Mini-Prólogo
Esta es una colección de relatos relacionados. Pretende ser una ayuda para comprender mejor los mitos de la antigua Grecia. Es una manera de mirar lo más importante de la sabiduría ancestral.
Disfrutaréis viendo cómo en el Aquí y Ahora sigue vigente lo esencial de la mitología. Por cierto, con diferentes caracteres físicos externos. Los siglos no han pasado en vano.
No se trata de plagiar las obras literarias de eximios escritores antiguos, sino de permitir que nuestra cultura actual se mire al espejo en aquellos escritos.
Me llamo Ernesto. Me gusta mi nombre, pero no mi apariencia física. Es que nací con una deformidad en el rostro y además, cojo de una pierna. Como sería, que mis padres decidieron deshacerse de mí, siendo aún un niño de corta edad.
Mi padre es rey y vive en un palacio en la cima de un monte. Y mi madre es una digna reina. Mientras que yo, destinado a ser el príncipe feo de palacio, tuve que irme de ahí, muy a mi pesar.
Estaba apenado mientras bajaba el cerro, tratando de ir por pendientes pequeñas, aunque el camino resultara más largo. Las matas que mis zapatos aplastaban fueron formando un angosto sendero. En una caída que tuve se dañó mi pie bueno. Para poder seguir mi camino me fabriqué un bastón con una rama gruesa que estaba en el suelo.
Casi un día entero demoré en llegar abajo. Estaba cansado, con hambre y sed. Así me vio una mujer, que estaba encargada de traer productos del mar hasta la aldea.
-¿Cómo te llamas?
-Ernesto.
Me acogió en su casa y fue como una madre para mí, durante el resto de mi niñez y adolescencia. A ella no le importó mi aspecto.
A temprana edad me puse a trabajar en un circo. Con mucha creatividad hacía reír al público. Con maquillaje exageré los rasgos defectuosos de mi cara, y así parecían completamente ficticios, como si fueran una máscara. Hasta me puse ropa como la que usaban antiguamente los bufones.
Mi vida burlesca duró varios años, pero yo necesitaba superarla. Por suerte se me dio la oportunidad para ello. Es que yo era muy amigo del herrero del pueblo, un anciano que apenas podía ya con ese trabajo tan duro. Yo le ayudaba en las mañanas, pues no había función de circo a esa hora. El hombre me enseñó el oficio. Realmente, fue un maestro.
-Aprendes rápido, Ernesto -me decía con una sonrisa beatífica.
Cuando el anciano murió, heredé la fragua, el martillo y el yunque. Y también el trabajo, por cierto. Entonces, dejé el circo.
Proporcioné piezas metálicas, necesarias para hacer avanzar las máquinas. También dediqué tiempo y esfuerzo a hacer figuras de hierro, como pequeñas esculturas, muy cotizadas.
Un día, recordé a mi madre biológica, la del monte. Había en mí una buena dosis de resentimiento. Y muchas ganas de ser aceptado en el palacio de mi padre, tal como me correspondía. Se me ocurrió la genial idea de construir un trono de bronce y se lo envié a mi mamá con un mercader.
-Es un trono mágico -le expliqué a aquel hombre.
-¿En qué consiste la magia?
-Ella lo descubrirá.
A los pocos días, llegó a verme el mercader.
-Tu magia no funcionó -sostuvo.
-¿Cómo así ?
-Después que la reina se sentó en esa silla, mágica según tú, quedó aprisionada, y no ha podido levantarse de ahí.
-¡Oh! -exclamé, tratando de que mi risa interna no se reflejara hacia afuera.
-La reina ordena que vayas a liberarla.
-¡Ah! Entonces la magia funcionó.
-¡¿...?!
-¿Me llevas, por favor? -pregunté.
-Pero, tendría que ser mañana.
-De acuerdo.
Y así fue como volví a palacio, llevando todos mis implementos de herrería.
Mi madre me recibió sentada en el trono mágico que yo le regalé. Tenía cara de no estar nada de contenta. Sin embargo, me saludó así:
-Hijo querido, ¿podrás sacarme de aquí?
-Sí, madre querida, ¿me asignarás una habitación en el palacio? He venido a quedarme.
No me costó mucho soltar el mecanismo, que yo mismo había dispuesto para que girara los brazos del trono hacia dentro, movido por el peso de la persona que se sentara.
El problema quedó solucionado de la mejor manera, tanto para ella como para mí.
Mi nueva vida en la corte empezó siendo muy grata. Trabajando los metales en mi fragua y en mi yunque, pero teniendo también largas horas de descanso. Construí enseres para el rey, la reina, príncipes, princesas, y todos los personajes nobles de este gran palacio.
También me enamoré de mi prima Frida, que todos le dicen Fridita. Ella coqueteaba conmigo, lo cual me daba muchas esperanzas. Sin embargo, me enteré de que ella tenía un amante. Se trataba de un fabricante de armamento. ¿Qué hacer? Se me vino el mundo al suelo, una vez más.
Pero, ya que la creatividad me ayuda a vengarme, instalé algo sobre la cama de Frida. Varios metros por encima, más bien cerca del techo. Una red casi invisible, muy resistente, dispuesta para caer cuando el peso de dos personas dando movimiento rítmico se hiciera presente.
Al día siguiente, aparecieron atrapados por la red los cuerpos de Fridita y su amante. Todos los habitantes del palacio se rieron de ellos.
