La búsqueda (Del libro “Encuentros misteriosos”)
Nunca antes había caminado con tanta levedad como esa vez, tratando de recordar de dónde venía. Habitualmente, me preocupa cualquier detalle que pueda alterar el buen pasar. Sin embargo, en aquella oportunidad ni siquiera miraba dónde podía estar el suelo, antes de cada paso. El sendero de esa remota tarde era acogedor. Muy angosto, entre la vegetación de poca altura. Mi caminar era lento. No había nada que me estuviera apurando. Por el contrario, trataba de descubrir en mi memoria alguna pista que me dijera lo que viví el día anterior. A la retina no me llegaba nada. Al caracol del oído, sólo algunos gritos que no supe descifrar. En el olfato tenía residuos vivos, que me hacían evocar una especie de nube de medicamentos en estado gaseoso.
Por el mismo sendero, unos cien metros más atrás, vi venir a una persona. La esperé porque no me venía mal conocer a alguien. Ya empezaba a sentirme solo. Cuando la persona estuvo más cerca, me fijé que era una mujer. La miré con cara de estar esperándola. Ella me miró como si me hubiera estado buscando. Talvez también se sentía sola.
-Hola, soy Rafael -le dije, sin más preámbulos, cuando ella estuvo suficientemente cerca como para escuchar.
-Soy Ariadna -me respondió con una sonrisa. Ella tenía una gran belleza, pero aún era muy pronto para decírselo. Noté una herida en su frente. Además, se la veía despeinada, y su blusa estaba manchada de sangre.
-¿Qué te pasó? -le pregunté, como si fuera una persona muy cercana o familiar.
-Tuve un accidente -dijo, sin estar muy convencida. Me dio la impresión de que recién empezaba a tomar conciencia de su situación.
Con seguridad tenía algún traumatismo, pero Ariadna estaba risueña. Nos sentamos en un escaño a la orilla del camino, y me preguntó por qué tenía yo ese aspecto tan raro.
-¿Yo? ¿Qué tengo? -pregunté, y me miré. Entonces, me di cuenta que, sobre la camisa, tenía una de esas mangueras de suero. Más aún, la tenía conectada a mi mano. Me la saqué, sin mayor problema, y deduje que yo venía de un hospital. Y eso fue lo que le conté, inmediatamente, sin mucho detalle, que tampoco sabía.
-¿Y tú de dónde vienes? -le pregunté.
-De los autos.
Aquella conversación siguió siendo confusa. Supuse que Ariadna había tenido un accidente de tránsito y fue a parar a ese lugar mientras yo, estando grave en algún hospital, presumiblemente, debo haber tenido un paro cardíaco.
Entre los dos estuvimos desenredando una madeja de recuerdos volátiles. En ese momento, yo no me daba cuenta que estábamos traspasando un mundo para ir a otro desconocido. De hecho, nadie puede decir que yo morí, si estoy vivo. Pero, debo haber estado al borde. Y Ariadna también.
Me fasciné con ella, una mujer encantadora, adorable, y además, le caí en gracia. De verdad, me estaba enamorando de Ariadna, y justamente por eso fue tan doloroso lo que ocurrió a continuación. Ella se levantó del asiento y me dijo que tenía que volver.
-¿Volver? ¿adónde? -quise saber.
-Volver por donde vine. Así lo escuché recién, cuando me envolvió la luz.
-¿Qué luz? -pregunté sorprendido.
-Adiós -me dijo, con un beso suave, y al poco rato estaba alejándose y me hacía señas con la mano.
Quedé desolado. En ese momento sentí que me había muerto. Quise que me envolviera una luz y me dijera que tenía que regresar. Y algo así sucedió, aunque sin luz.
-Tienes que buscarla -me dijo, claramente, una voz silenciosa.
Entonces, eché a correr por el mismo camino que trajo y se llevó a Ariadna. Ella volvió a la vida y, al parecer, yo también estaba volviendo.
No recuerdo qué pasó después. Me llené de dolores en todo el cuerpo. Trataba de moverme, y no podía. Había vuelto a mi cama de hospital, y vi gente a mi alrededor.
-Las oraciones lo trajeron de vuelta -escuché decir.
Por mi estado, no me era posible escribir la experiencia vivida en ese pequeño viaje. Ni siquiera dictarla. Recuerdo que me dediqué a repasarla en mi mente, una y otra vez, para no olvidarla. Es que fue una vivencia tan hermosa. Por un lado, yo estaba contento de haber vivido eso, pero por otro lado, triste porque se me fue entre los dedos como si fuera agua. Aunque hubiera podido dictar, no me habría animado a hacerlo. Tenía mucho temor de ser incomprendido. Incluso, después de salir del hospital, y luego de varias semanas de convalecencia en mi casa, junto a mi mamá, aún no le había contado nada a nadie.
