ARISTODEMO                    Un lugar literario
El expreso de las 10:20         Gonzalo Rodas Sarmiento

 

   1    Hacia el final

   Estoy a punto de iniciar mi último viaje. Recuerdo bien el momento en que el doctor me anunció la presencia de una enfermedad terminal. Al principio, no lo quise aceptar. Supuse que en el laboratorio habrían confundido los exámenes. Escondí mis ojos para no ver la realidad. “¿Por qué yo?” fue la primera queja que conocí de mis propios labios. Hoy, veo muy atrás esa pregunta que tomé prestada de no sé quién y que no parece tener respuesta. Ya me conformé, pero me costó muchas rebeliones que nunca se concretaron en lágrimas.
   Hasta ahora, no creo realmente que vaya a morir muy pronto. Solamente lo sé, pero no lo siento en mi interior como algo palpable.
   En los primeros días, empecé a pedir compensaciones, como si el mundo estuviera en deuda conmigo. Quise darme algunos gustos y también ver cumplidos mis anhelos con respecto a los demás. Que mi hijo bata el record de los cincuenta metros planos en el campeonato escolar; que mi hija gane el concurso de artes plásticas; en fin, egoístas y vanas exigencias en el momento menos propicio.
   Hasta que me acostumbré a la idea, me había sentido acosado por el miedo a la muerte. Y también muy solo, a pesar del cariño de mi familia. Me pregunto si las cosas irán a estar mejor o peor sin mí, y si éste es un momento oportuno para irme.
   Mi velador ha cambiado los libros por los remedios. Ya no puedo conversar más que algunas palabras, por entre las mangueras de mi precaria situación. Estoy cansado, incómodo y con fiebre. No puedo mover mucho los brazos, aprisionados, como si sus conexiones me sujetaran. Me duele gran parte del cuerpo. Y también un importante trozo del alma. Me doy cuenta que no viví con toda la intensidad.
   Me dejé absorber por el trabajo en forma desmedida. Como un papel secante, de ésos que usaba en el colegio, supuestamente para congelar la escritura. Nos entreteníamos viéndolo ponerse azul desde una de sus puntas sumergidas en el tintero, hasta que nos pillaba la miss Julie.
   La Julia no me podía ver, ni yo a ella. Teníamos nuestra propia guerra, que siempre terminé perdiendo yo. Para vacaciones nos daba enormes tareas. Cuadernos enteros en que estaban indicados los ejercicios de cada página. Me negué a aprender en sus clases, para no darle en el gusto.
   Así y todo, sin darme cuenta, algo me quedó. Aprendí a hacer planes. Costumbre que no me ha dejado tranquilo hasta hoy. Ya tengo previsto cómo será la vida de mi familia cuando yo no esté.
   Nunca he caminado muy libre. Fui uno más de un largo desfile. Ni el primero ni el último. Siempre dentro de marcos, dando pasos previsibles. Hasta ese día, en que las oportunidades empiezan a retirarse. Si hubiera tenido más género llegaría mejor presentado.

         * * *

   Miro hacia atrás mis grandes planes amontonados. Están cada vez más lejos. Su rótulo apenas puede leerse todavía:
   “Lo que siempre había querido hacer”.
   Antes los miraba desde el lado de allá. Hacia adelante, con esperanza. Entonces, podía leer en el anverso del letrero, que crecía a mis ojos:
   “Lo que haré algún día”.
   Creo que siempre llegué tarde al futuro por no haber logrado subirme en alguno de los instantes que pasaban vertiginosamente.

         * * *

   He estado todo este último tiempo metido en tratamientos, exámenes y pruebas que no condujeron a la medicina a un mejor nivel, ni a mí tampoco. Que haya habido que vender el auto no importa tanto. Después de todo, mi mujer nunca quiso aprender a manejar.

         * * *

   Compartí muchos años con Gloria. En los fáciles, nos amamos; en los difíciles, nos distanciamos. Hasta vivimos separados un tiempo, pero las brasas no se apagaron nunca. De verdad la amo y la seguiré amando, aun en el otro ámbito que todavía no conozco. Ella encabeza el resumen que intento hacer de mí. En medio de datos personales que empiezan a perder validez. ¿Qué importa mi edad, estado civil o dónde hice mis estudios? Hay cosas que ya no interesan, como el papel de colores y la cintita después de abrir los regalos.
   Ya pedí un cura y creo que lo tendré de un momento a otro. Esto me hace sentir como niño llegando a casa con una mala nota. Analicé mi conciencia hasta donde pude, pero no estoy muy acostumbrado. Al principio, busqué mis malas acciones, tratando de imaginar motivos por los cuáles Dios me llamaría la atención. No he matado, ni violado, ni robado más que algún cenicero que no hacía falta a nadie, ni a mí. Salvo alguna mentirilla, sólo se me ocurrían pequeñeces difíciles de inventariar. Definitivamente, por mis actos no me llamarán la atención.
   Me pregunté por qué me siento en falta, entonces. Cuando decidí fijarme en las omisiones atisbé un panorama inmanejable que me deprimió bastante. Me reconocí en aquellos sectores que pude ver con más nitidez, hasta que se llenó mi capacidad de mirarme. No llegué muy lejos en la elaboración de un mapa que parecía de nunca terminar.
   Dejé de lado las grandes listas de pequeñas cosas y prioricé esas otras que me hacían sentir más mal. Algunas, muy mal. Lamenté no haberme metido en las situaciones que no me vaticinaban éxito. Eso me significó dejar de vivir una buena parte de lo que había para mí.
   Ahí viene entrando el padre Matías. Espero que sea mi salvación.
   Siento como estar perdiendo a las personas. Talvez al otro lado las tendré de un modo distinto. ¿Y a mí cómo me tendrán los que se quedan? Sé que seguiré viviendo en Gloria y en mis niños. ¿Seguiré vivo en mí? No puedo negar que tengo curiosidad.

   

   2    El padre Matías

   Esa noche fue una de las más frías. Afuera, solamente. Al entrar al hospital sentí calor. Se me empañaron los anteojos y los tuve que limpiar apuradísimo. Llegué al extremo del pasillo, con esa urgencia interior que intenta infructuosamente detener los relojes. Corriendo en la imaginación y sin avanzar mucho en la realidad.
   Subí al tercer piso y recorrí otro par de pasillos interminables. Siempre me llaman a última hora. A veces, excesivamente tarde. Esta vez alcancé a llegar a tiempo. El enfermo aún me esperaba. Tomé una silla y me senté muy cerca de él, en actitud de acogida. Después de aquietar mi agitación, le dije:
   -¿Quieres que te ayude a reconciliarte con el Padre?
   -Sí, padre -dijo Ernesto ávidamente y me habló con mucho esfuerzo, mientras yo trataba de escucharle con la paciencia que pude.
   Enumeró en forma atropellada los pecados que había logrado atrapar, como temiendo que se le escaparan. Le di mi bendición y lo ayudé como pude en su paso para encontrar la compasión infinita de Dios. Le administré el sacramento de la unción, que antes se llamaba “extrema”, lo que servía únicamente para tomarle miedo. La gente se resistía a andar asustando enfermos con sacramento tan extremo. Igual lo hice rápido, pues no había mucho tiempo. El Señor derramará su gracia sobre el enfermo. Estuve un poco más con él, dándole ánimo y fortaleza. Ernesto quedó muy aliviado y bien dispuesto. También yo quedé mejor. Me llené de algo que no es felicidad ni alegría, pero que tiene una densidad que le da un cuerpo a mi alma.
   Después de un rato salí de la pieza, consolé a los acongojados familiares y los insté a orar. Son como míos propios. Mi padre era muy amigo de un tío de Ernesto, a pesar de la diferencia de edad. Me llaman cada vez que se produce una circunstancia sacramental en la familia, si bien, el resto del tiempo no se acuerdan mucho, ni yo tengo oportunidad tampoco, para vida social.
   Cuando me retiré del hospital, aún sentía la emoción que se me despierta cada vez que absuelvo. Me siento un instrumento de comunicación de Dios. Como un teléfono negro y antiguo, con ruidos y todo.

         * * *

   La rutina diaria de ritos litúrgicos y administración de signos visibles me provoca alguna frustración. Veo que la gente se conforma con lo externo. Lentamente empiezo a perder presencia en todo aquello que se diluye en el mar de la costumbre. Me quedo vacío y despegado de las personas. Dios espera algo más de mí.
   Si tuviera que definir mi situación, estado, profesión, o como se llame, diría “Soy herramienta de Dios”, pero . . . eso vale para todos. ¿Hay algo más en mí? Consagrar la vida a El, tampoco es privativo del orden sacerdotal. He buscado en las palabras de Jesús algo que no vaya dirigido a todos. Apenas logro encontrar una frase, en uno de los evangelios. “A quienes ustedes les perdonen los pecados les serán perdonados, y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”. Es una pista. Por ahí encuentro una misión.
   Pero, ¿cómo puedo saber a quién perdonar y a quién no? El perdón no nace en mí. Viene de arriba. ¿Cuándo lo atajo y cuándo lo dejo pasar? No tengo derecho a negar el perdón a nadie que lo pida con un propósito de cambio de actitud. Creo que mi misión va más allá de transferir el perdón a quien lo busca. Me siento llamado a acercar el momento de esa búsqueda. A luchar para que las personas quieran transformarse.

         * * *

   Mis feligreses están necesitados de bienes inmateriales. Como el desapego que pueden recordar de su infancia. Por eso, siento importante llevar la palabra a los que parecen no necesitar nada. Es lo más difícil que hay.
   Quiero hacerles ver que en el día de hoy se está causando la miseria de mañana. No la de hoy. De eso ya se encargaron hace mucho tiempo.
   Necesito armar dos grupos. Y que todos pertenezcan a ambos. Unos, a ayudar a los pobres marginados de hoy, con la generosidad que ellos mismos nos enseñan. Y los otros, a no continuar produciendo la pobreza futura.
   Esto último es lo más complicado. No hay recetas ni panaceas. Solamente tocar el corazón de las personas, para que trasciendan el horizonte material y quieran regresar, a tomar las decisiones aquí, en medio de la gente.

