José de Cupertino
(Este relato pertenece al libro: La Iglesia Adolescente)
Mi muerte ya se está acercando. Me lo ha dicho Dios con mucho cariño. Tengo sesenta años, que los he vivido de una manera muy especial, ya que Dios así quiso distinguirme, no sé por qué motivo. Hace muy poco tiempo que empecé a darme cuenta de qué cosas pasan por dentro de mi mente, tan calladas y distintas a las de otras personas. Y es por esa diferencia que he de morir en forma prematura.
Si me comparo con una máquina, se podría decir que nací con algunos tornillos sueltos, lo cual me significó más de algún problema, pero en cambio, privilegió en mí la comunicación con lo divino.
Hoy quiero revisar lo que ha sido mi vida, pero a la luz de esos nuevos conocimientos que he ido descubriendo de a poco. En el momento de vivir no los tenía y por eso no lograba entenderme, como puedo hacerlo ahora, en mis horas finales.
Nací en Cupertino, un pequeño pueblito de Nápoles. Mi madre me tuvo en un establo, y no por parecerse a la madre de Jesús, sino porque, con mi padre, estaba huyendo de unos acreedores. Talvez debido a ese detalle se formó en mí una gran veneración por la Virgen María.
Me costó muchísimo aprender a leer y a escribir. Además no tenía habilidad manual, todo se me caía. Mi mamá fue muy estricta conmigo y no confiaba en que yo pudiera adquirir algún rasgo de inteligencia. Tampoco soportaba a su marido. Me hablaba mal de él, y también me ponía mal con él.
Desde pequeño yo hablaba solo, y me retaban por eso. Pero, yo seguí conversando con mi amigo imaginario cuando no me veían. Para mí, nunca fue una cosa mala, sino por el contrario, mi vida era así, y no podría haber sido de otro modo. Nunca pude explicarlo. Recordando esa situación, muchos años después, entendí que ese diálogo mío era trascendente.
En mi adolescencia la gente se reía de mí, o peor aún, muchos se burlaban. Yo no tomaba conciencia de cómo me afectaba eso. Simplemente, el mundo real era inhóspito, y había que convivir con eso. Fui ingenuo, y temeroso de la gente.
Sólo podía efectuar trabajos menores, simples.
Mi relación con Dios fue siempre muy buena. Por eso, me pareció bien entrar a la vida monástica. Fui aceptado por los capuchinos como hermano lego, pero antes de un año me expulsaron por inepto.
Me conformé, pues Dios no está solamente en los monasterios. Sin embargo, mi madre no se conformó. Habló con su hermano menor, mi tío Juan, que es franciscano. Más que hablar, se puso en su supuesto rol de hermana mayor y logró que mi tío se sometiera y me llevara a su convento, donde a él lo habían nombrado Guardián.
Ingresé a los franciscanos como mandadero, y me vino muy bien porque sentí el afecto que me empezaron a dar los otros hermanos. Tuve todas las facilidades para hacer oración, y hasta me enseñaron una forma de orar, que después supe que se llama Contemplación. Es algo que me transporta a un mundo divino, como si me saliera de lo que llaman mundo real.
En cambio, salir a pedir limosna no resultó bien conmigo porque lo poco que me daban lo volvía a repartir entre los pobres, y llegaba sin nada al convento.
Una vez llegó un obispo a visitarnos. Un hombre muy abierto a lo nuevo. Me vio mientras estaba yo en la oración, y le caí bien. Hizo amistad conmigo. Le pidió al hermano Guardián que me prepararan para ser presbítero.
Le hicieron caso, y quedé bajo la dirección de un hermano erudito para que me adiestrara. Tuve que ponerme a estudiar, a pesar de lo mucho que me costaba. Mi profesor trataba de que yo fuese capaz de explicar los evangelios, pero yo me quedé con Lucas, y de ahí no salía. Y no todo su evangelio, sino algunos pasajes, los que me tocaban más. Por ejemplo, "Bendito el fruto de tu vientre", y ese otro en que Jesús se alegra y alaba al Padre "porque enseñaste estas cosas a los más sencillos y no a los sabios". También la escena de la Marta y la María.
Para mí, el misterio de la Santísima Trinidad nunca ha tenido nada de misterioso. Lo traté de explicar a los hermanos, pero no me hicieron mucho caso. Tomé mi capa y la doblé en tres, y les dije "Ya está". Claro, no logré darme a entender.
Cuando fui a dar el examen para diácono tuve una gran suerte. El examinador abrió el libro de los evangelios en cualquier página que resultara, y me salió uno de los textos de Lucas que yo sabía explicar, pues los había asimilado muy bien de tanto mirarlos una y otra vez. Así fue como aprobé, gracias a Dios que me ayudó, en su infinita bondad.
Seguí estudiando y nadie creía que iba a llegar a ninguna parte. Pero, cuando fui a dar examen para presbítero me tocó mi obispo amigo. Me aprobó sin mucho trámite. Mucho tiempo después comprendí que él valoraba más mi cercanía con Dios que cualquier conocimiento intelectual.
Mi oración me llevaba a éxtasis, y de pronto, no me daba cuenta que estaba suspendido en el aire, y hasta me desplazaba. Al principio, yo creía que estaba mareado. Sin embargo, otros hermanos me vieron y se maravillaron diciendo "Milagro, milagro". Hoy sé que eso no tenía nada de sobrenatural. Simplemente, la fuerza de la oración era capaz de vencer a esa otra fuerza con que la tierra atrae.
Una vez terminé la oración encaramado en un árbol, y me costó bajarme.
La gente se fue enterando de mi levitación, y quería verme mientras oraba. Empecé a retirarme a lugares alejados para orar.
Durante diez años estuve como presbítero en Cupertino, mi pueblito natal. Venían a mi misa gente de todas las localidades cercanas.
Después, me pedían que fuera a celebrar en ciudades importantes. Hasta en Asís estuve una vez diciendo misa.
Cuando murió mi madre, estando yo en otro pueblo, me enteré en una forma que parece mágica, pero no tiene nada de mágica. Es muy natural, aunque no lo sé explicar. Es que mi manera de comunicarme no es la de todo el mundo.
Los científicos me visitaban, y me decían que a la ciencia le falta aún mucho que caminar, y que lo logrará copiándome. Nunca supe qué responder a eso.
Exceptuando a los científicos, casi nadie quería creer que me pasaban cosas raras. Mis enemigos, pues también los tuve, me acusaron de estar engañando a la gente. Nunca he tenido intenciones como ésa de que me culpaban. Fui enviado al Superior General de los Franciscanos en Roma y luego al Papa Urbano VIII el cual deseaba saber si era cierto o no lo que le contaban de los éxtasis y las levitaciones que me ocurrían.
Antes de irme al Padre, quisiera ser capaz de decir a qué he venido al mundo. He sido muy feliz, pero entiendo que uno viene a algo más que eso. Dios me privó de muchas facultades mundanas para resaltar otras facultades que no se entienden muy bien. Entonces, comprendo que soy un mensaje viviente, para dar a conocer esas facultades que pueden surgir apagando otras.
Sí. Quiero creer que Dios me mandó para eso.