Advertencia
Este libro parece ser la historia de un carpintero llamado José, y su familia, que vivieron hace dos mil años. Sin embargo, talvez no lo sea, pues no pretendo haber encontrado alguna historia perdida.
Siempre me ha apasionado el tratar de descubrir cómo siguen viviendo las personas después que mueren.
Ésta es la historia de un carpintero llamado José, y su familia, que viven hoy en algún lugar tan lejano como cercano.
El autor
1.- José y los sueños
Desde muy niño me interesaron los sueños. No sólo los que sueño despierto. Con mucha más razón los que me vienen en la oscuridad de la noche. Casi siempre me duermo en cuanto pongo la cabeza en la almohada. Sin embargo, no despierto con la misma rapidez. Ahora me doy cuenta por qué me costaba tanto levantarme cuando yo era pequeño, lo que me significó unas peleas atroces con mis padres. Es que yo necesito repasar el sueño antes de salirme de la cama.
Me maravilla cómo cada sueño me lleva de la mano, igual que lo haría un padre tierno, con la sabiduría admirable de algún anciano que me impulsara a vivir los preámbulos de su propia vida. Hasta he concebido un lenguaje. En este caso, me refiero a lo que sueño dormido.
Estas vivencias extrañas me muestran caminos. Y me los seguirán dando a conocer por mucho tiempo más, puesto que recién estoy llegando a esa edad en que se supone que uno ya es adulto y, por lo tanto, tiene que cambiar sus costumbres livianas de la niñez por otras más pesadas, aptas para la vida seria.
En mi infancia estuve bastante solo, aunque nunca me faltó algún amigo con quien recorrer entero el pueblito de Belén donde nací, y me crié con mis bondadosos padres. Pertenezco a una familia de carpinteros. Todos lo han sido, desde que se recuerda, y a mí también me tocó serlo. He llegado a dominar el trabajo con maderas. Jacob, mi padre me lo enseñó con mucha paciencia, tal como mi abuelo se lo enseñó a él, y yo tendré que enseñarlo a mis hijos cuando los tenga. Siempre me he llevado bien con mi papá, a pesar de haber sido él muy autoritario. Asumí la carpintería siendo un niño aún, cuando mi padre se enfermó de la respiración. Al ser yo el mayor de los hijos, he tenido que ser responsable y estar pendiente de mis hermanos y hermanas. Me acostumbré a preocuparme demasiado de las cosas. Después de los años, aún vivimos en la misma casa, a la entrada de Belén.
Me encanta todo lo que sea de madera, y trabajar con los troncos de árboles. Me asombra ver cómo un leño tosco puede llegar a convertirse en belleza. Sin embargo, para efecto laboral he preferido trabajar en la construcción. La mayor parte del tiempo me dedico a hacer arreglos en viviendas de personas que han adquirido algún poco de dinero. Están siempre mejorando algo. También trabajo en mi taller, cuando me encargan un mueble o cualquier cosa menor.
En Belén no tenía muchas posibilidades laborales, pero la cercanía de Jerusalén me hizo venir en busca de trabajo. Tuve mucha suerte porque en uno de los primeros días de búsqueda en Jerusalén conocí a Joaquín, que intentaba reunir trabajadores para su hacienda. Le caí bien y me preguntó qué sabía hacer. Le dije que soy carpintero. Ese día trabajé en su hacienda y como lo hice muy bien me pidió que siguiera yendo. Somos muchos los que venimos a trabajar a la finca de Joaquín y su esposa Ana, en Jerusalén. La casa es enorme. Afortunadamente para mí, porque eso me significa tener siempre algún arreglo que hacer ahí. También vienen jardineros a mantener los amplios lugares en que la señora Ana ha plantado arbustos y flores. Al principio, yo estaba a la orden de un carpintero anciano que también se llamaba José. Nos decían “Los José”. Eramos el José viejo y el José niño. Cuando el José viejo se enfermó y ya no pudo seguir trabajando, Joaquín me puso como jefe de la carpintería. Después de un tiempo me ofreció pernoctar en su hacienda cuando quisiera para no perder tanto tiempo movilizándome todos los días. De hecho, me quedo en la hacienda casi siempre, menos en Sábado. Joaquín me invita, con muy buena disposición, y tiene habitaciones de sobra.
Es gente generosa con su riqueza material, que es mucha. Joaquín cuenta con una gran cantidad de ovejas y otros animales. He trabajado tanto en su casa que casi vivo ahí, y me han acogido como a un verdadero hijo. Joaquín ayuda a muchas personas, y se mete a tal punto en los trabajos de la hacienda, que no le queda tiempo para sentarse a conversar un rato. He sido su brazo derecho en todo lo que tiene que ver con carpintería.
Estando la situación tan mala como está, los pobres cada vez más pobres, y los ricos cada vez más ricos, es reconfortante que un rico esté tan preocupado de los pobres. Y su esposa es una verdadera santa, muy servicial, siempre preocupada de traer la comida para los trabajadores.
-Mis padres me eligieron un muy buen esposo -me ha dicho la señora Ana, varias veces, agregando que ella no se resistió porque supo que el Altísimo estaba de acuerdo. Doña Ana tiene una percepción muy especial de las cosas, y por eso siempre he querido hablarle, hasta que una vez me decidí a hacerlo. Desde ese día, siempre me conversa un rato.
No ha podido tener hijos en sus veinte años de casados, y eso entristece a Joaquín, y le da problemas para participar en el templo. Creo que hasta un simple escriba se permitió tratarlo duramente cuando se aprestaba a ofrecer sus dones, como acostumbran a hacerlo los ciudadanos importantes. Le manifestó que el Altísimo no lo ha querido bendecir dándole descendencia. Cómo será, que justamente por esta razón, Joaquín anda desaparecido desde hace algún tiempo. Yo trato de darle optimismo a la señora Ana. De verdad, confío en que el Altísimo les envíe un hijo.
-Cuando estaban reunidos en una sala del templo, los que habían traído ofrendas -me contó ella hace algunos días-, el sacerdote rechazó la de Joaquín, y más encima lo recriminó delante de todos por no tener hijos. Lo mandó a un rincón. Salió de ahí muy dolido y avergonzado de que lo trataran así.
Con doña Ana tenemos mucha afinidad. Se podría decir que somos amigos, aunque yo soy prácticamente un niño, y ella ya está entrada en años. Yo la respeto mucho. Siempre ha sido muy maternal conmigo. Es una mujer bondadosa y con inquietudes por lo sobrenatural, igual que yo. Me conversa cuando me trae la comida en la tarde, al final del trabajo. Y también me acompaña mientras estoy comiendo, en una improvisada mesa de piedra, y me sigue hablando.
El sol ya se está poniendo. Sentados en el hermoso jardín estamos ahora hablando como todas las tardes, mientras ella se entretiene en la costura. Tiene su cara descubierta, ya que está en su casa. Para salir debe ponerse un velo que le cubre la parte inferior del rostro. Eso es así en Jerusalén solamente, y por tratarse de una mujer de cierta posición.
-Siempre que converso con algún amigo -le cuento a la señora Ana-, o con alguien de mi familia, respecto a lo que son para mí los sueños, me miran raro, como si yo estuviera hablando de cosas extrañas e insólitas. Debe ser por eso que cuando era niño, yo hablaba solo.
-La gente no recuerda sus sueños, al menos no completamente. Olvidan los colores, y hasta los personajes -responde ella.
-En cambio, yo los recuerdo muy vivos, y me encariño con cada imagen -le explico, y me entusiasmo-. Muy pocas veces los anoto. Simplemente, los recuerdo por varios días, y les voy encontrando un sentido. Son mensajes del Altísimo que nos guían con amor y conocimiento. Algunos, no los olvido jamás.
-Eres muy instruido para ser un carpintero.
-Me gusta saber todo lo oculto.
La señora Ana esboza una sonrisa y guarda silencio. Está muy triste porque Joaquín se ha ido y nadie sabe dónde.
-Temo que Joaquín haya muerto -le escucho decir casi en un susurro-. Hace ya cuarenta días que salió de casa. Supuestamente se fue al desierto, y debe estar pasando hambre y sed.
-A lo mejor está con los esenios.
-Quiera el Altísimo que esté con los esenios. Ellos podrán consolarlo, darle un consejo, y también algo de comer. Lo último que se supo es que andaba con uno de sus pastores, y el rebaño. Se fueron cuando estaban construyendo las chozas para la fiesta de los Tabernáculos -hace una pausa, y continúa-. Voy todos los días a la Puerta Dorada a ver si lo veo venir. Justamente ahora vengo llegando de allá. Es que ese joven de la otra vez . . . ¿te acuerdas? me anunció que Joaquín estaría de vuelta muy pronto. A las mujeres nos toca esperar.
-¿Qué joven de la otra vez?
-¿No te acuerdas? Cuando te fui a buscar y te pregunté si era de los que trabajan contigo. Creí eso en un principio. Al final, nunca supe quién era ni de dónde apareció.
Ahora recuerdo que el otro día la señora Ana me comentó algo que le había acontecido una tarde en el jardín.
-Vi un nido en un laurel -mencionó en esa oportunidad-, con unos hermosos pájaros que me hicieron recordar cuánto ansío concebir. Le rezo a Dios y me lamento.
En eso, un joven apuesto estuvo a su lado, según me contó. Ella supuso que sería uno de los que trabajaban conmigo, y por eso fue a preguntarme. Resultó que no era ninguno de ellos. También me dijo que después de la escena del laurel se tuvo que recostar, cansada, y continuó en oración. Estaba muy confundida.
-¡Ah! Ya recuerdo -le digo-. Era un desconocido para mí, a juzgar por la descripción, ya que no lo alcancé a ver.
-El caso es que él me aseguró que pronto concebiré una hija y que todo el mundo llegará a conocer a sus descendientes. Me dio mucha alegría, pues le creí. Es que necesito creerle. También, esos pajaritos del laurel fueron un signo inconfundible para mí -hizo una pausa y continuó, sonrojada-. Además, no he tenido mi derrame impuro, ninguna de las dos veces en que me tocaba tenerlo, desde que se fue Joaquín. No se lo he contado a nadie.
Al decirme esto, Ana se sobrepone a su tristeza y logra habitar la alegría. Empiezo a ver un resplandor alrededor de ella, especialmente en su cabeza y hombros, como tantas otras veces. Ella me ha contado que también ve resplandores en algunas personas, a veces. Yo solamente en ella. Talvez por eso, nuestra amistad ha perdurado.
-¿Y cómo pudo saberlo? -pregunto- Es un personaje extraño.
-El Altísimo se las arregla para dar signos. El nos guía de esa forma, ¿sabes? Me encanta descubrir lo que El quiere de mí.
Así como ella tiene un don para los signos, yo lo tengo para los sueños. Nos ayudamos entre los dos a entender nuestros destinos. Yo confío mucho en su sabiduría, lo que es bastante decir, si se tiene en cuenta que no conozco ningún otro hombre con ese grado de confianza en una mujer. Las mujeres son muy injustamente despreciadas.
A doña Ana le encanta el tema de las apariciones y signos. Sobre todo, signos. Lee hasta en los árboles. La forma como la brisa pasa por sus hojas es para ella como un canto que le fascina. Siempre encuentra un mensaje en todo.
-Es una buena enseñanza para mí, la de buscar señales a través de las que el Altísimo me va guiando.
-Simplemente lo acepto -agrega-. Cuando deseamos algo con fuerza, también sentimos temor. Esto ha sido como un reencuentro con raíces de infancia. Yo viví en el templo desde los cinco años hasta que me casé. Es la aventura la que me enfrenta a la costumbre.
-O también la originalidad contra el deber -digo susurrando.
-Más bien, es el logro contra la resistencia.
Reímos con el juego de palabras. Creo que el saber viene primero en lo superficial, y más tarde en lo profundo.
Después de la risa, el silencio nos hace volver a la tristeza. Mi vida no ha estado exenta de heridas ni de prejuicios. Muchas veces me he sentido obligado a vivir caretas. Sentir rabia y humillación cuando lo único que me nace desde adentro es conformidad. Precisamente, son los sueños los que me traen de nuevo a mi suelo y me dicen claramente que mi sensibilidad no tiene por qué obedecer a obligaciones sociales. Me llega ese tipo de cosas y las veo como sugerencias de Dios. El sueño me aclara cuál es, en realidad, mi sentimiento frente a las cosas, porque lo que uno cree que siente está muy contaminado por prejuicios, heridas y por los desperdicios invisibles que están en el ambiente. No hallaba cómo expresarle todo esto a la señora Ana.
-Una vez tuve un sueño decisivo -atino a decirle-. O sea, el que me abrió los ojos que ven y leen los mensajes. Había un sol tan fuerte en mi sueño, que quemaba todas las cosas. Los árboles, las casas, y cuanto estuviera en ellas o fuera de ellas. Hasta que ese sol se fue tapando de nubes y apagándose, en consecuencia. Así pudo sobrevivir lo que aún quedaba del ambiente en el que yo vivía. Al despertar, yo estaba triste porque lo relacioné con lo que había pasado el día anterior.
-¿Y qué había pasado el día anterior?
-Yo me había disgustado con mi hermano menor, y lo había hecho llorar, lo cual causó risas en mí. Risas de fuego, como rayos malignos del sol de mi sueño, cuyo exceso de alegría había empezado a causar daño.
-De ahí, tú mismo puedes sacar la enseñanza.
-Después de un par de días, recién comprendí el mensaje -le explico-. La enseñanza me estaba diciendo que los nubarrones de tristeza me salvan de seguir haciendo daño. Entonces supe que ser dañino es también ser víctima. Y que la tristeza tiene un sentido. Necesito vivirla para ser yo, plenamente, como me creó el Altísimo.
-Es fascinante el mundo de los sueños.
-Sí. Me llama la atención que, de repente, un personaje del sueño se convierte en otro.
-Pienso que eso tendría que ser clave para descifrar los sueños -reafirma ella- pero no se me ocurre cómo.
-No siempre son tan importantes.
-Un sueño puede ser un simple saludo o un llamado a tomar nota de algo. Finalmente, nos acercan al Altísimo.
-Hace poco soñé que iba caminando bajo un cielo rojo de nubes, al atardecer -empiezo a contarle a Ana-, y de pronto ya no podía seguir avanzando. El aire parecía asombrado, los pájaros detuvieron su vuelo. La gente miraba hacia arriba fijamente y sin moverse. Un pastor que había levantado su vara, estaba con su brazo tendido en el aire. Después de poco rato todo siguió su curso nuevamente. Nunca he podido descifrar ese sueño.
-Entonces, no lo olvides. Algún día lo vas a comprender.
-Eso espero. Antes, yo fui rebelde y no hacía mucho caso a mis padres, que eran muy devotos -hago una pausa-. Cierta mañana, siendo adolescente, me desperté con una especie de ataque de felicidad, con un mensaje lindísimo que no podría reproducir. Me levanté corriendo y me arrodillé en plena naturaleza a disfrutar ese momento, y darle gracias al Altísimo. No me canso de alabar al Señor por sus maravillas -hago otra pausa-. Sentí su respuesta amorosa, y desde entonces me he acostumbrado a volver sobre las lecturas de los profetas, que ya tenía tan olvidadas.
En eso estamos, hablando en el patio, cuando vemos venir un hombre pequeño de porte, demasiado conocido para nosotros. Es Joaquín. Después de cuarenta días, regresa con una larga barba. Su mujer se levanta y corre a su encuentro.
-¿Dónde estabas?
-Orando en el desierto -responde Joaquín, mientras ella lo abraza llorando, y le cuenta atropelladamente que serán papá y mamá.
2.- María en el templo
Un poco antes de que yo naciera, mis padres ya habían prometido al Señor que me consagrarían al servicio divino. Esto no era tan extraño, ya que en algunas pocas familias de Israel se acostumbra a poner una de las hijas al servicio del Templo, lo que es un gran honor.
El mismo día que llegué a este mundo, nada menos que a Jerusalén, mi padre Joaquín estaba tan contento que hizo una gran fiesta, a la cual invitó a los pobres y les regaló ropa. Al año siguiente, para mi primer aniversario, nuevamente mi padre organizó otra fiesta similar con los pobres.
A pesar de que yo estaba prometida al Altísimo, las cosas no se estaban dando así, al principio. Ya tenía cuatro años cuando me llevaron al templo. O sea, cuando ya era una personita de cierta independencia. Mi aprensiva madre se resistió a llevarme antes. Tengo recuerdos de esa época, y bien nítidos.
Varias otras niñas llegaron también ese mismo día, que los sacerdotes habían fijado. Todas llevábamos una lámpara en la mano, con mucho cuidado, para no causar algún daño. Ibamos vestidas de blanco con dorado y cantábamos salmos de alabanza. Una a una fuimos entrando al patio de los gentiles, llamado así porque a él puede ingresar cualquier persona, aunque no profese nuestra religión. No es más que un gran patio cuadrado, con unas enormes columnas al llegar a la parte edificada. A este recibidor sólo podemos entrar los judíos. Algún tiempo después me di cuenta que eso está especialmente señalizado en unas placas del muro, en griego y en latín. Desde esta construcción, tres puertas llevan al atrio llamado de las mujeres, pues está permitido para hombres y mujeres. La central es la Puerta Hermosa, donde se ponen los mendigos a pedir limosna.
Apenas entramos al atrio de las mujeres, los sacerdotes salieron a nuestro encuentro y nos acompañaron hasta el otro extremo del patio. Quince escalones hay que subir para llegar al atrio de los israelitas, al cual no deberíamos ingresar las mujeres, según supe después. En esas gradas estaban, como era la costumbre, los levitas cantando salmos con lindas voces, y acompañándose de flautas, arpas y címbalos. Es una música maravillosa. Desde lo alto, el sumo sacerdote, con su túnica blanca y su lujoso efod, tenía una ancha sonrisa y una mitra de dos cuernos en su cabeza. Abría sus brazos en señal de acogida, y dispuesto a ayudarnos a subir las gradas. Mis padres ya me habían contado cómo sería todo, y yo estaba tan ansiosa que subí sola la escala del templo. El sacerdote me llevó hacia el Santuario, y yo entré con él, muy suelta de cuerpo por el espacio que dejaba la cortina, porque no sabía que era un lugar exclusivo para los sacerdotes. La puerta, que era de oro, estaba abierta. Después supe que el sacerdote hizo una excepción al dejarme entrar. Y estaba muy contento. Me preguntó si acaso sabía que al Santuario se entra para conocer y adorar al Altísimo. Por supuesto, no supe qué contestar. Me limité a admirar los candelabros y altares.
Así fue mi llegada al templo. Mi mamá se quedó triste. Después que me dejaron, junto a las otras niñas, y conversaron con el sumo sacerdote, mis padres se fueron. Al comienzo me visitaron mucho, pero después de un par de años se cambiaron de casa y de pueblo. Se fueron a Nazaret, en el norte. Mi padre tuvo algunas dificultades económicas, no muy grandes, pero prefirió vender sus terrenos en Jerusalén y comprar uno más pequeño cerca de Nazaret. Además, no le gustaba la vida agitada de Jerusalén. Siempre quiso volver al Norte, a la tierra saludable que lo vio nacer.
