ARISTODEMO                    Un lugar literario
La iglesia adolescente         Gonzalo Rodas Sarmiento

  Primera parte.- Empezando a pensar distinto

   Fray Arnaldo

   Debo haber tenido unos diez años cuando murió la Hermana Clara. Era una figura muy querida, y lo sigue siendo, por cierto. Recuerdo muy vivamente la emoción que percibí en mi madre, aquella vez. Fue entonces que me decidí a entrar a la comunidad de los Hermanos Menores, los de Francisco, pero tuve que esperar casi siete años para poder hacerlo.
   Ya había pasado los treinta de edad cuando me remeció otra muerte franciscana. La de Buenaventura, un hombre joven, lleno de vida, que estaba haciendo un trabajo valiosísimo en el Concilio. Muchos dicen que lo envenenaron. Tiendo a pensar eso mismo, pues tras su repentina muerte, el Concilio se desinfló. Imposible saber quién puede haber perpetrado ese magnicidio. Por ese tiempo, yo estaba empezando a ser presbítero, y me estuve cuestionando mucho, hasta que logré asimilar bien la enseñanza de Francisco: A la Iglesia hay que renovarla desde adentro, y con amor. Si no, no se puede.
   Con motivo del funeral de Buenaventura, conocí al dominico Albert, un obispo alemán que había sido su maestro y amigo. Tuve oportunidad de conversar con Albert. Me ayudó mucho su manera de conciliar la sabiduría humana y la fe divina.
   Bastante después de mis cuarenta años tomé contacto con Pedro Olivi, franciscano también, y muy activo en la defensa del ideal de pobreza de Francisco. Es un tema complicado, hoy en día, cuando muchos franciscanos, a quienes llamamos "conventuales", han decidido dejar de lado esa pobreza, que consideran exagerada. Y no sólo la pobreza, sino también otros aspectos esenciales del testamento de Francisco.
   Olivi está siendo muy atacado por los conventuales, quienes son bien recibidos por la jerarquía. Ésta ha prohibido leer los escritos de Olivi. Dicen que es la cabeza de lo que llaman secta supersticiosa. Un seguidor suyo, Tomás de Tolentino, un muchacho joven, estuvo encarcelado por más de dos años.
   Este tipo de cosas se estaban viviendo cuando entablé amistad con Ángela, prima lejana mía, nacida en Foligno. Es una amistad desprovista de cualquier intento erótico, por supuesto. Lo que nos une es una inquietud espiritual. Ella es un poco menor que yo, pero mucho más alta y robusta.
   En un breve lapso de tiempo, hace ya varios años, Ángela perdió a su madre, a su marido y a sus hijos. Se encontraba en estado de gran confusión cuando un día se le ocurrió asistir a misa a la iglesia de San Feliciano, en Foligno, donde yo estaba presidiendo esa eucaristía. Quiso Dios que en aquella mañana yo estuviese inspirado, y mi homilía resultase buenísima. Puedo decirlo sin falsa modestia, porque el que me sopló fue el Espíritu Santo. El caso es que Ángela quedó tan impresionada que se me acercó a la salida.
   -Hola prima -la saludé.
   -Fray Arnaldo, quiero confesarme.
   Pues, fuimos al confesionario y ella empezó a hablarme de su vida, hasta terminar con llanto. Al final, se sintió consolada, y me adoptó como su director espiritual.
   Cierta vez, Ángela me preguntó, respecto a la comunión:
   -Si Dios está en mí, ¿por qué estoy yendo a recibir a Dios?
   -La única manera de saberlo es que se lo preguntes a Dios directamente.
   Varios días después ella sintió, efectivamente, la respuesta de Dios: "Una cosa no excluye la otra". Así me lo contó, y empezó a comprender lo que significa ser infinito.
   -Si pudiera, iría a comulgar todos los días -manifestó entonces.
   Ángela ingresó a la Orden Tercera y aprendió oración contemplativa, para la cual tiene gran facilidad. Progresó mucho, a tal punto que la insté a anotar todas esas palabras de Dios que ella sentía.
   -Para que no se te olviden -le dije.
   No tuve mucho eco porque ella no es aficionada a escribir. Me daba una pena atroz que la enseñanza divina se le escapara como agua entre los dedos. La mente humana no es capaz de retenerla sin ayuda de un papel y un lápiz. Le hablé de esto, en todos los tonos. Por último accedió a revelarme el contenido de su vida mística para que yo lo escriba.
   Así empezamos a hacerlo. Nos juntamos una vez por semana en la iglesia de San Feliciano. A la vista de la gente, porque si no, murmuran.
   Una vez, Ángela participaba en una escena teatral en la plaza. Se estaba representando la pasión de Cristo, y ella figuraba como una de las mujeres piadosas. Le habían dicho que tenía que llorar, sin embargo, lo que le pasó fue que se desmayó.
   -Muchos deben haber pensado que eché a perder la representación -me comentó después.
   -Al contrario -la tranquilicé-. En ti se dio una dimensión más real que el simple llanto.
   En eso, apareció el joven Ubertino de Casale, que está de visita por estos lados. Es un Hermano Menor, seguidor de Pedro Olivi.
   -Ven, Ubertino -lo llamé, y le presenté a Ángela. Ya le había hablado de ella antes, cuando él me pidió que le enseñara la oración contemplativa.
   -¿Yo...? -exclamé en esa ocasión-. Te llevaré hacia la persona indicada.
   Y aquí estamos, listos para programar unas pocas clases.
   -Ángela -le pedí-, por favor, ¿puedes instruir a este joven que quiere entrar en la vida mística.
   Ella se impresionó, pero no tardó en asumir su rol de maestra. A los pocos días, Ubertino ya tenía que volver a Florencia. Así lo hizo, muy bien preparado, pero antes quiso contarme algo, en gran secreto. Caminando en el campo, lejos de cualquier ser humano, y además en voz baja.
   -El mes pasado visité a Juan de Parma.
   -¿Qué? -pregunté, alarmado- ¿Te escuché bien?
   -Sí, Arnaldo. Te lo cuento a ti, pero por favor, no se lo vayas a decir a nadie.
   -No se lo diré a nadie. Puedes estar seguro.
   -Pedro me dijo dónde encontrarlo. Fui disfrazado de panadero.
   -No me digas dónde está Juan, mira que si me atrapan los torturadores..., prefiero no saberlo, simplemente.
   -De acuerdo. Además, prometí no decir lo del lugar de escondite.
   -¿Y cómo está Juan?
   -Está muy bien de salud, a pesar de su vejez, pero... triste. Él quisiera salir.
   -Lo comprendo.
   -¡Arnaldo...! Considera esto como secreto de confesión. ¿Ya?
   -Sí. Anda tranquilo.
   Muchos meses después volvió a mi pensamiento esta conversación que había tenido con Ubertino. Fue hace poco, cuando el franciscano Girolamo Masci asumió la jefatura de la Iglesia. Fue discípulo de Buenaventura, y también fue Superior de nuestra Orden. Como Papa, adoptó el nombre de Nicolás, igual que lo había hecho otro Papa anterior, muy distinto a él. Me refiero a Giovanni Gaetano Orsini, que había sido Inquisidor General, después de haber estado interviniendo a nuestra Orden, como supuesto "protector". No me explico por qué a ambos, tan opuestos, les vino bien el nombre de Nicolás.
   Bueno, el caso es que el Papa Masci, con la mejor intención, y creyendo que tenía más poder del que tuvo realmente, absolvió de toda culpa a Juan de Parma. Y le encargó una misión conciliadora con la iglesia oriental. Juan se puso muy contento, y se dirigió hacia Ancona, para embarcarse con destino a Grecia. Lo hizo con gran cuidado ya que, de todos modos, era prudente tratar de no ser detectado por algún secuaz de los inquisidores. Pasó a comer algo a un pueblito llamado Camerino, luego de lo cual se sintió mal, y murió al poco rato.
   No sé si tengo derecho a ser mal pensado. Sólo sé que sospecho la presencia de una mano negra.

         * * *

   Poco después de la muerte de Juan de Parma, me trasladaron a Asís. No deja de ser bello estar en la ciudad de Francisco y Clara, pero lamenté tener que interrumpir la anotación de la experiencias místicas de Ángela.
   Llevaba yo más de un año en Asís cuando sucedió algo notable en el templo de San Francisco. Estando muy cerca de ahí, escuché una bulla que venía desde el atrio, visitado por un grupo de peregrinos de Foligno. Una mujer daba gritos, en plena crisis de llanto, mientras varios Hermanos trataban de sujetarla. Acudí corriendo.
   -¡Déjenla! -grité.
   Al instante ella empezó a tranquilizarse, porque... me reconoció. Era Ángela. La llevé a una orilla y allí nos sentamos a que me explicara qué le estaba pasando. Lo hizo de una manera poco serena, diciéndome que entró en una especie de éxtasis cuyo gozo se terminó de repente por motivos desconocidos.
   Cuando terminó de tranquilizarse me despedí de ella, prometiéndole que muy pronto volveré a Foligno, pues yo estaba tratando de conseguir eso.
   El ansiado traslado me resultó meses después. Partí hacia Foligno, muy contento. Eso fue bueno porque me permitió continuar el trabajo con Ángela. Me gustaría que resultara un libro de todo esto.
   Me reuní con Ángela para reanudar las anotaciones, pero primero conversamos. Me contó que al llegar de vuelta a Foligno, esa vez, se quedó en cama una semana completa porque se sentía como apaleada. Y cuando se atrevió a salir a la calle, con la chica que la acompaña, ésta vio que Ángela se ponía como transfigurada. La chica se asustó, pero después todo pasó, y siguieron caminando.
   En otra ocasión, en la misa ocurrió una cosa extraña. Cuando levanté la hostia en la consagración, todos se hincaron, como hacen siempre, pero en cambio, Ángela corrió hacia adelante. Siempre se emociona mucho en esa parte de la misa.
   En nuestras reuniones de trabajo me propongo hacerla hablar. Su voz, a veces es fuerte, otras veces es suavecita. Para mí, es necesario conocer todo, ponerlo por escrito, examinarlo. No coloreo nada, pues su sabiduría no es fruto de estudio ni de pensamiento, sino de inspiración divina. Aunque sus palabras hubieran tenido poca belleza literaria, igual están muy bien para el documento que estamos elaborando.
   Al final de cada sesión le leo lo escrito, para ver si está conforme. Muchas veces he tenido que soportar sus enérgicas quejas cuando algo le parece mal. Es que yo no puedo sentir lo mismo que está sintiendo Ángela. Por ese motivo, tampoco lo puedo escribir. Me limito a poner en el papel lo que ella dice, pero esa poca cosa no es lo esencial. Es sólo un nombre que ella intenta dar a cosas que no lo tienen. Así, el escrito está resultando con limitaciones. Hacemos lo que podemos pero, tratándose de Dios, no tenemos manera de visualizar el fondo.
   Cierta vez, Ángela pidió al Señor una señal milagrosa. Después se dio cuenta de que la cosa no iba por ahí. Dios le ha dicho "Las señales que te doy son más valiosas que el obsequio buscado por ti. Te regalo sentir siempre el Amor cálido".
   Los dos entendimos con claridad el mensaje.
   -Murió Cunegunda -me contó una vez Ángela.
   -¿Quién es Cunegunda? -pregunté, un poco avergonzado por no saber.
   -La que fue reina de Polonia.
   -¡Ah! Ya recuerdo. Ella quedó viuda y se retiró a un pueblito, y fundó un monasterio de Damas Pobres de Santa Clara.
   -Sí. Y mucho más que eso. Tuvo una vida ejemplar.
   -Su vida se parece un poco a la tuya.
   -No, Arnaldo. Nunca fui reina, ni he tenido una vida ejemplar.
   -Pero, después que murió tu marido dejaste salir tu religiosidad.
   -Pero ella la dejó salir mucho antes.
   -Está bien, Ángela. Lo triste es que no existe Sumo Pontífice en la Iglesia.
   -¿Y eso, a que viene?
   -Pues, si hubiera habido uno, habría podido destacar la santidad de Cunegunda.
   -¡Ah! A propósito de eso, hace ya varios meses que murió el Papa Nicolás, y...
   -Y aún no se vislumbra la elección de uno nuevo.
   -¿Qué está pasando ahí?
   -Lo que pasa es que hay pocos cardenales. Además, casi todos ellos pertenecen sólo a dos familias. No han logrado llegar a un acuerdo. Si fueran tres familias, todo sería más fácil.
   -Quiera Dios que pronto se pongan de acuerdo.
   Por ese día, no seguimos trabajando. A la semana siguiente le pregunté, una vez más:
   -¿Qué has visto?
   -Vi la plenitud. No la sé describir. Escuché palabras de dulzura, que se alejaron suavemente.
   Cuando esa divina presencia se alejaba, Ángela gritó "No me abandones".
   La presencia le dijo "Nunca te alejarás de mí". Ángela le preguntó "¿Y si cometo pecado mortal...?". La divinidad le contestó "No fue eso lo que quise decir".
   A veces, Ángela mostraba a un Dios que maldecía, o que, al menos, mantenía muy escondida la misericordia. Yo le discutía, porque sé que eso no puede ser. Entiendo que es algo muy particular de ella, por las enseñanzas que ha recibido en la vida. Tuve que escribir eso porque es el libro de ella, en que ella enseña su manera de contemplar, y la forma cómo fue aprendiendo. El libro es meritorio, por sus aspectos grandiosos que quiero salvar para que no se pierdan. Cada cual tomará de él lo que lo haga vibrar.
   Hace un mes tuve que ir a Lombardía con otro fraile, por motivos pastorales. Durante el camino conversamos cosas, algunas bastante profundas.
   -¿Por qué Dios decidió crear al hombre?
   -¿Y por qué permite que pequemos?
   -¿Por qué no nos hizo virtuosos?
   -¿Y por qué su muerte con sufrimiento nos salva?
   Como no teníamos respuestas satisfactorias, decidí preguntarle a Ángela, y así lo hice, en cuanto llegué. Le repetí las preguntas varias veces, para que no se le olvidara alguna.
   A la semana siguiente, llegó con las respuestas:
   -Me acosté en el suelo -me explicó-, mirando hacia abajo, para hacer esas preguntas. Al final, no me di cuenta cómo me fui levantando, poco a poco, hasta empinarme con los brazos hacia el cielo. El Señor me respondió en forma muy clara.
   -¿Qué te respondió? -exclamé, ansioso porque ella estaba en silencio.
   -Que la persona humana necesita sentir la bondad.
   Me quedé pensativo, buscando en mi interior la relación entre esa respuesta y la inquietud mía. Ángela volvió al silencio.
   -¿Y algo más? -pedí, en voz baja.
   -El Señor me dijo que no necesitaba morir ni sufrir para salvarnos.
   -¿Y..., qué más dijo?
   -Me mostró que la verdad no tiene un comienzo ni un final.
   -Vi más respuestas -agregó Ángela para terminar- pero no las puedo expresar... Me faltan las palabras.

         * * *

   Por dos años estuvo vacante la sede papal. Hasta que un fraile benedictino de 80 años, llamado Pietro Damarrone, envió un mensaje a los doce electores instándolos a la sensatez. A los pocos días Pietro recibió la visita de unos obispos, embajadores del cónclave, notificándole que había sido elegido Sumo Pontífice. Se resistió un poco, pero tuvo que acceder. Se puso por nombre Celestino.
   Me sentí muy contento, porque imaginé que, por fin, terminaría la persecución a los franciscanos "espirituales".
   Cuando recién tenía unos 30 años, Pietro se había ido a una montaña y se quedó en una cueva, dedicado totalmente a la oración. Acudían muchos a consultarle. Le animaban a que recibiera el sacerdocio, a lo que accedió, un tiempo después. Así transcurrió su vida, y ahora, ya anciano, se ha visto obligado a cambiar drásticamente su forma de vivir. Montado humildemente en un borriquillo entró en Aquila, como Jesús en Jerusalén. Una vez que estuvo coronado, se fue al Palacio Real de Nápoles e hizo construir una cabaña dentro de sus habitaciones para vivir mejor la soledad.
   Efectivamente, el Papa otorgó un buen trato a los "espirituales", hasta donde pudo, con el ánimo de restaurar una iglesia pobre, pero encontró duros obstáculos. El rey de Nápoles intentó influir en sus decisiones, a veces con éxito. Por otra parte, Celestino no tenía las capacidades que se requieren para manejar una Curia intrigante e indómita. En particular, entró en conflicto con uno de los poderosos de la Curia, llamado Benito Gaetani, el más prepotente.
   Pietro estuvo sólo tres meses y medio como Papa. Renunció. Nunca se supo cuan libre fue su decisión de dejar el pontificado. Gaetani leyó el acta de abdicación, con disimulado júbilo. Dicen los rumores que él mismo había redactado el escrito.
   Con mucha presteza se eligió a Gaetani como nuevo Papa. Adoptó el nombre de Bonifacio, se trasladó a Roma, y revocó las reformas que había alcanzado a hacer el Papa Celestino. Éste intentó retirarse a tierras helénicas, pero fue detenido. Bonifacio dispuso que Pietro hiciera vida de oración y penitencia en el castillo de Monte Fumone, del cual no se le permitió salir nunca más. Allí murió Pietro, al poco tiempo.
   Bonifacio es un hombre de carácter fuerte, tremendamente autoritario y conflictivo. Con él, los franciscanos "espirituales" empezamos a sufrir nuevamente. Muchos, de entre los más activistas, se fueron a Grecia, buscando refugio.
   Los conventuales volvieron a tener mucho peso. Por esa razón, se me prohibió ver a Ángela. Le encargaron a un fraile joven, recién entrado, que me reemplazara en la redacción del libro. A él le tocó transcribir unas visiones de la pasión del Señor. Lo hizo con un lenguaje poco cuidado.
   Cuando recuperé mi lugar, unos meses después, mantuve en el libro lo escrito por este muchacho. No modifiqué nada, porque no pude comprender mucho del contenido, y porque el pobre fraile aprendiz hizo lo que pudo..., yo lo comprendo. Debe haber sido muy duro para él.
   Ángela quería destruir esos textos, porque esas visiones de la Pasión fueron dolorosas para ella. La dejaron en mal estado de ánimo. Yo insistí en dejar todo tal cual. Comprendí que fue bueno que las cosas se hayan dado así como se dieron. Ahora, el libro ya podía seguir. Creo que servirá para que sus futuros lectores aprendan a contemplar.
   Continué mi trabajo con Ángela, y también siguieron, por cierto, nuestros ocasionales desencuentros.
   Una vez, ella preguntó a Dios si es más grande conocer la divinidad en uno mismo o a través del entorno. La visión que me dio me resultó incomprensible, pero hacía sospechar que a Dios se le conoce mejor a través de la bondad recibida desde otros, cuando se la siente en uno mismo.
   "Claro", reflexioné, "el entorno ha sido creado por Dios..., incluyendo al prójimo". Quise saber más respecto a este tema tan importante que ella estaba tocando en su oración. Sin embargo, me dijo que no tenía nada más que agregar.
   Insistí en que me dijera un poco más, pues no le creí que no tuviera nada. Ella se enojó, y yo dejé la pluma para no tomarla más..., por ese día. Estaba muy molesto. Creo que me pilló en un mal pie, debido a alguna frustración que yo había tenido.
   El mal genio se me pasó muy pronto, cuando me enteré que Ramón Llull entró a nuestra comunidad de Hermanos Menores. Es un poeta misionero, que ha viajado mucho, tratando de aproximar el cristianismo a la cultura árabe.
   Seguí trabajando con Ángela. Me enseñó a hacer la señal de la cruz. ¿Cómo...? Que no hay que hacerla de prisa, sino atender primero a cómo estoy tocando mi frente, y después, poner mi mano sobre el corazón, y darme el tiempo para sentir el amor, en ese momento lo que siento es la presencia divina.
   Al final, surgieron enseñanzas notables. Por ejemplo, eso de que en algunas ocasiones la persona cree hallarse en el amor, pero está en el odio. Y eso otro, de la persona espiritual, en riesgo de caer en el engaño si se siente excesivamente segura de sus capacidades, que en realidad son limitadas.
   -Dios abraza el alma, con un amor y una dulzura increíbles -me dictó Ángela-; nadie lo puede entender si no lo experimenta.
   Con esto, quedó completo el libro, en lo relativo a la oración de Ángela. Empecé a tener más tiempo para mi propia oración, y también para adiestrar a los Hermanos que han ingresado hace poco.
   Por ese tiempo, murió la Hermana Margarita. La historia me la contó uno de esos frailes nuevos, proveniente de Cortona. Esta Margarita era hija de un agricultor que muy pronto quedó viudo, siendo ella una niña chica. No se llevó bien con la madrastra que tuvo. Optó por escapar de casa, adolescente aún, apenas tuvo un hombre con quien irse. Vivió feliz con él, hasta que lo mataron unos asaltantes. Desde entonces, Margarita se dedicó a hacer la caridad. Se fue a Cortona y fundó un hospital. Vivió como terciaria la segunda mitad de su vida.
   Otra muerte que lamenté mucho fue la de Pedro Olivi. Dejó una gran cantidad de escritos, los cuales corren peligro, ya que nuestros superiores quieren quemarlos. Con toda la rapidez que pude me fui a Florencia, y me las arreglé para encontrar algunas de sus obras. Las saqué a escondidas, y así logré salvar unas pocas.
   La vida siguió transcurriendo. Dos años después ocurrió otra muerte, lamentable por la forma en que se dio. La Inquisición hizo quemar en la hoguera a Segarelli, el que fundó la comunidad de los Hermanos Apostólicos. Es cierto que ésta cayó en desgracia por tener, no sólo el ideal de la pobreza, sino también el rechazo a someterse a la autoridad eclesiástica. Para la jerarquía, todo esto fue demasiado. Sin embargo, yo no creo que se justifique condenar a muerte al hombre que está en esa situación. Ni menos en esa forma cruel, por medio del fuego, como un infierno anticipado. No tenemos derecho. A mí, esto me violenta, pero no puedo decirlo si no es en voz muy baja.
   Para reafirmar este abuso, el Papa Bonifacio emitió una Bula afirmando que sólo son posibles la salvación y el perdón si la persona está sometida al Papa.
   Bonifacio ganó muchos enemigos a causa de su modo tiránico. Muy especialmente entre los reyes, pues intentó ponerles la bota encima. Tan odiado era este Papa, que un grupo armado atacó la sede papal y se llevó a Bonifacio. Lo mantuvo secuestrado hasta que dos días después otro grupo armado logró liberarlo. El Papa quedó en muy mal estado físico, y murió poco después.
   Mientras tanto, el libro de Ángela siguió creciendo, pero sin mi participación. Le agregaron cartas y exhortaciones. Finalmente, el libro fue aprobado por una comisión de Hermanos teólogos.
   En cambio, a Ubertino de Casale se le prohibió enseñar, y los superiores lo obligaron a retirarse al convento de Alverna. Al final, resultó mejor porque Ubertino ocupó el tiempo en escribir su obra mayor, una colección de teorías alegóricas relativas a la sociedad.