         * * *

   Miro en el pasado lo que fue mi temprana vocación, a punto de sucumbir a manos del entorno. Nunca supe cómo se gestó mi sobrenombre, en mi tiempo de niño. Unas tías ancianas me decían “El arzobispo”, cartel que pesaba toneladas en mis pequeños hombros. Continué siendo yo, a pesar de ello, y a pesar de mi abuela, que me dijo “¿Cura? . . . ja, ja . . .Curado vas a ser”. Fue un golpe proveniente del contexto cultural.
   Tampoco desistí cuando me vi bajo las botas de curas guerreros. Ni cuando se me recomendó asegurar mi vida en la universidad. Ni cuando visualicé a ese dragón llamado Celibato. Ni tampoco cuando recordaba a un antiquísimo secretario de parroquia a la que acudí a solicitar una partida de bautismo de mi hermano menor, siendo yo apenas un niño chico.
   -¿Tu hermano es hijo natural? -me preguntó duramente. Entonces, se me vino toda la ciencia-ficción a la cabeza. Aún no habían inventado los bebés de probeta, pero, ¿cómo podía yo estar tan seguro de eso? A no ser que mi mamá no me hubiera contado algún detalle, siempre pensé que mi hermano nació de parto normal, tan natural como puede serlo en una clínica.
   -Sí -respondí, después de una insistencia, tratando de aparentar una seguridad que no sentía. El sacerdote tomó un tremendo archivador verde lleno de papeles añejos y se puso a buscar. Repasó varias veces cada papel de la fecha que correspondía. No encontró a mi hermano.
   -Tu hermano, ¿no será legítimo?
   -Muy legítimo -respondí inmediatamente, con certeza.
   -¡Que eres bien guanaco! -fue el epíteto que me gané. El tipo guardó el archivador y sacó otro, igual de grande, de color blanco oscuro.
   Después de esta escena, transcurrió un par de años antes que la entendiera.
   Si tantas piedras en el camino no fueron suficientes para dejarme fuera, es porque había una fuerza. No supe de dónde venía, hasta que le tomé el peso al asunto. Sin duda fueron decisivos los sabios consejos del padre Rubén, mi guía espiritual durante la época escolar. Recuerdo con cariño cuando se integraba a los partidos amistosos. No era fácil marcarlo porque escondía la pelota de trapo entre medio de la sotana.
   ¿Por qué me eligió Dios? No lo sé, pero trataré de no defraudarlo.

   

   3    De otro tiempo

   Tengo fijamente grabados los momentos más felices. Hoy se disponen a encontrarme. No puede ser que toda esa vida se vaya a ir con mi cuerpo. Las alegrías jamás podrán morir. Siempre tienen donde quedarse. ¿A quién estoy dejando mis alegrías?
   ¿Y mis sueños?

         * * *

   Mi infancia me ronda con escenas del campo que llegan a mi atención como relámpagos sin truenos. Me traen imágenes de mi abuelo sonriente, llevándonos en carretón a tomar leche de cabra, con Cecilia y Sebastián, mis primos cercanos, como yo les llamaba, pues mi madre me había dicho que eran primos lejanos. Jugamos veranos enteros, casi hasta la adolescencia.
   Disfrutábamos en la estación del ferrocarril viendo pasar el tren expreso, con su impresionante serpiente de oro a tal velocidad, que agresivas partículas de tierra me golpeaban los ojos. Aguardábamos con ansia los trenes locales, hasta que llegaba alguno detrás de su campana, trayendo un mundo distinto que se mezclaba con el de afuera.
   Lo que más recuerdo es mi libro de pintar. Era mi orgullo. No permitía que nadie pintara en él, ni menos la pequeña Cecilia, que se salía de los márgenes. Pero, aún estoy viendo la sonrisa con que me lo pidió. Con esos ojos, los más hermosos que he visto y el pincel en una mano y la acuarela en la otra, me desarmó. Se lo presté encantado, y quedé agradecido de tener algo de ella en mi libro de pintar. Mejor que cualquier obra de arte.
   Después de tantos años ya no sé dónde quedó ese libro, ni qué pasó con sus colores. Eso no es nada. Ni siquiera sé dónde quedó Cecilia. Pero, esto ocurrió muchísimos años después que el tiempo empezó a pasar. Se la llevaron en un auto, parecido a cualquier auto, unos tipos que parecían gente. Nunca más se supo de Cecilia. Pasó a ser un número más, en una página cualquiera, de un informe olvidado. El hilo de su realidad quedó escondido detrás de las puertas que no se abrieron. Hasta que llegue algún día distinto en que lo oculto se empiece a saber.

         * * *

   Me es difícil relatar algo tan especial. Seré visto como un delirante, o a lo más dirán que tuve una alucinación o una experiencia al borde del fin. Le llamarán como quieran llamarle. Ocurrió estando yo muy enfermo.
   Las molestias de mi cuerpo empezaron a tomar vida propia, y me sentí rodeado de una multitud de sensaciones que iban y venían. Las veía pasar, delgadas como fotos de un álbum, buscándome para contarme algo. Después que sus caras empezaban a borrarse venían otras en su reemplazo. Al principio, no quise atenderlas. Que me dejen morir tranquilo. No escuché a ninguna de las brujas que me indicaban con el dedo, riéndose, ni a los viejos de los sacos, que querrían llevarme no sé dónde. Sensaciones carcelarias que no quise dejar entrar. Les puse toda clase de obstáculos, mientras pude.
   De repente, me fijé en un visitante con rostro agradable. Fue tomando espesor hasta materializarse junto a mí, como un amigo de siempre que hubiera traspasado los controles del hospital. Se sentó en mi cama sonriendo y me dijo: “Soy Ernesto”.
   No entendí lo que estaba pasando, pero por primera vez, eso dejó de importarme. Se me acercaba una amistad salvadora. Quise acoger al mensajero, pero en mi debilidad, no logré pronunciar palabra.
   -Tu cuerpo está débil -me dijo el visitante-, pero la adversidad debe fortalecer tu espíritu. Hoy es tu vida. No te impacientes porque empiece a ponerse el sol. Siempre habrá un mañana. Te despiertas de algún sueño que pronto olvidas y empiezas a tomar conciencia de tu realidad. No te aflijas, tu día fue provechoso. Alguna persona te habrá querido un poco más, y tú a alguien.
   Sentí un cúmulo de cosas. Si toda mi vida cupiera en un día, creo que hoy me dediqué a estudiar en la mañana y trabajar en la tarde; se me viene la noche encima, y no alcancé a vivir algo después del trabajo. Como un niño chico, pienso a qué jugaré mañana al despertar.
   -¿Por qué decidí cosas que no me gustan? -pregunté dificultosamente.
   -Estabas aprendiendo -me respondió-. Puedes estar tranquilo.
   Confieso que yo estaba emocionado, pero hace mucho tiempo olvidé como llorar. Estoy seguro que podría haber logrado más satisfacciones en mi vida, si hubiera recordado antes a este amigo. Me deseó buen viaje, se adelgazó hasta quedar transparente y se esfumó tan rápidamente como había llegado. Mi espíritu quedó más limpio, aun cuando no perdió sustancia alguna. Me quedé sintiendo la presencia de tan extraño personaje que me enseñó a recordar.
   Después volví a mis dolores. Y ahora busco respuestas en los más antiguos desvanes. ¿Para qué había venido yo? ¿A pasar un día intrascendente en el campo de mi abuelita? Seguro que no.

         * * *

   -He guardado tus ausencias para cuando las necesites -me dijo el visitante.
   Sin seguir rastro alguno, me encontré sorpresivamente con esa parte de mí que se había quedado no sé dónde, o no sé cuándo. Entonces, empezaron a surgir como deudas impagas aquellos trozos de mi vida que no asumí mientras estuvieron en cartelera.
   Tenía al frente un amigo que atesoró todo lo que algún día quise descargar de mí. Viví mi niñez preparándome para ser grande, y ahora lo único que quiero es volver a ser niño.
   Empezaba a quedarme todo un poco más claro. Desde muy pequeño fui construyendo a un ser adulto, ladrillo a ladrillo. Con todas las limitaciones de un niño que aún no ha sido descubierto, pero también, con toda esa riqueza escondida que en aquel entonces necesitaba dar a conocer de alguna forma.
   Cuando empecé a ser adulto, y caminé por caminos serios, atemorizantes, nada de divertidos, consideré necesario decirle a ese niño remoto “¿Por qué no hiciste esto, o aquello?”. Desde entonces le envío consejos y advertencias.
   Efectivamente, recibí de alguien esos avisos en mi niñez. Muy pocas veces les hice caso.

         * * *

   -La vida es como una cuerda de saltar -me dijo el visitante.
   Visualizo una cuerda muy larga, sostenida por un niño y una niña, distantes.
   Me la imagino golpeando el aire y el suelo, con un ritmo a veces tan apurado que la transforma en un verdadero muro impenetrable. Con seguridad, pegará fuerte. Es todo un sistema que no debo destruir.
   Nunca me atreví a entrar, por temor a pisar la cuerda.

         * * *

   -Estamos a distinto lado del espejo -me dijo el visitante.
   Me aseguró con insistencia no saber aún quién de los dos es el que se mira desde afuera.
   No me cabe duda que soy yo el que vive dentro del espejo. Mirando con mi rostro en mueca. Tratando de imitar los movimientos libres y las expresiones espontáneas del hombre de afuera. Mis gestos son los suyos, pero en mis pensamientos no se puede meter.
   Nunca podré salir de aquí. Ni siquiera cuando la rabia del hombre lo haga descargar un mortífero golpe sobre el vidrio. Estoy condenado a destruirme junto con mi prisión.