Mis penas de amor se terminaron. Al final, me casé con una chica de poco rango, llamada Caris Aglaya, una de tres hermanas llamadas Caris. He sido feliz con ella. Es muy intuitiva. Según me dijo, se enamoró de mi creatividad.
Una de mis principales actividades ha sido poner paz entre mi padre y mi madre, que tienen conflictos muy a menudo, debido a las infidelidades de mi padre, el rey.
De amor y de tiniebla
-Señor Fredo -me dijo la enfermera, después de algunos eufemismos-, ella está en coma.
-Pero. . . , no puede ser. . .
-Lo siento.
-Volverá . . . -afirmé, o acaso sólo pregunté.
La enfermera intentó explicarme que mi esposa estaba en una situación de equilibrio indiferente, y que puede pasar mucho tiempo en ese estado, o quizás sólo unos pocos días.
-Un milagro la puede hacer volver -agregó.
-Yo creo en los milagros. ¡Sí! Los milagros ocurren.
-Dentro de unos minutos podrá verla, señor Fredo. Mientras tanto espere allí, por favor.
Me indicó una pequeña sala, como de espera, con un solo sillón. De hecho, ahí me puse a esperar, sin sentarme sino caminando casi en redondo, y repasando los acontecimientos.
Me habían llamado a mi celular, hacía ya una hora y media, para decirme que mi mujer había sufrido un accidente. Por escapar de un asaltante, a plena luz del día, se cayó y se pegó en la cabeza. Aunque en aquel momento no me quedó claro si el asunto era grave o no, igual me preocupé mucho y acudí lo más pronto que pude a la clínica que me indicaron.
Seguí dando pasos en mi salita, sentándome y parándome hasta que me hicieron pasar a la pieza en que yacía Eurídice, inmóvil y silenciosa.
Desde esa vez, seguí viniendo a verla todos los días, en la mañana y en la tarde. Siempre hablándole de nuestro amor, sin saber si acaso podía escucharme. Le recordé cómo nos conocimos, y cómo nos enamoramos. Ella, de mis canciones. Sí. Lo mío es la música. Le conversaba todas esas cosas, una y otra vez.
-Yo te haré volver -le dije, en varias ocasiones.
A veces, la enfermera estaba presente y me escuchaba, con paciencia.
De pronto, me iba a la salita que está al lado. Ésa que es como de espera. Es mi salita. Ahí también pasé muchas horas, reflexionando. Siempre supe que podía hacer volver a mi esposa. O por lo menos así lo creía.
En una de esas veces, me decidí a traer a Eurídice a la vida. Necesitaba ir a su mundo a buscarla.
Me sumergí en un estado de relajación profunda que podría ser como de ensoñación o más bien una meditación casi hipnotizado por mis propias imágenes. Me subí al bote y navegué por el Aqueronte, río de la tristeza, hasta desembocar en un precioso y tranquilo lago. Seguí remando. Al llegar a la orilla opuesta, me bajé del bote, y me recibió la enfermera, pero no estaba con su típico uniforme. En vez de esa ropa de enfermera tenía una túnica. Supuse que era una vestimenta de varios siglos atrás. Y en vez de la pequeña cofia, propia de su oficio, tenía puesta en la cabeza una diadema de flores.
-¿Qué buscas acá? -me preguntó con familiaridad.
-He venido a buscar a Eurídice. Quiero llevarla de vuelta al mundo, a la vida.
-Ella, ahora vive acá. Lamentablemente está atrapada entre unas rocas en una caverna que está un poco lejos, más allá de unas quebradas abruptas.
-La rescataré.
-Si lo logras, te permitiré que la lleves al mundo de los vivos, pero eso sólo podrá funcionar con una condición.
-¿Cuál?
-Ella ha de seguirte, y tú has de tener la certeza de que así es. Si dudas, no funcionará. ¡No mires hacia atrás!
-Está bien.
Y partí en la aventura. Una travesía llena de obstáculos y dificultades. Me costó llegar, hasta tener a mi lado a la mujer que amo.
-Eurídice -le dije con alegría.
Ella también se puso contenta pero no dijo nada.
-Sígueme -le pedí con ternura.
Y me puse a desandar el tortuoso camino con la intención de llegar hasta el bote. De nuevo tuve que superar varios peligros. En las partes más difíciles le hablaba sin mirarla.
-¿Vienes?
-Sí.
En una pasada que era demasiado difícil, no escuché más respuesta que un tenue suspiro. Dudé y miré hacia atrás, sin acordarme de que eso era prohibido.
La imagen de Eurídice empezó a desvanecerse y alejarse.
-Te amo -alcanzó a decirme antes de desaparecer definitivamente.
Recordé esa anécdota de San Pedro, que empezó a hundirse cuando dudó.
Ya no tuve cómo seguir. ¿Qué podía hacer? Ni sabía por donde ir, ni dónde estaba el bote.
En eso, sentí que alguien me daba un fuerte golpe en cada brazo, cerca de los hombros, con las palmas de sus manos.
Al instante volví a entrar en mi cuerpo.
-¡Ha reaccionado! -exclamó aquel hombre de delantal blanco que parecía ser un doctor.
-Gracias -atiné a decirle.
-¿Cómo se siente? -me preguntó.
En ese momento no supe si se refería a mí o a Eurídice.
Antes que yo pudiera responder, entró corriendo la enfermera, muy agitada, esta vez con su traje habitual como corresponde al mundo de la realidad.
