17 En el principio
Mi primer y único recuerdo empieza a dibujarse difusamente en la retina de mi alma. Con los
pies revolviendo la arena y el rostro acariciado por el viento. Añoraba algo, pero no sabía
qué. Mis cuerdas vibraban libremente, produciéndome gozo. En mis manos traía un cuaderno en
el que estaban indicadas las tareas de cada página. Lo guardé en la mochila, después de
hojearlo. Era mi punto de partida. Una oportunidad para crecer. Me sentía como una simple
botella de agua de alguna vertiente con que saciaré alguna sed, si llego a tiempo.
Al principio, sólo veía la tierra y el cielo. Pero, de tanto ser observada, la monotonía
dejó de dominar el paisaje. Fue así como empecé a distinguir cerros de distintas
tonalidades, empezando por los rojos y los negros, después los amarillos, y hasta los
verdes y los azules. Un oasis que divisé vino hacia mí. Contenía muchas casitas de piedra,
que aunque parecían no tener nada, daban la sensación de vida. Se me mostraron acogedoras.
No recuerdo bien cómo ni cuándo elegí una de las casas y entré en ella, decididamente. La
construyó alguien que ya la conocía y cuya misión amaba. Algún día este cálido hogar podrá
moverse y conocer otras formas de vida. Sabe que no puede estar aquí eternamente. Me eligió
y es feliz de estar cuidándome, mientras se me forma un cuerpo de carne y hueso y adquiero
aptitud para salir al mundo a involucrarme.
Fueron meses lindos, con lluvias y soles. Pero, quise ser libre. “¿Con qué me quedo de ti?”,
fue lo que me preguntó la casita, y no supe responderle. La salida no fue cosa fácil.
Llegué contuso, por la poca destreza al saltar unas grietas, hasta una especie de galpón
con un duro piso de cemento. A pesar de mi capacidad de disfrutar, empecé a sentir miedo,
pues había aterrizado en una realidad difícil. Desde esa vez no me agradan los pisos de
cemento. Así y todo, estaba dispuesto a recorrer un camino tan desconocido como lleno de
enseñanza, hasta volver a casa con el cuaderno lleno.
* * *
Me encontraba en una estación múltiple. Origen y destino de muchos viajes. Me dolía todo.
Vi diferentes tipos de vehículos, preparados para salir. Desde carretas hasta aviones,
incluyendo también automóviles, trenes, buses, camiones, y otros no tan convencionales.
Cada modalidad estaba concentrada en un determinado sector del inmenso terminal, cuyo
recorrido completo tomaba muchas horas, a pesar de la buena distribución y mejor
señalización. Después de subir y bajar varias escalas mecánicas, y recorrer interminables
pasillos, me cansé de caminar entre el gentío, buscando por dónde ir.
Era frecuente que se llamara acogedoramente a algunas personas, a través de parlantes,
distribuidos por la estación, y se diera instrucciones específicas a los que estaban muy
rezagados, pues corrían el riesgo de perder su medio de locomoción. Puse oído esperando
ser llamado, hasta que finalmente me aburrí de esa posición y la dejé como última
alternativa. Decidí investigar para descubrir cómo encajaba yo en los planes de viaje.
Cuando llegué al extremo costero, entraban y salían grandes cantidades de pasajeros en
barcos de todos los tamaños y submarinos de todos los colores, así como también lanchas,
botes y balsas. Estuve largo rato entretenidísimo mirando el flujo de embarcaciones y
disfrutando la brisa marina. Un ruido monótono pero atrayente me hizo mirar hacia arriba.
Un avión se alejaba velozmente hasta meterse en un puntito. Entonces se me ocurrió que en
avión llegaría más pronto, aunque no tenía muy claro hacia dónde iba yo.
Lentamente, empecé a dirigir mis pasos hacia el extremo opuesto de la gran estación, y
después de mucho caminar llegué al terminal aéreo. Con cierta regularidad despegaban
aeronaves, requiriendo avanzar previamente un trecho de unos pocos metros, ayudándose de
sus patas. Tomaban altura batiendo sus alas y se alejaban a gran velocidad. Asimismo,
llegaban aviones de pasajeros, con suavidad de paloma, sacando sus patas amortiguadoras de
aterrizaje y se posaban graciosamente en la losa, quedando inmóviles ahí mismo.
Empecé a buscar por dónde acceder a una de esas naves. Preguntando, llegué a una especie
de oficina central de vuelos. Un gran mapa desplegado en la pared indicaba los vuelos con
luces lineales de distintos colores según el punto de embarque. Así, me fue más fácil
llegar a uno de esos puntos, al que no pude ingresar por no contar con el boleto. Se me dijo
que lo podría obtener haciendo uso de mi tarjeta, en el lugar especialmente dispuesto para
ello. Quedé desconcertado, pues no entendí lo de la tarjeta. De todos modos, seguí las
señales y me dirigí al sector principal de la estación, no lejos de ahí.
Revisando los bolsillos y la mochila descubrí que tenía una pequeña tarjeta transparente,
similar a las que vi en manos de otras personas. Me acerqué al mesón en que estaba el
dispositivo de obtención de pasajes, y cuando fue mi turno, introduje la tarjeta en la
ranura, tal como hacían los otros. El computador procesó la información y me entregó un
boleto supuestamente concordante con los datos leídos y tomando en cuenta las
disponibilidades del momento. Mi pasaje decía muy poco :
Expreso de las 10:20.
Segunda Clase.
18 Miguel
Mientras caminaba al terminal ferroviario junto a otras personas, me entretenía con mis
pensamientos. Un poco defraudado por haber sido asignado a un insignificante tren. Pero,
me dejé impregnar del espíritu alegre de los demás. El gentío ya no nos era indiferente a
quienes formábamos parte de él. La semejanza de nuestras expectativas nos hacía sentir cerca.
No sabía cuál era mi tren. Todos anunciaban un viaje placentero. ¿Qué pasaría si abordo uno
equivocado? Al menos yo, no me sentía autorizado a fracasar. Por el momento, necesitaba
información.
A cada lucecita que se apagaba en el tablero de itinerarios le pregunté si me estaba dejando
definitivamente abajo.
El dichoso tablero me salvó, después de todo, cuando miré tan fijamente un recuadro que se
refería al expreso de las 10:20, que se destacó para mí, en forma luminosa, el texto con
la tan buscada información acerca del viaje, como si una luz interna me guiara.
Ya estábamos prácticamente en viaje. Era cuestión de pocos minutos más. Me dirigí
rápidamente hacia el andén. Se escuchaba por los parlantes una invitación a disfrutar el
viaje y se recomendaba a los pasajeros no instalarse férreamente en el tren, ya que éste
arribaría muy pronto al lugar de destino.
* * *
Traigo una buena disposición a colaborar en el rescate. No sé de dónde vino ese rumor, pero
no me parece mal nuestra funcionalidad de transformarnos en puentes. Buscar a las personas
que algún día también vinieron a buscar a otros. O sea, si no pierdo contacto con esta
estación podré proporcionársela a todos aquellos que llegaron al mundo hace tantos años,
que ya no la recuerdan. La relegaron al mundo invisible.
Supongo que en mi equipaje tengo un mensaje de alguien. Ojalá lo encuentre.
* * *
El que caminaba a mi lado me pareció conocido de siempre. En forma muy natural iniciamos
algún diálogo y pudimos comprobar que nos tocó el mismo tren. Me alegró encontrar un amigo
entre esa multitud.
- Me llama la atención no tener recuerdos de lo que he vivido antes - me planteó Ernesto, y
me dejó pensativo, pues yo tampoco me explico cómo puede ser tan intenso el olvido. No
tengo ninguna respuesta, ni la tuve entonces, pero aventuré algo que me pareció cuerdo :
- Quizás no sea bueno estar tan lleno de anécdotas. Conoces un mueble aunque no sepas cómo
era el cepillo ni quién el carpintero.
* * *
Aun estaba libre la línea por la cual debía venir nuestro tren. Demasiado desocupada. Sin el
más mínimo indicio del enorme vehículo esperado. Fijé mi vista en un punto, al final de la
vía, intentando vanamente extraer de él alguna figura en movimiento. No sé a qué distancia
estaba ese minúsculo punto en el que concentré mi esperanza.
Me gusta buscar la novedad y descubrirla escondida detrás de sí misma. Es asombroso. En el
mismo punto en que termina lo visible, empieza lo invisible. Gritando para mostrarse. Igual
como yo quiero dejarme ver, pues donde parezco no estar, también estoy.
Sólo cuando desistí de enviarle energía mental, la máquina se hizo presente casi por
casualidad. Su bocina lo llenó todo, sin molestar, y se apagó con ese mismo desplante. El
tren llamó con un sonido de campanas que me evocó un recogimiento desconocido. De mis
recuerdos más antiguos, sólo quedaban las cajas de resonancia.
* * *
Se supone que yo sé mirar correctamente. Estoy seguro que vi el pantógrafo que comunica la
energía eléctrica a la máquina aerodinámica. Sin embargo, después Ernesto me porfió mucho
que yo estaría equivocado. Según él, se trataría de una antigua locomotora a vapor, que
echaba humo en grandes cantidades.
Al principio me enojé, pues no entendí cómo él tenía una percepción tan errónea. Ernesto es
un tipo extraño, pero no puede estar loco. Claro, él no más vio la caldera. Después
comprendí que podíamos seguir siendo amigos y aprender cada uno un poco del otro. Decidimos
consultar más opiniones.
Aerodinámica sí, pero sin toma-corriente. Debe ser turbo – dijo uno, mirándonos raro.
Es diesel. La más típica. Esas medio cuadradas – dijo otro, haciendo gestos con sus manos.
Quedamos desorientados. Cada persona puso su ojo en distintas características y vio
diferente el mismo tren. Entonces, no es el mismo. Cada uno tiene el suyo propio.
* * *
Conversé mucho en este viaje. Los trenes tienen algo que me inspira vida. Me paraba
frecuentemente de mi asiento y entablaba diálogos con otros pasajeros. Una mujer que se
incorporó a una de estas discusiones, no parecía estar muy optimista.
- Encuentro deprimentes esos espinos que se ven en los cerros - dijo la recién llegada, que
representaba muchos años -. Me encantaría ver un paisaje costero, con playas y la
inmensidad del mar, o si no, unos campos sembrados como esos que se veían hace algún rato.
Defendí los espinos porque sus formas caprichosas me llaman la atención y me divierten.