 

   4    La efermera

       Es un día de sol radiante, optimista, aunque no para todos. Desde una ventana del tercer piso, miro moverse una ambulancia que se dispone a salir a la calle. Me parece que esa luz amarilla intermitente que anuncia su próximo viraje está marcando el ritmo de la vida del hospital. Un ritmo que hasta hace poco estaba siendo marcado también por el monitor, que ya está desconectado en la mesa de instrumentos. Ritmo de vidas que se van, alimentando implacables medidores.
       Siempre trato de dar consuelo a los moribundos. Aunque parezca insólito, son mi especialidad. Estoy todo el día entre personas que subsisten en sus lechos. No sé si los ayudo a irse o a tratar infructuosamente de quedarse. El mismo ciclo se repite, con uno y con otro. Presiento que no voy a durar mucho en esto, aunque cada vez lo vivo con menos dificultad.
       No me costó tanto cuidar al último paciente. Darle remedios cuando le subía la fiebre, y manejar los tubos y cables que lo conectan a las fuentes terrenales. Las visitas estaban prohibidas, pero su esposa permanecía con él una gran parte del tiempo. El doctor se las arreglaba para pasar en forma rápida y oportuna. En cambio, yo tenía continua actividad.
       Me emociono de sólo imaginarme a don Ernesto hablando al Padre de los cielos. Nunca me atreví a decirle que intercediera por mí. Su muerte me hizo entrar en una acción acelerada, por un rato. Me activé como si me hubieran dado un pinchazo. Cuando me di cuenta que el pulso no estaba ni en su mano, ni en el monitor, ni en ninguna parte, corrí despavorida a buscar al doctor. Lo primero que ví fueron sus familiares. Entraron en el mismo caos en que yo ya estaba. El doctor llegó pronto. Certificó la defunción y dispuso el traslado del cuerpo. Recién entonces me aquieté. Dejé afuera la acción y me vi en una actividad pausada, lenta.
       Triste fue retirar los artefactos, sueros y todo tipo de elementos con que la medicina actual acompaña a la muerte. Antiguamente se moría con más paz y más compañía. Espero que cuando yo esté por morir, me dejen vivir los últimos momentos aunque sean cortos, y no me los quiten con el pretexto de alargarlos.

* * *

       Lo bueno de mi trabajo es tomar conciencia de la unión entre todos los seres humanos, tal como si fuéramos las partes de un cuerpo. Cuando una víscera no está bien, todo el resto del cuerpo se resiente y la asiste. Lamentablemente, los humanos no siempre actuamos así.
       Que una persona rechace a otra es como si mi oído no quisiera ser amigo de mi boca cuando ríe. O si a mis ojos les hubieran inculcado no mirar mis genitales. O si mi nariz se esforzara por alejarse de algunas partes de mi propio cuerpo. Justamente aquéllas que necesitan ser atendidas por el jabón.
       Lo malo de mi trabajo, además de los turnos, es la imagen que muestra. A veces no es bien visto, e incluso es despreciado por las personas que serían menos capaces de afrontarlo. Las manos más limpias son las que más me tiran para el lado. Eso me enseña a conocer que la gente ha sido hecha con distintos tipos de género.

* * *

       Sueño con descubrir la forma de curar las enfermedades más resistentes. Creo que cada enfermo contiene los antídotos que necesita para contrarrestar sus propios males. Más aun, me imagino que una enfermedad es un desequilibrio, y como tal, podrá ser en un sentido o en el otro. O sea, ese daño que parece irreversible está causado, simplemente, por un Más o por un Menos. Yo diría que tiene que poderse neutralizar un agente mortal, si lo junto con uno opuesto que esté habitando en otro paciente.
       No sé cómo se me ocurrió todo eso, pero cuando tomé valor y se lo dije al doctor, me miró con pena y me mandó a buscar alcohol y gasa. Por lo menos, no me ridiculizó ante mí. Fui yo solita la que decidí sentirme ridícula. No en vano es el médico el que ha estudiado, y por lo tanto, sabe las cosas en forma científica. Yo no pude estudiar porque mis padres eran pobres. Pero, puedo llegar a ser ayudante de algún gran biólogo que descubra cómo sanar las enfermedades incurables.

 

   5    Tras la vida

      Un cúmulo de conocimientos escondidos pretendió salir de mí. Desordenadamente. Por un instante demasiado pequeño. Justo cuando me sentía mejor, me vino una modorra mezclada con alejamiento resistido. Los ruidos de la pieza llegaban con más dificultad, como si el tiempo empezara a detenerse. Me faltó fuerza para oponerme y me entregué a una especie de sueño que no fue tal. Por el contrario, se me quitaron los malestares. Me sentí cada vez más liviano y muy lúcido, en un estado de relajación que nunca antes había alcanzado.
       Ya no tenía peso alguno y podía observar la escena desde mi lugar habitual, como si hubiera atravesado a otra dimensión. Cuando la enfermera buscó mi pulso, no sentí la presión de su mano. Entonces sucedió. No sólo la cama, sino toda la pieza se cayó al piso inferior. Eso creí, pero era yo el que me elevaba, sin sensación de movimiento, con un llanto seco, soltando invisibles amarras hasta quedar flotando cerca del techo. Miré hacia abajo y vi un cuerpo acostado en la cama. Su rostro inerte y sin expresión no me pareció mío. En realidad, crucé un umbral desconocido. Por descarte, deduje que estaba ante mi propio cuerpo. El que me había albergado durante tantos años. La enfermera todavía le buscaba el pulso.
       Me miré por todos lados acogiendo mi nuevo cuerpo. Tenía la forma y tamaño acostumbrados, y una perfecta transparencia. Era un cuerpo tenue, livianísimo, cubierto por una especie de envoltura luminosa y brillante que alcanzaba algunos centímetros hacia afuera. Pude percatarme que el mundo exterior llegaba a mí de una manera distinta. Sensaciones nuevas me ocupaban con tal propiedad, que me entregaban los significados de las cosas de un modo inmediato. Mi vista y oído eran ahora más libres y extendidos. Ya no habían olores ni sabores para mí. No dejaba de ser una pérdida, aunque no los iba a necesitar para nada. Lo único lamentable lo vine a saber cuando traté de despedirme de mi cuerpo antiguo, que estaba acostado, y no me fue posible tocarlo. Mi mano no tenía dureza y no era capaz de topar contra alguna frontera, sino que atravesaba todas las cosas como si fueran imágenes proyectadas en el espacio.
       La enfermera salió corriendo. Me acerqué a ella con una rapidez que no me conocía, e intenté atajarla tomándola del brazo. “¿Para dónde vas tan apurada?” quise expresar. No logré ni lo uno ni lo otro. Ya no podía hacer vibrar el aire. Salí a la pequeña sala contigua, donde estaba mi esposa con los niños y algunos parientes. No encontré manera de decirles que no se preocuparan por mí. ¿De qué me servía mi rapidez de desplazamiento, si no lograba comunicarme? Cuando llegó a la salita la agitada enfermera, se produjo una situación caótica en la que traté de participar. Todos entraron a mi pieza, emitiendo unas luces suaves y de poco alcance. Y yo en medio de ellos.
       Cada segundo que transcurre se me hace largo. Es increíble cómo podría aprovechar el tiempo si pudiera hacerme notar. Sin embargo ahí estoy, perezoso, viendo todo en cámara lenta y sintiéndome cada vez más solo. Es un mundo que ya no me pertenece.

* * *

       Un canto agradable me empezó a tomar completamente. Venía de muy lejos, suave, con sonidos de campanas. Salí a recorrer el hospital, conducido por las notas melodiosas. Traté de sentarme en una silla, sólo por costumbre. Inmediatamente recordé que me estaba vedado. Entonces eché de menos ese cuerpo físico que me permitió tantas cosas cuando yo no estaba conciente de su inevitable fin.
       Quise saber de dónde provenía la música, pero más bien me dejé llevar hacia su destino. Nadando en un mar de sonidos y sintiéndola cada vez más fuerte, a la vez que una oscuridad empezaba a invadirlo todo a mi alrededor.
       Antes que el entorno desapareciera de mi vista, noté que la oscuridad se movía hacia atrás mío. O quizás era yo el que avanzaba, internándome en una especie de túnel, velozmente. La música adquirió un ritmo igualmente acelerado, subiendo constantemente de tono sin llegar nunca al último, y contaminándose de zumbidos estridentes. Después de mucho rato de viajar en direcciones cambiantes, necesité buscar algún punto de luz que me permitiera salir del inconfortable encierro móvil. Lo visualicé delante mío. El ruido llegaba a su acorde final, redondo, retumbando, mientras el punto de luz se agrandó progresivamente hasta verse como una acogedora ventana, a la que no tardé en llegar.
       Intenté calmarme mientras salía del túnel. Afuera, la luz llenaba toda la cautivante naturaleza. No hacía daño, a pesar de ser muy intensa. Disfruté los colores que ya conocía y muchos otros nuevos, limpios como día de llovizna. Al principio caminé por un sendero demarcado con piedras en sus bordes. Así, me di cuenta que el mundo al que había llegado tenía topes para mi nuevo cuerpo. Estaba en un universo tenue, con árboles y jardines tenues.
       Como mi cuerpo pesaba muy poco, levanté mis pies del suelo y avancé caminando a grandes pasos sobre el aire, apenas por encima de las piedras y los arbustos. Se podía tocar la luz con las manos, y daba la sensación de estar en contacto con una paz infinita.
       La luminosidad parecía líquida porque lavaba las hojas de los árboles, y por su facilidad para llegar a cualquier rincón. Al darme cuenta de esto, recordé el túnel. ¿Por qué la luz no entró en él? No supe responder a mi curiosidad. Después vendrían muchas otras preguntas sin respuesta.

* * *

       Ahora noto algunos rasgos que antes me pasaban inadvertidos. Como si estando acostumbrado a un blanco y negro, de pronto se presentaran los colores. El horizonte me parece más distante, amplio y complicado. Me siento muy pequeño y solo, en un mundo de muchas más dimensiones que las tres habituales.
       Sonrío al recordar mi vida terrenal, viéndola tan limitada como en ella había visto los mundos planos que me gustaba imaginar. Universos delgados como una hoja, con seres de dos dimensiones, guardados dentro de figuras redondas, cuadradas, o lo que encontraran más apropiado, creyéndose a salvo de miradas indiscretas. Sus defensas inútiles no los protegerían de una gota de agua que les llegara desde la dimensión ajena, a través de la cual son un libro abierto, sin sospecharlo siquiera.
       En esa misma forma, siempre seremos libros abiertos a través de cualquier dimensión que no conozcamos todavía. Algo tan elemental como eso es la clave que me permite empezar a entender los milagros. Antes fui orgulloso, vanidoso, limitado e inconsecuente. Me refiero a cuando rotulaba de falso todo aquello que no era capaz de comprender, aun sabiendo que mi entendimiento no era perfecto. Ni lo es hoy, tampoco. Apenas he asomado mi nariz a lugares nuevos, pero ahora dejo manifestarse esa vida suave y débil a la que antes no atendía por encontrarla inverosímil. Siempre trae algo no comprendido aún.