-Doctor, la paciente ha . . .
Al verme, no terminó la frase.
Yo la terminé:
-. . . ha muerto . . .
Lo dije con certeza. Yo sabía que eso fue lo ocurrido. Lloré. Después, me conformé, pues el desenlace fue el mejor de los posibles. Eurídice no había querido partir sin despedirse.
"Menos mal que atiné a ir a su mundo", pensé.
Me despedí de ella al día siguiente en el funeral, cantando una canción triste.
El centauro Girón
Me llamo Girón. Eso de "centauro" no es más que el apodo con que todo el mundo me conoce. Me empezaron a llamar así los compañeros de la Universidad porque, según decían, nunca me bajo del auto para nada. Sólo porque una vez me vieron almorzar usando una bandeja de ésas que ponen afirmadas a la puerta del coche, con la ventanilla abierta. Bueno, y otra vez supieron que fui a ese cine al aire libre, en que uno mira la película desde el auto.
En vez de ser un centauro, propiamente dicho, con dos brazos y cuatro patas, dijeron que soy un centauro de dos brazos y cuatro ruedas. Me pintan así, exageradamente, pero no me importa, si es sólo un apodo inofensivo.
Me dedico a enseñar lo que he aprendido en una larga carrera de estudio. Es que quiero saberlo todo. Ya sé que nunca se puede alcanzar tanto, pero he ido adquiriendo cada vez más destreza para enseñar.
Por lo que me contaron unas antiguas señoras que parecen tías abuelas, supe que mi padre poseyó a mi madre esgrimiendo toda clase de mentiras y malas artes. Así fue como vine al mundo. Siendo yo aún un bebé, mi padre quiso llevarme con él, a pesar de la oposición de mi madre, que quiso salvarme a toda costa, y para ello tuvo que esconderme, en casa de una familia amiga.
Crecí al cuidado de Polo, un gran tipo. Él ha sido mi papá, para cualquier efecto práctico. La hermana melliza de Polo, llamada Adelisa fue como una madre para mí, especialmente en mis primeros años. Después, ella se ha dedicado a cuidar las plantaciones para que den mucho fruto.
Polo es un gran músico. Toca la lira y le canta a la naturaleza. Además, dirige coreografías. Sin embargo, lo más notable de Polo dice relación con sabiduría de la vida. Dirige un Oráculo importante, que es muy visitado y consultado por personas que están interesadas en desarrollarse plenamente como tales.
Polo puso un gran letrero de bienvenida, diciendo "Conócete a ti mismo". De esa forma, cambió radicalmente el propósito de esta escuela. Polo la adquirió a buen precio y, no sólo refaccionó el edificio, también todo el sistema de enseñanza que allí había.
Mujeres que aprovecharon bien todo ese aprendizaje, se quedaron allí cultivando ese don de profecía. Fue en ese ámbito en que yo me di cuenta del potencial que tengo como formador. Pero, no me quedé en el oráculo, sino salí al mundo.
Enseño de todo, Música, Arte, Ética, pero principalmente el cómo sanar el cuerpo mediante el buen uso de las hierbas medicinales, apropiadas para cada caso. Puedo decir con legítimo orgullo que he sido maestro de hombres que después se destacaron en diferentes ámbitos.
Polo amaba a Sandra, una de sus discípulas en el centro de formación, pero fue un amor no correspondido. Finalmente, teniendo Polo una edad madura, se casó con una hermosa mujer llamada Corina. Tuvieron un hijo al que pusieron por nombre Flavio. Lamentablemente, Corina murió pocos años después, a raíz de lo cual Polo se vio muy complicado. Me pidió que cuidara al niño, y yo accedí de muy buen grado.
Flavio es buena compañía. Le enseño de todo, ya que él tiene avidez de conocimientos. Lo que más quiere saber es el funcionamiento del cuerpo humano.
Cierto día ocurrió algo notable en mi vida, como para decir que ese momento marca un Antes y un Después. Iba yo en mi auto, sin prisa, y al doblar una esquina divisé a un hombre tendido en la acera. El pobre estaba herido, talvez por acción de algún maleante. Me bajé del auto, contrariamente a lo que pensarían aquellos que me apodan "centauro".
Me acerqué, temeroso, pero con decisión. El hombre estaba vivo, aunque su despedazado vigor no le alcanzaba ni para quejarse. Me revestí de "buen samaritano", haciendo lo que podía por reflotar al herido. Pude controlar la hemorragia, con una especie de torniquete, por lo menos hasta llegar a un centro asistencial. Lo puse en mi auto y lo llevé al hospital más cercano. Todo anduvo bien, y después de un par de horas llevé al hombre a convalecer a mi casa, ya más repuesto.
Durante unos días tuvimos buenas oportunidades para conversar. Él se llama Luis, pero todos le dicen Lucho.
Después que Lucho se fue seguimos siendo amigos. Siempre me pide consejos. Incluso cuando quería conquistar a su amiga Nadia, pues sus propias tácticas no le daban resultado. Nadia se escabullía, cada vez de distintas maneras.
-Lucho -le dije-, lo que tienes que hacer es apelar a los sentimientos. No sacas nada con hablar de tus aventuras, ni hacer juicios, por inteligentes que sean.
-¿Cómo es eso?
-Dile lo que sientes. Ya sé que a los hombres eso nos cuesta mucho, pero tienes que aprenderlo.