Así y todo, se las arreglaban para visitarme dos veces al año. También venía a verme Miriam, mi prima que quedó huérfana un poco después de venirme yo al templo. Mis padres se hicieron cargo de ella, amorosamente. Resulta que ahora es como hermana mía, y nos llamamos casi igual. Si viviéramos juntas, no sé cómo nos diferenciaríamos. Talvez por la edad, pues ella es ocho años mayor que yo.
Ese día que llegué me quedé feliz como si siempre hubiera vivido ahí. Ya era asidua a la oración. También tejía a esa temprana edad. Mi madre me había enseñado, en el tiempo en que viví en mi casa. Recuerdo a un trabajador que mi padre tenía. Se llamaba José y cuando mi mamá me enviaba a llevarle algo de comer, él me hablaba.
-Tú eres la alegría -ésas eran sus palabras favoritas. Me hacía fiesta y me estimulaba a reír. Yo era una niñita pequeña.
Ahora me estoy acostumbrando al templo. Al día siguiente de llegar nos presentaron a los rabinos, que nos imparten la formación religiosa en una sala especialmente dispuesta para ello. En realidad son jóvenes que están recién estudiando para rabinos. Así, ellos aprenden y nosotras también. La sala está en una de las esquinas del atrio de las mujeres que es bastante más que un patio cuadrado, pues tiene hasta un altar de sacrificios. Y edificaciones en las cuatro esquinas, no sólo para la formación religiosa sino también hay bodegas para guardar enseres. En una de las esquinas del patio están las habitaciones para nosotras, las niñas.
Pronto me hice amiga de todas. Acá, las chicas tenemos que coser los velos del altar, hilar el efod del sumo sacerdote, lavar los vasos que se usan en las ofrendas, y hasta limpiar el piso, pero ha sido un tiempo feliz.
Hemos aprendido la oración “Alabado seas Señor, Dios de Israel”. Es lo que hacemos bien temprano, en la mañana. Después, leemos la Sagrada Escritura durante un rato, antes de pasar a los trabajos del día. Lo que más me gusta es hilar la lana. En las tardes me voy sola a leer unos apuntes que he tomado de los profetas. Esa es una lectura que me vitaliza. Cuando Jeremías anuncia una ley que se escribirá en el corazón de las personas, me llego a emocionar. Lo mismo, cuando Ezequiel habla de un nuevo espíritu que vivirá en el alma.
Llevaba cerca de un año acá cuando observé algo que me llamó mucho la atención. Era necesario hacer un arreglo en el edificio donde está el Santuario, que contiene el altar de oro para los inciensos, la mesa con la ofrenda del pan y el candelabro de siete brazos. Todos los trabajos los hicieron los mismos sacerdotes, sin contratar trabajadores. Me explicaron que nadie puede tocar esas piedras si no es sacerdote. Cuando me acuerdo que, de niña chica recién llegada, anduve por ahí, sin entender nada, me da una mezcla de vergüenza y risa secreta.
Cerca del Santuario está la puerta de Nicanor, llamada así en honor a un antiguo judío de ese nombre que, estando en Alejandría donó dos puertas de bronce para el Templo. Durante el transporte de esas puertas, en barco, se desató una fuerte tormenta que casi hizo zozobrar la embarcación. El capitán ordenó tirar al mar una de las pesadas puertas, para alivianar la carga, a pesar de los ruegos de Nicanor. Cuando un poco después, el capitán quiso tirar la otra, Nicanor se amarró a ella. En el rato que duró el forcejeo, el mar se calmó, y gracias a eso se salvó la puerta. Más aún, cuando el barco arribó a puerto, la otra hoja que Nicanor creía perdida apareció, pegada al casco de la nave. Ambas hojas pudieron instalarse en el Templo.
Por la puerta de Nicanor se llega al atrio de los israelitas, que está presidido por un altar blanco, de mármol, para los sacrificios. En este inmenso patio se concentran los hombres judíos que peregrinan a Jerusalén para ciertas festividades. Aunque lleguen miles de hombres, el patio jamás se llena. Los peregrinos asisten en gran cantidad al Templo, no sólo para Pascua, sino también en Pentecostés, que se celebra cincuenta días después cuando ya empieza el verano. Y principalmente, para la fiesta de los Tabernáculos, en el otoño. Esta es la que más me gusta. Es una fiesta alegre, con cantos levíticos, y los sacerdotes tocan las trompetas. También se hacen sacrificios y ofrendas en el templo. Por la noche, se ve preciosa la ciudad iluminada, y también el templo, con los inmensos candelabros que arden en el patio de las mujeres, contrastando con el siniestro y oscuro castillo romano de Antonia.
Los hombres son los privilegiados. ¿Por qué? No es justo. Igual, me agrada mi vida, y no necesito tantos privilegios tampoco.
En una de las esquinas del patio de los israelitas está la sala de las piedras labradas, en que se reúne el Sanedrín, que es el máximo tribunal, para resolver los casos más graves que se presenten. Este consejo está formado por los principales sacerdotes y por los maestros de la ley, además de los ancianos, que son israelitas respetables e importantes.
En otra de las esquinas está la sala en que se enseñan las leyes de la Torá. Precisamente, las peregrinaciones son una oportunidad para que el pueblo aprenda las leyes y tenga también diversas enseñanzas.
Otros doce escalones conducen al atrio de los sacerdotes, donde está el altar de bronce, sobre el cual se ofrecen sacrificios. En éste, el fuego nunca se apaga, pues los sacerdotes tienen buen cuidado de alimentarlo en todo momento.
Sólo pueden llegar a ser sacerdotes los descendientes sanguíneos de Aarón, por rama masculina. Son los representantes de Dios en la tierra, y a ellos les corresponde ocuparse del templo. He notado que su relación con los rabinos es un poco tensa. Los levitas también provienen de la tribu de Leví, pero no de Aarón. Ellos ayudan en los ritos litúrgicos y se hacen cargo de custodiar los utensilios.
En el extremo del recibidor se ve una doble cortina que lleva al Santísimo, una enorme habitación sin más altares ni adornos que el arca que guarda en su interior los Diez Mandamientos. Sobre ella, dos querubines de oro extienden sus alas una sobre otra simbolizando el amor de Dios. A este lugar, sólo puede entrar el sumo sacerdote una vez al año para quemar incienso en el día de la expiación.
Diez años he vivido en el templo. Han sido hermosos. Muchas veces he danzado en pleno atrio. Cuando puedo, me gusta estar un rato en el patio de los gentiles porque todo el mundo puede entrar ahí, hasta los no creyentes y los impuros. Es el verdadero templo, para mí. También dedico tiempo a leer los salmos, y a copiar algunos escritos sagrados que me piden los sacerdotes. Me encanta escribir todas estas cosas y leerlas una y otra vez, así las integro. También tengo que tener tiempo para remendar y lavarles la ropa.
Recuerdo las primeras veces que estuve lavando, yo pensaba en la forma del agua, si es que se le puede decir así a algo tan cambiante. Me entretenía imaginándome qué pasaría si el agua no mojara, o sea, si no entrase en el tejido. No serviría para nada si no se dejara absorber, pues no se relacionaría. Me daba risa pensar esas cosas, y se me hacía más liviano el trabajo.
Mi tía Isabel viene mucho al templo a ver a su esposo, el sacerdote Zacarías. Cuando ella llega, algún levita va a avisar, y después de unos breves minutos Zacarías se acerca hasta el atrio de las mujeres, conversa un poco con su esposa, y después mi tía aprovecha de visitarme a mí, y hablamos de todo. Ella es una gran persona, en la que confío plenamente para contarle cualquier asunto. Yo le digo tía, pero en realidad es prima de mi padre.
Ya pronto tendré que salir al mundo. Preferiría quedarme en el Templo. Me he estado quedando todo lo que he podido, leyendo, que es lo que más me gusta, en especial esos escritos que están llenos de sabiduría. Cuando leo, el Altísimo me susurra palabras al oído. También me he acostumbrado a escribir, y me agrada mucho.
A los pocos años de llegar a este maravilloso templo, tuve un encuentro con Dios. Yo, que siempre he tratado de ser una niña simple, la más simple. Muchos ángeles niños han visitado mi oración, pero aquel encuentro divino es lo más grandioso que me ha pasado en toda mi vida. Ocurrió una vez que estaba orando en plena naturaleza, en un lugar que me gusta porque ahí siento la presencia del Altísimo. Había empezado en el patio de los gentiles, y me fui alejando poco a poco. Quería respirar el aroma de los árboles en flor, y sentir la brisa en mi cara. Me encanta contemplar la bella vegetación que Dios crea todos los días. Los sacerdotes me dicen que dentro del templo está esa presencia que yo busco afuera. Yo creo que está en todas partes, y es afuera donde la siento más. Observo a los pájaros, y el crecimiento de los árboles que parece que se pudiera ver. Recibo y disfruto todo lo que Dios nos da en su infinita bondad. Tal como hacía tantas veces, antes que me trajeran al templo. En la huerta que tenían mis padres, acostumbraba a sentarme bajo las ramas de los árboles, y después corría a preguntarle a mi mamá “¿Quién hace crecer los árboles?” Ella me enseñó a amar al Creador.
Este encuentro fue fabuloso. Me sentí transportada sin moverme. Viví la felicidad de una enorme cercanía a Dios, como si Él estuviera abrazándome. ¡Y cómo me fasciné de estar con Dios! Fue entonces que decidí ser virgen. Quizás entendía poco. Lo justo y necesario. Mi renuncia a la vida sexual no es sacrificio, ni requiere mucha voluntad. No se trata de rechazar la ternura. Tampoco es un desprecio al varón, ni al sexo por ser una carga para la mujer. Simplemente, es consagrarme al Altísimo.
He vuelto a tener oraciones profundas, pero nunca una tan grandiosa como ese feliz encuentro, a los siete años.
Ahora que cumplí trece, el sacerdote Abiatar se acercó a conversar con Zacarías que ha pasado a ser el sumo sacerdote. El Sanedrín lo nombró, el año pasado después que murió el anterior sumo sacerdote, Eleazar, y después del mes de duelo que hubo, pues todos sentimos mucho esa muerte. El caso es que Abiatar me eligió para darme en matrimonio a su hijo. Eso es lo que estaba solicitando al sumo sacerdote. Zacarías vino a mí muy contento y me comunicó que tendría que casarme con un joven que estaba destinado a ser uno de los mejores representantes del Altísimo. Lo que me estaba pidiendo el sumo sacerdote no me vino nada de bien. Menos mal que tengo cierta confianza con él, por ser el esposo de mi tía Isabel. ¡Qué problema! “Ayúdame, Señor, haré lo que tú me pidas”, digo al Altísimo en silencio.
Con toda la mesura que pude, le aclaré que yo no compartía su entusiasmo. Casarme no estaba en mis planes. Se lo dije. Y como los sacerdotes que andaban con él insistieron en su petición, me tuve que negar en forma terminante. Les hice saber mi promesa de permanecer virgen, y eso les extrañó mucho. Abiatar afirmó que cada israelita, hombre o mujer, debe contraer matrimonio. Le repetí que yo no pasaría jamás por encima de mi promesa, e incluso ellos, hasta tendrían que protegerme y custodiar mi virginidad, porque yo pensaba quedarme en el Templo para siempre. Se alejaron sin entender nada. Yo me quedé suplicando a Dios que me ayudara en esta dificultad.
Unos días después, Zacarías volvió a la carga, y se puso a sí mismo como ejemplo:
-Tu tía Isabel estuvo varios años en el templo, como tú, y cuando tuvo edad de salir, su padre ya había fallecido. ¿Entiendes?
-Y ella se casó contigo, que eres hijo de sacerdote.
-Exacto. ¿Por qué ella pudo y tú no puedes?
-Ella no tenía promesa de virginidad.
-¿De dónde sacaste esa promesa tan extraña?
Preferí guardar silencio. No quise decirle que tuve un encuentro con el Altísimo. Eso no le iba a parecer bien.
A los pocos días volvió el sumo sacerdote a conversarme. Me explicó que la ley no permite que una joven que ya ha llegado a la pubertad permanezca en el Templo, porque provocaría la impureza del recinto sagrado. Por lo tanto, lo que me corresponde es volver con mi padre, o casarme. Como mi papá había muerto un par de años antes, justamente ahí radicaba el problema. Zacarías no quería obligarme a ir en contra de mi promesa, y me lo hizo saber. Así está la cosa, por el momento, y yo sigo rezando.
-¿Por qué no podéis llevarme donde mi madre en Nazaret? ¿Porque ella es mujer no puede tener responsabilidad? -reclamé, pero Zacarías se limitó a mirarme con extrañeza.
-Ahí está Alfeo, el marido de mi prima, ya que quieren una persona de respeto -insistí.
-No. Es demasiado lejano -respondió al irse.
Yo era muy niñita cuando prometí la virginidad, pero aún así, es lo más válido de cuanto hay en mi alma, pues yo ya estaba, en aquel momento, muy cerca de Dios. Entiendo que ése fue el momento indicado para hacer mi promesa, pues después me iba a costar mucho. Dios me respondió algo, y con mucha claridad. Lo aprobó y me dijo que igual podría tener un niño a mi cargo, pues yo siempre he aspirado a tenerlo. Eso se instaló en mí como una certeza. El conocimiento de que yo estaba renunciando al contacto sexual pero no al ser madre, entendido como el cuidar a un niño, día tras día. Empecé a tener el sueño loco de ser madre virginal. Tener un bebé en mi vientre sin intervención de varón. Es uno de esos sueños tan locos, que rápidamente lo hago a un lado por inverosímil. Sin embargo, es una luz que ilumina mi caminar. Todo empezó esa vez que sentí como si un ángel me lo estuviera anunciando. Después del tiempo, todavía recuerdo eso.
Albergué mis certezas hace años, desde que tuve mi encuentro con Dios. En ese momento, las mismas cosas de siempre estaban distintas. Todo era más brillante, y yo veía los árboles y los pájaros sin sensación de distancia. Con fe en lo que estaba viviendo, esto iba ganando en intensidad. Me sentí una persona de Dios, propia de El, y le juré fidelidad. Sentí que me tenía en sus brazos, y eso era tan hermoso que no quería salir de ese estado. El Altísimo me dijo que volviera al mundo real. Yo tenía siete años. La edad en que más amor tiene una persona.
3.- José viudo
Varios meses estuvo deliberando Zacarías, y consultó también a los sabios, y leyó a los profetas. Según supe después, el sumo sacerdote no encontraba la manera de sacar del templo a María, que ya había llegado a la adolescencia, y en cualquier momento podía ser tentación de pecado para los sacerdotes.
Zacarías se vistió con el manto de las doce campanillas y entró al Santuario a orar por ella. Al parecer, escuchó que el Altísimo le ordenaba reunir a algunos hombres del pueblo, cada cual con una vara, pues en una de ellas haría el Señor Dios una señal milagrosa.
Como resultado de todo eso, nos han buscado a hombres de cierta edad, viudos, respetables, relacionados de alguna forma con Joaquín, ya que fuéramos parientes, amigos, o como es mi caso, que trabajé mucho tiempo para él.
Yo enviudé hace apenas un año. Buscaban hombres de poca pasión sexual, según dijeron. ¿Qué se creerán? Todavía soy fuerte, vigoroso, activo y vital. Hace pocos años pasé los treinta, y ya me tratan como a un viejo. Lo que pasa es que tengo cuatro hijos. A mi edad, me siento joven y lleno de vida, listo para empezar de nuevo. Es cierto que tengo un bastón, pero no porque no pueda caminar sin él. Simplemente me acostumbré a usarlo, porque es entretenido caminar, y la vara ayuda en las pendientes.
Los sacerdotes decidieron en oración que era necesario que un viudo fuera el elegido para hacerse cargo de María, hija del difunto Joaquín. Después en el templo nos explicaron que María estaba causando dificultades para ser entregada en matrimonio, debido a su extraña idea de permanecer virgen. Aún vivía en el templo, a pesar de estar ya en los catorce años. Desde hacía varios meses, ya no era permitido que la niña pudiera seguir en el templo, y no habían podido desposarla como hacían con las demás niñas al llegar a esa edad. Me refiero a las doncellas del templo, aquellas que sus padres llevaron muy pequeñas para que estuvieran dedicadas a la oración.
Que no divisaba a María, hacían ya muchos años. Para mí siguió siendo hasta ahora la niñita pequeña que corría por todas partes, con una alegría infinita. La conocí recién nacida, estando yo en unas construcciones en que participé en su casa. Recuerdo a la hijita de Joaquín como una criatura adorable. Me encantaba jugar con ella, cuando tenía unos tres años. Me sentaba en el suelo y ordenábamos las piedritas lindas que ella había encontrado. Me conversaba en su media lengua, y estaba enterada de todo. También le contaba cuentos, y María escuchaba fascinada las primeras frases. Entonces, para ella el cuento ya estaba terminado y se iba.
En ese tiempo yo estaba casado desde hacía muy poco. Antes de los veinte años ya había contraído matrimonio con Salomé, una mujer de gran belleza que comunicaba en sus gestos y en su mirada. Ella era de Belén, y yo la había visto muchas veces siendo un niño que la pequeña Salomé nunca advirtió.
Me enamoré de ella con motivo de algo muy divertido que ocurrió. Yo iba pasando cerca del arco de piedra que adorna el pozo, al centro de la plaza, y ahí estaba Salomé tratando de sacar agua. Siempre me fijaba en ella, pero esa vez me llamó la atención más que de costumbre porque vi que estaba teniendo problemas, y le costaba subir el cubo, que estaba hecho con un simple tronco ahuecado. Entonces me decidí a ayudarle tratando de que nadie se percatara de una acción tan insólita de mi parte. Entre los dos logramos sacar el agua que ella necesitaba.
-¿Quién habrá hecho este cubo? -preguntó airada Salomé, en cierto momento-. Se atasca y se da vuelta para todos lados, es un desastre.
-¿Quién habrá sido? -dije yo, y agregué:
-Fui yo.
Nos reímos mucho. Iniciamos una amistad, que muy pronto derivó en amor apasionado. Conseguí que mi padre hablara con el de ella, y así se fue arreglando la boda cuando aún éramos casi niños.
A pesar de todos los chiquillos que crié, sigo teniendo un sueño extraño, como un rumor persistente dentro de mí, tan descabellado que casi no me atrevo ni a contarlo. Me veo criando a un niño muy vivo, sabio y lleno de amor, un niño maravilloso. Alguien que llegará a ser un rey, a pesar de haber nacido pobre. Me veo enseñándole y ayudándole a desarrollarse, aunque mi triste realidad es distinta. No he logrado ser así con mis hijos. Con cada uno de ellos he aprendido un poco más. A costalazos. Además, en mi ensoñación hay una mujer, la madre, la que hoy ya se ha ido.