 

   6    Sebastián

       No me puedo convencer, pero el cuerpo de mi primo cercano yace en un cajón. Trato infructuosamente de buscar la presencia de Ernesto dentro del templo, pero no llego a ninguna parte. Sólo percibo un recogimiento, unido a dificultad de relación por tratarse de una situación límite. Es más bien una ocasión para comunicarse con el Más Allá. Por eso, las palabras del padre Matías me resonaron fuerte:
       - Todos traemos algún regalo de Dios para los demás. Preguntémonos cada uno de nosotros, ¿cuál es la palabra de Dios que Ernesto tenía para mí?
       Fue la única parte de la prédica que me llegó. Y hasta adentro. Me esforcé por descubrir alguna palabra que mi primo haya traído al mundo. Creo que nos intercambiamos los regalos cuando éramos niños.
       Siento cómo mis recuerdos son un sustrato para conversar con Ernesto hoy. Me abro al diálogo, como un receptor de radio tratando de sintonizar una onda difícil. Saltan tímidamente los contenidos de sentimientos guardados. Incluso, hasta las vivencias insignificantes se aventuran afuera de sus cofres, y se vuelven a esconder. Hasta que alguna, más liviana, logra llegar a ser atendida.
       A partir de ese momento puede decirse que estamos en comunicación, compartiendo un pequeño elemento de los recuerdos. Es algo que le habla a Ernesto y me habla a mí. No tenemos mensajes específicos, ni nos importa lo terrenal, ni lo efímero. Podemos entender la solidez de lo invisible.

* * *

       De los tres que éramos, o cuatro si cuento al abuelo, voy quedando solo. ¿Qué habrá sido de Cecilia? ¿Dónde está su cuerpo? Necesito saber algo concreto. Tal vez Ernesto la encontró.
       Encuentro una injusticia que, por pensar distinto, haya caído a una segunda clase que puede destruirse sin que a nadie le importe. Hasta los cerdos son personas con más derechos en esta sociedad, a la que debo seguir perteneciendo.
       Algún día podré despedirme de Cecilia, tal como hoy me estoy despidiendo de Ernesto. Aunque sea en un funeral de cuerpos ausentes. Como aquel al que asistí una vez, en un templo bastante mayor que éste, repleto de gente, cuando cantamos y lloramos tomados de las manos, personas que ni nos conocíamos, pero era como si no tuviéramos secretos, porque compartíamos lo más esencial. Fue esa vez en que el grito de la piedra reveló lo que estaba escondido. Los cuerpos programaron su despedida, y después no pudieron asistir, pues fueron desaparecidos nuevamente, cubiertos de fojas nunca leídas.
       Dentro del denso halo que me rodea, intento una oración.
       Señor mío, tú me dices que lleve mi cruz, pero que sentido puede tener arrastrar la cruz bajando el Calvario. Danos un josé-de-arimatea. Quisiera tener derecho a llorar ese dolor que no dejo entrar, aunque golpea mi puerta día y noche.

 

   7    Desde siempre

       La divina presencia no tenía ningún apuro. Me permitió usar todo el tiempo que quisiera para descubrir el mundo al que había llegado. Todo mi cuerpo respiraba. También los ojos. Era como traer las nubes de algodón y volverlas a llevar de vuelta.
       En un determinado instante, me pareció estar empezando a tener conciencia del lugar y de todo mi entorno. Cada cosa era nueva, desconocida, como si la memoria se hubiera apagado durante un pequeño lapso de tiempo. Solamente lo necesario para cuestionarme. Desapegarme de lo vivido para poder corregir rumbo.
       Después de mucho andar, descubrí que todo objeto que viera, ya existía en mí. Todo sonido que escuchara, ya pertenecía desde antes a mi oído.
       Tengo algunas escogidas situaciones más fuertemente grabadas, desde alguna vivencia que no alcanzo a recordar. Precisamente, esos elementos más marcados guían mi retorno.
       Para encontrar el camino, creí necesario disponer en mi campo visual todo lo que tengo registrado. Puesto en un mundo extraño, empecé a buscarme por lugares semejantes a los que llevo dentro, en un recorrido interno por mi medio ambiente como si viajara a lo más profundo de mí.
       Necesito ir a ese lugar donde yo soy.

* * *

       Miré hacia lo alto, tratando de descubrir dónde se estaba escondiendo la lluvia. Sólo quedaban esas gotas minúsculas que no quisieron llegar hasta el suelo.
       El arco iris era tan tenue y descolorido que no alcanzaba a asomarse. La brisa me besó con su cara limpia, aunque seguramente no tardaría en ensuciarse, como niños de un día domingo.
       Ráfagas de viento se llevaban el color de mis mejillas. Los vigorosos brazos del sol me lo traían de vuelta.
       Cada árbol del camino me dedicaba algún saludo. El baile de las flores mostraba una melodía que no pude escuchar.
       A mi paso, iba esquivando las latas vacías, envases desechables, bolsas plásticas, clavos oxidados, papeles de todas clases, huesos de chuletas, cáscaras y restos de frutas que la gente ha echado hacia afuera de sus casas para no convivir con los desperdicios.
       Recordé mi propio exceso de sentimientos desechables que lo contaminan todo. Aunque forme parte del equilibrio natural, espero que la basura no se apodere del mundo. Ni de mí.
       Ni tampoco dominen las moscas.
       Ni los cerdos.

* * *

       Empecé a subir por una escala de mármol. Aunque su frialdad no me invitaba, subí cada vez más alto. Con paciente rapidez avancé tantos peldaños como pude, hasta esas alturas jamás imaginadas donde las nubes son océanos.
       Continué ascendiendo por gradas de piedra sumergidas. Impulsado por la misma fe del navegante que un día salió en su barco hacia el oeste pretendiendo llegar por el oriente.
       Había agua por todos lados. Mi único afán era pisar siempre el escalón de más arriba, aunque ya ni sabía dónde me encontraba.
       Pude respirar al salir a la superficie, cuando volví a emerger desde las profundidades del mar. Llegué al punto de partida, sin haber descubierto un nuevo mundo.

* * *

       Cuando pensé en los montes lejanos, llegué a la cima de uno de ellos. Movido por la gravitación espiritual, causante de la armonía de cada momento.
       En esa misma forma, di varias vueltas al planeta, y fui también a otro cercano, y después, a otro planeta lejano.
       Recorrí tantas galaxias como fue necesario para descubrir que me estaba moviendo entre las partículas de un grano de arena de una extensa paya de un mundo gigantesco. Mi tamaño era tan insignificante que no logré comunicarme ni con la más pequeña de las hormigas.
       Después fui a conocer otros mundos gigantescos cercanos. No me animé a ir a los lejanos.

* * *

       Quise asomarme a los mundos diminutos que existen por millones en cada pequeño trozo de la roca sobre la cual estoy parado. No me fue posible conocer esas galaxias, pues soy demasiado grande para viajar tan cerca.

* * *

       Siete caminos se cruzaban, como rayos de siete soles. Me atraparon porque tenían una necesidad imperiosa de ser conocidos por mí. Sólo uno de ellos me conduciría a casa.
       Cada bifurcación llevaba a otra. Me interné en una selva por un angosto sendero entre altas vegetaciones. Era un intrincado laberinto hecho para juntar y para separar; para dar esperanza y miedo.
       Arañas y culebras atravesaban de un lado a otro. Tuve que cortar una rama para espantar a toda clase de insectos. Necesitaba llegar pronto a un sector más amigable. No quise volver atrás ni andar rápido. No sacaba nada con huir.
       En un sector de escasa vegetación, me senté a esperar a mi estado de ánimo. Ya no sabía si iba o venía de vuelta de algún purgatorio. Seguí a duras penas. Estuve por desistir. Afortunadamente, no lo hice.
       Frente a una hermosa arboleda divisé una casa, probablemente abandonada, a juzgar por el deterioro que pude observar a medida que me acercaba. Algunas persianas del segundo piso ya se caían. La puerta estaba sin cerrar del todo.
       Aunque esto sucedió cuando iba por un camino en que nunca antes había estado, tuve la certeza que esa casa la conocía de antes. Aún permanecían todos los antiguos aromas. Saludé a cada ventana, identificándola con mis propias ventanas.
       Casi se podía decir que conocía mi mundo, si no fuera porque aún no había visto a nadie. Ni siquiera al jardinero, si es que alguien lo era.

* * *

       En el patio se mueven unas sombras simulando monstruos. Las tenebrosas figuras dejan entrever a una hermosa dama sentada en un escaño del jardín. De frente no se la ve. Solamente desde los lados. Su perfil izquierdo muestra toda la tristeza que cabe en una mujer. En cambio, desde el otro extremo puede verse su inmensa alegría.
       Durante un lapso interminable, un hombre estuvo a su lado alegre. Sentado también, y sonriente, mientras yo observaba desde el lado triste.
       El hombre se levantó y me entregó una bolsa que ella envió para mí. Después se alejó rápidamente y ya no lo vi más. En ese momento traté de llegar hasta la mujer, pero mis pies no me respondieron.
       Desde entonces busco dentro de la bolsa, entre sus muchos papeles, alguno que me muestre un destino. Por más que me esfuerzo en vaciarla, siempre se queda un papel en el fondo. Lo único que he encontrado hasta ahora es una gran cantidad de entradas para espectáculos con fechas ya pasadas.

 

   8    La casa

       Tengo mucho que contar. Más que varios libros. A pesar de los poderosos barrotes que intentan aprisionar mis ojos. Y estoy ahí, callada, viva, acogedora, antigua, y a la vez más nueva que ninguna otra. Observada por las estatuas de piedra que adornan el húmedo y oscuro patio. Abrazada por secas enredaderas. De alguna manera logro divertirme, aunque sea haciendo gruñir las puertas.
       Voy teniendo siempre más habitaciones, de distintos tamaños, para propietarios y para inquilinos. Lugares de respeto y lugares de esparcimiento. Algunas bien tenidas, otras deteriorándose. En realidad, soy un verdadero hotel fuera de temporada.
       En los estantes y debajo de los escritorios encontré rumas de listas de pasajeros. Varias de cada día.
       Cada habitante va dejando algo, sin saberlo. Van cambiando mi forma de ser, a lo largo de los años. Tratan de remodelarme, pero logro imponer mi carácter.
       Es una tremenda responsabilidad ser vivienda. Tener que proteger y dar calor. Añoro mis tiempos juveniles, en que viví llena de gente. Para mí fue un agrado. No sé vivir sin alguien que me necesite.
       Generaciones enteras han estado aquí, y también sus hijos y los hijos de sus hijos. Amores tempestuosos e indiferencias tranquilas. Cuentos de niños subsisten en mi aire rancio, esperando a otros cuentos para completarse y acariciarse.