Y le seguí dando instrucciones.
-Cuando ella se sienta tocada en su sensibilidad -agregué-, no sueltes la situación.
Mientras tanto, Flavio siguió creciendo. Entró a la Universidad a estudiar Medicina. Fue siempre un alumno adelantado, y se tituló con una tesis increíble.
Por su parte, Lucho logró conquistar a Nadia, y se casaron. Tuvieron un hijo, al que llamaron Aquilino. Tiempo después, empezaron a tener desavenencias, debido a la forma como Nadia criaba al niño. Le hacía toda clase de rituales mágicos, usando ungüentos raros en la piel del pobre chico. Según ella, para hacerlo invulnerable. El padre del niño se molestaba mucho, y a raíz de esto se separó de Nadia. Y logró quedarse con el niño porque quería salvarlo de tantos tratamientos invasivos.
Lucho me trajo a Aquilino para que yo lo adiestrara en las ciencias y las artes. Antes de eso, le sané las heridas que el chico tenía en el talón, única parte de su cuerpo que quedó con el tratamiento de magia incompleto.
Le enseñé de todo a Aquilino, pero él se interesó principalmente por montar a caballo, y por el tiro con arco.
Aquilino llegó a ser un hombre muy destacado. Eso me da satisfacción y me ayuda a mantenerme optimista, a pesar de los achaques de mi ancianidad.
Más aún, Flavio es ahora un médico eminente, que está dando mucho al mundo. Ha optado por dedicarse a investigar cómo salvar vidas.
Estoy próximo a morir, muy en paz. Quisiera poder seguir enseñando, pero eso no es más que la fuerza de vida, que no se termina al completarse la vida.
Entre lo corporal y lo espiritual
Amando
A mi madre, que se llama Frida, todas las amistades le dicen Fridita. Pues esa Fridita, cuando me gestaba junto a mi hermano gemelo, creía que iba a tener una niñita, y que le pondría por nombre Amanda. Sin embargo, nací yo, un varoncito, y me puso por nombre Amando. Al poco rato dio a luz a mi hermano. A él le pusieron Erasmo.
Mi padre tiene una fábrica de armamento. Siempre me ha dicho que no puedo andar por ahí sin armas.
-Pero, papá, si lo mío es unir a las personas que tienen posibilidad de amarse -le he aclarado desde que tengo uso de razón.
Él reniega de mí. Por lo menos, tuve que aceptarle un arco y flechas. Así no ando desarmado.
Mi madre dice que las flechas pueden servirme para unir personas. Es que ella habla en sentido figurado. Sí, las flechas son como el signo visible de mi misión. Salgo con ellas para que todos queden contentos, después las guardo en cualquier parte.
Con Erasmo nos complementamos. Yo logro que tal o cual persona ame a una tal o cual otra persona. Erasmo funciona en sentido inverso. Él logra que la persona sea amada por esa otra.
Mi madre, que sabe todo sobre el amor, me ha enseñado mucho para poder llevar a cabo la misión que ella misma me ha encomendado.
No sé cómo Fridita puede amar a mi padre. Es que ella es capaz de amar a cualquier tipo. Gratuitamente. Ella trata de que mi padre recapacite.
Tampoco es perfecta mi madre. De tanto amar, a veces los celos hacen presa de ella. Vio en la TV a la princesa Alma, una bella mujer joven. Mi madre, que ya tiene sus años, y está empezando a declinar, decidió enviarme a que la princesa Alma se enamore de algún hombre horrible y ruin.
No alcancé a cumplir tan ingrata misión porque yo mismo me enamoré de Alma, como si yo hubiera sido blanco de mis propias flechas.
Y ahora, no quiero que mi madre se entere de todo esto.
Alma
Vivo en un palacio tan grande, que mi habitación está lejos de cualquier otra. Si bien eso me da bastante libertad, también me hace sentir muy sola. A veces pienso que la divinidad me puede tener castigada por algo, pero no logro saber qué.
Una noche llegó un joven a mi pieza y me declaró su amor. Aunque el tipo estaba con antifaz, como si fuera el Zorro, lo acepté de buen grado. Quise encender una luz, pero me dijo que no lo hiciera, pues él andaba de incógnito. Fue una noche muy linda.
Mi extraño enamorado se retiró antes del alba, dejándome intrigada. Al día siguiente vino de nuevo en la noche, y así, varias veces.
Yo quería ver su rostro. No entendía por qué se estaba haciendo pasar por monstruo.
Cuando le conté esto a mi hermana mayor, a ella le dio toda la curiosidad de saber quién es mi enamorado. Me sugirió que, estando dormido, le quitara el antifaz y encendiera la luz. Así lo hice una noche, y he vivido arrepentida desde entonces.
Fue una desgracia lo que ocurrió. Pude verlo, es cierto, pero se enojó. Me dijo que estaba muy decepcionado, y que no vendría nunca más. Y se fue... talvez para siempre.
Lo busqué afanosamente, por todas partes. No lograba dar con él. Pensé que con gusto entraría como sirviente en su casa tratando de que me perdone.
En mis investigaciones logré saber que se llama Amando y que tampoco ha vuelto a su casa. Está desaparecido. Pero, a su casa tendrá que llegar en algún momento. Así que me armé de valor y me presenté en casa de la señora Fridita, la madre de Amando.
-¿Qué deseas? -me preguntó con una sonrisa anodina.