 

   Barlaam

   Me incorporé a un monasterio basilio cuando ya empezaba a acercarme a los treinta años. Decidí ponerme por nombre Barlaam, en vez de Bernardo, como me llamaba hasta ahora. Lo hice así, en homenaje a un antiguo monje ruso a quien admiro.
   Antes de venir a Constantinopla me dediqué a estudiar muchas cosas. Matemáticas, filosofía y astronomía, principalmente.
   Nací en la región italiana de Calabria en 1290, y fui formado en la religión cristiana ortodoxa, a pesar de haber vivido en un ambiente muy romano.
   Cuando niño, ya me gustaba aprender. Fui siempre muy preguntón, pues quería enterarme de todo. La guerra fratricida de Cruzadas parecía estar terminando. Ojalá no se reanude. Los últimos cruzados heridos se recuperaban en Rodas, atendidos por la hospitalaria Orden de los Caballeros de San Juan.
   Siendo ya un adolescente, escuchaba conversar a los adultos. Así fue como supe que había un nuevo Papa que se llamó Benedicto. Al poco tiempo murió sorpresivamente. Los adultos subían la voz y casi se iban a las manos, mientras yo escuchaba frases como éstas:
   -Murió comiendo unos higos que le habían regalado.
   -Entonces lo envenenaron.
   -¿Cómo se te ocurre?
   -Es lo que acostumbran a hacer con los Papas.
   Por niño que yo haya sido, entendí que lo más probable es que lo hayan envenenado. Supuse ingenuamente que iba a haber una investigación. No la hubo.
   Casi un año después, recién pudieron elegir un nuevo Papa. No se ponían de acuerdo franceses e italianos. Eligieron a un francés, que pasó a llamarse Celestino.
   El rey Felipe de Francia empezó a tener mucho poder. Más del conveniente, pues lo usaba en su propio beneficio. Por entonces, surgieron fuertes acusaciones contra los Templarios, una especie de monjes guerreros, que contaban con importantes propiedades.
   El Papa Clemente quería establecerse en Roma, pero no se lo permitieron. La sede se trasladó a Aviñón.
   -Suerte que el tesoro pontificio no está en Roma ni en Aviñón -así empezó otra conversación de adultos.
   -¿Dónde está, entonces?
   -Está en Asís, muy bien cuidado. En un lugar seguro.
   -¿Lo guardan los franciscanos?
   -No lo sé. Los franciscanos custodian los santuarios en Palestina.
   -Hace poco el Sultán de Egipto les permitió establecerse en el monte Sión.
   Así hablaban los adultos. Y el tiempo siguió transcurriendo.
   Yo tenía ya unos veinte años cuando el rey francés hizo que el Papa Clemente convocara a un Concilio en Vienne. Como resultado, se suprimió la Orden de los Templarios, que ya no tenía razón de ser, y se cedió su dinero a los caballeros hospitalarios. Sin embargo, después se supo que éstos no recibieron casi nada, a pesar de tener mucha necesidad. Sólo algunos de los reyes hicieron llegar los bienes a las órdenes hospitalarias.
   Me preocupo de leer estos asuntos, pues lo que más quiero es la unión cristiana. Y es por eso que me fijé en algo que a muy pocos les importó, y es que el Concilio tuvo también una actitud controversial. Por cierto, con la buena intención de erradicar un error que estaba muy extendido, el de postular que si se alcanza cierto estado espiritual ya no sería factible pecar. El concilio no se conformó con condenar tan errada proposición. Se colocó mucho más allá, con la equivocada idea de que dicha herejía estaba muy relacionada con las beguinas.
   Fue así como el Concilio de Vienne prohibió el modo de vida de las beguinas.
   Esa fue una condena injusta. Las beguinas habían surgido, hace más de un siglo, como una valiente reacción de las mujeres con inquietudes religiosas, que rechazaron el ser consideradas como peligrosas de inducir al pecado, y el estar siempre bajo el zapato de un hombre, ya sea el padre, el marido, o los que controlan los conventos de monjas.
   Viven en comunidad y ocupándose de los más necesitados. En oración y en pobreza, y en trabajo manual para financiarse. La mayoría de ellas practica algún arte, como música, pintura o literatura.
   Las beguinas usan una especie de capucha distintiva, y hacen votos de castidad de duración anual. Nada de compromisos perpetuos. En cualquier momento pueden salirse, por ejemplo para casarse.
   La jerarquía empezó a mirar con ojos largos las donaciones que llegan a las beguinas. Al parecer, se estarían perdiendo eso.
   Una famosa beguina, llamada Marguerite Porete fue perseguida, a causa de un libro que escribió, "El espejo de las almas simples", muy criticado por la jerarquía. Contiene un diálogo entre personificaciones, e intenta mostrar el camino de liberación del alma. Es como un laberinto, o escala de caracol, en que se vuelven a mirar las mismas cosas, desde perspectivas diferentes.
   Hasta hubo una quema del libro en la plaza pública, pero ya estaba muy extendido por Europa. Después de eso, Marguerite fue asesinada por la Inquisición, en la hoguera, en la plaza Greve de París.
   A pesar de todas las persecuciones, las beguinas siguen existiendo.
   Cuando murió el Papa Clemente, la demora en elegir un sucesor fue de dos años, porque seguía la disputa entre franceses e italianos. Finalmente, hubo acuerdo en elegir al Arzobispo de Aviñón. Pasó a llamarse Juan.
   Por ese tiempo, había tomado gran magnitud la antigua disputa interna de los franciscanos. Un sector de ellos, llamado "los espirituales", es más rígido, y muy apegado a las enseñanzas del fundador Francisco. Viven en pobreza, y en fidelidad al Evangelio. El otro sector, llamado "los conventuales" es más relajado. Han retornado un poco al mundo que en un principio habían rechazado.
   Un par de años después de haber asumido, el Papa Juan, hombre enérgico, y más preocupado de las finanzas que de ser pastor, tomó una decisión drástica, que a mí me disgustó muchísimo. Condenó la postura de los espirituales. El Ministro General de la orden franciscana, Miguel de Cesena se negó a aceptar el dictamen del Pontífice entrometido, aunque él mismo no era de la tendencia "espiritual". A causa de su indisciplina, fue excomulgado.
   Es que el Papa Juan llegó hasta afirmar, en cierta oportunidad, que Cristo y sus apóstoles habían sido hombres de gran riqueza. No me gusta escuchar eso, de labios de la persona que supuestamente conduce a la gente. ¿Hacia dónde nos quiere llevar? Sé que Cristo enseñó la oración a sus apóstoles.
   Ya llevo dos años en este convento, y se me han hecho muy cortos. He podido seguir estudiando, que es lo que más me gusta. Teología, filología, y he continuado con filosofía y otras materias me permiten entender mejor la vida. He logrado tener bastante prestigio en círculos eclesiásticos. Por un tiempo, hice clases en la Universidad. Pero, no era eso lo mío. Quisiera poder dedicar tiempo a la unión de los cristianos.
   En la región en que viví muchos años, es mayoritario el cristianismo romano. Se supone que deberíamos estar peleándonos, pero yo no veo que haya motivos para ello. Es más, pienso que sería bueno entendernos mejor y superar nuestras diferencias. Éstas no son doctrinales, sino administrativas. Cuando converso esto con los otros monjes, me miran como a un pájaro extraño.
   -¿Cristianismo romano... dices tú? -me preguntó un día el abad.
   -Ya sé que ahora está siendo galo... -me sonrojé.
   El abad se retiró con una ancha sonrisa, y me dejó pensativo. La jerarquía papal acostumbra a ponerse en situaciones impresentables. Yo entiendo que son seres humanos, pueden equivocarse, igual que uno. Pienso y pienso, pero no sé cuál va a ser la manera de unirnos.

         * * *

   Ya pasé los cincuenta años de edad, y he aquí que estoy teniendo serios problemas con el patriarca de Constantinopla. Todo comenzó cuando se me ocurrió trasladarme a esta bella ciudad, hace unos quince años. Yo era una persona conocida y respetada, a causa de mis escritos, y por eso fui bien recibido. Me puse a hacer clases en la Universidad. Todo iba muy bien, y llegué a ser abad en el monasterio de San Salvador. Fue entonces que decidí ir a conocer los monasterios del monte Athos, pues cuentan con un enorme prestigio.
   Ahí, en el Monte Athos, los monjes viven en pequeños grupos dentro del monasterio. Se permite la propiedad privada a nivel personal, además de contarse con un fondo propio del monasterio.
   Me impresionó bien un monje llamado Gregorio Palamás, abad del monasterio San Sabas, en Athos. Gregorio es seis años menor que yo, y también ha estudiado mucho. Fue formado en la corte del emperador Andrónico II. Además, es presbítero. Y es un sabio, pero no por ser tan sabio deja de ser testarudo. Eso sí, debo reconocer que también yo lo soy.
   Entablé una buena amistad con Gregorio y pasamos largas tardes intercambiando nuestros conocimientos. Al principio, con mucha sintonía, pero pronto empezamos a tener cambios de opinión.
   -El Espíritu Santo procede del Padre -manifestó en cierto momento, y como yo no le hice mucho caso, insistió:
   -No me vas a decir que procede también del Hijo, como dicen en Occidente.
   -Lo que yo creo es que no vale la pena pelearnos con ellos por algo que no sabemos.
   -Pues, ¡lo sabemos, Barlaam!
   -Calma, Gregorio, hemos de abandonar esa tendencia tan humana de tratar de comprender la naturaleza de Dios. Es algo a lo cual nuestro limitado pensamiento no tiene acceso.
   -¡Ah! Si tu pensamiento es más limitado que el mío...
   Preferí no responder a eso, pero seguí insistiendo:
   -El conocimiento se origina en la percepción de los sentidos.
   -¿Y...?
   -Por eso no podemos conocer a Dios.
   -¿Y que me dices del conocimiento místico?
   -Que es real, pero en forma simbólica solamente.
   -El conocimiento sobrenatural puede llegar a la visión de Dios, por la gracia del Espíritu. Es como la luz de la Transfiguración..., ¡la del Tabor!
   No nos entendíamos, pero de todos modos, este encuentro de pocos días fue cordial. Sin embargo, seguimos discutiendo por varios años, ya fuese en el monte Athos o en Constantinopla. Se me complicó mucho la vida por meterme en discusiones de nunca terminar, en temas excesivamente complejos para los seres humanos. En más de una oportunidad subimos el tono de la voz, pero nunca fue tanto como para irnos a los puños. Siempre nos tratamos con respeto. También conversamos mucho por la vía epistolar. Nuestros temas fueron siempre el conocimiento de Dios y el sentido de la experiencia religiosa.
   Gregorio defiende el método de meditación que él ayudó a fundar. Es el hesicasmo, lo que significaba calma y tranquilidad. Enseña la técnica de la mirada fija, con respiración regular y la repetición de una breve oración de Jesús.
   Pienso que estando Dios más allá de la experiencia sensible, no es posible conocerlo plenamente. Gregorio decía haber visto la esencia divina con los ojos del cuerpo. Nunca lo ha podido describir, pero eso no quiere decir nada.
   Mientras tanto, el Papa Juan quería hacer construir un palacio pontifical en Aviñón. Además, surgían tratados para el uso de los inquisidores. No andaba nada de bien la jerarquía cristiana.
   Al poco tiempo de llegar yo acá, el Papa Juan excomulgó a su enemigo, el rey alemán Ludwig. Éste recibió la solidaridad de mucha gente, los adversarios del Pontífice. El rey intentó poner un Papa paralelo, Nicolás, pero éste duró poco tiempo, y se sometió al Papa Juan. Después de mucho, el rey Ludwig intentó deponer al Papa Juan, pero tampoco tuvo éxito en eso.
   Entre tanto, murió el Papa Juan, y lo sucedió un cisterciense, que pasó a llamarse Benedicto. Tuve la oportunidad de conocerlo cuando el emperador bizantino Andrónico III me envió en misión ante el Papa Benedicto, ofreciendo una futura unión cristiana, ya que la gran tentativa anterior había fracasado en el Concilio de 1274. Esta pequeña nueva tentativa también fracasó porque lo que el emperador quería era ayuda contra los turcos.
   Gregorio Palamás tenía mucho prestigio, y no era fácil actuar en contra de sus postulados. De todos modos, lo hice, aunque con mucho respeto. Y aunque parezca un contrasentido, me comprometí a luchar por la unión de las iglesias cristianas.
   -Hay que estar de acuerdo con el pensamiento de los Padres -dijo Gregorio-. Es a través de ellos que habla el Espíritu Santo.
   -Jamás podré estar de acuerdo con eso, Gregorio. Recuerda que Jesús alabó al Padre porque enseña estas cosas a los más pequeñitos y no a los sabios.
   Gregorio me llevaba siempre a controversias teológicas muy complicadas. Yo trataba de que él no se elevara tanto en sus opiniones. Fue inevitable caer en esa famosa polémica de la procedencia del Espíritu Santo.
   -Ya que tú dices obedecer a los Padres -le dije-, ¿por qué no lo haces también en este asunto?
   -Un momento, Barlaam... Los Padres Ortodoxos no están de acuerdo.
   Efectivamente, el Patriarca de Constantinopla apoyó a Gregorio. En cambio, a mí me excomulgó. Opté por irme a Italia, pero pienso volver después que me prepare mejor.

         * * *

   Empecé a participar en la iglesia cristiana occidental. Al poco tiempo fui nombrado obispo de Gerace, por el nuevo Papa Clemente, que asumió a la muerte de Benedicto. He tratado de desempeñarme lo mejor posible como obispo, pero me cuesta muchísimo.
   El Papa Clemente consolidó la custodia de los Santos Lugares por parte de los franciscanos. Creo que eso fue algo muy bueno. Mientras tanto yo seguía tratando de ser un buen obispo, pero me llamaba mucho más la vida ascética contemplativa. Después de unos pocos años dejé el obispado.
   Mientras tanto, en una guerra, Gregorio fue hecho prisionero. Tras un par de años fue liberado. Nos encontramos nuevamente, y logramos conciliar nuestras posiciones, cediendo ambos un poco.
   Mientras Aviñón pasaba a ser un pequeño estado propiedad de la iglesia, yo decidí retirarme del mundo. Me fui a uno de esos inmensos riscos de Meteora, muy cerca del mayor de éstos, donde un monje, salido de Athos, había fundado un monasterio. Yo andaba en pasos similares. Elegimos este lugar, por ser de difícil acceso. Me instalé en el punto más alto del macizo rocoso que había elegido. Construí una capilla y una celda, además de una cisterna. Llevo más de un año en este lugar privilegiado, he podido hacer oración, no tengo seguidores aunque me encantaría tenerlos.
   Últimamente he estado tan enfermo, que decidí bajar al pueblo. Me acogieron bien, en casa de una familia cristiana humilde. He podido conversar, y así me enteré que Gregorio fue nombrado obispo de Tesalónica.
   A veces me siento mejor, y quisiera creer que voy a sanar.

 

   El confesor de la reina

   Aunque me llamo Juan, me dicen Nepomuceno porque nací en Nepomuk. Fue en tiempos del Papa Clemente, el sexto con ese nombre.
   A los siete años me enteré por casualidad de una noticia que estaba llegando al mundo adulto. Un dominico alemán, llamado Heinrich Seuse, había sido amonestado por hereje. Y más encima, se lo acusaba de haber tenido un hijo, lo que es considerado vergonzoso para un sacerdote. Yo no entendía mucho ni de lo uno ni de lo otro. Lo del hijo resultó ser una simple calumnia y nada más. Lo que yo quería saber en ese tiempo es a qué le llaman ser hereje. Y no iba a ser fácil averiguarlo.
   Al año siguiente, recién me atreví a preguntar. Las primeras veces que lo hice no obtuve más que evasivas. Algún tiempo después logré vislumbrar que un hereje es aquel que sostiene un concepto equivocado acerca de Dios. Entonces, supuse que este Heinrich habría incurrido en eso. Sin embargo, el asunto me dejó inquieto. A tan temprana edad, ya estaba pensando que había algo malo en todo esto. Y me dio miedo de ser también yo un hereje, pues no tenía nada de claro cómo es Dios, por más que me lo explicaban.
   En mi adolescencia llegué a la conclusión de que no es justo castigar a alguien por tener un pensamiento distinto al de la jerarquía.
   Cuando tuve la edad, estudié en la Universidad de Praga, y después, Derecho Canónico en Padua. Al mismo tiempo, trataba de averiguar qué habría pasado con Seuse en todos esos años.
   Casi terminando mis estudios, tuve la información. Seuse estaba viviendo en un convento en Ulm, en el sur de Alemania, quitado de la bulla.
   Me recibí de canónigo, y con tal título me atreví a ir a Ulm a visitar a Seuse. Me dejaron verlo, y conversamos un poco. No mucho, porque el viejo Heinrich estaba muy enfermo, próximo a morir. Me contó que él había caído en desgracia, años atrás, por seguir las ideas de su maestro Eckart Hochheim, quien estaba cuestionado. Sin embargo, a esta altura, Seuse ya está perdonado, y se restauró su prestigio, pero él no quiso salir de su encierro. Se dedicó a escribir, mientras pudo.
   Toda esta historia de Heinrich me tocó profundamente, y condicionó en gran medida la actitud que yo iba a tener en lo que me tocaría vivir.
   Por mi parte, yo me dediqué a predicar, y también fui ordenado presbítero, cuando estaba por cumplir treinta años.
   En ese tiempo tuve buena llegada en la corte. Hasta viví en palacio, durante varios años. En uno de ésos, la emperatriz de Bohemia, que se llama Juana, me pidió que yo fuese su confesor y director espiritual. Los pajes murmuraban, y nos decían los Juanes.
   El rey Wenceslao, esposo de Juana, es un hombre extremadamente celoso. Simplemente, desconfía de su mujer, y anda siempre imaginándose que ella podría serle infiel. No conmigo, por supuesto, si para él yo soy casi asexuado.
   Muchas veces me ha pedido el rey que le contara los pecados de doña Juana. Jamás accedí a decírselos.
   -Soy tumba -respondo yo, invariablemente.
   No es tanto por cumplir la obligación de sigilo, que se supone que los presbíteros tenemos impuesta, sino más bien por respetar la privacidad de la persona que confía en mí. Pienso que la buena relación matrimonial entre ellos no tendría que basarse en chismes de pasillo.
   La famosa obligación de sigilo está muy desprestigiada en estos tiempos. Hay criminales que toman el sacramento de la confesión como si fuera una carta de impunidad. Esto ha ocurrido más de una vez. Incluso, una muy grave..., un cardenal que envenenó a otro, se confesó con un tercer purpurado, y entonces... ¡aquí no ha pasado nada...! ¡No! Es que eso no puede ser. A mí no me vendrían con ese cuento. Jamás protegería a un asesino. En un caso así, no hay sigilo que valga.
   Por otra parte, también he sabido de más de un caso en que la manipulación ha ocurrido en el sentido inverso. O sea, algún presbítero abusador hace mal uso de la información privilegiada que ha logrado tener en una confesión, y en esa forma obtiene ventajas ilícitas a costa del pobre confesado.
   Tampoco caeré en eso, nunca, jamás. Sin embargo, el rey Wenceslao empezó a mirarme con malos ojos. Dejé de vivir en palacio, pero seguí confesando a la reina. Y estudié mucho. Fui nombrado Vicario General del arzobispado. Estando en este cargo sucedió algo que me trajo consecuencias desastrosas. Unos monjes eligieron como abad a uno de ellos, llamado Odelenus, y yo confirmé esa decisión, y lo acepté como legítimo abad. Hasta ahí, estaba todo muy bien, pero al rey Wenceslao no le gustó. Hasta en estos detalles se mete. Es que él quería poner en ese puesto a un conocido suyo.
   El caso es que fui a parar a la cárcel, por oponerme a los deseos del rey, el cual me odia. Creo que este caso del abad fue sólo un pretexto de Wenceslao, para tenerme bajo su pie, pues siguió preguntándome acerca de los presuntos pecados de su mujer.
   Fui sometido a torturas, hasta que la reina se las arregló para liberarme. Ella curó mis heridas. Y así, pude volver a predicar en la Catedral, aunque muy disminuido físicamente.
   Hace unos días, noté que me perseguían unos matones. Varias veces, después de esa, volvieron a estar muy cerca mío. Supongo que para amedrentarme. Hoy, vengo cruzando el río Moldava por el puente nuevo, el que está habilitado, aunque faltan aún unas terminaciones. Este puente se empezó a construir hace muchos años, cuando gobernaba el rey Carlos, que es el anterior a Wenceslao.
   Siento que me siguen. No es primera vez que tengo que correr, tratando de escapar. Otras veces lo he logrado.
   En cambio, ahora me están alcanzando. Entre varios me agarran y me tiran por el borde hacia el río . Voy cayendo, y me parece que el tiempo no transcurriera. No creo que salga vivo de esto.

 

   Juliana de Norwich

   De mi infancia y adolescencia sólo recuerdo la gran peste que asoló a este país, y también a muchos otros. En mi pequeño pueblo de Norwich la mortandad fue feroz. A mí me cuidaron mucho y no caí en la peste. Más bien dicho, caí al final, pero no yo directamente.
   Había alcanzado a tener un novio, aunque sólo por breve tiempo. Un hombre extraordinario, al que quise mucho. Él no era como la mayoría de los hombres, que desprecian a las mujeres. De un día para otro, no lo tuve más. Se lo llevó la peste.
   Lloré mucho su pérdida. . . Por largo tiempo. . . Hasta este año 1373, teniendo yo treinta, cuando me enfermé gravemente. Lo mío no fue la peste sino un problema pulmonar que me tuvo muy cerca de la muerte. Justo cuando un calor efímero empezaba tímidamente en las tardes, me descuidé. Talvez porque no quería seguir cuidándome.
   Me venían unas fiebres altísimas, y los doctores no hallaban qué hacer para espantar mi mal. Más eficaz fue el cura que me dio la extremaunción.
   Durante esa semana de gravedad en que apenas estaba aún en este mundo, y casi un poco en el otro, fue que tuve unas visiones extraordinarias. Tanto, que no quería olvidarlas. Por eso, las escribí como pude, sin siquiera redactar, en aquellos otros momentos en que despertaba al mundo real.
   Y en cuanto sané me puse a ordenar un poquito esos escritos. Al leerlos de nuevo, aprendí un montón de cosas que antes ni me imaginaba. Es que esas visiones que tuve fueron fabulosas. Había visto a Jesús, puesto en una pequeña ciudad eterna, mostrándome la fuente de la plaza. "Esta es tu alma", fueron sus palabras en aquella oportunidad.
   Esa vez creí que me estaba yendo de este mundo, y por eso me atreví a preguntar a Jesús si me iba a mostrar el cielo, el infierno, o el purgatorio.
   -Nada de eso -me dijo, sonriendo.
   Comprendí con claridad que no me estaba yendo del mundo. Simplemente, estaba contemplando el Amor. Y como Jesús me vio preocupada por mi destino, me tranquilizó diciendo:
   -El final será feliz en cada persona.
   -¿Y qué pasa con el pecado...? -pregunté.
   Su respuesta fue tan sabia y esperanzadora que no sé si la transcribí tal cual. Era algo así como "El pecado causa dolor pero no tiene sustancia, no puede prevalecer. Todo se transforma en bien". Eso último me lo tuvo que repetir porque yo no entendía nada.
   Y como seguí preguntando por el infierno infinito, me miró fijamente y me preguntó, a su vez, "¿No te das cuenta de la contradicción que hay en eso? El infierno no es más que una forma de lenguaje para expresar un estado de ánimo de desesperación. Y ese estado que siente en vida el que ha pecado..., se termina en algún momento".
   Por lo menos, ahora sí, lo entendí. Claro, ¿cómo no se me ocurrió antes? Dios no va a inventar un instrumento de tortura, ni mucho menos el que haya de aplicarse en forma desproporcionada.
   -¿Cómo será cuando vengas a juzgar... a los vivos y a los muertos? -pregunté ingenuamente.
   Jesús se mostró comprensivo:
   -He dicho tantas veces... que no vengo a juzgar sino a salvar.
   En eso, vi algo que ocurrió en las afueras de esa extraña ciudad. El servidor de un señor llegó al pueblo. Se le veía alegre y un poco apurado. Dijo que traía una misión que le habían encargado. Con el apuro, no se fijó bien y tropezó en una piedra. Rodó dentro de un barranco. Quedó adolorido y no lograba pararse, pero vino Jesús y lo ayudó. Entonces, el hombre pudo seguir su camino.
   -¿Cómo puedo entender a Dios... y al prójimo? -pregunté.
   Jesús no me respondió aquel mismo día, sino al siguiente. Sus palabras fueron algo así: "Para entender a Dios, antes tienes que entenderte a ti misma... y al prójimo. Ya sabes que eso no es fácil". Un rato después, agregó "Para amar a Dios, antes tienes que amarte a ti misma... y al prójimo". Entendí que esto no debería ser tan difícil.
   Fueron varias mis visiones, y creo que logré ponerlas por escrito de manera adecuada. Entonces, sané del mal que me aquejaba.
   "Bendita enfermedad", digo, y repito, aunque nadie me tome muy en serio. Y lo digo porque cambió mi vida para mejor.

         * * *

   Desde aquella enfermedad han pasado ya cincuenta años. Los he dedicado íntegramente a tratar de entenderme a mí y al prójimo..., y a Dios.
   Aunque no lo he logrado plenamente, por lo menos he podido desentrañar esas visiones y escribir un texto ampliado.
   Para empezar, en aquel mismo momento, hace medio siglo, decidí transformar mi vida. Para ello, me otorgué caracteres monásticos pero, no quise recluirme en un convento, ni tener una abadesa que limitara mi acción.
   Hablé con el cura, que me tenía un gran aprecio. Me facilitó un pequeño departamento, que él llama "celda" y está ubicado en forma contigua al templo de San Julián. El cura me contó que hay muchas mujeres que viven de esa misma forma que yo, y para él era un honor contar con una en su parroquia.
   Mi celda consta de dos habitaciones, una muy pequeña, con una cama, una cómoda y un lavatorio. La otra pieza tiene un sofá, una silla y una mesa, en la cual escribo. Esta habitación sale a un patio, al fondo del cual está el retrete. Desde el principio quise dar a ese patio un carácter más amistoso. Para ello, he estado cultivando flores.
   Hice voto de celibato. Además, salgo muy poco, sólo para conocer mejor al prójimo y para hacer algunas compras mínimas ya que mi alimentación y vestimenta son muy básicas.
   Me he financiado gracias a una herencia que tuve, no muy grande, sólo lo suficiente para sobrevivir.
   Además de orar, meditar y cuidar las flores, mi actividad se centra en descubrir cada día algo nuevo en el mensaje que Jesús me entregó. Todo esto lo voy escribiendo, y aunque no tiene por qué ser aceptado por otras personas, lo comparto con quienes tienen a bien visitarme. Y han sido muchas personas en todo este tiempo.
   Muy cerca de acá, durante mis comienzos, ocurrió algo abominable. Una sangrienta persecución contra los lolardos, seguidores del desprestigiado Wycleff, quien denunció los malos comportamientos de la jerarquía, y luchó siempre por volver a una iglesia pobre y espiritual como la del principio.
   Me apodan Juliana porque vivo en San Julián. A tal punto, que me interesé por conocer algo de la vida de este santo. Sin embargo, no fue mucho lo que logré saber.
   La gente me tiene estimación, pero a la vez critican en mí lo que llaman "atrevimiento..., ¿cómo se me ocurre que una mujer puede tener derecho a escribir?". No lo aceptan, porque el prejuicio está todavía muy fuerte. Están convencidos que una mujer no puede tener algo importante que decir. ¿Y... enseñar...? Eso es ilusorio, según dicen.
   He tenido que revestirme de mucha valentía para insistir en mi camino. Realmente, me atrevo a enseñar que la búsqueda de Dios tiene tres aristas: La primera es buscar con voluntad y alegría; la segunda es tener esperanza durante toda la vida; y la tercera, confiar.
   En muchas partes de mis escritos digo "Jesús" en vez de decir "Dios". Es por la manera como Dios se me manifestó, con ese símbolo. Me cuestioné mucho que tal símbolo fuera masculino, pero difícilmente iba a ser de otra manera. Así ha estado nuestra cultura hasta el momento. Sin embargo, ahora veo que no tenemos por qué imaginar a Dios más masculino que femenino. He ahí un prejuicio que Él (¿o Ella?) me está quitando. Su mensaje es de amor. Y ese amor divino lo veo como amor materno.
   Para mí, éste es el tema esencial.
   Hace diez años vino a verme Margarita, una joven que está en búsqueda, así como yo. Vino varias veces, en poco tiempo. Llegamos a estar en gran consonancia. Ella también decidió ponerse a escribir, sin importarle que eso fuese mal visto.
   Aquel encuentro me dio mucha satisfacción. Ahora, ya estoy próxima a morir, en paz. Sé que veré a Jesús tal como aquella vez, pero imagino que ahora será de un modo más vivo aún.