He enviudado a tan temprana edad. Me dio una pena honda cuando murió mi mujer. Yo adoraba a Salomé, la que me dio cuatro hijos. Sutilmente llegó a mi vida, y así también se fue, poco después de tener a Jacob, el más chiquito, que tenía un año recién cumplido cuando su madre nos dejó, en un día tristísimo. Ella había quedado muy enferma al tenerlo. La verdad es que nunca se recuperó mucho de eso. Le tuve que preparar el ánimo cuando supe que iba a morir. Mis hijas me ayudaron, y eso que son niñitas aún, Lisia y Lidia, ya vislumbraban que tendrían que dedicarse a atender un bebé. Pienso que para ellas, eso habría sido una carga demasiado grande.
Nadie supo decir qué dolencia padecía Salomé. Era una enfermedad misteriosa que le impedía alimentarse bien. Simplemente, Dios quiso llevársela, y me vi triste y destruido y con la necesidad de conseguir alguna mujer que cuide al pequeño Jacob. Lloré con mis hijos, y también oré y les enseñé que la oración es como respirar. Para ellos fue una pérdida muy difícil de aceptar. En cada uno de mis hijos he creído ver a una persona admirable. Me encantan los niños. Y al quedar viudo tuve que ser papá y mamá al mismo tiempo, y eso me cuesta mucho.
Algo ayuda mi hijo mayor, José, que ya está grande. Además, me acompaña cada vez que tengo una de mis salidas frecuentes cuando hago trabajos en otros pueblos, y dejamos a los niños con la vecina.
Después que murió Salomé, decidí que lo mejor era que emigráramos porque nuestro Belén nos estaba dando mucha tristeza. Además, el trabajo se estaba poniendo escaso. Me pareció que lo mejor que podía hacer era irme al norte con mis hijos, y así lo hice, tal como lo hizo Joaquín hace algunos años, cuando entró en dificultades económicas y se estableció en Galilea, en las afueras de Nazaret, estando ya muy enfermo. Hacia allá nos dirigimos, y trabajé en la casa de Joaquín, administrando unas obras pequeñas que él aún impulsaba hasta que murió. Luego de su muerte, vinieron meses en que he tenido muy poco en qué ocuparme.
El día en que me fueron a buscar para este asunto, pensé “qué fastidio”, porque no sabía que se trataba de la hija de Joaquín. Cuando llegó el heraldo, yo estaba trabajando en el campo, procurándome madera que necesitaba para una construcción. Hacha en mano, trataba de derribar un árbol. El propietario de este bosque me encargó hacerlo yo mismo, ya que nadie más podía hacerlo con presteza. En eso estaba cuando llegó esta persona recolectando viudos.
En un primer momento no relacioné la situación con el sueño que había tenido la noche anterior. Hasta que vi el rollo que traía el emisario, pues era idéntico al rollo que vi mientras dormía.
Recordé inmediatamente todo el sueño. En él, yo iba caminando con cautela por una pieza un poco oscura, de la casa en que crecí cuando niño. Me pareció que hubiera vivido siempre ahí. Pasé por todos los umbrales de los servicios y habitaciones, hasta llegar a una que no se usaba. Ahí había bastante luz y estaba lleno de rollos. Era como la sabiduría, y eso me puso muy alegre. Después esa pieza se transformó en un pasillo interminable, con estantes de rollos a ambos lados, cada cual más bonito y atrayente. Tomé uno y se puso brillante. Al extenderlo vi en él unas letras hermosas muy difíciles de comprender, y que se movían como bailando. Se mezclaron de distintas maneras, hasta que sentí un ruido en una de las habitaciones, pero no había puerta por ahí. Se escuchaban cantos hermosos y música melodiosa, que me tenía contento, con ganas de ir a esa pieza cercana pero inaccesible. Empecé a caminar de vuelta hacia el comienzo del pasillo. Hasta ahí llegó el sueño. Al despertar no me imaginé que algo de esa vivencia iba a estar presente en mi vida real, durante el día.
Acerca del sueño, pienso que la pieza que no se usa es alguna fortaleza mía que no arriesgué aun. Y tiene luz. Estoy llamado a entregar sabiduría, no sé dónde. En aquel instante yo no anhelaba precisamente que me correspondiera a mí hacerme cargo de la niña, pues podría llegar a ser una relación difícil. Sin embargo, por otra parte, el pequeño Jacob necesitaba una mamá. Con él yo no sabía atar ni desatar, y siempre estaba pidiendo ayuda. Eso era algo que me movía. Sin este niño pequeño yo no tendría tanta fuerza.
Cuando le conté a mi hijo José que yo estaría afuera unos días porque iba a venir a este ritual, se rió de mí graciosamente, con un poco de celos. Al principio no me imaginé que el destino pudiera ser mío.
Y aquí estaba yo sin saber mucho cómo iba a seguir el asunto. Acudí a Jerusalén como muchos otros, para que el sumo sacerdote escogiera el esposo para María. Me quedó claro que estaba ahí por viudo, pues no querían dar la custodia de María a algún hombre lleno de energía sexual, si tenía que respetar la virginidad de su mujer. También sabía que necesitaba llevar mi vara. Así se nos pidió, para entregarla en el templo. No quise llevar mi vara actual, la que me acompaña donde voy, y marca mis pasos al caminar y me da una sensación de seguridad al apretarla en mi mano. Preferí llevar otra antigua que yo tenía en mi casa, y que le faltaba un pedazo. Por años la guardé como un recuerdo feliz, sin saber por qué. Al llegar nos reunieron en el templo, nos pidieron entregar las varas y las pusieron dentro del lugar más sagrado, llamado Santo de los Santos. ¡Vaya ceremonia ! En esta ocasión me tocó sentarme con los ricos, adelante. Yo no estaba muy acostumbrado a eso. Al fondo, bien atrás estaba María, en el sector para las mujeres.
Antes de entrar habíamos estado conversando en el patio de las mujeres, María y varios de sus pretendientes, si se nos podía llamar así. Repasé en mi mente esa escena. Me impresionó la increíble belleza de María, que se había convertido en una mujer encantadora. Llevaba un velo, e irradiaba alegría y serenidad. La saludé y le hice recordar su niñez. A ratos reía con mis bromas, y se volvía a poner seria, como preocupada. Su voz dulce me tenía extasiado.
El sumo sacerdote nos explicó de qué se trataba todo esto.
-Escuchadme, hijos de Israel -empezó su discurso el sumo sacerdote-. Atended a mis palabras. Desde que el templo fue construido por Salomón, moran en él admirables hijas de reyes, de profetas, de sacerdotes, de pontífices. Al llegar a cierta edad, la costumbre es que tomen esposo, agradando así a Dios. Es el caso de María. Su padre, que murió hace poco, nos la confió en el templo, como un depósito sagrado. Ahora que la niña ha alcanzado la pubertad, ya no es posible tenerla más tiempo entre nosotros. La quise dar en matrimonio a un hijo del sacerdote Abiatar, pero ella se ha opuesto por una especial opción de virginidad que ha escogido libremente. Traté de disuadirla de su resolución, explicándole que puede honrar al Altísimo teniendo hijos. María ha encontrado un nuevo modo de agradar al Altísimo, prometiéndole que se conservará siempre virgen. A instancias del sacerdote Behezi, prometí hacer todo según la voluntad que revele el Altísimo. Así pues, tomando el pectoral, entré en el Santo de los Santos, y pedí por todas las jóvenes. Mientras esparcía el incienso ante el Señor, he aquí que escuché como si un ángel de Dios me hablara. Me hizo mirar en uno de los rollos del Números, en que Aarón fue escogido por Dios para tener la responsabilidad del santuario. Yavé dijo a Moisés “En esto se reconocerá al que yo elija, su rama echará brotes”. Fue la vara de Aarón la que resultó elegida en aquella instancia histórica. Hoy vamos a elegir al varón que tendrá la responsabilidad de custodiar otro santuario. El alma y el cuerpo de esta niña.
Nos contó su oración del santuario, con las doce campanillas. Y cómo escuchó después de mucho orar que el Señor le decía que convocara a los viudos del pueblo y que traiga cada uno su cayado. El Señor elegiría un esposo para la niña. Sólo una de las varas iba a brotar, indicando así quién sería el escogido. Me tranquilicé. La mía tenía menos probabilidades de brotar porque era una rama más antigua que cualquier otra.
Transcurrió la ceremonia de oblación del incienso. Hicimos una oración muy linda, que duró varias horas. Todos dijimos al Señor estar dispuestos a ser el elegido y también a no serlo. Supuse que a ninguna vara le pasaba nada aún.
Es encantadora la niña, pero no creí estar en condiciones de hacerme cargo. “Señor, haz lo que tú quieras” fue mi oración. Después de todo, Jacob necesitaba una madre, y aunque María era muy niñita, por lo menos era mayor que mis hijas, que estaban muy chicas todavía.
No sé por qué si me imaginaba el signo apareciendo en otra vara, de alguno de los postulantes, me sentía muy celoso por anticipado. De todos modos, me daría alivio.
Llegó el temido momento en que los sacerdotes trajeron las varas y fueron repartiéndolas. Cada cual reconoció la suya. Yo no tuve apuro, y me quedé para el final. Cuando todos tenían su vara y creyeron que ninguna había florecido, notaron que yo aún no tenía ninguna en mi mano, y que en cambio, había una sobrante. El sumo sacerdote me preguntó:
-José, ¿es ésta tu vara ?
Asentí, y la tomé en mis manos. Al instante, observé en el cayado un brote muy pequeñito. Y después me fijé que tenía otro más. Y otro. Varios botoncitos de flores blancas adornaban la rama. Me llené de emoción.
“Es la mía. ¡Oh, Dios! Bendito seas por confiar en mí” fue mi nueva oración. Dame fuerzas, que esto no es nada de fácil. Siempre fui un poco rebelde en eso de no pronunciar el nombre de Dios. Respeto eso, cuando se trata de algo banal. Sólo el sumo sacerdote en Día del Perdón puede pronunciar el nombre de Dios.
Yo estaba asustado por la responsabilidad. No sabía cuán difícil iba a ser todo y cómo lo iba a vivir.
-José, hijo primogénito de Jacob, eres el elegido del Señor -me dijo el sumo sacerdote, Zacarías.
Casi pensé pedir que me liberaran. Casi alcancé a expresarlo. Abrí la boca, pero ninguna palabra salió de mí. En realidad, estaba maravillado por el milagro, y dichoso de ser tomado en cuenta por mi Dios.
-Haré lo que el Altísimo me pide - eso fue lo que declaré, finalmente, apelando a ese vozarrón que tengo y que me escuchen hasta los de más atrás, y hasta el sector de mujeres, igual que cuando leo la Torá en la sinagoga.
He de respetar su virginidad, pero no podría si yo fuera un adolescente. Hoy, Dios me manda a renunciar a muchas cosas, que aún no sé cuáles. Esto es como renunciar en blanco. Me agrada obligarme a algo por amor a Dios.
-Vete con José y sé sumisa a él -dijo el sacerdote a María. Entonces me la entregaron, y me admiré de lo extraordinariamente hermosa que es esta niñita de apenas catorce años. Me fui con ella a mi casa.
Venía Ana con nosotros, que estuvo presente en el templo, en el sector de las mujeres, junto a María. Se alegró mucho por este compromiso. Ella ya estaba viviendo en Nazaret, desde que tuvieron que irse al norte, no sólo por razones económicas y de salud, sino también porque les era muy doloroso estar tan cerca de María y no poder ir a verla muy seguido. De hecho, iban, pero eso no estaba bien según ellos.
Hablé un poco con María durante los días de camino, y otro poco al llegar. Conversamos de los preparativos para los esponsales y para la boda. Y de su vida en el templo, de su entrega a Dios, y no me acuerdo qué más porque me dediqué a disfrutar del tono de su voz, y esa especie de cantito con que habla. Es una niña encantadora, y yo tendría que velar por ella. Me explicó muy claramente que ella había ofrecido a Dios su virginidad para siempre, y que no iría en contra de eso.
-Está bien -tranquilicé a María- respetaré tu decisión.
Le pedí que se hiciera cargo del pequeño Jacob desde ya, a lo cual accedió tan gustosa que parecía realizada. Fue una travesía fascinante, en que me sentí como un niño chico con juguete nuevo, o mejor dicho, como un adolescente descubriendo el amor. La presencia de María a mi lado fue siempre el mejor regalo que uno quisiera.
Al día siguiente tendría que volver al campo a continuar mi trabajo, que ya llevaba dos semanas en que no había avanzado. Sé que el Señor protegerá a mi mujer durante mi ausencia. María estaba fascinada con Jacob, y yo con ella, pues el Altísimo había dado una madre a mi hijo menor. Nos ha llenado de bendiciones.
Todos mis hijos estaban recibiéndonos. El mayor me dijo con complicidad, y un guiño:
-Eres un tipo con suerte, papá.
No supe qué decirle. No podía explicarle ciertas cosas, en ese momento. Por lo menos reconocí que me he enamorado de María, de una manera que a mí mismo me cuesta creer.
4.- José en su boda
Nunca olvidaré esa feliz ocasión en que contraje matrimonio con María. Asistieron todos los parientes. Mi padre no alcanzó a estar, pues había muerto poco tiempo atrás. Vino un día mi hermano con aquella noticia triste.
La fiesta de los esponsales se había celebrado seis meses antes, apenas una semana después que adquirí la responsabilidad por María. Para dicho acto nos reunimos sólo unos pocos parientes y amigos, testigos de nuestra unión. Unas monedas que entregué a María, después de ser bendecidas, simbolizaron las arras que indican que compartiremos nuestros bienes.
Ese rito fue muy sencillo, una simple formalidad, con la presencia de Cleofás, un pariente de María que hacía las veces de su padre. La genuina ocasión de esponsales había sido, en la práctica, aquella ceremonia de la vara florecida en el templo.
Ahora, las cosas eran diferentes. Con ocasión de la boda se organizó un gran evento, en que María fue plenamente transferida a mí, y eso tenía que notarse en todo el pueblo.
Fui a buscar a María al hogar de sus padres y la llevé a mi casa. Ese simple gesto nos tomó muchísimas horas. Además, fue algo simbólico, porque María ya vivía en mi casa y cuidaba a Jacob.
Recuerdo que nos casamos un miércoles, a esa hora cercana al ocaso de una tarde no muy calurosa. Llegué a la casa de doña Ana en las afueras de Nazaret, acompañado de dos amigos y dos músicos. Vestíamos trajes especiales de gala, apropiados para una boda. Uno de los amigos, Salem, era el maestro de ceremonias. Traía del ronzal un burrito adornado.
María, esa tarde llevaba también un traje especial, un hermoso vestido de color púrpura y adornos blancos, ceñido con el cinturón nupcial, blanco también, que yo le había regalado en la víspera. Después me contó que ese vestido le quedaba incómodo, pues era tan rígido que casi no parecía género.
Iba perfumada con ungüentos preciosos. Llevaba puestas las pocas joyas que tenía, y que se reducían a un brazalete de plata y unos aros.
María se tapaba parte del rostro con un velo, dejando libres sus hermosos ojos negros, que combinaban muy bien con su pelo, suelto sobre los hombros. En la frente lucía una joya de oro que le prestó su madre, parecida a un collar, con una figura al centro, en piedras preciosas. Estaba bellísima. Como pude, la acomodé sobre el burro, y eso no era fácil, por la rigidez de su vestimenta. La acompañaban las damas de honor, que eran doncellas amigas o, al menos, conocidas. Cada una traía una guirnalda de flores en sus manos.
Algunas otras personas del vecindario, o parientes, también se acercaron, y todos empezamos a caminar. En cada puerta se asomaba alguien. Se escuchaba música de flautas y canciones nupciales. María y yo no cantábamos, sino que sonreíamos con timidez. A ninguno de los dos nos gustaba mucho ser protagonistas de festividad, aunque sí nos gustaba estar uniéndonos para siempre. Los niños nos tiraban flores. Esta era la hora de los niños. No elegimos el camino, que por supuesto fue alargado cuanto pudieron las damas de honor y mis pajes. Dimos muchos rodeos, de manera de recorrer Nazaret entero, cada una de sus calles.
Finalmente, llegamos a mi casa, en gran algarabía, para la solemne bendición. La vivienda, que desde ahora empezaba también a ser, oficialmente, la casa de María en Nazaret, estaba situada cerca de un sector alto del pueblo.
Ayudé a María a descender del burro, y después nos pusieron bajo un manto dispuesto a cierta altura, sostenido por cuatro largas varas.
Un rabino anciano leyó un texto extraído de una de las bodas más famosas, la de Tobías y Sara. Puse el anillo a María, y bebimos vino de la misma copa, después que el rabino hizo las siete bendiciones, entre otras, la de ese cáliz.
La fiesta fue todo lo sencilla que se pudo hacer, con pocos invitados, sólo los parientes y amistades más cercanas. María y sus diez doncellas permanecían en un sector de una de las habitaciones. A las pocas horas de iniciado el banquete, hube de retirarme al campo con diez amigos que me acompañaban, tal como estaba previsto, de acuerdo a la usanza.
Estuve en oración en el campo por más tiempo que el supuesto. Es que en ese momento no me movía tanto seguir las convenciones. ¡Cómo está cambiando mi vida! Estoy uniéndome a una mujer hermosísima, la cual ha renunciado a tener relaciones sexuales. Es una niñita extraña y yo la adoro. Aunque no logre entender bien sus motivaciones, la respetaré. De eso estoy cierto. Y no me va a ser nada de fácil, pero sé que el Altísimo me ayudará. Muero por estar al lado de ella, viéndola sonreír y escuchando su voz.
Para mí, la oración es un gozo, y me metí tanto en ella, y Dios me dijo tantas cosas, que no podía levantarme así no más, a continuar un rito. No me di ni cuenta cómo pasó la hora. Se nos hizo muy tarde y teníamos que volver para encontrarnos con las damas de honor en un punto del pueblo especialmente convenido para ello. Siempre se realizaba este encuentro ahí mismo, pues era un lugar bonito y apropiado, al cual llegaban los curiosos y curiosas. El asunto es que yo tuve que correr hasta allá, con mis diez pajes, viniendo desde fuera del pueblo. Como nos demoramos mucho más de lo previsto, a algunas doncellas se les terminó el aceite de sus lámparas, las que se fueron apagando de a poco. Igual, acudieron a recibirme, y llegamos con algunas lucecitas hasta mi casa. Menos mal que la luna llena nos alumbraba.
Con sus manos, las doncellas que aún tenían luz, cuidaban que no se apagara la llama por efecto de la brisa. Ibamos todos cantando, en la noche, mientras los invitados permanecían en espera fuera de la casa, en la calle, y también cantaban.
María, acompañada del séquito de las diez vírgenes y las pocas lucecitas que quedaban, caminó hacia mí, en medio de canciones. Las damas de honor tenían gran habilidad para hacer coincidir su canto con el nuestro, a medida que nos íbamos acercando. Los invitados nos tiraban granos que, bien podrían haber servido para alimentar una familia. En ese momento, María y yo también cantábamos.