Además, me pareció que cuando pasábamos por los campos sembrados, ella les encontró algo
desagradable. Seguí disfrutando los cambios del paisaje; también cuando divisé el mar, y
más aun al avanzar tan cerca del agua que pude seguir completo el ciclo del oleaje.
- ¡ Qué insoportable olor a cochayuyo y a pescado ! - exclamó la mujer, acompañando la queja
con un rostro arrugado -. Echo de menos los espinos que, con sus formas extrañas nos
entretenían.
No soporté más y le dije que no era el paisaje el negativo, sino ella. No hallaba cómo
tirarle encima el caudal de pensamientos que se me enredaban unos con otros.
Hube de reconocer que también yo he enfrentado situaciones de modo negativo, en algunas
oportunidades. He vivido escenas que empiezan saludándome sonrientes desde el futuro, me
ahogan cuando se acercan, y, mucho después las añoro cuando ya se han ido, no sin haberme
golpeado al cruzarse por el presente.
Las palabras me salían a borbotones, desordenadas y no causaron efecto en ella, al menos
ese día.
* * *
Cuando ordeno al tiempo caminar más rápido, camina más lento. Hay fuerzas que mueven el
mecanismo del reloj y otras que le templan el carácter. Es como si el mar intentara apurar
las olas, y éstas decidieran detenerse.
Así como el transcurso del tiempo tiene su inercia, yo tengo la mía propia. Es una verdadera
forma de vida. Me desorienta y me lleva a un mundo que no es el mío. De repente, me veo sin
conexión con el pasado. Es entonces cuando necesito recordar cómo llegué a hoy.
Mi tiempo no es implacable, ni frío, ni impersonal. Por eso me admira observar los relojes
de Dalí, saliéndose del plano rígido que los había sometido. Me encienden muchas más luces
para percibir la flexibilidad del tiempo, que los esforzados relojes de Einstein.
Seguramente Dalí miraba mucho por la ventana y veía cosas que algunos dejamos pasar.
* * *
Un descubrimiento notable empezaba a entusiasmarme. El brusco movimiento de vaivén me sacó
de mis cavilaciones. Volví a la revista de acertijos. La página que me ocupaba era un
rompecabezas, en que las distintas piezas podían moverse hasta su lugar llevándolas con un
dedo. En la esquina inferior había un círculo para volver a desordenar las piezas.
- ¿Sabías que si el todo fuera igual a la suma de sus partes, los rompecabezas no tendrían
solución? - le dije a Ernesto, con entusiasmo.
- No te entiendo, mi viejo.
- Al menos, no una sola - continué sin saber darme a entender. Intenté explicarle que puedo
poner una pieza al lado de otra y saber que encaja ahí, gracias a que me fijo en la
relación que hay entre ellas -. ¿Entiendes? Es la relación entre las partes la que me
permite llegar al todo.
- Entonces, una persona más otra persona forman algo que es mucho más que dos personas.
Su respuesta me dejó pensando en la humanidad como un gran rompecabezas en que cada uno
busca su lugar, según lo que lleva inscrito. Y según sean las formas de sus bordes.
* * *
Empieza a aclarar el día en tonos azules. Difusamente, entre las siluetas del paisaje, que
se mueve cada vez más rápido, veo venir los postes, uno tras otro. La velocidad del tren
aumenta sostenidamente.
Los postes ya no dejan ver casi nada entre ellos. Forman una verdadera muralla compacta.
Opaca, al principio; transparente, después. Adquiere, súbitamente, un brillo
extraordinariamente intenso que me encandila y se apaga tan rápido como vino, dando lugar
nuevamente al muro, mientras la máquina sigue acelerando hasta tal punto que no soy capaz
de despegar mi espalda del asiento, ni mover los pies, prácticamente pegados a la parte baja
del asiento. Mis vísceras quieren salirse, pero están impedidas de hacerlo.
La rapidez llega a ser tal, que el muro se va transformando en una serie de postes que pasan
velozmente, pero, esta vez lo hacen en la misma dirección que avanza el tren. Como si yo
pudiera ver antes lo que es después.
Loco de angustia, despierto de repente. Cansado y aliviado. Me parece que el tren apenas
se mueve. Me levanto al baño, tratando de no olvidar el sueño. Empieza a aclarar el día en
tonos azules.
* * *
Puedo enlazar los extremos de cualquier etapa de mi vida que haya logrado recortar como una
cinta. A estas alturas ya la tengo llena de nudos.
Innumerables instantes caben en cualquier mínimo trozo de la cinta. Como los infinitos
puntos de un grano de azúcar. O de sal.
Mucho más me llama la atención el infinito grande. La cinta entera es tan larga como una
eternidad. Debo suponer que el extremo final está más cerca que lejos, si un simple
pensamiento me hace llegar a sus inmediaciones.
Persigo esa punta que parece tan inalcanzable como vivir muchísimos billones de años.
Atravieso completamente la lejanía, y vuelvo a aparecer por la prehistoria, sin que la
cinta haya tenido un final.
Todo aquello que alguna vez pareció plano, después resultó ser redondo como una naranja.
19 A descubrir destinos
El murmullo y los ruidos de la preparación daban un ambiente especial al andén. Un olor
metálico característico completaba el entorno de comienzo de viaje. Subí al tren sin
conocer su destino. Ni siquiera sabía cuándo iba a estar de vuelta, si es que alguna vez.
Me cambié de vagón por dentro. El cierre hermético de la puerta, además de asegurar un buen
pasar, produjo un ruido fuerte. Elegí un asiento cerca del centro del carro. Todo me
producía admiración. Tanto las ventanas, como la forma escalonada del techo, que permite el
paso de luz. Hasta el humo de los cigarrillos se transformaba en una nube agradable,
imperceptible.
Miré a las otras personas. Unos, asomados a la ventana. Otros, tratando de acomodarse, o
conversando, o simplemente esperando.
Todavía no me sentaba y ya ansiaba partir. Me alejaré de un mundo que aún no he conocido del
todo. Talvez un día volveré.
* * *
Cuando me pareció que el andén se iba lentamente hacia atrás, comprendí que el tren se había
puesto en marcha. Me senté. El movimiento parecía estar afuera, más allá de una invisible
envoltura que me aislaba del entorno.
Al mirar unos afiches de publicidad en la estación, las sonrisas congeladas de los
personajes parecían cobrar vida, hablándome sin voces. La vida que les corresponde tener
cuando el movimiento se inicia. Uno a uno, fueron quedando atrás.
Mi posición era privilegiada para observar el devenir atenuado por la distancia. Los postes
que pasaban parecían todos iguales, pero tenían pequeños detalles que los diferenciaban
unos de otros. Disfruté al mirar un paisaje que cambiaba cada vez más rápido, mientras el
sonido rítmico del tren contrastaba con el silencio de los movimientos lejanos. Tan
callados como esas sensaciones que también cruzan bajo nivel. El viento mueve los árboles,
pero a mí no me llega.
* * *
Dejamos atrás las edificaciones más notables. La del gobierno, la de los representantes, el
palacio de la justicia. También otro edificio más grande, a punto de derrumbarse. Se
destacaba más nítidamente que los otros, a pesar de no tener ninguna bandera en su mástil.
Me llamó la atención su estructura.
- Es el Palacio de la Injusticia - me explicó el Viejo Rubén, al notar mi curiosidad. Y
agregó -. Es uno de los edificios más antiguos que hay. Hace algunos años tuve la
oportunidad de conocerlo por dentro. Trabajan con luz artificial, proporcionada por unas
lámparas con pantallas de papel.
Como me interesé en saber qué hay detrás de esas persianas que permanecen cerradas a plena
luz del día, Rubén me habló de las principales dependencias del palacio. Me fue
describiendo los salones negros y grises. El Salón de la Prescripción, el Salón de la
Amnistía, y el Salón Olvidado, donde se guardan los expedientes. Me dijo que también hay
una salita pequeña, de construcción ligera, al fondo del patio. Le llaman Sala de Delación
Compensada.
- Es bien desgraciado el palacio - reconocí -. ¿Y qué es esa torrecilla que destaca en la
parte alta?
- Desde ahí vigilan la libertad - me contestó riendo a carcajadas. No supe si se mofaba de
mí o de las instituciones.
- ¿Alguien siente gusto por administrar ese edificio? - le pregunté, pero no supo
responderme.
* * *
La conversación con el vecino me duró un buen rato. Pero, se terminó. Mirar al exterior fue
algo que también se acabó relativamente pronto.
Me dediqué a observar a las personas, reconociéndome en ellas. Algunos viajaban añorando la
estación de salida. Muchos, preocupados por llegar pronto, o pensando en lo que harán
cuando lleguen. Otros, disfrutando la vida, estarían felices viajando eternamente, sin
llegar jamás a alguna parte.
- ¿Se sirven café? - ofreció Aurelia, una hermosa joven no muy alta, de pelo negro y tez
bronceada. Hábilmente, equilibraba la bandeja tratando de compensar el vaivén.
Acepté complacido y aproveché de hacerle miles de preguntas. Quería saberlo todo acerca del
tren.
- ¿Para dónde vamos?
- Eso no lo sabe ni el maquinista. Se limita a continuar por la interminable línea. El que
la dibujó sabía lo que hacía.
* * *
Me sumergí en mis pensamientos. No es que estuviera aburrido. Jamás pierdo el tiempo en
aburrirme. Relajado, sin urgencias ni apuros, acostumbro a dar cabida a lo que quiere
decirse en mí.
Me pregunté cómo sería estar en esa estación que pasamos hace un rato, velozmente, como si
no existiera. Sé que estaría sentado en un banco viendo pasar el tiempo y los trenes. En
cambio, ahora veía pasar el tiempo y las estaciones.
Me rondaban toda clase de sueños, no todos cuerdos. Las utopías más locas, nacidas en lo
mejor de mí. Persistentes, como enormes fuerzas atrapadas, luchando por hacerme actuar.
Quisiera atreverme a creer en esos sueños que aún me mantienen vivo. Son los destinos de mi
vida. Donde tengo que llegar, o por lo menos acercarme. No es la estación que pasamos
recién, ni tampoco la próxima en que el tren no se detendrá.
Mis destinos están escritos en lenguaje propio. Vestidos con disfraces de colores para
llamar mi atención. Sus contenidos increíbles me dicen mucho. No vienen a concretarse.
Se conformarán si logran moverme.
