisquetas, sin que yo pueda evitarlo.
   A un tipo le dio toda la rabia y se convirtió en un energúmeno. Agarró varias de mis horas, como siete creo que eran, y las mató en forma lenta. Para ser sincero, diré que las torturó hasta que dejaron de suspirar y cayeron inertes. No fue nada de divertido. Después, escondió los cuerpos, y hasta se olvidó dónde los puso, para que así nunca los puedan encontrar.
   Se entabló un juicio por ese delito, rotulado como Violencia-Innecesaria-Con-Consecuencia-De-Muerte. El tipo fue sobreseído porque el abogado encontró por ahí, en un cajón, una amnistía que le vino bien. De hecho, gracias a ella, cualquiera puede matar el tiempo sin que le pase absolutamente nada.
   No pierdo la esperanza de hacer justicia algún día.
   A pesar de todo, sigo yendo a acosar al asesino en una funa eterna.
 

   Aventuras de un bit

   Soy un bit de sexo masculino, o sea, un bitio, como acostumbramos a reconocernos entre nosotros. Formo parte de un grupo de trabajo integrado por tres bitios, incluyéndome, y cinco bitias, como llamamos a las bit femeninas.
   En este preciso instante estamos volando a una velocidad vertiginosa, la mayor que los seres humanos conocen, y que nos hace recorrer un tramo de sesenta kilómetros en apenas dos segundos. Me refiero a los segundos nuestros, porque los cronómetros humanos no se alcanzan ni a mover en tan corto tiempo. Quizás yo soy muy impaciente, pero cuando los humanos estiman que ha transcurrido la milésima parte de un segundo, mi reloj ya se movió en diez segundos completos. Y como si eso fuera poco, cada vez que me dicen “Espérate un minuto”, ya sé que mi paciencia ha de durar exactamente una semana.
   El caso es que este viaje es muy corto. Ocupa un tiempo mucho menor al que uso para relatarlo. Hace un rato, ya llegamos a la antena receptora, un inmenso plato que nos ha chupado con tanta fuerza que quedamos medio aturdidos mientras vamos bajando por una manguera que parece esófago. Esto es lentísimo. Supongo que llegaremos hasta la parte más baja del mástil. Menos mal que ninguno del grupo se separó, pues un percance como ése sería nuestra perdición. Nos han advertido que nos condenarán a muerte el día que uno solo de nosotros se aleje de los demás.
   Después de mucho rabiar contra las paredes de la manguera aquella, hemos llegado a una especie de estómago, que le llaman “Equipo”. Y, de hecho, hay un equipo de bitios y bitias cuya esclavitud es distinta a la nuestra. Ellos no viajan por el aire, sino que permanecen en tierra y están encargados de descifrarnos.
   Nos juntan a los ocho en una pieza, y escucho una voz que dice:
   -Desnudaos.
   Las pudorosas bitias intentan reclamar, pero no hay resistencia que valga. La encargada nos explica que nuestras ropas se han ensuciado con el ruido ambiental. En efecto, compruebo que eso es cierto. Nos sacamos la ropa.
   -Cinco hembras y tres machos, son una Ele -dice la funcionaria en alta voz para ser escuchada por el anciano bitio que anota en un papel.
   Nos pasan ropas limpias. Nos vestimos con rapidez, y nos mandan de nuevo a otra manguera igual a la anterior, pero ahora vamos hacia arriba. Nos han dicho que esta estación es repetidora, así que no nos podemos quedar en ella. Después de unos segundos llegamos a otra antena. Esta es de salida. Nos atrapa, y nos tira lejos.
   Muy pronto, nuestro vuelo empieza a perder altura. Todos los del grupo nos tomamos de las manos para no perdernos. Rebotamos en el agua fría de la laguna, y nuestro magnetismo nos vuelve a remontar. Ya estamos en una plato de llegada, pues estos viajes son demasiado rápidos. Bajamos por la consabida manguera, mientras nos reconocemos para comprobar que no falte nadie. Llegamos al equipo y, antes que nos digan, nos sacamos la ropa embarrada, porque estamos incómodos. Nos pasan ropa nueva, no sin antes constatar que el grupo está completo.
   -Somos Ele -le decimos a coro a la funcionaria.
   -Vosotros, callad -nos responde. Sin embargo, dice:
   -Cinco hembras y tres machos, son una Ele.
   Para mí no es novedoso. Ya lo sabía. Un viejo bitio toma nota, y me fijo que los grupos que venían antes que nosotros eran Hache y O. Y el que venía después, resultó ser A. No alcancé a mirar más, así que me quedé con sólo una parte del mensaje. Nos dicen que esta estación es terminal, y nos hacen pasar a un comedor.
   -Esperad un segundo para que vosotros mismos vayáis de vuelta, dentro de la respuesta.
   ¿Un segundo? Ya sé que eso es casi tres horas. Alcanzaremos a almorzar y a descansar un rato.
 

   La familia gramatical

   El sustantivo de esta familia es el abuelo. Se llama Lucas Gana Rojo. En su juventud fue un jugador de casino y de carreras , y también un frustrado militar, marcado por su nombre, igual que algunos naipes. Jugó fuerte y ganó tales cantidades que hubo de ser sacado en vilo por los matones del casino. Lucas Gana Rojo tenía un pacto con el diablo, que había quedado fraguado desde esa vez que la adivina lo contactó con el mismísimo representante del demonio en la tierra. Entre pailas, anafes, embudos, retortas y coladores.
   El sueño de Lucas era tener un hijo militar, pero no cualquier militar. Uno ganador, como el apellido lo indica. Por eso se dio cuenta que su heredero iba a necesitar un segundo apellido que lo fortaleciera. Cuando era un joven emprendedor, Lucas Gana Rojo había decidido casarse con una de las hermanas Guerra, que no estaban nada de mal, y así daría un buen nombre a su hijo, el que tendría que ser militar. Eligió a la más agraciada, llamada Bárbara.
   La abuela adjetiva siempre fue compañera inseparable de don Lucas. Aunque muchas veces lo hería y avanzaba hacia él con cara de poca amistad.
   Uno de los hijos que tuvieron, llamado Artemio, es el que nos muestra a la pareja.
   Pero, el hijo predilecto de don Lucas es Leonidas Gana Guerra, el que es como un verbo de acción. Entre batalla y batalla, Leonidas eligió por esposa a la suave Dulcinea Leal. Ella lo cuida y trata de mejorarle el prestigio. Quien muestra a la pareja es Estela, hermana de Leonidas.
   Los nietos son los que unen a ambas generaciones, que si no, estarían separadas por un abismo. Así, tenemos al pequeño Dante, que prepara las escenas, tratando siempre de relacionar a su padre y a su abuelo. Y también está su hermanita Nidia, la más chica de la familia, la que une a su madre y a su abuela.
   Los gritos y exclamaciones del vendedor ambulante, que pasa por la calle, se escuchan en toda la casa. Él es como de la familia.


  Quinta parte.- Las historias de Ramiro

   La casa de infancia de Ramiro

   Cuando fui niño me dieron una habitación del primer piso para mí. Tenía de todo, así que no necesitaba salir. Aún está adornada y es acogedora. Pero, me aburrí pronto. Y me aventuré por otras piezas.
   Hay un patio en la casa. Con otros niños jugábamos a esconderos detrás de los matorrales. Se veían muchos letreros en los prados, con un gran “NO”. Las niñas, que me habían estado prohibidas, ahora podía buscarlas. Una vez vi a una y dije “un, dos, tres por la vieja sin diente que está detrás del árbol”. Ahora me río. Yo disfrutaba con estas amigas, y tenía mucho diálogo con todas ellas. También con la culposa. Ella venía anunciada por un asqueroso chiquillo que me daba una resistencia enorme. Ese acusete que me mostraba en toda mi indignidad.
   Una de estas niñas, la de rojo, andaba desastrada. Se le veían los calzones. Era la más prohibida. Tenía una cara triste. Parecía que en cualquier momento se iba a largar a llorar. Cuando llegaba a encontrarla la volvía a perder.
   Muchas veces encontré a la amarga, la de tristeza seca, sin esperanza.
   ¡Ya, niños, A salir del escondite! Ésa era una frase típica que escuché en mi niñez.
   Para ir de un lugar a otro, debía cruzar a través de una habitación. Trataba de no hacerlo, pues era un ambiente vivo. Varias personas estaban sentadas conversando en esa habitación. Hasta el día de hoy sigue siendo un sector cálido. Una pieza en que se baila tango a media luz. O boleros. Se ven mujeres morenas. Uno se asoma, no más. Esa vez que asistí a esa habitación, dije que no quería molestar, pero no lo creí ni yo mismo. Preferí dar un rodeo por un pasadizo muy estrecho y largo. Parecía más largo de lo que era. En realidad, eran dos pasillos a distinto nivel con una escala que los comunicaba. Cualquiera habría tenido miedo a pasar por ahí, pues apenas cabía una persona, topando en ambas paredes. Pero, a mí me daba más miedo la habitación, sentirme invasor de un mundo ajeno.
   Me lo pasaba en una pieza casi oscura en que no quería que me vieran. Me acostumbré a irme para allá por cualquier cosa. ¡Qué lata! Estar durante este hermoso día de sol, en un sótano sin ventanas. Con una ampolleta para alumbrarme. Llegué a creer que era la única luz que existe. Se me olvidaba la luz natural, la que deslumbra los ojos.
   Una tarde, Don Eulogio llegó enojadísimo. Era un anciano hosco, feo, de negro. Vibraban sus mejillas cuando gritaba.
   -¡Ábranme!
   Se sentía con derecho a entrar. Un extraño derecho, que lo daba por no respetado, en todo momento. Él exigía lo que quería. Pero, yo no estaba dispuesto a abrirle. Que se fuera a freír espárragos a otro lado. Si le abría iba a transformarme en su esclavo. Él se las arreglaría para hacerme hacer lo que quisiera de mí. No le abrí, él siguió golpeando. No se aburría. Era capaz de echar la puerta abajo. Ahora, imagino que le abro la puerta y lo trato amablemente.
   A veces pienso que por algo es que en el salón de visitas, hay un velador, y dentro de su puertecita una bacinilla.
   Un llanto quedó en mi ventana, por el lado de adentro. Ese lado que es mío. Desde donde yo miraba la vida. Ese llanto quedó colgado como un paraguas, cerrado por muchos inviernos.
   En algún momento despegué una punta de la ventana, y después la otra, y la enrollé como un lienzo de pintura. Dejé esa pared sin ventana, y me fui a la pared de enfrente en la pieza de alojados, que estaba sin ventana, y desenrollé la que traía y la adherí a la pared. Ahora podía ver un entorno nuevo, que no conocía.
   Es que yo necesito mucho espacio.
   Todavía tengo ese libro grande, que antes estuvo muy bien cuidado. Con hojas lindas y dibujos de colores. Ahora, prefiero no mostrarlo. En mi libro está todo. Lo tengo siempre tan guardado, que a veces, lo busco y no lo encuentro. Otras veces lo veo cuando no lo estoy buscando. Me nacía toda clase de sueños cada vez que acariciaba sus tapas. Cuando lo hojeaba e intentaba leer algo, no me lo creía. Era un libro para más adelante.

 
   Telepatía

   -Ábreme -clama ella, simplemente, sin emitir sonido alguno.
   -No le abro a nadie -pienso yo.
   -¿Y yo no soy alguien especial?
   -Pero no eres yo -le aclaro-, y bueno... esto es algo que tú jamás comprenderías.
   -Nadie tiene muros tan altos como tú -insiste.
   -Quizás todos deberían tenerlos.
   -Tu inmenso castillo está rodeado de un foso de cocodrilos -me recrimina en silencio.
   -¿Sabes? He recibido toda clase de calificativos. No me importan. Me insultan para forzarme a abrir la puerta. Otras veces me hablan con dulzura. De cualquier forma, no caeré en la trampa. Hay palabras que parecen llaves intentando abrir mis candados. No lo lograrán.
   -No comprendes que tus ladrillos ya quieren desmoronarse.
   -Lo he notado, y no sé por qué ocurre eso -reconozco yo.
   -Estás mintiendo.
   -Si te dejo entrar te vas a reír de mí, y lo que es peor, vas a incitar a todo el mundo a burlarse de mí.
   -¿Por qué crees que yo haría eso?
   -Porque me ha pasado.
   -Nunca te ha pasado conmigo.
   -No me arriesgaré -intento decir, y le pregunto en silencio-. ¿Acaso tendrías tu casa sin llave... para que todos circulen libremente? No creo. Hay gente que comete maldades y atropellos.
   -No te debe ser fácil mantener la fortaleza en pie -piensa ella, con aire de triunfo.
   -He necesitado estar esforzándome todo el tiempo.
   -Ni siquiera yo, la mujer que amas, ha podido traspasar tus muros.
   -A veces salgo, y busco dónde enterré el talento -le explico, aprovechando de cambiar un poco el tema.
   -Te he visto. Sin armadura ni escudo.
   -Quiero ser tu amigo, pero... ¿no eres la derrota? Trato de salir de mi castillo, a recibirte -le cuento-. Te vi con los prismáticos. Camino por el trigo y las piedras, y el pasto mojado. De noche no tengo miedo, nadie me ve. Quiero llorar contigo, abrazarte. ¿Qué más da? Si yo también soy negativo. Necesito ver tu rostro, las cicatrices. Yo también soy feo. No puedo llorar cuando salgo del castillo.
   -Yo miro por las cerraduras de las puertas -confiesa ella-, para ver cómo es el habitante. Alcancé a ver una ventana a lo lejos... y unos niños jugando, al otro lado de la ventana.
   -Claro, no estoy solo -reflexiono-. Hasta Robinson Crusoe estaba acompañado... Todo está lleno de espejos.
   -¿Y si trato de entrar, qué podrá pasar?
   -Una vez, hace mucho tiempo, saquearon mi casa -digo, sin notar que yo mismo le estoy quitando llave al candado de la puerta de atrás-, me desnudaron y me apalearon -continúo-. Dejaron al descubierto todas mis vergüenzas. Fue una violación de mis secretos. Esa vez, lo arrasaron todo y se fueron.
   -Por eso, durante todos estos últimos años no le has abierto la puerta a nadie.
   -Aprendí a cuidarme.
   -¿Para cuándo o para quién estás cuidando tanto tu presunto tesoro... que quizás no lo es tanto?
   -Ni lo recuerdo ya -debo confesar.
   -La puerta de aquella vez no es la misma de ahora -ella trata de explicarme.
   -Sé muy bien que al final terminaré cediendo. Mis murallas están puestas para proteger eso que sólo he de mostrar antes de morir -explico-. Y todavía no quiero morir.

 
   El libro de mi vida

   Abrí el libro de mi vida por la última página. Aquélla en que estaba escrito el índice. Algunas líneas habían sido subrayadas o destacadas con indicaciones en los márgenes. Por ejemplo, las referencias a los capítulos del principio. Fue el quinto el que más me llamó la atención y despertó mi curiosidad:

   "De cómo estuve en la obra de teatro. . . . . . . . . . . . . . . . Pág. 27".

   Esbozando una sonrisa al evocar situaciones olvidadas de mi infancia, fui a esa página a tratar de descubrir algo. Mi sentido de búsqueda me imponía la necesidad de leerla. Me costó encontrarla, pues no era más que un resto de página rota. Lo que quedaba había sido quemado por el tiempo, y se resquebrajaba al tocarlo. Era tal el deterioro, que sólo pude leer algunos trozos saltados. Con mucho temor, mis ojos se movían sobre esas letras...

   Así, empecé a leer el libro de mi vida:

   "Sigo mirando la obra desde mi ventana, pero ya no quiero seguir detrás del vidrio. Me gustaría desempeñarme como actor, pues creo que es importante llegar a serlo algún día. Andar yo también de una calle a otra, ser protagonista de una esquina. Por el momento, me limito a decir pocas frases desde mi lugar de espectador, y hasta hago los gestos no verbales. Nadie se da cuenta, excepto cuando algunos del público me pillan y me hacen callar y estarme quieto, pues no los dejo presenciar la obra con tranquilidad. Me preguntan que si acaso me creo un actor, o si estoy loco...".

   Retorné al mundo de hoy y me puse a divagar en torno a lo leído. No parece que haya sido escrito por el niño que fui, sino más bien por algún personaje sabio, escondido muy adentro, y que le gusta hablar por medio de símbolos.
   Entendí que esta lectura me había enseñado algo. Que se puede almacenar vida, como si fuera un fluido energético que se intenta meter dentro de una batería. Llegué a creer que eso es lo que hice en mi niñez, como si hubiera querido ahorrar emociones y sensaciones, al no vivir lo que venía a mí en cierta situación, sino guardarlo para después. Lo que no he podido saber aún es el por qué de esa mezquindad.
   Lleno de confusión, volví a la lectura:

   "Quisiera aprender a expresarme sin molestar. Para mostrarme como soy, tengo que sacarme el disfraz, pero antes de eso he de aceptar que se me vea el disfraz, en calidad de tal. Es que están todos creyendo que ésa es mi ropa. O sea, me da vergüenza tener que andar disfrazado...".

    Recordar esto me daba un poco de risa con pena. Recién ahora pude entender que lo primero es asumir el disfraz. Cuando niño tuve miedo a revelarlo en lo que es. Eso es algo así como un temor a sentir miedo. Al darme cuenta de eso, ya pude quitarme el miedo de más afuera.
   Aún estuve dispuesto a leer un poco más:

   "No es el ambiente el áspero, es ese marco de madera que debo ponerme encima de la ropa. Se me entierra por todos lados. Maldito pudor que me obliga a cubrirme. En el closet tengo varias jaulas...".

   A esta altura, empecé a resistirme a seguir leyendo. Visualizaba el miedo grueso como si fuera un verdadero abrigo.
   Me armé de valor y quise continuar:

   "La gran pelea es si vestir a todos los actores igual o a todos distintos, con originalidad no uniforme...".

   Eso no lo entendí bien porque lo que seguía era ilegible. Con dificultad, tuve que cambiarme de página:

   "El director de la obra teatral me ha mandado a instalarme en una butaca, y esconderme entre los espectadores porque he sido vetado por la censura. Después que pase la tormenta, ya podrá ponerme de nuevo en el escenario. El problema es que entre tanto no se olvide de rescatarme, y quede yo siempre esperando mi turno, camuflado en el público, que nadie creería que soy actor... De repente, el malo de la película sale arrancando del escenario y se esconde debajo de un asiento, aquí a mi lado...".

   En esta parte tuve que interrumpir la lectura porque faltaba media página. Seguí leyendo en la siguiente:

   "Voy en una especie de desfile. Visto una extraña chaqueta como de charreteras. Le ordeno a la parte inferior de mi cuerpo ser fiel a ese desfile. Pero, yo con mi parte superior del cuerpo pensamos en otras cosas más importantes...".

   Esta lectura me estaba proporcionando una realidad antigua, que me parecía redundante. Elegí los aspectos novedosos, que parecían olvidados, pero estaban todavía ahí para volver a recordarlos algún día.
   Traté de continuar leyendo pero faltaban páginas o no se distinguían bien las letras. Seguí desde donde pude:

   "Mientras tanto, ella mira la vida a través de un espejo en que se ve todo. Ella sonríe a la vida...".

   ¡Ah! Eso ya corresponde a otro capítulo, pues no tiene nada que ver con lo anterior. Volví al índice y comprobé que me había salido de la infancia, y entrado a la romántica adolescencia.