El incienso en el aire le daba un toque fascinante a la ceremonia. Pronto estuve frente a mi mujer y nos detuvimos. Con suavidad le quité el velo a María, quedando descubierto su hermoso rostro, que se iluminaba a ratos por el movimiento de las luces de las doncellas. La besé en la boca, con ternura. Todos aclamaban, en medio del Cantar de los Cantares. Fue muy lindo. Estábamos contentos.
María era una auténtica princesa que yo estaba recibiendo. Yo, un humilde siervo del Señor. Se lo dije en unos versos que inventé y me había aprendido. Fue un momento vibrante que no olvidaré jamás, y creo que tampoco lo olvidará el resto de los que estaban. Me di cuenta que una boda no es tanto de los novios, como de los demás, que no sólo necesitan registrar la unión, sino que también están teniendo un hito importante.
5.- María recibe un anuncio
Hace algunos días fui a la fiesta de la luna nueva con las otras niñas. Nunca antes lo había hecho. En los meses anteriores de este mismo año, me limitaba a disfrutar con ellas en el cerro cercano, cuando al llegar con sus mantos blancos me contaban que habían ido fuera del pueblo para esta hermosa fiesta. Ellas saben que se dejarán amar por un hombre algún día. Por primera vez tuve la disposición a participar activamente cuando sentí gratitud y admiración por José. Tengo la certeza que Dios lo ha puesto en mi camino. La vara florecida es un signo.
Hay algo más que me impulsó a asistir con mis amigas. He cambiado mucho en este último tiempo. Reconozco que yo no tenía deseos de salir del Templo, pues me gustaba esa vida, entregada a lo que Dios dispusiera. Desde pequeña hice mucha oración. Ahora, a los quince años ya estoy casada.
En el fondo, Zacarías no tenía tan claro que quisiera dejarme ir del Templo. Actuó movido por lo que consideró su deber. Puso un requisito que talvez le haya parecido poco menos que imposible, para así salir bien del paso, y no sé si creyó que una vara iba a florecer. Le pedí a Dios que manifestara su poder y gloria para hacer de mí lo que quiera. En algún momento tuve una secreta fantasía en la cual José era el elegido. Desistí de pensar en eso, para entregarme a la voluntad de Dios. El Altísimo ha sido siempre muy bondadoso conmigo.
Cuando supe que esa vara había brotado se me iluminó la sonrisa y me puse roja. José me tomó de la mano y salimos caminando.
Primero hubo una ceremonia pequeña. Zacarías habló y dijo que nos comprometíamos, y que yo sería virgen porque así lo decidí. Le habló a José diciéndole que me aceptara, y a mí me ordenó obedecer a José.
Cuidar a sus niños, para mí es algo lindísimo. Ya están crecidos, con excepción de Jacob. Siempre quise tener una misión maternal, a pesar de mi voto de virginidad. Desde chica soñaba despierta, que iba a estar encargada de proteger a un niño muy especial, privilegiado de Dios. Uno que llegaría a ser grande, no en poder terrenal, sino ante los ojos de Dios. Un conductor espiritual. Hasta hace muy poco, imaginé que Jacob llegaría a ser ese gran líder religioso. Algo de eso puede estar en los planes de Dios, pero ahora ya sé que la cosa es un poco distinta.
Después que José salió para Cafarnaum a trabajar en una construcción, quedé encargada de cuidar a Jacob. Recuerdo que José puso un montón de palos sobre un burro, y se encaminó con lentitud hacia su destino.
Me encantó entrar a la casa de José, y alternar con sus hijos. El mayor, José, es casi de mi edad. Le decimos Josetos para diferenciarlo de José padre.
Al poco tiempo celebramos los esponsales, y unos meses después, la boda. Amo mucho a José, como nunca antes había amado a ningún otro. Tiene una dulzura que contrasta con su enorme vitalidad. Es un hombre que no habla mucho mientras no haya meditado acerca de lo que oye.
Mis pocos ratos libres los lleno de oración. El Altísimo me enseña a vivir y a soportar los pequeños contratiempos. Le hablo en sigilo, diciendo “Acudo ansiosa a tu llamado. Disfruto cada paso y cada descanso. No hay reja que me pueda apartar de tí. No hay placer que no se vea opacado por tu presencia. Amo los árboles y los pájaros, los colores y los sonidos, los movimientos del aire, y del agua, y de las llamas de luz. Amo las personas y los momentos”.
Ha habido cambios en mí, pero el más importante vino hace pocos días. El pueblito de Nazaret empezaba a tener el pequeño movimiento de un día habitual, cuando el sol ya estaba a media altura. Las calles comenzaban a poblarse de comerciantes. Igual que todos los días, yo fui con un cántaro a buscar el agua a la fuente. Iba cantando, como es mi costumbre. También en la misma fuente lavaba ropa. Es ahí donde nos reunimos las mujeres, y algo conversamos. Es que a ninguna le permiten demorarse mucho. Hasta tenemos la osadía de descubrirnos el rostro. Por lo menos, en Galilea las mujeres podemos ir un poco más libres que en Judea. Acá, una mujer hasta puede conversar con un hombre fuera de su casa. De todas formas, la mujer es obligadamente apagada, en nuestra cultura, y a mí no me gusta eso. Nunca he querido rebelarme en forma brusca ni frontal, pero cuando puedo, manifiesto mi inquietud, para que la mujer pueda llegar a tener un rol más preponderante.
Varias veces escuché una especie de voces lejanas, al estar en la fuente, ese día y los anteriores. La primera vez me asusté mucho. “Alégrate María” escuché decir, y no supe quién me hablaba. Creí que era Josetos, pero él no estaba ahí, ni tampoco ningún conocido. Miré para todos lados. Nadie más había escuchado nada. Recuerdo que recogí mi cántaro y partí apurada a casa, cerré la puerta y le puse cerrojo.
Como ocurrió esto mismo varias veces, al final me acostumbré. Igual, me preguntaba quién me conoce y me habla tan misteriosamente. Buscaba las voces, y cada vez que mi oído se ponía atento surgían esos sonidos como coro de ángeles. Yo sentía lo mismo que si me estuvieran saludando. Después lo percibí con más intensidad. Las voces parecían salir de las flores.
Sentí la presencia de algún ángel que intentaba hablarme, aunque no lo vi como veía a los ángeles niños cuando yo era chica. Me he estado acordando de ellos y su levedad que conocí hace años.
Caminé con mi cántaro, y con fuertes deseos de escuchar ese saludo diario. Efectivamente, ocurrió que el coro de ángeles cantaba y oí la voz de un niño saludándome. Hasta lo pude ver, pero nadie más lo vio. Las otras mujeres ni siquiera lo escucharon. Era un joven muy alto para su edad, y parecía tener un magnetismo especial. Seguramente provenía de un país remoto. Lo observé caminar sonriente, a paso lento, saludando a los inexpresivos transeúntes, que lo ignoraban.
Volví a casa un poco intranquila. No sabía qué significaba esto que estaba ocurriendo casi un año después del asunto de la vara seca que tuvo brotes.
Más tarde, a la hora de la oración, me puse a rezar con toda la fuerza de mi alma, y cuando ya estaba casi poniéndome invisible sentí el saludo nuevamente. Ahora vi al ángel, pues eso es lo que era este muchacho. Estaba a poca distancia, no más de unos seis pasos. Era un niño resplandeciente vestido de blanco. Se detuvo al llegar a mi casa, y entró al patio, con respeto, como correspondía a un extraño. Llamó con una voz amistosa. Me di cuenta de su presencia y lo hice pasar al pequeño repostero en que yo acostumbraba a alabar a Dios. Era un buen lugar, tranquilo, sin más ruidos que el canto de los pájaros.
No era la primera vez que veía un ángel. En mi niñez vi muchos, pero hacía años que no me pasaba. No sentí que necesitara cubrir mi rostro.
-¿A quién buscas? -pregunté sin reparo, pues el visitante irradiaba confianza.
-María, he sido enviado por Dios. El ha querido responder a la perseverancia con que tú lo invocas todos los días, y me ha dado un mensaje para tí.
Creí estar metida en una ensoñación, y no me atrevía a decir palabra alguna.
-No tengas miedo -me dijo cariñosamente-. Tú conoces bien lo que está escrito acerca de un gran hombre que traerá a la tierra el reino de los cielos, y que ese reino no tendrá fin.
-Sí. Lo he leído. Le llamarán Hijo del Altísimo.
-Librará a la gente de sus propias bajezas.
-Ardo en deseos de estar viva cuando ese hombre venga al mundo a traer la salvación.
-No sólo estarás viva -me respondió el visitante-. Dios quiere que su hijo Jesús nazca de ti, porque eres la mujer más pura y más digna.
Me llenó de elogios que provenían de Dios. Es una de las cosas más felices que me ha tocado vivir. Me dijo que yo iba a tener un hijo.
Tuve que sentarme, pues mis piernas me temblaban, igual que mi emocionada voz preguntando:
-¿Cuándo será eso? Estoy casada con José el carpintero, pero he prometido al Altísimo mantenerme virgen.
-Jesús no ha de ser engendrado como todos los hombres. El Hijo del Dios Altísimo será concebido por la acción de su Santo Espíritu. Será un milagro que no te es dado comprender.
-¿Y cómo podré, si tengo compromiso de virginidad ? -reiteré preocupada, y me dijo que para Dios no hay nada imposible. Me explicó que así como se produce el milagro de la concepción cuando un hombre fecunda a una mujer, eso también puede ocurrir sin la intervención de un hombre, si Dios así lo dispone. El permite que ocurran milagros.
-Una luz del cielo vendrá a morar en ti - aclaró, o al menos intentó proporcionar una aclaración.
Como soy incondicional de Dios, traté de expresar lo mejor que pude, que Dios podía hacer en mí todas las maravillas que quisiera regalarme. Para mí, eso es magnífico. Me arrodillé en señal de humilde aceptación, y extendí los brazos hacia un rayo de luz, que venía de una pequeña ventana en lo alto. Mis manos estaban resplandecientes. Me fijé que todo mi cuerpo lo estaba. Alabé a Dios diciendo:
-Bendito seas porque haces maravillas. Puedes disponer de mí. Soy tuya.
Cuando volví a tomar conciencia del entorno, el extraño visitante se había retirado, sin que yo atinara a preguntarle algo, y ahora que se ha ido, no sé qué tengo que hacer. Durante varios días he estado reflexionando en torno a la visita del ángel, sin atreverme a contarle a nadie.
6.- María después del anuncio
Tendré un hijo que no es de algún hombre. Es de Dios. ¡Qué grandioso ! Nacerá de mí un hijo de Dios. Yo no quepo en mí de felicidad. Se está cumpliendo esa especie de sueño que siempre tuve. Es una emoción la que me invade, que apenas puedo vivirla, por lo intensa. Tengo en mí al hijo de Dios, gestándose como cualquier bebé. Necesito alimentarme para él. Me cuesta creerlo. De repente se me ocurre que todo lo imaginé.
Al mismo tiempo, me da mucho miedo. He tenido que vencerlo, poco a poco, después que se fue el ángel, pero a él no le iba yo a tirar mi miedo. Al contrario. Traté de mostrarme valiente.
El gran drama de este momento es cómo decírselo a José. ¿Cómo lo tomará él? José es un hombre fuerte y lleno de vida, que me ama profundamente, con una gran delicadeza y ternura. Yo amo sus ojos, su frente, sus labios dulces. Tendré que apelar a toda su comprensión. No es fácil pedirle que me crea así no más. Es lo que le corresponde hacer, pero será difícil para él. Como siempre, confío en Dios. El sabe como hará las cosas. Es preciso que yo esté muy unida a José para criar a nuestro hijo. No podría hacerlo de otra manera. Necesito su complicidad en esto. Sé que él me quiere mucho, y por eso espero su comprensión. Necesito integrarlo, pues él es el arco para lanzar la flecha que es el hijo que vendrá. José es el brazo fuerte. Pido a Dios que ponga en mí las palabras más adecuadas y en él la sabiduría para que seamos la pareja que tenemos que ser.
Nuestro hijo será un gran hombre, con una misión importante. No será un guerrero que salga victorioso en batallas dando muerte a adversarios. No. Tampoco será un rey benigno y poderoso que produzca riquezas en cantidad grande y sepa repartirlas armoniosamente entre sus súbditos. No. Será un hombre con un gran carisma y que tendrá seguidores. Enseñará lo que el Padre Dios le ha encargado desde el principio de los tiempos. Vendrá a proponer cambios importantes en la manera como los seres humanos nos relacionamos entre nosotros y con Dios. Tendrá adversarios pero no descargará ningún poder sobre ellos. Me aterra pensar qué harán con él esos adversarios. Como sea la voluntad del Altísimo, así tendrá que suceder.
Difícil tarea se nos viene encima a José y a mí. ¿Cómo hemos de criarlo? No tenemos mucho que enseñarle. Dios sabe cómo hará las cosas. Yo soy una simple servidora, y haré todo lo que Dios me diga. Me invade el sentido de la responsabilidad, al ser la cuidadora de algo tan divino. Ya no puedo arriesgarme a perder el regalo recibido.
Como no me atrevía a contarle a nadie, y necesitaba desahogarme, decidí que mi tía Isabel era la única persona a quien le contaría. Sí, tenía que hablar con ella, pues sabría aconsejarme. Recuerdo que el ángel la nombró. Sí. Me dijo que ella también ha concebido un bebé, a pesar de tener ya cierta edad. Era allá donde tenía que ir. También recuerdo cuando me habló de eso mi tía, una vez que me visitó en el Templo, hace varios años. Declaró estar en la certeza de que tendría un hijo algún día, y que la señal era un milagro en sí. No entendí nada, pero ahora, todo se juntó y se me aclaró en gran medida. Por lo demás, de todos modos yo necesitaba compartir con alguien lo que me estaba pasando, y ella era la persona más indicada.
A través de una caravana envié un mensaje a José, que estaba trabajando en Cafarnaum, en casa de Zebedeo, y le pedí permiso para viajar a Ein Karem. Después de unos días recibí su respuesta, y preparé el viaje. Encargué a Miriam, mi casi hermana, que atendiera al pequeño Jacob en mi ausencia, y a las niñitas, aunque ellas ya están grandes, creo yo, no hay mucho que preocuparse. Hasta pueden ayudar a cuidar a Jacob. Lo hice así porque yo iría a visitar a mi tía Isabel, muy cerca de Jerusalén, hacia el oeste. Miriam es lo más buena persona que hay, y no tuvo ningún problema. Igual tiene a su pequeño Judas que nació el año pasado, y a Simón, que ya cumplió seis años.
Miriam se casó siendo muy niña con Alfeo, un buen hombre que conoció al llegar a Nazaret, y se enamoró de él para siempre. Eso fue cuando yo estaba en el Templo. Alfeo tiene unos amigos griegos que le dicen Cleofás.
Sí. Tenía que ir donde Isabel, y talvez podría aprovechar de ir al Templo y hablar con los rabinos. Josetos me preparó el burro, y no sólo eso, también tuvo la buena voluntad de acompañarme, de acuerdo a las instrucciones que envió José. Menos mal porque, en ningún caso, conviene andar sola.
El viaje fue agotador. Llevaba en mi vientre a un salvador del mundo, en gestación. Quizás era aún del tamaño de un grano de trigo. El grano que caerá a tierra y dará frutos. Lo dicen los profetas.
Salimos al alba y llegamos a Jerusalén muy tarde una noche, días después. Desde ahí son dos horas a Ein Karem, más el tiempo de espera, aunque hay caravanas con cierta frecuencia.
Uno de los criados de Zacarías nos proporcionó las habitaciones. Yo iba a quedarme varias semanas. En cambio, Josetos emprendió viaje de regreso al día siguiente, después de un descanso reparador. En cuanto me levanté, fui a saludar a la tía Isabel. Me acogió tan bien, que me daba seguridad. Cualquier duda se desvanecía. Efectivamente, ella tenía varios meses de embarazo. No me equivoqué. Y también ella tuvo noción de lo mío, aunque no sabía bien a qué atribuirlo, en el primer momento. Me contó que su bebé estuvo brincando hace algunos días. Calculé que justamente cuando concebí.
Lo sorprendente fue que también los bebés en nuestros vientres se reconocieron, no me explico cómo, y se saludaron a su manera. La única que la naturaleza les permitía, por el momento.
Zacarías hablaba por gestos, y escribiendo porque estaba con un serio problema en su garganta. Contó que un día en el altar del incienso vio como si hubiera un ángel diciéndole que tendría un hijo Juan. El no lo podía creer, en aquel momento.
Zacarías integraba el grupo de Abías. Hace unos meses, cuando le tocó un turno de servicio sacerdotal, entró al santuario del Señor para la quema del incienso, que se efectúa dos veces al día. Se renuevan las brasas de los perfumes en el altar del incienso, ante el Santo de los Santos. En ese instante, siempre se agolpa la gente afuera del templo.
Era yo la que hablaba de todos esos detalles que conocía bien, mientras Zacarías no estaba en condiciones de hablar.
El caso es que en esa oportunidad Zacarías demoró mucho en salir, y hablaba por señas. Quería dar a entender que tuvo una visión. Eso lo contó Isabel.
Durante un mes y algo más conversé muchas cosas con ella, algunas profundas, otras superficiales. Me quedé hasta después que nació Juan.
-Vuelve a Nazaret y quédate tranquila -me recomendó-, no salgas mucho, y haz todo lo que José te ordene. El Altísimo sabrá cómo solucionar tu problema.
Fue hermoso el tiempo que pasé en casa de Isabel. Volviendo a Nazaret, seguía pensando cómo explicarle todo esto a José. Y ahora que ya se me nota el embarazo, la gente ya empieza a considerarme una futura madre. Tengo que dejarle esto a Dios. El tendrá previsto cómo sacarme de donde me metió. Me tranquilicé. Yo estoy serena y alegre porque sé que Dios me ayudará. En mi oración le pido “¡Ayúdame, ahora es el momento. Por favor, ayúdame!”
Mi oración fue también gestándose en estos meses. Día a día se ha ido agregando alguna alabanza, alguna intuición, alguna manifestación de gratitud, alguna profecía que aprendí cuando niña, sin saber entonces cuán cerca llegaría a estar de aquel hombre grandioso, al que siempre había querido amar con amor de hija, y ahora empiezo a amarlo con amor de madre.
7.- José con dudas
Anduve trabajando en una construcción en Cafarnaum, por varios meses, sin tener siquiera unos pocos días para ir a Nazaret. Dormí en tabernas, donde nunca faltaba el buen vino. Cuando por fin terminó la obra, y volví a casa, iba feliz, lleno de expectativas, con unas ganas inmensas de ver a mis hijos y sobre todo, estar al lado de María. Añoraba su fragancia de nardo y ya quería besar sus mejillas y sus labios dulces. Acariciar su pelo negro, escuchar su delicioso timbre de voz y reírnos juntos. Se podía haber dicho que ella era como otra hija más, por la edad, pero nuestra relación jamás podrá ser padre-hija. Somos compañeros de ruta, aunque yo pase mucho tiempo afuera.