20 Aurelia
No sé qué haría sin la música. A través de su tenue envoltura me habla al mismo tiempo de
felicidad y de tristeza. Distintas emociones ocupan un mismo espacio sin desalojarse una a
otra.
Si las melodías dejaran de llegar, me las arreglaría para mover el aire en ondas
vitalizantes.
Quizás la música está en mí. Yo la estoy cantando dentro de mi oído. Constantemente. Cuando
miro el paisaje. Cuando converso. Cuando sirvo el café. Cuando guardo las tazas y me
maravillo de la funcionalidad del mueble. Un armatoste metálico, cuadrado, horrible, pero
con tan buena distribución que difícilmente podría llenarse.
Por eso se asemeja a una sinfonía, pues en cada uno de sus cuatro costados se abre un cajón
grande que ocupa completamente el espacio interior del mueble. Nunca he entendido cómo se
superponen. Y si abro el mueble por arriba encuentro un lavaplatos. Es genial. Como la
música.
* * *
Volví a mi asiento, dos filas más adelante que esos recién llegados que me hacían tantas
preguntas cuando les llevé el café. Ernesto me siguió con la vista y se levantó con
naturalidad.
- ¿Por qué sirves, si eres pasajera? - preguntó directamente.
- Porque llevo más tiempo acá y ya he aprendido a servir. He hecho muchos viajes. Al
principio, yo tampoco entendía nada.
- ¿Quién dispone cuál es tu lugar?
- Yo misma lo descubrí - contesté, y me sorprendí moviendo ojos y manos al ritmo alegre de
la melodía que me llegaba desde el parlante.
Ernesto se asombró y me dijo que él estaba escuchando acordes relativamente pesados. Hube de
explicarle que en este tren todos escuchan algo distinto. No puse toda mi convicción. No le
mencioné los pequeños duendes de mi música que me transportan a mundos remotos en un
carruaje dorado. Ni cómo el amor empieza a tomar forma, hasta llegar a ser algo palpable,
que me conversa como un príncipe de cualquier color, y me hace comprender hasta las
vivencias que no he tenido.
- Tú escuchas tu canción y yo la mía - enfaticé, y como ya me estaba constituyendo en guía,
continué amablemente -. Si quieres disfrutar la música tienes que meterte dentro de ella y
dejar que te lleve.
Esta vez, creo que traspasé su orgullo, a juzgar por lo bien que pareció sentirse. Le conté
que también el maquinista y el conductor son pasajeros que descubrieron lo que tenían para
dar.
- Acá no hay tripulantes - le dije.
- Ojalá el maquinista conduzca bien - me respondió Ernesto, aprehensivamente. En ese momento,
me limité a sonreír.
* * *
Las ondulaciones empiezan a recorrerme el cuerpo, y se me pone la piel de gallina. La
canción que estoy escuchando despierta en mí contenidos esenciales que no sé nombrar, y que
nunca he logrado reconocer ante los demás, pues son aspectos desprestigiados, que provienen
de mi vida original.
Cuando entré al mundo de los adultos tuve que renegar de todo eso que fue visto como
niñerías insípidas. Las sobras que pudieren quedar de ingenuidad, pureza y dulzura han sido
puestas de patitas en la calle como si fueran las más indeseables deformaciones. Remanentes
de la infancia. Parecen flores con que los mayores adornan a las niñas chicas para que no
les causen problemas difíciles de manejar.
No estoy ahí ni allá. Secretamente, me niego a aceptar esa manera tan simple como la
sociedad nos parcela la vida. Yo estoy escondida en la mitad del recorrido de un péndulo.
Entre los dos extremos distantes. No quiero ser esclava de los reglamentos, ni tampoco ser
esclava de la rebelión.
Vivo en la libertad de la cuerda floja. Donde no es grato quedarse. Tan sola. Mirando mis
raíces blancas.
Y si supiera que alguien va a leer esto, no me habría atrevido a escribirlo.
21 Para llegar a saber
Me puse a revisar la mochila. Estaba llena de cosas que no supe ni para qué servían. Espero
poder descifrarlo durante el trayecto.
En el único cuaderno que encontré, leí algo relativo al futuro. Decía que el tren se
detendrá y no será capaz de seguir, ni nadie sabrá cómo lograrlo. También decía que yo
tendré la fuerza para hacerlo continuar viaje, con sólo sentarme en el asiento del
maquinista, accionar una palanca, y presionar una determinada combinación de botones.
Bueno, supongo que ahí estaré, llegado el momento. Supongo.
Ya estaba vislumbrando una supuesta situación en la cual aprenderé lo que este instante
trata de enseñarme. Es como si yo mismo me hubiera enviado este mensaje desde el futuro.
Así lo estimé entonces. Pero, con el pasar de los días preferí pensar que todo era una
tontera. Porque estas cosas ya no pasan hoy día. Los trenes no paran así no más. Su energía
nunca se agota. Concluí que todo era una fantasía ridícula que sólo me llevaba a perder el
tiempo.
* * *
Los diarios parecían nuevos, pero tenían fechas de muchos años atrás. Saqué varios del
canasto y los estuve leyendo. Algunos eran anteriores a Gutenberg. Parece que en este tren
todo es posible.
En una primera plana, una noticia destacada : “Pericles gran vencedor”.
Una vez más me vi sobrepasado por el entorno. No es que el medio ambiente quiera aplastarme,
ni yo a él. Simplemente, no nos entendemos. Vivo limitado por una realidad objetiva que no
me deja ver más allá.
* * *
El hombre de los diarios venía también ofreciendo revistas. Colgaban de cintas metálicas,
puestas en una estructura enarbolada como estandarte. Distintos motivos y colores, y la
magia de la repetición de muchos ejemplares iguales, sobreponiéndose casi completamente
cada uno a su antecesor. Esa franja repetida tantas veces es la que siempre me llama.
También puede lograrse el mismo efecto con un solo ejemplar. Me atrajo la portada en que
aparecía un niño con su gorro rojo, que parecía sacado del cuento de Blancanieves. Estaba
sentado en el extremo inferior derecho abriendo otra revista igual, excesivamente grande
para él, como si pudiera haber sido fotografiado leyéndola antes que ésta existiera. Un
dibujo trascendiendo el tiempo me parece más poderoso que cualquier fotografía. Y más
libre.
Miré detenidamente la revista dibujada en la tapa, y vi un enanito leyendo otra de las
mismas. Y miré dentro de ella. Y así varias veces. Siempre representaba el mismo niño
leyendo. Era algo de nunca terminar. Mis ojos alcanzaron a distinguir diez enanos, cada
cual más chico, pero sé que son muchos más, aunque no los pude ver.
* * *
Después de disfrutar sus colores me dispuse a leer la revista. Su nombre era “Salmo”. Su
número, el 18, estaba indicado en la portada, que mostraba a un jinete sometiendo a un
animal raro con una larga lanza.
La hojeé. Me estaba conformando con mirar los dibujos que conducían la secuencia de las
largas luchas contra toda clase de monstruos. Así, fui viendo tinieblas, manos salvadoras,
montañas que se desmoronan, rocas en qué pararse, y un mar de angustias dispersándose por
los cerros dejando ver la solidez profunda. Al sospechar que esto tenía que ver conmigo,
pues cada figura me removía algo, leí la frase que acompañaba a uno de los dibujos. “El
fondo del mar quedó a la vista y aparecieron los cimientos del mundo”. La lectura me daba
esperanza.
En un cuadro más grande se veía al protagonista asustado y solo, escondido entre fuertes
murallas que lo aislaban del peligro exterior. Me sentí tan completamente identificado, que
tuve que detenerme a orar.
Por miedo a perder lo que me confiaste, construí los muros, cuando era muy niño aún. Me
guardé para después. Ya es después. Ahora, puedo tratar de salir a vencer. Según confío,
mi fuego llegará a estar preparado. Las herramientas que no me diste, no me las diste
porque no las necesito. Así lo has dispuesto, en tu inmensa sabiduría. La luz ya está
encendida. Sólo me falta alumbrar. Cuando reconozco que has puesto todo en mí, ya no lo
puedo seguir ignorando. Algún día aprenderé a ser libre. Me has colmado de dignidad
, aunque la sociedad luche por convencerme de lo contrario.
Una frase que leí me llenó de fuerza. “Contigo corro a la lucha, con ayuda de mi Dios salto
la muralla”. Seguí leyendo las frasecitas mágicas, a pesar de los bruscos movimientos del
tren, que me desordenaban las letras. La más impactante me obligó a detenerme, una vez más.
“Los derribo y no pueden levantarse, quedan en tierra bajo mis pies”. Confieso que me chocó
un poco, hasta que vi el dibujo. Aparecía el mismo protagonista, al lado de afuera de su
fortaleza, victorioso. En el suelo yacían destrozados unos afiches muy grandes, pero sin
consistencia alguna. Tenían forma de guerreros, caras muy feas y letreros con sus nombres.
Fue todo lo que quedó del Ridículo, del Fracaso, de la Desaprobación y de muchos otros
miedos, completamente derrotados.
Entonces entendí o creí entender todo el asunto. La revista intentaba instruirme acerca de
los enemigos que tengo dentro, y de las defensas, que también están en mí. La sólidas y
las que se destruyen al primer viento. Las que me protegen de enemigos débiles y aquellas
sobre las cuales puedo ver mejor, como si estuviera en un campanario, escuchando resonar
hasta la brisa, y mirando a lo lejos un panorama menos desalentador.
Todo transcurre aquí adentro. Es que contengo verdaderos invasores. ¿Por qué hay enemigos
dentro de mí? Porque está todo. ¿Cuándo nacieron? ¿Cómo fueron creciendo y organizándose?
La fuerza que toman de mí, ¿a quién se la quitan? No pueden ser más fuertes que yo mismo.
¿No habré estado suministrando armas al ejército enemigo? Me quedé reflexionando que lo
único bueno de las guerras es que nos ayudan a entender lo que pasa dentro de uno.
22 La profesora
Esta sala veloz ya era mi lugar, desde antes que yo llegara. Es como una extensión que me
complementa, y en la cual puedo abrirme a lo nuevo e inesperado. Por cierto, no desempeño
ningún rol ajeno, ni en calidad de esclava, ni tampoco metida en alguna presunta obra de
teatro cosechando aplausos o transformaciones ficticias.
Hasta donde puedo, trato de no encajonar a los alumnos en ruinosos esquemas antiguos que
los harían olvidar lo esencial. Si algo valioso realmente aprenderán, será un lenguaje que
les permita expresar el mensaje divino que traen para sus mayores.