 
   La llave

   Llevo puesta en mi espalda una especie de mochila de color oscuro. La uso siempre. Aunque es pesada, ya me acostumbré. Está afirmada mediante una compleja estructura metálica en base a varillas articuladas. Yo mismo la construí hace años, y en ella llevo toda clase de enseres, que a cualquiera le parecerían inútiles, pero para mí han sido vitales hasta ahora, y me han ayudado a sofocar esa antigua bulla que aún me sigue atacando.
   Hoy me dirijo hacia la casa en que viví cuando era niño, pues ahí podré guardar algunos de estos bienes, los más pesados, y así estaré en condiciones de caminar más rápido.
   Mi antigua calle me parece lejana, pero no tardo tanto en alcanzarla. Al llegar a esa mampara que era mía, me doy cuenta que aún sigue siéndolo. Aunque, hasta ahora, no recordaba los detalles, éstos aparecen en forma tan natural como si ayer, no más, hubiéramos dejado de vernos. Le doy unos golpes acariciadores, y muy pronto alguien viene a abrir. Es una persona que no me conoce, pero me recibe sin aprensiones, con una halagadora confianza que me permite moverme como un pedro por mi casa.
   Busco la habitación del fondo, en el segundo piso, aquélla que era como un desván en que sólo se apilaban objetos inservibles, ahí donde yo vivía. Hoy tengo ganas de estar de nuevo en ese ambiente mío. Ahí he de guardar las cosas que ando trayendo, si es que logro abrir la puerta, pues acabo de darme cuenta que está cerrada con llave y, al parecer, nadie la ha podido abrir en todos estos años. Le pregunto a unos maestros que andan trabajando en la casa, y me manifiestan su frustración porque tampoco han podido tener acceso a esa pieza para darle una mano de pintura.
   -Ojalá usted pueda abrirla -me pide uno de ellos, y desde ese momento ya tengo un motivo más para querer lograrlo.
   Ahora recuerdo que a mí mismo se me quedó la llave adentro, en una ocasión en que tuve que salir de ahí con mucha prisa, cuando casi me pillaron andando en mi triciclo rojo encima de los trastos viejos. De eso, hace ya mucho tiempo.
   Vuelvo a salir a la calle con mi carga a cuestas, y prometiendo volver con un duplicado de la llave que ha de tener el propietario del inmueble, quien vive apenas a un par de cuadras. El camino es corto, pero se me hace eterno porque a cada paso me encuentro con escombros, y no es nada de fácil transitar con tantos obstáculos, a veces insalvables. A mitad de la primera cuadra decido entrar a un edificio y seguir viaje por dentro, lo que parece más promisorio. Debo recorrer largos pasillos, en distintos pisos, pues a menudo necesito subir por algún ascensor decrépito, y bajar por escalas de caracol.
   Finalmente, llego hasta la oficina que busco, hablo con el propietario de la que fue mi casa, le explico mi problema, y él me pasa una llave de esas antiguas, que sacó de un cajón de un mueble destartalado.
   Le doy las gracias, lleno de esperanza, y emprendo el camino de vuelta, que ya lo aprendí. A pesar de todo, me cuesta encontrar las salidas. Con mucho cansancio, llego de nuevo a esa casa que amo y que ya no es mía. Subo al segundo piso, tomo la llave que traigo en el bolsillo y la introduzco en la cerradura. La giro, pero no abre. Después de varios intentos, dejo mi carga en el suelo, al lado de la puerta cerrada, y así de liviano como quedo, pienso que no será tan sacrificado volver donde el propietario.
   Salgo con un poco de miedo de que se me pueda perder algo de lo que estoy dejando, y vuelvo a internarme en el laberinto que me lleva hasta donde ese señor que es muy importante para él, y hoy también para mí, pero no los demás días. Antes de entrar, golpeo su puerta, sólo por mostrarme afable.
   -Deben ser los cafés -alcanzo a escuchar la voz del hombre que preside la mesa de reuniones.
   -No. No son los cafés -corrijo, fastidiado, mostrando la llave en alto.
   -¡Ah! -exclama-. Seguramente no le pusiste los pescaditos.
   -¿Qué pescaditos?
   -Mira -me explica-. Esta llave es maestra, pero debe adaptarse a cada necesidad. ¿Me entiendes?
   -Sí -miento.
   -Hay que ponerle unas puntitas que parecen pescados pequeños. Las venden en la Avenida de la Providencia, donde Fu-Lung, el chino.
   -¡Ah! -agrega-. Los pescaditos tienen que ser del treinta. Ésa es la medida.
   Teniendo en cuenta que ando sin carga, voy de inmediato a Providencia, al negocio de Fu-Lung, para comprar los famosos pescaditos.
   -Sólo tenel del númelo quince -me informa el chino en cuanto llego diciendo lo que necesito-. Los del tleinta estal agotados.
   Con pescaditos del quince, vuelvo a la casa que, tiempo atrás, me vio dar mis primeros pasos. Armo la llave como puedo, e intento abrir esa puerta esquiva. No hay caso, la habitación no quiere abrirse. Era la pieza en que yo jugaba, y desde la cual miraba hacia abajo, a la transitada calle, a través del vidrio de la ventana, todos los días, para ver si había cambiado algo respecto al día anterior. Recuerdo que una vez vi pasar un camión con unos tipos parados en la parte de atrás, muy en el borde. Reían a carcajadas, como si estuvieran llenos de sabiduría. En aquella oportunidad, a mí me pareció recordar algún tiempo remoto en que yo era uno de esos trabajadores, riendo de cualquier lesera.
   Por la rendija de la puerta aparece una luz que se ha encendido recién. Parece un efecto mágico. Al principio, no entiendo qué está pasando, pero después resulta evidente que hay alguien dentro del desván. ¿Acaso podría ocurrir que yo mismo siga estando frente a mi ventana?
   -¿Quién está ahí? -pregunto con suavidad, y me responde una voz de niño, apenas audible. Trato de conversar con él, y lo único que escucho bien es que el habitante de esa pieza declara no poder abrir la puerta desde dentro, pues necesitaría una llave.
   Ahora tengo otra poderosa razón para querer abrir la puerta. Liberar de su encierro a ese niño. Ése es el más importante de todos los motivos.
   Le explico al niño que la llave está colgada en la pared, al lado de la escopeta. Por lo menos, ahí la dejé en aquella remota oportunidad. Con esa simple información, el muchacho logra abrir la puerta, y sale a un mundo conocido, montado en su triciclo rojo, con tanta tranquilidad, como si nunca hubiera estado encerrado en ninguna parte.
   La habitación se ve bastante limpia, si se tiene en cuenta que hace tanto tiempo que nadie entra a hacer el aseo. Me pregunto cómo pudo sobrevivir este niño, cuya presencia nunca alguien advirtió, y que ahora corre y juega por la casa como si ésta fuera un inmenso regalo nuevo. Los años transcurridos acaban de reducirse a un simple instante. Y yo disfruto tanto, que no puedo parar de reir, igual que los hombres del camión.

 
   Poker

   Con las cartas que me salieron no logro juntar nada. Trato de barajar un rey de Miedo, con un siete de Tristeza, un cinco de Rabia, una dama de Pudor y un nueve de Responsabilidad. Antes, cuando los naipes tenían sólo cuatro pintas, era más fácil llegar a algo. Hasta se podía aspirar a una escala real. Ahora, no tengo ni siquiera un par.
   De todas formas, manejaré la expresión de mi rostro para aparentar que mis cartas son muy buenas. Subiré mi apuesta, esperando que todos se vayan al plato.
   En la manga tengo guardado un as de Creatividad. No sé si lo usaré, pues no soy muy hábil para hacer trampas.

 
   El Negro

   Los amigos del colegio le decían “Negro”. El niño siempre se imaginó que algún día se iba a convertir en alguien brillante y muy apreciado. Ese era el sueño loco que lo impulsaba a vivir. Nunca supo de dónde le venía esta idea, ni en qué forma estaba inscrita en él. Simplemente trataba de descubrir qué tendría que hacer para lograrlo.
   -No toques nada porque lo dejas todo sucio -le decía la madre, interrumpiendo por un instante sus pensamientos.
   Y cuando llegaban visitas, ella le advertía a su hijo:
   -No beses a la gente..., que vas a dejar a todos tiznados.
   Así transcurrieron los años para este niño de ojos vivaces y luminosos. Después de un tiempo, ya no lo vi más. Ahora, cada vez que paso cerca de un montón de cenizas me acuerdo de ese niño de carbón.

 
   Mi amiga Natalia

   La sombra oscura me perseguía donde yo fuera. Perseverante e implacable. Sólo a ratos se ponía tenue. Al acercarme a cada próximo farol, la sombra simulaba esconderse y después venía de nuevo a mí por el otro lado, más negra que nunca. No se despegaba de mis zapatos. Aunque me los saqué, la sombra seguía ahí, desafiante, enraizada en mis plantas frías.
   En cambio, las niñas juguetonas eran tan livianas que parecían estar a punto de salir volando. Tenían la fuerza suficiente para transformar la fantasía en realidad. Corrían contentas por las calles alegrando la noche, iluminadas por conos de luces. Se parecían mucho a las hadas, así como yo las he imaginado siempre. Reconocí en algunas de ellas a las amigas de mi infancia. No han envejecido como yo, o quizás alguien les permitió venir de cualquier edad que eligieran.
   Cuando éramos niños, yo molestaba a la más pequeña. Le tiraba las trenzas, y la pobre se enojaba mucho, y lloraba. Cuando creció, ya no peleé más con ella, sino que empecé a tratar de enamorarla. Se mantuvo muy esquiva. Sólo una vez me aceptó un beso.
   Fue justamente la chica la que me habló la otra noche, diciéndome que no apague la luz de mi corazón. Que me servirá para vencer el miedo. ¿Por qué me diría eso? Si antes no supe relacionarme con ella, cuando era el momento oportuno, después se transformó en un enigma.
   No todas vinieron como niñas. Algunas llegaron sumamente mayorcitas, y representaban a cabalidad los estragos del tiempo.
   Una de estas mujeres golpeó a mi puerta al día siguiente, y no la quise dejar entrar. Aunque la había visto muchísimas veces, siempre me despertaba desconfianza. Cuando trató de meterse por una de las ventanas de la sala de estar, tuve que bloquearla. Aproveché de clausurar también todas las otras ventanas. Como los postigos resultaron ineficaces, me decidí a clavar unas tablas a los marcos de madera, obstruyendo así toda posibilidad de ingresar.
   La mujer se alcanzó a filtrar por la puerta de la cocina, pero la eché a escobazos. Le di tan duro, que se alejó corriendo y se escondió en la oscuridad del frente, detrás de unos fierros, y de una persistente lluvia.
   Desde esa vez empezó a acosarme cuando me divisaba en la calle. Yo prefería apurar el paso. Su aspecto me causaba repulsión. Un día la enfrenté y le di un discurso golpeado. La amenacé con la fuerza pública. Finalmente, me dejó tranquilo por un par de días. Después volvió a la carga.
   -Déjame entrar, soy Natalia -me dijo esperanzada, como si su nombre fuera una ayuda. Al rato tuvo que desistir y se retiró con lentitud.
   Llegué a estar tan molesto que decidí ir a pedir consejo a Don Alcibíades. Siempre me ha parecido un viejo sabio, además de afable, sonriente, respetuoso de los demás, y lleno de comprensión. A veces encuentro que irradia bondad y ternura. Al menos, así era su retrato, en el cual aparecía muy elegante, y repleto de envidiable dignidad. Lo había pintado un amigo de su padre, en días agitados y atardeceres tranquilos. Sin duda, el pintor sabía plasmar en la tela colores virtuosos.
   Don Alcibíades dejaba entornada la puerta de su casa para que todas sus amistades pasaran libremente. También yo entraba, como todos los demás.
   Al cruzar la puerta ese día, me encontré una vez más con su retrato, metido dentro de un grueso marco dorado, pero a él mismo no lo vi en ninguna parte. Puede haber estado en alguna habitación interior. Me senté y me volví a parar varias veces. Después de un rato preferí irme, y volver al otro día bien temprano con intención de conversar libremente con este caballero. Así lo hice, pero como él nunca ha sido madrugador, tuve que conformarme con hablar a la imagen, colgada en el centro de la pared principal de la sala de recibos. Muchas veces he estado conversando así con el retrato de Don Alcibíades, horas enteras, sin aburrirme pero sin saber quién es él realmente. Todas esas veces me contestó desde su solemnidad, sin usar palabras.
   -¿Cómo puedo deshacerme de la bruja ésa? -le pregunté, y le conté que al principio no era tan fea. Parecía casi normal y hasta quise acogerla un día tomándola de las manos, pero no me animé ni a mirar esas manos.
   Don Alcibíades me miró desde el óleo y me pareció que arrugaba la frente.
   -¿Es talvez una víctima de circunstancias ajenas? -volví a preguntar-. En ese caso tendría que restaurar su dignidad, cumpliendo el mandato de amor al enemigo.
   -¿O acaso representa la maldad contra la cual debo luchar? -seguí preguntando a Don Alcibíades, y le expliqué que esta señora se ponía verde y azul, mientras sus ojos irradiaban una especie de odio. Yo quería expresar amor a través de los míos. Vencer el miedo en vez de salir arrancando hasta mi más lejano rincón. He tratado de sentirlo de ese modo, para transformarla a ella, y no ella a mí.
   El retrato me sonreía.
   -¿Quién me manda esta visita inhóspita? ¿Quién obliga a esta mujer a humillarse ante mí? ¿Y quién me obliga a mí a aceptarla o a rechazarla? -volví a preguntar. El viejo sabio me respondió sin palabras, desde su versión plana. Si hasta parecía mover los labios. Me dijo que ella ha venido a darme un mensaje, necesario para mí.
   -Entonces tendré que recibir ese mensaje -dije al cuadro, y salí de allí, preocupado. Ella venía a salvarme de algo, y yo no me dejaba.
   Natalia ha hecho cualquier cosa por encontrarme. Comprendí que debía resignarme a aceptar su presencia, amarla como era, o como parecía ser, en toda su inmundicia.
   Cuando pasé de nuevo frente a esta mujer de nariz afilada, rehuí al principio porque la noté tan sucia y con tantas miserias en su ropa. Después recapacité, y me propuse recibirla en mi casa. Lavarla, si es que me atrevía, a pesar de las prohibiciones de la sociedad. No es que a mí me importara faltar al pudor, pero supongo que a los demás les podría importar.
   El verdadero cambio en mí surgió al sentir que sería bueno hacer penitencia. Me propuse hacerla pasar cuando ella viniera. Le conversaría un rato, lo más amablemente que pudiera, aunque me costara hacerlo. Pensaba esto, no del todo convencido, pero con ganas de ser capaz. Dos días después, la mujer llamó a la puerta. Fui a abrirle y dejé que entrara. Ella no se lo esperaba. Entró con timidez, pero llegó hasta el fondo de la sala, con odioso aire de conquista.
   -Siéntese -le dije con dureza- y diga de una vez qué se le ofrece.
   Ella sonrió en forma patética, con su rostro horrible. Yo me senté un poco lejos, atemorizado, y queriendo que este trago amargo pasara pronto. Me di cuenta que ella no era una persona mala. Solamente me incomodaba, me era difícil soportar su mal olor.
   -No la retengo más, pero puede visitarme de nuevo -le dije, y me arrepentí acto seguido, pero ya estaba dicho. Ella se fue sin quejarse. No nos tocamos, pero nos sonreímos. Cerré la puerta y abrí las ventanas. Quedé bien conmigo mismo, sintiendo que había hecho la buena obra del día.
   Estaba atrapado. Nunca más podría echarla de mi casa, ni negarle una hospitalidad, aunque fría y penitencial.
   Era imperioso hablarle de esto a Don Alcibíades, a ver qué pensaba, qué me sugería. Yo había cumplido mi parte y ahora no hallaba cómo salirme. Esta situación me estaba hartando.
   - ¿Era eso lo que tenía que hacer ? ¿Me equivoqué ? - pregunté esta vez.
   El retrato me insistió en que recibiera el mensaje. Comprendí que no tenía escapatoria. Don Alcibíades siempre se las arregló para darme consejos desde su imponente figura. Empecé a pensar que era preferible venir a verlo en las tardes, cuando casi todos ya se hubieran ido. Yo esperaba que apareciera Don Alcibíades en persona. Pero, a esas horas no estaba en su casa.
   Tuve más encuentros con la extraña visitante. Ella jamás perdió la esperanza de ser mejor acogida. Y lo fue. Una vez que vino, hasta le di la mano. No la tenía muy limpia, pero no me importó tanto.
   -Dime todo lo que sabes -le pedí- ¿Cómo te llamas? ¿Dónde vives? ¿Qué había en tu camino?
   Por su respuesta concluí que se había topado con puras basuras. Pude imaginar su trayecto azaroso, mientras ella se reía de mí, y se ponía fea otra vez.
   Me contó que por el camino tuvo que pasar toda clase de dificultades. Cada vez que ha venido se ha caído siempre en los mismos hoyos y se ha embarrado en los mismos lodazales. Es atacada por los mismos bandidos, y siempre logra escapar ilesa. Por eso, llega cansada, chascona, sucia, en estado lamentable.
   Con una increíble facilidad me dio a conocer exactamente todo el ámbito del cual proviene. Ha sido enviada una y otra vez por el Mago del Conocimiento. Desde que uno de sus añosos libros de más al fondo fue tocado por el sol. De ahí salieron todas las hadas. La de lluvia fina, la de diluvio, la de brisa, la de ventarrón, la del sol que quema, y la del tibio rayo del amanecer.
   Teníamos tendencia a hablar siempre las mismas cosas. Pregunté a Natalia si acaso visita a otras personas. Tuve la curiosidad de saberlo, porque creí que eso me ayudaría a conversar muchas cosas nuevas con ella. Pero, esa respuesta nunca me la quiso dar. Me entregó un papel. Supuse que era el tan esperado mensaje, probablemente trunco y con alguna distorsión, ya que esa página del libro, la que fue copiada por el sol y el agua en la piedra, llegó con algunos pedazos menos y otros tan embarrados que no se podía leer casi nada. Traté de descifrarlo como pude.
   La próxima vez que vino, mi amiga Natalia se había bañado y puesto perfume. Hasta se veía joven. Llegó en un momento propicio, ya que por la radio estaban tocando una música lenta, romántica. Después de una entretenida conversación, estuve dispuesto a ser un poco más cortés, y la invité a que bailáramos. Se puso contenta y me habló cosas bellas. Al sentir su cuerpo junto al mío me pareció que no estaba tan mal. Sin ninguna duda, la pobre estaba falta de cariño, y probablemente nadie le había puesto nunca la mano más abajo de la cintura.
   Me dije que, después de todo, ella ha sido buena conmigo. Y, por último, si algo le llegaba a parecer mal, volveríamos a esa prehistoria en que yo la echaba fuera de mi casa violentamente. No tenía nada que perder. Fue entonces que bajé la mano.
   Cuando empecé a incursionar debajo de su falda, yo no estaba todavía tan entusiasmado. Aun me sentía el tipo que le hace el favor a la dama. Pero, entonces todo cambió. Súbitamente la sentí exquisita. Ya no era yo un regalo para ella, sino que ella un regalo para mí. O ambas cosas al mismo tiempo. Ella no quería irse nunca más. Yo tampoco la habría dejado ir. Descubrí que era una mujer encantadora. Le regalé palabras de amor, y la besé, primero en la mejilla, después en la boca.
   Lo que sucedió cuando ella cerró sus ojos fue algo realmente milagroso. Su sonrisa se empezó a poner linda. Era el amor que la estaba transformando. Mientras la seguí teniendo tomada de las manos, la mujer rejuveneció. Su pelo blanco se tornó castaño. Sus arrugas se estiraron en forma armoniosa, casi imperceptible. Su cuerpo se transformó en el de una modelo. Todo su rostro adquirió la belleza en su expresión máxima. Con sus ojos, la princesa me dijo que me amaba. Y que la vida se le estaba yendo.
   No me di cuenta en qué momento empezó el temblor, como una suave mecedora que fue aumentando su ritmo hasta hacerse insoportable. Todos los adornos cayeron al suelo. Nubes de tierra y una bulla terrorífica nos asustaron y agrietaron los muros. Natalia salió escapando, y yo detrás, no pude alcanzarla. La busqué por estrechos callejones encerrados entre paredes de edificios que trataban de aferrarse al cemento que los fundó.
   Después de pasar por una arboleda de rojo follaje, dibujada por una naturaleza daltónica, volví triste y abatido. Supe bien por donde ir, pues en cada lugar que ya pisé alguna remota vez, parece que quedara como de otro color o de otra consistencia, como un surco, y pongo mis pies exactamente donde mismo.
   Durante los caóticos días que siguieron al sismo esperé con ansia una nueva visita de mi amiga. Hasta le envié fuerza mental, infructuosamente.
   Volví de nuevo a la casa de Don Alcibíades. Era realmente un gran señor. Y lo fue hasta el día del terremoto. Su casa tenía bastante solidez. En cambio, su retrato no tuvo tanta, pues se vino al suelo estrepitosamente y se quebró en miles de pedazos, quedando inutilizado. Nadie pudo evitarlo.
   Se dice en el pueblo que Don Alcibíades está procurándose un nuevo retrato. Mientras no lo traigan, la puerta de su casa permanece cerrada con llave. Está esperando mejor oportunidad. Habla por teléfono, con su voz de FM, cuidada con guantes de terciopelo. Hasta que llegue el cuadro, su verdadero contacto con el exterior.
   En mí, sigue estando la necesidad de hablar con Natalia, la mujer que me buscó hasta que me encontró, a pesar del tiempo que estuve sin tomarla en cuenta, sin verla ni escucharla.
   Vagué hasta alejarme de la ciudad. Al llegar a la costa vi a mi dama viajando sobre agua pura. En un bote celeste movido por la brisa del mar, iba de pie, expuesta a los eventuales ataques, sin ninguna clase de temor. Era una mujer muy bella, vestida de un blanco casi transparente como la luz del agua.
   La princesa pasó muy cerca mío y me dijo algo que no alcancé a escuchar. Con lentitud se fue alejando hasta esconderse en la niebla. Nunca más la vi.

 
   Las propias preguntas

   La caminata está agradable. No hace ni frío ni calor. Oigo el canto de los pájaros, y también converso con los árboles. Les doy las gracias por todo el bien que me hacen. Al mismo tiempo pienso en aquellas cosas que todavía permanecen ocultas. Algún día tendrán que revelarse.
   A lo lejos, diviso una casa solitaria. Se ve linda, mientras me voy acercando por el angosto sendero.
   Al llegar muy cerca de la casa, me pregunto si estarán aquí las respuestas a mis interrogantes. La construcción parece antigua, y me da la sensación de haberla conocido antes, a pesar de que nunca había andado por aquí. Que las persianas verdes pertenezcan a mis recuerdos, no quiere decir mucho, pero que la puerta sea tan igual a la que llevo muy dentro de mi mente, eso sí que es notable, y me permite acoger esa vivienda, a tal punto que siento la imperiosa necesidad de entrar.
   En cada una de sus cuatro ventanas se ve a alguien que se asoma. A ratos miran hacia afuera, y a ratos miran hacia dentro.
   -Buenos días -me dice con cantito una dama, desde el segundo piso.
   -Buenos días, señora -respondo contento.
   -¿Cuál de los vientos lo ha traído hasta acá? -le escucho decir, y como me quedo sin hablar, es ella la que continúa- Ha de ser la brisa del medio día.
   -Seguro que sí -respondo, y espero a que me invite a entrar.
   Desde una ventana del primer piso surge el vozarrón de un hombre enérgico:
   -Yo le abro.
   Mientras espero, me entretengo viendo las otras ventanas. En una del segundo piso hay un niño jugando con un avioncito. Pone gran entusiasmo al conducirlo con su mano en larga extensión por afuera, y después adentro de la pieza. Está feliz.
   En la otra ventana de abajo está asomada una niña joven, recién salida de la adolescencia. También es acogedora, con su mirada. Imagino que ella ha llegado desde lejos. Es como si viniera de algún lugar maravilloso.
   Entre tanto, escucho un galope, cada vez más cerca, y veo salir de la polvareda un caballo blanco hermosísimo, que viene con su jinete, también vestido de blanco. Muy pronto llegan hasta donde estoy.
   -Os traigo el don -escucho decir a este albo jinete, mientras se baja de la cabalgadura.
   Me entrega un pequeño paquete, con aspecto de cajita, envuelta en papel de regalo. Yo lo miro asombrado, sin entender nada, y con la interrogación puesta en mis ojos.
   -Es el don -me dice-, el don de la palabra. No debéis abrirlo aún.
   El hombre de blanco vuelve a montar y se aleja al trote, despidiéndose con su mano. Yo sigo sin entender, y me dirijo hacia la puerta, que ya está siendo abierta por el dueño de casa, gracias a la fuerza que él tiene. Las hojas de esa puerta son muy pesadas.
   Me hace pasar, le doy las gracias. Nos sentamos en la sala de estar. No sólo el hombre forzudo y su mujer, la que habla en forma poética. También el niño, que está fascinado con su juguete.
   -¡Ven, Enviada querida! -llama hacia adentro la dueña de casa -. Se necesita de tu gracia, un poco cada día.
   Enseguida aparece la joven. Viste túnica blanca.
   -¿Cómo es tu nombre? -me pregunta la Enviada.
   -Ramiro.
   -Ramiro -, me dice- el regalo que te trajo el heraldo te va a servir para dar a conocer tu mensaje.
   -¿Qué mensaje? -pregunto, cada vez con más extrañeza, y no obtengo más respuesta que la sonrisa acogedora de la Enviada.
   Se produce una conversación en la cual trato de comprender a cada una de estas personas. ¿Qué tengo de forzudo? me pregunto ¿Y de poeta? ¿y de niño apasionado?¿de Enviado...? Traigo algún mensaje, según parece. "Ya sé", me digo, "con mi fuerza, mi poesía y mi entusiasmo de niño tendré que descubrir si acaso es cierto que vine al mundo con un encargo".
   ¿Tengo un encargo...? ¿dónde? Me busco en todos los bolsillos. Quizás lo tenga en la chaqueta que dejé en mi casa. Cosido a la entretela.
   ¡Tengo que volver a casa!
   Me despido amablemente, y salgo afuera. Veo el caballo blanco, ahí mismo, esta vez sin jinete. ¿Cómo va a ser esto? Ya no está el mensajero... ¿Soy yo? No tengo más remedio que transformarme en el jinete. Monto el caballo y salgo en excursión.
   Un poco más allá hay un grupo de ancianos. Parecen ser sabios, así que me bajo del caballo, y les hablo. Converso con estas personas, tratando de obtener alguna luz en mi búsqueda. Les hablo de esos recuerdos que me cuesta mucho contar. Pienso que así, se va a revelar lo que hasta ahora ha estado oculto.
   Mientras tanto, el caballo vuelve por donde vino. Con eso me indica que su misión ya ha sido cumplida.
   -No quiero que se nos haga tarde -dice el anciano mayor, y se despide de mí. Se va con esos ancianos menores, mientras me quedo pensando en las vivencias que he tenido hoy. Me pongo a caminar y evoco a la Enviada, con todo su encanto y misterio. Creo que ella vino a esa casa a poner armonía.
   Sé que tengo que llegar de vuelta a mi hogar. La caminata está agradable. No hace ni frío ni calor. Oigo el canto de los pájaros, y también converso con los árboles.