-Trabajar acá en su casa -respondí directamente, sin rodeos.
-Tengo mi servidumbre completa, pero... puedo hacerte un lugarcito...
-Sí, señora Fridita. Estaré bien.
-... como ayudante de mucama.
Así fue como entré a esa casa, una mansión enorme, en la que hay mucho trabajo y muchas personas para hacerlo. Me recibieron bien. Entablé amistad con todas ellas. Con la Dolores, que siempre estaba triste. Y también con la Soledad. Ella me buscaba porque necesitaba a alguien para conversar. Y la Rut, tan bajita que le decían Rutina, nunca tenía alguna novedad.
La señora Fridita sabía que yo estaba enamorada de su hijo Amando, pero no le parecía muy bien. Por lo demás, él estaba desaparecido. Nadie sabía dónde andaba.
La señora me daba tareas imposibles, pero siempre me esforcé mucho para lograr cumplirlas.
Con tal de recuperar a su hijo, la señora Fridita estaba dispuesta a aceptarme en la familia. Más que nada, gracias a la ayuda de María Paz, la hermana de Amando, pues ella suavizó la relación de su madre conmigo.
Finalmente, la señora madre me encargó que le comprara unos productos de belleza, que sólo se encontraban en el barrio peligroso. Fui a ese lugar, con un poco de miedo, logré llegar hasta la tienda misma y adquirí el asunto aquel. Se lo llevé a la patrona, y al día siguiente, en un descuido de ella, me puse a intrusear en el famoso frasco de cosmético, que emanaba un exquisito aroma, traicionero porque me hizo perder la noción de la realidad.
Amando
Reconozco que extraño mucho a Alma. Quiero perdonar su imprudencia.
Y también estoy dispuesto a llegar donde mi madre, y pedirle que me perdone también ella a mí. Esto es prioritario. Así que me fui a casa, después de andar de un lado para otro durante muchísimos días.
Para mi sorpresa, ahí encontré a Alma. Fue un encuentro doloroso porque la pobre parecía estar muerta.
-Sólo está dormida -aclaró mi madre-, desde hace días no la hemos podido despertar.
-¿Cómo pasó esto? -pregunté.
-Se voló con un aroma.
Alma despertó en cuanto escuchó mi voz entre sueños.
A los pocos días me casé con Alma.
Durante los festejos, mi abuelo dijo a Alma:
-Tú serás el enlace entre lo corporal y lo espiritual.
No sé decir si mi abuelo es sabio o, simplemente, misterioso.
Puma León
En la época del colegio mis compañeros me llamaban "Puma León", no sólo por mi apellido, sino también por mi rostro felino. Esos años de colegio fueron larguísimos, tratando de aprender las cosas típicas. Por cierto, no eran las mías.
En la Universidad estudié un par de carreras cortas, que me permitieron tener después un buen pasar. Sin embargo, lo mío no era nada de eso. A mí siempre me gustó escribir, y a eso he dedicado mis horas libres y también más de alguna hora de oficina.
Por otra parte, he estado por mucho tiempo buscando una mujer de la cual enamorarme. Aún no la he encontrado. Talvez sea yo demasiado exigente.
En mi última novela que ya estoy terminando, creé una personaje femenina extraordinaria. Bellísima, además de alegre, simpática e inteligente. No sólo eso, es también una persona de muy buen corazón. La llamé Gladys. En la novela, ella se enamora del personaje protagonista, un tipo común y corriente, así como yo.
Mis personajes siempre adquieren vida propia. Dejan de estar manejados por mí. Hacen su vida como les parece. Y eso está muy bien. Han sido creados exactamente para eso. Pero, es así como Gladys ya no está dentro de mí. Ha salido al mundo.
No sé en qué momento se escapó. Y está muy bien así, repito, pero igual la busco porque en alguna parte del mundo real ella está. Sueño con recuperarla.
* * *
Me he enamorado de Gladys. Justo ahora que ya no la tengo. Ahora, que tendría que buscarla en el ancho mundo.
En mis oraciones pido a la divinidad creadora que me conceda encontrar a Gladys. Se lo pido con fervor.
Creo verla en alguna mujer, cientos de veces, para después darme cuenta de que no es ella.
* * *
Esta mañana me ocurrió algo notable. Yo estaba en el Café, disfrutando un Cortado, mientras trataba de leer el diario sin poder concentrarme.
En eso vi venir a una mujer hermosa, con su bandeja. Estaba buscando donde ponerse, y como no había nada libre, me atreví a invitarla a mi mesa.
-Yo ya me voy -mentí, para suavizar un poco mi atrevida invitación.
Encuentro increíble cómo esta mujer se parece a mi Gladys. Creo que me la ha enviado la divinidad.
-¿Siempre vienes acá? -le pregunté para iniciar una conversación.
-No. Casi nunca. Hoy por casualidad andaba por aquí.
-Acá tienen el mejor café de la ciudad.
-Así veo.
Seguimos conversando. Ella es una persona de gran simpatía.
Yo estaba fascinado. Si hasta le pedí su número de teléfono. Sé que la llamaré.
-¿Cuál es tu nombre? -le pregunté al despedirnos.
-Gladys -respondió.
* * *
Han pasado varios años desde que me casé con Gladys.
Ya sé que ella no es perfecta como la personaje de mi novela. ¡Eso no importa! Nos amamos.