* * *
Al principio, creí poder controlar las situaciones del futuro. Trataba de transportar
pesados fardos de conocimiento para hacerlos entrar con calzador en los cerebros
infantiles, como si fueran envases vacíos. Después, me convencí de lo contrario. La
sabiduría no viaja, ni entra en las personas, ni se contagia. Simplemente, está en cada
uno.
Si logro interesar al estudiante a que abra puertas dentro de sí, su propia luz llegará a
todos los rincones.
Cada vez que uno de ellos expone lo aprendido, no sólo sé que aprendió, sino que además
percibo un nuevo matiz que no había advertido antes, o relaciono aspectos que tenía
distantes, y ya estoy mejor preparada para mi próxima clase. Y si el estudiante llega a
constituirse en mi propio profesor, podré decir “misión cumplida”.
* * *
Con las materias a enseñar pasa lo mismo que pasó con Juvenancio. La primera vez que vino,
dije a los alumnos.
- Les presento a un niño nuevo. Se llama Juvenancio Hermenulcibíades Del Brillantísimo San
Pancracio.
Nadie quiso jugar con él. Juvenancio se aburrió, y los demás se lo perdieron.
Al año después, Juvenancio lo intentó nuevamente. Entonces, me limité a decir :
- Pueden jugar con un niño nuevo que ha llegado.
Esta vez funcionó. Lo incorporaron a los juegos. Como una hora después, escuché un diálogo :
- ¿Cómo te llamas?
- Juve.
* * *
Los alumnos pueden aprender sin profesores. Pero ningún profesor puede enseñar si no
tiene alumnos.
* * *
Surgen sus preguntas. No todas son fáciles, aunque lo parezcan al mirarlas. Son como llaves,
como formas únicas y pequeños dientecitos que no encajan en cualquier cerradura. No abren
cualquier chapa. No dejan salir cualquier respuesta. Todas estas formas quedaron
recortadas al comienzo del viaje y desde entonces, cada respuesta espera a su pregunta.
* * *
- ¿Qué es una flor? - pregunté a Ernesto, y me devolvió la primera idea que encontró :
- Una flor es cada una de las extensiones de una planta, que le permite reproducirse.
No quedé conforme con algo tan externo. Tuve una época en que lo habría estado, pues aún
no tomaba conciencia del rápido deterioro que sufre la documentación intelectual al ser
arrasada por el caudal de lo ignorado. Cuando lo seguro se transforma en sospecha. Y lo
probable empieza a desvanecerse como espirales de humo. ¿Cómo decirle que buscara más
adentro una respuesta que encajara más exactamente?
- Ernesto, ¿qué es una flor? - le repetí, y no me defraudó. Se dejó ir hacia un sector un
poco más cálido, iluminado apenas por tímidos rayos de sabiduría, que se cuelan a través
de los nubarrones.
- La flor es la alegría de los jardines, que nos envuelve con su aroma.
Asentí en forma lenta, y le repetí la pregunta por tercera vez, para que buscara más
adentro aún. Estuvo en silencio un rato. Ya no pensaba. Guiado por su excursión anterior
llegó a otro lugar más despejado.
- Es un elogio a la vida - fue su respuesta, propia y universal al mismo tiempo. Yo no se
la había dictado. Creo que nunca la olvidaré.
* * *
- La historia tiene la costumbre de repetirse una y otra vez - les dije - y es así como la
vida humana recorre un camino cíclico. Cuando el homo sapiens se autodestruya, surgirá de
las cenizas el homo affectus. Al salir de su arca-de-noé saludará a la naturaleza con un
alarido, y volverá a pasar por las épocas cavernarias.
Durante la pausa, los alumnos hacían bromas acerca de cómo podría llamarse la civilización
que venga después del homo affectus.
- Será el homo fidelis - sentenció Ernesto.
23 Por lugares remotos
Contengo todas las semillas. Tan pequeñas, que no se ven a simple vista. Cada vez que
aprendo algo, me parece estar recordándolo, aunque no tengo ninguna idea desde cuándo el
conocimiento duerme en mí.
Esto lo viví de cerca en una enseñanza a la que me invitaron por preguntar demasiado. Se
refiere al hombre primitivo. Es el relato de Atón, quien pudo ver fugazmente un futuro
distante, como si sus semillas de conocimientos dormidos estuvieran soñando.
Por no disponer de un lenguaje apropiado a su visión, el tipo tuvo que sufrir toda clase de
vejámenes, hasta que fue condenado a muerte. Dejó un escrito que fue descifrado siglos
después. Es uno de los manuscritos más antiguos que se conoce. Fue encontrado hace muchos
años, cuando demolieron un antiguo edificio que había sido usado como lugar de reclusión.
* * *
Me he aficionado mucho a la lectura durante este viaje. En esta oportunidad, me puse a leer
el número 6 de una revista llamada Lucas, que saqué en cuanto vi pasar el canasto. La
empecé a hojear de atrás para adelante, sintiéndome atraído por algunas frases.
Me vino una súbita inquietud por saber qué hay dentro de las palabras. Son como un simple
envoltorio. Habitualmente, atiendo la realidad como si estuviera sumergida en la neblina.
No logro ver mucho más allá del papel escrito, lo que es apenas un poco más lejos que la
nariz.
Pero, ahora estaba perceptivo. Descubrí que mi vista es poderosa y puede llegar a sectores
diminutos, que no parecen ser visibles. Mis ojos lograron entrar en las letras como un
lente que me permitiera mirar cada punto en forma ampliada. Es casi como ver los átomos y
los seres que los habitan. Miré la página de la revista y pude detenerme en una frase.
Dentro de ella, en una palabra. En una letra. Y más adentro, en algún puntito negro de su
interior, un verdadero regalo sin abrir.
Ver lo eterno desde lo efímero. Es así como llego al contenido, más antiguo y más grandioso
que la palabra escrita. Las palabras son apenas un intento de expresar una realidad que las
sobrepasa.
Al principio vi pura oscuridad, pero seguí intentando sin desesperar, hasta que las imágenes
empezaron a delinearse y cobrar vida. Llegué a un lugar que me había parecido distante y
remoto. Estuve en él. Pude sentir la vivencia que leía. Me aventuré en el mundo relatado,
en la medida que lo tenía previamente inscrito.
Sin saber cómo, me vi metido en pleno sermón de la montaña, sentado en el suelo, en una
gradería natural, escuchando al Maestro que hablaba desde un sector bajo. En sus manos
tenía un improvisado altavoz. Mi alma se llenó de luz y calor al recibir la original
enseñanza que, según me dijeron, llevaba varias horas.
Encuentro fabuloso llegar a estar dentro de un contexto que rompe la formalidad del entorno
presente. Es como destaparse los ojos, para ver en plenitud. Desamarrarse los pies para
cruzar fronteras impuestas arbitrariamente.
* * *
Era un lindo día de sol.
Fue impresionante sentirme tan cerca de El. Privilegiado, en un acto que no se va a dar de
nuevo. Su palabra llenaba el cajón de cerros y mantenía a todos absortos. El lugar había
sido especialmente escogido porque ayudaba a que la voz llegara con fuerza.
- El que me oye y hace lo que digo - dijo Jesús -, se parece a un hombre que, al construir
su casa cavó bien hondo y puso los cimientos sobre la roca.
En la breve pausa que siguió, tuve tiempo suficiente para entrar en esa palabra que aún
sonaba en mis oídos. Me sumergí en otro mundo remoto y desconocido, para visitar esa
construcción. Aún tenía los andamios. Parado sobre los tablones, conversé con aquel sabio
personaje sin nombre. Lo noté absolutamente convencido de lo que estaba haciendo. Se
parecía a cualquiera pero era más libre. Como algún rey original y valiente que edificara
un palacio sencillo.
- Toda esa tierra que tuve que sacar era una parte de mí - me explicó -. Y la casa, más que
un lugar donde vivir, es mi vida misma.
Era un país extraño, con gente extraña, que levantaba casas extrañas, para protegerse de una
naturaleza extraña.
24 Atón
Estas son las palabras de Atón, hijo de Dolomías, de una familia de pastores que vivía en
la tierra de Melub en el año quinto del reinado de Abaús :
Tuve una extraña visión y la poca prudencia de decir lo que vi. Quedé atado a algo que no
comprendo. No llegan a mí las palabras que lo explicaran. Esto ocurrió cuando fui desde el
valle del río de los Deseos hasta el valle del río de los Dioses. Sus aguas se juntan antes
de llegar al mar. Entonces se cumplen los deseos.
Caminé por el desierto muchas horas. Tenía sed. Ya había bebido toda el agua que pude
llevar. El sol mojaba mi rostro como si el agua que bebí quisiera huir de mí. A lo lejos
apareció una gran laguna. Sé muy bien que no había laguna. Todo es obra de los dioses que
me presentan su agua para darme ánimo a seguir caminando. Me venían deseos de sumergirme.
Entonces tuve la visión de un mundo desconocido.
Miré y vi que había una casa que me atraía la mirada. Estaba construída con troncos muy
rectos y pulidos. Tanto que no me lo pude explicar. Sería maravilloso vivir ahí.
Sentí miedo. Estuve escondido detrás de un árbol sin atreverme a salir, hasta que comprendí
que la gente no me veía.
Estaban vestidos con finas ropas de todos colores. No necesitaban acercarse a ningún río a
buscar agua. Esta salía de un pequeño tubo de hierro enterrado en el suelo, muy cerca de la
casa. Era del tamaño de un niño de pocos años. Las mujeres llegaban hasta allí y hacían
girar un nudo de hierro que coronaba el tubo. Así obtenían agua con la que llenaban unos
cántaros de boca ancha. Me fijé que también eran de hierro. En menos de cincuenta pasos,
las mujeres llevaban los cántaros hasta sus casas, donde tenían el fuego. Sería fácil vivir
en esa comodidad.
Me aventuré muy cerca de la casa, pues no me veían. Estaba observando a través de una
ventana, y vi un objeto que tenía vida dentro. Era como una gran roca pulida y recta que
despedía un fulgor de luz de muchos colores. No lograba sacar mi vista de la piedra viva.
Contenía personas pequeñitas que iban y venían, hablaban y comían. Una fuerza irresistible
me mantuvo mirando.