 
   El soldado pacífico

   Soldado Ramiro

   Me tuve que meter en este ambiente porque se declaró una guerra. Contra gente que no conozco.
   Cuando miro una disputa desigual, en que hay un agresor y un agredido, no quiero identificarme con ninguno de los dos. No me va bien. Ni pisotear ni estar debajo del pie. Difícil resulta salir bien puesto, de todas formas, pues la pasividad avala al agresor. Aunque lo esté odiando, en ese minuto, si no intervengo estoy trabajando para él. Y si me meto a la lucha paso a ser un agredido más. ¿Cuál es la actitud que me deja en paz? Tiene que haber una tercera posición, que la relaciono con la sabiduría y la verdad. Y con la valentía. Usar toda mi energía para detener eso que está ocurriendo, o sea, hacer todo sin perder la capacidad de vida que me permitirá ser solidario.
   Hay quienes se entregan en un momento así. Hay otros que se guardan para su propio momento. Ambos son necesarios.
   En esta isla hay dominantes y dominados. Ni se consulta a los que están en contra. La instrucción militar es férrea. Todos deben saber disparar. Hasta los niños pequeños ya están aprendiendo el uso de las armas. Mucho antes de que tengan permiso para usarlas, o por lo menos andarlas trayendo.
   Cómo parar todo esto, si nadie quiere quedarse con el último golpe. No habrá justicia por el solo hecho de terminar la guerra. Pero, más vale que eso ocurra pronto. Si no, es peor después. Habría sido mejor ayer pero eso ya no es posible. Mañana diremos lo mismo.
   Algún día la gente olvidará las peleas y los intereses retorcidos.
   Me saqué la insignia más incómoda cuando visitamos unas enormes construcciones de piedra. Los triunfos y las derrotas pasadas siguen vivos en esas fortalezas.
   Los fusiles llegaban en grandes cargamentos, disfrazados de comestibles. Se le compraban a intermediarios respetables, tan respetables como los reducidores, pero mucho más ricos. Tanto como para acallar a los que quisieron indicarlos con el dedo.
   Hay un tirano en esta isla. Gobierna desde las sombras. Uno ve solamente a sus secuaces. Vive escondido y tiene un poder increíble. Todos quieren derrocarlo, pero no es nada de fácil. De repente me pregunto si no serán los secuaces los que realmente hacen su voluntad propia. ¿No habrán inventado esa misteriosa presencia de un tirano invisible para justificarse? Han matado a muchos de ellos, pero siempre aparecen otros nuevos. En realidad, los verdaderos poderosos nunca están a la vista, pues su poder alcanza para lograr un anonimato plácido. Necesitan a los que hablan a gritos y mueven pelotones. Hay ciclos de esa añoranza que lleva la vulnerabilidad de un lado a otro y exacerba los miedos haciendo a las personas presas fáciles.
   A la segunda semana de mi permanencia en la guerra, ya estuve en el calabozo. Es que el sargento tenía que ponerme la bota encima. Me pareció que pesaba toneladas.
   En el calabozo tuve tiempo para pensar. Si a nadie le gusta la guerra, ¿por qué estamos tan metidos en ella? Acostumbrados a usarla para combatir todo aquello que rechazamos, que estamos intentando hacerle la guerra a la guerra. Es como echar parafina para apagar el brasero. La paz no usa las mismas armas que la guerra.
   Y así dicen que la mejor defensa es un buen ataque. El problema es que se llegan a confundir. El primer atisbo de agresión ni se ve, pero genera en el contrario una pequeña defensa, la cual es considerada ataque. Entonces, aparece la defensa del otro lado, que también será vista como ataque. Al final, nadie sabe cuál fue el huevo y cuál la gallina. Lo único claro es que los palos del gallinero ya no aguantan más estiércol.
   No entiendo por qué esa ansia de dominar a los demás. Lo notable es que así va surgiendo toda clase de inventos, los que también podrían llegar a ser muy buenos. Como si los martillos, antes de clavar su primer clavo tuvieran que golpear a alguien.
   Se necesita ser muy valiente para atreverse a desobedecer las órdenes que se oponen a los propios valores.
   Voy a la guerra porque me obligan. No porque me guste. Creí que me iba a librar por la edad, pero no fue así. Me dijeron que todos somos necesarios en este momento. Lo que es yo, preferiría morir antes que matar. Por eso, uso el fusil descargado.
   No saco nada con matar a los enemigos para dejar de tenerlos. Aparecen otros nuevos. Después comprobé que eran unos pájaros tan asustados como nosotros, y tan dispuestos a matar como nosotros. Y con una presencia divina muy adentro, igual que nosotros.
   Hace unos días me encontré con un enemigo. Suerte que no pudo disparar porque estaba herido. Le hice una curación y le di agua de mi cantimplora. Él no entendía nada.
   Ese enemigo quedó amigo. Nadie se enteró de esto. Creo que es mejor así.
   Las cosas que he pensado en el calabozo me han valido volver a él. Esta última vez no tuve que estar mucho ahí. Me fueron a buscar para una misión especial. Me eligieron a mí, justamente por mi manera de ser. Porque si se me ocurriere matar a alguien, la misión fracasaría. Entonces, claramente, soy yo la persona más indicada para tal misión.
   Me advirtieron que no saldría vivo de esto, y que desgraciadamente no quedaba otra vía, y que yo iba a ser héroe, y sería enterrado con honores, y le entregarían a mi anciana madre una bandera doblada.
   Y que me diera con una piedra en el pecho porque para ser yo tan cobarde, no me merecía esos honores. Me los darán si accedo a morir por la patria. Y si no, me matarán aquí mismo, y enterrarán mi cuerpo en una fosa común. Entonces, dirían que fui una lamentable baja en batalla.
   O sea, no tenía escapatoria.
   Mi misión suicida consistía en ir al país enemigo, ahí donde más concentradas están sus fuerzas, ser atrapado prisionero, y llevado a un campo de concentración, el cual ya estaba previsto de antemano, y rescatar a determinados presos que este país necesita de vuelta. Me dijeron que debería quedarme allá distrayendo al enemigo, para que los nuestros puedan, efectivamente, salir sin ser perseguidos muy encima.
   Acepté la misión con agrado porque tiene en cuenta mi amor a la libertad. Algo me dice que seré protegido. Creo que volveré con vida de esta misión, pero no lo digo.

   Soldado Anselmo

   Lo que me gusta de la milicia es la rectitud con que se actúa, la exaltación de las actitudes heroicas, la valentía.
   No hay nada mejor que morir por la patria. Para mí, los valientes son los que pueden cumplir hasta las órdenes más difíciles.
   Estamos evitando muchas muertes que se iban a producir porque los subversivos ya estaban listos para matar.
   Cuando tengo un arma en la mano, me siento otro. Superior. Poderoso. Seguro.
   Me aterra pensar lo que pasaría si cada uno jugara el partido por su cuenta. Sí, así como en el fútbol, si no es colectivo nos espera la derrota. También ocurre eso acá.
   El sargento nos dice que peguemos fuerte y que peguemos primero. Lo repite tanto que lo aprendí. Le saqué la mugre a mi hermano chico el otro día.

   Soldado Ramiro

   No todo salió como estaba calculado, y he aquí que voy caminando por un territorio enemigo absolutamente desértico, gozando de una supuesta libertad. Además, me encontré con otro soldado de los míos, único sobreviviente de una patrulla. Tiene dieciocho años, y yo me siento como un padre para él. Se llama Anselmo.
   -Viejo -me dijo ayer en la mañana-, no nos queda nada de comida.
   -Entonces, no necesitamos comer -le contesté, tratando de inyectarle optimismo.
   -Tampoco necesitamos tomar agua -me respondió molesto, mostrándome la cantimplora vacía y abierta, apuntando hacia el suelo.
   Y ahora que estaba que se moría, yo no hallaba cómo revivirlo. Menos mal que trajo la trompeta.
   -¿Para qué queremos llevar una trompeta? -le había preguntado yo varias veces.
   -La vamos a necesitar -me había respondido él, otras tantas veces.
   Ese era el diálogo de todos los días. Cuando descansábamos yo intentaba tocar un poco de jazz.
   -No nos tiene que pescar el enemigo -me decía, urgido, quitándome la trompeta. Y yo me río cuando él habla de enemigos.
   “Ya la tengo”, pensé. Le tocaré alguna música que sea capaz de encender a este pobre chiquillo, en este ocaso tan hermoso como trágico.
   -Me siento terrible... Creo que... me voy a morir -se quejaba el joven, volado de fiebre. Yo me puse a tocar el himno nacional, no muy fuerte. Muy cerca de su oreja. Era lo único que lo podía salvar.
   Al otro día, el que podía ser mi hijo estaba sano y sonriente como si nunca hubiera estado enfermo.
   -Gracias por la música -me dijo.

 

   La orquesta

   Ayer, el alcalde me ha pedido que, para el aniversario de la ciudad, interpretemos una pieza musical llamada "Concierto del buen extranjero".
   -Ramiro, tú puedes -me dijo.
   Accedí gustoso, y empecé por conseguir las pautas y partituras para cada uno de los instrumentos. Convoqué a un primer ensayo, y elaboré un plan completo de preparación. Es una música preciosa, y quiero que salga bien. En esa primera tarde de ensayo, cada cual se limitó a aprender su parte. El fagot interpreta en este concierto la añoranza; la trompeta es una enorme vibración; el violín es como comprensivo; mientras que el chelo enlaza a unos con otros; el contrabajo hace las veces de la razón; la flauta es ánimo para seguir adelante. Pero, lo más importante en este concierto es el piano, el que se atreve a vivir la vida. Y cuento con un pianista excepcional, que transmite su sentimiento.
   En el segundo ensayo empezó a gestarse la composición. Armonizar todo..., es la lucha que yo tengo que dar. Hacer callar a los que quieren tomarse demasiado espacio. Destacar, en cambio, a los más tímidos. Ponerlos en su justo momento. Estoy convencido de que eso de mover la batuta es sólo para la galería. La labor importante del director está en los ensayos e instrucciones cotidianas. Un director es como el discernimiento de la orquesta.
   Siempre me gustó la música. Algunos instrumentos toqué, y aunque nunca fui un gran experto en ninguno, los conozco muy bien a todos ellos. Y lo más importante, puedo sentir la música, y saber cómo ha de participar cada uno. Por eso, en estos últimos años me he estado dedicando a dirigir una orquesta, que no es muy grande, sino una menor, y a mí me hace feliz.
   Creo importante que la música, sin hablar, cuente historias, a cada persona una distinta, pero todas en la misma línea de sentimiento. Es la historia que a mí me cuenta la que me habita cuando dirijo. Y la que vive en cada músico es la que ellos expresan al tocar. Pero, el sentimiento es el mismo en todos. Eso es lo mágico de la música. La composición tiene esa flexibilidad, en forma muy natural.
   En este concierto que estamos ensayando, surge en mí la historia del tipo que fue asaltado, y dejado medio muerto; los que tendrían que ayudarlo no lo ayudan, pero sí un extranjero que va pasando, y lo lleva a una posada. Para mí, entonces, unos de los instrumentos principales a los que doy entrada son el violín y la flauta, para acompañar al piano.
   Sin darnos cuenta, llegó el día del evento. La interpretación resultó muy aplaudida, gustó, de verdad. Yo sé que hubo algunos defectos, pero no toda la gente se da cuenta, o talvez... perdonan. Saben que la perfección no existe. Y yo aprendí que la orquesta es como una persona, que no siempre funciona de manera integrada y afinada, y que necesita ensayos, que son como círculos reducidos, para aprender a vivir la vida.


  Sexta parte.- Las historias de Anselmo

   Recuerdos antiguos de Anselmo

   La casa en que viví no es cualquier casa. Es la principal de la isla. Le da sentido. Tiene dos pisos. En el primero, todo es dolor y tristeza. En cambio, en el segundo se disfruta. He subido pocas veces la escala.
   El terreno está en desnivel, de modo que hacia el fondo, el primer piso empieza a ser subterráneo. Se entra a la vivienda por el segundo nivel. Ahí está la pieza de la amistad. Cada habitación representa algo de la isla.
   Había un sector de la casa, que no me dejaba atender otros lugares. Es la pieza de la TV. Ahí vi buenas películas, imaginando que eran acerca de mí en otras islas.
   Yo me asomaba a la ventana todos los días.
   -Para ver lo que hay hoy -decía.
   Me encantaba cuando había mar. Sobre todo si estaba azul. Pero, aunque estuviera gris, me daba esperanza. No todos los días hay mar.
   El antiguo hombre del farol ya no se ve. Era un deportista. Más bien dicho, su silueta apenas se distinguía del entorno. Cuando estuve así de lejos me detuve a reflexionar con tranquilidad. ¿Por qué iba a tenerle miedo? Talvez porque metía bulla o porque sus modales eran bruscos. Una vez acudí a ese farol, dispuesto a convivir con esa persona que parecía un loco. Aunque en ese tiempo yo no habría sabido expresarlo, ahora me doy cuenta de que, con seguridad, él podía aportar algo a mi vida y yo a la suya. A medida que me acercaba fui intentando una frase pero cada vez era más difícil. El hombre estaba sentado en ese pequeño trozo cuadrado, como de vereda, y miraba sus manos a la luz que venía de arriba.
   Una falda de mujer flameaba al viento como una bandera.
   Cuando miro mi infancia desde acá, me doy cuenta de que mi misión está inscrita en mí desde antes de nacer. Expresada en términos de eternidad, en lenguaje permanente. No es fácil ni inmediato trasladarla al lenguaje cotidiano. Añoro algo desconocido. El poder del silencio está en escuchar mi intuición. En un momento toqué un lugar como prohibido donde está lo trascendente que tengo desde antes de llegar a esta vida.
   Mi padre me regaló una bicicleta. Salí a andar en ella. Recorrí una calle, y otra, pero de repente me vine al suelo violentamente. Es que no sabía andar muy bien, y me topé con una piedra. Le tomé miedo a la bicicleta. Después, ya no salía a andar en ella. Hasta que vi que la única manera de estar agradecido del regalo que me hizo mi padre sería disfrutarlo.
   Yo conversaba con el niño de la casa vecina.
   -Cuando grande, seré militar -le anuncié.
   -Yo seré civil -me respondió.
   Así, planificando nuestras vidas, ordenábamos cómo debería funcionar la sociedad. Nos decíamos que siempre estuviéramos atentos. Estábamos seguros de que nadie conocía la isla mejor que nosotros. Ahora, me da risa.
   Hay otra cosa que no me da tanta risa. Es que yo buscaba una muralla para ponerme, casi afirmado en ella. Necesitaba ese apoyo que no lo es tanto, pero es como si fuera. Habría deseado andar trayendo una pared portátil que me diera seguridad. Ya sé que eso no sería eficaz. La muralla que no se mueve es la que me sirve. Para convivir, para pretender a una mujer, competir. Así, puedo sentirme un muro yo mismo.
   Vimos unos niños muy pequeños, jugando. Y nosotros que nos sentíamos grandes los mirábamos en menos.
   -La tierra es un bien inapreciable -les dijo mi amigo.
   Los pequeños lo miraban raro.
   -El agua también -intervine yo, acordándome de los cuatro elementos, que me enseñaron en el colegio.
   -Y ustedes, ahí . . . haciendo barro -agregué-. Esa mugre. Neutralizando fuerzas valiosas.

 
   Futbol

   Llegué a la cancha para ver jugar a mi sobrino. Él tenía un partido de futbol, como gran cosa, ya que es sólo un niño empeñoso. Vi que todo era muy precario. No había ni donde sentarse a ver el partido. Claro, este niño no es profesional sino apenas aficionado. Su equipo estaba intentando clasificar para el campeonato preliminar que pudiere permitirle llegar, si lo ganaba, a la serie de Ascenso Dos.
   Jugaban contra el equipo de la Financiera. Lo que más me llamó la atención fue que un arco era más grande que el otro.
   -¡Qué raro! -me dije, pero por lo menos me conformé, pensando que si hay cambio de lado, ambos tendrán ventaja durante un tiempo.
   Me fijé un poco mejor y vi que el rayado de la cancha tampoco era simétrico. La mitad del campo estaba más cerca de un extremo que del otro.
   Entraron los equipos a la cancha, y empezó el partido. Al inicio no me di cuenta de que el club de la Financiera tenía un jugador demás. Los conté cuando me pareció que eran muchos. Esto sí que lo consideré grave. Fui a decírselo al árbitro, pero no me hizo caso. Al estar cerca de él vi que en su casaquilla negra tenía, además de su nombre Juan Mercado, la insignia de la Financiera.
   "Ya...", pensé. No había nada más que hacer, según parecía. Sin embargo, los chiquillos se veían optimistas. Lucharon como leones. No hubo cambio de lado para el segundo tiempo. Según me enteré, eso fue así porque la solicitud por escrito no llegó en forma oportuna.
   Se produjeron algunas jugadas notables. Un delantero se encontró con la pelota, mansita en sus pies, sólo frente al arco. No tiró. No hizo ni amago de disparar, por miedo a echarla para afuera. Hasta que la pelota se fue, tal como vino. Y junto con ella, se fue la oportunidad. Esto contrasta con la actitud de otro jugador que, con empeño y perseverancia, logró estar en posesión del balón, un poco urgido. Disparó el mejor tiro al arco que pudo. Salió apenas desviado. Me pregunto a cuál de los dos jugadores preferiré haberme parecido, cuando me juzguen al final de los tiempos.
   Seguí divagando y mirando un bello encuentro desigual. Empatábamos a tres cuando el partido ya estaba terminando, con dos expulsados de nuestro equipo. Pero, los descuentos se alargaron demasiado hasta que nos hicieron un gol con la mano. Perdimos 4-3.
   -No importa, tío Anselmo -dijo mi sobrino, cuando íbamos de regreso después del partido- , lo importante no es ganar, sino competir.
   No quise explicarle que ni eso se estaba dando. Creo que habría que decir "Lo importante no es la competencia de hoy, sino conquistar el derecho a competir mañana".
   Así era la Liga de la Libre Competencia, con cancha asimétrica y áreas desiguales.

 
   Tierra Bella

   -Papá, ¿puedes llevarme a Tierra Bella?
   -Sí, Anselmo -me respondió mi padre-. Algún día te llevaré.
   En ese tiempo, yo era un niño pequeño, y no sabía muy bien cómo era ese lugar llamado Tierra Bella, y quería descubrirlo.
   De tanto insistir, una vez fuimos, con mi padre a Tierra Bella.
   Él también ha sido niño, alguna vez, al inicio de su vida, y quizás lo olvidó.
   Salimos una tarde, de la mano, caminando y cantando. En el sendero había desvíos y obstáculos.
   Cuando arribamos al sector en que está Tierra Bella, seguimos andando varias cuadras, al lado de un muro. Estábamos siempre de este lado de esa muralla, pues nos prohibieron pasar al otro lado, en el cual se veía una naturaleza hermosa. Nos dijeron que había dragones. En este lado, sólo hay piedras, maleza y tarros.
   Supuse que en unos años más iba a poder cruzarlo. Este lado no tiene destino.
   El primer viaje no dio para mucho más, pero hubo después una segunda aventura hacia Tierra Bella.
   En cuanto llegamos al consabido muro, y notando que nadie me veía, intenté asomarme. Aunque no era fácil, pude realizar un esfuerzo gigantesco para subirme encima de la muralla, con intenciones de saltar hacia el otro lado. Aún me controlaban, pero yo no quería dejar que lo hicieran. Soporté gritos y clamores lejanos de advertencia. Caminé por arriba del muro como en cuerda floja. Mi padre se aburrió de enviarme avisos. Subieron muchos niños más y siguieron detrás mío caminando sobre el muro.
   Me tiré hacia el otro lado, y quedé adolorido. Había un ambiente como encantado. Vino un extraño animal chiquitito y amistoso. Creí que era un dragón, pero no lo era. Nunca vi un dragón en Tierra Bella.
   Vinieron muchos y me llevaron donde un rey. Es que yo era un extraño. Por ese día, preferí volver al lugar en que soy, o creía ser.
   Después de eso, cuando quería ir a Tierra Bella me mandaban con la nana.
   Recordando todo esto, años más tarde, pude vislumbrar que Tierra Bella es un lugar de encuentro con la magia divina. Es el reducto en que los niños cumplen la misión de salvar a los mayores.
   Entonces, entendí que los niños vienen al mundo trayendo los tesoros que los mayores necesitan para recordar cómo, cuándo y dónde ocultaron los suyos. Es costumbre querer esconder los tesoros. Los adultos pueden enseñar a los niños cosas prácticas solamente, como hablar un lenguaje común y formar parte de una misma sociedad.
   Guardé este conocimiento en alguna parte, y seguí viviendo lo que podríamos llamar Vida Real. Me casé y tuvimos una hermosa hija, Amanda, que es un encanto.
   Hoy, viene Amanda hacia mí, diciendo:
   -Papá, ¿puedes llevarme a Tierra Bella?