* * *

       Una callada música se escribe desde todas mis puertas. Tan eterna como miles de situaciones registradas en las tablas del suelo, ajadas por los años. Es ahí donde está mi personalidad.
       Vivencias, que se repitieron una y otra vez, fueron grabando surcos en la madera. Es mi resonancia que no será escuchada. Como las fuentes y palanganas antiguas.

* * *

       No merezco que entres en mi pieza de llorar. Pero, bastará una sonrisa tuya para salirme.

* * *

       Vestimentas para todas las situaciones pueden verse tiradas por ahí, o guardadas en forma conveniente.
       En las habitaciones del primer piso tengo los sombreros, guantes, impermeables, galochas, botas, paraguas, abrigos y la ropa de invierno con que Ernesto recibe a la tristeza cuando toca a la puerta.
       En la sala de visitas están las armaduras, corazas, cascos, chalecos anti-balas, trajes de camuflaje, piochas y condecoraciones.
       Al subir al segundo piso me encuentro con disfraces, máscaras, quitasoles, antifaces, y elementos de maquillaje.
       Más adentro hay mamelucos, trajes de asbesto y zapatos de seguridad.
       Hay muchas otras ropas nuevas en roperos antiguos, pero nadie se ha atrevido a usarlas.

* * *

       Los gritos ya se acallaron. Las melodías quedarán flotando para siempre en el aire, girando y girando. Cada vez más tenues, pero no se apagarán nunca. Permanecerán revoloteando cerca del piano.
       No cualquiera tenía derecho a estar en esa acogedora sala de asientos cómodos. Se reservaba para ceremonias elegantes y solemnes. Al último, todos se acostumbraron a no entrar.

* * *

       El tiempo cree que puede dejarme atrás, poco a poco, mientras me sienta abandonada. Lo único que quiero es volver a vivir. Que arreglen mis ventanas desvencijadas, saquen las telarañas, limpien un poco. Que reparen el techo para que no entre la lluvia. Hasta pasto está empezando a crecer por ahí en los rincones.
       Algún día me echarán abajo y construirán un edificio moderno. Las tablas que se salven irán a alguna parte a contar historias incompletas, y el espejo grande pasará a duplicar otro comedor.
       Tengo miedo a la demolición. A cada momento veo venir trabajadores con el chuzo y la picota. No los dejaré destruir mi historia.

* * *

       Cuando está Ernesto reviven las niñas olvidadas. Lo persiguen por todos mis pasillos y él no las logra ver. Sólo me acuerdo de ellas cuando escucho sus pasos, rápidos y escondidos. Son unas hijas ilegítimas de algún personaje antiguo y respetable, que las trajo acá a pasar inadvertidas. No se les permite mostrarse por la ventana. Nadie se ha enterado de su existencia. Viven en la casa, pero no se las acepta en la familia.

 

   9    Bajo el umbral

       Una envolvente música de piano viene a amasar mi tristeza. Me imagino a una dama del siglo pasado interpretándola en uno de los salones principales. Al entrar en la casa, me desilusiono. No hay piano, sino una destartalada radio a pilas. De pronto, termina esa música y empieza una horrible canción que me desagrada. Parece una burla. No logro sintonizar otra emisora.
       En la antigua terraza, la gente baila asumiendo una competencia deportiva. Los siento como invasores. No me tratan en serio. Intentan imponerme una realidad que no es la mía. Trato de pasar entre ellos con la frente en alto, como un súbdito que, apenas se atreve a respirar su mismo aire.
       Me gustaría tener el derecho a sentir mis propios sentimientos y llorar con lo que otros ríen. No me dejan solidarizar con los que sufren dentro de mí, obligados a ir a quejarse a otra parte. Por no darles la espalda, me niego a recibir la banda del circo. Pero, es imposible estar solo. Alguien me acompaña en mi interior. Ni siquiera tengo una tristeza limpia, sino un resentimiento que me corroe como un parásito.
       Mascullando, doy un mal paso al no ver la trampa en el suelo, y caigo violentamente a un subterráneo oscuro e inhóspito. Ni siquiera me intereso en el pedazo de pan que está encima de la mesa rústica. No tengo motivos para compartir nada, con nadie. Ni aceptar una miga de pan. De nadie.
       Aunque más apagadas, me siguen atacando las canciones que tratan de mover mi cuerpo a un ritmo que no siento. Que obligan a reír de los dientes hacia afuera. Como para una foto. ¿Por qué debo congelar una sonrisa ficticia?

* * *

       Siento esta estridencia vulgar como un llamado a hacer algo que no podré hacer. Me llega como música de prostíbulo. Para bailar con alguna mujer gorda, risueña y triste que se ofrece como refugio de mil muchachos desorientados. Y así poder alimentar a un hijo que un día la repudiará.
       O para bailar con alguna mujer delgada, de mirada perdida más allá de sus clientes. O con alguna muchacha hermosa con la que bailé una vez, siendo casi un niño. Encantado y excitado. Recuerdo que conversamos de las joyas que lucía sobre su débil y gracioso vestido. Hasta que sonó el timbre, y un mozo afeminado fue a abrir la puerta.
       - Tengo que dejarte - me dijo la niña que me tenía al borde del amor.
       - ¿. . . Porque llegó . . ese viejo mal agestado? - le pregunté, refiriéndome al tipo cuya reciente presencia no había pasado inadvertida para nadie.
       - Es el que me regaló los aros, y el collar, y las pulseras, y el prendedor, y . . .
       No quise seguir escuchando. Se me revolvió toda la ilusión, en una espiral asquerosa.
       No. No me den esa horrible bulla. La alegría puede también ser real. Un disfraz de risa sólo evita morir apabullado.

* * *

       Bastó una frase. No cualquier frase. Esa frase. Dirigida a mí. No son las palabras, sino el tono. El golpe de las sílabas, envuelto en un cantito burlón, me dolió adentro. Me hizo sentir indigno.
       Quedé viviendo en un mundo ajeno, condenado a la derrota. Aun alcanzo a sentir cómo la alegría se va yendo, sin que yo la retenga. Rechazaría lo que me ofrecieran. No quiero el sabor a burla ni a resignación. Tampoco soy propiedad de otros.
       Las sensaciones que vienen me van dejando peor. Palabras golpeadas pasan cerca mío, produciéndome rabia. Me prohíbo sentirla porque es dañina. Busco refugio en un hoyo profundo como un delincuente que no tiene donde esconderse. Me siento torpe, inferior, falto de amor, y agredido por la alegría ajena.
       Envidio a los que saben amar, pero no voy a mendigar vida. Por no acceder a ponerme colorado soy capaz de renunciar a muchas cosas y personas. La relación con los demás me hace sentir miserable. Todo lo que toco, sufre. No merezco que me quieran. Yo mismo me echo para afuera del paraíso, pues me avergüenzo de mí. Sería una ofensa darme a los demás.
       No quiero mirar desde mi lugar. Quisiera escapar lejos, pero no me siento autorizado a irme de mí. Estoy acorralado, pegado. Soy un peso que tengo que cargar. Ni siquiera recuerdo cómo llorar. Siendo niño, fracasé; fui derrotado.
       No sé salir de este infierno. Si por lo menos pudiera subir al piso más alto. Pero, esta casa no parece tener escala.
       Me agarro de lo único bueno de esta habitación. He perdido los miedos. Es absurdo temer que se produzcan las calamidades que ya se produjeron. Entonces, me abro a querer salir del infierno. Sé que provengo de Dios y desearía poder aceptar sus dones.
       ¡ Jesús, tú siempre estás cerca. Por favor, sácame de aquí!
       Empiezo a reconocer la eternidad en que vivo, sintiendo la pertenencia de mi pasado y mi futuro. Recién entonces accedo a comerme el pan que está sobre la mesa. Al moverme para tomarlo, diviso un pequeño agujero en la pared, cerca del techo. Por ahí logro salir, con gran dificultad, y llego al jardín por entre unos arbustos. Un río de lágrimas sale de mis ojos cuando ya estoy afuera nuevamente en mi mundo, con mi dignidad. Soy uno con todas las demás personas. Ya puedo volver a entrar por la puerta principal.

* * *

       Busco el sector olvidado de mis recuerdos antiguos. Dentro de la casa, ya he recorrido interminables kilómetros de madera y adobe empapelado, mirando retratos, muebles y otras antigüedades vigentes que me enlazan conmigo mismo.
       Disfruto imaginando que cada pantalla de cada lámpara es la falda que caracteriza a cada tipo de mujer.
       Nunca como hoy, me invita la pieza de los objetos desperdiciados. Verdadero museo de lo que siempre estuvo en primera línea y ha venido a morir sin que lo vean, o donde por lo menos nadie lo miraría sin cariño. Abro la puerta con la ayuda de un cortaplumas. De un solo paso cruzo los muchos años que me separan de ese mundo de polvo y telarañas.
       Al avanzar, voy encontrando los más diversos objetos, que sólo sirven para viajar en el tiempo. Alcanzo a distinguir el largo piano, arrumbado. Lo abro y pulso una de sus amarillentas teclas. No suena. Ninguna de ellas hace vibrar nada, en absoluto. Se quedaron sin la música.
       Más allá veo un espejo quebrado, traído desde el ropero de mi habitación. Es un testigo mudo, con una imagen de niño atrapada en sus mil pedazos. En ellos están repartidos mis gestos espontáneos.
       Recuerdo mi antigua aspiración infantil, cuando quería que alguna vez el espejo fuera libre y original y exhibiera una imagen diferente, en vez de limitarse a copiar. Ahora me lo estaba dando, en la hora de su muerte.

* * *

       Hay buenos lugares para esconderse. Me gusta la pieza del fondo porque es la última, y porque ahí juegan los niños y se divierten a tope. También por ser más precaria y por su ventana que mira hacia abajo, a los patios vecinos.
       Cierro la puerta por dentro y la aseguro con el pestillo. El día de hoy se queda allá afuera.
       Me interno en el mundo dúctil donde todo enigma se resuelve. Con vivencias en miniatura, como viéndolas de lejos, controladas. Sentimientos como rollos de mares muertos que empiezan a revivir con lágrimas contentas. Ahí dentro se completa mi música y escucho el débil sonido de una intuición que se desvanece.
       Al mismo tiempo que muero, voy descubriendo la vida.