Después de largo rato, levanté la vista. Vi a lo lejos otras casas, rodeadas de espléndidos
jardines. Fui hacia ellas. Me acerqué mucho a una de las casas. Estaba construída con alguna
piedra muy fina y pulida. Era más fastuosa que la casa que observé antes. La gente que las
habitaba tenía vestimentas casi tan relucientes como en la piedra viva. Seguí mirando en
la visión, acercándome todo lo que pude.
A través de muchas ventanas vi piedras vivas. Los niños estaban encantados frente a ellas.
Y eran cuidados por sirvientas, provenientes de las casas de troncos rectos. Como eso me
llamara la atención, pregunté a un ángel que hablaba conmigo. Me dijo "Así lo disponen para
que los niños puedan aprender la sencillez, de la que están privados". Después de eso
terminó mi visión. La laguna se alejó hasta perderse.
Caminé con nuevos bríos un largo trecho y no tardé en llegar a mi casa. Llamé a todos los
de la tribu y les conté lo que vi, sin suprimir nada.
Debí haber consultado primero a los dioses.
La noticia se esparció y llegó a oídos del rey. Los sabios y adivinos no pudieron dar
explicación de lo ocurrido. Ya no tuve más paz. Nadie quiso escucharme. Me llevaron a la
cárcel cuando el rey dijo "Mereces morir porque no dices más que mentiras". Pero, yo estoy
seguro de lo que vi. No sé explicar mi visión, que se cumplirá en tiempos remotos.
25 Entre la luz y la sombra
- ¿Hasta qué punto estará escrito nuestro destino? - pregunté a Miguel, mientras el tren
describía una curva que me permitió observar más allá de la locomotora los rieles que se
perdían en el horizonte.
- Supongo que hay varias rutas trazadas - respondió, no sin antes burlarse de mi cuaderno.
- ¿Tú crees que uno elige el camino por donde ir? - insistí confuso e incómodo mientras
escondía el cuaderno, con tal grado de eficacia, que después tardaría años en volver a
encontrarlo.
- Sin duda, la vida está llena de decisiones.
- Pero, a veces nuestras decisiones tienen muy poco alcance.
Ante mi nueva insistencia, Miguel meditó un rato, antes de emitir su opinión :
- Por más rígido que encuentres el camino por el que tienes que ir, siempre tendrás la
oportunidad de escoger si pisar con entusiasmo o con temor, con naturalidad o con
resentimiento. O comandado por el deber, la costumbre, la ambición, la anestesia, o lo
que fuere.
* * *
Leí palabras que iban más allá de los acontecimientos mismos. Inmersos en un espacio y un
tiempo, pero sin estar anclados en ninguno de ellos. Esta vez tenía en mis manos el número
8 de la revista Juan. Me sumergí en la espesura de cada letra y, de repente, ya no estaba
en el tren.
Me vi puesto en otro escenario representando una obra diferente. Entremedio de una multitud
enardecida. Todos tenían piedras en sus manos. Miré mi mano. Ahí también había una piedra,
que yo había cogido del suelo en un momento de debilidad, dejándome llevar por el grupo
y por las convenciones establecidas. Los gritos se dirigían hacia una mujer que huía
asustada, perseguida por una sociedad que no se sentía con derecho a aceptarla.
Era como estar viviendo un sueño, con recuerdos nuevos que me explicaban cómo llegué allí.
Supe que me pasó a buscar el amigo de mi amigo, poderoso mercader. Había que dar su
merecido a la mujer que osó tener amores con el que no era su esposo. Yo no habría ido, si
no fuera que justamente estaba tratando de conseguir trabajo. El amigo de mi amigo,
poderoso mercader, era el faro que me alumbraba en ese momento.
Me sentí como en una verdadera pesadilla. Sin duda que tener mala puntería no será gran
falta. Miré a mi alrededor, buscando algo que pudiera sacarme de esta actitud. Solamente
vi a un grupo de hombres que nos observaban disgustados. Al centro de ellos, un hombre
sereno y amistoso, sentado en el suelo, escribía algo en la tierra. Sentí que las cosas
se estaban dando bien, aunque los perseguidores más rabiosos lograron atrapar a la mujer.
“Maestro” le dijeron al que escribía en la tierra, y le pidieron avalar la venganza. Cuando
el Maestro dijo “el que no tenga pecado, tire la primera piedra” recordé todo. Por un
instante me conecté con cada página de las historias de todos los mundos. Era una gran
cosa no estar amarrado al tiempo. Sin dudarlo boté la piedra al suelo, con gran alivio de
mi parte. Casi seguí a mis amigos que ya se iban refunfuñando. Me quedó claro que la única
decisión que está siempre presente, hasta en las más pequeñas cosas, es : “Ayudo a Jesús”
o “No le ayudo”.
Caminé lentamente en dirección a Jesús. Quería preguntarle algo, pero no me atreví a llegar
hasta él. A lo lejos, vi como dejaba ir a la mujer, con palabras tiernas que no escuché.
Alcancé a acercarme otro poco y vacilé. En eso, la escena se me esfumó y me vi nuevamente
viajando dentro de las letras, hacia afuera. Sentado en mi tren, repasé esas preguntas
que me rondaban y que no alcancé a formular :
¿Qué escribía? Esto es simple curiosidad.
¿Cuántas situaciones parecidas se producen a cada rato? Ya sé que es inútil tratar de
contarlas. Por ejemplo . . . ¿por qué tenemos que repudiar a Poncio Pilatos, una vez por
semana, cuando afirmamos nuestras certezas? ¿Sólo porque no quiso pedir perdón? Ni siquiera
fue el culpable principal. Y lo hemos estado apedreando, como si el rencor fuera uno de
nuestros valores eternos. ¿Acaso estamos todos libres de pecado?
26 La ventana
Apenas alcanzo a retratar un pequeño trozo del entorno. Algún día creceré. Cuando sea
grande. Podré contar en una sola frase toda la belleza del paisaje. La inmensidad de los
mares y montañas que van pasando a medida que avanza el tren.
Algunos creen que yo lo sé todo. Pero no es así. Intento ser transparente y mostrar lo
esencial.
Me protejo con un vidrio, que al llenarse de polvo y barro, obstruye las miradas, provocando
una imagen distorsionada del mundo. Habitualmente, permanezco cerrada, por seguridad.
Recuerdo esa vez, cuando un piedrazo fortuito me quebró el vidrio. Nadie resultó dañado,
pero empecé a dar un viento helado, insufrible. No parecía ser yo. Algo me faltaba. Hasta
que me sanó un vidriero.
Me gustaría tener un vidrio irrompible. Pero, más que eso, sueño con la sabiduría y la
clarividencia. Aunque no quiero ser tan definida que me limite, como una verdad encajonada,
que deja de ser verdad. O como un río envasado, que también deja de serlo.
* * *
Ahí está el niño parado en su asiento. Con su cabecita pegada a mí. Le muestro la vida que
hay afuera, mientras el tren atraviesa la ciudad. Lo protejo de los peligros que algún día
tendrá que afrontar.
Vemos los carretones naufragando en la lluvia cuando sus caballos resbalan en el pavimento.
Manchas de arco iris, venidas desde los automóviles se esparcen por el suelo. También le
dejo ver las gotas largas y filudas que caen oblicuas sobre los vendedores ambulantes,
disfrazados de bomberos. Y también la gente que pasa todos los días, una y otra vez. Los
con paraguas y los sin paraguas.
El niño ve todo ese mundo en el que no puede estar. Pero, el mundo no ve al niño.
* * *
Mis adeptos no toleran la duda. Necesitan apoyarse en cualquier concepto que parezca firme.
Los hace sentirse poseedores de la única verdad absoluta.
Muchos me preguntan qué hay allá al otro lado. Pero, no esperan mi respuesta. Tomo aliento
para contarles todo. Trato de empezar por el principio, pero me demoro en asignarlo. En
tanto, la gente ya se ha ido. Sólo alcanzan a escuchar el punto inicial y se conforman con
ese primer atisbo.
Me guía la intención de mostrar como en una película la vida de algún ser al que no conocen.
Donde sea que miren, si buscan bien, verán la manifestación de algo grandioso. No debería
bastar una mirada de reojo. Sin embargo, los pasajeros no quieren asumir algo tan grande.
Mi entorno está variando a cada instante. No sólo por el devenir y por la dinámica natural,
sino por la velocidad a que nos lleva el maquinista. Va tan rápido que no se alcanza a
disfrutar algo y ya se está yendo.
Los pasajeros se enredan porque ya no ven lo mismo que veían antes, y porque cada árbol
queda distinto después de sentirse observado.
No soy un cuadro colgado en la pared.
* * *
No soy la única, ni quiero jactarme de ser la más completa, ni la más clara, ni la más
perfecta. Pero, igual llamo a los pasajeros. Me gustaría tener brazos para acercar a las
personas. Eligen las ventanas más concurridas, y se quedan tan atrás que apenas pueden ver
algo.
Tienen el poco grato comportamiento de pelearse con los que miran otras ventanas. Cada uno
ve lo que la suya le muestra. Y se van discutiendo “que eran cinco los árboles”, “que no,
que eran cuatro”, “que el cerro era muy alto”, “que cuál cerro si yo vi un río”, y así . . .
Me siento frustrada por no poder dar a conocer un panorama completo. A lo más, puedo
mostrarles un lado del mundo. Mis compañeras del frente conocen el otro lado, y tratan de
darlo. Por lo menos, puedo cantar la totalidad de mi medio paisaje. También lo que ya pasó
y lo que está por venir.
Sin mis hermanas no soy nada. Quisiera que estuviéramos mucho más unidas. Junto a ellas
conformamos una gran ventana. No son despreciables mentirosas que me contradigan, sino
amadas amigas que me complementan.
* * *
En la noche me transformo en espejo.
Hay un tiempo de mirar para afuera y un tiempo de mirar para adentro.
27 Sobre otro andar
Soñé que me encontraba completamente desnudo, acercándome a la puerta de una casa. Había
gente en la vereda y también en la calzada. Sentí vergüenza al entrar, porque no sería bien
visto mi atuendo. Dentro de la casa todos estaban vestidos, ya sea con disfraces o con
chaleco azul con franjas amarillas. Escuché decir “Allá está la pieza de los piluchos”.
Entré a varias habitaciones buscando la mía, pero no la encontré.
En determinado momento, me di cuenta que estaba soñando. En consecuencia, calculé que el
sueño no iba a durar mucho. Quise aprovecharlo, dándome licencia para sensaciones
prohibidas. Busqué alguna mujer hermosa, y encontré una que estaba vestida de rosado, con
unos vuelos. Al abrazarla la sentí blanda, como una imagen no corpórea. Pero, fue tomando
cuerpo de mujer. Me sonrió. La besé largamente, a la vez que empecé a deslizar mis manos
hacia abajo. La acaricié, si es que puede llamarse así la forma grosera como puse mis manos
en ella.