 
   Víctima culpable

   Mi vida había estado llena de preocupación y lucha por lograr poder y dominio. En desmedro de las personas que me rodeaban.
   Recuerdo aquella oportunidad en que me defendí de mi vecino que me estaba agrediendo. Es así como sucedió y no al revés, que es lo que él anda diciendo por ahí. Tuve que pegarle y dejarle un ojo morado. Le tuve que dar unas patadas en el suelo porque si no, él me las habría dado a mí. Todo empezó cuando me insultó gratuitamente. Después que yo corrí con todos los gastos del deslinde, y él se iba de alivio, no le gustó donde puse el cerco.
   Hasta mi mujer se anduvo molestando conmigo porque pisoteamos las flores, con esto de la pelea. Ni me fijé que habían flores en mi campo. Las flores crecen en la frontera. Entonces empecé a sentirme culpable. ¿Cómo pude ser así con mi amigo? Algo me cegó. Trataré de corregirme. Desde que era niño me dan estos impulsos.
   Me debato entre esos dos estados. Culpable o Víctima. Voy de extremo en extremo. Como un péndulo, que si tuviera más extremos también se iría hacia ellos. ¿Cuándo lograré centrarme? Me lo pregunto a veces, pero pronto me desentiendo, pues si me centrara estaría inmóvil, inmutable, sin energía. Necesito movimiento.
   Así fue como me puse a trabajar en una empresa que fabrica armas. Antiguamente, allí se hacían hondas, arcos y flechas, pero ahora se elabora armamento más complejo y avanzado.
   Y nada menos que yo era el jefe de Estudios de Mercado. No sé cómo me conseguí un trabajo tan indigno. Es algo asqueante, en el caso de este rubro. Perdí la cuenta de cuántos conflictos alimenté, como quien echa gasolina en el fuego. Hasta que no pude más. Tuve que salir arrancando. Sí. Literalmente.
   Ahora, que quedé sin familia, tengo que esconderme. Arrepentido, me metí a un convento, como monje que necesita detener el movimiento incesante. Es una manera de hacer que mi vida tenga oración y penitencia, que mucha falta me hacen. Esta nueva vida ha sido maravillosa, porque me ha tocado enseñar a niños pobres, en una improvisada escuela sucedánea. En realidad, fui yo el que aprendí de ellos. A ser vulnerable, a reírme, a asombrarme.

 

  Séptima parte.- Las historias de Venancio

   Venancio Cosmada

   Mis pensamientos fueron interrumpidos abruptamente.
   -Señor Cosmada don Venancio ... -exclamó con solemnidad el profesor de castellano. En su propio rostro parecía dibujarse un signo de interrogación.
   Al escuchar mi nombre quise que todo mi cuerpo se recogiera hacia adentro y se transformara en un punto invisible. Pero, no me quedó más remedio que ponerme de pie. Y vino la pregunta difícil.
   Me habría gustado poder lograr una expresión fiel de lo que intentaba responder. Estaba sin encontrar las palabras. Lo que iba saliendo de mí era como un montón de enanitos invisibles, con algún disfraz que encontraba por ahí, para que se vieran, y para que tuviesen alguna identidad.
   Me salvó la campana.
   Y después de un breve recreo, de esos en que no alcanzo ni a ponerme en actitud lúdica, le tocó el turno a la clase de Filosofía. El ramo se llama así, pero está un poco mezclado con cosas de sicología, creo yo.
   -Saquen una hoja, para una pequeña prueba -indicó el profesor.
   Como la prueba había estado anunciada, yo tenía pensado qué iba a responder, cualquiera que fuese la pregunta que viniera.
   Lo había escrito, pero dejaría ese papel muy guardado, pues mi interés no era hacer trampa, sino acordarme de lo esencial. Y de hecho, recordé el siguiente texto, y lo fui escribiendo en la hoja:
   "Amo a mi antigua amiga. La que tenía antes. Parecía sólo una niña, pero era la alegría misma. Los demás la trataban muy mal. Recuerdo que cuando yo caía en falta me castigaban quitándomela. La arrancaban violentamente de mí. Ella no perdía su sonrisa, que se empezaba a llenar de lágrimas. Yo quería que ella no sufriera, aunque eso significara estar separados. No la llamaba para no arriesgarla. De repente, la iba a ver a escondidas. Entonces, me contaba un cuento y me convidaba dulces. A lo mejor le habían echado la culpa de mis malos comportamientos. Según mis padres, ella no era la persona que pudiera educarme. Trajeron otra amiga para mí. Una tipa pesada, ruidosa, ficticia, petulante, aburrida y cargosa. Me la impusieron. Yo no soportaba ni su perfume, ni su baile, ni sus modales rudos y vulgares ni sus estruendosas carcajadas. Ella pasó a ser como mi alegría obligatoria. Quizás estoy siendo injusto con esta mujer, que no tiene la culpa de lo que haya pasado con la anterior. La mía. La verdadera. La que tiene que esconderse. La que anda temerosa, mirando hacia atrás. Amo la alegría, profundamente. Ella es estupenda. Es mi amor imposible".
   Aún no me dan el resultado de esa prueba, pero espero que el profe esté de acuerdo en que mi introspección tiene que ver con la pregunta formulada.
   Después de otro brevísimo recreo, vino la clase de Física. Pasaron una materia que tiene que ver con peso y masa. ¡Aburridísimo! Me puse a pensar en el microgramo. Es lo que debe pesar, seguramente, una idea buena. Aunque este profesor no hablaba de ideas, sino de plumas y plomos. Siguiendo con mi divagación, calculé que un billón de buenas ideas deberían pesar una tonelada.
   En eso, terminó la clase. Era la última del día, así que me fui a casa. Recordé cómo hacía este camino cuando era niño chico. Había una cuadra que tenía mucha arena, y yo caminaba por ahí, sobreponiendo mis pisadas en las respectivas de otro niño o niña que había pasado antes. Poco a poco, éstas iban agrandándose y distanciándose entre sí. Y cuando terminaba el trecho de arena, yo daba la vuelta en la esquina, y pasaba frente a la puerta de una casa, en la que siempre había una mujer, que se reía de mí, como si así estuviera cumpliendo con su deber. Cada día la encontraba más vieja. Hasta hoy me da rabia, aunque ella ya no vive ahí. Pienso que la primera vez que se rió puede haber habido algún motivo, que ya olvidé porque nunca quise reírme de mí mismo. Pero..., las otras veces... estaban demás.
   Aquella mujer tenía cierto parecido a una nana que hubo en mi casa. Alcanzó a estar menos de un mes. Ella llegaba en la mañana después que mi mamá ya se había ido a trabajar, y se iba un poco antes que mi mamá llegara en la tarde. Me contó que ella hacía lo mismo que mi mamá: salía temprano, le dejaba un mensaje a su nana, y llegaba de vuelta después que ella ya se había ido.
   También me contó que cuando andaba por la calle iba conectada a su música, casi siempre la misma canción, esa que decía "... tú tienes la culpa...".
   Entre tantos recuerdos, llegué a mi casa de hoy. La nana de ahora salió al jardín diciendo:
   -Voy a regar las rosas.
   -Riega también los pensamientos -le dije, lúdicamente, pero no me entendió.
   -En esta casa no hay pensamientos.
   -Sí que los hay.
   -¿...?

 
   El escondite

   Casi olvido que estamos jugando al escondite, con mi padre.
   Las primeras veces que me escondí, tenía mucho miedo a que no me buscaran. En cambio, si a mí me tocaba salir, tenía miedo que mi padre se fuera a esconder a su trabajo, allí donde yo no podría buscarlo.
   Después del tiempo transcurrido, ahora ya no recuerdo si me toca esconderme o salir a buscar.

 
   La puerta entreabierta

   Estoy en una de esas importantes reuniones familiares, sentado a una mesa generosa. Intercambiamos nuestros puntos de vista frente a temas de trascendencia para el mundo, aunque nadie se enterará de lo que digamos.
   Recuerdo cuando era niño, yo vivía en esta misma casa y miraba por la rendija de la puerta que me separaba del mundo de los adultos. En ese entonces, mis tíos y tías conversaban animadamente en este mismo comedor, y yo no entendía ninguna cosa. Sólo los admiraba por sus voces distinguidas que les daban altura de pedestal. Mi fantasía me llevaba a sentirme uno de ellos en algún futuro vislumbrado, mientras trataba de no moverme para que las tablas del suelo no crujieran. Podía pasarme horas espiándolos. Me estremecía con sus risas y también me llenaba de sus rabias y tristezas.
   En mi ingenuidad de ese tiempo no me daba cuenta que tenía en mí todas las respuestas que hoy busco afanosamente. Con añoranza miro las paredes del comedor, recorriendo su pintura descascarada y deteniéndome un poco en cada cuadro antiguo. Y en la puerta entreabierta, casi a mi espalda, alcanzo a ver un par de ojos pequeños, escondiéndose a baja altura. Me emociona descubrir a ese niño de mirada curiosa porque aun creo estar ahí donde está él. Imposible saber en qué momento crucé esa puerta.

 
   Los sueños del joven Venancio

   La libertad
   Salí caminando a grandes zancadas sobre el aire, desde mi balcón del segundo piso. Es mi costumbre usar poderes especiales para salir de la casa de infancia, porque si trato de bajar por la escala seré descubierto.
   Casi volaba, afirmándome en lo más tenue del aire. Cuando perdí altura y tuve que dar pasos cada vez más pequeños, ya estaba lejos, al otro lado de la Alameda.
   Mi marcha continuó a través de un portón a medio abrir, llegando a un patio más acogedor que las calles tenebrosas por las que anduve antes. En este otro ámbito había puertas iluminadas que me daban seguridad. Una de estas puertas me dio más que seguridad, cuando me permitió ver fugazmente en el interior a una hermosa joven, coqueta, con minifalda color naranja.
   Su actitud me hizo suponer que a ella le gustaba mostrarse. Se me estaba componiendo la noche, después de esa súbita pérdida de energía, en que tuve que ponerme a caminar pisando la vereda, como acostumbran a hacerlo todas las personas.
   Mi nueva amiga no estaba sola. Vivía con ella una mujer mayor, que parecía ser su madre, y reprendía a la joven a causa de su aspecto, que consideró exento de todo pudor. La chiquilla se retiró hacia dentro, asustada, y ya no la vi más. Hasta mi oído llegaron las últimas frases hirientes dirigidas a ella. Me pareció tan negativa y contaminante esta señora, que no pude callar, y decidí enfrentarla.
   -No tienes derecho a quitar la libertad a los demás -le dije con dureza, sintiendo que tenía muchas más cosas que decirle. Mi propia vida lloraba en ese momento, privada injustamente de la libertad natural.
   -Eres una persona encerrada -agregué, un poco más tranquilo-, una monja de reclusión.
   -Sí -respondió de manera inesperada-, jamás he salido a la calle.
   La mujer adquirió mejor aspecto. Se adelgazó y estilizó, y su rostro se puso bello, con un dejo de tristeza. Le seguí hablando con ternura, instándola a liberarse de sus prohibiciones. Ella tenía la disposición para hacer el intento, pero le faltaba la fuerza para lograrlo. Talvez ha creído que yo me estaba insinuando como un conquistador.
   Entonces, me fijé en su rostro, un poco duro. Una larga y delgada cicatriz abarcaba todo el ancho de su frente, en colores azul y rojo, ya desteñidos. Daba la impresión de ser una huella dejada por alguna corona metálica incrustada por largos años. Verla, me hizo comprender su actitud, como si uno pudiera recordar vivencias ajenas. Empecé a vislumbrar el motivo de los encierros. Al parecer, ese conocimiento tiene que haber sido lo que salí a buscar.

   Números
   Yo estaba esperando turno, junto a otras personas, para efectuar un trámite de renovación de alguna tarjeta, tipo carnet. El encargado se daba vueltas por ahí, y no empezaba a atender. Mi número era el Cero. Por lo tanto, el primero. Cuando llegó el momento en que empezarían a llamar, ya tenía lista la tarjeta y todos los papeles necesarios.
   -¿Quién es el Uno? -preguntó el encargado en voz alta, y cansada sin motivo.
   -¡Momento! -exclamé- Primero es el Cero..., yo soy.
   Accedió de buen grado a atenderme primero, pero le rompí el esquema. Para él el Cero era el último. Le costaba encontrar todas las cosas referidas al número Cero, cada vez que yo le presentaba un papel. El más importante fue un escrito que yo debía haber copiado de algo que me hiciera resonar con intensidad, como una lectura activa de la vida. Sólo lo miró, y me dijo algo así como "Tú no tienes edad para esto”.
   Me quedé perplejo porque lo interpreté como censura. A mis veinte años eso era insólito. Estuve pensando, hasta que se me ocurrió que me sobraba edad, en vez de faltarme. Entonces, le pregunté:
   -¿Esto es para adolescentes?
   En eso, empezó a alejarse la escena, y a disminuir el volumen de luz y sonido.

   Una imagen esquiva
   Soñé que venías hacia mí.
   Yo quería hablarte y conocer alguno de los mensajes que me traes desde lejos. Lo único que vi fue la intensa luz de tus faros. Te esperé en la oscuridad, viendo pasar junto a mí cientos de figuras incorpóreas.
   De pronto, ya no estábamos en la carretera sino que en un patio. Y tu luz era emitida por el lente de una cámara fotográfica que se acercaba con lentitud. Aunque no pude verte, supe que ahí dentro venías manejando. Todo el entorno se iba imprimiendo en tu retina. Cada árbol, con toda su historia. Entonces quise retratarme, y me acerqué lo más que pude, hasta que un fogonazo me detuvo, y alcancé a escuchar el metal que se cerraba.
   Corrí para mirarme al espejo en ti, que te ibas yendo con mi vida completa, y yo detrás, en busca de esa película que se llevaba mis respuestas. Antes de irte dejaste afirmada en un escaño una especie de diapositiva gigante, de un color grisáceo. Supuse que era mi imagen.
   Pude distinguir en ella un rostro cuando todo empezó a aclararse progresivamente. Creí que por fin iba a descubrirme, pero la imagen se desdibujó, y tú ya estabas lejos.

   El plato nadador
   Soñé con un plato nadador. Ya sé que estamos en la era de los platos voladores, pero el que yo vi, no tenía ninguna posibilidad de volar. Simplemente, flotaba como un enorme plato de sopa en la inmensidad del mar. Era un verdadero portabarcos porque contenía, además de agua aceitosa, varios buques de guerra y submarinos, simbolizando grises pantrucas.
   La misteriosa nave se desplazaba a gran velocidad, con desconocidas intenciones, manejada por el país más poderoso del planeta.
   Después de algún tiempo, la nave fue vaciada completamente, y vuelta a llenar con agua limpia, y con arena en los bordes. Supuse que la guerra había terminado, porque vi veraneantes en traje de baño, disfrutando de un agua tranquila, y tomando el sol en los amplios bordes del plato.

 

 

 
   El bus

   Ahí estaba el bus, un poco destartalado. Venancio no quería subir aún, pues no tenía ninguna seguridad de que ese vehículo iba a partir. ¿Y si después venía otro, probablemente en mejor estado? No se arriesgaba a perderlo.
   Durante muchas horas el bus fue adquiriendo pasajeros pero seguía teniendo un aspecto estacionario. Cuando el vehículo empezó a andar, pilló tan de sorpresa a Venancio, que no se alcanzó a subir. Corrió detrás de él para alcanzarlo, hasta que el bus se perdió en la lejanía.

 
   El pedestal

   El tipo andaba trayendo en sus manos una especie de andamio plegable, de material liviano. Cuando llegó a la plaza, extendió su bulto, el que se manifestó como un pedestal de color gris. Sobre él se paró este señor, igual que si fuera una estatua, pero con algunos gestos y aspavientos desde su pequeña gran altura, como queriendo decir “Miren qué interesante soy”.
   Era un pedestal excesivamente alto, y tan inestable que el hombre perdió el equilibrio, trastabilló y quiso afirmarse en el aire. Cayó espectacularmente al suelo, quedando todo embarrado, con lo cual ganó muchas risas de los transeúntes. Le lanzaron algunas burlas que le hicieron sentir mal, a juzgar por su expresión.
   Me dije que a mí no me pasaría algo así. Claro, si tuviera un pedestal, como tienen los demás, cada cual con una frase más linda en letras de relieve. Por eso, me empinaba un poco, que no se notara tanto, detrás de unos pequeños arbustos, simulando tener también mi podio.
   Un buen día, adquirí uno de segunda mano, en una venta de baratijas. Un pedestal propio para mí, hasta con caballo. Sabía que era peligroso, pero necesario. Indispensable. Ahora, podía considerarme persona.
   Al poco tiempo me aburrí de tan estúpida estructura que me tenía en alto ficticiamente para no ser menos que los demás. Lo único que quería era bajarme del monumento, pues nadie venía a mí, ni tampoco podía yo ir hacia la gente. Ni siquiera me era permitido sonreír. Ni ganas tenía, estando siempre a merced de las palomas. Con respecto al caballo, ya no lo soportaba más. Así y todo, hubo personas que me envidiaron.
   Quería dar el paso de ser el primero en bajarme, pero no me atrevía. Iba a ser demasiado vulnerable. Tendría que convencerlos a todos que nos bajáramos juntos. Eso era imposible. Siempre supe que estaba llamado a volver a mi lugar en el suelo, pero me decía a mí mismo que aún no llegaba el momento.
   Cuando vi a la nana, allá abajo, disfrutando del lindo día como si ella lo tuviera todo, descubrí cual es la única manera de bajarme del podio. Ella me ayudaría, una vez más. Así como se ocupó de mi aseo cuando fui niño y de mostrarme los caminos más sencillos, esta vez me iba a solucionar un nuevo problema. Pensar que nunca le he dado las gracias. Y esta vez tenía que pedirle otro favor.
   Al mirarme ella con verdadero orgullo por mi altura, empecé a bajar por una especie de escala, propia de la armazón. Le presté a ella el pedestal, diciéndole que era importante vivir la experiencia de estar ahí arriba un rato. Subió con curiosidad, y se paró arriba, encantada, al lado del caballo, parecía una princesa. Entonces, se rió de la humorada que estaba haciendo. Realmente, teníamos que vivir esto. Ya que yo estaba en el suelo, no me costó hincarme y decirle “Alteza”. Aunque sólo fuera para aventurarnos en “La Cenicienta”, el cuento que tantas veces me contó. Para ella todo esto era un chiste, y cuando se le terminó la risa, se bajó, sin solemnidad, sin las dificultades y sin las resistencias que tengo yo, y nos sentamos en el escalón de más abajo. Yo iba a darle las gracias, pero fue ella quien me dijo que nunca olvidaría ese regalo.