* * *

       Los pasillos empiezan a transformarse en calles. Al mismo tiempo, las puertas de las habitaciones adoptan la forma de ventanas de edificios. La lámpara se convierte en luna, mientras el techo deja de estar aquí y se adorna con miles de puntitos brillantes. Me doy cuenta que empiezo a dejar atrás la casa sin haber salido de ella.
       Desde el primer momento, me dejo guiar por un sonido distante, que me hace recordar los momentos previos a un concierto, cuando los músicos prueban y afinan los instrumentos dando origen a una composición irrepetible. La apagada música me llama hacia una pequeña cámara subterránea, cuya entrada apenas se alcanza a ver. A pesar de la mirada hostil del miedo, desciendo con la certeza de estar encontrando eso que ni sé que busco.
       El interior del recibidor está lleno de largas cuerdas tensadas de arriba a abajo, simulando arpas gigantes en continua vibración. No puedo resistirme a rasguearlas, obteniendo un sonido poderoso, que me mueve a seguir tocando las cuerdas al azar, repitiéndolas todas varias veces. Las sinfonías están ahí desde el principio, esperando que les den fuerza. Me encuentro con las que más me gustan y muchas otras que me parecen nuevas.
       Salgo contento, sin la sonajera de antes. Mi propia música me impulsa a correr y saltar. Es tan fabuloso, que necesito compartir esto con alguien. Me parece que hiciera siglos que no me mira alguna sonrisa. No quiero seguir estando tan solo, ni tan abandonado como la casa.
       Y no lo estoy. Se acercan siluetas de distintos colores.

 

   10    La valla

       Me encargaron recibir a los que dan ese paso único e irreversible para abandonar un mundo e incorporarse a otro que no conocen.
       No puedo creer que me tengan temor o rechazo. La gente me ve como un obstáculo frío y distante. Aunque contengo cierto calor, le cuesta manifestarse.
       Los que llegan como analfabetos se sientan tímidamente en mis largueros que fueron árboles, y tratan de expresar cada una de las sensaciones que traen. Los que ya son de acá vienen a recibirlos, corriendo por el pasto, felices y dispuestos a ayudar.
       Hay épocas de mucho movimiento. Aunque vengan multitudes, siempre me quedo sola y converso con la pena causada por los tránsitos dolorosos que ocurren antes de tiempo.
       Trato de no ser solemne, ni formal, aunque el paso que atiendo es uno de los más importantes, para todos. Sin alambradas ni vigías.
       Sueño con el día en que las personas que pasen me den la mano, o tengan algún gesto que me haga sentir acogedora. Que canten de alegría en lo más alto de mi cabeza saludando a los dos mundos.
       Lo que han visto en mí hasta ahora es hosco, duro e impersonal. Un montón de troncos inertes y pasivos, listos para entrar en combustión. Me faltan ramas que se muevan puestas al viento.

* * *

       Siempre estoy viendo encuentros. Me lleno de gozo con cada uno de ellos. En el de hoy, un hombre llega esperanzado. O, por lo menos, está aprendiendo a llegar y a ser acogido. Es como cualquier otro. Sus amigos le dicen “Bienvenido Ernesto”. Le cuesta entenderse con ellos en el lenguaje eterno que algún día supo y que ahora sus seres queridos le ayudan a recordar. Le enseñan a comunicar esas cosas que no se pueden expresar con palabras.
       Ernesto conversa con una niña de unos siete años, que vino a esperarlo, acompañada de su abuelo, tomando helados de frutilla. A pesar de tener otra edad, Cecilia quiso venir en niñez a recibir a Ernesto porque es así como tiene más vida en él.
       Recuerdan la amistad tierna que compartieron en la madrugada de la vida. Les bastan sus ojos para expresar toda su alegría y también todo su dolor, mientras miran el libro de pintar que ella trajo.
       - ¿Es solamente aquí donde puedo encontrarte? - quiere saber Ernesto. Pero, no hay más respuesta, por ahora, que la misma sonrisa de los primeros tiempos. Ambos continuaron coloreando las figuras que habían quedado incompletas.
       - No hay nada escondido que no se llegue a saber - repite lentamente Ernesto, asombrado e interrogativo. Es la respuesta que escuchó en su interior, como si Cecilia se hubiera limitado a encender una oración que ya estaba de antes.
       Cecilia llegó de veintitantos años a este sector de los mundos, en un frío atardecer. Lo recuerdo muy bien, a pesar del tiempo transcurrido. Fue una de las jornadas más dolorosas que me ha tocado. El cielo estaba rojo oscuro. La niña venía con muchas otras personas, abrazados, sin ningún apuro, cantando canciones tristes, anunciando que llorarían toda la vida. Se escuchaban entre silbidos del viento. El suelo estaba húmedo de lluvia y los ojos húmedos del llanto que ya se había secado en sus mejillas.
       Los que ejercieron su poder sobre ellos han demostrado tenerme mucho miedo. No me gusta inspirar temor. No le hago daño a nadie.
       Hoy, el cielo está azul. Ya están todos al lado de siempre, caminando hacia la fachada antigua, no lejos de aquí, por donde los nuevos que llegan, entran a ese lugar en que deben rendir cuentas.
       Yo sigo quedándome hasta que haya pasado el último de los seres humanos y no quede alguno en isla solitaria. Entonces, será el momento de tomar mis troncos y partir muy lejos de aquí, a servir en otra pasada decisiva. Me iré con mis recuerdos y reconoceré nuevamente a cada uno.
       Las vivencias más indignantes no se repetirán en ningún otro mundo.

 

   11    Según puedo recordar

       La mujer que venía hacia mí me pareció conocida, pero al principio no supe quién era. Cuando me llamó por mi nombre, descubrí que era mi tía Adela. No es que reconociera su voz, pues no la había escuchado jamás. Ella murió mucho antes que yo naciera. Cuando cada enfermedad era una aventura de la que no se salía tan fácilmente.
       Nunca me imaginé que la vería en juventud, y en colores. Si solamente la conocí en sepia. Intenté decírselo, sin saber cómo hacerlo. Igual, me entendió. Por algo, siempre he sentido su presencia, como la de un ángel de la guarda.
       - Gracias por la linda casita que tengo en ti - me dijo.
       Y, realmente la tiene. Junto a su anciana madre. La de calladas lágrimas que parecían dos gotas de rocío.
       - Quisiera saber de ti lo que tengo que saber, e ignorar lo que tengo que ignorar - expresé, sin emitir palabras -. Me dolió imaginar tu infancia. Triste. Tan lejos de tu padre y de tus hermanos.
       - Supe que me ibas a comprender - me respondió -, porque, cuando eras pequeño, guardaste en tu baúl las mismas notas musicales que también yo escondí en el mío.

* * *

       En el otro sector no había tanto sol. Una vieja pileta ocupaba el centro del patio de baldosas. Por los cuatro lados del contorno, los pasillos techados daban la impresión de estar en una casa de campo, por el lado de afuera de los grandes salones. En mí había un temor : ¿Para qué sería esto?
       La antigua construcción de adobe era acogedora. Tenía una tibieza especial que no supe localizar. De cualquier modo, no quise apurarme. Talvez me preguntarían qué hice con mi vida. ¿Cómo iba a poder recordar?
       Las ventanas estaban protegidas por poderosas estructuras de fierro. Una gran cantidad de personas estaba en cola bajo los techos, con sus caras preocupadas. Sospeché que este trámite no me sería fácil de asimilar.
       Me puse al final de la fila, que ya abarcaba más de la mitad del borde del patio, dando vuelta en dos esquinas. Delante mío había un tipo de rostro alegre, con gruesos bigotes. No supe por qué me pareció conocerlo desde antes. Como me venía bien conversar un poco, lo intenté con un saludo protocolar :
       - Larga la cola, ¿ah?
       - Sí, pero avanza rápido - fue su respuesta, tomada del mismo protocolo. Superada la formal condición de desconocidos, iniciamos un diálogo mientras caminábamos, pues la velocidad de la fila era realmente desacostumbrada.
       - ¿Cómo fue que llegaste por estos lados? - me preguntó el hombre de los bigotes. Al principio titubeé un poco, tratando de definir desde dónde empieza a llamarse “estos lados”. Le respondí atendiendo a las fronteras que para mí eran más significativas :
       - Enfermedad. De ésas que llaman “larga y penosa”, aunque en mi caso la encontré más bien corta . . . ¿y tú?
       - Accidente de tránsito. Tú sabes que andan manejando como locos.
       No me costó imaginar la escena. Cualquier esquina. Cruce peligroso. Seguramente mi amigo tenía hasta la preferencia, pero opté por no preguntarle. Ya no interesaban esos detalles.
       La columna de gente avanzaba cada vez más veloz. Siguieron llegando hombres y mujeres sin edad, y otras tantas entraban por la temida puerta, al final del recorrido, y volvían a salir inmediatamente por la puerta vecina, tan rápido como habían entrado.
       - ¿Crees que será muy duro esto? - pregunté.
       - No sospecho. Tanto hablar de los castigos de Dios, que no puedo menos que temer lo peor.
       - No creo que a Dios le guste castigar, ni tampoco, creo que haga cosas que no le gustan. Yo confío en un Dios bondadoso y misericordioso.
       - Dios te oiga.
       Seguí pensando. Dios no puede ser igual que los hombres. Algo superior debe tener. No puede estar sumergido en ese mismo barro de violencia, abusos y venganza en que estamos los humanos.
       - Dios es amor. Me quedo con ese concepto, y así puedo ir más confiado - respondí.
       Sin embargo, en el fondo sentí un miedo que colocó mi estómago dentro de un ascensor que subía y bajaba mientras avanzábamos. Seguramente, las decisiones que había tomado en mi vida no daban lo mismo. O si no, no tendría ningún valor la libertad.
       Seguí andando. Estaba cada vez más cerca. Doblamos en una de las esquinas del patio. Volvimos a preguntarnos y respondernos las mismas cosas. Era un punto de crisis. ¿Cómo sería la forma de purgar las malas actitudes?
       Trotábamos por los pasillos. Al tipo de los bigotes le tocó entrar, y salir casi al mismo tiempo por la otra puerta, metros más adelante. Ahora era mi turno.
       Entré, creyendo en una salida rápida, pero ocurrió algo distinto. Fue como si el tiempo se hubiera detenido de repente, en lo que parecía un desperfecto del sistema, justo cuando me tocaba a mí. Pero, no era una situación anormal. A todos les pasó lo mismo, pues el tiempo a ese lado de la puerta transcurría más lento.
       En ese momento no supe que muchísimo tiempo después iría saliendo apenas unos metros más atrás que mi amigo. “Soy Miguel”, “Soy Ernesto”, sería nuestro diálogo.
       Por el momento, disfruté poder guardar eternidades dentro de un suspiro, con un toque de rey Midas. Por algo dicen que el tiempo es oro. Creo que es mucho más que oro.