Todo esto lo voy recordando mientras conduzco mi automóvil por la carretera, en una tarde tranquila. Bueno, en realidad, es el auto de mi madre. Ella me lo presta desde que entré a la universidad, el año pasado.
Mi mente vuelve una y otra vez a aquel acontecimiento importante de hace algunos meses. Mi primera actividad, en cuanto pude levantarme y salir a la calle, fue dirigirme a esa inmensa biblioteca que hay en el centro, a buscar información de accidentes automovilísticos en la fecha en que estuve muriéndome. Necesitaba encontrar a Ariadna como fuera. Pasé tardes enteras en el silencio de una sala en que todos leían, mientras yo, frente a los ejemplares de los diarios de varios días intentaba investigar. Fue inútil. No encontré información de ninguna Ariadna. Tuve que rendirme a la realidad. No todos los accidentes aparecen en la prensa. Además, es posible que en el suceso que busco no haya habido personas fallecidas. Por otra parte, nadie intentaría asegurar que el accidente aquel haya tenido lugar en mi ciudad, ni siquiera en este país. Mi búsqueda duró un par de meses, y era lo mismo que estar atrapado en un camino del que no se puede salir. Hasta soñaba con laberintos.
Mi mamá se empezó a preocupar porque notó que yo no estaba yendo a clases.
-Estoy buscando a Ariadna -le dije, simplemente, sin más detalles ni explicaciones. Curiosamente, no me encontró loco, ni nada de eso.
-¿Ariadna? ¿La del laberinto? -preguntó mi mamá. Me asombré de cómo ella podía saber en lo que yo estaba metido. Jamás se lo había mencionado.
-¿Cómo sabes eso? -le pregunté.
-¿Saber qué cosa?
-Lo del laberinto, pues mamá.
-Bueno, de repente me gusta leer los mitos griegos. Enseñan mucho.
Quedé desconcertado al darme cuenta que su laberinto no era el mío. Le pedí que me explicara un poco más, y ella me contó todo el cuento aquél, que yo jamás había escuchado. Interesante, en todo caso, que una Ariadna haya ayudado a un tipo a vencer a un engendro raro, con cuerpo de hombre y cabeza de toro. Con un simple ovillo de hilo se pudo resolver un problema enorme, vital. Me maravillé tanto, que prometí a mi madre dejar de buscar a Ariadna. No le mencioné que ahora iba a empezar a buscar el ovillo de hilo.
-Estás cansado, Rafael -me dijo ella- y yo supuse que me estaba viendo como a un damnificado neuronal. Y a lo mejor tenía razón.
-¿Quién es tu Ariadna? -me preguntó con un poco de miedo y una pizca de celos. Le respondí con alguna evasiva, pero al observar su incredulidad, se lo conté todo, y me emocioné tanto que hasta lloré un par de lagrimitas. Ella me acogió con amor de madre, y en ningún momento miró en menos mi aventura. Al contrario, me respetó y me volvió a repetir que habían rezado mucho, ella y mis tías. Realmente, me creyeron muerto y resucitado.
Me pregunto a qué he venido de vuelta, entonces. Ya sé que vine a buscar algo misterioso. Aún necesito descubrir qué significado puede tener el ovillo de hilo en mi vida. A veces me veo abandonando a Ariadna. Eso sí que es doloroso. ¿Y el hilo, qué? El alma de toda mi vida es un hilo, que no tiene que cortarse. ¿Dónde está? ¿Qué representa?
Pensaba todas estas cosas cuando, súbitamente, tuve que detener el auto, pues a lo lejos, hacia adelante, un automóvil se acaba de estrellar contra la barrera por hacerle el quite a otro vehículo.
Corro hacia allá y logro sacar a la conductora, única pasajera. No sé si el auto se va a incendiar. Alcanzo a sacar también la cartera, instintivamente. Llevo a la mujer a mi auto y parto, lo más rápido que puedo, hacia el pueblo más cercano. Ella ha perdido el conocimiento. Tiene una herida en la frente, y la blusa manchada de sangre.
-Nombre de la persona accidentada -pregunta monótonamente la secretaria de Urgencia -mientras yo no sé qué hago con la cartera en la mano. La abro y encuentro un ovillo de lana, entre una infinidad de cosas, y en el fondo, las tarjetas.
-La persona se llama . . . -empiezo a decir, mientras leo el documento- . . . Adriana . . . - y no puedo seguir leyendo.
-¿Adriana . . . cuánto? -me exigen desde el otro lado del mesón.
Para mí, el mundo se detuvo durante un segundo. Ahora, todo es nuevo.