 
   El músico

   El teatro está repleto, según escuché decir recién. No todas las noches ocurre igual. Nerviosamente, nos disponemos a salir al escenario. Cada cabello debe estar en su lugar. El único que se permite estar despeinado es el director, y no desde el comienzo.
   Me cambio la corbata por una elegante, reglamentaria en nuestra orquesta. Salir a escena me produce cierta inquietud. Siempre fue así, desde que me inicié como actor novato, hace ya algunos años.
   Esa vez, logré que me llamaran para actuar en una obra de teatro, y llegué feliz de haber sido seleccionado, justo en el momento de salir a escena. No había estado siquiera en algún ensayo, ni tuve tiempo de leer el guión. Recuerdo que le pregunté a la directora :
   -¿Con qué ropa tengo que salir?
   -Con esa misma que andas trayendo.
   Me felicité de andar así, porque no estaba inapropiado.
   -¿Y qué tengo que decir? -insistí en aclararme la situación.
   -Lo que te venga.
   -¿Y cuál es mi forma de relación con los otros personajes?
   -Ahí va a ir saliendo.
   Quedé desconcertado y no quería preguntar más para que no me sacaran de la obra. Pero, tuve que hacer una última consulta, vital para mí.
   -¿Soy rico o soy pobre?
   La directora me miró desde su asiento , y no dijo nada. Decidí salir a las tablas como fuera, y si no me contrataban más, mala suerte.
   Esta vez, la salida a escena es mucho más estructurada. Ahora, soy músico. Cada uno de nosotros está a cargo de un instrumento, conformando una totalidad como una vida. Yo toco los timbales. No deja de ser importante. Tengo que estar presente durante todo el concierto, que a veces dura hasta dos horas y media, sentado en una silla incómoda, sufriendo con el traje de etiqueta, y la corbata que me aprieta el cuello. Mi única participación será cerca del final. Dos simples golpes, nada más que eso. Pero, entro al escenario al comienzo, junto con todos. Realmente está repleta la sala. Se ve bellísima. Elegante, con sus cortinajes rojos, con personalidad. No siempre he tenido la suerte de tocar en una sala así.
   En mis comienzos, una vez tuve que actuar en un teatro desastroso. Estaba lleno de cajas de embalaje, y cables por todos lados. La pared tenía grandes agujeros cuadrados, donde habían estado los parlantes. Hasta goteras habían. Tanto, que casi llovía igual adentro que afuera. En esos tiempos, yo andaba con casco. No por las goteras, sino por seguridad. Aunque me dificultaba escuchar lo que me decían, no me animaba a sacármelo. Podía ser peligroso. Hasta que vencí el miedo y me lo saqué sin que lo notaran. Fue providencial porque empezó a llegarme una música que me hacía bailar el alma. Casi arrastraba también al cuerpo.
   Ya están afinando los instrumentos. A los timbales no tengo que hacerles nada, porque fueron revisados hace poco rato. Me limito a esperar, y eso es bastante aburrido. Cuando fui pianista, disfrutaba mucho más. Tuve que hacerme cargo de un enorme artefacto musical, adornado con una gran cola. Yo conversaba con el piano. Realmente, él me hablaba, aun cuando sus teclas no sonaran todo lo bien que lo habían hecho en su juventud. Cada uno de sus sonidos me entregaba una sensación de añoranza de alguna realidad feliz, olvidada. El piano era mi vida.
   Colgaron de su cuello un pequeño letrero que decía “Malo”. Eso fue una injusticia porque mi piano no era malo. Talvez estaba un poco desafinado, pero lleno de buenos sentimientos.
   Jamás pude llegar a ser un gran pianista. Al final, el piano sólo servía como mesa para aperitivos. Los pedales los usaban los niños para jugar al automóvil.
   En cambio, el piano de esta noche suena impecable. Todos los demás músicos tocan, aunque sea a ratos. Se entretienen y se sienten realizados. Dan vuelta las páginas de la partitura, una tras otra. Mientras yo, aquí, soy el espectador con mejor ubicación. No me pierdo noche, y ni pago entrada. Los críticos también vienen siempre, y se sientan muy adelante. Supongo que tratan de descubrir a los mejores músicos. ¿ Qué podrán pensar de mí ? Cuando sea mi oportunidad pondré toda mi alma en cada uno de los dos toques de timbal.
   Miro a la tercera violinista de más a la izquierda, de la fila de abajo. Siempre he estado enamorado de ella. Pero, ese sentimiento no es recíproco. Jamás he podido entender que el amor no sea correspondido. ¿Acaso uno no ama lo suficiente? ¿O amo con casco?
   Es muy misterioso todo. Siempre lo fue. Como ese río que caminaba hacia arriba. Llevaba mucha agua y bien limpia. ¿De dónde sacaba la fuerza? Nunca lo supe, por más que me sentaba en su orilla a ver pasar los muebles flotando. Era un espectáculo tan bello como deprimente. No supe qué ocurría con esos muebles. ¿Acaso terminaron de servir? ¿Se reciclarían? Una vez vi pasar un piano navegando con las patas hacia arriba. Entonces decidí que era el momento de deshacerme también yo de lo inservible. Boté al agua una bandeja y varias estructuras de madera que yo andaba trayendo. También aproveché de tirar el casco. Se fueron yendo con mis ilusiones.
   Ya se acerca el final del concierto. Me siento de una manera muy particular, como queriendo decir al público “Fíjense en mí. que yo también estoy acá“.
   Ese rostro iracundo del director agitando su batuta me recuerda al compositor. De ambos aprendí que cuando las cosas están maduras, la música surge sola. La armonía es la que hace su trabajo. Un compositor solamente arma pequeños trozos y busca lo que ahí quiere manifestarse.
   ¿Por qué el director me mira tan feo? ¿Por qué todos los músicos se están poniendo tan nerviosos? Si yo hubiera estado involucrado en esto, habría percibido el motivo, pero aquí botado, relegado a una participación tan pequeña, no me doy cuenta. Alguien se habrá equivocado. Los gestos desesperados del director me parecen eternos.
   Ya no me mira. Se ha dado vuelta al público y le hace una venia, mientras la gente aplaude a rabiar.
   ¡Mierda! ¿Cómo se pudo ir mi único instante?

 
   Desconfianza

   -Yo soy nítido y tú eres difusa -le dije.
   -Estás equivocado -me respondió ella, a través de la niebla-. Yo soy nítida. Eres tú el difuso.

 
   Los papelitos

   -¡Está lloviendo! -dijo la voz, desde la avioneta, a través de un potente megáfono.
   Reinaba un sol esplendoroso, pero buscamos nubes, por si acaso, y hasta creímos verlas. Muchos salieron a la calle con paraguas.
   -¡Es de noche! -dijo la voz del avión, al día siguiente.
   Aunque la luz del mediodía golpeaba los ojos, nos retiramos a dormir.
   Cierta vez, surgió un rumor anunciando que el avión iba a tirar unos papelitos. Era una práctica anticuada, pero la esperé, ansioso. Seguramente, no osarían poner falsedades por escrito.
   Después de varios días, la avioneta dejó caer una nube de papeles. Los veíamos bajar, muy chiquitos. Quise ser el primero en agarrar uno.
   Cuando las hojas estuvieron cerca, atrapé una en el aire. El mensaje escrito decía:
   “Se ordena a la ciudadanía no creer en falsos rumores, en cuanto a que esta aeronave lanzaría papeles”.

 
   Las puertas

   Acá no hay nadie más que yo. Estoy en una de las tantas salas de espera de un enorme hospital, que ocupa varios pisos. Llegué hace ya mucho rato. Lo extraño es que tampoco hay muebles. Sólo la silla en que estoy sentado. Si llega alguien más no tendrá donde sentarse, salvo que yo acceda a darle el asiento.
   Necesito que pronto pase algo con el caso que me ocupa. Sigo esperando. Hay una puerta en el fondo de la sala, si es que puede llamarse así, siendo ésta una pieza tan pequeñita. Me digo que es la puerta de la esperanza, porque cada vez que se abre creo que ahora sí será mi turno. No sé muy bien qué hacer, más que esperar. ¿Esperar qué? Que se abra la puerta y aparezca alguien.
   Cuando se abre, lo hace con un lamento de hospital, y después se empieza a cerrar lentamente, con otro gemido. En mi interior, se inicia una oportunidad para mí. Sale una enfermera, y se va para otro lado, muy estirada, sin mirar a nadie. Va apurada. Todo es apurado en este hospital, menos lo mío. Esta oportunidad no tenía nada que ver conmigo. La puerta termina de cerrarse con un golpe seco, que me posterga la esperanza, por el momento. Así ocurre de nuevo, varias veces.
   Después de algún tiempo, me levanto de mi asiento porque ya no puedo permanecer sentado. Camino de un lado a otro. No es mucho el espacio. Toco la manija de la puerta, como queriendo hacerme amigo de ella. La suelto, y sigo caminando. En una de esas vueltas, la abro, con alguna aprehensión. Doy un paso hacia dentro, aunque no se supone que debería hacerlo. Al otro lado no hay nadie. He llegado a otra sala un poco más grande, sin muebles. Ni siquiera una silla. Sólo veo una puerta, en la pared del frente.
   Fuera de perder la posibilidad de sentarme, mi situación no ha cambiado mucho. Me paseo un poco, pensando que alguien va a aparecer por esa puerta del fondo. Es una expectativa que me podría sonreír en cualquier momento.
   Después de un rato largo en que no pasa nada, me decido por ir a abrirla. Con la esperanza de encontrar al otro lado a alguien que me atienda, aunque ya no tengo claro de qué asunto era que tenían que atenderme.
   Abro la puerta, tratando de paladear de antemano el calor humano que encontraré. Llego a otra sala vacía, más grande que la anterior. Sin muebles. Sin gente. Ahora tengo más espacio para pasearme mientras espero. Así lo hago por unos minutos. Al fondo veo una puerta bastante atractiva. Tanto, que decido ir a abrirla. Es así como logro entrar a otra pieza más grande y vacía que las anteriores. Como siempre, me preocupo especialmente de dejar bien cerrado antes de empezar a caminar.
   Más que caminar, tendría que reconocer que casi corro. Ya no me paseo ni me pongo a esperar. Simplemente, atravieso con prontitud todo el largo de la sala hasta la puerta del fondo. Entro a otra pieza más grande y vacía. Me estoy empezando a enojar. Nadie tiene derecho a hacerme esto. Si han de rechazarme, háganlo de frente. A golpes si quieren, pero sin este suplicio.
   He perdido la cuenta de las puertas que he abierto, y de las salas vacías que he cruzado de un lado a otro hasta llegar a la respectiva puerta del fondo. A esta altura del asunto, ya no me preocupo de cerrar ninguna de ellas. Solamente las abro, y así van quedando.
   Se me olvidó por completo el motivo de mi búsqueda. En tal emergencia, me detengo un rato a pensar. Transpiro. Mi respiración está agitadísima. Creo que ya lo tengo, al menos mentalmente. Claro, lo único que me queda es buscar uno de esos maestros que se supone tendría que haber en alguno de los recintos. Sí, eso es beneficioso y justifica cualquier sacrificio. Veo que es necesario abrir una gran cantidad de puertas para llegar al centro del mundo.
   Deben ser unas veinte o treinta las puertas pasadas. Llego a llorar de rabia e impotencia. Me digo que es por ese estado de ánimo que los maestros no quieren salir a mi encuentro. Sigo abriendo muchas más puertas, y no soy capaz de cambiar mi actitud. Esta soledad es demasiado dolorosa. Me siento rechazado por todo el mundo. Es injusto. Quiero encontrar algo distinto, aunque sea un precipicio. Sin embargo, no ocurre nada que no sea una copia exacta de la última desilusión.
   Ahora ya van como cien puertas enemigas.
   -¡NO! -es un grito potente que me sale desde la médula, y no va destinado a nadie. Sólo a mí mismo.

 
   De tumbas y sepulturas

   Trabajé muchos años como sepulturero. Pasar todo el día y todos los días enterrando gente, es más optimista de lo que parece. Todos los difuntos que pasaron por mi vida laboral fueron buenas personas mientras vivieron.
   Empecé a vibrar con cada discurso tratando de verme a mí en las descripciones. Y me pregunté "¿por qué el mundo está como está, si la gente tiene tantas virtudes?"
   -¿En qué cementerio enterrarán a los malos? -le pregunté un día a un colega.
   -¿Qué sabes de los que aún no han muerto?
   -Talvez los malos no mueren.
   -Todos tenemos que morir.
   Me quedé pensando que la muerte es misericordiosa... Pero, no siempre...
   Una vez, un carro fúnebre a gran velocidad, tuvo un accidente. Con la energía del choque, se abrió el féretro. Esa vez, se produjeron dos nuevos muertos. Y el que ya lo estaba desde antes, resultó con heridas de consideración.
   Y otra vez, en una misa de funeral, en el cementerio, el padre de la víctima se indignó cuando vio venir lentamente a una niñita llorando, con un ramo de flores en sus manos. Era morenita, y tenía puesto un traje negro. El viejo la odió, porque la culpaba de la muerte de su hijo. La verdad es que éste había muerto heroicamente por defenderla de un atacante.
   El viejo caminó hacia ella con ánimo de sacarla de ahí. Pero, me pareció como si, a pesar de todo, él estuviera empezando a recordar la ternura de su hijo, o la de su propia niñez. Al llegar, sólo fue capaz de abrazarla y llorar..., juntos.
   En otra oportunidad, vino un joven al cementerio, varias veces. Luego de reconocer cierta tumba durante el día, y cerciorarse de su ubicación, volvió al lugar durante la noche, creyendo que iba a pasar inadvertido. Premunido de una pala, una linterna y de mucho coraje se dirigió sigilosamente hasta el sitio donde había encontrado la tumba de su padre.
   A esas alturas, no era fácil darle cabida a la lógica, y tampoco podría alguien entenderlo. Ése era un encuentro solamente entre él y ese hombre que nunca alcanzó a conocer.

 
   Cementerio

   Yo siempre andaba viendo resplandores en torno a las personas. Como si fueran unas sombras luminosas. Grandes o pequeñas. Intensas o no tanto. Eso sí, solamente a los vivos, pero jamás a los muertos. Por eso, casi me dio un infarto esa vez que vi una luz tenue en el borde del ataúd, justo cuando lo estaban bajando a la fosa.
   -¡Ábranlo! -grité. Y me creyeron loco.

 
   Agua bendita

   -Padre, padre, necesitan urgente agua bendita en casa de don Juvenal.
   -¿Por qué tan urgente? -preguntó el sacerdote.
   -No sé, pero debe ser un caso de vida o muerte.
   -Bueno, llévale un poco en un frasco, pero que esté bien limpio.
   El sacristán llegó apurado a casa de don Juvenal, golpeó el pesado portón, y cuando le abrieron, subió corriendo, llevando el frasco hasta el taller.
   -Estoy pintando en acuarela una estampa litúrgica -dijo con tranquilidad don Juvenal, y tomando el pincel lo sumergió suavemente en el frasco de agua bendita.

 
   Un rostro conocido

   Ese rostro me era familiar. Correspondía a algún amigo, por supuesto. Supe que lo había visto cientos de veces, y compartido actividades con él, hace ya varios años. Pero, no sabría decir qué.
   Seguí metido en mis pensamientos. Se supone que soy un sabio loco, como me dicen algunos.
   Mientras el tren avanzaba por debajo de la ciudad, traté de recordar de dónde conozco esa cara. En eso, él me vio y se sonrió. Claro, había descubierto a un antiguo conocido. Nos acercamos y nos dimos la mano, efusivamente.
   -Hola
   -Hola
   Ese fue nuestro primer diálogo, lleno de entusiasmo. Bueno, es que los dos estábamos contentos de volver a vernos. Yo trataba de buscar en mi cabeza alguna pista que me permitiera identificar al conocido desconocido.
   -¿Cómo te ha ido en la pega? -le pregunté- , con la esperanza de descubrir quién era este tipo.
   -Muy bien.
   Como su respuesta no me ayudó, intenté de nuevo.
   -¿Todavía estás donde mismo?
   -Sí, compadre, ahí mismo, no más.
   -Veo que estás haciendo carrera.
   -Bueno, dentro de lo que se puede. ¿Y tú? -comenzó a interrogar él, ahora.
   -También sigo donde mismo.
   No me atreví a ser más explícito, por miedo a que me atrapara en mi ignorancia respecto a él. Conversamos mucho, de cosas comodines, que sirven para cualquier amigo. Después de eso, vino un largo silencio, hasta bajarnos del Metro. Parece que él tampoco tenía muy claro quién soy.
   No logré descubrir cuándo ni dónde nos habíamos conocido. Al despedimos, ya en la calle, él era un amigo nuevo. El pasado no quería revelarse. De lo conversado, sólo pude desprender que esta persona venía a las oficinas de una institución financiera, en el edificio de la esquina.

         * * *

   Días después ocurrió aquello. Un hecho de sangre, muy lamentable. Quizás lo habría olvidado, si no fuera porque me acusaron como presunto culpable del asesinato, cometido a la misma hora en que yo conversaba con mi amigo.
   Yo no tengo nada que ver con ese asunto, y ahora, necesito ubicar a esta persona, como coartada. ¿Cómo lograrlo? Es una urgencia, de vida o muerte.
   Fui a preguntar por mi amigo a esa oficina de finanzas a la que se había dirigido en aquella oportunidad, pero sin saber su nombre, no logré gran cosa. Y cuando ya no hallaba cómo actuar, caí entre rejas, y desde ahí no puedo hacer mucho. Tengo que descubrir a mi conocido, a través de otra persona.
   El abogado tiene la mejor voluntad, pero me ha dicho que es imposible rastrear sin datos. Tendré que analizarme para llegar a la información que está dentro de mí mismo, escondida misteriosamente.

         * * *

   ¿Lo conocí cuando niño? Probablemente no. Estamos muy cambiados como para poder reconocernos después de tanto tiempo.
   ¿Es pariente? No. De haber sido así lo habría ubicado en el árbol genealógico.
   ¿Amigo de estudios? No creo... No hablamos nada de estudios.
   ¿Trabajamos juntos? Eso puede ser, pues mencionamos algo acerca de trabajo. O sea, pienso que lo conocí en relación a mi trabajo. A lo mejor no trabajamos juntos... Me habría preguntado por algún otro compañero de trabajo... Si es que él se hubiera acordado mejor que yo.
   ¿Fue un proveedor? No creo. No trató de venderme nada.
   ¿Un relator? Talvez en algún curso, de los muchos que tuve. Sí, por la voz, parecería un relator... Trato de recordar todos esos cursos... No lo veo dictando ninguno de ellos.
   ¿Relator y compañero de curso? Claro. Aquí lo tengo. Una vez asistí a un curso de relatores. Muy entretenido. Fue hace como diez años.
   ¿Tengo la lista de ese curso? No, pero la que era secretaria en ese entonces, la tuvo. Creo recordar dónde trabaja ella ahora.
   Me reúno con el abogado y le cuento todo esto. Él se limita a reír.
   -No te preocupes más -me tranquiliza-. Ya se aclaró la confusión que había. Mañana sales libre.

 
   En un espejo

   Tengo ganas de ir a conversar con mi yo viejo. No es el que va a ser. Es, simplemente, la forma cómo me lo imagino. No en vano lo estoy creando.
   Hace ya algunos años que he querido realizar este viaje, pero nunca me he animado a concretarlo. Esta vez, sí que lo haré.
   Me tropiezo con una primera dificultad. No sé el lugar físico al cual ir. Creo que estaré en esta misma casa. No me moveré de aquí para esta travesía. Ni siquiera necesito equipaje. Se trata de un simple paseo al futuro, y nada más que eso.
   ¿Que tipo de vehículo ha de servirme en esta oportunidad? ¡Ah! Ya sé..., el espejo.
   Voy y lo miro. Es un espejo de cuerpo entero, que está al lado de la antigua cómoda. No importa si me veo bien o mal. Sólo quisiera verme más joven de lo que soy
   ¿Cómo meterme allí dentro? Ha de ser con los ojos cerrados. Al menos, durante el trayecto. Y tengo que lograr hacerlo sin quebrar el vidrio. No es fácil.
   Cierro los ojos y me concentro en la imagen que tengo dentro de mí. Al identificarme con ella, siento un ruido como de romperse la barrera del tiempo. Espero que se haya salvado el espejo, si no, yo estaría muerto.
   Abro los ojos y trato de constatar dónde estoy. No falta nada en mi cuerpo. Todo está bien. No es mi costumbre estar a este otro lado, y me cuesta un poco adaptarme. Después, hasta me empieza a gustar.
   -¡Hey, Venancio! A ti te digo..., al del espejo -es el yo de afuera el que me habla.
   Lo miro sin decirle nada. Veo que está muy envejecido. Trato de poner un rostro alegre, relajado, sereno, optimista... A ver si él me sigue...
   Sí. Me siguió. ¡Qué genial! Así, podemos conversar. Él habla primero:
   -A lo que he llegado.
   -¿A qué te refieres?
   -Me duele todo y no me importa. Creo que pronto he de retirarme de este mundo.
   -¿Has completado tu tarea, o no?
   -Siempre que creo haberla terminado, surgen páginas nuevas que antes no había visto, y tengo que seguir. Esto es de nunca terminar.
   -¿Cuántos años tienes ya?
   -Ochenta, no más.
   -Bueno, todavía te quedan varios años más -le digo, pensando que yo estoy apenas en los cincuenta.
   -Pero, por lo menos, puedo decir que lo más importante ya ha quedado listo.
   Me alegra escuchar eso, y así se lo digo, con una gran sonrisa. Él también sonríe.
   -¿Qué nombre le darías a eso tan importante? -le pregunto.
   -Cuando trato de darle nombre me doy cuenta de que no es tan importante.
   -Pero, ¿te da satisfacción?
   -Sí. Mucha.
   -Entonces. ¡Felicitaciones!
   -Es a ti a quien debo agradecer.
   -¿Por qué?
   -Porque hiciste de mi lo mejor que pudiste.
   -Perdón por no haber podido hacerlo mejor.
   Nos despedimos. Ha sido un momento grato. El yo de afuera se retira. También yo me voy hacia dentro.
   ¿Y ahora, cómo me salgo de esta máquina del tiempo? ¡Ah! Ya sé. Tengo que cerrar los ojos. Así lo hago, y me concentro en la imagen que tengo de mí.
   Escucho el ruido de romperse la barrera del tiempo, y ya estoy afuera nuevamente. Cansado, pero contento. Tengo un conocimiento nuevo. Necesito darle un poco de vueltas.

 
   El cuento roto

   -No rompas tu obra, Venancio. Eres un artista.
   -Es que mi obra es bien especial, amigo mío.
   -Tendrá que ser otra persona que la rompa por ti.
   -Yo me las arreglo solo.
   -Pero..., tu obra es valiosa.
   -No lo sé. Mi arte consiste en romper papeles, precisamente.
   -¿Cómo es eso?
   -Claro. En romper esquemas.
   -Eso es interesante. Una obra que no se deberá destruir.
   -¿Por qué no puedo romper la hoja de papel en que fue escrita?
   -¡Qué porfiado! Por lo menos, acepta que cualquier intento destructivo le agregaría valor a tu obra.
   -O la transformaría en una obra para armar.
   -¿Quién arma la obra..., el escritor o el lector?
   -Entre ambos. Por eso, escribí un cuento roto.
   -¿Cómo es un cuento roto?
   -Está escrito en muchos pequeños trozos de papel.
   -Ya veo. Un cuento puede estar roto, pero no por eso destruido.
   -Y el lector es libre de armarlo como le guste.
   -¿Y de qué trata tu cuento roto?
   -De un cántaro roto, que sólo se llena por un rato. Al final, se sale toda el agua.

 
   Maestros y ángeles

   Me habían dicho que para visitar a mis maestros tendría que recorrer miles de kilómetros. En la realidad, no fue tanto. La distancia resultó ser de apenas una pequeña fracción de milímetro. De todas maneras, un viaje así no es fácil porque los maestros acostumbran a estar lejos de la bulla, y eso significa tener que ir muy adentro.
   Fue una travesía enorme, abriendo muchas puertas para llegar al centro de mi mundo interior. Afortunadamente, no demoré mucho, ya que se logra una velocidad de miles de puertas por minuto.
   Al principio temí que nunca llegaría a la naturaleza definitiva de mi destino. Después comprendí que eso no importa, pues los maestros no se andan escondiendo, y siempre habrá alguno que me pueda atender. Hay muchos maestros y maestras, de todas las edades. Los de mediana edad son los que uno más conoce en la vida diaria.
   El de ayer era un anciano, un poco gordito, y vestía de blanco.
   -Cuando eras bebé -me explicó el maestro-, Dios conversaba contigo con libertad... Hasta que tuviste una primera actuación que consideraste errónea, y te asustaste.
   El maestro reconoció no saberlo todo. Solamente tiene experiencia, y la vida le enseñó que en caso de cualquier duda hay que consultar a los niños. Ése fue el único consejo que le escuché. Entonces, me llevó al prado donde juegan los niños, y ahí me dejó.
   Estuve tratando de acostumbrarme a la idea de que ellos me iban a resolver los complicados problemas de mi vida. Y como no atinaba a esbozar ninguna pregunta, se me ocurrió que lo mejor era indagar exactamente eso.
   -Niña -le dije a una negrita que iba pasando- ¿tú sabes resolver los problemas difíciles de la vida?
   -Puedes transformar uno difícil en dos fáciles -me respondió sonriendo, después de mirarme muy seria durante un rato.
   Cuando ella se fue a jugar nuevamente, volví lo más rápido que pude a mi ámbito acostumbrado. El paseo por ese mundo me enseñó mucho.
   En cambio, en el viaje de hoy me aventuré mucho más allá que ese punto central. Llegué a un sector que me trasciende. Me encontré con una persona muy parecida a mí.
   -Soy tu ángel de la guarda -me dijo.
   Lo miré extrañado porque el hombre no tenía alas ni plumas.
   -Hace mucho tiempo que quería hablar contigo -agregó-, pero no lo conseguía.
   -¿Por qué? -atiné a preguntar.
   -Porque lo impedía tu falsa imagen de lo que es un ángel.
   -Ya veo.
   -Hace siglos yo fui bisabuelo de tu tatarabuelo.
   -¿En cuál mundo?
   -En el tuyo.
   -¿Y es cierto que existen arcángeles?
   -No. Eso lo puede haber inventado algún pomposo arzobispo.
   -Cuéntame cómo fue eso de los ángeles caídos.
   -Eso tampoco es cierto.
   -Pero, mi tarea -agregó el ángel- no es enseñar, que para eso están los maestros. La mía es sólo protegerte.