* * *

       Todavía puedo aterrarme. Como ahora, frente a lo que quedó de un antiguo certificado, oscurecido a fuego muy lento. Lo encontré botado en el suelo y no estoy seguro si acaso es mío. Aún se alcanza a leer :
       “Recibí de usted un total neto de setenta y dos mil quinientas catorce horas con veinticinco minutos y seis segundos. Entrego a cambio la cantidad de dinero necesaria para adquirir dos mil setecientas toneladas de papas”.
       La firma del empleador es ilegible.

* * *

       Mis recuerdos fluyen en el deshielo. Viven. Se mueven lentamente. Desde el estado de congelación, pasando por líquido frío, a tibio. Me estremecen cuando van tomando calor. Corren. Se atropellan. Finalmente hierven y lo salpican todo.
       Entiendo que he venido a recordar para poder olvidar.
       Cualquier suceso que haya quedado metido en un cubo de hielo, no está olvidado. Mientras se mantenga sumergido bajo una costra helada, jamás podrá evaporarse.
       No se saca nada con congelar el caudal, pretendiendo ignorarlo. Cuando termine la noche, un tímido rayo de sol lo hará caminar nuevamente.

* * *

       Esta vez, estoy bebiendo de la fuente. En cuanto crucé la puerta, una mano acogedora me tomó, con el amor y ternura de una madre, o de un padre. Después me soltó suavemente, y sus dedos empezaron a transformarse en haces de luz de distintos colores, abriéndose en muchos rayos, con todas las tonalidades imaginables.
       Así es como siempre había querido sentirme. Suspendido en el aire, cayendo casi sin velocidad.
       Las luces de todos colores se pusieron a bailar y se materializaron adoptando la forma de miles de niños cantando con espontaneidad a mi alrededor en un extraño jardín, tomados de sus manos. Muchas filas de niños y niños venían hacia mí, desde todas direcciones. Y yo al medio, seguí en caída lenta, hasta quedar sentado en el pasto, disfrutando tan calurosa recepción.
       Quisiera ser uno de ellos, pero me encuentro más anciano que nunca.
       Poco a poco me levantaron. No con sus manos, sino con sus cantos. Sin saber cómo, me vi integrado al grupo, con una fuerza de vida poco habitual en mí.
       Desde hace algún rato, mis pequeños amigos se están presentando en armonía perfecta:
       - Me llamo Esperanza.
       - Me llamo Justicia.
       - Me llamo Alegría.
       - Me llamo Perdón.
       - . . .

* * *

       Me toma de la mano una negrita llamada Verdad, transmitiéndome sin palabras su necesidad de ser cuidada por mí.
       Haré cualquier cosa por no frustrar la admiración que me demuestra. La sola posibilidad de defraudarla me detendría, dándome la fuerza suficiente para desistir de cualquier actitud negativa.
       Es mi salvación. Soy su salvación.

 

   12    El prisma

       He ayudado a muchos viajeros a recordar todas esas instancias en que la vida los pone y los saca de los pedestales. A mirarse desde distancia remota, como a una estrella extinguida, cuya luz jamás dejará de recorrer el espacio.
       Ahora, estoy frente a una de estas oportunidades nuevas. Se llama Ernesto, y al principio me miraba asustado, sin entender de qué se trataba. Miles de niños me regalan su presencia. Sin ellos no soy nada. Proporcionan cada una de las referencias permanentes para evaluar las vidas en tránsito. Estoy al servicio exclusivo de esa causa.
       - ¿Y ese televisor? - preguntó despectivamente, indicándome con el dedo.
       Al ver el lector de tarjetas que tengo incorporado, pareció comprender. Buscó en sus bolsillos, sacando toda clase de cosas, como por ejemplo, una llave de fierro, un candado oxidado, un trozo pequeño de alambre de púas, un reloj de arena, un resorte, una pata de conejo, el infaltable botón, un cerrojo, y varios cigarrillos antiguos, de diferentes marcas.
       - ¡Qué raro! Si hace años que no fumo - dijo y siguió buscando hasta dar con una pequeña tarjeta transparente, desconocida para él mismo, a juzgar por su gesto. La mostró en forma interrogativa a los niños, los que asintieron entretenidos.
       Todos los que llegan acá traen una tarjeta para presentarme sus vivencias. Me dejan soñar que estoy vivo y que tengo derecho a disfrutar, correr riesgos y tener aventuras, como si las tuviera. Reír y llorar al conocer las emociones de otros. Así no me oxido, y me construyo solidario.
       Yo jugaba a adivinar qué tipo de vida se me venía encima. Siempre es una experiencia nueva que después olvido en forma súbita. Habitualmente, hago estas proyecciones de la manera más rápida posible, pues cada vida es larga. Sin embargo. me detengo de vez en cuando. En realidad, me programé para ir más lento en la medida que voy encontrando estados anímicos más intensos.
       Ningún recoveco me es ajeno. Como un espejo espiritual, reflejo hasta los sentimientos de los personajes.
       Mientras sus males acumulados van enrojeciendo el semblante al espectador protagonista, sólo quedan en pie sus añoradas actitudes constructivas, que le ofrecen vislumbrar una solución a sus conflictos.        Ernesto introdujo la tarjeta en la ranura, y al instante tomé prestada su historia, proyectándola en visión perfecta. Esto es vida. Ahora puedo ser transparente, y mostrar imágenes completas, sin distorsión. En cambio, cuando estoy apagado como me corresponde en los lapsos de espera, parezco una simple piedra de caras rectas, a medio pulir, sin vida propia. Quedo obligado a presenciar sin sentir. Ser un testigo mudo y sordo de un devenir silencioso, frío y gris.

* * *

       Reinan la confusión y el miedo. Me refiero a esa escena notable en que recién me detuve, tratando de captar cómo están ordenadas mis partículas electrónicas.
       Estoy representando un acto eucarístico masivo. El fuego, la tierra y el agua han desplazado al aire. Ernesto, muy solo, se mueve entre el gentío, llorando por el efecto de los gases lacrimógenos que aun están en el ambiente, mezclados con los nubarrones de humo que invadieron el parque. Va desesperado, buscando a los suyos, sintiendo ardor dentro de su boca. Verdaderos pinchazos en nariz y ojos. Apenas alcanza a echar de menos la celebración que no pudo ser lo que estaba llamada a ser. Fue el grito del Pontífice, la nota que hizo resonar el diapasón de Ernesto :
       - ¡ El amor es más fuerte !
       Veo a Ernesto emocionado nuevamente, con más intensidad que la de aquella vez, como si todas las vibraciones del parque confluyeran en él.
       Este momento es más que una anécdota. Es una manifestación clara de vida en medio de tanta negación. Un punto de eternidad que ya estoy aprendiendo a reconocer.
       - Cada uno de ustedes es más fuerte - dice Ernesto a la multitud infantil que lo acompaña en esta ocasión. mientras yo empiezo a recorrer su vida nuevamente, queriendo que no llegue nunca ese punto final en que olvidaré todo.

 

   13    Contra todo lo supuesto

       No pude evitar que me rondara el miedo, cuando al poner la tarjeta, el prisma se llenó de mi vida. Prácticamente estuve metido adentro todo el tiempo que duró el video, hasta que la máquina lo devolvió, y entonces respiré más tranquilo, guardé la tarjeta, maravillándome de la cantidad de información que cabe en ese pequeño pedazo de plástico transparente.
       La proyección fue rápida, menos mal, pero no omitió ningún detalle de mi vida. Percibí hasta los sentimientos de las otras personas, sin tener que esforzarme ni adivinar.
       Aventureros niños me alentaron comprensivamente. Gracias a su increíble sabiduría, y a su sentido del humor, ahora miro todo distinto. En una dimensión más ajustada. Nunca imaginé que me podían enseñar. Ni menos ese otro niño, dentro de la pantalla. El que fui yo. Hasta hoy me sigue enseñando.
       Al evaluar mi vida, veo que me faltó llorar por algún rostro desvalido, más que ordenar su desayuno. Descubrí que las ausencias tienen fuerza. Son reales, como mi niñez.
       Ya estaba en condiciones de salir al pasillo. Mis pequeños acompañantes, se alejaron en parejas, lentamente, hasta confundirse con los rayos del sol que se filtraban entre las nubes. La mano acogedora, que me ha tenido siempre, me sigue teniendo ahora y me habla sin palabras, dando satisfacción a cada uno de mis intentos de expresar mi tristeza por no haber respondido plenamente.
       Me sentí como habiendo golpeado a Dios en la mejilla. Súbitamente vinieron a mí, en respuesta, las muchas mejillas de Dios, que son incontables como granos de arena de muchas playas de muchos planetas. O como muchos niños que vinieran al mundo en nuevos y pacientes intentos del creador.
       No quise prometer nada para el futuro, porque sería como jactarme de ser poderoso, y no me sentía así, en absoluto.
       Si tan solo hubiera tomado conciencia que llegaría a estar viendo esa película en presencia de esos niños, entonces habría vivido distinto mi vida.

* * *

       Me sorprendí cuando vi a Jesús en el rostro del mendigo al que yo estaba dando limosna. Pero, lo que definitivamente hizo cambiar mi percepción de las cosas fue esa escena en que yo, niño, molestaba a mi hermana hasta hacerla llorar. Contrariamente a lo ocurrido en esa oportunidad, esta vez mi pesadumbre interna se manifestó con más fuerza que la obligación social de reír.
       Sentí haber pisoteado la alegría, una vez más, acostumbrado a dejarla ir, de tanto que la arrancaban de mí, violentamente, y la tiraban lejos cada vez que me encontraban en falta. En ese entonces, yo me quedaba con mucho frío interior. Mi alma necesitaba abrigarse, o arrimarse a un inmerecido brasero.
       - Aun tengo vida y la tendré por mucho tiempo - dijo la Alegría, optimista y contenta, casi bailando -. Sólo destruiste mi foto.