  Segunda parte.- Entrando a edad rebelde

   Jan Hus

   Tengo que emprender un viaje complicado. Es difícil, no por los obstáculos que pueda encontrar durante el camino, sino por otros albures, en el lugar de destino. Konstanz se llama la hermosa ciudad a la que he de llegar, junto a un lago. No voy de vacaciones, ni nada que se le parezca. Quiero ir porque necesito que me escuchen los cardenales del Concilio. Sobre todo aquel que pasa por sumo pontífice, y se supone que le corresponde esta zona. Él me mandó llamar, a defender lo que considera teorías mías. He de decirle que yo no inventé nada.
   -Adiós, Jerónimo -le digo a mi amigo del alma, y nos fundimos en un abrazo.
   -Adiós, Jan, cuídate... Y ponte firme.
   -Volveré, te lo aseguro, amigo mío.
   -Eres valiente. Si caes en peligro, iré a ayudarte.
   -No será necesario -y agrego-. Tu lugar está aquí.
   Como aún no llegan a buscarme, nos ponemos a conversar, más que nada para calmar nuestras aprensiones.
   -Juan XXIII no es un mal tipo -explico-. Por lo menos tiene la intención de unificar la Iglesia.
   -Sí... unificarla... en torno a su propia persona. No creo que el Emperador se lo acepte.
   -Por lo menos, es mejor que los otros dos Papas, que no quieren la Unidad.
   -¡Oh! Los Papas tradicionales. Mal recuerdo tenemos de esas tradiciones.
   -Un Papa, una vez, declaró que Dios se complacía en que se le rindiese culto en lengua desconocida.
   -Eso fue para que la gente no aprendiera de la fuente misma. Menos mal que nosotros hemos seguido enseñando en nuestra lengua bohemia.
   -Y seguiremos. Tenemos ya la Biblia traducida.
   -Como nos enseñó Wycliffe.
   -No todo lo que enseña Wycliffe es correcto -advierto.
   -Por supuesto. No todo, pero... hemos aprendido de él.
   En eso, se divisan tres jinetes, que vienen hacia acá. Traen un caballo para mí, que me lo han proporcionado unos amigos de la nobleza. Me despido nuevamente, y monto en el animal, lo más cómodo que puedo, con mi escaso equipaje. Ya nos disponemos a salir de Praga, en un día de otoño de 1414 que amenaza lluvia.
   Durante el camino, me las arreglo para pensar un poco. Si encuentro dificultades, podré superarlas gracias al salvoconducto que extendió para mí el Emperador Segismundo. Ese papel que ya empieza a arrugarse es lo que me decidió a hacer el viaje. Creo que una ausencia mía se interpretaría como un reconocimiento de culpabilidad, y no quisiera caer en eso. Es más, espero que estén dadas las condiciones para que mi excomunión sea levantada.
   Es un viaje largo, de varios días. Al pasar por los pueblos, observo que la gente me conoce y me estima. Vienen a mi encuentro y avanzan conmigo unas cuadras.
   Entre pueblo y pueblo, sigo pensando. Qué lesera esto de que haya tres Papas. Cómo pudo caer tan bajo la Iglesia Cristiana. Desde que un Papa francés Gregorio decidió que ya era el momento de volver a la ciudad de Roma, aunque la sede seguía invadida, las cosas no fueron por buen camino. Para peor, muchos cardenales se quedaron en Aviñón, y no fueron esperados para el cónclave, cuando murió Gregorio XI. A pesar de todo, aquellos tuvieron a bien reconocer al nuevo Papa, elegido de tan irregular manera, Urbano VI, italiano, como exigió el pueblo de Roma en una manifestación callejera. Tuvo este Papa la loable ocurrencia de querer extirpar la corrupción de la jerarquía de la Iglesia. Frustrados, los mismos cardenales que lo habían elegido, conspiraron contra él y eligieron otro Papa, Clemente VII, el cual tuvo que huir de Italia, y se refugió en Aviñón.
   La gente se preguntaba cuál es el verdadero Papa, si se excomulgaron mutuamente. Años después murió Urbano VI, en circunstancias muy sospechosas. Talvez algún día se aclare si acaso lo envenenaron. Lo sucedió Pedro Tomacelli, con el nombre de Bonifacio IX. En la otra dinastía, también hubo un nuevo Papa cuando murió Clemente. Eligieron al español Pedro De Luna, que se llamó Benedicto XIII. Siguió la misma situación porque cada nuevo Papa se consideró legítimo.
   Cuando murió Bonifacio IX asistí al funeral, como representante del rey Wenceslao de Bohemia. Ahí conocí al cardenal Baldassare Cossa, que estaba muy impactado por la muerte del Papa Tomacelli. Dejé que aliviara su pena hablándome, en un rato en que estábamos esperando afuera del templo.
   -Fue bueno para nuestra familia -comenzó diciendo don Baldassare- que Pedro Tomacelli se incorporara a ella. Él era cardenal, nada menos, y su hermano acababa de casarse con Giulietta, mi prima favorita, que me cuidaba cuando yo era pequeño, y me cantaba lindas canciones y me inventaba cuentos hasta que yo me dormía.
   Respondí con una simple sonrisa, respetando las emociones de niño que afloraban a sus ojos.
   -Me acostumbré a conversar con Pedro Tomacelli -continuó-, que además ha sido abogado de la familia por muchos años. Napolitano, de ascendencia noble y humilde al mismo tiempo. Hablando con él solía enterarme hasta de los detalles y las anécdotas. Nosotros seguimos fieles al Papa Urbano, aunque a muchos no les gustaba, era el legítimo. Pedro me explicó que, según él, el Papa anterior se vino a Roma antes de tiempo, cuando la Iglesia aún no estaba preparada para ello. Eso no le quitó legitimidad, pero lo debilitó mucho.
   -Siempre he pensado que no puede ser que haya una Iglesia de Roma y otra de Aviñón -dije, siguiendo el tema- ¿Soy de Pedro...? ¿Soy de Pablo...?
   -Claro que no puede ser. Yo quedé muy contento y optimista cuando eligieron Papa a mi pariente Pedro. A mis 19 años, ya empecé a luchar por una Iglesia unida.
   Asentí, con un movimiento de cabeza.
   -Fue tristísimo cuando terminó de morirse Tomacelli -continuó Cossa-, después de estar mucho tiempo enfermo de los riñones. Nunca pude decirle Bonifacio, ni menos Su Santidad.
   Después de una pausa, continuó:
   -Con Giulietta estuvimos siempre atentos a lo que podíamos hacer por nuestro pariente querido, para aliviar sus dolores terminales. El fue buenísimo conmigo. En cuanto terminé mi carrera de Derecho en Bolonia me nombró en un cargo diplomático importante, y como lo desempeñé bien, poco después me ascendió a Nuncio, cuando recién empezaba este siglo. Y también me dio título de cardenal. Todo esto, estando yo en la guerra. Al final, me tuve que salir de la milicia. Se puede decir que Pedro me sacó de ahí, y se lo agradezco de verdad. Con Tomacelli recuperamos una parte importante de los estados pontificios. Sin embargo, todavía no se vislumbraba la ansiada unidad.
   -Ni se vislumbra hoy, tampoco.
   -Recuerdo un antiguo sueño infantil - rió al decirlo- que me mostraba que yo sería el Papa que unifique la Iglesia.
   Preferí reír junto con él. La gente nos miraba con reprobación, y eso que no habían escuchado nada más que las risas.
   Ahora, me río yo solo, cuando recuerdo esa escena, pues es ese mismo Baldassare Cossa el que efectivamente llegó a ser un Papa más, y se llamó Juan XXIII. Y es a él a quien estoy yendo a dar explicaciones.

         * * *

   Arribé a Konstanz en una tarde fría de un otoño que ya terminaba. Me hospedé en casa de una viuda que arrendaba piezas. Se llama Fida, y pertenece a una familia amiga de mi madre. El primer día que llegué, me puse a conversar con la señora Fida, que es muy acogedora. Le conté que tengo 43 años, lo que le pareció sorprendente, pues ella se acordaba de mí cuando era muy pequeño en la pequeña aldea Husinec. Ella evocaba a mi padre, que murió en esa época.
   -Apenas alcancé a conocerlo -dije con tristeza.
   -Tu madre te envió a la escuela de la provincia. Me acuerdo que allí tenías un amigo...
   -Jerónimo. Todavía es mi amigo.
   -¿Es presbítero, como tú?
   -Sí. Allá quedó, en Praga, a cargo de la parroquia.
   -Tu madre procuró que fueras a la Universidad, a pesar de ser muy pobre.
   -Sí. Ella fue conmigo a Praga y se arrodilló para pedirle a Dios por mí. Me aceptaron en la Universidad de Praga, por caridad.
   -Y por el esfuerzo de tu madre.
   -Me pusieron como condición que estudiara mucho. Y así lo hice.
   -Te fue muy bien.
   -Después inicié el estudio de Teología, que me fascinó.
   -Y ahí comenzaron tus problemas.
   -En realidad..., sí, pero no tanto. Pude ordenarme presbítero, sin problemas.
   -Y por tu facilidad de palabra la gente empezó a asistir a tus prédicas... ¿Donde eran? Hasta ahí supe yo.
   -Fue en la capilla de San Miguel. Mira, te sigo contando: Me eligieron para prestar servicios en la corte del rey. Después me destinaron a predicar en la capilla Nueva Belén, una enorme, sólo para homilías.
   -¡Qué bueno! Porque uno no sabe casi nada de la Biblia.
   -Por eso es tan importante mostrarla. Y no en latín.
   -El momento que vive la Iglesia, lo encuentro muy malo.
   -También lo he denunciado. Los peores vicios, no sólo entre los laicos, lo que es peor, en el clero. Y muy especialmente en la jerarquía.
   -¿En la jerarquía?
   -Sí. En la jerarquía, la fornicación y la usura son frecuentes.
   -¿Le pones mucha emotividad...?
   -Soy lo más expresivo que pueda ser.
   -La gente que asiste a esas prédicas, ¿tiene cierta cultura?
   -Desde aristócratas hasta gente muy sencilla.
   -¿Y en tus misas?
   -Igual. Doy la comunión bajo las dos especies, pan y vino.
   -¡Oh! Pero, eso no lo permiten.
   -No hay motivo justificado para prohibir lo que Cristo nos enseña. La Biblia está por sobre el Magisterio.
   -Tengo una cátedra de Teología en la Universidad -agregué después de una pausa.
   -Bueno, si tú lo dices...
   -Hay algo más importante que decirlo. Mostrarlo. Hace un tiempo llegaron a Praga unos actores ingleses que venían a evangelizar. En una plaza pública representaron una escena con la entrada de Cristo en Jerusalén, sentado sobre un asno, y seguido por discípulos descalzos y con túnicas ajadas.
   -Me habría gustado verlo.
   -Y también otra escena con una procesión, en que se veía a un pontífice adornado con costosas vestiduras, montado en un caballo magnífico, precedido por clarines y seguido por cardenales engalanados.
   -Precioso... el contraste.
   -Llegó mucha gente a verlos, y quedamos todos impresionados por ese contraste. Después, los actores tuvieron que salir huyendo.
   -Ya me imagino.
   -Jerónimo y yo nos hemos limitado a denunciar la vida lujosa del clero, y su avidez, y libertinaje. Y la venta de indulgencias.
   -¿Cómo es eso?
   -Tal como suena. Cada Papa ha necesitado financiar sus ejércitos con que combate a los otros dos impostores. Para ello solicitan dinero a los poderosos, a cambio de indulgencias.
   Le hablé de Wycliffe, y sus enseñanzas. Algunas de ellas, heréticas, jamás las he suscrito. Por ejemplo, lo de la transustanciación. Nunca he hablado de eso en mis prédicas porque la gente no lo entiende. Y ahora, que traté de explicarlo a la señora Fida, tampoco entendió absolutamente nada. Es algo muy complejo, intelectual. Sólo para teólogos.
   En casa de doña Fida me dediqué a estudiar, pero antes de eso, al día siguiente a mi llegada fui a ver a Juan XXIII, en una pequeña oficina que habilitó para él el Arzobispo de Konstanz.
   -Buenos días, Su Santidad -saludé.
   -¿Santidad? Después de lo que has andado diciendo de mí...
   -Cortesía, ante todo.
   -Yo hubiera querido abocarme sólo a la unidad de la Iglesia, y ver lo tuyo más adelante, porque si tratamos de abarcar mucho se nos puede ir de las manos lo principal.
   -¿Qué es "lo mío"?
   -Te he llamado porque te acusan de hereje.
   -Jamás he cometido herejía.
   -Yo te creo, pero nadie más te cree, así que será necesario que lo demuestres ante el Concilio.
   -Para eso he venido a Konstanz.
   -Bien, mañana se iniciará el Concilio. Cuando sea oportuno serás citado para que des tus descargos.
   -Allí estaré, cuando me llamen... A pesar de todo lo difícil que me es estar dando explicaciones a aquellos cardenales que han tenido tanta corrupción e inmoralidad.
   -Lo que dices es demasiado fuerte e irrespetuoso.
   -Bueno, pero es que esto debe terminar. Ayer mismo estuve viendo como llegaban a Konstanz una cantidad de prostitutas de alto nivel, para cardenales.
   -Algunos hombres del clero no son capaces de soportar cierta presión en sus cuerpos. ¿Tienes tú alguna solución a este problema? No te voy a preguntar cómo lo haces tú.
   -Yo sólo digo que no seamos hipócritas. Si predicamos contra la fornicación, debemos tener una conducta ejemplar.
   -Hay tantas cosas que mejorar. Antes creía que cuando fuera Papa iba a hacer todo lo que se necesita para la Iglesia, pero no es tan fácil la cosa. La persona puede tener mucha energía, y el cargo puede ser el más importante, y además, tener la razón, pero falta algo. Siempre falta algo.
   -Como eso de las indulgencias que están a la venta.
   -Jan, la Iglesia necesita financiar la tarea titánica de terminar con el cisma.
   -Su Santidad ya es parte de ese cisma.
   -Porque los malditos impostores no han querido renunciar. Mira, Jan, había un Papa legítimo...
   -Gregorio XII... supongo.
   -Y dejó de serlo por andar metido en maniobras desatinadas y desprestigiadas, en contra de cardenales, para poner a sus parientes. ¿Qué íbamos a hacer? Siempre hemos querido la unidad de la Iglesia.
   -¿Qué nos enseña Jesús respecto a todo esto?
   -Jesús tomó el látigo y expulsó a los mercaderes del templo.
   -Eso es lo que yo pretendo... No sigamos vendiendo indulgencias.
   -Contigo no se puede. Te vamos a citar muy pronto, y entonces... compórtate... ¡Ah! Y por favor, no celebres misa ni prediques ni aparezcas en funciones públicas. Mira que eso te complicaría.
   -Está bien. No lo haré.
   Cumplí con lo prometido. En cuanto me despedí de Juan XXIII volví a casa a seguir con mis estudios. Preferí no salir a ninguna parte. En cambio, recibí a varias personas que vinieron a saludarme. En la noche, la señora Fida me contó que vio unos presbíteros llegados de la Bohemia, hablando mal de mí, en plena plaza. Decían que era peligroso tenerme libre. Por la descripción que ella hizo de los tipos, pienso que pueden ser Paletz, Causis y Broda, con los que siempre tuve discusiones en mi país.
   La inauguración del Concilio fue solemne, con campanas al vuelo, en la Catedral. Según me contó después uno de mis visitantes, estuvo presidida por Juan XXIII, y se le consideró como Papa legítimo. Llegó con gran pompa y elegante séquito.
   En la segunda sesión del Concilio, unos días después, Juan XXIII empezó a tener problemas. Se levantaron muchas voces solicitando la abdicación de los tres Papas. Tanto algunos doctores en Teología y en Derecho Canónico, como también varios procuradores de obispos, diputados de las universidades y representantes de los príncipes estuvieron en esta posición. Se programó una tercera sesión para antes de Navidad, en pleno invierno.
   A mí, aún no me llamaban. Probablemente porque Juan XXIII no tenía muchas ganas de mezclar cosas, y lo más importante era, sin duda, la unidad de la Iglesia.
   Pude seguir con mis estudios, y conversar con mis visitantes, muy preocupados por mí. Algo les he hablado de cómo fui cayendo en desgracia, a partir del momento en que el Arzobispo de Praga, que antes me había tenido muy bien evaluado, de pronto me prohibió continuar con mis prédicas. Con Jerónimo, no hicimos caso. Más aún, pedí al Arzobispo que revocara la condenación a las enseñanzas de Wycliffe, pues no todas son heréticas. El Arzobispo hizo quemar los libros del teólogo inglés. Y yo me puse a predicar contra la quema de libros. Poco después, se habían producido disturbios en la calle a causa de haber yo atacado la venta de indulgencias. Hasta en la Universidad se molestaron conmigo.
   -En aquella oportunidad -seguí contando a mis visitantes-, el Papa Alejandro V, de la dinastía de Pisa, ordenó al cardenal Colonna que me citara a la corte de Roma.
   Si bien a ese Papa lo habían elegido con la mejor intención de ser un Papa de unidad, resultó un fracaso, pues ninguno de los dos Papas preexistentes quiso abdicar en su favor.
   Comenté con mis amigos, que por motivos de seguridad, no acudí a aquel llamado, sino que envié representantes. Ahí fue que el cardenal decidió excomulgarme, y a las pocas semanas extendió el castigo a todos los que se consideraran mis seguidores. Hubo nuevos desórdenes callejeros. Yo continué con mis prédicas en la capilla Belén. Para presionarme, la curia decretó un interdicto contra la ciudad de Praga, prohibiendo celebrar misas y sacramentos. Ni siquiera permitía sepultar a los difuntos. Todo eso, mientras yo permaneciera en Praga. Apelé, pero no tuve éxito. Muchos ciudadanos opinaron que yo tenía que dejar la ciudad. A tal punto, que no me quedó más remedio que irme a Husinec, mi ciudad natal, para que pudiera terminar la persecución que sufrían mis conciudadanos. Ahí prediqué, pero a pocas personas. Más que nada, empecé a escribir libros y cartas. En "Sobre la Iglesia" afirmé que el Papado no tiene origen divino, y por lo tanto es lícito denunciar los errores que haya cometido. Me inspiré en la relación que hubo entre Jesús y los saduceos.
   Cuando murió el Papa de Pisa, fue que eligieron en su reemplazo al diácono Baldassare Cossa. Lo ordenaron presbítero, y entonces asumió el pontificado.
   Luego de un par de años, se dio término al interdicto, esa injusta dificultad que afectaba a Praga, y pude volver a esa ciudad.
   El Emperador Segismundo convenció a Juan XXIII de que convocara a un Concilio en Konstanz. Se basó en que ambos querían lograr la unidad de la Iglesia.
   Y aquí estoy, esperando que sea mi turno para mostrar mi inocencia. He sabido que tres patriarcas están participando en el Concilio, además de muchos cardenales y arzobispos. También cientos de doctores en Teología, y otros eclesiásticos. Los reyes han enviado gran cantidad de representantes. Es un concilio multitudinario.
   Los otros dos Papas, Gregorio XII y Benedicto XIII fueron convocados, pero hasta el momento no han venido. Sólo están sus delegados. A ratos pienso que talvez yo tampoco debería haber venido, pero desecho ese pensamiento, pues quiero resolver mi situación. Además, vine con un salvoconducto del Emperador, y adquirí acá una garantía personal de Juan XXIII asegurándome su protección.
   Por eso, no me preocupé tanto al ver llegar una delegación a la casa en que me hospedaba. Dos obispos, el alcalde, y un emisario del gobierno vinieron a buscarme, cuando aún faltaban casi tres semanas para la reunión del Concilio. Me dijeron que venían de parte del Papa, lo cual me pareció extrañísimo, increíble. De hecho, no lo creí.
   -No iré -exclamé airado-. Me presentaré al Concilio, cuando sea el momento.
   Se rieron con descaro. Me acerqué a la ventana, y pude ver soldados, en la entrada, y al parecer, dispuestos a cualquier cosa. No sacaba nada con oponerme. Esto era un verdadero secuestro. Preferí no disponer nada para llevar conmigo. Me despedí de la señora Fida, tratando de aparentar tranquilidad, para que ella lo tomara con calma. Sin embargo, comprendió la situación, y tenía lágrimas en sus ojos cuando me vio subirme al caballo y partir con los obispos.
   Al llegar al palacio episcopal, me recibió el cardenal Pierre D'Ailly, en la misma oficina que hasta hacía poco ocupaba Juan XXIII. Alcancé a preguntarme a mí mismo, si acaso estaría frente a un cuarto Papa.
   Me preguntó si me retractaba de mis herejías.
   -Herejías, no tengo -repuse-. Y si es que tengo algún error, pues muéstreme que es así, y desistiré de él.
   No nos entendimos. Llegó la hora de almuerzo, y el cardenal me hizo pasar al comedor de los monjes, citándome para continuar la reunión más tarde.
   Mientras comía, se me acercó un fraile con su plato, y se ubicó en la misma mesa. Conversamos cosas superficiales, que me hicieron creer que su intelecto era muy simple, hasta que me preguntó por qué no creía yo en la transustanciación.
   -Yo creo -corregí.
   -¿Qué crees acerca de la unión en Jesucristo de ambas naturalezas? -insistió.
   -Bueno..., hay una unión inseparable entre la naturaleza divina y la humana. Es algo sobrenatural.
   Traté de no hablarle mucho, pues el tipo me estaba interrogando. Me levanté de la mesa en cuanto pude. A las cuatro se reanudó la reunión. Esta vez, estaban también mis paisanos Paletz y Causis. Tuve que volver a decir que no tengo problemas con la transustanciación, pues no suscribo ese tema de Wycliffe. Siguieron con acusaciones vagas respecto a cosas muy menores. Lo sustancial del intercambio de opiniones, fue la alusión a algo que he sostenido en varias prédicas. Que si un sacerdote está en pecado mortal no debería administrar sacramentos, y que no es sabio que la jerarquía se deje conquistar por los legados de los príncipes. En esos dos puntos importantes, la discrepancia fue inevitable.
   -No es ninguna herejía -sostuve-, ni tampoco es un error.
   El sol ya se ponía, cuando me dispuse a irme, con una sensación de haber perdido el día. No me dejaron libre, sino que en custodia, en casa de un canónigo. La señora Fida tuvo que traerme ropa, al día siguiente.
   Juan XXIII se molestó con D'Ailly por su manera de actuar, pero no tenía ya su acostumbrado poder para imponerse. En la ciudad circulaba un anónimo, escrito en italiano, desprestigiando a Juan XXIII. Probablemente éste comprendía que no era yo el autor de ese ataque. Sin embargo, si acaso intentó liberarme no tuvo éxito. El poder estaba ya en manos de los cardenales.
   También el Emperador se molestó con la jerarquía pisana, por haber pasado por encima del salvoconducto extendido por él. Sé que ordenó liberarme, pero los cardenales lo convencieron de que no hiciera tal cosa. Que no necesitaba mantener la palabra empeñada con herejes. También lo amenazaron con disolver el Concilio. Segismundo no quería que todo volviera a un punto de partida que había costado tanto superar.
   A la semana siguiente me trasladaron a un monasterio dominico y me pusieron en una celda subterránea, ubicada en el mismísimo punto en que el río Rhin descarga su inmundicia en el lago Konstanz. Me enfermé. Tuve tanta fiebre que creí que iba a morir antes de tener tiempo para defenderme de los injustos ataques.
   Entretanto, el Concilio empezó a actuar como Inquisición. Con jueces de instrucción y fiscales. Elaboraron un acta de acusación en mi contra, y en cuanto estuve un poco mejor de salud, comenzaron a interrogarme usando la brutalidad.
   Mis amigos hacían lo que podían por tratar de sacarme de la prisión, pero lo más que lograron fue que les permitieran verme para darme ánimo, con la excusa de que supuestamente tratarían de que yo me retractase.
   Ellos me contaron que el cardenal Pierre D'Ailly era el más poderoso jerarca de la Iglesia, y que se las arregló para organizar el voto por naciones, y no por personas, teniendo en cuenta que la gran mayoría de los participantes era de Italia. El Concilio dio un Golpe, constituyéndose en autoridad de facto, en lugar de los Papas. Ningún cardenal quiso dar el anuncio. Se le encargó esta ingrata tarea a un simple obispo. Juan XXIII huyó de Konstanz. Disfrazado de sirviente, según los rumores.
    Eso fue lo último que pudieron contarme, pues mi situación empeoró después de la huida de Juan XXIII, y ya no me dejaron recibir visitas. Me volvieron a trasladar, esta vez al castillo de Gottlieben, una prisión propiamente dicha.
   Un par de semanas después llegó Jerónimo a este mismo castillo. Tan encadenado como yo. Era de esperar que eso ocurriese, conociéndolo como lo conozco, él jamás se iba a quedar en la comodidad de un techo seguro.
   Los interrogadores me decían muchas mentiras y frases mal intencionadas. Querían hacerme creer que habían tenido que ir a buscar a Jerónimo porque yo no quería retractarme. Y que mi amigo no lo era tanto, que ya había firmado un documento renegando de sus pensamientos anteriores, y diciendo que yo era hereje. Jamás podrían ablandarme con esas burlas. Siempre he tenido la certeza de que Jerónimo es valiente y decidido.
   A gritos trato da hablar con él, que debe estar en alguna celda cercana. De repente escucho una voz, muy atenuada, es lo que llega de su potente respuesta. No podemos intercambiar información alguna, pero nos damos ánimo. Y nos castigan cuando lo hacemos.