 

  Octava parte.- Vivencias de actualidad

   El cartero

   El cartero de la isla
   De tanto caminar, no supe cómo llegué a una isla solitaria.
   Eso fue en los primeros años, en que ya desempeñaba el oficio de repartir la correspondencia. Al comienzo, mantuve en mi poder cada carta durante muchos meses. Lo que más me interesaba era que no se me perdiera ninguna. De todos modos, empezaron a sufrir deterioro. Recuerdo que los sobres estaban cada día más amarillentos, y a punto de desintegrarse. Las cuidaba celosamente, por miedo a entregarlas en forma equivocada. Aún no había hecho llegar ninguna carta a su destino, pero no perdía la esperanza de lograrlo algún día.
   Con el tiempo, fui aprendiendo a arreglármelas cada vez mejor. Me resultó difícil porque, habitualmente, me encargan encomiendas extrañas, de distintas clases y formas. Es común que algunas mercancías vengan envueltas de muy mala manera, mientras otras traen un bello envoltorio de regalo y una rosita de papel. Igual, todas llegan deterioradas a destino. Recuerdo algunas que venían sin envolver. Hay gente que manda las encomiendas sin un miserable papel que la contenga. O no le ponen remitente. Eso sería lo de menos, lo peor ocurre cuando tampoco le escriben la dirección del destinatario.
   De repente necesito parar un poco a ordenar mis pensamientos. Entonces, voy a la playa, solo, a ver si me encuentro con mi razón de ser. Mirando el mar y escuchando el ruido de las olas me doy cuenta de lo que soy y de lo que quiero ser.
   Así como hay gente que lleva libros a la playa, simplemente para entretenerse, yo prefiero leer en la arena, los mensajes escritos en ella. Nunca he sabido quién los puso ahí. Realmente, no sé con quién me estoy encontrando. Quizás con alguien como yo, que también escribe cartas que nunca nadie leerá. Vivo así, buscando y buscando, hasta morir sin encontrar. A veces me digo que no he venido al mundo a encontrar, sino solamente a buscar, que no es lo mismo.
   Me gustaría poder decir que todas las cartas que reparto las he tenido que ir a buscar previamente al correo. Es que eso sería lo lógico. Pero, la realidad es bien diferente. Muchas de las misivas y mensajes que hay en mi maletín los tuve que recoger del suelo.
   Eso pasa porque mi trabajo es algo que no termina nunca. Cuando voy por la calle, no tardo en ver un papel en el suelo. Un papel que, en ningún caso es basura, sino una carta que alguien escribió. Para mí es importante hacer llegar ese mensaje. No puedo evitarlo. Parece ser mi misión.
   A lo mejor, sería preferible que algunas cartas no llegaran nunca. Pero, eso yo no lo puedo decidir. De cualquier manera, es mil veces preferible que llegue lo que no tendría que llegar, con tal que no se queden en el camino esos otros mensajes que, imperiosamente necesitan arribar.
   Las cartas que encuentro tiradas por la calle, tengo derecho a leerlas, pues vienen abiertas y sin sobre. Son mensajes que buscan a su destinatario, y soy yo el que tengo que descubrirlo. Por supuesto que no es fácil. Hasta cartas de amor he encontrado en las baldosas, siempre cerca de un árbol. La primera vez que vi una esquela en plena vereda, no pude resistirme y la recogí. Quise leerla pero no estaba completa. Era apenas un trozo, lleno de misterio. Me dolió esa carta porque mostraba una situación como de ruptura, aunque el mensaje estaba escrito en términos de acogida. Una contradicción que a mí no me correspondía aclarar.
   Cada vez tengo más claro que mi misión es hacer llegar los mensajes. Ya sabrá la otra persona qué hacer con el resto que falte.
   Para ir a buscar el correo proveniente de otras islas, salgo en mi débil bote a recorrer el archipiélago. Voy contento, pensando que en mi equipaje debe ir la gran carta que le mejorará la vida a alguien. Al final, siempre me decepciono, quizás porque mis expectativas son demasiado abultadas.
   Remo con dificultad, muchas veces con el viento en contra. Una vez había tiburones y tuve que volver.
   Necesito pasar, con la máxima naturalidad posible, entre medio de las guerras que se están llevando a cabo entre ciertas islas, por la supremacía del océano. Voy esquivando cañonazos y tratando de que no me hagan prisionero. Afortunadamente, soy también el encargado de llevar información secreta, como las palabras claves, las que cambian todas las semanas. Me viene bien así porque demoro siete días en aprendérmelas.
   Empiezo a darme cuenta que lo que busco en la vida es alguna carta para mí. Una de ésas que no se quedan en el camino. Casi diría que estoy seguro de esto. Aunque se trate de una comunicación agresiva o frustrante, quiero que llegue, pues hasta eso es preferible antes que la duda, y desde luego, mucho mejor que la indiferencia. Quiero saber lo que la gente tiene para decirme.

   La esperanza
   Desde hace unos pocos años empecé a llevar regularmente las cartas a la residencia de Dios. Esto es lo más notable que ha pasado en mi vida. O lo fue, por lo menos, hasta anoche.
   Voy todos los días, aunque no tenga casi nada para entregar. Prefiero no guardar ningún papel para el día siguiente.
   Es una casa hermosa y grande, de tres pisos, en lo alto del monte. Las numerosas ventanas me hacen pensar que allí debe vivir mucha gente.
   A media mañana llego, cada día, hasta ese lugar, una cima amplia llena de vegetación. Me acerco lentamente a la casa, disfrutando su cercanía. Toco el timbre, y al poco rato me abre la puerta un tipo gordo y sonriente. Es un simple empleado, pero lo respeto porque representa al dueño. Todos los días lo miro con cara de estar listo para escuchar de él una palabra acogedora, como “Adelante” o “Pase”. Sin embargo, todos los días debo aceptar su tácita negativa a dejarme entrar.
   Resignado, abro mi maletín. “Cartas para el Señor” dice la etiqueta pegada a la franja de papel que las mantiene a todas amarraditas. Se las tengo que entregar al simple empleado, quien las recibe con una sonrisa suficiente.
   Mi secreta esperanza es ser invitado a entrar, algún día, y poder conocer la casa por dentro, recorrerla entera, y conversar con el propietario. Pero, una y otra vez he debido irme, así no más, y bajar hasta la playa pensando que, ya habrá otra oportunidad.
   Hoy es un día diferente. Vengo lleno de felicidad, y ya imagino la cara que pondrá el simple empleado cuando me vea llegar y me abra la puerta. Es que anoche sucedió algo muy especial cuando salí en el bote. Divisé una figura a lo lejos, que parecía el fantasma de algún pirata atrapado para siempre en la inmensidad del mar. Me dio un miedo salvaje. No hallaba para dónde ir porque la visión parecía perseguirme. No quería mirarla. Hasta que tuve que rendirme a la situación que yo no podía controlar.
   Levanté la cabeza. Dejé de remar y miré. No era fantasma. Ni pirata. Ni nada por el estilo. Era Jesús que caminaba sobre las aguas y venía hacia mí.
   Me habló. Sí, y me dijo que cambiaría un poco mi profesión, mi forma de vivir el oficio de cartero. Ya no tendría que seguir llevando cartas a Dios. Ahora me ha sido permitido repartir sus respuestas.

   El cartero antiguo
   Con los amigos del correo vamos en las noches a tomarnos unas copas. Ahí hablamos todos nuestros problemas, aunque nadie más nos escuche. De todos modos, nos sirve para desahogarnos. Muchos de ellos ya no van al bar. A los más viejos, que ya no están, los echamos de menos. Cuando jubilan dejan también de ir a compartir con los amigos. Es que los temas de conversación ya no los afectan.
   Muchas cosas aprendí del antiguo cartero, que siempre se desvivió por enseñarme el oficio, y se vio superado por los adelantos que ya ocurrían en esa época. El era muy anciano, y atento, con su pelo blanco y ralo. Le tomé cariño. Al principio, tuve que aguantar la risa un par de veces porque era tan arcaica la manera de trabajar que él tenía.
   Recuerdo que, en ese tiempo, las ventanillas del correo tenían unos barrotes de bronce, de sección cuadrada. Había buzones rojos en las esquinas, y hasta se usaban. Eran el orgullo de mi antecesor.
   Este hombre me contó que en su juventud tenía que dibujar pacientemente cada estampilla en cada sobre, y pintarla de varios colores. Y lo hacía con tal precisión, que era imposible distinguir una de otra. Mucho cambió la vida después. Hasta él mismo se tenía que reír al recordar sus comienzos.
   Había caminado varios miles de kilómetros a lo largo de su vida. Un día de otoño me vio llegar a mí, lleno de ideas nuevas. Con estampillas prefabricadas. Era cuestión de pegarlas, no más, y para eso uno tiene lengua. Además, yo venía con mi maletín volador.
   Todo esto es muy parecido a lo que me está pasando a mí ahora, después de los años. Vienen los muchachos nuevos con otros métodos, tan distintos a los que yo aprendí. La rapidez es lo más preciado, y eso a mí no me resulta, en absoluto. Me dicen “Mueve las cartas, no te muevas tú”. ¿Y cómo querrán que uno pueda hacer eso ?
   Nada saco con hablarles de mi maletín volador, que me permite llegar a muchos lugares. No me creen si les digo que cuando lo abro y me meto en él hasta las rodillas, me basta mover un poco los zapatos, y el maletín se eleva.
   Mientras toma velocidad, me voy leyendo el diario. Cuando llego a destino encojo los dedos de los pies y bajo hasta el nivel de las ventanas. Igual, hasta yo mismo me quejo de la lentitud de mi limitado maletín. Es de corto alcance.
   El caso es que me tuve que retirar cuando yo no encajaba en los impetuosos planes de estos muchachos jóvenes. No tienen ninguna experiencia estos niños nuevos que están llegando. Si parece que todavía estuvieran jugando a ser adultos.
   Miro mi pelo canoso, el poco que me queda. Entonces recuerdo a ese joven que era yo, cuando reemplacé al antiguo cartero, quizás el abuelo de aquel que lo está vengando hoy.
   Caminaré sin tener cartas que llevar. Lo único que sé es que no puedo vivir si no ando recorriendo las calles.
   Mañana en la noche me echarán de menos en el bar.

 

 

   Un presbítero en dificultades

   Creo que yo soy el único religioso de la isla. Hasta hace poco, intentaba enseñar las buenas costumbres a la poca gente que llegaba a la capilla. Detrás de ésta hay un convento pero jamás nadie vio a monje ni monja alguna. Sólo un sacristán para los trabajos menores. Ya no se celebra el oficio todas las semanas, sino una vez al mes, porque casi nadie asiste.
   Me siento culpable de haber llegado a esta situación de abandono. “¡Soy un Judas!” repito en mis oraciones más lloradas, pero después vuelve a mí el buen humor.
   “¿Cuál fue mi error?”, me recrimino, y descubro mi exceso de celo intelectual, y sobre todo el no haber sabido unir la luz y el calor, como en el sol. Hoy aspiro a llegar a esa unión, en las prédicas. Pero, es un círculo vicioso. Si nadie las escucha.

         * * *

   Recuerdo cuando, en mi niñez, fui obligado a rechazar la amistad de los niños del escondite. “Si yo soy de ellos” decía con lágrimas vivas. Me forzaron a repudiarlos de hecho. Vi cómo mi padre, cura también, echaba a estos niños del templo porque no estimó correcto sus ropajes. Hoy, aún me duele todo eso, y trato de llegar donde los niños. Pero, ya no soy niño como ellos, que han seguido siéndolo. ¿Qué puedo hacer, ahora?
   Me he dedicado a estudiar en los libros antiguos que encontré cierta vez. Hay uno de mitos religiosos, escrito en versos, y empieza así:

   Quería demoler a la humanidad
   la siniestra convención de serpientes.
   ¡Esta vez al hombre tentaremos,
   es nuestra última oportunidad!

   Decidieron usar cual manzana
   el fruto del árbol inagotable
   cuyo sabor dulce y amargo
   de pronto se siente necesario.

   La culebra llevó al hombre un arma,
   diciéndole “Recibe este fruto
   de la más fascinante industria;
   con él ganarás muchas batallas”.

   El hombre estampó su reclamo:
   ¡Mi Dios me enseñó a amar la vida!
   La culebra dijo “Tendrás vida...
   cuando la quites a los demás“.

   El hombre recordó “No matarás”.
   La culebra se siguió arrastrando:
   “Solamente dispara las armas
   para defenderte de los disparos”.

   En un intento desesperado
   el hombre puso atención a Cristo.
   “Si te golpean en una mejilla,
   otra mejilla habrás de presentar”.

   La culebra lanzó su estocada.
   ¡Podrás dar muerte a los malvados!
   Argumento jamás contestado
   desde la manzana original.

   El hombre optó por el fusil
   y lo ofreció a la mujer y al niño,
   los que aún responden tímidos:
   ¡Mi Dios me enseñó a amar la vida!

         * * *

   Vislumbré mi desunión interna cuando me fijé en un detalle que no parecía importar tanto. En la capilla faltaba la sexta estación del Vía Crucis. Desde pequeño, recuerdo que ya no estaba. Nunca supe por qué. Ahora, quiero descubrir cuál es el motivo.

         * * *

   Uno de los niños que vienen al oficio es un mal educado. Se come la hostia como si fuera un chicle. Es un verdadero rumiante. El domingo pasado le tomé el tiempo. La hostia le duró más de veinte minutos en la boca. Por reloj. Si hasta trataba de hacer globitos.
   Me acordé de una de las situaciones más insólitas que me ha tocado vivir. Esa vez, que se me confundieron las hostias consagradas con las sin consagrar. Eran dos copones que el idiota del sacristán los guardó juntos. Lo reté para que no le vuelva a pasar.
   Fue bochornoso. No hallaba qué hacer, pues si le doy a alguien, en la misa, de las sin consagrar, no sé qué daño le estaré haciendo. Por lo menos, sería un verdadero fraude. En esa oportunidad me pregunté cuáles contagian a cuáles. Quise consagrarlas todas, por si acaso. Pero, no me atreví. Ignoro si puedo volverlas a consagrar las que ya lo están. Busqué en los libros si acaso existe reconsagración. No encontré nada que me aclarara ese aspecto.
   Traté de sentir cuáles eran las verdaderas. Se veían iguales. Se escuchaban iguales. Nada en ellas era distinto. Ni el color, ni el aroma. Las probé. Sabían iguales. Las puse en mi mano, invocando la sabiduría. Les busqué algún resplandor. Todo fue infructuoso.
   Al último, lo que hice fue comérmelas todas. Y eran tantas que se me anduvo echando a perder el estómago. Bueno, eso es un mal menor.
   Ahí viene el sacristán. Me da tanta rabia cuando me acuerdo.
   -¿Cuál de los dos copones es el consagrado? -le vuelvo a preguntar, igual que aquella vez.
   -El doradito -responde, y me dan ganas de patearlo.
   -Si son iguales -le digo, perdiendo la paciencia. Y a continuación, agrego:
   -Te dije, imbécil, que respetes las cosas sagradas.

 
   El televisor y el elefante

   Había una vez un elefante que tenía la capacidad de detectar televisores. Aunque estuvieran apagados, escondidos, o embalados. Los pescaba con su trompa y los lanzaba lejos, con tanta fuerza que se rompían. Apareció como la salvación del mundo. La cultura estaba esperanzada.
   -Lo que pasa es que este elefante es comunista -se escuchó decir a alguien, en una tertulia.
   Los científicos querían desentrañar el misterio. ¿Qué tiene el televisor apagado que lo delata? ¿Es por olfato? Quizás se trata de un magnetismo latente, no descubierto aún. Algo de los metales, o de los circuitos.
   -¿Cómo me habla usted, colega, de magnetismo de latencia subliminal de orden N, si eso aún no ha sido descubierto? -argumentó uno de los científicos, en una reunión de trabajo.
   -A lo mejor lo estamos descubriendo justamente ahora.
   -Es que no podemos ser tan especializados.
   Una noche, durante las noticias, estaban explicando con detalles la forma cómo se cometió un asesinato. Toda la gente se interesaba en aprender. El locutor señaló que se había utilizado un mortal producto químico llamado fenil sutil malato descafeínico.
   En ese momento, el elefante llegó hasta el televisor más cercano, con tal grado de violencia que hasta el animador del programa trastabilló y se fue al suelo. En el estudio de TV no supieron cómo pudo ocurrir eso. No fue un simple tropezón como cualquiera.
   Cada día aumentaba la inquietud por aclarar el misterio del paquidermo. Las autoridades construyeron un edificio con una inmensa sala de elefantes. En la entrada se leía, con letras grandes, “Estudios de Magnetismo Latente”.
   Se efectuaron experimentos con trozos incompletos de televisor y con otros aparatos disfrazados de TV. Todo tuvo que terminar. Un día, el elefante apareció muerto. Asesinado, con una fuerte dosis de fenil sutil malato descafeínico.

 
   El aprendiz de diablo

   Soy un demonio de tercera clase. O sea, de los más ineptos que puede haber. Aún cuando la ineficacia es una de las tantas realidades que conforman lo más profundo de mi espíritu, junto a la estupidez y la pereza, por nombrar sólo algunas, se da el contrasentido que, es justamente la ineficacia la que ha estado frenando mi carrera. No he querido ir a estudiar al Instituto Belcebú porque no se me pasa por la cabeza ser responsable o cumplidor. Es cierto que allí aprendería a desarrollar las características satánicas más prestigiosas, como son la soberbia, el odio y la alevosía. Sin embargo, creo que podré progresar en forma autodidacta, para lo cual me basta con observar a mi alrededor.
   Ocupo un departamento pequeño en un edificio que ya se derrumba, en el lado sur del condominio infernal. Mi vecina es una diabla feísima y antipática, que fornica sólo con diablos de primera clase. A mí, me desprecia, la muy presumida. Bueno, todo el mundo me desprecia. Tanto los buenos como los malos. Eso es algo en que se ponen de acuerdo para perjudicarme.
   Casi todos los días salgo a trabajar, no muy temprano, y llego rendido en la noche. Tengo que ir al mundo de los buenos a provocar tentaciones. Al principio, me gustaba mi trabajo, pero ya me aburrió. Ayer me dijeron que asistiera a una reunión de poderosos y les metiera en la cabeza la idea de armar una guerra devastadora.
   Entré un poco escondido a una gran sala, y me encontré con señores elegantes y también varios compañeros míos. Parecía que fuéramos nosotros los anfitriones. Todos los demonios hablábamos al mismo tiempo y decíamos cosas parecidas. Comprendí que yo era tan solo uno más del montón.
   -Hay que atacar -le dije al oído al que presidía la reunión-, hay que atacar.
   -Pero, no será en nuestro territorio -dijo en voz alta, como dirigiéndose a alguien.
   -El mundo está lleno de enemigos -insistí.
   -Le costará mucho dinero al estado -murmuró.
   -Y a tí, ¿qué te importa? -casi le grité.
   -Tengo que mostrar una buena imagen -manifestó el hombre-, porque se acercan las elecciones.
   -Llénate de plata antes que te derroten -le recomendé-, que después se pasará la oportunidad.
   -No estoy muy convencido -exclamó.
   Yo me empecé a retirar con la cola entre las piernas. Entonces surgió un diablo de primera, con la palabra eficaz.
   -Cada avión de guerra que echen abajo -dijo con calma, como mascando las palabras- será una pequeña fortuna que ingresará a los bolsillos de los accionistas
   -¿Eres país o eres accionista...? -agregó, después de una pausa.
   Me retiré lleno de envidia. ¿Por qué no se me ocurrió a mí decir eso? Fui castigado porque mi rendimiento no estuvo a la altura de lo esperado. No logro ser un diablo como la gente.
   Tampoco creo en eso de firmar, a lo Fausto, un documento que, entre otras cosas, compromete a no cumplir los compromisos. La lealtad no está entre mis principios básicos. Ni la sinceridad, tampoco.
   Me doy cuenta que el odio ha entrado en mí, aunque he querido negarlo, no verlo. Es la causa de mi pesantez, no ser acogido, no ser amado. Odio porque alguien odió. Odio a los que odian. Odio el odio. ¿Cómo se termina todo este círculo vicioso? Caigo en lo mismo que odio. Es el miedo el que está actuando en mí.
   ¿Y el ídolo Luzbel? Tuvo su debilidad. ¿Alguien lo tentó? ¿Cómo pudo ser si en ese entonces no había nadie que pudiera tentar a alguien? Sin duda, es un personaje contradictorio.
   Creo que lo mejor será retirarme de la vida que he estado llevando. Recuerdo a un hombre distinto a todos los demás, que dijo en voz alta, hace mucho tiempo, a sus seguidores:
   -Amad a vuestros enemigos.
   Siento en el ambiente la presencia pisoteada de ese hombre distinto. Hasta he llegado a pensar que quizás esa presencia sea capaz de llenar mis vacíos. Después de todo... ¿qué soy yo si no un enemigo? ¿Acaso no merezco, por lo menos, ese calificativo? Siempre he tratado de serlo.
   Lo que dispuso el hombre distinto ha seguido estando en pie. No tengo intención de obstruir ese mandato. En el fondo, yo también necesito que me amen. Y que me saquen de mi estado de ánimo infernal.