Solamente hasta un temprano despertar y el frustrante comprobar que no he besado ni tocado
realmente a nadie. Estoy simplemente en mi asiento del tren.
Mi boca aún siente el beso de una mujer que ya no está. Mis manos aún sienten su cuerpo
delicioso. Pero, ella no está.
Eso es lo que yo creía. Gateando por el pasillo, aparece la mujer de vestido rosado. Con
rostro de mujer abandonada invade mi vida real, sin tener ningún derecho. Me da pánico,
pues empieza a burlarse de Aurelia.
- Ya tienes que irte - le susurro a la mujer de rosado. Yo tengo derechos sobre ella porque
es tan solo una imagen y pertenece a mi sueño. Que logre salirse de su prisión es algo
terrorífico.
- ¿Quién es la loca de los vuelitos? - alcanza a decir Aurelia, y sigue durmiendo.
No doy más. Mis manos toman fuertemente por los vuelitos a esa especie de fauno hembra.
Ahora tiene una cola que termina en una estrella. Es liviana. La tomo por la cola, le doy
varias vueltas y la lanzo al suelo. Se desvanece y se esfuma. ¡Qué alivio! Habrá regresado
al lugar de donde vino.
Un tipo de pésimo aspecto se sienta a mi lado. Aunque no le tengo confianza, respondo a su
saludo y trato de ser amable.
- ¿Qué le hiciste a ella? - me pregunta, suavizando un poco su rostro. Es un sacerdote. ¡Oh,
qué atroz! Otra vez me persigue el sueño en mi vida real. Nunca antes había experimentado
algo así. No puedo explicarme cómo simples personajes oníricos pueden llegar a
responsabilizarme por actos cometidos durante un período especial. Mi sueño es sólo mío. No
puedo permitir que me complique así la vida, llevándome al desprestigio.
El cura trae un altar portátil. Viste una casulla de hilos dorados, entretejidos con algunos
azules. Varias mujeres de chaleco azul con franjas amarillas ocupan diversos asientos del
tren. Y me miran. Me detestan. Es una encerrona. Me siento culpable. Pero les digo que por
favor se dejen de molestar. Agarro el altar y lo tiro en el pasillo. Se desliza hasta el
otro carro, mientras el sacerdote lo va a buscar, mostrando mucha paciencia. Ahora, la
situación parece normal.
- Es un sueño que me anda persiguiendo - le explico a Miguel - me porté mal con una de ellas.
- A cualquiera le pasa.
- A mí, primera vez que me pasa que un sueño se meta en mi vida real.
Finalmente, toda la imagen se disipa y la pesadilla termina. Puedo darme cuenta que estoy
despertando un nivel más de vigilia. Llego a mi verdadero tren, de fierro y madera. Ahora
sí que estoy despierto, propiamente dicho. Y transpirando.
* * *
Durante unos segundos, tuve la conocida sensación de haber vivido antes esta misma escena,
conversando acerca de la misma carreta, en algún momento anterior que no logro identificar.
Es como si mi última vivencia se me hubiera ido directo a la memoria, antes de ocupar mi
atención. Usando para ello un camino rápido, en vez del habitual. Quizás porque produje un
silencio muy marcado, durante una fracción de segundo. Es como si un murmullo de fiesta
hubiera callado en forma súbita, dejándome oír hasta los susurros. Y también los sonidos
suaves de la sabiduría.
Lo extraordinario es que justamente me ocurrió al escuchar al Viejo Rubén. Cuando mencionó
un sendero angosto que conduce a paisajes bellos, en contraposición al camino ancho y
pavimentado, que también recorremos al mismo tiempo a través de logros materiales e
intelectuales.
A nadie le llegó muy bien este doble caminar, excepto a Miguel que elucubró una complicada
teoría acerca de composición de rutas. Nos habló de grados más y grados menos para los
rumbos de las personas. Por más que me esforcé, no le entendí casi nada. Sólo sé que nos
movemos por dos caminos a la vez.
Sospecho que esa huella precaria mencionada por Rubén lleva a un conocimiento más verdadero
que los razonables hitos de la autopista.
No importan los obstáculos de la vía angosta, pues sólo si caigo al suelo podré criar
confianza en mi caminar.
En la misma forma, si nunca fue de noche, no podré tomar conciencia que es de día.
Por eso, amo más la verdad, mientras más mentiras escucho. La añorada verdad, que podré
encontrar en cualquier punto cardinal, si lo recorro entero.
28 El tren
Varios años de primavera, y después unos tantos de verano, y los de otoño, transcurrieron
todos plácidamente. Yo iba contento devorando kilómetros como si nada, en un eterno
presente, anunciándome con un golpeteo en el riel. Me sentía fuerte. También servicial y
acogedor. Hasta quise sentirme ágil, pero empecé a cansarme. Justamente, tenía que ocurrir
en invierno. No podía ser de otro modo. Ocupé tanta energía en calentarme un poquito, que
no me quedaba mucho combustible. No era fácil avanzar en medio de la nieve que se acumulaba
lentamente en los rieles. Mis últimos pasos los daba apenas. Iba tan despacio que los
pasajeros podían bajarse a estirar las piernas y volver a subir en el otro carro.
No fui capaz de continuar. Me quedé sin nada con qué alimentar la caldera. Aquí estoy yerto
y sin esperanzas de seguir, sintiéndome culpable y torpe, cuando empieza a oscurecer.
A medida que se inicia una larga noche, los esquemas de las personas empiezan a
resquebrajarse. El frío les copa completamente la capacidad de atención. Se resisten a
vivir momentos que imaginan dolorosos, quizás por algún conocimiento anterior que se
instaló como obstáculo.
Mi imaginación está completando el paisaje que no puedo ver. Grandes rocas, aguas congeladas
y puentes cortados se superponen a la añorada calidez de las flores amarillas. Vislumbro
ese Después que es como un Antes.
* * *
Es una buena ocasión para reflexionar acerca de mi vida. No lo hago casi nunca.
Habitualmente, puedo andar enojado o alegre, pero siempre apurado. Restringido a esa doble
hilera de fierros brillantes unidos por durmientes, que vienen a mí como teclas mágicas de
un piano largo, muy largo, infinito.
Cuando agarro vuelo, me siento poderoso y trato de ir a varias partes al mismo tiempo.
Antiguamente había supuesto que podía llegar muy lejos. ¿Lejos de qué? Ya me olvidé de eso.
Siempre estoy cerca.
Soy esclavo de un itinerario. El maquinista anda trayendo un plan en una hojita con
casilleros para marcar un ticket cada vez que pasa una estación. Es su razón de existir.
Superar las etapas. Dejar muy ordenadamente dispuesto en el pasado todo lo que antes
estaba en el futuro.
Las estaciones me dan su encanto si me fijo en ellas. Son mi razón de ser. Pero,
habitualmente estoy muy ocupado y ni me dejo recibir por mi entorno. No me doy permiso para
distracciones ni para disfrutar los puntos intermedios. No alcanzo a recibir lo que la
vida me depara, ni a escuchar las palabras que necesito, aunque estén en todas partes.
Corro sin detenerme, ni siquiera a escuchar la melodía que estoy interpretando.
* * *
Permito ser ocupado por vidas que nunca comprenderé. Conversaciones, lecturas, hasta paseos,
y miradas a un mundo cambiante, con intención de descubrir. Aunque los pasajeros fueran
siempre los mismos, sus pensamientos son otros. Yo tampoco soy el mismo del viaje anterior.
Todos dejan algo que no sé recoger. Las páginas que llevan en su mente conforman un tomo
distinto cada vez. Y todo eso quiere salir afuera. Las paredes interiores de los vagones se
van empapelando con esas páginas, como un cuerpo llenándose de ansiedades y rubores. Si tan
solo pudiera leerlas, sabría lo que pasa dentro de mí.
Me gustaría conocer los recuentos de las vivencias de cada viajero. Algunos tendrán entre sí
conexiones que ni sospechan y que nunca sabrán si no les toca hablarse. Después que se
bajen, cada uno en su estación, no se verán más. Podría urdirse una trama con todas esas
historias, entrelazadas como transeúntes que se cruzaran sin mirarse ni decirse nada. Son
historias que no mueren.
Mi cuerpo morirá un día. Talvez en un vergonzoso accidente. Muevo tanta energía, que un mal
paso o un choque pueden ser desastrosos. ¿ Cómo terminaré ? Descarrilado, u oxidado, o como
un montón de chatarra olvidada y arrumbada en una de las líneas más externas de alguna
estación antigua, de un ramal en desuso. Es mi destino.
Miles de historias quedarán flotando dentro de cada carro, para que alguien las lea. Las
tramas que no surgieron seguirán entrelazándose en apagada armonía. Esperando a que un
compositor las descubra, las escuche, y las guarde en corcheas y semifusas garabateadas
en un papel.
29 Con todo y nada
Una vivencia emocionante se escondía dentro de cada frase de la revista Lucas, número 19.
Con sólo leer las palabras no sabía lo que traían, mientras no entraba en ellas. De pronto,
estuve involucrado en una de esas escenas. Muy cerca de Jesús, escuchando sus
instrucciones.
- Encontrarán un burro atado que nadie ha montado todavía.
Fue como una flecha que daba en el blanco. En el preciso instante en que yo también pasé a
ser discípulo. Me di cuenta que Jesús dice cosas más fuertes que las asimiladas por mí
hasta ese momento. Inmediatamente visualicé en mi propia alma ese burro atado.
¿Puedo creer que Jesús necesita algo de lo que yo tengo? Sí, me siento interpelado. Asumo
que necesita algo mío. Algo. Puede ser una pequeña generosidad. O una creatividad simple.
Eso que he estado despreciando. La facultad dormida, que no ha servido a nadie aún.
Guardada en su caja, podría morir sin ser vista.
No me lo creo ni yo mismo. Me avergüenzo de ese animal de carga. Si lo que quiero dar al
Señor es un caballo de fina estampa, un caballo triunfador que, lamentablemente, aún no he
logrado criar. Pero, El no me pide maravillas. Entonces, no tengo que avergonzarme de no
ser maravilloso. No me pide lo que no tengo. Me pide lo que no creo que tengo porque no lo
he sabido tener. Porque lo escondí cuando se burlaron. O lo guardé cuando estuvieron a
punto de destrozármelo. Es un burro para cuidarlo amorosamente. Talvez está llamado a
transportar a Jesús. Me entusiasma ese privilegio. Entonces, a desatar burros.