         * * *

   Juan XXIII fue buscado, traicionado por alguien, encontrado, regresado a Konstanz, depuesto y encarcelado. Llegó a Gottlieben en una tarde muy calurosa. A él no le ponen cadenas, tiene un régimen de privación de libertad más benigno, pues sólo es acusado de presuntos homicidios e inmoralidad.
   Yo tenía muchas ganas de conversar con él, pero eso era imposible. Al menos, así me pareció, pero Cossa también quería hablar conmigo, y logró que le permitieran visitar mi celda. No le fue nada de fácil. Insistió durante varios días hasta que los convenció, con el pretexto de que él iba a obtener de mí la retractación. De esa forma, pudo venir acompañado de un guardia.
   El que había sido un solemne Juan XXIII ya no tenía sus lujosas vestiduras ni su rostro estaba sonrosado ni sonriente. Vestía ropa sucia y traspirada, como la mía. Sus ojos y su boca mostraban sufrimiento.
   Empezó contándome que todas las proposiciones de Wycliffe habían sido condenadas en el Concilio. Incluso, se decidió que su cuerpo sea exhumado para quemarlo.
   Cada cierto rato, Cossa echaba una miradita sobre el guardia, para hacerle ver que su presencia atentaba en contra de la presunta gestión de dar vuelta mi pensamiento.
   -La proposición de que las sustancias de pan y vino permanecen al ser consagrados -dijo Cossa, con ánimo de aburrir al guardia- es una herejía que ha sido condenada.
   -Ya lo sé.
   -También eso de que no sería necesario confesar los pecados a un presbítero. Y esa opinión de que el clero no debería tener propiedades. Y que hasta los diáconos puedan darse el lujo de predicar sin la debida autorización del obispo.
   A todo esto, el guardia se aburrió y se retiró, diciendo que ya volvía.
   -No vengo a decirte todo eso -dijo entonces Cossa, bajando un poco la voz- sino que... me remuerde la conciencia el no haber sido capaz de librarte de esta injusticia.
   -Tranquilízate, Baldassare. Sé que no es tu culpa.
   -Jan, es que vas a morir... Y yo quise evitarlo... Y no fui capaz... Una cosa es combatir ideas y otra cosa es ensañarse con las personas.
   -¿Amigos? -nos dimos la mano.
   -He podido comprenderte -señaló Cossa-, cuando el cardenal Zabarella fue el único que intentó defenderme en el Concilio, pero su voz no fue escuchada entre el griterío que se armó.
   Sonreí hasta donde pude.
   Baldassare Cossa me habló y me habló, mientras yo me limitaba a escucharlo, atento, con paciencia:
   -Cuando llegué acá estaba desesperado por no poder alejarme de mi entorno, paseándome como la bestia enjaulada que soy. Ya no podré hacer nada por la unidad, pero espero que igual se esté dando. Con cuarenta años y mucha energía, intenté dar término definitivo a los otros dos papados. Decidí preparar a Zabarella para que sea el único Papa, el de la unidad. Lo nombré obispo, y después cardenal. Es la persona más indicada para guiar a la Iglesia en una senda única, pero ya no parece algo viable.
   -Segismundo es como los niños chicos -continuó después de una pausa-. Si yo no quiero jugar de la manera que sus caprichos determinan, entonces se lleva el juguete, y me quedo sin nada. Así fue como me arrebató el concilio. Nos hemos dicho de todo, y en los tonos más violentos que se han visto en un concilio. Cuando me ordenó que dimitiera le respondí que si acaso estaba loco. A esa altura, daba lo mismo, pues todo estaba perdido. Yo no iba a borrarme así como así. Más tranquilo, le dije que el concilio de Konstanz lo iniciamos para unir a los cristianos, y él estaba ahora contribuyendo a la desunión. Fueron varios días tensos, en que yo estaba ahí, como de piedra. Cada vez más clérigos y cardenales me miraban mal.
   Yo me limitaba a asentir, para dejar que se desahogara.
   -Llegó el momento en que me tuve que desaparecer -continuó-, disfrazado con unas ropas que conseguí. Parecía un perfecto criado. Me puse un bigote, y con el sombrero mi aspecto cambió tanto que nadie me reconoció al pasar, ni al salir de Konstanz. Fui a Sciaffusa, buscando la protección de un duque, que me trató muy bien, y manejó la cosa con discreción. A las pocas semanas, me secuestraron en plena noche cuando todos dormían. Segismundo me trató de inútil, indigno, hereje, y dañino para la Iglesia. Maldigo la hora en que se me ocurrió aliarme con él. Yo mismo me puse la soga al cuello.
   -La oración te va a servir mucho para pacificar tu alma.
   -Siempre me han venido visiones de un personaje vestido de blanco, que trata de conversarme y yo no entiendo todo lo que me dice. Ahora, más que nunca, no dejo de tener esas imágenes dentro de mí. El personaje de túnica blanca trata de hablarme y decirme cosas importantes, pero tan bajito que no escucho. Antes, él sonreía y hasta me retaba con afecto, indicándome sabios caminos, a juzgar por unas pocas cosas que logré entender. Lo conozco desde que fui niño. Me ha hablado de unidad y de sacrificio, de fidelidad a Jesucristo. Ojalá yo hubiera hecho lo que tenía que hacer.
   -¿Es como un maestro interior?
   -Algo así. "Soy Angelo" me dijo una vez, y yo pensé que era un ángel del Señor, pero no. Más bien, lo veo como mi pontífice interno, el de la túnica blanca. Hoy ha venido a retarme, esta vez sin su tradicional sonrisa.
   -Ayer en la mañana vino a verme Zabarella -Cossa cambió de tema-. Me dijo “Su Santidad”, al llegar, y también al irse, y como me dio risa, él se contagió, y entonces soltamos una carcajada los dos. Fue una buena manera de distendernos.
   Yo también reí, y en eso entró el guardia apurándonos:
   -Ya pues, ya pues, la visita terminó.
   Baldassare tuvo que salir a empujones, y al día siguiente fue trasladado a otro castillo, en Heidelberg. Los dos quedamos mejor después de esta entrevista. Me sirvió cuando tuve que enfrentar al Concilio, más bien dicho a los inquisidores.

         * * *

   Débil, enfermo y encadenado, acudí a la primera sesión formal del juicio. El cardenal golpista D'Ailly se había constituido como juez. Al obispo Lodi le encargaron actuar como fiscal. No había abogado defensor. El público estaba formado por algunos ruidosos miembros del Concilio, que me llenaron de insultos y hasta escupos.
   -Yo esperaba otro recibimiento -dije con tranquilidad.
   No se pudo avanzar mucho en esta parodia, que fue tan injusta y grotesca que el Emperador decidió asistir a la segunda sesión, dos días después.
   Se me acusó de haberme opuesto a la quema de libros de Wycliffe.
   -Esa condenación no se hizo de acuerdo a las Sagradas Escrituras -me defendí-. Algunas de las proposiciones de Wycliffe las tengo por verdaderas. No así otras.
   Intenté entrar en el detalle de esos artículos. No fue admitido dicho intento. Me acusaron de haber puesto en duda la condenación eterna de Wycliffe.
   -Yo no puedo afirmar si tal o cual persona se condenará o se salvará -dije, simplemente, sin entrar en profundidades pantanosas-. Eso lo sabe sólo Dios.
   Me trataban de "Caín", "Judas", "serpiente", y otros epítetos peores. Se escuchaban gritos "¡A la hoguera!".
   -Apelo a Cristo, que es el supremo juez -exclamé-. La Iglesia está sin cabeza visible, pero Jesucristo sigue gobernándola.
   Estas palabras cayeron pésimo, como un desacato a los impostores. No merecen ser respetados.
   -¿Cómo voy a retractarme de doctrinas que jamás he enseñado? -insistí.
   Se armó una trifulca de quejas entre público e inquisidores, porque algo de razón parcial me encontraban algunos.
   -Los herejes agregan una porción de verdad a sus doctrinas falsas, para engañar a la gente simple -intervino un cardenal veneciano cuando se calmó un poco el ambiente.
   Fueron muchos los intentos de convencerme que me retractara.
   -Antes que nada, la verdad -volví a decir, pues no me parecía que tuviera que renunciar a ella.
   -La Comunión debe recibirse solamente bajo la especie de pan -trató de explicar D'Ailly-, pues se recibe en ayunas. Cualquiera puede imaginar el bochorno que sería mezclar tan magno sacramento, con una inesperada embriaguez.
   -Cristo instituyó el sacramento bajo las dos especies
   -Arrepiéntete de ser un maldito hereje.
   Después de tres días agotadores, volví a mi calabozo, sin sentencia aún. Esperaban mi abjuración, pero yo no estaba dispuesto a eso. Sigo el ejemplo de Jesús. Aquí tengo mi propio y angustioso Getsemaní.
   Una noche soñé con mi capilla de Praga. Yo pintaba en la pared los cuadros del Vía Crucis. Más atrás venían unos jerarcas religiosos, y borraban esas imágenes. Otra noche volví a ese sueño, pero esta vez venían muchos pintores a restaurar los cuadros, poniendo colores muy brillantes. Desperté contento, sabiendo que jamás podrá borrarse la imagen de Cristo, pintada en los corazones de la gente. Vendrán otros que prediquen, después que yo haya muerto. Eso es algo que no se puede matar.
   El Señor me inundó de paz.
   Por última vez fui llevado ante el Concilio, en la Catedral. Se había juntado una asamblea numerosa e impresionante. Mientras duró la solemne misa, me mantuvieron afuera, al lado de la puerta, custodiado por soldados, pero sin mis cadenas. Después de las letanías me llevaron hacia adelante, hasta cerca del altar.
   -¿Cuál es vuestra decisión final? -me preguntaron, como si yo fuera el que toma las decisiones, sean éstas respetables o no.
   -La última decisión que he tomado fue venir hasta este Concilio, bajo la protección del Emperador, aquí presente -manifesté en voz muy alta, fijando mi mirada en Segismundo, cuyo rostro adoptó un intenso tono carmesí.
   Me arrodillé, después de insistir en mi derecho a ser convencido mediante las Sagradas Escrituras. No me acogieron, sino por el contrario, ya tenían la sentencia, la cual fue leída por uno de los obispos.
   La alocución comenzaba enumerando mis supuestas herejías. Una larga lista de observaciones repetidas con distintas formas. En definitiva, lo sustancial puede resumirse en tres puntos: Que desconozco la autoridad y la santidad de la jerarquía de la Iglesia; que apoyo al hereje Wycliffe; y el famoso tema de la predestinación, que nunca lograron entender.
   -Si me retractare de lo que he enseñado -expliqué, levantándome del suelo- ¿con qué cara miraría a las multitudes que me han escuchado? No puedo quitarles la salvación que Dios ya les dio.
   No recibí más que murmullos. Ya no cabía seguir defendiéndome. No se me dio ninguna oportunidad válida para ello. Me destituyeron del sacerdocio, de una manera ignominiosa. Se me acercaron dos obispos con una túnica sacerdotal y me la pusieron. Rezaron una oración, y el obispo lector continuó con la sentencia que me privaba de mis facultades sacerdotales. Los otros dos procedieron con rabia a quitarme la túnica. Pusieron en mi cabeza una mitra de papel, previamente preparada, en la que aparecían figuras de demonios y unas palabras que no alcancé a leer bien, y me causaron una sensación como de "Rey de los Herejes", o sea, un "INRI" especial para mí.
   -Jan Hus -continuó el que leía-, tu alma está dedicada al demonio.
   En silencio, encomendé mi alma a Dios, mientras el obispo aquel pronunció mi condena a morir en la hoguera. Con premura fui llevado al lugar de la ejecución, custodiado por hombres armados, y seguido por los elegantes jerarcas religiosos, y la gente de Konstanz.
   -¡Cristo Jesús, ten piedad de mí! -grité fuerte.
   Me ataron de pies y manos y me sujetaron a la estaca. Pusieron leña y paja a mi alrededor, hasta el cuello. Llegó un verdugo, cuya cabeza estaba tapada por un capuchón. Encendió la hoguera desde atrás, para no verme la cara.
   ¡Aaay... Calor... Dolor... No puedo respirar...!

 

   Basilio Bessarion

   Aunque me llamo Juan, he adoptado el nombre monástico Basilio. Eso, desde hace pocos días, cuando entré como monje en la Orden de San Basilio, a la edad de veinte años.
   Nací en Trebizonda, un puerto del Mar Negro. Mi niñez transcurrió sin dificultades, pero cuando tenía doce años me enteré de algo que me consternó. La muerte de Jan Hus. Encontré que era terrible lo que estaba pasando en la iglesia de occidente. Yo estaba estudiando en Constantinopla, y pude observar que la gente hablaba pestes de los cristianos occidentales. A mí, este asunto me remeció de otra manera. Ellos son tan cristianos como nosotros. Jesús es uno solo, y vino por ellos y por nosotros... y por muchos más, también. Empecé a pensar que tenemos que ayudarles. Y también ellos a nosotros... ¿por qué no? No seamos soberbios.
   Al año siguiente, cuando mandaron a la hoguera a Jerónimo de Praga, mi indignación fue en aumento. Jerónimo era un presbítero muy amigo de Jan Hus, que acudió a Konstanz para interceder por él, y lo apresaron también. Sufrió torturas y angustias, a tal punto que accedió a retractarse. Pero, después, a solas consigo mismo, lo pensó mejor y decidió no someterse, sino ser fiel a su propio pensamiento y a Hus. Y a Jesús, quién nos advirtió "cuando seáis llevados por mi causa, será el Espíritu el que hablará en vosotros". Y así fue como Jerónimo se atrevió a decir ante el concilio "Conocí a Jan Hus desde su niñez. Fue un hombre santo. No lo condenasteis porque hubiera invalidado la doctrina de la iglesia, sino por haber denunciado los escándalos del clero. Yo también estoy listo para morir". Y entonces, fue quemado en el mismo lugar que Jan Hus.
   En toda la Bohemia hubo protestas, que fueron creciendo cada día más hasta convertirse en una verdadera guerra, en contra de la jerarquía romana. Circunstancia que ha sido aprovechada por algunas autoridades civiles, con el fin de incrementar su poder.
   Desde ese tiempo, estoy tratando de descubrir cómo ir a una reconciliación de toda la iglesia cristiana.
   Aquel concilio tuvo también algo bueno. Se terminó el cisma que había, y se eligió un único patriarca de Roma. Se llamó Martín V, y se propuso pacificar a la cristiandad de la Bohemia. Secundado por su legado apostólico Juan Dominici. Éste murió hace ya tres años, y las hostilidades se han reanudado.

         * * *

   Hace ocho años que soy monje, y ahora estoy siendo ordenado presbítero. Es la culminación de un proceso de aprendizaje en que he estado durante todo este tiempo. Tuve clases de Filosofía con Gemistos Pletos. Fue un curso buenísimo, en el cual aprendí acerca de Platón. También escuché al aristotélico Jorge de Trebizonda. Desde ese momento, he defendido a Platón, pero sin atacar a Aristóteles. Es que Platón era un poeta. Su filosofía se radica en lo que observó durante su juventud. Cuando le dieron muerte a Sócrates, un hombre de gran nobleza espiritual, como si hubiese sido enemigo de la sociedad.
   Platón nos muestra la relación entre lo permanente y lo que fluye. Lo que podemos tocar y sentir es lo que fluye. Y todo esto se basa en una idea inmutable. Los objetos que percibimos son reflejos del mundo verdadero. Nuestra alma inmortal percibe lo inmutable. Es así como se despierta el amor.
   En cambio, Aristóteles era un científico. Se interesaba por el movimiento de la naturaleza. Para él, el ser está en el mundo concreto, y los objetos que percibimos son el mundo verdadero.
   Sin embargo, no se puede desconocer que la Ética y la Lógica son el gran aporte de Aristóteles.
   Lo que más diferencia a Platón de Aristóteles es la actitud hacia la mujer. Para Platón, las mujeres tienen las mismas capacidades que los hombres. Y hasta podrían gobernar. Hay muchos que todavía se escandalizan de eso. Platón nos dice que dejar de lado a las mujeres es como funcionar con un solo brazo, dejando de lado el otro. Deberían tener las mismas oportunidades de educación.
   En cambio, según Aristóteles, a la mujer le falta algo. Su virtud es el silencio, la sumisión. Está sometida al hombre, y no tiene derecho a opinar.
   He tenido que vivir muchas situaciones difíciles por ponerme a defender a Platón.
   Hace poco efectué un viaje a Asís para conocer a los franciscanos. De hecho, admiro a San Francisco y Santa Clara. No sólo conocí a los nuevos Hermanos Menores de hoy, sino también a la Hermana Angelina de Marsciano, una persona de gran calidad humana. Ya tiene más de cincuenta años, pero cuando aún estaba saliendo de la adolescencia, y ya era viuda, fue acusada de hechicería, y tuvo que refugiarse en Asís, donde fundó una comunidad, al poco tiempo, siendo ella tan joven.

         * * *

   Desde aquella época he luchado, hasta donde he podido, por volver a unir a los cristianos de occidente y los de oriente, que hemos estado separados por casi cuatro siglos. Y por eso me he interesado en saber lo que está ocurriendo en la Iglesia de Roma. Hace unos años partió el Concilio de Basilea, para tratar el asunto del acercamiento entre los cristianos, y también para ver el problema de los husitas.
   Éstos llegaron a un acuerdo con Roma, ya que se les concedió que puedan predicar libremente, y dar la comunión bajo las dos especies.
   En cambio, en lo que se refiere a unir a los cristianos, el concilio empezó a tener serias dificultades. Tanto fue, que el Patriarca de Roma, Eugenio IV, que también lucha por la unidad, decidió trasladar el concilio a la ciudad de Ferrara, mientras algunos de los clérigos se resistían, y decidieron quedarse en Basilea. Éstos nombraron un patriarca falso, que se llamó Félix V.
   Mientras tanto, y siguiendo con la iglesia oriental, fui nombrado abad de un monasterio basiliano. Y poco después, arzobispo de Nicea, cargo que no alcancé a ejercer, debido a algo fabuloso que ocurrió. Así son los caminos de Dios. El Patriarca de Roma invitó al emperador griego Juan a asistir al concilio en Ferrara, junto a sus más cercanos colaboradores de la Iglesia Oriental. Yo entre ellos, por supuesto, jamás dejaría de sumarme a algo así.
   Me llevé muy bien con Eugenio IV, y no me importa llamarlo Papa. Lo visité varias veces en Vaticano, donde viven ahora los Papas. Conversamos mucho, entre otras cosas, acerca de lo que ha sido su vida: Nació en Venecia hace 56 años, fue elegido Papa hace ocho años. Su pontificado empezó bajo los más negros augurios. El primero fue la aplastante derrota del ejército que luchaba en Bohemia contra los husitas, en Domazlice. El segundo aspecto negativo fue un grave conflicto con la familia de su predecesor, los poderosos Colonna. Después de eso, antes del traslado del concilio a Ferrara, tuvo que salir escondido a Florencia. Al comienzo de ese viaje iba en bote por el Tíber cuando lo descubrieron, y le tiraban piedras.
   El concilio continuó por buen camino, y con mucho trabajo, no sólo para mí, sino también para todos los que quieren la unidad cristiana.
   Hace un par de meses tuve el privilegio de participar en la redacción del importante documento en que se establece la unión de los cristianos. Para mí, se está materializando el gran anhelo de mi vida. Y lo mismo le pasa a Eugenio IV. A todo esto, el concilio se había trasladado a Florencia.
   Hoy, el Papa me ha nombrado Cardenal.

         * * *

   Me desempeñé como arzobispo de Siponto, y seguí ayudando al Papa a integrar otras iglesias. Etíopes, armenios, sirios, caldeos, maronitas, y varios más. Por otra parte, también terminó el cisma de Basilea.
   Ocho años después de haber comenzado la Unión Cristiana, murió Eugenio IV. Lo lamenté mucho, porque era un hombre joven, y con gran espíritu de conciliación entre los cristianos. Como sucesor fue elegido Nicolás V, que no tenía esa misma actitud. Su línea era la de fomentar las artes y las letras, como en un verdadero renacer de la cultura.
   El nuevo Papa me nombró legado papal en Bolonia, con la misión de calmar la discordia que se estaba produciendo en dicha ciudad. Al principio me fue difícil, pero poco a poco fui ganando la confianza de la gente. Así, los conflictos fueron desapareciendo. También hice clases en la Universidad.
   Nicolás V murió muy joven, igual que su predecesor. En el cónclave que siguió a esa prematura muerte, me tocó participar, como cardenal. En el primer día de votaciones tuve una notable cantidad de preferencias, pero después eso fue decayendo, pues los orientales todavía no estamos totalmente aceptados por algunos cardenales. Al final, resultó elegido el valenciano Alfonso Borja, quien tomó el nombre Calixto III.
   Este nuevo Papa es anciano, pero aún así, ha luchado por recuperar Constantinopla, que cayó en poder de los turcos.
   Me acerqué a conversar con él con motivo de la canonización de Vicente Ferrer, un presbítero dominico muy admirado, valenciano también. Me contó toda la historia de este santo, que tenía casi treinta años más que él, y que estudió mucho y fue un predicador extraordinario, claro y profundo, entusiasmaba y daba esperanza a la gente, y también enseñó en la Universidad. Vicente llevaba una vida sencilla y austera, y siempre luchó por la unidad de la iglesia. Él era una persona dedicada a sembrar. Fue confesor de Pedro De Luna, el último patriarca rebelde de Aviñón. Quiso convencerlo de que renunciara, pero eso no resultó, y así fue como se alejaron. A principios de siglo dejó Avignon e inició sus viajes apostólicos, por distintos países. Andaba a pie. Al final de sus días, cojeaba tanto que la gente le consiguió un burro para que se trasladara.
   Calixto me contó una anécdota de Vicente, ocurrida en Florencia. La gente le pedía que predicara, y él no quiso hacerlo. "Vosotros tenéis a Fray Juan" les decía cada vez que la gente porfiaba. Vicente Ferrer estaba afirmando a este Fray Juan, un dominico un poco menor que él, y que trataba de superarse ya que, habiendo sido muy despreciado en su adolescencia, con dificultad había logrado ser aceptado por los dominicos, en ese tiempo, debido a su tartamudez y su simpleza. Fray Juan salía adelante, dedicado al estudio y al arte. Fray Juan es nada menos que Juan Dominici, que llegó a ser arzobispo y cardenal.
   Bueno, pero siguiendo con Vicente, tuvo como ayudante a una monja que después llegó a ser muy famosa, la Hermana Colette, que había sido beguina, después benedictina, para entrar finalmente a la Orden de Santa Clara. Se dice que Colette era milagrosa.
   Calixto me habla maravillas de su sobrino Rodrigo Borja, al cual ya nombró Cardenal, a pesar de ser aún muy joven.
   Algún tiempo después, Calixto rehabilitó la memoria de Juana De Arco, una niña batalladora francesa que murió en la hoguera hace más de veinte años, porque supuestamente habría faltado a la verdad en cuanto a apariciones que decía haber visto, y también por sospecha de herejía. Pienso que es una brutalidad haber asesinado así a esa pobre chica.

         * * *

   Por ese tiempo, me fui de Bolonia. Tuve que renunciar porque tenía mucha oposición por parte de la autoridad civil. Sin embargo, hubo un concurrido acto de despedida, organizado por la gente común, la más humilde y la de clase media, pues me tienen gran estimación.
   Me establecí en Roma, y mi casa se transformó rápidamente en un centro académico de Filosofía Platónica y de otros asuntos culturales. Poco a poco se fue agrandando mi biblioteca, a disposición de los académicos, entre los que se encontraban intelectuales italianos y extranjeros residentes en Roma.
   Después de un tiempo me fui a Pamplona porque me nombraron obispo.
   El pontificado de Calixto fue muy breve, ya que tenía mucha edad. Después de su muerte, eligieron Papa a Pío II, cuya escuela es absolutamente opuesta a la de Eugenio y Calixto.
   Sólo tres años alcancé a estar en Pamplona, pues se produjo como un comienzo de recesión de la unidad cristiana, y la gente me miraba con malos ojos. Dejé Pamplona y volví a mi casa de Roma, la cual volvió a ser centro académico por un par de años más.
   El Papa Pío II me envió a Constantinopla. En calidad de Patriarca, es cierto, pero ese puesto no lo deseaba nadie, sobre todo si estaba nombrado por Roma. Yo me fui gustoso, dando gracias a Dios por este desafío, y con mucha energía para dar vida nueva a la unidad cristiana, de la cual estaba quedando poco. Sin embargo, la gente desconfiaba de mí, y muy pronto comprendí que yo ya no era del mundo oriental.
   Combatí a los turcos desde el púlpito. Pero, estaba muy solo en esto. Duré dos años, y tuve que salir de Constantinopla.
   Regresé a Roma. Mi casa, ya nunca volvió a ser el centro académico que había sido. La gente del mundo occidental tampoco confiaba en mí. Ya no soy de ninguna parte. Yo, que siempre luché por lograr el abrazo de los unos con los otros..., ahora..., ni unos ni otros me consideran uno de los suyos.
   Me da tristeza y decepción. Decidí retirarme. Antes de eso, doné mi biblioteca a la iglesia de San Marco en Venecia. Viajé a Ravena, y acá vivo dedicado a la oración, en la abadía de San Juan Evangelista.