Ya comprendí que no tiene sentido buscar una mujer perfecta. Porque no existe, ni podría existir jamás.
Tereso
No siempre me he llamado Tereso. Cuando nací me pusieron por nombre Teresa, porque mi madre siempre había querido tener una niñita. De hecho, yo me consideré una de ellas hasta bien entrada la adolescencia. Me gustaba ponerme ropa de mujer y jugar con las niñas, unos seres adorables.
Sin embargo, el comienzo de mi vida femenina fue muy difícil. Recuerdo sensaciones, como ver a otras bebés durante el cambio de pañales, y notar que yo era la única distinta. Eso me angustiaba.
Hasta que escuché a una chica un poco mayor decir, refiriéndose al sexo, "cuando yo sea hombre voy a tener una manguerita". Debo haber tenido unos tres años, pero esa frase no se me olvidó nunca. Talvez porque restableció en mí la condición de no ser bicho raro.
Tiempo después, el comienzo de mi vida masculina fue dramático. Cuando yo tenía catorce años, y aún era niña, los jóvenes me perseguían con intenciones libidinosas. También los no tan jóvenes. Yo escapaba como podía, hasta que una tarde tomé una decisión drástica. Me puse ropa de hombre y me corté el pelo. Estaba irreconocible.
Hasta ahí, todo bien. Lo malo vino al día siguiente. Cuando vi a las amigas de mi madre bañándose desnudas en el lago, como era su costumbre. No se me ocurrió esconderme. Habituado como estaba a que permitieran mi presencia en esas ocasiones, como algo muy natural.
Muy pronto me descubrieron y salieron persiguiéndome e insultándome. Tenía que seguir escapando de la vida. Con tan mala suerte que me caí con violencia sobre una roca que destrozó mi cara, en especial los ojos.
Quedé ciego para siempre.
Al principio, sufrí mucho. Pero después me reconcilié con la vida, al darme cuenta de los nuevos sentidos que se me fueron abriendo, poco a poco, en reemplazo de la vista. No fue realmente una pérdida lo que tuve, sino un cambio de una percepción por otra.
La capacidad de escuchar se me abrió en tal medida que empecé a distinguir matices en las conversaciones. Ésas que antes no me decían nada, ahora las podía comprender mucho mejor. No sólo las humanas, también entendí el lenguaje de los pájaros.
Y como si eso fuera poco, se me despertó la clarividencia. Es como una vista especial, propia del alma. Ya podía saber lo que estaba pasando en otros ámbitos, incluso percibir situaciones futuras.
Desde entonces, la gente me consulta cuando tiene problemas. Trato de acercar a las personas a la solución de sus dificultades.
Me casé con una gran mujer, y tuvimos dos hijas. Hemos podido vivir sin sobresaltos, gracias a las remuneraciones que obtengo al dar terapias.
Me he especializado en ser mediador entre hombres y mujeres, ya que he vivido ambos géneros. Pero, más que nada, conciliar los conflictos entre el yo-masculino y el yo-femenino de la persona.
Me consideran un profeta. A tal punto, que también he sido mediador entre las personas terrenales y la divinidad. Pero, más que nada, conciliar los conflictos entre el yo-terrenal y el yo-divino de la persona.
He vivido tal cantidad de años, que ahora último he empezado a ser mediador entre los vivos y los muertos. Sí, porque puedo percibir presencias de personas que ya han dejado este mundo. Bueno, eso es una manera de decir que han pasado a otro ámbito.
Algo notable me ocurrió hace pocos días. Vino a consultarme un personaje importante, llamado Obdulio, un hombre muy respetado por sus nobles éxitos. Vino a consultarme porque no hallaba cómo retornar a su estado de ánimo original. Aquel que lo volvería a poner en estrecha cercanía emocional con sus personas más queridas.
Obdulio venía de haber participado en una actividad odiosa que lo dejó muy mal. Trataba de centrarse pero de una manera tan directa como ineficaz. Por eso decidió venir a verme.
Confesó haber consumido una droga que le hacía olvidar, pero haber tenido también el valor de desistir de ese mal comportamiento de evasión.
Conversamos mucho. Es una persona interesante. Al final, logré convencerlo de que su actitud no tendría que ser tan frontal. Ha de adoptar la paciencia y la perseverancia, y dar algunos rodeos antes de lograr el cambio anhelado.
Entre tanto, me habló de su madre, a quien no había visto en mucho tiempo. Eso es algo que tenía a Obdulio casi bloqueado. Comprendí que el camino pasaba por ahí. Fue por eso que invoqué a Anita Clea, su madre y la encontré en aquel lugar al que van los muertos.
Cuando la traje hasta acá, en espíritu, Obdulio se emocionó con llanto. Quería abrazarla, y no podía pues ella no tiene un cuerpo como el nuestro.
Así lo decía un antiguo poeta: "Cuando uno muere los nervios ya no sujetan el cuerpo, y el alma revolotea como un sueño".
-Morí de nostalgia -dijo Anita Clea.
Fue un encuentro sanador para Obdulio, y también para su madre.
Me sentí muy bien de ser capaz de ayudar de esa manera a la gente. Me encanta la labor que la divinidad me ha otorgado a cambio de los ojos externos.
Los navegantes
-Gastón, ¿estás ahí?
-Sí, Ariel -respondí-. Aquí estoy. ¿Qué pasa?
-Es que hay una cosa que no entiendo. En la tarea que nos dejó el profesor Girón.