* * *
En benditas cavilaciones venía, acompañando a los demás discípulos. Acalorados y cansados,
pero con alegría y satisfacción, traíamos el burro. Pusimos nuestras mantas sobre el lomo
del animal y ayudamos a Jesús a montarlo. Al poco rato, entrábamos a Jerusalén. La gente
se desbordó por las calles aclamando al Maestro, con alegría inmensa, y agitando ramos.
Fue fabuloso acompañar su entrada a la ciudad. Nunca había estado en una manifestación tan
vibrante y en la que sentí cómo surgía mi propia vida desde los escondites. Recordé cosas
que inmediatamente olvidaba de nuevo, como un reencuentro fugaz con alguna de mis raíces.
El compromiso con ese hombre produjo un eco en algún rincón mío, difícil de ubicar. Me daba
fuerzas para cambiar. No supe si quería morir o vivir para su causa.
Cuando los poderosos de la ciudad hacían callar a los más entusiastas, no lo conseguían. Más
aún, se atrevían a incorporarse a la marcha los más apagados. Esos cuya dureza de piedra
los reserva para el final. Piedras que aún no han gritado. Como yo.
Cuando no queden valientes nos tocará reemplazarlos.
30 Rubén
Guardo hasta los más lejanos kilómetros de la vía férrea. Por eso me dicen “El Viejo”.
Se me ha ido gastando el cuerpo, pero por dentro aún tengo la novedad del comienzo. Ahí me
esperan los tramos antiguos, tan claros como en el momento de vivirlos. No envejecen ni
podrán morir. La vida no se añeja. Es mi cuerpo el que ya no me sigue con tanta agilidad.
En cambio, creo que mi alma ni siquiera alcanzó a llegar a la mayoría de edad.
La sociedad intenta obligarme a renunciar a mis anhelos y sueños juveniles. La verdad es
que todavía los tengo todos intactos. Cuando fui nuevo, imaginé una vida adulta llena de
sensaciones en limpio. Amplias y dignas. Todas ésas que son prohibidas para los niños.
Pero, no ocurrió así. Mi única sensación nueva, adquirida con el tiempo, es mi propio
cactus blanco que me raspa el cuello al despertar.
* * *
Me parece que antes hubiéramos pasado por bosques más frondosos que los de hoy. Cuando el
tren andaba más lento. Los avances de la técnica han hecho que ahora corra cada vez más
rápido.
Hasta que no pudo más.
Fue en la noche del mismo día aquél, en que me ocurrió algo tan especial. A media mañana, en
cierto momento recuerdo que miré hacia los pasajeros del carro, y me pareció que todas las
personas irradiaban una bondad invisible. Fugazmente. Aunque duró apenas una fracción de
segundo, alcancé a fijarme en cada rasgo de cada rostro.
Me llegó como un destello sin luz, o si se prefiere, como un relámpago invisible. Nunca más
he vuelto a percibir algo semejante. Fue tan magno, que me imaginé viviendo siempre así, y
supuse que eso era el paraíso. Después recapacité. Si ese estado fuera permanente no
aprendería a amarlo.
También la avería del tren nos hizo tomar conciencia de lo lindo que había sido su continuo
desplazamiento.
* * *
Nuestra situación se puso bastante difícil, a causa de una detención inesperada. Hicimos
bromas al principio. Después ya no nos causaron gracia. Cuando se nos vino encima la noche
helada y oscura, empezó a cundir el desánimo. Me costó superar una tendencia inicial a
dejarme aplastar por la situación. No ganaría nada con el solo hecho de estar en contra de
algo tan lamentable. No iba a bajarme del tren, sólo para manifestar mi descontento. Ni
para ayudar a los que empujaban con todas sus fuerzas hasta que se cansaron y no lograron
que el convoy se moviera ni un solo milímetro.
Lo único constructivo era asumir la triste realidad y tratar de echar a andar nuevamente el
tren. Fueron innumerables días intentando activar la energía de la máquina, produciendo
borbotones de movimiento que nos desestabilizaron hasta tal punto, que varias personas
cayeron al suelo.
Unos se acostumbraron a vivir sin avanzar. Otros, sintiéndose impotentes, miraban el
horizonte con ojos largos.
Unos se pusieron a dormir. Otros, los más precavidos, pasaban carro por carro. con
improvisadas linternas, para iluminar aunque fuera un poco.
Unos se despertaban airados por la inoportuna interrupción de sus dulces sueños, y les
tiraban duras botas a los otros. No solamente botas. También les tiraban zapatos.
* * *
- Las dificultades son fuente de sabiduría - repetí como loco. Intentaba traer de vuelta a
aquéllos que se fueron a una actitud derrotista.
En mis innumerables años he aprendido cosas que quiero compartir. Necesito servir como guía,
pero me tiran para un lado.
Quise mostrarles la oración como una ayuda para salir adelante. No me expresé muy bien, y
algunos no me entendieron. Talvez estaban programados para no abrirse a lo inesperado.
Menos mal que tengo alguien que me discuta porque me permite seguir aprendiendo. Es mi
antiguo compañero de aventuras. Tan amplio de cuerpo, como escuálido era yo, cuando
llegamos al tren, un mismo día. Desde entonces, hemos andado en encuentros y desencuentros,
y conversado sabias botellas de vino tinto.
- Lo que pasa es que tú quieres endosarle a Dios la responsabilidad nuestra - me dijo mi
inseparable amigo -. Sentarnos a eludirla en vez de enfrentar nuestros problemas.
- No seas orgulloso - le replicó su mujer -. Yo no tengo problemas en pedir milagros a Dios.
El lo puede todo. Tendría que poder sacarnos de aquí.
Tampoco era ése mi sentir. Se habían ido a extremos tan alejados de la realidad que en
ninguno de ellos podríamos encontrarnos.
- No tratemos de hacer las cosas sin Dios - les dije -, ni pretendamos que Dios quiera
hacerlas sin nosotros.
Por lo menos quedaron pensativos. Hace bien escuchar cosas nuevas. Así me pareció, y me
quedé reflexionando en lo que me escuché decir. Me gustó esa forma de trabajo en equipo.
* * *
Hay personas que cuentan con varios asientos para cada uno y otros que han logrado carros
enteros. En cambio, algunos van de a tres, y hasta de a cuatro por asiento.
Desde mi incorporación al tren he querido llevar a los pobres la palabra que necesitan los
pobres, y a los ricos la que necesitan los ricos. Si las confundo, nadie me entenderá nada.
- Quizás los que van en carreta no tengan que hacer un camino tan largo - atiné a decirle a
mi amigo, mientras divisaba por la ventana un carretón que corría, no lejos del tren.
Supuse que sin tantas barreras ni bienes materiales que obstaculicen la visión, se facilita
el acercamiento.
- Estás completamente equivocado. El camino de los pobres es mucho más difícil. Tienen muy
poco acceso al éxito y a la realización personal.
La rápida y enfática respuesta obtenida me hizo mirar la orilla del camino donde estaban
cayendo mis ideas. La conversación me enseñó algo, pero no lo que yo había ido a aprender.
* * *
Se nos exige una juventud que ya gastamos, o simplemente perdimos.
Sólo podemos contar con el tiempo presente. El que jamás termina. Lo vamos teniendo de a
gotas para que no lo devoremos.
Esto me confirma la importancia del tiempo, que a veces desperdiciamos tan livianamente, o
lo que es peor, pesadamente. Primordial debe ser tal recurso, si todos lo tenemos en igual
proporción. Todo el transcurso de una hora, veinticuatro veces al día, cada día, lo tienen
los poderosos y los sometidos. Es como el sol y como la lluvia.
Una sucesión de instantes conforman mi más preciado capital. Es el que más puede ayudarme,
si no se me escapa entre los dedos.
Me pareció interesante conversar con mi amigo todas estas cosas.
- No tengo tiempo - me dijo duramente, y se retiró.
* * *
Fue Aurelia la que se puso a cantar. Cuando parece no haber nada, siempre hay una canción.
Al principio, todos la miraban extrañados, como a una loca que clama por aquéllo que jamás
vendrá. No creíamos posible salir de nuestra frialdad. Pero, uno a uno nos fuimos
incorporando a ese llamado a una calidez perdida. Hasta que difusamente visualicé a lo
lejos una silueta alegre y transparente que intentaba volver al tren.
* * *
Al requerirse la creatividad, ésta surgió como una lluvia, en que todos aportaban ideas. Ya
fueran repetidas, incompletas, opuestas, parciales, parecidas, nuevas, agresivas, locas o
geniales. Todas eran útiles para generar otras ideas, por asociación. Así iban saliendo
hasta las olvidadas, y también las difíciles de atreverse a decir. La solución óptima se
presentó de repente y se impuso con fuerza propia, acallando la discusión.
A esas alturas, ya todos estábamos de acuerdo en que la locomotora era de vapor y que estaba
detenida porque el frío la hacía requerir más energía. Por lo riguroso del invierno nos
habíamos quedado sin carbón. De ninguna manera podrían venir expediciones a socorrernos, lo
cual nos obligaba a recurrir a las fuerzas que estuvieran presente.
El tren tenía asientos de madera. ¿Y para qué los necesitábamos? El fuego que nos movería es
como el amor, que se alimenta desprendiéndose de las comodidades. Tampoco el amor dura para
siempre si no le echo leña de vez en cuando. Adivino que la fuerza que llevamos dentro no
tiene nada que envidiarle a la que mueve trenes.
Fue así como pudimos continuar viaje, de pie, y mucho más unidos después de haber vivido el
contratiempo y haber salido de él. Ví a la locomotora echar un humo que me pareció nuevo.
Con todas las distintas tonalidades de gris escapando apuradamente.
31 Ante la pequeña inmensidad
A veces siento el saludo del Padre. Es por una experiencia tan especial como simple. Ocurre
en algún momento en que sé cual es el rasgo que falta en la escena que estoy viviendo. Su
ausencia lo delata. Es el detalle anunciado de una armonía que quiere darse. Me imagino una
fuente de donde manarán aguas al ser descubiertas.