Al volver a Nazaret escuché unas risitas por ahí. En un primer momento no supe a qué atribuirlas. Y vi miradas interrogantes que trataban de disimular la ternura que parecían sentir. Antes me paraban para pedirme consejos, eso era lo habitual. Y ahora, . . . ¿risitas? ¿Qué está pasando aquí?
-Felicitaciones, José -me dijeron varios transeúntes, y tampoco supe por qué. Sólo me quedó claro que algo tenía que estar pasando con María. No sabía si reírme o ponerme serio. Algo cree la gente. ¿O sabe? No quería reconocer ante mí mismo que una silenciosa alarma intentaba invadirme.
Yo estaba intrigado. Preferí no preguntar nada a nadie. Si algo pasaba con mi mujer, se lo preguntaría directamente a ella. Sin embargo, se me cerraba un círculo odioso. Cualquiera pensaría que iba a tener un hijo. Seguí negándome a creer que María pudiera estar embarazada, pero esa imagen se me venía a la mente.
Llegué a la casa y saludé a María con mucho entusiasmo, pero la noté triste y confusa, sin su acostumbrada gracia infantil. Su rostro pasaba de la palidez a un color rojizo.
-¿Por qué estás triste ? -le pregunté-. ¿Te ha hablado alguien ?
-Es que hay algo que no sé cómo explicarte -me respondió. Justamente, yo estaba notando que tenía una barriguita como de unos pocos meses de embarazo. Entonces, terminé de atar cabos, y me empezó a dar un dolor creciente.
Casi todo el pueblo sabía que yo estaba en Cafarnaum trabajando, y María en Ein Karem visitando a su tía. A algunos no les cuadraba bien que ella apareciera embarazada.
En una fracción de segundo me dije a mí mismo :
“Cómo pude ser tan descuidado. Y ella, quizás tan inocente. Yo no entiendo qué pasó, si María no es de las mujeres que buscan lo fácil. Puede estar enamorada de alguien. Yo no tengo ya cabida en su vida, y esto es una desgracia. Todo mi mundo se ha venido al suelo. Nada volverá a ser igual. ¿Dónde voy a ir a morirme? ¿Qué van a decir todos? Eso es lo que menos me importa. Qué va a ser de mi mujer, que ha arruinado su vida, y yo tengo gran parte de la culpa. No quiero meterme en este lío. No me gusta que me pase esto. Ingenuo fui, y ella ya no parece ser lo que era. ¡Qué desilusión ! Hasta se supone que tendré que sonreír cuando camine con ella por Nazaret. Quiero irme lejos, lejos, lejos. Esto me sobrepasa. ¡Qué dura puede ser la vida ! ¿Cómo volver atrás? ¿Sería posible? ¿Podría empezar todo de nuevo? Yo la protegería”.
-¿Qué estuviste haciendo, María ? Tú que eras alimentada por los ángeles y que te consagraste a Dios en cuerpo y alma. ¿Cómo pudiste ? -le dije, desde mi corazón destrozado.
Me sentía muy mal, y me imaginé lo peor. Ella me explicaba como podía, pero yo no quise entender.
-Dime qué acción prohibida has cometido. ¿Por qué no me respondes? ¿Por qué te niegas a defenderte?
Con toda la ternura que pude le pregunté si la habían violado yendo a Ein Karem. Temí que hubiera sido así porque hay bandoleros en los caminos. Dijo que no le había pasado nada de eso. Le seguí preguntando.
A medida que hablaba, fui subiendo el tono. Ya casi gritaba. Hasta me rasguñé la cara. Es que no hallaba qué hacer con las manos. No le iba a pegar. Jamás lo haría.
-No he dejado de ser pura -me respondió sollozando-. No he estado con ningún hombre, si es eso lo que piensas. No me juzgues a la ligera.
-¿Puedes explicarme cómo fue que quedaste embarazada?
Trató de decirme que la había visitado un ángel, pero no se daba a entender muy bien.
-¿Me vas a decir que el ángel violó tu virginidad ?
-No, José, entiendes todo al revés.
Yo tenía rabia conmigo mismo, porque no supe custodiar a María. Recibí una virgen. . . Mientras crean que el bebé es mío, no me importa tanto. No obstante, hay por lo menos un hombre que sabe que no lo es. ¿Qué haré cuando se burle de mí ?
-El ángel me dijo que concebiría un niño, sin intervención de varón.
-¿No habrá sido un tipo que se hizo pasar por ángel?
María se empezó a desesperar. Me retiré en ese momento, y después no quise comer lo que María me sirvió. Yo estaba enojadísimo. No hallaba qué hacer. Lo primero que hice fue salir corriendo sin saber adónde. Apenado, trataba de huir de mí mismo. Lloré, y después volví, pensando con qué cara me iba a presentar en la sinagoga, después de no haber sabido cuidar a María. Además, me sentía engañado. Ella, que no quería yacer conmigo, ¿lo hacía con otro ? No. Eso no podía ocurrir. Era todo muy extraño. Yo no estaba dispuesto a darle a nadie el derecho a ocupar mi lugar. Sólo al Altísimo.
En ningún momento dejé de amar a mi mujer, pero necesitaba reflexionar. Esa noche, mientras todos dormían, preparé un equipaje y salí de casa. Quería estar solo, y era preciso pensar qué hacer. Seguí hablándome a mí mismo :
“¿Cómo pudo ella corresponder así a mi amor que renunciaba a todo? Amo mucho a María. Yo quería que riéramos juntos. ¿Y por qué no llorar unidos? ¿Acaso se puede? Siempre pensé que iríamos al paraíso juntos pero, aunque tengamos que sufrir, que también sea juntos, y si ella ha de ser castigada por algo, compartiré con ella el castigo. Que nada pueda separarnos, ni siquiera un desliz de conducta. El mundo quiere impedirme actuar desde lo mejor que Dios puso en mí”.
En un momento como ése, yo quería que me tragara la tierra. Lloré casi la noche entera. Decidí que no la iba a reprender públicamente, porque con eso la sentenciaba al castigo brutal de todo el pueblo. No le haría eso. La quiero demasiado. En ese momento, me venía la tentación de irme lejos, muy lejos. Hasta escribí una nota de despedida, que después rompí.
Ya nadie más se interesaría en mis consejos, ni me pedirían que leyera en la sinagoga. Mucho me gustaba hacerlo, con mi pequeño taled lleno de flecos, subido en un estrado. Si hasta me ha tocado ser oficial encargado de facilitar, pasando rollos desde el armario santo donde se guardan, protegidos por una funda bordada.
Me puse a pensar en el niño o niña que vendría, sin tener ninguna culpa, por supuesto. Mi religión, sin embargo, me obligaba a rechazar a mi mujer. No podría seguir recibiéndola en mi casa. Toda mi vida estaba hecha pedazos. Ya no tenía nada más que hacer en Nazaret. Nunca volvería a tener ilusiones. En ese momento necesitaba oración, y a eso dediqué un buen rato.
Los pensamientos me seguían invadiendo. Rechazar a María y a su hijo sería poner de manifiesto el adulterio. Entonces, ella sería lapidada. Eso me angustiaba enormemente. No quería que nada malo le pasara a María, pero ya no podía seguir al cuidado de ella. Dejaría que todo el mundo creyera que fui yo. Sin duda, eso era lo mejor para todos. Y si yo desaparecía del pueblo, las culpas caerían sobre mí. Todos me creerían un malvado que abandona a su esposa embarazada. Por lo menos, creo que no sospecharían de ella. ¿O quizás sí? ¿Por qué motivo iban a pensar que me voy? Saldría a la luz eso de que yo estuve lejos de María por varios meses. ¡Qué dilema!
No estaba seguro, pero no quería volver aún. Por el momento, me fui a una posada en Séforis, llevando un burro con mi carga. Pocas personas me conocían ahí, y difícilmente podrían conocer a María.
Después de beber vino con otros pasajeros de la posada, pude dormir un poco. En el sueño vi un niño de luz, que vino deslizándose en un rayo de sol, y me tomó de la mano, me sonrió y entonces me puse a caminar junto a él. Yo estaba triste, también en el sueño. Algo en mi interior trataba de hablarme pero yo no quería entender, por más que repasé el sueño tratando de interpretar qué me decía Dios. Talvez he de tener la fuerza para aceptar una situación que me incomoda tremendamente. El sueño apelaba a mi generosidad.
Salí a las afueras del pueblo y me puse a meditar, a rezar. Necesitaba una respuesta. Estuve muy seguro de que Dios me ama, y también ama a María. Me unió a ella para algo. Eso de llorar juntos era una experiencia que necesitaba vivir.
Volví a mi pieza, y al poco rato me venció el sueño, nuevamente. Fue la comprensión de este otro sueño lo que me hizo volver el alma al cuerpo. Me devolvió la vida legítima. Con toda la plenitud que Dios regala. Sí. Tuve el sueño más grandioso que haya tenido hasta ahora. En él, vi a María que conversaba con los pájaros y los árboles, bailaba contenta, alzaba sus brazos al cielo, se elevaba, y seguía bailando a cierta altura sobre el suelo. Yo iba hacia ella caminando por el aire, avanzando gran espacio en cada paso. Eso me agrada mucho. Cuando estuve cerca, ella se había sentado en una roca y tendía las manos hacia mí. De sus dedos salían líneas con pequeños círculos luminosos en distintos tonos, que se transformaban en copos de algodón de colores. En gran cantidad se iban juntando, y poco a poco daban origen a un pequeño ser humano. Mi curiosidad inicial se transformó en expectativa. Con esas pequeñas esferitas de todas las tonalidades se fue formando la figura de un hombre que emanaba amor. Curiosamente, parecía un rey. Yo estaba extasiado. De pronto, ese rey se convirtió en un niño, era un niño pobre, en harapos, y trepó por mis rodillas, y se acurrucó sentado en mis muslos, tendiendo sus manitos hacia mi cara. Al instante, me sentí lleno de una ternura inmensa, y con pleno conocimiento de todas las cosas. Fue tanta la emoción, que en el sueño yo lloraba. Me inundaban lágrimas de felicidad, y así desperté, con esas mismas lágrimas, que hasta hacía poco habían sido de profunda tristeza.
Leyendo en mi sueño comprendí la verdad. Dios piensa en todo, y me dio un don para enfrentar este momento. Me acordé de lo que leí en Isaías, “Una doncella concebirá y dará a luz un hijo que será Dios con nosotros”. Me sentí mal por haber desconfiado de María. Sentí deseos de correr a abrazarla. Me levanté, y me lavé, porque estaba sudoroso. Pesqué todas mis cosas, acudí a pagar y me fui de ahí cuando aún estaba oscuro.
Amé a María más que nunca, y quería volver pronto a abrazarla. A mi casa, de donde nunca debí haber salido. O quizás sí, para comprender había necesitado un poco de soledad. Me arrodillé en el sendero y pedí perdón a Dios. Empecé a tomar conciencia de que tendremos al hijo de Dios. Necesitaría mirar eso en las escrituras de los profetas, después, cuando estuviera en Nazaret.
Emprendí el camino, pensando en ese ser que María concibió, ese pequeño ser, hecho a imagen y semejanza del creador. El mismo milagro, que ocurre todos los días y seguirá ocurriendo, en el caso de nuestro niño que vendría, algo fue distinto. Dios no quiso que él tuviera mis defectos. Y tiene toda la razón. Si el Altísimo puede lograrlo, por algo lo ha querido así. Igual me destacó, pues me estaba encargando criar a una persona tan especial. No me negaré. Por el contrario, estaré siempre agradecido. ¡Qué tarea ! Soy un privilegiado, y he sido muy injusto con María.
Nos miramos desde lejos y nos acercamos caminando, y después corriendo, fui botando las cosas, y nos fundimos en un abrazo cálido, tanto tiempo esperado. La besé en la mejilla muchas veces y en la boca, con amor verdadero. Llorábamos, pero estábamos contentos.
-Perdóname -le dije con ternura-, por haber desconfiado, suerte mía. Te quiero. Viviré para protegerte.
Nuestras mejillas estaban juntas. Le di muchos besos. Besé sus lágrimas y ella las mías.
Ya podíamos empezar a conversar de lo que se venía a nuestras vidas.
8.- José acusado al tribunal
Ese saduceo Anás es muy torcido. Es un sacerdote joven, bastante menor que yo, bajito de estatura. Se supone que es piadoso, pero tiene un puesto de cambio de monedas en el templo. No sé por qué no me gusta mucho esa actividad comercial en pleno templo. No entiendo cómo un sacerdote puede ser así.
Estando de paso en Galilea, vino a mi casa con la excusa de que falté a una reunión en la sinagoga. Siempre supe que eso a él no le interesaba. Anás quería saber si eran ciertos los rumores que corrían por el pueblo. Cuando entró, lo recibí con un cortés abrazo.
-Es un honor vuestra presencia en mi casa -le dije, con frialdad.
Me preguntó por mi viaje, y nos sentamos a comer algo. Le expliqué que no pude asistir a la reunión porque llegué cansado. No quise contarle el lío mayúsculo en que estaba metido esa tarde.
Vio a María embarazada, y después de eso ya casi podía irse, dichoso. En el fondo, él sospechaba que el bebé esperado no era mío, y con toda seguridad se las iba a arreglar para averiguarlo.
-Cuando María estaba en el templo -empezó a explicarme Anás, con cortesía-, nos pidió a los sacerdotes que veláramos por su voto de virginidad. . .
El silencio que siguió me fue incómodo.
-. . . Tú la has ayudado a romperlo -continuó diciendo, con absoluta compostura.
-No hemos roto nada -intenté tranquilizarlo.
-Creo en tu inocencia, José -su tono era amable.
Quise hacerle ver que María tendrá un Hijo de Dios. Tratándose de una conversación con un sacerdote, creí que él iba a entender. Sin embargo, me equivoqué rotundamente, pues Anás se puso molesto por primera vez desde que llegó y me llamó la atención diciendo que soy un blasfemo, y que cómo podía esgrimir una defensa tan irrespetuosa y difícil de creer, si ni siquiera soy descendiente de Aarón.
Me sentí pésimo, y permanecí en silencio porque no hallaba qué decir. Anás recuperó su tranquilidad y su disposición alegre y cordial.
-No permitas que mancillen tu buen nombre -me advirtió al despedirse.
Me disgustó su aparente seguridad y dignidad extrema. No confié en sus intenciones ni en su integridad.
Al día siguiente vinieron a buscarme, y también a María. Los servidores del tribunal, que realmente eran guardias de la sinagoga nos llevaron a un juicio público. Supuse que Anás hizo valer su influencia como sacerdote con una fuerte intención de que se juzgue todo lo que considere pecaminoso.
Como buen pueblo chico, la gente nos siguió. Estaban todos llenos de curiosidad, y no entendían bien lo ocurrido. Yo iba con una gran angustia porque me imaginaba que querían apedrear a María. Eso, yo no lo iba a permitir. Tendrían que pasar sobre mi cadáver. Llegamos al edificio en que funciona el tribunal, y entramos en él, mientras el pueblo quedó afuera esperando un veredicto.
-Has cometido una gran iniquidad -me dijo, desde su solemne asiento un maestro de la ley-. Tú, que te creíamos un hombre justo.
-Soy un hombre justo -respondí inmediatamente, y empecé a darme cuenta que me estaban acosando con un pretexto, el de no haber respetado la virginidad de María. Ella ya me había manifestado que tenía ese temor, pues al salir del templo comprometió a los sacerdotes en cierta medida, haciéndoles ver que son representantes de Dios.
En algún momento, le dije al maestro de la ley “No es asunto tuyo” y me respondió “Sí que lo es. Es un asunto de todos”.
Tuvo que hacerse presente el hombre de más jerarquía, ya que el caso lo ameritaba. El presidente de la sinagoga era casi como una especie de sumo sacerdote de pueblo chico. Me llenó de acusaciones, en el sentido de que yo no habría respetado la decisión de María de permanecer virgen. Yo comprendí que realmente eso no le interesaba al fariseo, sino que él sospechaba de la fidelidad conyugal de María, y estaba tratando de obtener de mí una acusación en tal sentido.
-Dios hizo un milagro para mantenerla virgen -dijo el presidente-, hizo florecer una antigua vara, y tú . . . ¿así pagas tanta bondad? Te encargan custodiarla y fuiste como el lobo cuidando ovejas.
Yo sabía que si me defendía mucho, el repudio feroz caería sobre María. Me defendí hasta donde pude, tratando de no dar pie a que a ella la acusaran de adulterio, pues ésa era la peor de todas las posibilidades que enfrentábamos.
-No me condenes a la ligera -le dije.
-Devuélveme virgen a la santa y pura María que has recibido del Templo. ¿Te has arrogado el derecho del matrimonio?
-No he cometido impureza -fue mi defensa.
Entonces, volvió el maestro de la ley, se dirigió a María y la llenó de acusaciones.
-No he cometido impureza -fue también la defensa de María.
No nos podían sacar de esa posición.
Se me saltaron las lágrimas cuando el tipo me amenazó con quitarme a María. En ese momento no me di cuenta que era una amenaza sin fundamento. Lo dijo para ablandarme. Y lo consiguió. Acepté beber el agua amarga del Señor, una prueba de la verdad. Tuve que dar siete vueltas en torno al altar, y después beber completamente el contenido de un jarro en que el jurista había puesto el agua de la prueba.
-Esta agua te hará salir manchas en la cara si mientes.
Después de beber esa agua, di otras siete vueltas en torno al altar. Los letrados examinaban mi cara, buscando el más leve signo. Yo me secaba la transpiración con la mano. Después de un tiempo prudencial, me dieron por limpio. Algunos del público ya se aprontaban a apedrear a María.
Tomé fuertemente de la mano a mi mujer. Cualquier condena que nos dieran, iríamos juntos. Por nada del mundo la iba a dejar sola en esta dificultad. Yo la defendería con mi cuerpo. Tendrían que matarme a mí antes que a ella. Me encomendé al Señor. Sólo El podía salvarnos de esta situación de peligro.
-¿Qué acción ilegítima has llevado a cabo, hija mía, tú, que has sido educada en el Santo de los Santos, y que has oído los cantos de los ángeles? -preguntó el maestro de la ley- ¿Cómo es posible que hayas perdido tu virginidad, y olvidado la promesa que hiciste al Señor tu Dios?
-Mi conciencia no me acusa de ninguna culpa -repuso María llorando-, y mi virginidad permanece santa, inviolada y sin la menor mancilla. Si el Señor me condena, a pesar de mi inocencia, cúmplase su voluntad.
-Yo también beberé el agua de la verdad -agregó María, con mucha decisión, después de varios segundos en que el silencio llegaba a golpear.
El jurista accedió, y María empezó a dar vueltas en torno al altar, después que él le advirtió que era preferible confesar ahí mismo, y no ser delatada por las manchas que aparecerían en su rostro.