-¡Ah! Sí. Está un poco complicada . . . ¿Qué no entiendes?
-Eso de Historia. Las consecuencias que se supone tuvo la guerra no sé cuánto.
Le expliqué aquel asunto a mi amigo Ariel. Después él me ayudó a resolver un problema de matemáticas, ya que ese tema no es mi fuerte.
Pronto nos aburrimos de estudiar, y nos fuimos a la plaza, a ver pasar las chiquillas.
Nuestros estudios están a punto de concluir y obtendremos un diploma. Ariel ya se puso a trabajar en un taller de carpintería, y yo quisiera ponerme a escribir, pero antes he de recuperar lo que me corresponde. En el reino cercano, que está siendo gobernado por un impostor, llamado Pelayo. Es un hermanastro de mi padre, rey legítimo hasta hace algunos años.
Por lo que he escuchado, parece ser que Pelayo dio muerte a mi padre, cuando yo era un niño pequeño. Aunque nunca se comprobó oficialmente, eso es lo que se comentaba. Mi madre me mandó secretamente a estudiar en la famosa escuela de Girón. Entiendo que lo hizo así para esconderme de las garras de Pelayo.
Le conté esto a Ariel, y él estuvo de acuerdo en que tengo que volver al reino cercano y recuperar el trono. Más aún, dado lo aventurero que es Ariel, me manifestó sus ganas de acompañarme.
* * *
Después de mucho darle vuelta al asunto, emprendimos el viaje. Mi madre me recibió muy contenta, y acogió a Ariel como si fuera otro hijo suyo.
A pocos días de llegar me presenté ante Pelayo y le anuncié que en fecha próxima me haré cargo del reino, pues eso es lo que me corresponde, y estoy preparado para ello. Lo dije con firmeza y cordialidad, apelando al buen sentido.
Pelayo me recibió de una manera amistosa, talvez fingida, sabiendo que yo no dispongo de fuerzas militares.
-Será con una condición -me dijo sonriente.
-¿Qué condición? -pregunté, con la esperanza de que fuera algo atinado.
-Mira, Gastón, ya que estamos en tiempo de recuperar lo añorado . . . ¿Has oído hablar del Libro de Oro?
-Algo de eso he escuchado alguna vez. Sé que es un antiquísimo rollo muy valioso, de bello contenido, por eso lo de "oro".
-Está escrito en pergamino, fabricado con piel de carnero.
-Secaban la piel del animal, tensa, en un bastidor. Así se hacía, muchos años atrás.
-Sí. El libro fue llevado hasta el reino lejano por un antiguo príncipe, el cual se enamoró de una princesa y, por lo tanto, él se quedó allá. . .
-Y lo malo es que también el libro se quedó.
-Es por eso que te pido que vayas allá y recuperes el libro. Así, recuperas también el trono.
Me vi obligado a acceder. Es que no tenía ninguna otra alternativa. Pelayo prometió financiar el viaje. Y en todo momento tuve muy claro que podía contar con el aventurero Ariel.
En efecto, cuando le hablé de esto a Ariel, me dijo:
-Yo te acompaño.
Para ir al reino lejano sólo puede hacerse a través de los mares, y no existe ningún viaje regular hacia ese sector. Ariel se ofreció para
construir un pequeño barco. Ni siquiera podrá ser muy ancho, ya que hay pasadas estrechas entre los lagos.
Mientras tanto, trato de conseguir tripulantes para esta aventura.
* * *
Zarpamos en un bello día de primavera en dirección a Oriente. Con Ariel y varios otros aventureros que conseguí, dispuestos a transformarnos en navegantes.
Una misteriosa tejedora confeccionó las velas de la nave, y alguien donó una encina sagrada que sirvió para hacer el mástil de proa.
Mi madre quedó triste en el puerto, cuando salimos, llenos de alegría y esperanza, en una pequeña embarcación llamada Ariel, como su constructor.
Días después llegamos a una isla bellísima. Eran mujeres quienes nos acogieron. Se habían deshecho de todos los hombres, una vez que éstos llegaron con otras mujeres, como compañeras sexuales de ocasión. Las damas locales consideraron esa ofensa como un repudio inaceptable.
Rápidamente me hice amigo de la lider, Eufrosina. Ella había salvado a su padre, que no tenía ninguna culpa, poniéndolo en un pequeño barco, como éste Ariel.
Nosotros somos pacíficos, y las mujeres de acá se dieron cuenta de ello. Además, necesitaban protección. Por eso, quisieron que nos quedáramos.
De hecho, nos quedamos por varias semanas.
-Tenemos una misión que cumplir -dije a mis hombres, una tarde-. No podemos quedarnos en este paraíso para siempre.
Eufrosina comprendió que era inevitable nuestra partida, y nos abasteció de víveres.
-Estaré esperándote -me dijo en la despedida-, aunque sé que no volverás.
-Sólo recuérdame -respondí-. Guarda tu amor para alguien más digno que yo.
* * *
Continuamos viaje, durante largos días y noches. Después de una pasada estrecha al ingresar al segundo mar, llegamos a otra isla. Esta vez no era un paraíso de mujeres. Para peor, fuimos atacados por los nativos. Nos fuimos de ahí en cuanto pudimos. La salida no fue tranquila.
Muchos días después llegamos a algo que parecía isla, pero era una costa continental. Allí conocí a Piero, un ciego sabio que, alguna vez, oyó hablar del Libro de Oro, pero no nos pudo ayudar con eso.