Entonces, se produce ese detalle, como un retorno espontáneo. Es maravilloso sentir que El
me está saludando. No me está pidiendo nada. Es una comunicación que no lleva instrucciones
ni propósitos. Simplemente, un Buenos Días, que me alegra y me da optimismo, al sentir que
Dios está ahí, de alguna manera, acogedor, conciente de mi presencia.
Me pasó esta mañana. Cuando Miguel partió su pan y me ofreció un pedazo, recordé algo que
leí, días atrás, en el número 24 de la revista Lucas. Se refería a los peregrinos que, sin
saberlo, tenían a Jesús resucitado caminando junto a ellos. Lo reconocieron cuando partió
el pan, pero entonces desapareció de su vista.
Mi vivencia de hoy me hizo sentir como un Cleofás viajando a Emaús. Miré hacia el asiento
vecino y comprobé con asombro que Miguel se había levantado. Ya no estaba allí. Toda la
situación me llegó como un saludo de Dios. Sonreí complacido.
- De verdad es un buen día, Padre - respondí en silencio, sintiéndome contento.
* * *
Pasó Aurelia, más hermosa que nunca. Me dejó un café y muchos deseos de escuchar una
canción. Pasó el canasto de las revistas y tomé una. Era Lucas, número 10. La abrí en una
página cualquiera y empecé su lectura, sumergiéndome hasta el fondo de cada palabra.
No me di cuenta, y ya estaba entre los setenta y dos discípulos que venían llegando de
misión. Jesús los saludó uno a uno. A mí entre ellos, como si también lo mereciera. Casi
todos eran pobres y sin estudios. Pero supieron dar la palabra a los que la necesitaban.
- Lo que has ocultado a los sabios e inteligentes lo has enseñado a la gente sencilla - dijo
Jesús al cielo, desbordando alegría.
Durante toda mi vida he tenido esta palabra en el velador, y recién ahora entré en ella.
No creo que exista algo mejor que la alegría que ví en Jesús. Hasta ahora, me habían hablado
de la justicia que nos enseña, y me imaginé muchos castigos. Y cuando me hablaron de un
Jesús santo, lo acusé de aburrido. Al Jesús divino y milagroso lo dibujé con una solemnidad
distante. Y respecto al Jesús paciente, lo supuse sometido. Hoy lo puedo entender mucho
mejor. Desde aquí estoy en condiciones de llegar a cualquier parte.
Me dejé recibir por Jesús en un abrazo cálido. Trascendente. Es mi Maestro.
* * *
En menos de un día, ya he saludado al Padre y al Hijo. Desde entonces empezó a llegarme la
canción que me estaba esperando. Primero, suave. Fue tomando densidad, transportándome a
lugares internos de sencillez, donde está escrita la sabiduría en su estado puro, sin los
obstáculos de la ilustración. Allí donde se descifran los mensajes venidos a través de
fiel paloma. Lugar profundo de constante renacer, desde el cual se mira lejana la línea del
tiempo. Tal como ahora, en el desierto en que me encuentro, veo la línea del ferrocarril,
que cruza a varios metros de distancia.
Sigo aprendiendo lo que aún me enseña mi niñez. Al conectarme con lo mejor que he vivido y
con lo más vulnerable, esa fragilidad se vuelve fuerza. La vida surge a través de la dureza
que presento exteriormente para protegerla.
A ratos y sin quererlo, me vuelvo a situar en la realidad del tren, envuelto por la canción
que define mi estado de ánimo. Sin darme cuenta, me pongo a cantar. Hasta que las miradas
me apagan.
32 El carretón
El prestigio empieza a dejarme atrás. Por mi lenta reciedumbre, y porque mis historias son
demasiado vivas e intensas. Estoy acostumbrado a soportar duros golpes, y llegar a
cualquier parte, aunque me demore más que nadie. Siempre estoy en mi destino a tiempo.
Vengo de épocas primitivas, saltando y cayendo en cada bache del camino. Con mi fiel caballo
transpirado y resoplando.
Mis pasajeros ven los dos lados del mundo, y todo el cielo, lo pasado y lo por venir. Sin
duda, son los que tienen más peripecias que contar porque viajan más cerca de la naturaleza.
Siempre aprenden algo nuevo de esa tierra y esa agua escritas en los rayos de madera de mis
enormes ruedas. Despreciadas ruedas, desde que algunos intentaron darlas de comer.
* * *
La detención es de sólo unos minutos. Empiezan a llegar viajeros nuevos de todas partes. En
cambio, algunos pasajeros que sintieron su soledad, prefirieron quedarse en la estación.
También veo venir a los santos, como lo hacen siempre en las estaciones intermedias. Ahí
llega Francisco, con su barba puntiaguda y con su jovialidad y su amor al canto y a la
alabanza. Lo reconozco porque él viajó en mí cuando le tocó llegar a este mundo. No podré
olvidarlo nunca. Me enseñó a amarme a mí mismo.
Antes, yo no me tenía ninguna estima. Me consideraba el más detestable medio de comunicación.
En años lejanos me habían enseñado a menospreciarme, y a no mirar lo bueno, sino sólo lo
malo. Ahora acepto lo que la vida me regala y quedo contento. Hoy, sé de mi fidelidad y
humildad que contagia a quienes van conmigo.
Aún me sigue vivificando ver a Francisco conversar con los pájaros. Hace mucho tiempo, él
aprendió a descifrar los mensajes que modulan su canto.
* * *
No logro expresar con palabras lo que quisiera ser algún día. Es algo así como ser pasajero
y carretón al mismo tiempo. Tener miles de tonalidades de sonido según el estado de ánimo
de los que van en mí. Que la bulla de mis ruedas, de mis resortes, y de los cascos de mi
caballo estén ordenados por las penas y alegrías de los viajeros. Chirriar con tristeza en
las retiradas tristes y con carcajada en los viajes felices.
Quiero ser el lugar de encuentro entre cada pasajero y sus propias amigas invisibles que
llegan a su cuerpo trayendo un mensaje desde el alma.
Esas amigas que yo también tengo. Andan siempre mirándome feo. Cuando me decido a invitar a
alguna y le digo “Ven de una buena vez y rétame”, ya no está. Se ha transformado en una
dama hermosa, llena de misterio. Comprensiva y dispuesta a regalarme su sabiduría escondida.
33 Sin apegos
Un día, temprano, divisé signos en las vías. Semáforos y divisiones me hicieron vislumbrar
el final de un recorrido. Me puse a repasar mis más antiguos recuerdos. Ya son de este
viaje. Vienen en silencio. Como esa premonición que leí una vez en un viejo cuaderno
perdido, que aún me busca. La señal escrita estaba puesta para darme un sentido. Me
confirma ahora que éste es mi tren.
El mal funcionamiento de los servicios habituales había ocurrido casi al término del viaje.
Me dejó inseguro, sorpresivamente en desventaja frente al acontecer como si el destino
estuviera sacándome de una lista. Las fuerzas que había soñado tener en los momentos
difíciles, no estaban, pues no las cultivé en los momentos fáciles. No estuve preparado
para ser cireneo en esta cruz.
Supe que esto iba a suceder. No hice caso de mi propia advertencia. Cuando la leí en mi
cuaderno, creí que esas cosas ya no pasaban. La próxima vez quiero estar. Que no se pase
de largo.
* * *
Por los parlantes dieron las condiciones meteorológicas del lugar a que estábamos próximos
a llegar. Veinte grados de temperatura, un cuarenta por ciento de humedad, y treinta
kilolux de intensidad de luz.
Pasó el conductor revisando los boletos, y me dijo que en esta estación me tocaba bajar. Yo
no tenía apuro en que terminara el viaje. Pero, cuando supe que también Aurelia llegaba
solamente hasta acá, lo encontré fabuloso. Teníamos un destino común.
Alcancé a despedirme de los pasajeros más cercanos. Finalmente, el tren se detuvo, y una
parte de mí descendió de él. Aurelia venía conmigo.
Después de salir de la estación me vino una percepción aguda y amplia, de encuentro profundo
con el entorno. Entonces, pude descifrar mensajes.
- Tengo que ir a ver a un enfermo - le dije a Aurelia, apenado porque nuestros caminos
empezaban a ser diferentes -. No sé cómo lo sé, pero lo sé.
- ¡Qué extraño! - me contestó -. Yo tengo que ir a la carretera. Tampoco sé cómo lo supe.
Sentí el término de algo lindo. Justamente ahora, que escuchábamos la misma música. Como
viajeros, dispusimos de todo el tiempo para darnos a conocer y compartir. Lo que más me
atrajo de Aurelia fue su alegría que me contagia. Su sonrisa que viene desde adentro y me
da un lugar. Me costará empezar a tenerla de otra manera. Atenuada. Esencial. Sin el
contacto de su cuerpo completando el mío.
Detuvimos nuestros pasos al llegar a la esquina, vislumbrando una despedida triste, que no
lo fue tanto. Nos abrazamos y besamos con ternura.
- Hasta siempre.
- Hasta siempre.
Nuestro lazo de unión no se deshizo mientras me alejaba, mirando hacia atrás cada cierto
trecho. Es una amarra invisible que puede soportar la distancia y el tiempo. Aurelia seguía
estando en mí, cuando dejé de verla, muchas cuadras después.
Creo que nunca termino de nacer. Trataré de no morir cuando corresponda vivir. Ni vivir
cuando corresponda morir.
* * *
Era un nuevo comienzo, con mucho sol. Apuré el paso. Pronto estuve dentro del edificio del
hospital, caminando hacia mi enfermo del tercer piso. Llegué hasta él en forma súbita, sin
que nadie me viera, y con el rostro sonriente me senté en su cama.
- ¿Quién eres? - preguntó el enfermo.
- Soy Ernesto - fue mi respuesta.
Se desconcertó. Me desconcerté. Nos tomó varias fracciones de segundo darnos cuenta que se
trataba de un encuentro conmigo mismo. Soy una simple sensación de Ernesto. La que
proporciona la vida. Almacené en cajas el conocimiento que no estaba en condiciones de
asumir. Cada instante encierra tantas cosas, que se esfumarían si no se guardan.
- Hoy es tu vida - le dije. Me identifiqué con el enfermo, mi instructor y amigo, con una
complicidad sin límites. Más que una misión, esto es un verdadero juego.
Mientras conversábamos me fijé en el ritmo con que el monitor registraba los últimos
impulsos de vida de Ernesto. Recordé el ritmo del tren, que fue tan importante para mí. Y
sentí como, en algún lugar remoto, ese mismo tren se alejaba hasta cruzar el horizonte
. . . ¿o quizás se acercaba?
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