 

   Francisco de Paula

   Nací en la localidad de Paula, en la costa del sur de Italia.
   Mi nombre Francisco se debe a que mis padres se habían encomendado al santo de Asís para tenerme, ya que sus edades eran avanzadas.
   Y como si ese motivo no bastara, mi madre tuvo que encomendarse nuevamente a San Francisco, cuando a los pocos años me enfermé de la vista.
   Sané, y quedamos todos comprometidos a visitar Asís en cuanto pudiéramos. Lo hicimos, a mis catorce años. Esta peregrinación me dejó tan impresionado que decidí dedicarme a la oración. Quería irme de ermitaño en cuanto tuviera la edad para ello.
   No sólo estuvimos en Asís, en aquella oportunidad fuimos también a Roma. Ahí me encontré con una realidad que no imaginaba. Mucho lujo en los templos, y en las vestimentas de los cardenales.
   -Jesús no iba de esa manera -le dije a uno de ellos, el más pomposo.
   Me miró tan feo, que mi padre me sacó de ahí rápidamente.
   Era adolescente todavía cuando entré a un convento, por un tiempo, en Cosenza, cerca de casa.
   Unos pocos años después, ya me retiré a la montaña, en un terreno que es propiedad de mi familia. Durante cinco años me dediqué a aprender a contemplar a Dios, teniendo sólo una precaria alimentación.
   Al final de ese tiempo, la gente me visitaba, queriendo conocer mi experiencia, y hasta con esperanza de que yo pudiera sanarlos de sus males. Yo les repetía lo del Evangelio: Si tienes fe puedes mover la montaña.
   La vida de eremita se me estaba terminando así, de esa manera, justo cuando ya no la iba a necesitar para la oración. Entones, decidí volver al mundo. A partir de ese momento, me las arreglé para fundar grupos de oración, ya que tenía muchos seguidores. Con el tiempo, esos grupos fueron transformándose en monasterios. Algunos de frailes y otros de monjas.
   En ese tiempo, la gente me buscaba para que les hiciera milagros, según cierta fama que se había criado en mí, no sé cómo. Lo que yo hacía solamente era sanar las heridas de sus almas, y fue así como también empezaba a funcionar mejor el cuerpo.
   Un día, llegó hasta mí un enviado papal, quien me hizo muchas preguntas. Es que el Pontífice Pablo II desconfiaba de las historias inverosímiles que le contaban acerca de mí. Por supuesto, tenía toda la razón en no creerse esos cuentos.
   Recuerdo que este Papa Pablo II, cuando recién estaba asumiendo el papado, quiso llamarse Formoso II, en recuerdo de aquel Papa Formoso, de hace varios siglos atrás, cuyo cadáver había sido víctima de una ignominiosa profanación. Sin embargo, el que iba a llamarse Formoso II fue disuadido de ello, pues algunos cardenales no querían pasar por la vergüenza de que se supiera aquel borrón negro, que ha permanecido oculto.
   Conversé con mucha franqueza y humildad con mi visitante, diciéndole qué cosas hago y cuáles no, para que se formara una idea cabal del alcance de mi labor pastoral.
   Mientras tanto, la vida sigue día a día. Yo trato de saber lo que ocurre en el mundo. Con gran pena me enteré de que el templo de la Santa Sabiduría en Constantinopla está ahora transformado en mezquita. Para algo habrá ocurrido eso, me imagino.
   De los monasterios que yo estaba cuidando, nació de repente una Orden nueva. Cuando buscábamos un nombre para ella, recordamos a nuestro santo inspirador, que había creado la comunidad de los Menores. Entonces, nos pusimos "Los Mínimos". Y también, las monjas Mínimas. Muy rápidamente la Orden de lo Mínimos se propagó a España.
   Esta no es solamente una Orden de oración y penitencia. También es de acción, orientada a atender las necesidades de la gente que está en situación de abandono, ya sea por su pobreza o por la opresión a que se ven sometidos. En esto hemos estado trabajando.
   Cuando el rey de Francia Luis XI enfermó gravemente, pidió al Papa Sixto IV que me enviara hacia él, confiando en mis supuestos poderes milagrosos. Al principio yo no quería ir, pero el Papa tuvo que obligarme, así que me armé de valor y acudí a la corte francesa. Y tuve que vivir en palacio, lo cual me complicó en gran medida.
   Mis ayudas al rey no sirvieron mucho, porque él no se abrió nunca a mirarse por dentro. Por lo menos, establecimos un lazo de amistad que a los dos nos hizo bien.
   Lo más notable de este período de mi vida fue conocer a la hija del rey, y su historia triste. Juana es su nombre, y había sido rechazada por su familia desde el nacimiento, pues era deforme. Cuando tuvo más edad empezaron a notarse en ella otros defectos, como la cojera, y baja estatura. Fue enviada lejos de la corte, hasta que tuvo edad de casarse. En ese momento, Luis XI decidió casarla con el duque de Orleans, por razones políticas, y muy a pesar de éste. Juana fue como un ángel para su marido, quien jamás la tomó en consideración.
   La menospreciada princesa me pidió ser su director espiritual, a lo cual accedí con agrado.
   Cuando murió Luis XI, asumió el reinado Carlos VIII. Me retiré de la corte, pues ya no tenía nada más que hacer allí. Continué la dirección espiritual de Juana, por correspondencia.
   Años después, a la muerte de Carlos VIII, el duque de Orleans asumió como rey Luis XII. Inmediatamente anuló su matrimonio, concesión que le obsequió el Papa Alejandro VI, por motivos políticos. Juana optó por retirarse de la corte.
   A propósito de Alejandro VI, dicho Papa Borgia era un hombre inmoral, indigno del cargo que ostentaba. Hasta orgías organizó en el Vaticano. Lo que más le preocupaba era el progreso material de su familia. Y condenó a la hoguera al dominico Savonarola, quien denunciaba los excesos del Papa. Acusó de hereje a Savonarola, pero esa versión no tenía como sustentarse, pues, la teología de este dominico era la tradicional.
   Por ese mismo tiempo, Juana fundó la Orden de la Anunciación, lo cual fue un gran paso para ella. Poco después, murió, a temprana edad. A su funeral acudió mucha gente, pues era una persona muy querida. El rey Luis XII lloraba arrepentido.
   Pero, el gran drama de la Iglesia Católica en este tiempo es la Inquisición, lo más injusto y cruel que hay. No entiendo cómo personas religiosas que dicen seguir a Jesucristo se prestan para esta matanza y tortura, en nombre de un supuesto dios. Estas quejas, como la mía, no se pueden decir en voz alta, porque el que lo intente, será convertido en cenizas.
   Y ahora ha surgido un libro maligno, escrito por Sprenger y su gran amigo Kramer. Ambos son enemigos acérrimos de las mujeres, a las que nombran como "demonios con tetas y pelo largo". Pues, ese libro ha resultado ser inspiración para inquisidores.
   También llegó la Inquisición a España, con la complacencia de la monarquía, y teniendo como mano ejecutora al siniestro Torquemada, el hombre más odiado y temido.
   ¡Cómo quisiera poder hacer algo! Para terminar con este flagelo. He conversado con muchos gobernantes, confiando en que ellos podrían orientar su poder, por vía diplomática, en el sentido de convencer a la jerarquía religiosa de que abandonen la vía del terror.
   Por otra parte, también con los Mínimos, hemos estado llevando a los familiares de las víctimas una expresión de solidaridad, reconociendo nuestra falta de poder para mejorar las cosas.
   Ya estoy en mis últimos años, y no han sido fáciles.


  Tercera parte.- Afirmando personalidad

   El inicio de la Reforma

   Conocí bien a Martin Luther, y por eso quiero ser yo quien cuente esta historia, de cómo se inició la reforma en Alemania. Mi nombre es Johann Von Staupitz, y hoy, en 1524, ya estoy próximo a la muerte.
   El proceso que llevó a la reforma se estaba incubando desde tiempo atrás. La jerarquía de la Iglesia había estado cayendo en excesos, en cuanto a corrupción e inmoralidad. La venta de indulgencias fue algo que empezó muy de a poco. Muchos la deplorábamos, pero otros tantos se limitaban a mirarla como algo anecdótico. Un Papa que quiso poner orden duró menos de un mes y fue envenenado. Lo sucedió un Papa guerrero.
   Mientras tanto, yo siempre seguí siendo muy estudioso. Me doctoré en Teología en Tübingen. A continuación, estuve un par de años como prior en München, y después pasé a ser Decano de la Facultad de Teología en la nueva Universidad de Wittenberg. Yo tenía cuarenta años. Al poco tiempo me nombraron Vicario general de la Orden de los Agustinos, a la que pertenecía en aquel entonces.
   Por ese tiempo, llegó a Wittenberg un joven estudiante llamado Martin Luther, agustino también. Muy buen alumno, con grandes condiciones, a tal punto que lo alenté a que se doctorara en Teología. Muy pronto pasó a ser Profesor en la Universidad.
   Con calma y serenidad, me puse en campaña para reformar la Orden Agustina, pues le encuentro una serie de defectos. Con mucho amor, pero también con firmeza. Como respuesta, tuve una tremenda oposición, que nunca me había esperado. No querían cambiar ni una sola coma a lo estipulado por San Agustín hace más de un milenio.
   Incluso Luther es muy apegado a San Agustín. Para él, nos salvamos por la fe, y no por las obras. Eso, de acuerdo a las enseñanzas de nuestro patrono doctor, respecto a la gracia. Enseñanza que Martin aprendió a pie juntillas. Intenté hacerle ver que las cosas teológicas pueden llegar a ser mucho más complejas que como se veían hace mil años, y que distintos pensamientos nuevos pueden también aportar en gran medida al conocimiento que podamos tener en torno a lo trascendente.
   Fui confesor de Luther. Por su formación de infancia, Martin tenía serias dificultades para aceptar el perdón de los pecados. Yo traté en todo momento de que pudiera sanar ese aspecto de su mente, y creo que finalmente lo logramos, en alguna medida. Martin se dio cuenta que la justicia de Dios no es vengativa ni castigadora, sino misericordiosa.
   Más aún, cuando Luther conoció Roma, supuesta ciudad sagrada, eso fue para él una gran desilusión. También lo conversamos.
   Nuestros pensamientos eran tan parecidos, que nos llevábamos muy bien. Nuestras disconformidades eran las mismas. Él era mi brazo derecho, a tal punto que, cuando dejé Wittenberg recomendé que Luther me reemplazara en mi cátedra de Biblia en la Facultad, ya que él es muy buen profesor. Yo me alejé, hacia el sur de Alemania, sin dejar todavía la Orden de los Agustinos.
    En esos años, había asumido el Papado León X. Éste tuvo la desfachatez de potenciar en gran escala la venta de indulgencias, para las obras de terminación de la Basílica de San Pedro. También hizo una bula ofreciendo absolución de pecados a cambio de dinero, incluso a cuenta de pecados que aún no se cometían. Para mí, esto fue algo que superó mis límites de tolerancia. Empecé a hablar estas cosas en mis sermones. Comprendí que el haber estado disgustado con la forma de ser de los Agustinos era apenas algo menor, comparado con lo de ahora.
   Me pregunté qué estaría pensando Luther, y decidí escribirle para intercambiar puntos de vista. Es que siempre sospeché que su energía juvenil lo iba a llevar lejos. Yo quería saber qué tanto. Así, me enteré que Luther estaba en una actitud de franca rebeldía. Para Luther, el estudio de la Biblia fue crucial. Consideró que todo el mundo debería estar más en contacto con la Biblia. Por eso, según me contó, ya comenzó a traducirla al alemán.
   También me contó de sus prédicas, en las que trataba de convencer a la gente que no cayera en el comercio de indulgencias. No sólo porque es un fraude, sino más que nada porque es una grave ofensa a Dios el pensar que Él esté en consonancia con semejante absurdo injusto. Estuve muy de acuerdo con Martin, y así se lo hice saber en una de las cartas.
   Por otra parte, me enteré de que Luther llegó a ser un gran predicador en el templo principal de Wittenberg. Sin embargo, según me habló en una carta, la gente tenía tal ansia de indulgencia, que no querían alinearse con Luther. Y fue por eso que Martin vio que tendría que hacer algo más radical. Escribió 95 tesis, todas ellas relacionadas con las indulgencias y con el comercio de éstas, indicando cómo deberían ser las actitudes de la Iglesia, en lugar de las que ha adoptado. Envió esa proposición a algunos importantes obispos de Alemania. Su intención era someter el texto a discusión.
   "Lo que enseño", me escribió Martin, "es a depositar la confianza, no en el mérito de sus obras, sino en Jesucristo".
   Hubo un Concilio, el Letrán V, pero en él no se trató el tema de las indulgencias. Fue más bien un concilio político, con un nefasto agregado, la censura de libros.
   Algún tiempo después supe que Luther, al no obtener respuesta de los obispos, había estado pensando cómo hacer públicas sus 95 tesis. Entonces, comprendió cuál era su momento. La Fiesta de Todos los Santos en el castillo de Wittenberg. Ésa era la oportunidad en que llegaba mucha gente a ver las reliquias del elector Federico de Sajonia, adornadas con piedras preciosas. Es que daban indulgencia a los asistentes.
   En plena fiesta, Luther leyó sus tesis, y hasta las había pegado en la puerta del templo, al llegar, en la mañana muy temprano. Junto con ellas, exhorta a los cristianos a discutirlas, para lo cual invita a que lo visiten en la Universidad.
   Luther y sus 95 tesis tuvieron muchos seguidores. No sólo en Alemania, también en otros países. De hecho, el comercio de indulgencias cayó considerablemente.
   Por mi parte, estoy de acuerdo con muchas de esas 95 tesis, pero considero que algunas de ellas no son adecuadas, según mi manera de ver las cosas. Acudí a Wittenberg, para conversar con Luther respecto a eso, y me encontré con una persona con mucha fuerza para llevar adelante su proposición.
   -Mis amigos temen por mi vida -me dijo Martin, con un poco de sonrisa.
   -Y tienen razón... Deberías andar con cuidado.
   -Así es el camino de Jesús. Además, no creo que me maten, pues eso sería contraproducente.
   -Si te fijas bien, verás que tu proyecto consta de dos partes muy distintas. Está lo que podríamos llamar Teología de las Indulgencias, y también lo que se refiere específicamente al comercio de indulgencias.
   -Podría decirse que sí.
   -En esa segunda parte estás brillante, y yo estoy contigo.
   -¿Y en la primera?
   -En la primera, no tanto.
   -¿Por qué?
   -Opino que los seres humanos no tenemos tanta capacidad como para hilar demasiado fino, con ese grado de detalle. En este terreno hay que avanzar con cautela. Recuerda lo que dijo Jesús: "Lo que has ocultado a los sabios lo has mostrado a los sencillos". ¿Entiendes? Aquí hay cosas para revisar, y eventualmente modificar.
   -Nadie más me ha dicho algo así.
   -No creo que sea sólo yo quien piense de esa manera. Puedes contar tus adeptos, pero no puedes contar a los que están en desacuerdo, pues esos no vienen a ti. Yo vine porque soy tu amigo, y si no lo fuera no habría venido, te lo aseguro.
   No llegamos a nada pero por lo menos lo dejé pensando en el asunto.
   Al año siguiente, Luther fue invitado a una entrevista con el cardenal Cayetano, en Augsburgo. Yo pedí ir como moderador, ya que supuse que el encuentro sería de debate. Sin embargo, no hubo debate alguno. Roma no estaba dispuesta a dialogar ni debatir, ni siquiera comprender que pueden haber puntos de vista distintos a los propios. Simplemente, su posición era la de obligar a someterse a la autoridad del Papa y del Consistorio.
   -¿Cuáles son mis errores? -preguntó Luther.
   Pero, el asunto no era descubrir si se trataba de errores o no. Había planteamientos distintos a los obligados, y contra eso no había inteligencia que valiera.
   Tres días duró la entrevista. Luther propuso poner sus puntos de vista por escrito para que fueran debatidos abiertamente. Al principio, Cayetano se negó. Entonces, intercedí como mediador, y le supliqué al cardenal que accediera, Finalmente, éste accedió.
   Luther pudo presentar su propuesta, pero ésta llegó hasta ahí, no más.
   Después vinieron otros cuestionamientos y condenas desde varias universidades.
   Luther estaba tratando de reformar la Iglesia desde dentro, o sea formando parte de ella. En todo momento fue ésa su actitud. Y considera que tiene derecho a plantear sus puntos de vista. Ahí está la gran piedra de tope: El Papa León X no le reconoce ese derecho.
   He tratado de que Luther se conforme con ser sembrador y confíe en que sus propuestas madurarán algún día. Sin embargo, él me ha dicho que la jerarquía de la Iglesia va por una senda completamente equivocada, un camino de corrupción e inmoralidad, y es imperioso que enmiende rumbo, ahora ya. En eso, le encuentro toda la razón. Y me esfuerzo por tratar de descubrir una manera cómo esto pudiera lograrse.
   Propuse a mis superiores que promoviéramos la posibilidad de tener una instancia para debatir el tema, a un alto nivel, tomando en serio a Luther. Les hice ver que, en este momento, la Iglesia está enfrentando un problema, y que tendrá que resolverlo, en vez de ignorarlo. Lo único que resultó de ahí es que me empezaran a mirar con malos ojos. De hecho, yo estaba ahí entre medio de Luther y de León X, dos personalidades fuertes e inflexibles.
   El Papa me conminó a abjuar de las propuestas de Luther. Le respondí que no tenía sentido abjurar de algo que jamás he sostenido públicamente. Sin embargo, reconocí la autoridad del Pontífice.
   En resumidas cuentas, por tratar de conciliar posiciones, quedé mal con León X y con Luther.
   -Los Papas tiene el primado por una tradición humana, solamente -me dijo Martin- y no por derecho divino,como ellos pretenden.
   -Sí, pero uno tiene que tener un mínimo de aceptación de las circunstancias existentes, para poder cambiar las cosas.
   Al final, Luther fue amenazado de excomunión, y así y todo, decidió que los ataques del Papa hacia él carecían de valor. Se dejó estar, y..., ocurrió lo que yo más temía: Martin Luther fue excomulgado. En ese preciso instante se terminó eso de estar reformando la Iglesia desde dentro. A partir de entonces, la reforma se estaba efectuando desde afuera. Y con mucha fuerza, pues Luther tiene gran cantidad de seguidores.
   El problema que estaba enfrentando León X se le fue de las manos. Ya no podía hacer nada por solucionarlo. Así, intentó trasladar el fardo a los hombros del emperador Carlos, y como éste es un hábil político, citó a Luther a la Asamblea de Worms, y para ello, le proporcionó un salvoconducto.
   Cuando Luther estaba viajando desde Wittenberg hacia Worms, la gente lo aclamaba. Y le decían que lo de Worms podía ser una trampa, como había ocurrido antes con Jan Hus.
   En Worms, Luther fue conducido a la asamblea parlamentaria imperial. Llegó también el emperador Carlos, con una gran corte. Trataron de obligarlo a retractarse de lo escrito en sus libros. Se negó, y documentó ampliamente su negación. Carlos quería agradar a León, por razones políticas, para conseguir algo, pero respetó el salvoconducto que antes había entregado. Sólo un mes después puso a Luther fuera de la ley.
   Ayudado por seguidores influyentes, Luther se retiró a un castillo, donde quedó privado de libertad. Durante ese encierro se dedicó a traducir el Nuevo Testamento al alemán.
   Por mi parte, yo me retiré de los agustinos y me uní a los benedictinos.
   Luther no me perdona que yo no haya querido ser uno de sus seguidores incondicionales. Soy su amigo, y estoy de acuerdo con él en muchas cosas, pero no en la impaciencia. De hecho, creo que la reforma de Luther va a tener un rápido efecto de mejoramiento de la moral de la jerarquía católica, pero al elevado costo que significa tener una rama de la Iglesia separada del tronco.
   Envié una carta a Martin explicando las diferencias que hay entre nosotros.
   Y ya estoy anciano y cansado.

 

   Antonio Montesinos

   Nací en España, en un pueblito pequeño, cerca de Salamanca. Siempre fui muy estudioso. Ya me acercaba a los treinta años cuando entré a los Dominicos, para ser un predicador. Después de eso, cuando me ordené de presbítero, me asignaron a la ciudad de Ávila, la cual me trató bastante bien.
   Sin embargo, estuve poco tiempo allí, pues me embarqué hacia el Nuevo Mundo, el que había sido descubierto cuando yo cumplí 17 años. Desde entonces que quería partir a las nuevas tierras, y por eso aproveché la primera oportunidad que se me presentó. Junto a fray Bernardo y a fray Domingo, comandados por el prior Pedro de Córdoba, salimos en misión hacia ese destino.
   Llegamos a la isla La Española, y ahí nos instalamos, en una casa muy sobria, en la cual organizamos una pequeña capilla. Vivimos como predicadores que somos, enseñando que Dios es Amor. Y cuidamos a la población indígena, ya que está tan despreciada y esclavizada por otros cristianos colonizadores, apegados a la mentalidad imperialista que ha adoptado el gobierno español para con las colonias. En la nobleza se jactan de ser muy religiosos, pero yo no veo en ellos muchos valores humanos, ni tampoco que estén en consonancia con el evangelio. En cambio, para nosotros es primordial el trabajo pastoral. Cuando bautizamos no lo hacemos de manera autoritaria ni para someter a las personas.
   Llegaron también al Nuevo Mundo otros frailes dominicos, y ya somos un buen número. Entre ellos, uno muy especial, fray Bartolomé De Las Casas. Tiene indios a su servicio, pues está acostumbrado a ser de familia acomodada. Sin embargo, no es abusador con los indígenas, sino se interesa en ir descubriendo su cultura.

         * * *

   Un poco antes de Navidad me tocó predicar en la misa principal de ese domingo. El sermón lo preparamos entre varios, y a mí me encargaron decirlo, talvez porque soy el más decidido de todos.
   Primero, leí el evangelio del día, ése que dice "Yo soy la voz que clama en el desierto...". Es el texto que tocaba. No lo elegí, pero venía como anillo.
   Enseguida, subí al púlpito, y empecé a hablar, sin necesidad de leer:
   -Una voz que grita en este desierto dice que muchos de vosotros estáis en pecado, siendo crueles y tiranos con los indios que tenéis esclavizados.
   Ya se empezaron a sentir murmullos de sorpresa. Nadie esperaba que mi plática no fuera complaciente.
   -¿Con qué derecho lo hacéis? -continué- ¿Con qué autoridad hacéis la guerra a esta gente que estaba pacíficamente en sus tierras? ¿Les dais de comer, siquiera? Ellos están oprimidos y cansados, y se os mueren. ¿Acaso os ha importado eso? Son personas como uno, y tienen alma. Son hijos de Dios, igual que nosotros. Pues, amémoslos como a nosotros mismos. Es lo que Jesús nos enseña.
   No fue una homilía extensa, pero tuvo gran intensidad. El gobernador Diego Colón estaba entre los feligreses, y quedó tan disgustado que, ese mismo día, reunió en su casa a otras autoridades y vecinos de la ciudad para definir los pasos a seguir, a raíz de la prédica que habían tenido que soportar. Decidieron llevar una queja formal ante nuestro prior.
   Así lo hicieron, exigiéndole una retractación pública. Don Pedro los recibió con gentileza, y les respondió que no habría ningún inconveniente en revisar los términos del famoso sermón, para precisar la materia de acuerdo a la doctrina cristiana.
   De esta manera fue que me pasé la Navidad preparando un segundo sermón para el domingo siguiente. Me resultó más o menos parecido al anterior, pues no había cómo hacerlo de otra manera. Agregué que sólo podremos enseñar cristianismo con el ejemplo.
   Después de escuchar la homilía en la misa dominical, en un templo repleto de gente, Don Diego decidió enviar una carta de protesta, dirigida al rey de España.
   Mientras tanto, Fray Bartolomé se acercó a conversar conmigo, resuelto a cambiar en algunos aspectos su forma de vida. De partida, les dio la libertad a los indios que estaban a su servicio. Y de hecho, De Las Casas se ha transformado en uno de los más valiosos defensores de los derechos de los indios.
   Varios meses después, don Diego Colón tuvo la respuesta del monarca, diciéndole que si los frailes persistiesen sean enviados a Castilla en el primer navío, a rendir cuenta al superior de la Orden.
   Así fue como tuve que viajar a España. Junto al franciscano Alonso de Espinar, quien iba enviado por Don Diego, para contrarrestarme. En la Madre Patria no fui bien recibido. Se me cerraron las puertas. Tuve que recurrir a los más variados trucos y situaciones forzadas, hasta que el rey accedió a escucharme. Le conté con detalles las ofensas a que eran sometidos los indígenas. Fui todo lo convincente que pude, a tal punto que el rey convocó a varias personas de respeto para debatir la cuestión. Así, poco a poco fui saliendo airoso de esto. Hasta Espinar concordó conmigo, e iniciamos una gran amistad. Me habló de un franciscano llamado Pedro de Gante, el cual está haciendo un trabajo notable en Méjico. Tengo ganas de conocerlo.

         * * *

   Volví a América, pero esta vez a la isla San Juan. Allí me enfermé, y me venía una fiebre altísima, pero finalmente mejoré de eso.
   En La Española, el padre Las Casas ha hecho una gran labor. Todo el mundo confía en él. Incluso los encomenderos, pues antes fue uno de los suyos. Es por eso que Fray Bartolomé actúa habitualmente como mediador y conciliador.
   Años después me correspondió viajar nuevamente a España, para realizar gestiones que permitieran tener una Provincia Dominica en América.
   En cuanto pude, volví al Nuevo Mundo. Me encargaron ser Vicario de los dominicos en Venezuela. Diez años he estado en esto, con muchos problemas de incomprensión por parte de los colonizadores.
   Me di el tiempo para viajar a Méjico, y así conocer a Pedro de Gante. No me fue difícil ubicarlo, si todo el mundo lo conoce. Me impresionó muy bien. No sólo es un gran misionero, sino también es formador de misioneros. Él da a conocer su método. Muestra el cristianismo a los niños, y también les enseña a leer, a escribir, a cantar, y artes manuales. De ahí, después empiezan a llegar los papás y mamás. Vienen multitudes a pedirle el bautismo.
   Entre ellos, llegó hace algunos años un matrimonio indígena, que después ha dado mucho que hablar. Pedro me contó que al bautizarlos les dio por nombres Juan Diego y María Lucía. Resultaron ser muy religiosos, y hasta místicos. Después que Juan Diego enviudó, María Lucía empezó a estar muy presente en sus oraciones.
   Un día, Juan Diego llegó diciendo que en una de sus caminatas desde su pueblito a Tenochtitlán se le apareció la Virgen María.
   -Y eso le ocurrió varias veces más -me dijo Pedro de Gante- y la gente no quería creer.
   -Es un tema delicado -respondí, pero pienso que para Juan Diego es muy importante la vivencia que tuvo, de cualquier forma que haya sido ésta.
   -Justamente, hemos cuidado mucho ese aspecto.
   No me fue posible conocer a Juan Diego, pues yo tenía que volver pronto a Venezuela.
   Y ahora que ya estoy de vuelta, mi vida no está siendo fácil. Desde hace algunos días tengo la percepción de que me siguen, y no creo que para nada bueno.