-Dinos quién fue.
-No he cometido impureza -repitió María, con lágrimas en sus ojos, y se bebió todo el contenido del jarro. Después dio con mucha lentitud las otras siete vueltas en torno al altar. Su seguridad era impresionante. Ninguna sombra de nada apareció en ella. Estaba más linda que nunca. El presidente de la sinagoga la sacó a la calle y gritó hacia la gente:
-Veréis las manchas que aparecerán.
Sin embargo, no hubo manchas. Todos tuvieron que rendirse a la evidencia.
Entonces, María avanzó hacia la gente con una valentía que yo no había visto en nadie más que en ella, y les dijo:
-Mi Señor sabe que no he cometido impureza. Y no la cometeré, porque así lo decidí en mi infancia.
Entonces el presidente hizo que compareciésemos ante él, María y yo.
-Lo que la ley nos ordena hacer, lo hemos hecho -declaró-. El Señor no ha manifestado vuestro pecado, y yo tampoco os condeno. Id en paz.
Pudimos retirarnos a casa, en medio del júbilo del pueblo, y alabando al Señor.
9.- José y el nacimiento
Estaban haciendo un censo, con toda la complicación que eso significa. Se supone que era para facilitar el cobro de los impuestos. Una trompeta anunciaba al mensajero real, quién se paraba en cada esquina y desenvolvía el rollo para leer una vez más el latoso edicto, que después pegaba en una muralla.
Por eso, y muy a mi pesar, tuve que planear un viaje a Belén, mi ciudad natal. Quise dilatar el asunto, pues María estaba embarazada, probablemente de unos ocho meses.
-Me voy ahora mismo y alcanzo a volver para cuando el niño nazca -manifesté, no muy convencido, pues no quería separarme de María ahora que se avecinaba el alumbramiento.
-¿No irás sin mí? -entre que aseveró María y preguntó sin esperar respuesta, porque no admitiría que me fuera sin ella.
María no necesitaba ir, pero insistió en acompañarme y me explicó que quería que estuviera con ella su tía Isabel cuando naciera el bebé y también las últimas semanas antes de tenerlo.
-Tendríamos que habernos ido antes.
-Estaba esperando que se mejorara mi mamá, pero ya no será posible que ella nos acompañe.
-Cleofás, ¿qué opinas? -pregunté a mi cuñado.
Si van a ir a Belén, cuanto antes será mejor. Vayan tranquilos.
Una vez más puse mi oreja en el vientre de María y escuché unos ruidos como si el niño ya quisiera hablar. Me emocionaba imaginar cuando naciera. Sería un niño hermoso. Mi mujer se reía de mi entusiasmo, mientras yo improvisaba una canción para ese niño Dios que se estaba gestando.
-Hijo esperado -le cantaba-. Bendición del Altísimo. Suspiro de Dios que pasas como el viento.
-Jacob, ven acá a sentir a tu hermanito -llamé a mi hijo pequeño para integrarlo en esta espera, no sea cosa que vaya a sentir muchos celos después.
No sólo vino Jacob, sino también vinieron las dos niñitas, que siempre andan juntas. Ayudaban mucho en la casa cuando María tuvo que estar tranquila.
-¿Por qué tengo que estar tan tranquila?, si no me va a pasar nada.
Mi suegra nos miraba con alegría desde su cama. Ella no pudo acompañarnos a Belén porque estaba enferma. Además, no necesitaba ir ella por lo del censo, ya que es mujer. En un momento en que conversamos, como en los viejos tiempos, me contó que al principio el Señor no los encontró preparados para criar a María, y por eso tardó en enviarla. Ana y Joaquín tuvieron que ayudar al desarrollo del carisma que ella traía. Ana siempre se ha dejado guiar por Dios. Le fascina obedecerlo. Intenta las escuchas más extrañas. Me contó que sus padres eran muy piadosos, y eso que tenían dinero. Por su descripción, me parecieron perfectos. Ellos le eligieron a Joaquín por esposo.
-En ese tiempo fui sumisa -recuerdo haberle escuchado-, no me rebelé porque sentí que era el Altísimo quien lo estaba disponiendo.
Por ningún motivo, mi mujer aceptaba estar sin mí cuando naciera el bebé. A tal punto fue así, que lo discutimos entre todos, y finalmente estuvimos de acuerdo en que había que partir al día siguiente, temprano, y de ese modo el parto ocurriría cuando estuviéramos bien instalados en Ein Karem, después de inscribirme en Belén.
Decidí llevar los dos burros, uno para María, y el otro para acarrear nuestros enseres y los odres llenos para beber, ya que en el camino no había mucha agua, al menos los primeros dos días. Llevé algunas herramientas por si nos quedábamos más tiempo. En un caso así, tendría que trabajar. Siempre acarreo elementos de trabajo para donde voy. Supuse que cuatro días iba a durar la travesía, y que el niño no iba a nacer tan pronto.
La preparación del viaje no nos tomó mucho tiempo. Josetos, mi hijo mayor, nos acompañó, pues él también tenía que empadronarse. El se encargaba de llevar el ronzal que tiraba del burro en que iba sentada María. Traté de que ella estuviera cómoda, pues había que atravesar el desierto.
Partimos en una caravana, de las muchas que estaban saliendo en esos días. Poco había alcanzado a avanzar nuestra caravana cuando nos quedamos atrás, ya que María necesitaba descansar muchas veces. Nos decían que nos volviéramos, y creyeron que eso hicimos.
Después del primer día de viaje llegamos hasta un lugar acogedor, al pie de un monte, y ahí instalamos campamento junto al río. María se sentía bien, pero estaba cansada. Puse mis manos en su crecida barriga para sentir al niño, que de repente pegaba unas leves pataditas. Le canté como acostumbro a hacerlo, y María me acompañó con su preciosa voz. También Josetos se incorporó a la canción. Nos sentíamos felices. Abracé a María y muy pronto nos dormimos.
Al día siguiente nos alcanzó otra caravana, y tratamos de permanecer en ella, el mayor tiempo posible, por seguridad. Sin embargo, eso nos duró sólo unas horas. Muchas veces tuvimos que descansar en el trayecto, y éste se me hacía eterno. Yo, siempre adelante. Más atrás, Josetos tirando al burro que llevaba a María. La travesía por el desierto era sofocante.
Menos mal que pudimos unirnos a otra caravana que venía más retrasada. La gente se quejaba de Herodes y lo maldecía, excepto cuando se cruzaba una patrulla militar, que habían varias, de soldados a caballo. Sin ser judíos, estaban al servicio del rey judío el cual a su vez, estaba al servicio de los romanos.
De vez en cuando yo miraba hacia atrás y veía el rostro de María. A veces estaba sonriente, y a veces apenada. Después, volvía a sonreír. Me llamó tanto la atención, que le pregunté:
-¿Cómo estás, María, te pasa algo, que sientes alegría y pena?
-Es que veo dos pueblos, alternadamente -me respondió-, uno que llora y otro que se regocija.
-¿Cómo es eso? -le pregunté entusiasmado.
-El que se lamenta es nuestro pueblo de Israel que, a pesar de estar en la luz, la gente no la percibe. Parecen no tener ojos para ver.
-Ese es el de hace un rato. ¿Y el de ahora?
-El pueblo optimista es uno que aún no ha conocido a Dios. Están acostumbrados a las tinieblas, pero a la más mínima claridad se alegran porque están empezando a ver.
Fue un viaje largo y empecé a temer que el alumbramiento llegara en descampado. Y pensaba en eso que me dijo María acerca de los dos pueblos. De hecho, no es que hayamos estado viendo algún pueblo. Sin embargo, ya sé que ella habla en imágenes. El hijo que nacería, ya le estaba dando alegría anticipada. Y según avanzaba en su visualización, llegaba al momento ineludible del sacrificio. Los profetas habían hablado de este niño que vendrá y que deberá entregarse en sacrificio.
En las frías noches, cuando llegábamos a algún poblado se encontraban copadas todas las disponibilidades de hospedaje. Hasta las casas se llenaban. Vi mucho egoísmo entre los viajeros, por lograr un cupo. Incluso había que pagar a la gente lugareña. En algunas noches conseguimos casa.
Con tanta lentitud, no nos alcanzaron los víveres. Yo me recriminaba “¿cómo pude ser tan poco previsor?”. Unos esenios, vestidos de riguroso blanco, nos convidaron comida. Ese era el sector en que vivían, alejados, ensalzando la verdad y la justicia, ayudando a los pobres. No comen carne, y practican la castidad. Hasta encontré razonable que en Nazaret algunos me digan que soy esenio. De todos modos, no sé muy bien todo lo que significa ser esenio.
He aquí que soy casi esenio. Por lo menos, estoy agradecido de ellos. Los sacerdotes los odian. Yo no veo motivos.
Varios días después de salir de Nazaret volvimos a llegar a la orilla del Jordán, por el vado inferior. Era impresionante admirar la belleza del río, a lo lejos, parecía un hilo de plata. Dos veces tuvimos que cruzarlo, hacia allá y hacia acá. Una de ellas resultó difícil porque el río venía tan crecido que los burros se asustaron. Mientras se pudo, nosotros seguimos a los que continuaban por la orilla, río abajo, hasta internarnos en el desierto, nuevamente.
Faltando un día para Belén, salimos al alba. María caminaba con mucha dificultad. La puse sobre el burro. El sendero iba a veces por el borde mismo de un acantilado. Lo único que yo quería era llegar pronto. Pasamos por momentos de niebla, momentos de viento. Ibamos tan despacio que nos alcanzó otra caravana.
Un poco antes de llegar hicimos el último descanso, después del mediodía, a corta distancia de Jerusalén.
Cuando vi un árbol, único, aislado, no es que lo conociera tanto, pero supe que estábamos cerca. Ya tenía prácticamente a la vista el pueblo de Belén, tan conocido para mí. María empezó a tener contracciones. Nuestro bebé también estaba próximo. Menos mal que llegamos pronto al pueblo. A la entradita estaba la posada principal, a la vera del camino, amplia, con lugar para camellos y asnos al medio, edificaciones a los lados. Primero, temí que fuera excesivamente caro el alojamiento, pero cuando me enteré de que estaba todo lleno, eso fue mucho peor. El tiempo seguía transcurriendo.
Mis hermanos también tenían la casa llena, con tal de ganarse unos pesos. En ninguna posada encontré lugar. Todas las habitaciones de Belén estaban ocupadas. Al regresar al patio de una de las posadas, me indicaron que, para poder recibir más gente, habían acondicionado los establos que habitualmente se usan para los animales de las caravanas. Fui orientado a ir hacia allá, y me aseguraron que los pesebres habían sido aseados prolijamente. Tuvimos que dejar los asnos en un lugar precario que habían dispuesto para ello. Eso sí, llevé conmigo todos nuestros bultos, hasta que pudimos instalarnos en lo que había sido un pesebre. Después de todo, fue una suerte haber conseguido por lo menos algo que servía de refugio.
Probablemente el niño se estaba adelantando, o quizás calculamos mal el tiempo que faltaba cuando María dejó de tener su período.
-Le cantamos tanto, que el niño quiere nacer pronto -bromeé para relajar un poco la situación.
Puse a María en el pesebre, lo más cómoda que me fue posible, y le dije que se estuviera tranquila, mientras yo buscaba una partera. Mi hijo se quedó con ella, y yo fui al pueblo. Le dejé instrucciones a Josetos para que consiguiera agua y le lavara los pies a María. Y también un poco de leña para hacer fuego.
No era fácil encontrar una matrona hebrea en Belén, estando ya en el atardecer. Rezaba para alcanzar a llegar a tiempo, agradeciendo el estar en mi pueblo, en tamaña emergencia como la que teníamos. “Haz que tu hijo se aguante otro poquito, que ahí se está muy bien” decía yo al Altísimo.
Amo mi ciudad natal, y he aquí que estaba volviendo en estas condiciones, y muy asustado por la responsabilidad que tenía. Encima, me estaba saliendo todo mal. Ya veía que echaba a perder la obra de Dios. Yo sabía que ese niño era importante, y que venía a salvarnos. Siempre traté de descubrir qué es eso de salvarlo a uno.
El cielo rojo de nubes me hizo recordar ese antiguo sueño en que el tiempo parecía detenerse. Eso estaba necesitando yo en ese momento. Que todo transcurriera muy lento para darme tiempo.
Golpeé la puerta donde antes había una matrona, la que atendió a Salomé, mi primera mujer en algunos de sus partos. Me dijeron que ya no está en Belén. Fui donde otra, que atendió otros partos de mi mujer.
-Ella no se encuentra, pero le puedes dejar recado -me respondieron.
-No. La necesito ahora. A ella u otra matrona.
-Hay una en la otra cuadra, que trabaja mucho con mi hija.
Para allá fui, según las indicaciones. Encontré una mujer muy joven, que sabía de partos porque había estado en más de alguno. Me puse contento, pues fue casi milagroso encontrar tan rápido una comadrona. Se llama Salomé, como mi primera mujer. Con esta joven nos dirigimos a nuestro establo, cuando ya era de noche.
Salomé examinó a María, que miraba hacia lo alto y rezaba. Yo seguía contento, pero a la vez muy asustado por la responsabilidad que se me venía. Me sentí un poco torpe y con miedo a que las cosas me salieran mal. Quería apoyar en lo que pudiera. Preparé un fuego que nos diera luz y calor. No me fue fácil, pues no tenía piedra de pedernal. Encontré una roca suficientemente dura, y también una buena cantidad de yesca seca. Con la ayuda de un cuchillo intenté encenderla durante largos minutos, hasta que resultó.
Tomé la mano a María, y sus dedos se aferraban a mi brazo. Sólo unas pocas horas más tardó el niño en nacer. Yo estaba algo angustiado, pero todo salió bien. Hasta nos visitó la luz de la luna. Tuve una gran emoción cuando la matrona cortó el cordón que unía al niño con su madre, y después sentí algo muy especial cuando vi al bebé en sus brazos. Y me lo estaba pasando a mí. Era un niño hermoso. Entonces, tuve la seguridad de que todo iría bien. Supe que yo estaba al servicio de mi hijo, si podía llamarlo así. De hecho, me gusta decirle así. Siempre lo he visto como un hijo.
Eramos todos una sola felicidad. Hablábamos en voz alta, salíamos afuera y volvíamos. Unos pastores se extrañaron y acudieron trayendo leche y queso. Nos alegraron mucho, y nos pusimos a cantar alabanzas a Dios, mientras María daba el pecho a nuestro bebé. Era una legítima fiesta. Encendí una lámpara de aceite y la puse en el lugar más visible, pues era el primer día de Janucá.
Yo empecé a ser el hombre más feliz del mundo. Todo había salido bien. Ya podía cantar directamente al niño nacido.
La partera se despidió emocionada y con gratitud por haber ayudado al nacimiento del hombre que venía a salvar al mundo. Así lo dijo. Tal cual. No sé cómo lo supo, pero antes que yo alcanzara a darle las gracias y preguntarle cuánto le debía, ella ya estaba agradeciéndome, con lágrimas en sus ojos, porque se daba cuenta que había participado en algo grandioso.
Como no quiso cobrarme nada, le regalé una figura de madera, hecha por mí, de ésas que siempre ando trayendo. Justamente, era una que representa un niño. Salomé se fue dichosa.
10.- José y el anciano
Después que nació Jesús nos seguimos quedando en Belén. Nos acogió la viuda de un hombre que fue sirviente en la casa de mi padre. Era una casa chiquita, muy pobre, y ya estaba en mal estado, pero nos recibieron bien. Ahí estábamos viviendo aún, cuando al octavo día de nuestro bebé tuvimos que llevarlo al templo para hacerle la circuncisión.
A partir de ese mismo día, ya pudimos cambiarnos a la casa de mi tío, pues se le desocupó una habitación en la que había acogido a unos viajeros que vinieron a Belén a empadronarse. El tiempo pasó muy rápido, y sin darnos cuenta llegó el día del rescate, y fuimos al templo, nuevamente. Llegamos después de una larga caminata, y se nos acercó una anciana llamada Ana, una conocida vidente galilea que acostumbraba a andar por ahí esperando conocer a un niño que llegaría a ser conductor espiritual. La consideraban poco menos que loca. Cuando vio a Jesús se sintió realizada. Ciertamente, veía más que lo que vemos el común de los mortales.
La mujer se postró hasta tocar el suelo con la frente y después se levantó y le sonrió al niño. María la reconoció inmediatamente. Muchas veces la vio, años atrás, cuando vivía en el templo. Se pusieron a conversar, y en eso estuvieron unos minutos. Ana nos pidió que por favor no nos moviéramos de ahí. En seguida, fue a llamar a otro anciano, Simeón, quien al igual que ella, acostumbraba a pasearse por los patios del templo. Pronto estuvo Simeón también con nosotros. Llegando, dijo estar viendo un resplandor alrededor del cuerpo de María. Le creí, porque yo también he visto ese resplandor en ella, en muchas ocasiones.
También vio un resplandor en Jesús, y se fijó en sus ojos.
-Por fin lo hemos encontrado -dijo con fascinación. A María le dijo “llena de gracia”. Creo que eso es lo mismo que le había dicho el ángel. María me lo contó impresionada, hace algún tiempo.
Simeón tenía una percepción muy especial. Y se dejaba guiar por Dios. Pensar que lo debo haber visto muchas veces antes, y nunca me fijé en él. Sus muchas oraciones lo acercaban enormemente a Dios, y se daba cuenta de cosas que pasaban inadvertidas para todos los demás. Simeón, sin embargo, esperaba un salvador terrenal que rompiera cadenas de hierro, y no las cadenas de lágrimas. A Simeón no le cupo ninguna duda que aquel niño era el salvador esperado. A nadie se le ocurrió preguntar cómo lo supo. Hasta tal grado era la certeza, y la razón de estar ahí. El no sabía por qué fue ese mismo día y a esa misma hora al templo. Pienso que la oración lo condujo.
-Este es el día más feliz que me ha tocado vivir -dijo Simeón.
Miraba a Jesús largamente, teniéndolo en sus brazos. Era una estampa de misterio y encanto. Yo me maravillaba de cómo algunos veían algo extraordinario en Jesús. Es algo que yo había aprendido pero otros lo percibían al verlo, simplemente.
Simeón cantaba sus oraciones y las que le enseñaba su amiga Ana. Yo estaba asombrado.
-Niño que has venido a establecer el reino del Altísimo, para salvación de todos -decía Simeón cantando su alabanza-. Eres luz en las tinieblas.
Era necesario para su tranquilidad espiritual no perderse a Jesús. La promesa de Dios estaba cumplida. ¿Cómo sería la oración de este hombre, para haber logrado una particular promesa de Dios? Yo me admiro de esa intensidad de acercamiento. Tiene que haber sido una alabanza grandiosa. También supo Simeón de un gran dolor que vendría para la madre de Jesús. Este era un viejo sabio, pues todo lo conocía. Esta escena me impresionó tanto que después la conté a mis amigos, y a mis hijos y a mis nietos. Todos quedaron asombrados. Supongo que Simeón tiene una cantidad de obras interesantísimas y desconocidas para todos. No quise preguntarle nada.