* * *

       Seguí metido en la proyección, vertiginosa a ratos, una verdadera pesadilla, a veces. Empezó a frenar, al detectar un conflicto interno en que yo estaba metido. Ya era mi vida adulta. Dubitativo, me decía a mí mismo en aquella escena, “lo digo o no lo digo”. Iba a decir algo, pero al final me había quedado callado. Hoy recordaba arrepentido esa situación.
       - ¿Qué había en tu corazón? - me dijo la Verdad, que siempre hablaba en preguntas.
       - Tenía un deseo interno de ser fiel a Jesús, pero también sentía un tremendo miedo a las consecuencias que de allí vendrían.
       - ¿Era como una lámpara debajo de la cama?
       Asentí desconcertado, pues realmente nunca me he atrevido a encender la linterna hacia la gente.

* * *

       Lo que más me llamó la atención no estaba en la película, sino en los pequeños televidentes. Ver a la Justicia y al Perdón tomados de la mano, inseparables como caras de una medalla, en eterno noviazgo, fue algo que rompió mis esquemas.
       Siempre creí que eran fuerzas opuestas, y que deberían estar peleándose y forcejeando con los castigos, cada cual desde su extremo; una tratando de imponerlos, y el otro haciendo lo imposible por levantarlos. Hoy supe que nada de eso ocurre, ni podría ocurrir jamás. Ambos se necesitan mutuamente para luchar por una vida sin heridas ni manchas.
       Quedé completamente desubicado, pero preferí no emitir juicio ni pregunta alguna. No quise ponerme un ropaje de maestro de la ley visitado por el niño en el templo.

 

   14    El perdón

       - No creí tener derecho a ti - me dijo, con pesadumbre. Vi frustración en Ernesto, por asuntos que antes no le habían significado nada, y que hoy no dudó en calificar de egoísmo y falsedad.
       He vivido en su casa muchas veces y me he sentido bien casi siempre, sin rejas ni prisiones. ¿Cómo no tener gratitud?
       - Tu apertura a recibirme es suficiente - le respondí con certeza. Pero, no me instalaré. Estoy dispuesto a que me lleves a otra casa, y desde ahí me envíen a otra, y después a otra. No es bueno quedarse por mucho tiempo en los puentes.

* * *

       - Si pagas injusticia por injusticia dejas las cosas mucho peor - le dijo al hombre mi amiga Justicia -. No se puede equilibrar una mala acción si no es reparando el daño que ésta haya causado.
       La amo profundamente. Por la sabiduría de sus palabras, y porque mi propia vida no tendría sentido sin ella. Siempre está reparando daños. Anda con un maletín de herramientas, en el que lleva también daños de distintos portes. Ahora mismo, por ejemplo, está pegando unos trocitos rojos de corazón. Se lo lleva en eso.

* * *

       Renuncié a querer cambiar el pasado. Sobre todo porque es imposible. Sólo ayudo a convivir con él, comprensivamente. Estoy dispuesto a acudir como una nueva oportunidad cuando me llaman personas tan agobiadas por los remordimientos, que no desearían nada mejor que regresar a deshacer sus actuaciones. Todos ellos me son tan necesarios como yo mismo. Si el perjuicio que causaron sirvió para que vean su realidad y quieran cambiar, yo no pido más.
       No puedo blanquear páginas negras. Seguirán siendo negras. Me interesan aquéllos que las ennegrecieron. No para procurarles un buen pasar. No. Ellos me preocupan en otro aspecto. Creo que no querrán hacerlo de nuevo. Si me lo dicen así de claro, tendré que correr el riesgo. Los dejaré que toquen otras páginas blancas con sus manos que ya no ensuciarán.

 

   15    Hasta la vista

       La puerta no pertenecía a construcción alguna. Esa misma fabulosa entrada que hasta hace un rato coronaba el pasillo de salida del edificio, se transformó en un moderno monumento a la soledad. La puerta estaba tan sola como yo, dispuesta a abrirse y cerrarse, sin ningún sentido. Entré. ¿O quizás salí? Da lo mismo. Al otro lado no se veía rastros de nadie. Reinaba la más absoluta oscuridad.
       Cuando empezó el movimiento invisible, busqué de inmediato algún punto de luz. Es algo que aprendí en mi primer viaje por esta frontera negra. Lo vi, débil, al fondo, y velozmente me encontré junto a esa claridad.
       La luz era producida por dos filas de ampolletas que semejaban velas, a ambos lados de un ataúd, en la nave central del templo. Muchas flores sin vida, abatidas y lacias, adornaban solidariamente el funeral. Separadas de su raíz. Desconectadas de su fuente de vida corporal. Un símbolo de lo que pasaba con mi propio cuerpo.
       No supe cómo ni cuándo empecé a involucrarme en una ceremonia que requería mi presencia, de la que nadie se percató en un comienzo, y probablemente, tampoco después.

* * *

       En un banco de adelante encontré a Gloria. Fui a decirle cómo su amor contribuyó a formarme, pero no logré hablar nada. Ni siquiera tocar las lágrimas que se llevaban su dolor.
       Infructuosamente, quise abrazar y dar ánimo a mis hijos, y hacer llegar mi gratitud hasta mis ancianos padres, que estaban tomados de la mano.
       Tendría que poder comunicarme con quien quiera, con sólo desearlo, pero me falta una técnica que no he aprendido. Puedo intentarlo evocando algún recuerdo que nos una. Cada ser querido que se vino antes que yo, era una oportunidad de aprender. Hoy lamento haberlas desperdiciado.
       Cuando íbamos al cementerio, recién me sentí presente en mi esposa. En el momento de mostrarle mi manera de amar los árboles, percibí lo que ella quería decirme. Palpamos una fuerza de compromiso. Decidimos enviarnos cartas en el futuro, aunque no sabíamos cómo hacerlo.

* * *

       Al escuchar la frase típica “Que descanse en paz”, sonreí con humor, pues ya había tenido bastante trajín y todo indicaba que lo seguiría teniendo.
       Calculé que era el momento de retirarme, y aceptar ser invadido por una oscuridad movediza. Y buscar un punto de luz, para salir a un mundo distante y sentirme más liviano que nunca. Quedo agradecido de haber tenido la oportunidad de despedirme de todos aquellos que fueron a dejarme a la estación.
       Pero aun no me despedía de mi amigo Pablo, que por alguna razón no asistió al funeral. Al acordarme de él, me encontré súbitamente observando un partido de tenis. No noté el viaje. La vivencia recién llegada vino a sacar el moho a mis recuerdos y a rescatarlos de su estado de postergación. Pablo era un tipo amistoso y simpático. Nos conocimos en la universidad, muchos años atrás, e hicimos algunos trabajos juntos. Traté de llamar su atención, pero Pablo seguía jugando, con su habilidad acostumbrada.
       La curiosidad me llevó a preguntarme en qué forma había seguido viviendo nuestra antigua amistad. Al instante estuve dentro de una pequeña vivienda que pertenecía a algún país mágico.
       Mi casa en Pablo estaba desocupada. Los pocos muebles que quedaban no habían tenido algún cuidado en mucho tiempo. Me reconocí en un antiguo retrato en el que me veía luciendo una sonrisa de foto. Estaba puesto encima de una mesa, junto a unas revistas destruidas por la humedad, y a un plato con restos de mermelada descompuesta.
       Opté por abandonar esa casa tan poco acogedora, y volver al campo de tenis, justo cuando Pablo perdía un punto inexplicable, tras una gran jugada.

 

   16    El viento de la playa

       Además de las puestas de sol, y las gaviotas que vienen en picada, no he visto mucho más que arena, mar y caminantes. Y las formaciones rocosas que fluyeron rojas desde original fragua. Eso fue hace mucho tiempo. Desde entonces, me entretengo en mover la arena y en mover el agua, que incansablemente viene una y otra vez a borrar las huellas de los caminantes. De los que se zambullen, de los que se mojan solamente los pies, y de los que apenas llegan a la fría ola. Todos intentan atravesar la playa mientras sus coberturas se van desprendiendo como etapas superadas.
       El caminante de hoy ya va por los aires. Venía dando pasos cada vez más largos y livianos. Todo lo dejó en la arena. Los relojes, los calendarios y los almanaques. Y también unas maquinarias sofisticadas. Engranajes y resortes saltaron para todos lados. Yesos, desintegrándose de a poco. Gasas impregnadas de sangre de niño, coagulada hace muchísimos años.
       Quedaron atrás un montón de miedos que el mar se llevó. Aun flotan las inmensas carátulas negras. El hombre las mira impasible, mientras se alejan con lentitud. Su capacidad de sufrimiento yace en la arena, calcinándose al sol. La pesada razón tampoco pudo seguirlo. Ni siquiera su aptitud para tomar decisiones. Sacarse la responsabilidad fue algo realmente difícil. Todas sus vestiduras quedaron en el suelo, como circuitería en desuso, sin expresión y sin más movimiento que el lento arrastre de las olas.

* * *

       De lo último que se despojó fue de sus recuerdos. Saltaron al aire en una interminable expansión de nubes de todos colores, cada vez más tenues, buscando un espacio mayor que las pueda contener. Llevé sus alegrías y sus frustraciones a la capa más alta de la estratósfera. Ahí guardo todo.
       Algún día llegaré a tener una verdad blanca, sólida y armónica. Antes que termine la vida, hasta lo más oscuro habrá tenido su aclaración.

* * *

       El caminante ya no lo es. Sólo se lleva lo indestructible. Sus intuiciones libres que le permiten recibir los mensajes de los acontecimientos. Es la imagen y semejanza que lo acerca al creador. Una simple gota de agua suspendida en el aire. Pequeña y liviana. Ansiosa de encontrarse con el océano. Por siempre seguirá siendo agua, buscando agua.
       La muevo suavemente. La gota llega hasta el mar y se identifica con su antiguo entorno. Su contemplación podrá durar apenas una fracción de segundo, o quizás casi toda una eternidad. Innumerables ciclos de evaporación y lluvia.
       En algún momento, al romper la ola, esa misma gota de agua saltará hacia mí y empezará a adquirir nuevamente un cuerpo tenue. Se cubrirá de facultades hasta que pueda afirmarse en la arena y dar unos pasos. En su expresión adivinaré su felicidad de reencontrarse con lo desconocido. El caminante traerá luces esperando a ser tocadas para encenderse.