 

   Tiempo de reforma

   Creo ser yo la persona más indicada para relatar esta historia. O quizás no tanto... Por lo menos señalar qué me pasa a mí con todo esto. Desde esta mazmorra en que me tienen privado de libertad, y amenazado con adelantarme el fuego del infierno.
   Me llamo Giordano Bruno, y soy napolitano. Las materias de mis estudios han sido la filosofía y la astronomía. Siempre me ha impulsado una necesidad de descubrir qué es verdadero.
   Mucho antes de que yo naciera ya habían surgido varias ramas de la iglesia cristiana, tan rígidas como el tronco. La rama luterana dio la partida a un proceso. Después, en Inglaterra la reforma se inició de manera muy distinta. El rey Enrique VIII se desmarcó del Obispo de Roma, ya que éste le negó el divorcio. Ahí hubo dificultades de tipo político, unidas a un exceso de rigor disciplinario del Papa Clemente VII, ya que fue uno de los Papas con mejor comportamiento en lo sexual, pues tuvo solamente un hijo ilegítimo, en su juventud. Y por otra parte, la fuerza del viento reformista incidió en el capricho del rey. La rama anglicana del cristianismo adoptó gran parte de la doctrina luterana.
   Durante mi infancia y adolescencia se había realizado en tres etapas el Concilio de Trento. Iniciado por Paulo III, un Papa que no era precisamente un ejemplo de vida virtuosa, ni mucho menos. Fue tan controversial el concilio, que tuvo que ser interrumpido dos veces. La segunda parte la llevó el Papa Julio III. Y la parte final, el Papa Pío IV.
   En este concilio se dio satisfacción a uno de los requerimientos propuestos por Lutero. El de corregir el comportamiento del clero. En efecto, se eliminó la venta de indulgencias, y se decretó que los obispos deberán tener capacidad y condiciones éticas intachables, y no podrán acumular beneficios, para lo cual deberán residir en su diócesis. Incluso, el concilio fue un poco más allá aún, y decidió crear seminarios especializados para la formación de presbíteros. Todo esto está muy bien, y constituye un fruto positivo.
   Sin embargo, en Trento no se conformaron con eso, y dieron más normas, algunas excesivamente rígidas, como lo es la obligación de celibato para el clero, la cual no fue adoptada por ninguna de las otras ramas de la iglesia cristiana.
   Por otra parte, se extremó desproporcionadamente la obligación para los fieles de pensar de manera uniforme y aceptar pasivamente las supuestas verdades doctrinales reconocidas por el concilio.
   Esta tendencia a valorar desmedidamente la uniformidad del pensamiento, en lo que se refiere a cosas trascendentes, es una herencia que data desde muy antiguo, cuando la influencia de los emperadores romanos era decisiva.
   Así fue como en Trento se creó un Catecismo conteniendo la doctrina, y un índice de publicaciones prohibidas por atentar contra el pensamiento establecido.
   Entre dichas supuestas verdades doctrinales están las que se refieren a los sacramentos. Una de éstas consiste en mantener vigente la teoría agustiniana del pecado original.
   No entiendo cómo los padres conciliares pueden haber creído que pueden establecer la manera de pensar de las demás personas. Si eso no es factible. Lo más que lograrán es que uno mienta para no ser perseguido. Pero, esto es algo que va a explotar en algún momento.
   Lo peor del Concilio de Trento fue el restablecimiento de la Inquisición, esa horrorosa lacra que parecía ser sólo un mal recuerdo del pasado. Y ahora es una pésima y tormentosa realidad.
   Durante las ejecuciones con fuego, los sacerdotes cantan letanías. ¿Cómo puede ser una cosa así? Se han adueñado del infierno.
   A las autoridades religiosas no les han gustado algunos de mis pensamientos. Sostengo que no existe el pecado original, ni tampoco existe la condenación eterna. Es que esas son ideas absurdas, que contradicen el concepto de divinidad que cualquiera ha de tener.
   Incluso, hasta me han criticado mis estudios astronómicos. Por suscribir que es la tierra la que gira alrededor del sol, y no al revés como se ha creído hasta ahora, me acusan de enseñar falsedades. Peor aún, cuando digo que el sol no es más que una de las numerosas estrellas del universo. Y más de alguna de ellas podría tener planetas en los cuales hubiera vida. Esto último es algo que no sabemos, pero no tenemos por qué negar tal posibilidad.
   Más de diez años alcancé a estar en un monasterio dominico, pero antes de cumplir los treinta de edad, y siendo ya un presbítero, estaba acusado de desviarme de la doctrina, y tuve que huir. Estuve deambulando entre distintos conventos, hasta que llegué a Ginebra, donde estaba instaurada la rama cristiana de Calvino. Decidí canalizar mi adhesión a Jesucristo dentro del calvinismo, ya que el tronco romano me estaba considerando un enemigo.
   Muy pronto me desilusioné, debido a que percibí una gran cantidad de errores doctrinales. Por ejemplo, lo de la predestinación. Al manifestar mis puntos de vista, empecé a ser perseguido por la rígida jerarquía calvinista, a tal punto que nuevamente tuve que salir huyendo.
   Estuve en Inglaterra, donde fui combatido por los anglicanos. Y después en Alemania, por los luteranos. Ninguna rama cristiana quería contar con mi presencia, y sólo por pensar distinto. Entonces, decidí que ya no seguiría metido en ambientes religiosos, sino absolutamente laicos.
   De la intolerancia reinante no se salvó ni siquiera Teresa de Ávila, una maestra extraordinaria, que se atreve a pensar por sí misma, y a ocupar el espacio que Dios le pide que ocupe. Con humildad y perseverancia. Y también con valentía, reprende a los inquisidores. Ella fue acosada por la censura, y hasta tacharon algunas de sus afirmaciones. Y tuvo que comparecer ante el tribunal de la inquisición. Es tanto el terror, que los presbíteros no se atreven a ser para ella consejeros espirituales, pues puede ser peligroso.
   Llegué a París y me puse a trabajar como profesor universitario. Ahí debería haberme quedado, pero no lo hice, porque un mal amigo, de la nobleza veneciana, me convenció de volver a Italia. Era una trampa. Al poco tiempo caí en las redes de la Inquisición, y fui apresado, y traído al Palacio del Santo Oficio, en el Vaticano.
   Mi proceso está siendo llevado por Roberto Belarmino, hombre de mucho prestigio como catequista, recién nombrado cardenal. Es muy culto y habla bien. Sin embargo, yo lo veo como un lobo en piel de oveja. Más falso que Judas. A pesar de pertenecer a la Compañía de Jesús, que es una comunidad muy bien inspirada. Belarmino viene siendo la oveja negra de ese grandioso grupo de hombres, el que nació hace ya varios años en Montmartre cuando Ignacio de Loyola y otros seis compañeros escucharon su intuición y decidieron iniciar un camino.
   Belarmino me ofreció, si me retractaba, ir por dos años a un convento con vino y libros tentadores, y después un traslado a Alemania. En ese momento, no me retracté. Me llamaron hereje por mis opiniones teológicas y astronómicas. En grado menor, se me acusó de faltar a la castidad, con mujeres. Creo que las autoridades religiosas sólo pueden meterse con mis opiniones teológicas, pero no con las astronómicas, pues no es su campo.
   No puede ser que haya tanta rigidez dogmática, no sólo en el tronco sino también en todas las ramas. Puede decirse que estamos recién en el comienzo de la Reforma. Jamás podría ser posible terminar con la rigidez de alguna manera rígida. Eso es contradictorio. Sería como terminar con la violencia, de una manera violenta. O inventar una guerra que termine con las guerras.
   Y yo soy también así, paradojal. Reconozco mi rigidez. ¡Mea culpa! Si voy a morir en esta causa es por eso. No es porque mis pensamientos sean mejores o peores que los de otras personas. Es porque la rigidez conlleva un menosprecio de los pensamientos ajenos. ¡Rigor mortis!
   La iglesia saldrá adelante algún día, y se completará el proceso de Reforma Cristiana. Pero, eso no ocurrirá antes de unas dos o tres generaciones, por lo menos. Cuando haya otros cristianos nuevos, mejores que nosotros los de hoy, que sean capaces de descubrir cómo terminar con la rigidez. No basta con que todos tengamos pensamientos propios. Eso es necesario, pero no suficiente. Es algo que ya comenzó. Falta el complemento. Se necesita que todos estemos abiertos a valorar los pensamientos de otras personas, tan legítimos como los propios.
   Jesús ha dicho "Te alabo, padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has mostrado a los sencillos". Se refiere a las cosas divinas. De nuevo tengo que decir ¡Mea culpa! Siempre me he considerado formando parte de los sabios y entendidos. A pesar de admirar esta palabra de Jesús.
   Cuando me empecé a dar cuenta de todas estas cosas, intenté retractarme. Sin embargo, ya no era posible. Muchos pensamientos ya habían quedado escritos. Y poco antes yo había afirmado "Si me retracto será una mentira". Me condenaron igual.
   Y aquí voy, caminando lentamente hacia ese injusto infierno adelantado que han decretado para mí.

 

   José de Cupertino

   Mi muerte ya se está acercando. Me lo ha dicho Dios con mucho cariño. Tengo sesenta años, que los he vivido de una manera muy especial, ya que Dios así quiso distinguirme, no sé por qué motivo. Hace muy poco tiempo que empecé a darme cuenta de qué cosas pasan por dentro de mi mente, tan calladas y distintas a las de otras personas. Y es por esa diferencia que he de morir en forma prematura.
   Si me comparo con una máquina, se podría decir que nací con algunos tornillos sueltos, lo cual me significó más de algún problema, pero en cambio, privilegió en mí la comunicación con lo divino.
   Hoy quiero revisar lo que ha sido mi vida, pero a la luz de esos nuevos conocimientos que he ido descubriendo de a poco. En el momento de vivir no los tenía y por eso no lograba entenderme, como puedo hacerlo ahora, en mis horas finales.
   Nací en Cupertino, un pequeño pueblito de Nápoles. Mi madre me tuvo en un establo, y no por parecerse a la madre de Jesús, sino porque, con mi padre, estaba huyendo de unos acreedores. Talvez debido a ese detalle se formó en mí una gran veneración por la Virgen María.
   Me costó muchísimo aprender a leer y a escribir. Además no tenía habilidad manual, todo se me caía. Mi mamá fue muy estricta conmigo y no confiaba en que yo pudiera adquirir algún rasgo de inteligencia. Tampoco soportaba a su marido. Me hablaba mal de él, y también me ponía mal con él.
   Desde pequeño yo hablaba solo, y me retaban por eso. Pero, yo seguí conversando con mi amigo imaginario cuando no me veían. Para mí, nunca fue una cosa mala, sino por el contrario, mi vida era así, y no podría haber sido de otro modo. Nunca pude explicarlo. Recordando esa situación, muchos años después, entendí que ese diálogo mío era trascendente.
   En mi adolescencia la gente se reía de mí, o peor aún, muchos se burlaban. Yo no tomaba conciencia de cómo me afectaba eso. Simplemente, el mundo real era inhóspito, y había que convivir con eso. Fui ingenuo, y temeroso de la gente.
   Sólo podía efectuar trabajos menores, simples.
   Mi relación con Dios fue siempre muy buena. Por eso, me pareció bien entrar a la vida monástica. Fui aceptado por los capuchinos como hermano lego, pero antes de un año me expulsaron por inepto.
   Me conformé, pues Dios no está solamente en los monasterios. Sin embargo, mi madre no se conformó. Habló con su hermano menor, mi tío Juan, que es franciscano. Más que hablar, se puso en su supuesto rol de hermana mayor y logró que mi tío se sometiera y me llevara a su convento, donde a él lo habían nombrado Guardián.
   Ingresé a los franciscanos como mandadero, y me vino muy bien porque sentí el afecto que me empezaron a dar los otros hermanos. Tuve todas las facilidades para hacer oración, y hasta me enseñaron una forma de orar, que después supe que se llama Contemplación. Es algo que me transporta a un mundo divino, como si me saliera de lo que llaman mundo real.
   En cambio, salir a pedir limosna no resultó bien conmigo porque lo poco que me daban lo volvía a repartir entre los pobres, y llegaba sin nada al convento.
   Una vez llegó un obispo a visitarnos. Un hombre muy abierto a lo nuevo. Me vio mientras estaba yo en la oración, y le caí bien. Hizo amistad conmigo. Le pidió al hermano Guardián que me prepararan para ser presbítero.
   Le hicieron caso, y quedé bajo la dirección de un hermano erudito para que me adiestrara. Tuve que ponerme a estudiar, a pesar de lo mucho que me costaba. Mi profesor trataba de que yo fuese capaz de explicar los evangelios, pero yo me quedé con Lucas, y de ahí no salía. Y no todo su evangelio, sino algunos pasajes, los que me tocaban más. Por ejemplo, "Bendito el fruto de tu vientre", y ese otro en que Jesús se alegra y alaba al Padre "porque enseñaste estas cosas a los más sencillos y no a los sabios". También la escena de la Marta y la María.
   Para mí, el misterio de la Santísima Trinidad nunca ha tenido nada de misterioso. Lo traté de explicar a los hermanos, pero no me hicieron mucho caso. Tomé mi capa y la doblé en tres, y les dije "Ya está". Claro, no logré darme a entender.
   Cuando fui a dar el examen para diácono tuve una gran suerte. El examinador abrió el libro de los evangelios en cualquier página que resultara, y me salió uno de los textos de Lucas que yo sabía explicar, pues los había asimilado muy bien de tanto mirarlos una y otra vez. Así fue como aprobé, gracias a Dios que me ayudó, en su infinita bondad.
   Seguí estudiando y nadie creía que iba a llegar a ninguna parte. Pero, cuando fui a dar examen para presbítero me tocó mi obispo amigo. Me aprobó sin mucho trámite. Mucho tiempo después comprendí que él valoraba más mi cercanía con Dios que cualquier conocimiento intelectual.
   Mi oración me llevaba a éxtasis, y de pronto, no me daba cuenta que estaba suspendido en el aire, y hasta me desplazaba. Al principio, yo creía que estaba mareado. Sin embargo, otros hermanos me vieron y se maravillaron diciendo "Milagro, milagro". Hoy sé que eso no tenía nada de sobrenatural. Simplemente, la fuerza de la oración era capaz de vencer a esa otra fuerza con que la tierra atrae.
   Una vez terminé la oración encaramado en un árbol, y me costó bajarme.
   La gente se fue enterando de mi levitación, y quería verme mientras oraba. Empecé a retirarme a lugares alejados para orar.
   Durante diez años estuve como presbítero en Cupertino, mi pueblito natal. Venían a mi misa gente de todas las localidades cercanas.
   Después, me pedían que fuera a celebrar en ciudades importantes. Hasta en Asís estuve una vez diciendo misa.
   Cuando murió mi madre, estando yo en otro pueblo, me enteré en una forma que parece mágica, pero no tiene nada de mágica. Es muy natural, aunque no lo sé explicar. Es que mi manera de comunicarme no es la de todo el mundo.
   Los científicos me visitaban, y me decían que a la ciencia le falta aún mucho que caminar, y que lo logrará copiándome. Nunca supe qué responder a eso.
   Exceptuando a los científicos, casi nadie quería creer que me pasaban cosas raras. Mis enemigos, pues también los tuve, me acusaron de estar engañando a la gente. Nunca he tenido intenciones como ésa de que me culpaban. Fui enviado al Superior General de los Franciscanos en Roma y luego al Papa Urbano VIII el cual deseaba saber si era cierto o no lo que le contaban de los éxtasis y las levitaciones que me ocurrían.
   Antes de irme al Padre, quisiera ser capaz de decir a qué he venido al mundo. He sido muy feliz, pero entiendo que uno viene a algo más que eso. Dios me privó de muchas facultades mundanas para resaltar otras facultades que no se entienden muy bien. Entonces, comprendo que soy un mensaje viviente, para dar a conocer esas facultades que pueden surgir apagando otras.
   Sí. Quiero creer que Dios me mandó para eso.

 

   Alfonso de Ligorio

   Nací en Nápoles, dentro de una familia acomodada. Tengo tres hermanos y tres hermanas, todos menores que yo. Cuando era niño, las tías ancianas me decían que iba a ser obispo. No sé de dónde sacaban eso, pero para mí era como una carga pesada.
   Me pusieron un director espiritual, supuestamente para mantenerme en comportamientos santos. Debo decir que no me agradó mucho esa manera de vivir la niñez, pero pude sobrellevarla bien. Me sirvió para orientarme a amistades sanas, y para cultivar la oración.
   Ya tengo veinte años y me he desarrollado en cuanto a estudios básicos para la vida. Siempre he sido estudioso, con buenas calificaciones, a tal punto que ya me he recibido como abogado.
   Me ha impresionado muy bien un filósofo y matemático, llamado Leibniz. Hizo un gran aporte al cristianismo, un verdadero mensaje a las iglesias. Decía que en vez de estar peleándonos unos contra otros, sería más provechoso tratar de comprendernos mutuamente, si todos seguimos a un mismo Jesucristo.
   Me gusta mucho tocar el piano, lo que he estado aprendiendo desde pequeño. Con otros amigos nos juntamos a tocar música, y hasta cantamos, aunque ninguno de nosotros es muy afinado.
   Mi padre quiere que me case con alguna niña de la alta sociedad, e intenta elegir alguna para mí, entre las hijas de sus amigos. Cada vez ocurre lo mismo, una chica amorosa, linda, simpática que después de conocerme un poco mejor, arranca a perderse. Me consideran culto, atento y muy noble, pero ellas preferirían un tipo más corporal, quizás no tan caballeroso como dicen que soy.

         * * *

   Al pasar algunos años, mi desempeño como abogado fue muy exitoso, hasta que tuvo que terminar abruptamente. Yo ganaba muchos juicios, estudiando bien cada situación y planteando argumentos irrebatibles. Todo marchaba de excelente manera.
   Cierta vez, gané un pleito para un importante señor, en contra del duque de Toscana. Debo reconocer que estuve dichoso por un par de días, hasta que me enteré de muy buena fuente que yo había defendido una causa equivocada. Sin lugar a dudas, la razón estaba de parte del duque, y la justicia debería haberlo estado también. Entonces, me sentí pésimo, como nunca antes me había pasado.
   No quise seguir ejerciendo el Derecho. Tan simple como eso. Mi vida cambió completamente, de un día para otro. No quería ni comer. Me puse muy triste, en oración para tratar de salir adelante y superar mi antigua vida.
   En eso estaba cuando fui a visitar a un amigo que había enfermado gravemente. Me sentí bien haciendo ese gesto. Y por eso me puse a pensar si acaso no sería el servicio a los necesitados lo que tendría que empezar a vivir. Sí. Talvez por ahí andaría mi misión.
   Decidí intentarlo, al menos. Mi padre quería hacerme volver a mi vida antigua, pero pronto comprendió que eso era imposible. Y se conformó, no sin pena.
   En el seminario tuve un maestro que nos transmitía las enseñanzas de Juan Eudes, un formador de sacerdotes que vivió en Francia hace como un siglo.
   En el tiempo en que estuve estudiando se produjo el cisma jansenista en Holanda. La doctrina de esa iglesia está basada en la agustiniana, pero contiene una tergiversación en cuanto al alcance de la predestinación. De cualquier forma. como la predestinación está reñida con las enseñanzas de Jesucristo, el jansenismo fue condenado por el Papa. No así la doctrina que impuso antiguamente San Agustín. Creo que ésta habría que revisarla, por lo menos
   Me ordené sacerdote a los treinta años, y desde ahí me dediqué a trabajar con la gente pobre. Principalmente eso, pero también me di tiempo para escribir, y para preparar mis prédicas dominicales, que las daba como si estuviera en la corte de justicia.
   Con la finalidad de evangelizar a los más pobres, contribuí a fundar una Congregación, que la han llamando Redentorista. Ésta fue aprobada muchos años después.
   Durante todo ese tiempo he estado escribiendo el libro "Las glorias de María", y ya lo estoy terminando ahora que ya pasé los cincuenta de edad. En este libro muestro cómo puede llegar a ser muy provechoso rezarle a María. No solamente se reza a Dios. También a los santos. Incluyo una alusión a antiguos escritos que hablan de un gran resplandor que se vio cuando el alma de María subió a los cielos a reunirse con el Padre y con su hijo Jesús. A este tránsito le llaman Asunción.

         * * *

   Hace más de veinte años fui nombrado obispo de Santa Águeda. Mientras estuve en ese cargo, visité varias veces todos los pueblos de la diócesis. Cuando hubo hambre vendí riquezas episcopales para poder alimentar a los pobres. Pero, llegó un momento en que tuve que renunciar, y dar paso a otro más joven, lleno de energía.
   También visité otras diócesis, cuando fui requerido. Una vez tuve que ir a dar una charla en el tema de la devoción a la Virgen María, ya que el libro que escribí ha sido bien conceptuado. Esto fue en un convento de monjas en Pescia, un pueblito toscano. Resultó todo muy bien, y después de ese pequeño evento, el presbítero Luigi, que me había invitado, me llevó a almorzar, no lejos del convento. Y me acuerdo de esto, porque en esa oportunidad Luigi me contó algo sorprendente. La historia de Benedetta Carlini, que hace más de un siglo fue abadesa del convento en que estuvimos. Esta Benedetta tenía visiones místicas que no gustaron a la jerarquía de aquella época.
   -Es que las narraciones de Benedetta -dijo Luigi- eran eróticas y egóticas.
   -¿Y cómo manejaron esa situación?
   -Investigaron... Y descubrieron que Benedetta tenía la costumbre de besarse y acariciarse con otra monja en la cama.
   Luigi me contó que Benedetta tuvo que vivir bajo arresto por el resto de su vida. Y yo me quedé pensativo mientras volvía a mi tierra.
   Dios me ha dado longevidad. Ya tengo noventa años, y se aproxima mi muerte terrenal. Últimamente he tenido gran cantidad de achaques. Ya no veo casi nada, ni tampoco puedo oír lo que me dicen.
   Mientras pueda rezar, estoy vivo.

 

   El abate Molina

   Mi nombre es Juan Ignacio Molina. Nací en 1740, en una hacienda de Linares, ciudad de Chile, colonia que tiene España en América del Sur. Hay allí una naturaleza tan bella, que desde pequeño sentí curiosidad por comprender sus misterios.
   Mi niñez la pasé un poquito más al norte, en Talca, donde unos parientes, desde que mi padre y mi madre tuvieron dificultades. No fue fácil soportar la situación, que parecía orfandad.
   Casi al inicio de mi adolescencia tuve que partir a Concepción, en la costa hacia el sur. Allí estudié en un colegio jesuita.
   Tuve acceso a lecturas piadosas, como los escritos de Sor Francisca, una monja clarisa de Tunja, región del norte de este continente, cerca de Bogotá. En sus "Afectos espirituales" enseña como vivir en misticismo.
   Aprendí también a admirar a Martín de Porres, más conocido como Fray Escoba. Fue éste un monje dominico del Perú, famoso por sus buenas obras como auxiliar de medicina, y también atendiendo niños pobres. Llegó a ser lo que fue, a pesar de grandes dificultades que hubo de enfrentar. Era hijo natural de un español y de una esclava liberada. Su condición de mulato le significó a Martín ser molestado e insultado, además de marginado. Por eso mismo, se le reconoce por su enorme fuerza espiritual.
   Hace unos años me tocó vivir el terremoto del 51. Fue tan largo, que parecía no iba a terminar nunca. Era de noche. Traté de levantarme y me caía cada vez que volvía a intentarlo. La gente rezaba en voz alta. Resultó absolutamente imposible seguir durmiendo esa noche. No sólo quedó inutilizada nuestra casa, y la escuela. Se fue al suelo la ciudad casi completa. Fue un gran dolor, principalmente por la muerte de tantas personas.
   Ahora que tengo quince años he ingresado como novicio a la Orden Jesuita, para adquirir conocimientos religiosos, filosóficos y científicos. Para ello, he tenido que trasladarme a Bucalemu.
   Me atacó la viruela, pero ya me soltó, gracias a Dios, sólo me dejó marcas.

         * * *

   A mis 33 años estoy viajando desde Imola a Bolonia, en este hermoso país.
   De cómo llegué a estar en Italia, es una historia larga. Nunca me habría imaginado que mi vida iba a seguir este extraño curso. Cuando vivía en Santiago de Chile como novicio jesuita, con muy buen pasar, y disfrutando del clima, de la naturaleza y la gente de Chile, no se vislumbraba que fuere a ocurrir ninguna cosa que me sacara de ese estado casi celestial. Sin embargo, ocurrió.
   Los métodos de enseñanza de la Compañía de Jesús en Europa, muy abiertos, empezaron a caer cada vez más mal a los reyes, debido al absolutismo de éstos. Primero en Portugal y en Francia, la Compañía fue expulsada. En el caso de España, el asunto se agravó aún más, debido a la forma poco convencional que, en las colonias, hemos dado a la evangelización. Muy especialmente en Paraguay. El rey de España llegó a estar tan contrariado que ordenó sacar a los jesuitas, no sólo de España sino también de las colonias.
   Yo tenía 27 años y desarrollaba algunos trabajos comunitarios, por ejemplo en la biblioteca. Además, había estudiado varios idiomas.
   Merecíamos un mejor trato. Sin embargo, los soldados nos sacaron de nuestras casas en forma violenta y sin darnos mucho tiempo para juntar unas pocas pertenencias. Nos llevaron a Valparaíso y nos embarcaron hacia Callao, en un barco muy pequeño, lento y débil. Allí nos juntaron con los que venían de otros lugares, principalmente de Lima. Desde allí, en un buque grande con poderosos velámenes, hacia España, por el cabo de Hornos, llegamos al puerto de Santa María, después de varios meses. Ahí estuvimos otros tantos meses, en precarias condiciones, esperando ser informados de nuestros destinos.
   Lo más triste fue perder toda posibilidad de ver a mi madre. Talvez si para siempre. Otra pena fue alejarme de las hermosas montañas chilenas.
   Mi destino resultó ser Imola, en Italia. Allí estuve pocos años. Los dos primeros fueron precarios, debido a la falta de recursos.
   Los italianos me llaman Abate, un término de ellos, que significa algo así como clérigo español.
   El año pasado me ocurrió algo notable. Iba yo caminando hacia el templo, con intenciones de orar, cuando me encontré con un tumulto . En la plaza había un predicador cristiano hablando en italiano con acento inglés. Una turba empezó a increparlo y a lanzarle piedras. La mayoría prefirió alejarse. No pude menos que salir en defensa del hombre. Grité como no lo había hecho nunca. A punta de garabatos chilenos alejé a los rabiosos manifestantes. Llevé al inglés a mi casa, para curarle las heridas, y ofrecerle un té.
   Estuvimos conversando. Se llama John Wesley y tiene más de sesenta años. Ha recorrido varios países de Europa llevando un mensaje.
   -Debido a mi método, en mi país me llaman "Methodist" -me dijo.
   -Lo esencial del cristiano es seguir a Cristo, ¿no?
   -Por cierto.
   Al día siguiente, John partiría hacia Florencia.
   -¡Qué valiente! -exclamé, y le deseé suerte.
   La vida siguió monótona en Imola. Hace unos días me ordené presbítero, y por eso estoy viajando, ya que fui destinado a Bolonia.

         * * *

   En Bolonia ha transcurrido gran parte de mi vida.
   Además de administrar sacramentos y atender el culto dominical, me he dedicado a la oración... Y también a estudiar y escribir, que es mi gran pasión.
   Además, fui profesor de Griego en la universidad Instituto Pontificio.
   Uno de mis libros ha tenido mucho éxito. Es la Historia Natural y Civil de Chile.
   He escrito acerca de analogías entre los tres reinos de la naturaleza y sobre propagación del género humano en las diversas partes de la tierra, y la variación de las especies. Estos temas me valieron ser censurado por la jerarquía. Me acusaron de hereje, a tal punto que un consejo de teólogos examinó mi obra. Por largos años estuve cuestionado. Pero, ya fui absuelto.
   Siempre he querido volver a Chile. Al principio, las condiciones no estaban dadas, en absoluto. En cambio, desde 1820 cuando se consolidó la independencia de Chile, la situación empezó a estar propicia para volver. Se podría decir que empecé a hacer mis maletas, muy ilusionado, pero no me dejaron viajar, debido a mi avanzada edad. Tenía ochenta años, y ya me habían empezado los achaques. Tuve que resignarme, con mucha tristeza.
   Hace dos años murió en Alemania la mística monja de las visiones. Se hizo famosa debido a esas visiones que le venían en tiempo de oración. Supuestamente se refieren a la vida de Jesús y de la Virgen María. El escritor Clemens Brentano ha estado registrando por escrito dichas visiones, por considerarlas de gran importancia. Aún no ha publicado nada. Se trata de experiencias subjetivas, pero no por eso menos importantes. Sin embargo, a raíz del racionalismo y del empirismo reinantes en el mundo de hoy, se les ha dado el carácter de objetivas, porque o si no, "carecerían de importancia", según algunos teólogos. Yo prefiero considerarlas subjetivas importantes, aunque eso sea ir contra la corriente.
   A mis 86 años, mi problema de ahora es la enfermedad. Un dolor al pecho me ha tenido mal. Además, casi no veo, o a lo más, figuras como siluetas. Me es imposible salir a la calle, y presiento que ya puede estar próxima mi muerte.