  Novena parte.- Los desordenados

   Hernando

Club

   Me llamo Hernando, igual que mi abuelo y mi tatarabuelo.
   Hoy ha sido un gran día para mí, porque entré al Club de los Revoltosos. Desde el año pasado quería meterme en esto, pero exigen tener diez años cumplidos, y eso recién lo logré ayer.
   Al despertar esta mañana quedé por un rato en onda delta, dentro de una especie de música, imaginando que estaba en el futuro, y descubría el misterio de los números. Debido a eso, me fueron a dejar al colegio más tarde que lo habitual, y entré a la sala cuando ya estaban compartiendo.
   Durante Matemáticas le conté a Miguel lo que quiero descubrir. Él es como un balazo. Nos enseña las fracciones al grupo en que yo estoy. Gracias a Miguel pude aprender eso del Común Denominador.
   La pizarra que tenemos es muy especial. Al llegar a la clase se la ve en blanco, limpia, vacía. El profesor explica y cuando necesita escribir algo, ya lo tenía preparado desde antes, igual como ocurría, tiempo atrás, con las transparencias. Toma el borrador, o lo que parece serlo, y lo pasa por la pizarra. Entonces se revela la materia. Sólo se logra escribir así con ese desborrador programable. También hay borradores, propiamente dichos, en los bordes de la pizarra. El que borra líneas y el que borra columnas.
   A la vuelta del recreo fuimos a Música. En la orquesta que somos, yo toco la batería. La alumna directora es Amanda, pues tiene una gran facilidad para escuchar cada instrumento. Ella entró al Club de los Revoltosos la semana pasada. Cuando pasó el profesor nos dijo que a fin de año vamos a grabar un holograma, si es que seguimos progresando.
   En la hora de Naturaleza fuimos al parque con la profesora, a disfrutar del otoño. Tuvimos que registrar cada uno de los colores de los árboles, para lo cual llevé mis lápices. Después, en la sala, dibujamos lo que vimos.
   Finalmente, clase de Historia, en otra sala, en la que están los ordenadores. Se nos dio media hora para investigar lo más característico que haya tenido lugar en la isla a principios del siglo actual. Mañana tendremos que representarlo con pura mímica. Ya se me ocurrirá algo.

 

Un ermitaño

   Mientras fui niño, jamás dije "Cuando sea grande quiero ser ermitaño". Sin embargo, aquí estoy en mi ermita, tratando de descifrar por qué el mañana es distinto del ayer. Llegué a este lugar en un intento desesperado de cumplir con un plan original que me costó muchos años descubrir. Cada paso que he dado en mi vida me ha traído hasta acá.
   En mis comienzos, me bastaba esperar el reconocimiento a mi labor, y éste llegaba con puntualidad. Eso no duró para siempre. Por el contrario, no sólo empezó a ser escaso sino que ficticio. Para éxitos más altos, éstos ya no estaban dados por los méritos sino por otras consideraciones, algunas superficiales, otras malignas.
   Movimientos sísmicos se produjeron, y poco a poco fueron rompiendo las señales que me indicaban el camino. Ya no sabía dónde ir. Los destinos dejaron de ser importantes, pero yo seguí siendo un buscador. Disfruto los senderos de búsqueda, me lleven para donde me lleven. Me gusta caminar por esas vías, aunque esté oscuro. Por eso llevo mi linterna y mi bastón.
   Sigo caminos que han andado muchos, y me gustaría no ser el último. Cuando encuentro un caminante sigo un trecho con esa persona, hasta que en alguna encrucijada debamos despedirnos.

 

La ciudad nueva

   Ayer bebí agua de un arroyo dudoso. Ya sé que no debí hacerlo, pero tenía una sed salvaje. Por supuesto, me hizo mal al estómago, y ahora me duele tanto, que me arrepiento de haber sido tan osado. O quizás tendría que decir "tan débil", lo cual hace que me duela también el alma.
   Decidí ir a la Oficina de Reparación de Estados de Ánimo, aunque apenas puedo caminar. Iba con lentitud, pensando que ya llegaría, y esperaba pasar a otro ánimo más alto. También escuchaba a mi estómago, y lo sigo haciendo. Ese dolor es capaz de hablar. Gracias a él empiezo a entenderme un poco más.
   Hasta ahora, siempre había considerado que los malos síntomas son mis enemigos. Pero, no lo son. Vienen a darme un mensaje que no me agrada. Sin embargo, el sólo hecho de que me lo den, ya es algo bueno.
   Este diálogo es provechoso. Me conecta con aspectos esenciales. Entre otras cosas, aprendo que el agua que empezó a fluir muy pura y se fue contaminando por el camino, se parece al flujo de la energía que hay en mí, viniendo una y otra vez.
   Acabo de llegar, finalmente, a la Oficina ésa. Entré, y no había nadie atendiendo. Sólo vi un letrero que decía "Autoservicio".
   Me senté, me volví a parar, caminé unos pocos pasos, me senté de nuevo. Seguí conversando con la parte adolorida de mi cuerpo.
   "Quiero limpiar ese flujo", me dije.
   "Basta con querer limpiarlo, y ya; así se limpia", fue la respuesta que me pareció escuchar.
   ¿Lo creeré realmente? Es lo mejor que puedo hacer. Entonces, hay algo positivo en ese flujo contaminado.
   Se me pasó un poco el dolor. Ya estoy mejor. Salgo de la Oficina de Reparación de Estados de Ánimo, y llego de vuelta a la ciudad. Ésa que antes era horrible, de la cual quería arrancar, ahora está distinta. Es una ciudad nueva. Con bellas calles y casas, y puertas, y plazas. Las personas que encuentro son maestros y maestras. Entablo diálogos afectuosos con esas personas.
   En la plaza hay una fuente de agua viva. La bebo. Una princesa danza en la plaza.

 

Dentro de un gran relato

   Soy un personaje de uno de los siete mil relatos que Dios está escribiendo. Él descubre, día a día, cómo vivo en su mente. De cualquier manera, hay rasgos divinos encerrados dentro de mí.

 

   Amanda

Interpretar

   Aquella vez, subí un pequeño escalón para acceder a la máquina de consultas.
   -Buenos días, señorita Amanda, ¿qué desea consultar? -me habló una voz misteriosa, envasada dentro de la máquina.
   -Mi saldo en el banco -contesté, tratando de modular bien.
   Entonces apareció un mensaje de error en la pantalla. Y la misma voz de antes me dijo:
   -Usted está con zapatillas marca "Ciruela". Para poder continuar con la consulta, deberá adquirir zapatillas marca "Natrón".
   Contrariada, me bajé de esa estupidez, mientras pensaba en la fastidiosa ausencia que había experimentado. Importantes son las oscuridades porque tienen la gran gracia de hacerme añorar la luz. Fue así como descubrí la divinidad. Simplemente, al notar su ausencia, ya sé qué es lo que tengo que salir a buscar... Como los huevitos de chocolate, el día de la resurrección.
   Y ya que estaba recordando mi niñez, seguí en eso... Yo tenía un hermano chico, y una vez lo tuve que esconder para protegerlo de los malos. Después, no me acordaba dónde lo puse. El pobre chico vivió años hibernando, listo para salir a desempeñar su rol de niño, hasta que finalmente pudo hacerlo.
   En ese tiempo, yo entendía el lenguaje de los bebés. Y actué de intérprete, hasta que crecí un poco más, y se me olvidó esa lengua. Entonces pude entrar a mi época de vigencia.

 

Llamada telefónica

   Sonó el teléfono, y corrí desde el archivo para atender.
   -¡Aló! ¿Puedo hablar con el señor Aristizábal? -dijo la voz.
   -El señor Aristizábal está en una reunión -mentí, de acuerdo a las instrucciones que había recibido-. ¿Quién lo llama?
   -Dios.
   -Señor, póngase serio, por favor.
   -Sí. Soy Dios. Dígaselo al señor Aristizábal, y estoy seguro que él interrumpirá su reunión para atenderme.
   -Estuve a punto de responder con un improperio, y cortar. Sin embargo, no me animaba porque pensé que podría tratarse de algún bromista. Pero..., uno importante, como podría ser, por ejemplo, el gerente de alguna empresa. Así que decidí seguirle la corriente, y le dije, en tono de humor:
   -Espéreme un momentito, señor Dios.
   Me dirigí a la oficina del señor Aristizábal, y le dije que tenía esa extraña llamada. Él trató de resistirse un poco, porque no le parecía que fuera una cosa seria. Le pregunté si acaso me autorizaba para decirle al tipo que no molestara más. Mi jefe recapacitó. También sospechó que pudiera tratarse de un bromista importante.
   -Yo le diré unas cuantas cosas a ese caballero -me dijo-. Pásemelo.
   Volví a mi puesto y traspasé la llamada. Contrariamente a lo esperado, conversaron por largo rato. Al principio, escuché unas carcajadas de mi jefe. Entonces, ¿se estaba confirmando la sospecha...?
   Sin embargo, después de algunos minutos sentí como si él llorara, así como con hipo. Aún no había cortado la comunicación.

 

Imagen de Dios

   Ocurrió en una Facultad de Teología. Terminando el verano, acudí y, después de presentarme, pregunté por la carrera de Teología Esencial, pues me la habían recomendado. Quise saber si acaso ahí me iban a sacar de la duda de si el Espíritu Santo procede del Padre, o del Hijo, o de ambos, o de ninguno.
   -No, señorita Amanda -me respondieron-, ese tema se ve en otra carrera, que es Teología Multilateral.
   -¿Y si acaso en Dios hay solamente tres personas?
   -Eso también se ve en Multilateral, pero en el primer año. Después en el segundo y tercero se amplía bastante la percepción de las Invocaciones.
   -¿Y me van a enseñar que Dios es un ser muy poderoso y vengativo?
   -No, señorita. Eso es en Teología Antropomórfica.
   -¿Y llegaré a saber si acaso Dios se enoja? -pregunté, recordando eso de la ira divina.
   -No, eso también es en Teología Antropomórfica.
   -¿Y me enseñarán que Dios me está mirando y puede castigarme?
   -No, eso también es en Antropomórfica.
   -¿Y hay algún prospecto, u hojita con el Plan de Estudios de Teología Esencial?
   -No, señorita. Lo siento, pero no hay.
   Me matriculé, y una semana después ya estaba asistiendo a clases. En la primera de éstas ocurrió algo misterioso. Estábamos los alumnos en la sala, y aún no llegaba el profesor. Súbitamente se apagó la luz, y quedó todo a oscuras. Nos sorprendimos mucho. Al poco rato volvió la luz, y ya estaba ahí el profesor. De muy buen ánimo, nos habló de lo que Dios ocultó a los sabios y enseñó a los pequeñitos.
   Una vez al año hay una exposición de los dibujos realizados por los alumnos. El tema es "Dibujar a Dios". Este año se produjeron varias ilustraciones del tipo Hoja en Blanco, no porque esos alumnos no hayan sido capaces, sino porque no se sintieron aptos para comprender algo tan grandioso. Sin embargo, sus escuálidos dibujos no enseñan nada, o sea no aportan a los demás. La idea, tal como explicó el profesor, es que los trabajos enseñen una visión parcial que formará parte del conjunto infinito de visiones parciales. Se espera que en el último año se complete, quizás si alguna vez. Cada alumno debe aportar algo. Ése es el objetivo del curso.
   Se ven también otras figuras diferentes. Muchos dibujaron a Jesús, en distintas instancias, Crucificado, Resucitado, Maestro, Niño, etc. También hay collages. Y un sobre con pedazos, ya que ese dibujo resultó así. Y hay pentagramas, algunos con notas musicales, otros sin notas pero con llaves de sol. Hay círculos, triángulos, una gran variedad de figuras aprendidas antes, en el tiempo del colegio. Yo opté por dibujar un Cristo Mujer, representando la Segunda Venida.
   -Por armonía -expliqué a los curiosos que preguntaban, pues si Dios se vuelve a encarnar en un ser humano, supongo que lo hará en una mujer.
   Lo que aprendí en este curso es que a Dios no lo podemos envasar. Nunca terminaremos de entenderlo. Cada alumno viene a aportar y recibirse de los demás. El profesor es sólo un animador.
   También se enseña que en un pueblo remoto mandaban a la hoguera a los que tenían una percepción distinta a la del jefe.
   -¡Qué primitivo! -pensé.

 

   Miguel

El descubridor de caminos nuevos

   Hace unos años me gradué en la Universidad de Tranquilandia, obteniendo el título de Descubridor de Caminos Nuevos. Es un nombre pomposo y redundante, pero eso no me importa. En cuanto tuve el cartón en mis manos intenté poner una oficina en el centro de la capital de Tranquilandia, pero desistí ya que mi trabajo lo tengo que llevar a cabo en terreno.
    Tras varios años de búsqueda, esta mañana vi un puente que nunca antes había visto. Talvez por su aspecto, quedé convencido de que ninguna persona lo había cruzado en mucho tiempo. No sé por qué obtuve esa conclusión gratuita, sólo porque así lo deseaba. No es un gran puente. Por el contrario, se trata de una construcción precaria, de tipo colgante, a varios metros por sobre el caudal de un río vertiginoso.
   Llegué hasta el borde mismo del Panteris, un río hermosísimo como ninguno, cuya agua fluye cristalina hacia el lago, y al golpear las piedras se va construyendo una melodía. El caudal forma torbellinos que le dan una forma especial al caminar de un agua tan transparente que deja ver todo lo que hay en el fondo.
   No andaba trayendo la cámara fotográfica, ni menos una grabadora en que llevar a mi casa algo de este río para mostrárselo a mis hijos. Y aunque tuviera esos elementos, no me estaría llevando el río, sino tan solo una disminuida imagen.
   Sentí la tentación de tomar en mis manos una botella vacía, y llenarla con agua del Panteris, y al llegar a casa reunir a mis hijos para mostrarles la botella, que a esa hora ya estaría tibia. No tendría sentido porque esa porción de agua habría dejado de pertenecer al río.
   Me armé de valor y me apresté para cruzar el puente, si es que se le puede llamar así. Puse mi primer zapato sobre él. Me pareció que faltaba poco para que la estructura colapsara. Sin embargo, siguió en pie, y eso me animó a continuar entrando en el puente. Más que nada porque recordé el primer camino que descubrí, mucho tiempo atrás. Aquél era un simple sendero, muy angosto, en el borde de una quebrada.
   Lo que había ocurrido en aquella oportunidad es que no me animé a recorrer la senda sin haberla inscrito previamente, y por lo tanto me apresuré en volver a la ciudad, y esperé que abriera la Oficina de Registros Viales. Ahí viví mi primera frustración de principiante, pues no me permitieron efectuar la inscripción. Para mi vergüenza, me mostraron un antiguo libro de requisitos que, curiosamente, nunca me habían mencionado en mi época de estudiante. La cláusula principal decía: “Descubridor de un camino no es el primero que lo ve, sino el primero que lo anda”.
   Bueno, el caso es que ahora tenía que entrar en este puente, fuera como fuera. El crujido de las tablas que iba pisando, me hablaba. Me preguntaba si quiero saber qué hay al otro lado. Le respondí que no me lo dijera, así no me echaría a perder el descubrimiento.
   Me gusta descubrir caminos nuevos. Aquellos por los que tengo que andar. Por los que todos tenemos que andar. Y me agrada mostrar el camino. Lo que más me cuesta es atreverme a andarlo yo primero.
   Después de bastante rato llegué a la mitad. Parecía mentira haber avanzado sin precipitarme al vacío. Es ahora que empezaba lo difícil. La estructura bailaba de un lado a otro, mientras la baranda parecía que se fuera a salir. Para peor, esa segunda mitad está en subida.
   Para ayudarme a escalar el puente, me dije que después inscribiría mi descubrimiento. No como en aquella primera ocasión, la de ese famoso sendero, que fue transitado por alguien, sirviéndose de mi perspicacia. Además, esa persona se había precipitado sobre la Oficina de Registros Viales, y ya la tenía a su nombre, y ahora estaba construyendo una pequeña plaza de peaje. Desde entonces he tenido más cuidado.
   Me estaba mareando cuando llegué al final del puente y salí hacia tierra firme usando toda la agilidad que pude. Fue un gran alivio. Ya podía ir a registrar el puente. Pero, no. Antes necesitaba cruzarlo de nuevo, en sentido contrario. Y antes que eso, reconocer el entorno al que había llegado.
   Ví una casa sobre un enorme peñón, al borde del precipicio. No quisiera vivir allí, pero sí, visitar a los habitantes de esa casa. Entre otras cosas, preguntarles dónde se abastecen. Sigo creyendo que hay todo un mundo allí en ese otro lado.
   Intenté ver por donde llegar a esa casa. Después de varias idas y venidas alrededor del peñón, pude concluir que no hay camino ni por donde construirlo. Tampoco se veía andarivel ni ascensor.
   Decidí esperar un rato, a ver si alguien bajaba desde la casa. Hice señas, y hasta di unos gritos a todo volumen. No hubo reacción. Estuve horas imaginando cómo subir. Cuando empezó a ponerse el sol volví a cruzar el puente en sentido inverso, con mucha rapidez, antes de que se oscureciera. Ya podría investigar la casa del peñón en otra oportunidad.
   Después de unos días que dediqué a los trámites de inscripción, volví al lugar, pero esta vez traje elementos para escalar cerros abruptos. Sólo los primeros metros de subida fueron difíciles. después de ello llegué a una zona más acogedora y vi, no lejos de ahí, un sendero por el cual pude caminar hasta arriba, donde está la casa.
   Golpeé la puerta, y también toqué la pequeña campana que vi un poco escondida. Era una casa abandonada. Una de sus ventanas estaba abierta, y por ahí entré. Recorrí las habitaciones vacías y los pasillos lúgubres, y no encontré más vida que un estante de libros antiguos. Mientras repasaba los títulos y autores registrados en los lomos, escuché que sonó una campana.
   -¡Qué extraño! -dije en voz alta, como si hubiera alguien conmigo.
   Fui a abrir la puerta. Los goznes crujieron. No había nadie en la entrada, ni cerca tampoco. Volví a los libros. Tomé algunos en mis manos, les sacudí el polvo. Sus páginas estaban oscuras y quebradizas, quemadas por el tiempo. Comprendí que esos libros eran un llamado a no perder la sabiduría.
   Cuando iba caminando de vuelta hacia la puerta, sentí de nuevo la campana. Esta vez llegué al instante hasta el umbral de entrada, pero no vi a nadie.
   No había viento. ¿Por qué sonaba sola la campana? Eso estaba quedando como misterio sin resolver, pero... si yo había estudiado tantos años en la Universidad, no podía claudicar así no más. Ya que alguna tenue vida quedaba en el entorno, quise intentar descubrirla.
    Se me ocurrió que podía buscar alguna tumba o algo similar. Recorrí toda la parte alta del peñón, y no encontré ninguna señal de nada. O más bien..., casi nada.
   Había un matorral que tenía botones, incluso habían brotado ya unas pocas flores. Y eso era demasiado extraño. Volví a ese sector, llevando la herramienta de escalar que yo había traído. Con ella escarbé el suelo alrededor de las flores. Como a veinte centímetros de profundidad apareció una cosa que parecía un pequeño hueso como punta de dedo. Limpié con cuidado, y surgió otro de esos dedos, y después, casi toda una mano esquelética.
   Dejé mi trabajo hasta ahí. Al día siguiente, inscribí la pista descubierta, y volví con unos policías. Mi trabajo estaba cumplido. El de ellos, recién comenzaba.

 

Mis búsquedas

   La mañana estaba agradable porque se sentía una brisa fresca. Yo estaba sentado en un escaño de la plaza, pensando en todas esas búsquedas que siempre tengo en algún rincón de mi cabeza.
   Había más personas por ahí cerca, sentadas también, pensando en sus propias inquietudes. Una mujer atractiva, de lentes oscuros, parecía estar muy preocupada. Yo estaba esperando solamente que el reloj avanzara un poco más. Nunca supe si los demás aguardaban lo mismo u otra cosa, o quizás a alguien. De hecho, se acercó un tipo amistoso. Los que estábamos ahí nos interesamos en escucharlo, y algunos hasta le hablaron y se pusieron a planear encuentros futuros. A mí me pareció un exceso de confianza, por tratarse de una persona desconocida.
   La mujer de las gafas le adelantó dinero. Allá ella..., quizás soy yo muy desconfiado, pero habría preferido conocer un poco más al interlocutor, antes de algo así.
   Después de que el hombre se había ido, empezó a surgir poco a poco una desconfianza generalizada. Claro, con la cabeza más fría... ya se le podía ver el aspecto de impostor. La gente prefirió irse. Yo, en cambio, seguí esperando al reloj.
   En cuanto fue mi hora, me levanté y me puse a caminar. Vi que se acercaba una mujer agradable. Era la misma que estuvo antes en la plaza. La saludé, como si la hubiera conocido de siempre. La verdad es que no la había visto nunca antes de ese día. Le hablé. Me habló. Cambié mi rumbo y seguí caminando junto a ella. No le mencioné eso del dinero y del impostor. ¿Para qué? No ayudaba en nada. En cambio, gracias a esa situación me atreví a contarle algo mío, muy íntimo, relacionado con mis sentimientos. La escuché en sus reflejos. Le dije qué es lo que me mueve en la vida..., lo que busco.
   Supe que ella me podía ayudar en eso. De hecho, pudo. Me dijo dónde estaba la respuesta a mis inquietudes. Es un lugar profundo, en el campo, saliendo del pueblo. Me dio todas las señas y se despidió de mí con la misma sencillez con que habíamos entablado la amistad. Se fue con tanta prisa, que no atiné a hacer algo por conservar el contacto.
   Me armé de valor y acudí a ese lugar profundo que ella me dijo. Al llegar vi una pequeña entrada. Era como una caverna. Entré en ella y bajé unos escalones. Pronto empecé a ver colores luminosos. Era una hermosura. Ahí dentro no estaba el tiempo. El aire era una caricia. Respiré ese aire, me dejé llenar de él. El poder del silencio estuvo en que pude escuchar mi intuición. Pensé en esa mujer que me regaló esa fuente de conocimiento. Le agradecí en mi interior, y le envié mi amor.
   Mientras iba subiendo a la superficie, me prometí que volvería. Desde esa vez, empecé a aprender a funcionar como un maestro, desde mi ser. Me di cuenta de que mi tarea para esta vida está inscrita en mí desde antes de nacer. Expresada en términos de eternidad, en lenguaje permanente. No es fácil ni inmediato trasladarla al lenguaje cotidiano. Es algo tan desconocido como añorado.
   Me aventuré en ese lugar como prohibido que tengo dentro, y me pareció que la sabiduría había llegado a mí. Eso me puso muy contento. Sentí como si el mundo estuviera en mis manos. Me dediqué a enseñar, y no he podido evitar que el orgullo me invada. De tanto saber me he puesto arrogante. Ni siquiera consideré necesario volver algún día a la fuente del conocimiento.
   Esto ya no me está gustando tanto. Es como haber vendido lo más valioso que tenía. Y haberme quedado sin nada. Ni para disfrutar ni para dar.
   Caminando por el campo, he llegado a un lugar en que antes había un río ancho y caudaloso. Ya no tiene ni una gota de agua. Misteriosamente se secó. Veo un barco, encallado en ese lecho seco, sin poder avanzar. La sequedad lo pilló en plena travesía. Los marineros lloran en la cubierta. Es tan triste, que me vuelvo hacia mi casa. Voy recordando escenas de perdón de Jesús. La mujer pecadora, el ladrón crucificado junto a él.
   Llego a casa. Al poco rato, Jesús llama a la puerta.