El anciano anunció que muchos se rebelarán y se irán tras la voz de la contradicción.
Llegaron algunas personas, y se ubicaron en torno nuestro, pendientes de cada palabra, con respeto por Simeón, y curiosidad por nosotros.
-Ya puedo morirme tranquilo -dijo, en paz y alegría- porque he visto a este hermoso niño que el Señor ha enviado para la salvación de todos los pueblos.
No era primera vez que yo tenía en cuenta el destino de nuestro niño. En cambio, era la primera vez que se lo escuchaba decir a alguien, como un profeta. Sin duda, este hombre tenía poderes especiales. Lo acogí de buen grado.
De pronto, a Simeón le cambió el semblante. Se puso serio, casi triste.
-Una espada te atravesará el alma -le anunció a María y, acto seguido, se alejó sollozando.
No quise preguntarle acerca de esa espada, para que la frase pasara más suave, sin que nadie destaque lo que no me gustó escuchar. Igual, María captó perfectamente y le quedó una aprensión por el asunto de la espada, pero ella estaba dispuesta a cualquier cosa. Para María, el anuncio de la espada llegó como si fuera algo nuevo pues quería creer que estaban superados los obstáculos. Jesús ya estaba en el mundo, pero, no, . . . . algo falta aún. Supongo que un niño Dios no será bien recibido por todos. ¿Alguien querrá hacerle daño? He de prepararme para lo que pueda venir. Esta misión que tenemos no será siempre tranquila.
11.- María en su purificación
Me molesta que los sacerdotes me digan que estoy inmunda por haber parido. Es que eso no puede ser. Es insultante para mí y para el bebé. No me considero sucia, y ninguna madre debería considerarse sucia. Los sacerdotes tienen un cuidado extremo de que yo no vaya a tocar nada sagrado. Si supieran que he dado a luz a un hijo de Dios, ¿qué dirían? Especialmente desagradable fue sentir este rechazo cuando, a los ocho días de nacer el niño, lo llevamos a Jerusalén, que está cerca de acá. Es un viaje muy corto. Fuimos al Templo para que le practicaran la circuncisión a Jesús. Ahí fue que le pusieron su nombre, el que Dios eligió para él. Ha de ser una persona grandiosa. ¡Qué responsabilidad! Todo va bien hasta el momento.
Un poco antes, a los tres días del nacimiento, ya me sentí como para salir del establo, que no estaba tan malo porque teníamos calorcito para el niño. José consiguió con una viuda pobre que compartiera con nosotros su pequeña casa. Ahí estuvimos unos días, hasta que pudimos irnos donde unos parientes de José en Belén, por todo el tiempo que queramos, pues nos recibieron con los brazos abiertos, con mucha generosidad, y si no lo hicieron antes fue porque tenían la casa completamente ocupada con huéspedes que habían venido por lo del censo.
Ahí tuve más comodidad para cuidar a Jesús, cambiarle los pañales, darle el pecho, y tantas cosas que se le vienen encima a una al tener un bebé. Con José decidimos quedarnos más tiempo, hasta que Jesús esté un poquito más grande.
-Amo la callada quietud -dijo José, una tarde en la plaza, mientras jugábamos con las manitas de Jesús-. El silencio me habla.
El silencio de José es el de la persona que escucha a los demás y mide cada palabra con prudencia. Es un silencio para meditar y conocer la voluntad de Dios. José tiene una vida interior profunda, que le proporciona alegría.
-¿Venías a menudo por acá, cuando vivías en Belén? -le pregunté.
-Cuando era bien chico venía siempre a las diversiones musicales. Después que crecí, pocas veces acompañé a mis hermanos menores.
Le conté a José que mientras estuve en el Templo leí mucho acerca de las profecías. Y ahora me pregunto en qué forma está viniendo Jesús. Por cierto, no en la forma que la gente esperaría.
¿Qué tendré que enseñarle? Mucho he de orar en los próximos años. Espero no echar todo a perder. Tendré que tener paciencia e imaginación, y estar muy atenta a sus preguntas. Menos mal que José tiene un don especial con los niños. El será fundamental en esto, pues yo sola no podría.
¿En que forma se enterará de quién es? Yo no le puedo decir nada. Dios se lo dirá. ¿Y cómo sabré cuándo se lo dijo, y cuándo todavía no? ¿Será de a poco, o de repente todo en un mismo día? Sólo puedo entregarme a Dios y escuchar su voluntad. Y que me perdone los errores que yo cometa.
-José -le dije a mi marido, sacándolo de sus pensamientos.
-¿Sí, mi amor?
-Como padre terrenal de Jesús, eres la imagen viva del santo espíritu de Dios.
-Nunca tanto -exclamó con modestia.
-Sí. Una imagen del Espíritu que me fecundó como un esposo espiritual.
-Y tú, María, eres la imagen viva de la dimensión creadora de Dios.
-¿Qué?
-Sí. De tu carne fue creado el cuerpo de Jesús.
Nos besamos con ternura. Seguí reflexionando y comprendí que Jesús es el amor de Dios.
Un mes después de la circuncisión cumplimos con el rito de presentar al niño en el Templo. Junto con la Presentación teníamos también que pagar el rescate, por tratarse de mi hijo primogénito, y por lo tanto, perteneciente al Señor.
-Cuando Dios cierra el camino normal delante de un hombre, talvez le quiere enseñar algo -le dije a José, que estaba preocupado por la falta de dinero.
José sonrió, y continuamos avanzando hacia el pórtico del Templo, el que da a la ciudad, y es menos suntuoso que el pórtico de Salomón y que el pórtico real. Habitualmente, está ocupado por puestos de vendedores y por las mesitas de los banqueros y cambistas. Estos tienen que pagar mucho dinero para conseguir un puesto ahí. Los vendedores están al acecho de las personas que vienen a hacer una ofrenda.
En el atrio, José vendió el anillo familiar, después que el cambista subió la oferta varias veces. Con una parte de ese dinero compró un par de tórtolas grises. Tomé en mis manos la jaula, que era pequeña.
Después de la presentación fuimos al lugar de las purificaciones. Considero que es un trámite fastidioso, pero siendo un ritual no faltaré a él, pues los ritos tienen su importancia. Ya estaba pasado el día 33 en que termina de renovarse la sangre, y esto porque tuve niñito. No entiendo por qué el tiempo sería el doble en el caso de haber tenido niñita. En el atrio de las mujeres hicimos la ofrenda de la purificación, ya que en el de los israelitas sólo pueden estar los hombres.
Con dos tórtolas es suficiente para los que somos pobres. Una para holocausto y otra para expiación. Entregué la jaula, con gran dolor porque ya sabía lo que iba a pasar. El sacerdote sacó primero uno de los pájaros y le cortó el cuello. Puso el cuerpecito sobre el ara. Era un charco de sangre horrible.
El holocausto es la ofrenda que hace el sacerdote sobre la leña encendida del altar, empezando por la cabeza de la tórtola. La sangre salpicó sobre la pared del altar. Después, el sacerdote le sacó el buche y las plumas, y las tiró junto con las cenizas que van a la basura. Dice que el olor es grato a Jehová. No me queda más que creerle.
Después vino la expiación. Con una gota de esa sangre sobre mi cabeza, estando yo arrodillada, el sacerdote me purificó y después me dijo una oración con las manos levantadas sobre mí. Le ofrecí al Altísimo esta purificación para estar en condiciones de cuidar a Jesús.
12.- Melchor
Nos pusimos en marcha porque ya empezaba a esconderse el sol. Durante algunas horas de calor habíamos estado descansando. Nuestra estrella se perfilaba apenas en un cielo que contenía todos los colores en tonalidades cambiantes.
-Dentro de poco veremos al Enviado -gritó eufórico Baltasar. Los demás estuvimos de acuerdo, y también nos pusimos contentos. Yo estaba absolutamente seguro que nuestro largo viaje sería premiado con el éxito.
Baltasar es el más joven del trío. Es un hombre muy rico, príncipe de la estirpe de los partos, estudia a Zarathustra y también es muy entendido en el lenguaje de los astros. Prácticamente, él nos financió el viaje, ya que Gaspar y yo somos pobres. Y por si fuera poco, es el que aporta la fuerza física a nuestro grupo. Estamos muy compenetrados los tres, aunque partimos sin conocernos mucho.
Miro a mi camello y me da risa. Parece que hablara cuando gruñe. Yo le contesto con otro gruñido, poniendo la boca igual que él. Baltasar se ríe, mientras Gaspar me mira moviendo la cabeza. Gaspar es el más viejo de nosotros, un gran astrólogo, increíblemente sabio.
Yo me llamo Melchor. Mi edad de cuarenta años es intermedia entre las de ellos. A mí me consideran sabio en la corte. No saben lo que dicen. Sólo me dedico a restaurar el libro santo, destruido en las guerras. Es que me encanta leer. Hay ahí conocimiento de muchos siglos, de diferentes materias. Hasta matemáticas que no las entiendo en absoluto. Somos estudiosos de los astros, pero no de los números.
Vivimos en lugares distintos, en la parte oriental del mundo poblado. A Gaspar lo conocí por tratarse de una persona de cierta fama. Desde hace muchos años que le envío cartas con los mercaderes, consultándole materias que son de su conocimiento. En cambio, de Baltasar sólo había escuchado hablar un poco. Supe de él a través de un conocido común, que cuando le mencioné mis inquietudes se acordó que un Baltasar le había hablado también de eso. Con este mismo conocido le envié un mensaje. Se me ocurrió que sería bueno reunirnos, y también con Gaspar.
Siempre estoy en búsqueda, leyendo, escribiendo y tratando de contactarme con los que saben. Quiero llegar a entender todo lo que aún está por descubrirse. En el fondo, necesito encontrar ese punto lejano desde el cual vine un día, y al que he de llegar nuevamente.
Buscando en mis muchos libros, leí que al final de los tiempos aparecerá un hombre muy especial, enviado por la divinidad para enseñarnos a vivir la vida, cosa que todos deberíamos haber aprendido ya, y no lo hemos hecho. Será el que es esencia de la verdad, un maestro salvador, que está por nacer en un país lejano de occidente. Allá es donde he querido ir, dejando a mi familia por un tiempo. Mis sirvientes son muy fieles, y además, les encanta viajar.
Una nueva estrella es la señal que anuncia la venida del Enviado. Cuando consideré que podría estar llegando el momento, me puse en contacto con Gaspar y Baltasar. Todo esto, a lo largo de varios meses en que las caravanas iban y venían, y ahí poníamos nuestras misivas. Entre los tres decidimos buscar un recién nacido, en el lugar indicado por la estrella. El que será el rey de reyes. El que gobernará sobre todos los reyes. Durante algunos meses nos preparamos para el viaje.
Existen muchísimos magos como nosotros, pero casi ninguno tiene inquietud por el salvador del mundo. Los tres que estamos acá somos los únicos que la tenemos, al parecer. Hay un porvenir escrito, el destino de la humanidad. Desde tiempos antiguos estaba pronosticado que vendría al mundo un salvador cuando se cumpliera una determinada situación entre las estrellas, la que además, se supone que ha de evolucionar indicando una dirección. Cuando empezó a ocurrir eso, logramos ponernos de acuerdo para emprender juntos una aventura que nos fascinó.
Cada uno de nosotros quiso hacer este viaje. Quedamos de encontrarnos en el oasis Ahvaz. Fui el primero en llegar hasta allá, instalé mi tienda y me puse a esperar con paciencia. A los cuatro días llegó Baltasar, y dos días después, Gaspar. Ahí conversamos mucho, de astros y de revelaciones. Lo que tenemos en común es que algo entendemos del lenguaje de los astros.
Así fue como iniciamos nuestra aventura. Fueron cuatro meses en camello. Atravesamos el desierto entre el Eufrates y Siria, llegamos a Haleb. Bebiendo agua de camello, como decimos nosotros, en la jerga del desierto. Recorrimos el trayecto hasta Damasco y hacia el sur, continuando por la orilla del Mar de Galilea y del río Jordán.
Venimos siguiendo la indicación de las estrellas. Pasamos horas enteras mirando al cielo en la noche, a la vera del camino. Es algo que me maravilla, y lo digo con alegría. Comparo cada noche con la anterior, mientras Gaspar calcula por donde hemos de seguir. No dispone de todos sus instrumentos, sino sólo los pocos que pudo traer, pero igual obtiene resultados.
Después que cruzamos el vado cerca de Jericó, las señales estelares nos indicaron en forma muy clara la dirección a seguir.
-Viajaremos hacia Jerusalén -dijo Gaspar, indicando con su mano-, aunque no es exactamente el pueblo que tenemos que encontrar. Está cerca, y ahí pueden ayudarnos.
Esto de ir en pos de una estrella luminosa que nunca alcanzaré me enseña a vivir la vida. Las estrellas luminosas no fueron puestas para que lleguemos a ellas sino que para tener un rumbo y echar a andar. Igual que todos esos sueños imposibles que también tengo y que jamás alcanzaré. Me muestran cómo caminar.
Respeto mucho a Gaspar por su experiencia y sabiduría. El piensa ya en la muerte. Y nos habla de unas profecías que él conoce, en que aparece la muerte de aquel hombre en que se convertirá ese niño que andamos buscando.
Al llegar a Jerusalén ya empezamos a ver gente que nos miraba raro, pues no sabían quienes éramos. Causamos gran conmoción en la ciudad. Visitamos una sinagoga porque queríamos conocerlas. Me extrañó mucho que no tuvieran imágenes, ni pintadas ni esculpidas. Faltaba arte religioso en Jerusalén.
Preguntamos en el mercado por algún niño nacido, uno que estaba destinado a ser muy importante.
A Baltasar se le ocurrió preguntar por el “rey que ha nacido”. No fue muy afortunada su frase, que no tardó en llegar a oídos del rey Herodes. Este se preocupó tanto, que nos mandó a llamar a la corte.
El rey estaba muy enfermo, y ya había escuchado antes, que los judíos esperaban un Mesías. Me llamó la atención que Herodes tenía el pelo visiblemente teñido. Aunque él no quería que nadie se diera cuenta que estaba enfermo, para mí fue de una evidencia clarísima. Estaba rígido en el trono, transpirando, con los labios apretados y las mejillas temblorosas. Unos sirvientes le hacían aire con abanicos.
Le expliqué a Herodes en forma muy simplificada lo de nuestras estrellas. Solamente le dije que se habían visto juntas la estrella de la realeza y la estrella de la fortuna. No le mencioné que carecen de luz propia, ni que reflejan la luz del sol, ni menos aún, osé decirle que eso mismo ocurre con nuestro mundo que habitamos. Si hubiera incurrido en tamaño desatino, no creo que habríamos salido vivos de ahí.
-En estos días parecen una sola estrella brillante que se mueve con cierta orientación, de manera de indicar el lugar en que ha de nacer el gran niño -le dije, simplemente. El se reía mucho con mis explicaciones. También yo reía, para hacer amistad, y para no tener que entrar en profundidades.
Tampoco le dijimos que, según las antiguas escrituras, todo esto significaba la aparición de un rey poderoso en Judea. Nos limitamos a hablar de un hombre de mucho carisma, y que tendría seguidores. De todas formas, Herodes no entendió mucho.
-Vosotros os equivocáis de país -dijo Herodes-. Consultaré con nuestros sabios.
-Los tres coincidimos en nuestros vaticinios, en gran medida -afirmé-, aunque con algunos matices distintos y nos pusimos en contacto para viajar a esta zona a conocer al niño que había de nacer, según dichas predicciones.
El rey nos dijo que nos quedáramos en la ciudad, y él averiguaría acerca del niño que buscábamos. Más aún, nos alojó en el palacio y prometió comunicarse con nosotros dentro de un día o dos. Lo noté atemorizado y no supe de qué.
Llegaron los sabios ante Herodes. Varios doctores de la ley, y algunos de los llamados fariseos, avergonzados de estar ante tanta magnificencia. También venía el anciano Hillel, hombre muy respetado en el reino. Herodes consultó a los maestros de la ley, qué sabían de todo eso.
-Las creencias de los discípulos de Zarathustra son un eco de nuestra esperanza de un Mesías. Y acá hay algunos que sienten que el tiempo está cerca -el maestro Hillel dijo a Herodes.
Las profecías de este pueblo hablan de lugares. Hillel citó una de un profeta llamado Miqueas : “y tú Belén, no serás la última entre las ciudades de Israel porque de ti saldrá el Señor, cuyo origen está en el principio, y que se pondrá de pie para guiar a su rebaño”. Cuando me la leyeron me admiré de la manera cómo nuestras culturas se complementan.
Herodes nos dijo que fuéramos a Belén y volviéramos a contarle. Insistió en que él también acudiría entonces.
Después, cuando conversamos entre nosotros, Gaspar me manifestó su recelo respecto a la actitud de Herodes. Baltasar y yo también sospechamos algo turbio.
-¿Por qué ese miedo de Herodes? -pregunté.
-Quizás siente que le tiembla el piso -observó Baltasar.
-Un niño rey, aun no se sabe bien qué es eso. . . , pero Herodes siente inseguridad.
-Un bebé desconocido le hace sombra -dije riendo.
En Belén nos dispusimos a investigar para dar con la ubicación del niño. No nos fue tan fácil, pero con un poquito de inteligencia, y con la buena voluntad de la gente, poco a poco fuimos ubicándonos hasta que dimos con la familia del niño. La estrella nos guió hasta una puerta.
Vimos un niño de un poco menos de un año, con un vivo resplandor en torno suyo. Al verlo, nos miramos los tres, y nos postramos en el suelo a adorarlo. Jesús es su nombre. Le besamos sus piececitos, y a Jesús le daba cosquilla.
El padre del niño salió a recibirnos. Es un carpintero llamado José. Uno a uno nos presentamos y Gaspar le explicó el motivo de nuestra visita. José nos acogió con júbilo y nos presentó a su joven mujer, María.
Baltasar, que tiene muy buena situación, trajo unas monedas de oro, y se las entregó a José. Gaspar, el anciano que piensa en la muerte, le entregó un frasco de mirra a María. Los antiguos persas ofrecían esto mismo a su dios. Yo traje incienso en un pequeño saco y se lo di al niño, que apenas lo pudo levantar y trató de descubrir a qué podía jugar con ese asunto. Se reía, y nosotros también.
Baltasar dijo a María, la madre, “Has dado a luz a un niño que ama a Dios”. Gaspar agregó “Un niño que es amado por Dios”. Entonces, me surgió, no sé de dónde, decirle “Tu hijo y Dios son una misma cosa”. Me escuché decir eso.
José, el padre del niño, nos preguntó por nuestro origen y quiso saber cómo nos enteramos de este lugar.
-Venimos de diferentes regiones de Persia -expliqué-, aunque sólo Baltasar tiene ascendencia persa.