  Cuarta parte.- Entrando a mayoría de edad

   Juan Bosco

   Nací en Becchi, muy cerca de Turín, en 1815. Prácticamente no alcancé a conocer a mi padre, pues murió cuando yo era aún un bebé. Mi madre campesina tuvo que hacerse cargo del cultivo de la tierra y de su administración. Éramos pobres. Traté de ser fuerte en imponer mi voluntad para que me mandaran a la escuela. En realidad, no es mi voluntad, es la de Dios.
   A los nueve años, en Becchi, tuve un sueño que nunca he olvidado. O sea, uno de gran importancia. Estaba yo en el patio de una escuela. Había un grupo de niños, que se comportaban de manera grosera. Yo les daba puñetazos a algunos de ellos. Entonces, vino un hombre con manto blanco y me dijo "Trátalos con amabilidad..., no a golpes". "¿Quién eres?", le pregunté. Me dijo ser hijo de una mujer a la cual yo saludo. Al instante apareció esa mujer, con vestimenta luminosa. Los niños pasaron a ser perros. Pero, cuando la mujer habló, se convirtieron en corderos. Hasta ahí el sueño.
   Este sueño ha sido recurrente, pues lo volví a tener varias veces, con algunos matices distintos. Entendí que tenía que encontrar ahí un mensaje para mí. Mucho después llegué a creer que el haber descubierto mi vocación sacerdotal tiene mucho que ver con ese sueño.
   Tenía diez años cuando fui a una aldea cercana para asistir a una Misión que allí se daba. Yo era el único niño presente. Eso llamó la atención de un sacerdote, Don José Calosso, capellán de la aldea de Murialdo. Me preguntó quién era, de dónde venía y por qué siendo aún un niño acudía a los sermones de la Misión. Le demostré que entendía los sermones. Me preguntó si acaso me gustaría estudiar. Le respondí que sí, muy entusiasmado.
   -Mi hermano Antonio dice que estudiar es perder el tiempo -le dije a Don Calosso-, que es mejor dedicarse a las faenas del campo. Yo quiero ser sacerdote.
   Don Calosso me tomó bajo su protección y me dio clases durante dos años. Pero, estando yo en mi aldea nativa visitando a mi madre, murió Don Calosso. Tuve que trabajar para poder pagar mis estudios.
   De hecho, cuando niño pastoreé el ganado, y admiré las maravillas de la naturaleza. Y cuando grande me dediqué a la recuperación social de los jóvenes.
   En mi adolescencia tuve otro sueño trascendente. En él, yo iba en una barca que navegaba en un mar agitado, piloteada por un anciano de blanco. Algunas naves pequeñas avanzaban junto a nosotros. Pero, aparecieron otras naves enemigas, que atacaron a las nuestras. Nos rodearon. Cuando todo parecía perdido, dos pilares emergieron desde el fondo del mar. Sobre éstos, había imágenes sagradas. Nuestras naves se acercaron a los pilares y ya no tuvieron peligro de hundirse. Desde las dos columnas salió un viento que hundió a las naves enemigas.
   Entendí que con ayuda de lo sagrado puedo derrotar al mal.
   Estudié latín, que parece ser un idioma sagrado. Mi maestro fue José Cottolengo, del cual aprendí mucho. Ahí conocí también al presbítero José Cafasso, un poco mayor que yo. Bajito y siempre alegre. También me enseñó. Hasta los obispos llegaban a consultarle asuntos de teología. Estudié con él en el Convictorio Sacerdotal de San Francisco de Asís en Turín. Allí había buena formación.
   Cafasso fue quien me enseñó que si no he olvidado aquel antiguo sueño entonces tengo que buscar el mensaje y hacer caso de éste. También me dijo que si tengo muchos sueños, tendría que anotarlos.
   Por esos día tuve un sueño importante, en el que vi venir hacia mí una majestuosa Señora que conducía un rebaño.
   -Juanito -me dijo ella-, confío este rebaño a tu cuidado.
   -¿Y cómo podré hacerlo?
   -No temas, pues yo estaré contigo.
   Y desapareció.
   Hasta ahí el sueño. Antes de levantarme lo estuve repasando. ¿Pastor yo? Eso viene siendo el sacerdocio...
   Ese día, muy contento, fui donde un amigo y le dije:
   -¡Buenas noticias! Esta noche he tenido un sueño, según el cual, llegaré a ser sacerdote.
   -Pero, eso no es más que un sueño -observó el papá de mi amigo. No me desanimó.
   Pocos años después, yo iba a entrar a los franciscanos, preocupado por los problemas económicos, pero a raíz de otro sueño que tuve, que lo conversé con Cafasso, decidí entrar a diocesano. Eso fue a mis veinte años.
   Me dediqué a catequizar a los niños. Yo jugaba como un niño más.
   Fue en ese tiempo que tuve otro sueño de gran importancia. Yo estaba vestido de sacerdote, pero trabajaba en una sastrería, zurciendo ropa deteriorada. Al despertar, caí en la cuenta que no trabajaba haciendo ropa nueva. Le conté el sueño a Don Cafasso. Me ayudó a interpretar, me dijo que, probablemente, mi misión no sea la de trabajar con niños virtuosos, sino con los descarriados.
   A los 26 años me ordené sacerdote en Turín y ya me quedé en esta ciudad. A fines de ese año, estaba yo en el templo de San Francisco de Asís, y llegó un niño que quería ayudar misa, pero no tenía idea cómo hacerlo. El sacristán lo maltrataba. Acogí al niño y le enseñé a ser acólito. Se llamaba Garelli y fue mi primer discípulo. Y siguieron llegando los muchachos, muy pobres, traídos por Garelli. Creé un oratorio. Les enseñé a invocar al ángel de la guarda, que puede librarlo a uno en situaciones de peligro. Los niños aprendían también algún oficio útil.
    Tengo especial cuidado de no acariciar a los niños, ni besarlos, ni nada parecido, pues sería muy difícil no caer en excesos.
   Otros sacerdotes de Turín, que me veían jugar como niño, me creyeron loco, y se fueron a quejar al arzobispo. Estuvieron a punto de mandarme a un manicomio.
   A mis 27 años caí enfermo de tifus. Había epidemia. También enfermó José Cottolengo. Él murió por esta enfermedad, pero yo sané después de algunas semanas.
   Mis sermones dominicales atraían a la gente. Muchos llegaban a que yo los sanara. La verdad es que no tengo ningún poder especial, pero acojo a las personas, les impongo las manos, trato de hablarles como hacía Jesús, "Toma tu camilla y ponte a caminar". Al final, sanan porque tienen una gran fuerza vital.
   "La música y el canto son el alma de una casa", les digo a los que se sienten tristes.
   Durante años me he dedicado a escribir. Libros sencillos, para gente sencilla. Lo importante es que la sana lectura ayuda mucho a vivir mejor. Siento como si he venido al mundo a eso. A llevar la educación a los niños y jóvenes pobres.
   Dejé que los niños vinieran a mí, tal como enseña Jesús. Y cuando necesité ayuda, ésta no era fácil de encontrar. Hasta los sacerdotes más jóvenes y entusiastas se cansaban pronto. Claro, con tanta travesura... Hay que tener paciencia.
   Alguna relación con eso ha de tener un sueño trascendente que tuve. Cierta noche, mientras no me podía dormir, pensaba en el modo de existir del alma; cómo estaba hecha, cómo se podía encontrar y hablar en la otra vida separada del cuerpo, cómo se trasladaría de un lugar a otro; cómo nos podremos conocer los unos a los otros, si después de la muerte no tendremos ya nuestro acostumbrado cuerpo físico. Me parecía todo muy misterioso. Así, divagando, me quedé dormido y me pareció estar caminando por un sendero. Me estaba llamando una persona, y seguí caminando junto a él, con rapidez. No tocábamos el suelo con los pies. Llegamos hasta un palacio en lo alto. Entonces, el guía me enseñó a elevarme levantando los brazos. Así lo hice, y pudimos entrar al palacio. Recorrí varias salas. Mi guía ya no estaba. Encontré un obispo, sentado en un sillón. Era uno que ya había muerto, años atrás... Me acerqué y lo saludé con asombro.
   -Vivo en un lugar de salvación -me dijo-, pero aún no he visto a Dios.
   Me pasó una hoja de papel.
   -Poned el papel al revés -me explicó-. Porque los juicios de Dios son diferentes de los del mundo.
   -¿Me salvaré? -me atreví a preguntar.
   -El Señor hace saber esto a quien quiere, y cuando quiere.
   De repente se produjo un cambio. El Obispo estaba ahora tendido sobre el lecho. Se estaba muriendo. Una fuerza invisible se lo llevó de allí. Yo estaba asustado, y... desperté.
   En este sueño aprendí muchas cosas relacionadas con el alma y con el purgatorio, que antes no había llegado a comprender, y que ahora las veía tan claras que no las olvidaré jamás. Me di cuenta de que yo tenía miedo a que Dios me castigara al llegar al otro ámbito. Entonces, empezó a parecerme que ése es un miedo muy tonto. Si Dios es bueno y misericordioso.
   También obtengo mensajes en mis meditaciones.
   Cerca de mis cuarenta años tuve varios sueños que parecen importantes pero no sé hasta qué punto logré descifrar los mensajes. Por ejemplo, un sueño misterioso: Yo estaba rodeado de clérigos, en el lugar en que había un templo en construcción. Llega un paje de la corte, vestido de rojo, anunciando "Gran funeral en la corte". Cuando quise preguntarle, el paje ya no estaba.
   Al despertar, pensé en lo profético. Incluso, después investigué si había alguien enfermo en la corte. No lo había. Entonces, el sueño estaba apuntando hacia algún cambio importante en mi vida.
   Y un sueño que me gustó: En una plaza vi la rueda de la fortuna. El personaje que la manejaba la hizo girar. Sentí un pequeño ruido, y a cada vuelta de la rueda el ruido era cada vez más fuerte. Al despertar, quise relacionarlo con mi Oratorio y su llegada hacia la gente, siendo la rueda la que simboliza el paso del tiempo.
   Y un sueño que no deja de inquietarme: Salgo de mi antigua casa de Becchi, voy por un sendero hacia el campo. Me encuentro con un hombre moreno de barba, que me saluda, aunque yo no sé quién es. Él pretende hacerme comer de unos higos que se dan por ahí. Como yo no quiero, le digo que no me gustan los higos. Un trecho más allá, hay uvas. Ya no puedo decir que no me gusten las uvas. Entonces, le digo "Dejemos que las uvas maduren bien, no las saquemos antes". Poco después, el sueño se desdibuja.
   Esta pequeña historia onírica alude a la penitencia. A eso de no darme permiso para disfrutar. Sabiendo que hay un tiempo para cada cosa. Disfrutar los bienes que nos da la naturaleza es una manera de agradecer a Dios.
   También disfruté dando clases a niños adolescentes.
   Cuando mis discípulos crecieron y fueron adultos, nos atrevimos a crear una congregación. Esto fue algo que ya estaba en mí desde hacía algún tiempo, por un sueño que había tenido, en que una señora me pasó una cinta, con una palabra escrita, para que la pusiera en la frente de los niños. "Es para que no se dispersen", me había dicho.
   Yo tenía ya más de cuarenta años. El nombre de "Salesianos" que di a la congregación, es por San Francisco de Sales, modelo de amabilidad.
   Esta institución creció rápidamente. Con una misión de comunicación social. Llegado el momento, envié misioneros a la Patagonia, en América del Sur. Poco a poco, los Salesianos se extendieron en ese continente.
   Por algún motivo que no vislumbro bien, fui perseguido, y hasta trataron de matarme.
   Cuatro años después que murió mi madre, la vi en un sueño. Conversamos acerca de paraíso y purgatorio. Ella se puso resplandeciente. Este sueño fue un recordatorio de un mensaje que ya antes había tenido, en cuanto a olvidarme de que Dios castigue, y menos aún de manera eterna.
   Además, se complementa con otro, recurrente, en que avanzo por un largo camino para subir al monte.
   Quiero dar un paso más en mi vida real, y fundar una orden religiosa femenina. Hasta sé cómo se llamará: Hijas de María Auxiliadora. Sé que lo lograré algún día. Y espero que pronto. Ya estoy en conversaciones con la Hermana Mazarello, que tiene una labor muy parecida a la mía, con niñas, en el pueblito de Mornese, cerca de Génova. La conocí en uno de mis viajes de paseo otoñales.
   Mientras tanto, logré conseguir dinero vaticano para construir un templo del sagrado Corazón en Roma. Pero, alcanzó sólo para comprar el terreno. Me fui en gira por Italia y Francia para conseguir fondos. Así hemos logrado completar la construcción.
   Últimamente, mi actividad editorial pasó a responder a una vocación, una idea consciente de ser apóstol a través de mis escritos. Hace poco escribí "Vida de San José" y "Vida de San Pedro". Este último librito me dio problemas con la Congregación Vaticana del Índice. Tuve que ir a defender mi obra.
   Es 1868. Aún no puedo decir "misión cumplida", pero estoy feliz con la vida que he tenido. Si el Señor me llamara quedarían cosas sin hacer, pero me conformaría. En todo caso, sigo vigente y activo.

 

   Acerca de infalibilidad

   He aquí un tema muy puntual al que necesito referirme.
   Mi nombre es Johann Döllinger. Vivo en el siglo XIX, que no parece ser el último. Nací en Bamberg, Baviera, cuando ya expiraba el siglo XVIII. Soy un presbítero católico, pero... no voy a contar mi vida... Lo que quiero es plantear un tema para que sea debatido. No intento decir que yo no pueda estar equivocado. Todos podemos estarlo, si somos seres humanos, imperfectos. Justamente, este pequeño detalle que menciono es central en el tema que quiero tratar.
   Este asunto comenzó cuando al papa Pío IX se le ocurrió pensar que el Sumo Pontífice no debería equivocarse. Hasta ahí está todo muy bien. Pero, su pensamiento dio un paso más. ¿Por qué no considerar que Dios asegurará que los Papas logren no equivocarse?
   Aquí es donde se le pasó la mano. Más que nada porque no podemos decidir qué cosas tiene que hacer Dios. Ese Dios que nos ha dado libertad, para que tengamos la posibilidad de santificarnos. Es el primer regalo que nos ha hecho Dios.
   Muy entusiasmado estaba Pío IX con ese otro regalo distinto que esperaba recibir. A tal punto, que convocó a un concilio para establecer la infalibilidad del Papa.
   A muchos nos pareció mal lo que estaba pasando. Por eso escribí un libro llamado "El Papa y el concilio". En él expongo mis puntos de vista, en términos teológicos. Eso fue antes que comenzara el concilio. El libro cayó muy mal en la jerarquía vaticana.
   El concilio Vaticano I tuvo lugar, de todas maneras. Sin embargo, la mayoría de los obispos se oponía a decretar infalibilidad.
   El concilio no fue ecuménico, pues no hubo participación de ortodoxos ni protestantes.
   Para mejorar sus posibilidades, los ultramontanos introdujeron un cambio a la normativa, permitiendo que los documentos conciliares fueran aprobados por simple mayoría, vale decir la mitad de la asamblea. De todos modos, el Papa tuvo que suavizar considerablemente su premisa para lograr la aprobación con la mayoría mínima.
   De este concilio, varios obispos se retiraron indignados.
   Al final, la palabra "infalibilidad" quedó puesta en la Constitución Dogmática Pastor Aeternus, pero no con la fuerza que hubiese querido el Papa. Solamente quedó una frase alusiva a la infalibilidad que Jesús quería para la Iglesia. Nada más que eso pudo aprobarse, pues está bien decir que Jesús quería que Pedro y sus sucesores no se equivocaran.
   En lo medular, dicha Constitución quedó diciendo que cuando el Papa hable en forma solemne respecto a algún tema de fe o costumbres, lo que él defina no podrá ser reformado.
   Para rebatir la nueva disposición, entre los obispos disidentes hay quienes se fijan en las contradicciones y excesos cometidos por antiguos Papas. Sin embargo, dicha nueva doctrina no apunta al comportamiento, ni tampoco es retroactiva.
   Como corolario de ese postulado, que a duras penas pudo aprobarse, se infiere que si un Papa o alguno de sus sucesores define algo distinto a lo fijado en alguna oportunidad anterior, la nueva definición es válida sin que pueda ser revisada. Claramente, se le está dando máxima autoridad al Sumo Pontífice. Se han basado en ese mandato de Jesucristo, cuando le dijo a Pedro "lo que ates en la tierra será atado en el cielo, y lo que desates será desatado en el cielo".
   Nótese que el Papa tiene derecho a atar, pero también a desatar. Eso es esencial. Pero, no es todo. Los obispos del Vaticano I, que aprobaron la disposición, se olvidaron que ese mismo permiso para atar y desatar lo dio Jesús, en forma plural, al grupo de los doce apóstoles. Está escrito en Mateo 18, 18. Por lo tanto, debe entenderse que es el Concilio Ecuménico el que ha de tener máxima autoridad.
   De aquí se desprende que el haber dado este precepto de "infalibilidad" fue un mal paso, porque nos aleja de la ansiada unidad cristiana.

 

   Nathan Söderblom

   Nací hace 64 años en Trönö, un pueblito que está al norte de Upsala. Ésta es la ciudad donde he vivido gran parte de mi vida, junto al hermoso lago Ekoln, cerca de Estocolmo, la capital. Mi padre era pastor luterano, como también lo he llegado a ser yo. Mi madre procedía de una familia muy religiosa. Por lo tanto, mi formación ha sido cristiana desde siempre. Incluso, más que ser luterano, soy cristiano. Así veo mi pertenencia religiosa.
   Desde niño, siento y pienso que las diferentes ramas del cristianismo no deberíamos estar en conflicto. ¿Por qué ese tironeo entre distintos templos por un mismo Jesús? Sueño con el día de la unidad.
   Durante una primera etapa de mi formación estudié la historia de las religiones. En Upsala, y también en Leipzig.
   En 1890, teniendo yo 24 años, viajé a Estados Unidos a un seminario de cristianismo. Fue una experiencia muy importante para mí. Quedé realmente impresionado. Recuerdo una tarde de oración en que pedí a Dios humildad y sabiduría para la gran causa de la unidad cristiana.
   Tres años después recibí mi ordenación, y me nombraron capellán de un hospital para enfermos mentales.
   Al año siguiente me casé con una gran mujer, Anna Forsell. Nunca dejé de estar enamorado de ella. Con el tiempo, llegamos a tener doce hijos, una hermosa familia.
   Estábamos casi recién casados cuando partimos a París. Siete buenos años estuvimos viviendo en Francia, mientras yo estudiaba en la Sorbonne. En los veranos nos íbamos a Calais.
   Me doctoré en Teología, con una tesis en la escatología de Ahura Mazda, deidad suprema de Zoroastro. Me interesé en ese tema porque su mitología tiene algunas notables similitudes con la judeo-cristiana.
   Volvimos a Upsala, y empecé a hacer clases de Teología en la Universidad. Me dediqué también a escribir. Por ejemplo, varios libros sobre historia de la religión. Y a leer, sin duda. Fue así como me fui enterando de cosas importantes que han ocurrido, aunque la gente tienda a no darles importancia. Por ejemplo, tuvo mucha repercusión un caso de asesinato brutal, ocurrido en Italia. El de la niña Goretti, de once años, por resistirse tenazmente a ser violada por un abusador sexual.
   Y la famosa encíclica "Pascendi" del pontífice católico Pío X. Me interesé en conocerla. En ella se habla de "errores modernistas", refiriéndose a la natural evolución del pensamiento, como si ésta fuera mala.
   Durante catorce años seguí siendo profesor en Upsala, aunque también efectué varios viajes. A Roma, Atenas, y Estambul, que en aquel entonces aún se llamaba Constantinopla.
   De esos catorce años, los dos últimos fueron muy ajetreados ya que, además de mis clases en Upsala, fui también profesor de Historia de las Religiones en la Universidad de Leipzig. Eso me significó tener que viajar hasta dos veces por semana, lo cual resultó agotador.
   Dejé las clases de Leipzig cuando me nombraron arzobispo de Upsala. Desde ahí pude trabajar por la causa ecuménica.
   Por ese mismo tiempo se desencadenó la Gran Guerra, la cual causó estragos, particularmente en Armenia, que se hallaba dividida en dos: la parte occidental, dentro del imperio otomano; y la parte oriental, dentro del imperio ruso. Los armenios occidentales fueron perseguidos por el emperador otomano, acusados de ayudar al enemigo ruso. Algunos fueron deportados, y otros, exterminados, en gran cantidad. Fue un verdadero genocidio.
   Antes del fin de la guerra ocurrió el asesinato del llamado "monje loco", un personaje muy especial, llamado Rasputin. Éste había sido repudiado por ser distinto. Ni mejor ni peor que otras personas. Tuvo gran influencia en la corte del Zar.
   Otro asunto muy importante ocurrió antes del fin de la guerra. En Portugal. Lo que se dijo fue la aparición de Santa María a una niña pastora llamada Lucía, y sus pequeños primos Francisco y Jacinta. La historia misma parece haber sido manipulada. Sin embargo, creo firmemente en la santidad de esos tres niños. Y que hayan tenido visiones místicas en su oración. Lo que sin duda vieron es de gran importancia, pero probablemente ha sido una experiencia subjetiva. Difícilmente María iba a adoptar posiciones políticas. Y los horrores infernales están en la mente de esos niños angustiados por la guerra, sin tener de qué agarrarse, más que la enseñanza medieval que les han inculcado.
   Talvez el único mensaje de Fátima es un llamado a no seguir enseñando atrocidades a los niños.
   Después de la guerra ya hay más tranquilidad para seguir pensando en el ecumenismo. Me he acercado a muchos clérigos católicos para invitarles a hablar de paz. Hasta tuvimos un encuentro en Upsala, pero no fui tomado muy en serio.
   Me acerqué también a los anglicanos. Formamos la Sociedad de Santa Brígida, en honor a esta santa de Suecia, muy venerada por los anglicanos.
   Después escribí una Carta Abierta, y la dirigí a todas las ramas cristianas, incluyendo la reciente checa husita. En este documento sugiero la creación de un consejo ecuménico de las iglesias. Es como una siembra, que si cae en buena tierra dará frutos ciento por uno, algún día.
   Durante años he recorrido templos por todo el país. Son viajes entretenidos, para socializar. No todo ha de ser puro trabajo.
   En 1924 fui a París por unos pocos días, para dar una conferencia en la Sorbonne. Allí me enteré de lo ocurrido a un presbítero católico, llamado Teilhard de Chardin. Este paleontólogo jesuita había escrito internamente un texto crítico sobre el pecado original. Ya que tuve la oportunidad de leerlo, puedo decir que ese escrito estaba bien, ya que une lo científico con lo místico. Era algo que perfectamente podría entrar en un debate. Sin embargo, fue combatido por el Vaticano, al filtrarse el contenido de este artículo.
   Conversé con Chardin. Me dijo: "Algún día el ser humano aprenderá a aprovechar la energía del amor, entonces estará descubriendo el fuego por segunda vez".
   Algo notable me ocurrió ese día, mientras esperaba a Chardin, que estaba ocupado cuando yo llegué a su pequeño despacho. Había otro presbítero, católico, llegado desde un pueblito no muy lejano, y también esperaba a que Chardin se desocupase. Tuvimos una breve conversación con ese cura de pueblo. Chasteigner se llamaba. Muy simpático. No cabía en sí de felicidad, contagiosa por cierto. Me contó algo acerca de la conversión de una famosa artista, llamada Eva Lavalliere.
   -Hace unos años, ella se fue a vivir a un castillo, muy cerca de mi parroquia -dijo.
   -¿Siendo famosa y exitosa?
   -Sí. La farándula no la llenaba. Hasta había intentado suicidarse en una oportunidad.
   -Interesante el caso.
   -¡Ah! La vi una tarde en el parque, sentada en un escaño, se la veía triste. La reconocí y la saludé. Conversamos. Me dijo que estaba retirada de París, para estudiar en tranquilidad su próximo rol. La invité a asistir a la misa dominical.
   -¿Se habrá reído, talvez?
   -Un poco. Me dijo que su presencia iba a ser inconveniente en la iglesia. Traté de convencerla de que Dios la ama. Finalmente, me dijo, con una sonrisa "Iré a su misa, con una condición: Que usted asista a un espectáculo que haremos en una sala de teatro de Tours".
   -¿Y qué hiciste?
   -Le dije que bueno, y me regaló una entrada..., en primera fila.
   -¡Qué notable!
   -Todo sea por llevar la palabra de Jesucristo a todo lugar. Acudí a esa función. La gente me miraba muy raro..., "un cura pecador", decían, sin conocer la realidad.
   -Debe haber sido un momento difícil para ti.
   -Bueno, invoqué al Espíritu Santo, que siempre lo saca de apuro a uno. El caso es que, ella también cumplió su palabra, y asistió a la misa ese domingo.
   -Te felicito, amigo mío.
   -Esa vez, mi prédica resultó bastante buena. Ella siguió asistiendo al culto dominical. Decidió cambiar de vida, completamente. Con llanto me contó acerca de la dura infancia que le tocó vivir.
   -¿Cómo está ella ahora?
   -En una vida de oración. Vendió todo lo que tenía y entregó el dinero para las obras de caridad.
   -Es una buena historia.
   En eso, se desocupó Chardin, y la conversación quedó hasta ahí.
   Al año siguiente organicé un encuentro ecuménico en Estocolmo. Se llamó Conferencia Universal de la Vida y Acción. Se trató de buscar una sociedad justa y en paz. Desde hacía un buen tiempo yo soñaba con hacer esta reunión, para renovar la iglesia cristiana con la fuerza del evangelio. Invité a todas las ramas cristianas. La única que no quiso participar fue la Católica. Lo lamenté mucho. Y así lo expresé en el discurso inaugural, refiriéndome a la iglesia romana como "El apóstol Pedro".
   El tema propuesto fue: Mirar el mundo actual y sugerir soluciones pacíficas a los conflictos. Y el lema quedó enunciado como "La doctrina divide, el servicio es lo que une". De hecho, se evitaron los planteamientos teológicos.
   La Conferencia sentó las bases para un futuro credo ecuménico.
   Fue un primer paso. Una siembra.
   Después de eso, ya no quedaba mucho más que pudiera haberse intentado. Otros cosecharán algún día.
   La ausencia de los católicos es, realmente, un problema serio. Hay que esperar a Pedro, que no corre rápido. Así está puesto en el evangelio de Juan.
   Por el momento, ellos están preocupados de otras cosas. El Papa Pío XI escribió en una encíclica palabras duras contra las primeras iniciativas del movimiento ecuménico. Por otra parte, instituyó una fiesta a Cristo Rey, para realzar la majestad de Jesús. Yo no creo que cuando Jesús habla de Reino se esté asignando majestad ni nada similar.
   Acabo de recibir el Premio Nobel de la Paz. Están reconociendo la labor de muchas personas. Todos los cristianos trabajando juntos por la paz pueden llegar a algo en ese sentido. Eso es lo que queremos lograr. Aunque pensemos distinto y tengamos ritos diferentes. Nos une la palabra de Jesucristo y su mandamiento del amor.