 

Jesús enfermo

   Yo andaba recorriendo los pasillos de un hospital, buscando dónde estaría la pieza de Jesús. Era uno de los tres pacientes del doctor. Llegué al tercer piso y leí el papel pegado en una de las puertas. Comprobé que ésta no era la de Jesús. Y en la segunda, se anunciaba a otro paciente. Finalmente, en la tercera pieza, el letrero decía “Jesús de Nazaret”.
   Los tres pacientes habían aparecido en un aviso de un diario. Yo quería entrar a la pieza de Jesús, pero los que me acompañaban se estaban quedando atrás, con una pareja de amigos. Los insté a apurarse, pues venían más personas a ver al enfermo. Efectivamente, otros visitantes lograron entrar antes que nosotros. Tuvimos que esperar en la fila, en primer lugar, eso sí. Aunque nadie nos dijo que no podían entrar muchos a la vez, lo consideré obvio, y actué de acuerdo a eso.
   En ese rato, me maravillé de que Jesús pudiera estar vivo aún, después de dos mil años. Muy enfermito, pero vivo. Quizás sería una de las últimas posibilidades de verlo con vida. Seguía llegando gente a la fila. También se presentó una extraña dama joven. No se veía su cabeza, pues tenía una pantalla de lámpara, puesta como sombrero. No tenía rostro visible, y empecé a imaginar lúdicamente que éste sería como una ampolleta. Me distraje tratando de entenderla. Y me dije “Tendrá que encenderse en algún momento y alumbrarnos a todos".
   Tanto me descuidé, que no me di cuenta cómo unas ancianas me quitaban el primer lugar de la fila. Ya estaba como cuarto o quinto. La puerta de entrada era muy angosta. Algo se alcanzaba a ver hacia dentro de la pieza. Principalmente, se veía una gran caja registradora, de ésas para manejar ingresos de dinero. Es que, en realidad, esto era una atracción turística. Me pregunté si a Jesús le haría bien todo esto. En eso estaba, cuando ya pude entrar a la habitación, junto a un grupo pequeño de visitantes. Jesús sonreía y hablaba con sabiduría, y también con sentido del humor.
   Muy cerca de su mano, en su antebrazo, estaba llegando el tubo que contenía el suero glucosado. El semblante de Jesús estaba lleno de vida. Me quedó claro que no va a morir tan pronto. Conversamos animadamente, hasta que un enfermero vestido de púrpura me dijo que ya debía retirarme, pues el enfermo no tiene que cansarse.
   -No quiero seguir siendo turístico -me dijo Jesús cuando me despedí-. Por favor ¿puedes sacar todos esos elementos mercantiles?
   Recordé la escena de los mercaderes en el templo, y me sentí con la difícil tarea de reproducir aquella antigua situación.
   Mientras yo salía de la pieza, iba entrando la mujer de luz. El enfermero le advirtió que no era conveniente que se encendiera.
   Volví a la planta baja, pensando cómo tendría que cumplir la misión encomendada.

 

En busca del reino

   Estábamos, con Hernando y Amanda, listos para iniciar nuestra expedición. Saldríamos a buscar el reino, y para eso traje un mapa, y también la llave que iba a necesitar. Me la dio mi madre cuando yo era pequeño. Más bien dicho, me la cosió dentro del bolsillo de mi chaqueta, para que yo no la perdiera.
   Cuando ya estábamos por empezar a caminar, Hernando me dijo que él también tiene una carta geográfica. Comparamos nuestras hojas, y así vimos que son muy distintos.
   -Lo podemos resolver, Miguel -me dijo Amanda-, pues yo también tengo un mapa.
   Lo extendió para ver cuál es el correcto. Fue una lamentable decepción ver que los tres mapas son distintos.
   -¡Ah! Pero, yo tengo la llave -exclamé con actitud de triunfo-, que mi madre me ayudó a cuidar durante todos estos años.
   No me duró mucho el optimismo. Tanto Amanda como Hernando sacaron sendas llaves y me las mostraron, desafiantes.
   -Me la dio mi mamá, hace muchos años -dijeron a coro, como si hubieran estado de acuerdo.
   Decidimos intentar cada uno su propia búsqueda, y juntarnos después para el viaje definitivo.
   Antes de salir, agradecimos al cielo por el futuro que, con toda seguridad, nos deparaba.
   Partí por mi camino, siguiendo las indicaciones de mi mapa, y llegué a una construcción. Como creí que estaban haciendo una casa para que habitara alguna familia, me puse a preguntar cosas:
   -¿Hay un cuarto oscuro?
   -No, no hay.
   -¿Y dónde se supone que las personas guardarán lo inservible?
   Me miraron con extrañeza.
   -¿Vendrá un Pacificador Habitacional? -seguí preguntando.
   -¿Qué es eso?
   -Es una persona muy necesaria, que tendría que venir cuando la casa esté lista. La recorrerá, aprendiéndose hasta el último rincón, y todo el funcionamiento de cada cortina, cada trozo de suelo, cada evento, cada persona de la casa, o visitante eventual. Y entregará un informe para mejorar la vida en la casa.
   -Lo que pasa es que no estamos construyendo una casa.
   -¿Y qué es, entonces?
   -Un templo.
   -¡Ah! Me gustaría trabajar aquí -dije-, pues supuse que estaba bien encaminado.
   -Muy bien. Eso sí..., acá no necesitamos arquitectos sino obreros.
   Me pasaron una carretilla para acarrear los ladrillos. Esa fue mi actividad en la construcción de ese templo.
   Me quedé pocos días, y me retiré de ahí porque comprendí que el reino que buscaba es algo diferente.
   Como un kilómetro más allá había un río. Hombres y mujeres estaban envasando agua sacada del río, y le ponían unas hermosas etiquetas que habían costado carísimas. En ellas se leía, con letras grandes y adornadas, “Agua Viva”.
   -¿Realmente, este río es de agua viva? -pregunté.
   -Sí. Lo es. ¿Quiere comprar una botellita?
   -No, muchas gracias -respondí con desconfianza.
   -Le advierto que la gente hasta se pelea por esta agua viva en los supermercados.
   Me despedí de ellos y caminé bordeando el río hacia arriba, para encontrar la fuente. Así, llegaría a estar cerca del reino.
   Por el camino vi, a lo lejos, un hombre que parecía haber desenterrado un tesoro.
   Definitivamente, ya estaba cerca, y eso se me confirmó al ver llegar a Amanda. Y también a Hernando, por otro camino. Nos saludamos muy contentos, y les conté mi aventura.
   También ellos hablaron de lo que habían vivido.
   -Me costó darme permiso para ser la primera en andar por ese camino -contó Amanda.
   -Me seguía una mariposa -agregó-, y yo trataba de tomarla en mi mano. Cuando me cansé de intentarlo, la mariposa se posó en mí.
   -Encontré también una fruta maravillosa -siguió contando Amanda-. La gente se comía la pura cáscara. Tuve que enseñarles que lo principal no es la cáscara sino lo de adentro.
   -Vi una persona que vendía espejos nuevos para mirarse -continuó-. No me interesé por comprar.
   -Lo que a mí me habría encantado adquirir -dijo Hernando- fue un arco iris, y también una puesta de sol... Claro, es algo absolutamente imposible.
   De repente perdía el camino -explicó Hernando-, pero siempre pude encontrarlo de nuevo.
   Vi gente -continuó diciendo Hernando- que va en contra de lo que no comprende. Yo les preguntaba por el reino. Muchos buscan un presunto reino del cual puedan obtener algún provecho concreto.
   -Me llevaron a un culto religioso -nos contó Hernando-. El celebrante parecía acogedor, pero a poco de comenzar la ceremonia empezó a desesperarse porque había un niño que lloraba y metía bulla. Hasta que el hombre éste pidió a la madre que se retirara del templo con ese niño. La pobre mujer salió, humillada, y yo quedé molesto.
   -El sacerdote leyó la lectura sagrada: "El que recibe en mi nombre a un niño recibe también a aquel que me envió".
   Los tres estallamos en risa. Es que resultó más divertido que trágico.
   -Si los tres nos hemos juntado aquí, quiere decir que hemos llegado a destino.
   -O sea que esa puerta angosta que estamos viendo ahí, es por donde tendremos que entrar.
   -Entrar con actitud de niño.
   Nos empezamos a acercar a esa puerta. Vemos que tiene tres candados.
   Y nosotros tenemos tres llaves...
   Este no es un lugar al que uno pueda entrar solo. Hay que venir con algien más..., y alguien más.
   Aún no hemos intentado abrir, pero ya estamos dispuestos.

 

  Décima parte.- Cerca del final

   Un astronauta

   Fue triste salir de Marte, rechazado y humillado porque nadie se fijó en mis tonos rojizos y naranjas. Que me vieran en blanco y negro no fue nada de grato. De cualquier forma, necesitaba venirme porque ya extrañaba mucho el arco iris.
   No sé si algún día volveré a Marte, llevándoles el azul, o incluso hasta el verde, que se mantiene mejor en la naturaleza. Cada vez que pienso cómo transportarlo llego a un callejón sin salida. Ni escondido en un bolsillo, ni tampoco entre las páginas de un libro. Sé que no resultaría. Creo que la única manera viable será ir a buscar un habitante de ese gris planeta, y mostrarle mi mundo. Sólo en una retina marciana podrán llegar los colores a Marte.

 
   Una mujer misteriosa

   Llegué a un mundo extraño. En cuanto desembarqué quise ir a alguna oficina de informaciones. No encontré ninguna. En cambio, la gente del puerto salió de sus pequeños recintos y miró el barco. Les llamaba la atención la forma y el colorido de la nave en que llegué. Y también su pequeñísimo tamaño, comparado con los inmensos buques de acá.
   Un atrayente señor, muy bien vestido, me habló en un idioma que no entendí.
   -Evelyn -respondí solamente, indicando hacia mí con mi propio dedo.
   -Adrián -contestó él, indicando también hacia sí.
   Hasta ahí, estábamos entendiéndonos. Sonreímos. Yo no sabía qué más decir. El hombre me hizo pasar a un pequeño despacho en el cual él estaba de visita por trabajo, según pude comprender.
   El anfitrión nos sirvió un café con galletas, que me vino bien. Ellos conversaban en torno a unos planos. Cuando en uno de éstos apareció el centro de la ciudad, aproveché de poner mi dedo sobre el papel e implorar, por gestos, que por favor me llevaran a un hotel. Ni siquiera sabía si mi dinero iba a servir en este país.
   En cuanto los hombres terminaron su reunión, Adrián me llevó a su auto, y partimos con mi maleta hacia el centro. No era muy lejos. Estacionó cerca de la plaza principal, y se dispuso a tratar de entender quién era yo, qué hacía en este lugar remoto, y cuánto tiempo pensaba quedarme. Yo tenía muy claro que ésas eran las cosas que debía comunicar. Sin embargo, ni siquiera habría podido proporcionar esa información en mi idioma, pues no tenía ninguna claridad en cuanto a cómo ocurrió que yo llegara a estar en ese pequeño barco.
   Para empezar, él cogió un mapa de la guantera, lo desplegó, y mediante gestos me preguntó mi procedencia. Identifiqué el continente, que es muy grande, pero los nombres de las regiones no están escritos en mi lenguaje. Indiqué el sector más alejado, intentando dar a entender que no sabía cómo llegué al barco. Creo que al final logré eso.
   Adrián descubrió que los números los entiendo, ayudándome con los dedos de las manos. Aprendí a interpretar cifras, lo que me sirvió para hacer pequeños trabajos en su oficina durante los días que siguieron. Adrián me instaló en una residencial que queda a media cuadra de distancia, respecto al lugar de trabajo.
   Aprendí un poco más del idioma y pude pedirle a Adrián que me haga volver donde está mi familia.
   -¿Y cómo...? -me preguntaba, como si yo supiera.
   Acostumbrábamos a caminar por la costa, mirando hacia el horizonte.
   Un día, vimos el barco, a lo lejos. Ése que para Adrián es tan extraño. Fuimos al puerto y lo vimos entrar a la bahía. Una hora después estábamos despidiéndonos con un gran beso. Adrián me dijo que quedaría triste de perderme.
   Yo estoy triste y contenta al mismo tiempo. Subo con mi maleta a mi pequeña embarcación que me llevará al lugar de donde soy.

 
   El fondo de las pupilas

   El cielo está bello. Hay un sol radiante tan hermoso que me hace recordar cuando mi abuela decía “el sol va a salir para el día del juicio”. Esa era su frase preferida, en los días nublados. ¿Acaso esto quiere decir que hoy ha llegado el día del juicio?
   Parece . . . que sí. Por todas partes se están empezando a ver letreros publicitarios. Hay uno que dice “Acude al Juicio Final” y contiene una flecha indicando una dirección a seguir. En la cuadra siguiente, “No te lo pierdas”, y una flecha similar. “Gran juicio hoy y toda la semana”, “Usted no será espectador sino protagonista” son otros de los afiches, cada cual con la infaltable saeta. He de ir a pie, por supuesto, pues ya no hay locomoción colectiva. Todos los negocios están cerrando.
   Me pongo a caminar. ¿Qué otra cosa puedo hacer? La señalización me lleva hasta un caudal de gente estimulada, ya sea por el miedo a lo desconocido, o bien, por la inminencia de algo mejor. Está claro que no voy solo. Todos vamos hacia allá.
   Después de varias cuadras llegamos hasta el único teatro grande que va quedando en este sector de la ciudad. Creo que tendré que entrar, salvo que el gentío me lo impida. Espero mi turno, con paciencia. La verdad, no tengo ningún apuro. Avanzo lentamente hasta llegar a la antesala de recepción, en que me acogen unos jóvenes vestidos de blanco. Supongo que deben ser ángeles. Es una ángela quien me pregunta mi nombre.
   -Me llamo Adrián -le respondo con una sonrisa.
   Después de mirar a mis ojos y al fondo de mis pupilas, señala “ya te ubiqué”. Entonces, escribe algo en su teclado y me invita a pasar a la sala.
   -Por suerte llegas temprano -observa la ángela con optimismo- pues aún hay asientos, bien adelante.
   -¿Piensas que todos vamos a caber acá? -pregunto ingenuamente.
   -Son muchos los locales -aclara ella-, a lo largo y ancho del país, y del mundo.
   Le doy las gracias, más que nada porque es simpática. Entro en la sala y busco un asiento cerca del pasillo, para que no me cueste tanto salir, llegado el caso.
   Mientras espero que empiece el evento más importante de todos los tiempos, me distraigo mirando los preparativos. En el podio, recién han terminado de instalar varios computadores sobre unas largas mesas, y ahora vienen llegando unas personas vestidas de blanco, y con un aspecto mucho más importante que las de acogida. Parecen ser arcángeles, o algo así.
   También hay una pantalla gigante sobre la cual se están proyectando imágenes de lo que está ocurriendo en otras salas, no sólo del país, sino también del extranjero. Desde muy temprano se empezaron a juntar las multitudes en los diversos lugares habilitados para este espectacular suceso, que promete ser uno de los principales hitos de la humanidad. Millones de computadores están conectados en la más gigantesca red de teleconferencia que haya habido jamás.
   En la pantalla gigante aparece ahora la ciudad de Jerusalén, sede de la sesión principal de esta magna asamblea. Una voz explica que los bombardeos ya fueron suspendidos para siempre.
   La silla de honor de aquel estrado remoto está ocupada por un señor de túnica blanca, pelo largo, y cuidada barba, con unos ojos negros penetrantes y cariñosos. Creo que debe ser Jesús. Sí, lo es. El locutor así lo confirma, y agrega algunas instrucciones para vivir el juicio. Nos dice que en este primer día solamente se espera que todas las personas vivas del planeta tomen ubicación. Se deberá dar preferencia a los ancianos y a las mujeres que tengan un bebé en su vientre o en sus brazos.
   Recién mañana comenzará el juicio, pero no será todavía a las personas, sino solamente a las instituciones religiosas, por el momento. Ni siquiera a sus administradores. Se juzgará el grado de alcance celestial que cada iglesia haya tenido a través de la historia.
   Se nos informa que los muertos han de levantarse de sus tumbas, evento que se espera para el tercer día de reuniones. Un murmullo ocupa toda la sala, como una ola. En voz baja le digo a mi vecino:
   -No creo que eso les resulte.
   -De ninguna manera -confirma él.
   Por lo que veo en la pantalla, en las otras reuniones es la misma duda la que ocupa a todas las personas de todas las salas.
   -Eso no es posible -clama la gente, pensando en cuerpos estropeados y esqueletos reducidos, además de fosas comunes y cenizas diseminadas.
   -Hoy no es posible -sentencia un arcángel de esta sala-, pero al tercer día todo será posible.
   Se nos anuncia por la pantalla que a partir del cuarto día comenzará el juicio a las personas. Y que, por favor, tengamos paciencia. Esto no será fácil, y se necesita la colaboración y buena voluntad de cada uno.
   Miro mi reloj. Son recién las 11:50 del primer día. Es mejor que me levante de mi asiento y camine un poco.
   Después de unos breves paseos por el pasillo, voy hacia la acogida y, aprovechando que a esta hora llega poca gente, converso con la ángela que me recibió. Le pregunto si ella puede ubicar en su computador a todas las personas del mundo. Le explico que quiero ver a Evelyn, la mujer que he amado toda mi vida, y que desde hace unos años he perdido su pista.
   -Ya no es posible hacer nada para juntarlos -me asegura ella-. El tiempo se ha terminado.
   -Pero, ¿puedes decirme dónde está ella? Sólo saberlo me ayudará a soportar su ausencia.
   La ángela me otorga una sonrisa amplia.
   -¿Cómo son sus ojos? -me pregunta-. Esa es la clave de acceso.
   -Bueno . . . -intento expresar algo, y me lamento en silencio por no tener una foto- son claros y serenos, como ojos de poema.
   -Pero, ¿qué hay en el fondo de sus pupilas?
   -Ya sé -declaro-. Ella me corresponderá cuando yo descubra lo que hay en el fondo de sus pupilas.
   -Sí, pero . . . se acabó el tiempo, Adrián y Evelyn -mi ángela vuelve a sonreír-. Sólo quedan las próximas civilizaciones que vendrán después de ésta.
   Luego de una pausa, agrega con complicidad:
   -Os anotaré como postulantes para ser Adán y Eva en la próxima.

 
   Nueva civilización

   Fue una horrible guerra. Se usó armamento tan poderoso, que no sólo provocó muerte en el momento mismo en que cayeron las bombas. Siguió produciendo enfermedades durante muchos años después. Las últimas historias, nadie más que yo las pudo contar. A mí, como roca que soy, no me pasó absolutamente nada. He podido seguir mirando el mundo a mi alrededor. Quedaron muy pocos humanos en este sector del planeta, y por lo que les escucho hablar, en otras partes fue peor, y parece que no quedó nadie. La isla Tierra Tierra ha resultado privilegiada.
   El anciano viajero que antes iba de isla en isla, nunca más regresó. Y la hermosa dama de azul, que bailaba, tampoco volvió. No merecía morir de esa forma tan triste. Ése es el comentario que escucho. Dicen que la música lo envolvía todo..., y en menos de un segundo la mujer quedó encerrada en esa música. Con el tiempo, ha surgido una leyenda. Todos suponen que la dama de azul sale a bailar en las noches. Eso ha quedado en la mitología de este pueblo nuevo.
   Durante el primer par de días, después del bombardeo, la gente que quedó viva trató infructuosamente de comunicarse con seres queridos que habitaban en los continentes. Al final, tuvieron que tirar al suelo sus pequeñas máquinas cuando quedaron sin energía, para siempre. Los vehículos en que andaban, también se pusieron inservibles, después de una semana. Los abandonaron en cualquier parte. Algunos de éstos sirvieron de habitación por un tiempo, pero muy pronto se oxidaron, y empezaron su lenta degradación. La ropa les duró como un año. Después de eso, tuvieron que usar pieles de animales para protegerse del frío y del sol.
   Las mujeres siguieron embarazándose, y tuvieron preciosos bebés. Cuando éstos crecieron, los adultos les enseñaban lo que podían, pero en condiciones tan precarias, que después de cuatro o cinco generaciones la cultura ya estaba casi totalmente perdida. No había más actividad que cultivar la tierra para poder alimentarse. Y también la fabricación artesanal de utensilios que sirven para comer.
   La gente era feliz..., hasta que estalló el primer conflicto, y algunos empezaron a matarse con palos y piedras. A mí, no pudieron levantarme del suelo. Peso mucho.

 
   La pipa gigante

   El hombre era tan gigantesco que, dentro de su pipa gigantesca, las partículas de tabaco contenían todas las galaxias de nuestro pequeño universo.
   El hombre miró su reloj y vio que aun disponía de algunos millones de años para un breve descanso. Entonces, se llevó la pipa a la boca, encendió un fósforo y se preparó para fumar.