Piero estaba enfrentando un grave problema que no había podido solucionar. Unos animales raros parecidos a los buitres le quitaban la comida.
Decidí ayudarle, y para ello nos organizamos hasta lograr dar muerte a las alimañas.
Muy agradecido, Piero nos explicó cómo podríamos atravesar una pasada muy estrecha que hay hacia el tercer mar.
Cuando ya estábamos listos para seguir nuestro viaje, se produjo una tormenta de varios días, la que hizo naufragar a otra embarcación. Aparecieron tres náufragos cerca de la costa, y los ayudamos a llegar a tierra. Fueron acogidos y reanimados. Eran descendientes de aquel antiguo príncipe que había traído el Libro de Oro. Los náufragos se incorporaron a la expedición, y nos guiaron hasta el reino lejano.
* * *
Finalmente llegamos, y decidí esconder la nave, hasta donde fue posible. Pedí a mis compañeros que se quedaran en el barco, listos para salir, en cuanto yo viniere, probablemente apurado.
-Ya vendré yo a buscaros, en caso necesario -les dije.
Desembarqué con los náufragos, ya que ellos llegan sólo hasta acá. Éstos tampoco saben mucho acerca del lugar exacto en que está el Libro de Oro.
Me presenté ante el rey Elías y le dije que venía a llevarme de vuelta el Libro de Oro. Recibí una carcajada por respuesta.
-En cuanto recupere ese libro te lo podría dar -manifestó Elías entre risas.
-¿Recuperar. . . ? -respondí en forma de pregunta.
-Mira, niño -me explicó con prepotencia-. Ese bendito libro cayó en manos de un poderoso enemigo. Y yo no sé dónde lo tiene.
Elías prometió darme el libro acaso yo me sentía capaz de quitárselo a quien lo custodia.
No supe si, al decir eso, Elías estaba mintiendo. Lo que me quedó claro es que él, difícilmente, estaría dispuesto a cumplir su palabra. A lo más me estaba utilizando para que yo lograra para él lo que él mismo no había sido capaz.
-¡Yo soy capaz ! -exclamé fingiendo seguridad, y sin saber cómo iba a salir de este atolladero. Lo único que me interesaba en ese momento era mantenerme en conversaciones con el rey, con cordialidad.
De hecho, me invitó a cenar en su casa. Por supuesto que acudí gustoso, y con gran esperanza.
Así, conocí a Melinda, la hija del rey. Es una mujer atractiva. Tan linda como la amistad que entablamos.
La amo, a pesar de ser ella una mujer muy especial, eso que llaman bruja. Por cierto, no lo es. Pero, tiene una pociones que se suponen serían mágicas. La dejo hacer porque es algo entretenido. Aprendió a hacer magia cuando era una niña pequeña, conversando con su tía Crisanta.
Melinda también me ama. Algo de mágica tiene, porque sabe donde está el libro que busco. Nadie más que ella lo logró saber, y ha estado guardando la información hasta que llegase el momento de decírsela a alguien.
Hoy es el momento. Y yo soy ese alguien.
* * *
Melinda me acompañó a rescatar el libro. Fui con ella y mis compañeros hacia un bosque, y dentro del bosque a una casa como podría ser la de un guardabosques. Usurpada, en todo caso, por un hombre primitivo, apodado "Gigante" porque mide un poco más de dos metros.
El gigante está al servicio de un señor que nunca ha sido visto. Tiene la misión de custodiar el libro para que nadie se lo lleve.
Mi misión, en cambio, es exactamente la contraria.
La poción mágica que usó Melinda en esta oportunidad estaba orientada a dormir al cuidador. Me puse a pensar en la manera de lograr que el gigante bebiera de ella.
Tratando de no ser advertido, inyecté el líquido en una manzana, la más bella de todas, del único árbol frutal que había en el sector. No tan cerca de la casa. Estábamos escondidos a mayor distancia aún. Simplemente, esperamos a que el gigante se acercara al manzano, lo que ocurrió después de varias horas. El hombre tomó esa manzana, la más grande y de mejor color, le sacó brillo con la manga de la camisa, y la comió.
En cuanto el gigante se durmió, entré a la casa, busqué el libro hasta que lo encontré, y nos fuimos del lugar, en forma rápida.
-Conociendo a mi padre -advirtió Melinda-, seguro que nos está persiguiendo.
-Seguro-contesté-. Porque quiere el Libro de Oro.
Melinda estaba siendo más leal conmigo que con su tirano padre. Sé que me casaré con ella.
Corrimos hacia el barco, y zarpamos inmediatamente. Al poco rato divisamos una nave que pretendía alcanzarnos. Nunca lo logró porque era más pesada y lenta.
Durante este viaje leí el Libro de Oro. Hasta donde pude entender el lenguaje, fue una lectura provechosa. Después de muchos días llegamos de vuelta a nuestro pequeño reino. Me presenté ante Pelayo trayendo el Libro de Oro. El falso rey no cumplió su palabra, pues se negó a dejar el poder.
Aparentemente, ahí termina esta aventura, con un estrepitoso fracaso. Pero, hay algo mucho más importante, y no me arrepiento de haber vivido todo lo que viví. No fue en vano. El famoso libro no era una meta, era parte del camino, un camino con enseñanza.
Ya puedo ponerme a escribir.
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