 

   Yves Congar

   Ya me consideran un teólogo formado. A mis 34 años, yo diría que aún me falta bastante para merecer tal denominación.
   Nací en Sedan, en 1904, en el noreste de Francia, muy cerca de la frontera con Bélgica.
   Cuando niño observé algo que resultó ser importantísimo para el camino que he seguido. Esto puede entenderse si se tiene en cuenta que, hasta el día de hoy, los protestantes son despreciados por la jerarquía católica, como si se tratara de gente de mal vivir. A temprana edad me di cuenta que ese prejuicio, derivado de Trento, es injusto.
   Pues, ese hecho tan importante para mi camino ocurrió en plena Gran Guerra. Me dejó profundamente impresionado el gesto espontáneo de un pastor protestante. Con amabilidad, puso una pequeña capilla a disposición del párroco católico, que se había quedado sin templo a causa de un despiadado y desigual combate ocurrido, lamentablemente, en sus cercanías.
   Ese gesto despertó en mí una fuerte inclinación hacia el ecumenismo. Y también una actitud de cuestionar las cosas que me enseñan, pues si Dios me dio la capacidad de pensar por mí mismo, ¿por qué tragarme las cosas como si fueran livianas?
   Aunque antes quería ser médico, en mi adolescencia decidí ser sacerdote. De todos modos, me costó un tiempo considerarme digno. Primero estudié en el seminario diocesano de París. Aprendí a admirar y apreciar la figura de Santo Tomás de Aquino.
   A los 21 años dejé el seminario y entré a los dominicos. Reanudé los estudios en el convento de Le Saulchoir, en Bélgica. Allí aprendí a integrar distintos métodos en el estudio de la teología.
   Estando en Le Saulchoir viajé muchas veces a Bruselas cuando tenía algún día libre. Algunas de esas veces me encontraba allí con unos jesuítas que estudiaban en Louvain, cerca de Bruselas. Un chileno llamado Alberto Hurtado me impresionó muy bien, un gran tipo.
   Por ese tiempo conocí al jesuíta Henri De Lubac, cuyos conocimientos teológicos admiré desde el primer momento. Para mí fue casi como un profesor, ya que es ocho años mayor que yo. Sin embargo, sólo conversábamos muy de vez en cuando.
   Lubac había tenido que pelear en la Gran Guerra, donde fue herido de gravedad. Por eso ha seguido teniendo problemas de salud.
   Tenía yo 25 años cuando ocurrió el tratado de Letrán entre el gobierno italiano y el del Vaticano. La Santa Sede, que había estado al borde de la bancarrota, consiguió que la reconocieran como un estado soberano. Se benefició también con una exención de impuestos, y se le concedió inmunidad diplomática. La Iglesia obtuvo del gobierno italiano una gran cantidad de dinero, en compensación por haber perdido los estados pontificios en 1870. A cambio de eso, hubo que comprometer lealtad al estado italiano, lo cual me parece que es una pérdida de libertad, lo más preciado que Dios nos ha dado.
   Pero, lo peor no es eso. Al obligarnos a cuidar riquezas, el zorro Mussolini, ¡un Satanás!, nos deja amarrados de pies y manos. No me imagino en qué forma lograremos salir de esta camisa de once varas.
   Jesucristo quiere una iglesia pobre. Él dijo "Felices los pobres", y "Qué difícil es para un rico entrar en el reino de Dios".
   El Papa Pío XI encargó la administración de las riquezas a un tal Nogara, amigo de un importante obispo. Nogara ha invertido en todo tipo de empresas, incluidas las de armamento.
   Estamos en una gran contradicción.
   Cuatro años después el Vaticano estableció el Concordato, un acuerdo con la Alemania de Hitler. La Iglesia se comprometió a no inmiscuirse en lo político-social. A cambio de obtener un buen trato para los católicos alemanes, y proteger la enseñanza de la religión. No creo que este tratado tenga tanta importancia, si difícilmente va a ser cumplido por ninguna de las dos partes.
   Fui ordenado sacerdote a los 26 años. Me gradué como lector en teología, y me nombraron profesor de eclesiología en el centro teológico Le Saulchoir.
   Mi tesis versó sobre la “Unidad de la Iglesia”. Es el tema que me apasiona.
   Después, inicié el estudio de la teología del laicado, otro tema de gran importancia para mí.
   Hago mis clases tratando de seguir el camino de la Palabra de Dios que nos interpela a lo largo de la historia.
   El año pasado publiqué un libro de ecumenismo. Se llama "Cristianos desunidos". Al mismo tiempo, se fundó la colección Unam Sanctam, de eclesiología y ecumenismo, en la editorial Du Cerf, de París. El libro cayó muy mal en el Vaticano porque en estos tiempos no se quiere oír hablar de ecumenismo. Dicen que es un movimiento protestante.

         * * *

   Hace dos años que terminó, por fin, la segunda guerra mundial. Europa ya ha empezado a reconstruirse desde las cenizas.
   Mucho antes, hace ocho años, fue el cónclave en que se eligió Papa a Eugenio Pacelli, quien adoptó el nombre de Pío XII. En este cónclave había una mujer presente, sor Pascualina, secretaria del camarlengo. Estaba para asistirlo en caso necesario.
   Pío XII cambió el nombre de la institución que administra las finanzas vaticanas. Igual, la gente sigue llamándole Banco Vaticano.
   Fue a los pocos meses de tener un nuevo Papa, que estalló la guerra. Me tuve que enrolar como oficial del ejército francés. No duré mucho en la batalla, pues caí prisionero de los alemanes. Me pusieron en el castillo de Colditz, relativamente benigno, si lo comparamos con otros campos de prisioneros, pues este recinto era sólo para enemigos militares. Hasta nos permitían usar nuestro propio uniforme, que después de un tiempo ya estaba sucio y ajado.
   En Colditz tenía camaradas para conversar y eso me ayudaba a vivir. Como buenos militares, estaban siempre pensando en escapar. A mí no me parecía conveniente intentarlo, pero no era fácil sustraerse a tales tentativas. Así fue como me vi involucrado en una fuga que prometía éxito. Sin embargo, esa aventura terminó en un estrepitoso fracaso.
   Como consecuencia, fui trasladado a un campo en el norte de Alemania, en Lübeck, muy cerca de la costa. Ahí recibí un trato muy duro. Estaba siendo castigado por tratar de escapar.
   En este campo de prisioneros había una cantidad de cristianos, muy unidos en la oración, católicos, luteranos y anglicanos. Hice muchas amistades. Eso es algo que me ayudó a sobrevivir.
   Fue allí que se me ocurrió pensar que algún día podré actualizar la obra de Santo Tomás, orientándola al siglo XX.
   Después de la liberación, participé en la renovación espiritual de la Iglesia. En cuatro rasgos básicos: Unidad de los cristianos, Consideración al laicado, Reforma de las estructuras clericales, Compromiso con los pobres.
   He tenido encuentros importantes en este año. Con Lubac, quien me contó que fue detenido varias veces durante la ocupación de Francia por los alemanes. Y con Josef Beran, quien estuvo prisionero en Dachau. Después de la liberación, fue nombrado arzobispo de Praga.
   Y ya se están empezando a conocer historias notables ocurridas en la reciente guerra. Lo que más me ha impresionado fue el heroísmo del presbítero franciscano Maximiliano Kolbe, quien ofreció su vida para salvar la de otro prisionero, que había salido sorteado para morir. Eso fue en Auschwitz.
   También en Auschwitz, murió Edith Stein, monja carmelita, de etnia judía.
   Otro, que estuvo en Dachau fue Tito Brandsma, monje carmelita. Allí se le suministró una inyección letal. La enfermera quedó impresionada por la entereza de Brandsma.
   Me fui enterando de tantas otras cosas que ocurrieron durante la guerra. El hermano Frere Roger fundó una comunidad en Taizé, que congrega miles de cristianos.
   En cambio, durante la guerra, Nogara continuó haciendo negocios muy poco santos, al administrar el dinero vaticano.
   Y en cuanto al concordato con Alemania, no se cumplió por ninguna de las dos partes, tal como cabía sospechar en todo momento. De hecho, Pío XII salvó a muchos judíos, que estaban siendo perseguidos por los nazis.

         * * *

   Ya tengo 52 años. Mi vida se sigue poniendo cada vez más difícil, pero seguiré luchando dentro del entorno en que pueda hacerlo. Hay otros ámbitos en que no puedo hacer nada. Será tarea de generaciones futuras. Me refiero a Nogara, que ha continuado como inescrupuloso mago de las finanzas.
   Por otra parte, Pío XII definió como dogma de fe la asunción de Santa María. Al principio, no me pareció un buen paso porque se está acogiendo cierta literatura menor. Por lo demás, en toda la literatura, la palabra "cuerpo" está usada con carácter simbólico.
   Me imagino que talvez el Papa haya tomado esa decisión presionado por obispos conservadores que sólo quieren distanciarse de los protestantes y dificultar la unidad cristiana. ¡No lo sé! Prefiero entender que se trata de un dogma simbólico.
   A fines de 1949, el llamado "Santo Oficio", que es como una especie de Post-Inquisición, publicó un instructivo en contra del movimiento ecuménico. Incluso, ha rechazado la participación de la iglesia católica en el Consejo Mundial de Iglesias creado en Amsterdam el año anterior.
   La oficialidad de la Iglesia aún sigue siendo excesivamente jerárquica. Los cristianos necesitamos que nuestra asamblea esté más cercana al espíritu de Jesucristo.
   Yo veo la Iglesia como Pueblo de Dios, donde los fieles han de ser responsables de su fe, ante Dios, y en diálogo los unos con los otros. Como era en la Iglesia de los primeros años, una fraternidad en la que se comparta el espíritu de Cristo.
   Pienso que los laicos son interlocutores válidos dentro de la Iglesia, no sólo para escuchar lo que el clero dice sino para ser también partícipes de la Palabra y decirla. También creo en la importancia del diálogo ecuménico entre cristianos de distintas iglesias, para buscar la verdad. Ésta no es posesión sólo de una rama. Es de todo el árbol.
   Durante toda mi vida he luchado por la unidad de los cristianos. Por un encuentro que no tuviera como finalidad el retorno a casa de los "herejes", sino que estuviera basado en un verdadero diálogo en búsqueda de la verdad plena de la Iglesia. Las Iglesias de Oriente y Occidente son distintas pero no contradictorias, vislumbro con ello la posibilidad de una reunificación futura.
   Nuestra nueva teología, con Lubac y otros, consiste en volver a las fuentes del cristianismo y al diálogo con las grandes corrientes del pensamiento contemporáneo. Sin embargo, todo esto parece ser demasiado adelantado según nuestra jerarquía.
   ¡Incomprensión romana! Hemos sido marginados. No nos permiten dar conferencias públicas, ni tener encuentros con otros grupos de creyentes, ni publicar libros sin permiso de nuestros superiores.
   Soñábamos con una iglesia que se jugara por una sociedad más justa.
   Esto me duele mucho. Me someto a las restricciones que me imponen, en virtud de la obediencia que me han inculcado, pero me cuestiono: ¿Acaso no he de ser un poco más valiente, para ser fiel a lo que Dios me pide?
   Perdí muchos amigos. Pero, aún tengo a mi amigo Lubac, tan censurado y atacado como yo. Mis libros fueron condenados.
   Llevo una especie de Diario de Vida, no tanto con mis vivencias, sino más que nada con las impresiones que me causan los acontecimientos que observo día a día en mi querida Iglesia.
   Por lo menos la censura me deja tanto tiempo libre que aprovecho para escribir. Y he podido hacer unos viajes muy interesantes, aunque hayan sido forzados. Fui a Jerusalén, el año pasado, donde conocí mejor a judíos y musulmanes, pero sobre todo a otros peregrinos cristianos que me han hecho progresar mucho en el camino ecuménico. Estuve también en Roma, y me agarraron los del "Santo" Oficio, para interrogarme. Me sentí como si hubiera vuelto a campo de prisioneros.
   Los obispos están siendo serviles, y no quieren que nada cambie. Y el famoso "Santo" Oficio tiene demasiado poder porque despierta miedo. Es como una especie de Gestapo cuyas decisiones no se discuten.
   Entre otras cosas, escribo acerca del laicado, precisando las funciones específicas de las personas que no pertenecen al clero. No hay una contraposición. El laico tiene una misión hacia el mundo.
   La crisis se hizo más aguda hace un par de años, después de que la Iglesia pidiera a los "sacerdotes obreros" que dieran marcha atrás. Por supuesto, nosotros los marginados habíamos hablado bien de ellos.
   Veo que la Curia Romana aplasta las personalidades creativas y premia personalidades mediocres y nulidades absolutas, incapaces de responder a los desafíos de nuestro tiempo. Sus decisiones no se discuten y todo se reduce a obedecer.
   Fui recibido en audiencia por Pío XII. Sin embargo, el único que me escuchó realmente fue el obispo Montini.
   Hasta he llegado a llorar en esta soledad que no parece tener salida.

         * * *

   Ya es 1975. Han pasado cosas muy buenas en este tiempo.
   Desde que Juan XXIII fue elegido Papa, el devenir de la Iglesia ha cambiado de rumbo. Este gran hombre dijo, con sencillez, que ya había habido muchas condenas del mal, y ahora ya era el tiempo de promover el bien.
   Yo había conocido a Roncalli cuando él fue Nuncio en París.
   En su breve pontificado avanzó más que en los últimos siglos. Creó el Secretariado para la Unidad de los Cristianos. Su primer presidente fue el jesuita alemán Agustín Bea. Y los primeros frutos, la valorización católica de leer la Biblia, y el reconocimiento a obras escritas por protestantes.
   Los marginados fuimos rehabilitados por el Papa Juan XXIII. Y cuando convocó al Concilio Vaticano II, me nombró consultor de la Comisión Teológica Preparatoria del concilio.
   En 1962 la Curia Romana presionaba a Juan XXIII para excomulgar a Fidel Castro. Sin embargo, el Papa se mantuvo serenamente firme en no tomar tan medieval medida.
   Se invitó a luteranos, anglicanos, ortodoxos y otras ramas cristianas a participar en el Concilio.
   Una semana antes de inaugurar el Concilio, Juan XXIII realizó un viaje en tren a Asís, para una especial oración. Era aclamado en las estaciones del tren.
   Participé en el concilio, junto a Henri de Lubac y otros teólogos. Entre 1962 y 1965. Excelente fue la participación de Agustín Bea en el concilio. Se enfrentó al cardenal Ottaviani respecto a las fuentes de la revelación divina.
   Lamentablemente, en Junio de 1963 murió Juan XXIII. Un hombre sencillo, querido por todos. Un gran Papa.
   Le sucedió Montini, con el nombre de Pablo VI.
   Ése fue un año de muertes que me provocaron dolor. A fines de Noviembre, pocos días después del magnicidio ocurrido en Dallas, ha muerto mi madre, que estaba muy enferma. Con una emoción de añoranza me puse a recordar cómo ella, en mi infancia, animaba mi gusto por escribir.
   Después de ese año de tristezas, fui nombrado Maestro de Sagrada Teología, en la Orden Dominica.
   En 1965 el arzobispo checo Josef Beran tomó parte en el concilio y pronunció la ponencia titulada "Sobre la libertad de conciencia", expresándose a favor de la libertad para todas las confesiones, y pidió la rehabilitación de Jan Hus, un luchador valiente que fue condenado a la hoguera en 1415. Aún no le ha sido concedido más que un tímido propósito de enmienda.
   El principal documento del concilio empieza diciendo: "Cristo es la luz de los pueblos". Ésa es la forma como se vivió este concilio. Y en la parte medular de dicha constitución se mira a la Iglesia como Pueblo de Dios, en que todos los cristianos han de tener responsabilidad. Se definió la forma de la jerarquía de la Iglesia. Se miró el papel de los laicos, como un vivo instrumento de la misión de la Iglesia. Después, una aclaración. . . ¿qué significa eso de "Iglesia santa". . .? Está llamada a llegar a ser santa.
   En la Constitución sobre la relación de la Iglesia con el mundo actual, se habla de los profundos cambios que ha experimentado el mundo en este último tiempo, insistiendo en la dignidad de la persona humana, en la actitud frente al ateísmo, en la persona nueva, transformada, y en la justicia social. Y la misión de la iglesia en ese mundo, respecto a lo cultural, lo económico-social, y la paz en la comunidad internacional.
   Está también la constitución sobre la liturgia. Hubo acá una renovación buenísima, que hace tiempo se estaba necesitando. Por sobre todo, se recupera la Biblia, que había estado escondida hasta ahora. Y se dio a la liturgia la lengua local.
   En la Constitución de la revelación divina, tuve alguna participación, más que nada para dar una nueva visión, ya no la del Vaticano I, que estaba llena de anatemas debidos a una idolatría hacia el magisterio.
   En las declaraciones del Vaticano II se consagra la libertad religiosa, y el derecho a la Educación, y se promueve el diálogo con las religiones no cristianas. En este último punto, se repudió el antiguo concepto de responsabilidad colectiva de los judíos en la muerte de Jesús. Es que no puede imputarse a todos los judíos sin distinción que vivían entonces, ni tampoco a los judíos actuales.
   Se escribieron también una serie de decretos. El más importante es el de ecumenismo, en que se promueve la restauración de la unidad entre todos los cristianos. Ahí se destaca que antiguos errores de la iglesia de Roma contribuyeron a las divisiones.
   Hay otro decreto sobre la participación de los laicos. Y varios más, sobre los medios de comunicación social, sobre los presbíteros, obispos y vida religiosa, sobre las iglesias orientales católicas, y sobre la actividad misionera.
   Mi compatriota Marcel Lefebvre ha liderado a los obispos conservadores que rechazan el concilio.
   Hasta antes del Vaticano II se hablaba del Espíritu Santo como del “divino desconocido”; este juicio valía no sólo para la vida de fe, que estaba toda centrada sobre el Padre y sobre el Hijo encarnado, Jesucristo. Valía también para la reflexión teológica que había estudiado los misterios del Padre y del Hijo, pero había descuidado la teología del Espíritu Santo. Después del Concilio la situación ha cambiado profundamente.
   Como corolario del concilio han ocurrido cosas importantes: A fines de 1965, Pablo VI y Atenágoras I emitieron una declaración conjunta de acercamiento. En 1966 se suprimió el índice de los libros prohibidos. Finalmente, Pablo VI devolvió a María Magdalena su verdadera identidad.
   Incluso antes de que concluyera el concilio, Pablo VI ya se había desprendido para siempre de la famosa tiara, ese ridículo y oneroso casco de tres coronas, lleno de perlas preciosas, que simbolizaba el poder. Lo donó a los pobres.
   Por otra parte, en cambio, Pablo VI puso al guardaespaldas Marcinkus a cuidar las finanzas vaticanas. No sé si eso será para mejor o para peor.
   Ahora último he estado reflexionando mucho acerca del concilio, y hay algo que, varios años después, me provoca inquietud. Respecto al capítulo I de Dei Verbum, donde dice que la revelación divina terminó y no hay que esperar ya ninguna otra. . . Creo que ahí pecamos de soberbia. No olvido que Jesús dijo, alabando con alegría, "Revelaste esto a los más pequeñitos y lo ocultaste a los sabios y entendidos". ¿Cómo podríamos los seres humanos decidir que Dios permanezca en silencio? No podemos, ni queremos tampoco. ¿Para qué, entonces, nos iba a decir Jesús "el que tenga oídos que oiga; el que tiene ojos que vea"?
   Desde hace algunos años tengo fuertes dolores en todo el cuerpo. Los médicos no saben bien lo que tengo, pero es algo neurológico. Hasta he empezado a tener dificultades para mover brazos y piernas. Menos mal que la cabeza todavía me acompaña. He debido retirarme a un monasterio. Es aquí donde estoy escribiendo una especie de testamento espiritual, un libro en que hablo de cómo me relaciono con el Espíritu Santo.
   La obra constará de varias partes. En la primera quiero ilustrar el testimonio que la Sagrada Escritura y la tradición de la Iglesia dan del Espíritu Santo. Recorrer los dos milenios de historia del cristianismo. En una segunda parte estudiaré el Espíritu Santo como Vida, especialmente en nuestra vida personal, y en nuestra oración. En una tercera parte, quisiera examinar diversos aspectos de la renovación, como es el rezo en lenguas. Y, por cierto, en alguna de las partes veré qué tiene todo esto en relación al ecumenismo. Por ejemplo, está el viejo asunto del Filioque, que no quisiera dejarlo afuera. En la última parte, me referiré a la acción santificante del Espíritu Santo en las almas. Bueno, en realidad sólo digo que espero ser capaz y tener el tiempo para desarrollar todo esto.
   He consagrado mi vida al servicio de la verdad. La he amado y la amo todavía, de la misma manera como se puede amar a una persona.

 

   El Discípulo Amado de fines del siglo XX

   Me llamo Teófilo, que significa "Amado por Dios". Así me bautizó Lucas, al inicio de su hermoso evangelio que me dedicó. Igual como en Hechos de los Apóstoles.
   También Juan me menciona en su evangelio, no menos hermoso, pero más hermético. A mí y a la Madre Iglesia nos dijo que nos cuidáramos mutuamente. Y eso es lo que intentamos hacer
   Es el Discípulo Amado del siglo I el que le dice a Pedro: "Es el Señor". Cuando vio que venía Jesús resucitado. Y es también el de cualquier siglo quien llega siempre antes que Pedro y lo espera respetuosamente.
   En nuestro siglo XX, heroico fue Oscar Arnulfo Romero, que murió a manos de fuerzas abusadoras, por denunciar las injusticias.
   Están también las Discípulas Amadas. En este siglo surgió la Madre Teresa de Calcuta, ejemplo de servicio a los pobres y enfermos.
   En este fin de siglo hay también otros puntos blancos, como el cardenal Raúl Siva Henríquez, arzobispo de Santiago, que se la jugó por los perseguidos durante la dictadura. Fue la voz de los sin voz.
   Converso estas cosas con un amigo mío, muy devoto y tradicionalista. Igual nos llevamos bien. Antes que nada, es un buen amigo. Y, por supuesto, es también un Discípulo Amado por Dios.
   -Recuerda que mañana tenemos reunión del grupo -le digo.
   -No. Se postergó porque el cura anda de viaje -me responde.
   -Eso no importa. Podemos hacer la reunión igual.
   -¿Cómo se te ocurre? ¿Qué podemos enseñar?
   -Nuestros humildes conocimientos, que son como cinco panes. Y nuestras dudas que son como peces resbalosos.
   -Te fuiste a la multiplicación de los panes.
   -De eso se trata, mi amigo. Compartamos lo poco de cada uno, y el pan de la Palabra se multiplicará.
   -¿Qué. . . ?
   -Mira, este relato está seis veces en el evangelio. Acuérdate que empieza diciendo que la multitud era como ovejas que no tenían pastor. Jesús dijo a sus discípulos "Dadles vosotros de comer".
   -Ya sé. . . Me vas a decir que no crees en los milagros.
   -Yo no soy quién para saber si hace veinte siglos se produjo algún milagro. Lo que tienes que rescatar es la enseñanza de Jesús, que se afirma en ese milagro, y que los cuatro evangelistas intentan transmitirnos.
   -¿Ves como necesitamos a alguien que haya estudiado Teología para que nos aclare la cuestión?
   -Mira, amigo mío, esa vez que Jesús envió a sus discípulos de dos en dos. . . ; cuando después éstos volvieron Jesús se regocijó y alabó al Padre diciendo: "Te bendigo, Padre, porque enseñaste estas cosas a los más pequeñitos y las ocultaste a los sabios y entendidos".
   -De todos modos, mañana no hay reunión -me dijo al irse.
   Es un buen momento para recordar lo que Cristo le dijo a Francisco de Asís, un Discípulo Amado del siglo XIII : "Repara mi iglesia, que amenaza ruina". Hoy, Cristo vuelve a decirme eso mismo, ¿y qué hago? Hay tantas reparaciones que hacer, y no tengo las herramientas. Corro hacia el sepulcro donde han puesto el cuerpo de Jesús, y me pongo a esperar a Pedro, la jerarquía, que corre más despacio. Llegará, sin duda.
   Y está eso otro, que ocurrió en 1978, como también pasaba hace muchos siglos, tantos, que ya nadie se acuerda. En esta oportunidad, murió el Pontífice Albino Luciani. Dicen que se le practicó secretamente una autopsia a este Papa cuando murió en extrañas circunstancias, y se encontró que su muerte se debió a haber ingerido cierto fármaco contraindicado. En concreto, hubo sospecha, y no se investigó casi nada. Ésa es una de las tantas cosas que necesita reparación. Incluso, cuando un testigo murió de manera sospechosa, tampoco pasó nada.
   En su breve pontificado, el Papa Juan Pablo I alcanzó a enseñarnos que Dios es Padre y Madre. Es aquel Papa que quiso limpiar la podredumbre de las finanzas vaticanas. Si hasta el guardaespaldas del Papa alcanzó a tener sus día contados, como director del Banco del Vaticano. La muerte de Luciani lo salvó.
   Finalmente, hay otra cosa que reparar, pues he escuchado un par de rumores dando a entender que en algunas partes, algunos presbíteros, han abusado sexualmente de menores. Es algo que no sale a la luz. No se sabe. Y nadie quiere creerlo. Es como si el secreto de confesión impidiera que los pecados se lleguen a saber. Sin embargo, Jesús me ha dicho claramente "No hay nada oculto que no se llegue a saber".