Le conté que Gaspar es descendiente de árabes, y que mis abuelos provenían de India, y por eso el color oscuro de mi piel. Volví a mencionar lo de la estrella misteriosa y los cálculos de Gaspar para dar con la dirección que seguimos.
La casa en que vivía José con otras familias era humilde y pobre, lo cual nos venía bien, después de todo, era lo que requeríamos sin saberlo. Conversamos muchas más cosas, hablando principalmente en griego y en árabe, y una mezcla de idiomas, tratando de darnos a entender. Nos contaron muchas cosas entretenidas y tomamos buen vino. Cuando hablamos de los pormenores del largo viaje que acabábamos de realizar, a José le llamó la atención cuando mencioné los ojos de aguja que están al lado de las puertas, en pleno desierto, para entrar a algunas ciudades.
-Las personas podemos pasar fácilmente por esas pequeñas aberturas, que se llaman ojo de aguja -expliqué-, pero para los camellos resulta imposible.
José me ayudó a interpretar mi sueño de anoche. En ese sueño me veía en una ciudad extraña y entré en una casa en que no vivía nadie. La recorrí y salí, pensando volver. José me preguntó qué sentía, y cuando le respondí algo parecido a lo que las personas sienten, me ayudó a ver que un sueño es un viaje a mi interior, a conocerme, a entenderme cada vez un poco más.
También hablamos de Jesús.
-Es tu hijo, pero también es tu Señor, tu Dios -le dije a José, atendiendo a ese conocimiento nuevo que me había surgido de manera misteriosa, y creo que esa frase le quedó sonando y lo impresionó.
Pienso que el rey no entiende de qué se trata esto. él es, simplemente, un hombre adicto al poder y que no querrá que nadie intente siquiera restarle una gota de potestad.
-Tienes que andarte con cuidado -advertí a José-, pues nadie sabe qué pretenderá hacer Herodes en contra de Jesús cuando el niño vaya creciendo.
Durante el camino de vuelta voy pensando muchas veces en lo que me habló José, respecto a mi sueño, y en lo que yo mismo me escuché decirle a él, “es tu hijo y es tu Dios”. Me emociona el cambio que se produjo en mi manera de mirar los acontecimientos, y que fue ciertamente milagroso. Este enorme viaje a adorar a un niño, y más aún, su presencia que me interpela con ternura, fue algo vital para mí. Rescaté a mi propio niño, por tantos años encerrado en mí, como en una cárcel. Tuve una transformación que me ha hecho querer a ese niño que llevo dentro.
13.- José en Egipto
Sólo los camellos de la caravana estaban tan frescos como al principio. Por lo menos, ya podíamos considerarnos a salvo. Habíamos llegado a un importante pueblo de Egipto. Como era muy de noche tuvimos que cobijarnos donde pudimos. Un sacerdote gentil nos acogió en su casa que se encuentra al lado de un templo atestado de ídolos. Fue lo único que pudimos lograr, y allí nos recibieron con los brazos abiertos, debo reconocer eso. Yo me sentía muy raro en un lugar así, y María también. La mujer del sacerdote nos habilitó el que sería nuestro cuarto. Lo primero que pensé fue que a primera hora del día siguiente nos iríamos muy rápido de ese lugar. Era tal nuestro cansancio que nos dormimos tan pronto como terminamos de comer lo que nos sirvieron.
Al alba siguiente desperté temprano y me quedé un rato pensando en esa necesidad que tuvimos de dejar nuestra patria, sin saber por cuánto tiempo sería. Hasta hace muy poco estábamos en Belén, en casa de unos parientes, pasando unos días antes de irnos a Nazaret. Jesús ya tiene varios meses de edad. En realidad, está próximo a cumplir un año y emite algunos sonidos de conversación, como queriendo hablar. Recordé la llegada de los magos, con sus turbantes, la que ocurrió un día cualquiera. Usaban vestimentas finísimas, collares de oro, y costosos anillos en los dedos. Además, traían regalos para Jesús. En aquel instante María estaba preparando el almuerzo, así que agregó ingredientes para invitar a nuestros inesperados y amistosos visitantes.
Los magos observaban todo y conversaban entre ellos, entusiasmados, intercambiando opiniones. Menos mal que sé algo de griego, y pudimos comunicarnos, aunque no sin dificultad. Me llamó la atención que eran personas llanas a aceptar lo que no ven los ojos. Yo les hacía muchas preguntas, de dónde venían, cómo es allá, cómo supieron que nacería un niño. Pude darme cuenta de la amistad que han hecho los tres en este viaje. También conversamos acerca de las siniestras intenciones que atribuíamos a Herodes.
-Siendo como es un tirano sanguinario, además de atemorizado, no podemos esperar nada bueno de él -les advertí.
Temimos que en algún momento futuro pudiere atentar contra el niño. Ese niño, que era un enviado. Empezamos a pensar en movilizarnos para la seguridad de Jesús, pues los magos nos sugirieron alejarnos de Jerusalén. Y se fueron de vuelta al Oriente dando un rodeo para no pasar por esa ciudad. Recuerdo que les regalé unas figuritas de madera, de ésas que hago.
En esos pensamientos estaba cuando tuve que volver a la realidad, pues ya era hora de levantarme a tomar desayuno con nuestro hospedador, quien después nos llevó a conocer el templo. Por su tamaño y sus dependencias, era un verdadero palacio, casi una pequeña ciudad entera. Encontré asombroso que personas tan buenas estuvieran en una devoción así, que yo consideraba tan negativa. Cómo podían tener esas imágenes de divinidades, era algo que no me podía explicar. Creo que la fuerza del Altísimo es inmensa, ya que puede volver buenas a las personas aunque estén equivocadas en su percepción de él. Sentí amor por esta gente. Sí. ¿Por qué no puedo sentirlo, aunque adoren ídolos? Nos invitaron con tanto cariño que decidí quedarnos ahí un par de días, ya que nos recibieron con generosidad. Durante esos días, que después se alargaron a dos semanas, me dediqué a observar el culto que efectuaban estas personas, que me parecía blasfemo.
También tuve mucho tiempo para jugar con Jesús. Y para reflexionar acerca de la manera cómo llegamos a este insólito lugar. Con María, habíamos decidido adelantar el viaje a Nazaret y eliminar de nuestros planes la pasada por Ein Karem, que previamente dispusimos para despedirnos de Isabel y Zacarías, además del pequeño Juan. Al escuchar a los magos y sus aprensiones, desistimos de hacer esa visita, y más aún, tuve un sueño aquella noche, que me volvió a cambiar los planes. Soñé con un camello que me miraba como invitándome a seguirlo. Después venía a mí. Casi sonreía el pobre animal. De pronto se hincó para tomar pasajero. Y me miraba. Y yo no le hice caso. Hasta que se paró, dio un par de vueltas a mi alrededor y partió lentamente. Cada cierto trecho giraba su cabeza hacia mí. En cierto instante, el camello se cambió por un faraón, que me hacía señas con la mano para que lo siguiera. Intenté seguirlo. No me decidía, y en eso, desapareció. Yo estaba solo en el desierto. Caminé en la dirección que me habían indicado, apenas un par de pasos, y me encontré con un niño que lloraba en el suelo. Eso es todo lo que recuerdo del sueño.
Ya de antes, había estado reconsiderando incluso la decisión de ir a Galilea. Por lo demás, no se me ocurría dónde, pero en ese momento lo supe con certeza. Egipto estaba apareciendo como el destino. Y era perfectamente viable. Sí, sin duda, valía la pena intentarlo. Le di vuelta a la idea un par de horas, y empecé a preparar el viaje. Le dije a María que iríamos a Egipto, y a Josetos le pedí que él volviera a Nazaret y que no le contara nada a nadie, excepto a mi suegra. Me habría gustado venir con Josetos a Egipto porque con él me habría sido más fácil esconder a Jesús si nos detenía alguna patrulla. En cambio, podía despertar sospechas.
No me fue difícil partir rápido, siendo tan pobres, no había mucho que llevar, ni que dejar arreglado antes de irnos. Salimos un día de madrugada, con María y el niño. Logré reunir dos burros, para llevar sólo lo indispensable. Ibamos con cautela porque era una aventura descabellada, y a la vez, una necesidad imperiosa. Necesitamos mirar mucho a Jesús para tener fuerzas y seguir adelante.
Habría tomado el camino de Emaús, pero era demasiado transitado. Preferí ir por el sur hacia Hebrón, donde está la sepultura de Abraham, y de ahí hacia Ascalón, en la costa. Durante el trayecto nos encontraron otros viajeros, y seguimos juntos un buen trecho. Así nos sentíamos más seguros en los campamentos que hacíamos para dormir.
Después de la primera semana de viaje María estaba muy cansada. A mí me dio solamente sed. En cierto momento detuve la marcha, bajé a María del burro y la ayudé a acomodarse bajo una palmera, tan alta que la sombra quedaba a varios metros de distancia, a esa hora. Desde la sombra mirábamos lo alto de la palmera y nos ilusionábamos con sus frutos. Suerte tuvimos. Una pequeña brisa fue suficiente para remover la copa de la palmera y dejar caer un coco. Pudimos comer y beber de ese fruto que llegó en forma tan oportuna. Con María le cantábamos a nuestro hijo, recordando el viaje a Belén, antes de que naciera.
Ahora, en Egipto, Jesús jugaba con un niño de pocos años, hijo de uno de los sacerdotes. Según decían, este niño estaba poseído por espíritus malignos, pues se desnudaba y salía a tirarle piedras a la gente. No hallaban qué hacer con él.
Una vez que María lo vio así, quiso cubrirlo y le puso lo primero que pilló, un pañal de Jesús. El niño no puso muy buena cara. Lloró y pataleó un rato hasta que se durmió. Entonces, María se lo llevó a su madre, y después de eso, nunca más dio problemas. Los sacerdotes se dieron cuenta que Jesús tenía algo especial, y nos tomaron afecto.
Poco a poco, una amistad se establecía entre nosotros y esta familia que nos acogió. No entiendo por qué el Altísimo nos ha traído hasta acá, una casa adoradora de ídolos en Matarieh, ciudad egipcia cerca de Heliópolis. Y eso, después de una larga travesía que continuó a orillas de uno de los brazos de salida del Nilo, por varias jornadas, viniendo aguas arriba. En cierto sector del camino vimos a lo lejos las pirámides, eso fue una vista digna de admiración.
Durante nuestra estadía en casa del sacerdote ocurrió algo notable. Hubo un fuerte temblor, con un ruido estruendoso y un movimiento atroz. El sismo causó destrucción en el pueblo, principalmente en las casas más pobres. Algunas personas resultaron heridas, y todas quedaron con tanto miedo, que en la noche no querían dormir. Dentro de la casa en que estamos no fue tanto, pero se fueron al suelo varias de las estatuas del templo, las que quedaron destruidas. Tuve la tentación de pensar que, después de todo, había una ira divina, que había desatado las fuerzas de la naturaleza para destruir los ídolos. Después de un rato recapacité, pues esa gente era buena.
Dentro de un determinado ídolo vivía, supuestamente, cierto espíritu, y los egipcios le presentaban ofrendas. Un sacerdote habitaba cerca del ídolo, y el espíritu rebelde le hablaba desde dentro de la estatua, cada vez que los egipcios querían interrogar a sus dioses. En el terremoto, este personaje de piedra quedó dañado con una fisura, de arriba a abajo, y ahora emitía un gemido en la mañana cuando empezaba a calentar el sol. Los sacerdotes lo interpretaron como una expresión de dolor divino.
Me dio pena el sufrimiento de estos sacerdotes y sus familias, que nos habían tratado tan bien. Hasta ayudé a levantar nuevamente lo que se pudo. No podía negarme a reparar algunos ídolos. Que mi Dios me perdone. Y con mis herramientas me esforcé por arreglar todo lo que estaba roto, como por ejemplo, un pedestal de madera que se había quebrado.
Finalmente, fue bueno actuar así porque ellos saben de mi reticencia, por no decir intolerancia, y al ver que yo la he vencido, se están interesando en conocer a mi Dios.
14.- María ante la protesta de una mujer
Pasamos por un lugar que estaba plagado de ladrones. Seguimos camino, con mucho miedo, hasta llegar a otra ciudad más tranquila y ahí nos quedamos, cerca del Nilo, en un pueblo en que viven muchos judíos, la mayoría de ellos trabajando como jardineros. Hay una sinagoga y un rabino. Por lo menos, ya es algo. Al poco tiempo, nos hicimos muy amigos del rabino, y él me pedía que le ayudara a copiar las escrituras. Fue entretenida la estadía en Egipto. Al principio del viaje yo iba con mucho espíritu de sacrificio, obediente a José, que es el depositario de la sabiduría de Dios.
Por esos días se produjo una situación insólita que dio mucho que hablar. Una mujer joven se rebeló contra las rígidas normas que sometían a las mujeres. A pesar de pertenecer a una familia muy honorable, ella salía de su casa cuando le venía en gana. Más aun, se descubría el rostro, cosa que acá no es bien vista, y si le daba calor se sacaba parte de su ropa, pues se sentía con derecho a estar cómoda. Principalmente, quería romper los esquemas que la aprisionaban, pues para ella eran injustos. Cuando supe de la protesta de esta mujer, sonreí admirando su valentía, pero después encontré que ella se estaba destruyendo porque no podía tener tanta fuerza como para derrotar los prejuicios reinantes.
Cierta vez, esa mujer había ido al río a lavar ropa, y creyendo que no había nadie por los alrededores, se desvistió y empezó a bañarse desnuda. Apenas había alcanzado a disfrutar el agua cuando fue descubierta, y se armó un escándalo de proporciones. Desde entonces, su padre decidió mantenerla en casa, amarrada, por la propia seguridad de ella, según decía, pero la mujer se las arreglaba para soltarse y arrancar de su casa.
Yo traté de comprenderla, pues a mí tampoco me ha gustado esto de que las mujeres estemos tan sometidas. Decidida a ayudarla, la busqué y le hablé. Al principio, ella no entendía mucho, porque yo fui la única persona que la acogió. Le dejé claro que sus motivos de descontento eran legítimos, pero golpearse la cabeza contra una pared no conduce a nada bueno. Le conversé de la maternidad. A José le daba miedo escucharnos. Yo, diciéndole “Tienes razón en encontrar injusto el sistema”. Y agregaba inmediatamente una cita del Eclesiastés. “Hay un tiempo para cada cosa y un momento para hacerla. Un tiempo para lanzar piedras y otro para recogerlas”.
A esta mujer le gustó el Eclesiastés. No lo había escuchado nunca, es que no forma parte de su cultura. Nos hicimos muy amigas. Ella necesitaba alguien en quien confiar. Yo quedé contenta porque finalmente, la mujer se adaptó a la sociedad, por amor a los hijos que, en algún momento, llegaría a tener. Los padres de la joven me estaban muy agradecidos y nos dieron su hospitalidad. Fue entonces que se me reafirmó que el Altísimo es tan inmenso que no lo podemos abarcar.
15.- José viajando de vuelta
Ya estamos nuevamente acercándonos a las tierras nuestras. Tres años permanecimos en el exilio en Egipto, con algunos problemas de idioma al comienzo, sin apoyo de familiares, y con dificultad para encontrar trabajo. Eso último tuvo también la gran ventaja de permitirme jugar con Jesús.
Estuvimos una parte del tiempo en Matarieh, donde nos prestaron por muy bajo precio una habitación en la casa de una viuda. Era una construcción muy simple, donde pasamos más de dos años, después de los cuales decidimos volver a nuestro país, pues nos enteramos de que ya había muerto Herodes.
A poco de salir, y pernoctando en Zoán me di cuenta de que era conveniente quedarnos ahí unos días. Me gustó mucho estar en esa tierra en que también estuvo Abraham aprendiendo de los sabios, así que opté por quedarme varias semanas, que se fueron transformando en meses. Aún queda un templo de sabiduría antigua. Traté de aprender cuanto pude aunque no sé hasta qué punto puedan ser verdades absolutas. Me despiertan la curiosidad cosas como éstas : “Los hombres no comprenden la pureza de la vida ni cuando la luz brilla en la oscuridad”. Elías y Salomé se llamaban los que nos acogieron en Zoán. Una vez más apareció en mi vida el nombre de Salomé. Eran maestros de lo trascendente, según alguna extraña tradición. María estaba fascinada porque en la cultura egipcia la mujer no está tan relegada a funciones menores como ocurre en nuestra formación.
Finalmente, emprendimos nuestro regreso a Galilea. Jesús ya tiene casi cuatro años. En uno de los campamentos durante el viaje terrestre me enteré de una desaparición de niños que hubo en Belén poco después que nosotros salimos. Y no sólo en Belén, sino también en sus alrededores, incluyendo Ein Karem y algunos barrios pobres del sur de Jerusalén. Lo que pasó fue que Herodes ordenó que le llevaran a palacio a los niños varones con menos de dos años de edad, para darles una formación especial ya que uno de ellos estaría destinado a rey. Bueno, eso fue lo que inventaron para justificar su acción. Mucha gente les creyó, y no tuvo problemas en llevar sus bebés de uno y dos años. Incluso algunos aunque tenían tres años.
A los más incrédulos les dijeron que había una sorpresa al final de un período de cuidado especial que supuestamente iba a ser sólo de un mes, en una primera fase. A aquellos que se resistían a llevar los niños, los fueron a visitar. Al final, las autoridades andaban casa por casa buscando niños. Y así fue como en pocos días separaron de sus padres a unos veinte niños en Belén, y otros más en los alrededores, todos los cuales nunca más aparecieron.
Incluso, me contaron que cuando los padres de estos niños se acercaron a preguntar por ellos, nadie supo decirles nada. Hasta negaron que los hubieran llevado a palacio.
Más tarde estuve a solas con María en la tienda, y le hablé de esto. Lloramos por esos niños. El asesinato era cosa corriente en el gobierno de Herodes, y mucho me temo que siga siéndolo con sus sucesores.
Traté de no pasar por Jerusalén, porque reina Arquelao, el sucesor de Herodes para Judea. Así, pues, nos salimos de la caravana y dimos un rodeo. Fue una precaución excesiva, según comprobé después. Yo no entendía bien esto de que ahora el reino está dividido en tres, o en cuatro, no sé en cuantas partes.
Pasamos muy cerca del Mar Muerto y llegamos a los montes de Engedi. Esa noche alojamos en casa de Josué, un antiguo conocido que generosamente nos acogió.
Después de la cena estuve largas horas conversando con Josué, cuando las mujeres se retiraron, y los niños dormían. Me contó varias cosas de las que yo sólo había escuchado rumores tardíos.
-Entiendo que fue espantoso quedarse acá -dije-, pero te aseguro Josué, que también fue tremendo irse al exilio. He sentido la lejanía, la añoranza de mi pueblo, ese diario vivir que integré en mí, cuando niño.
-Recibí a Isabel y a su pequeño Juan -mencionó Josué y me siguió contando que esta pobre mujer había sufrido muchísimo cuando arrancó hacia los cerros. Vivió varios días en cuevas, pasando hambre y frío. Herodes y su gente pensaban que el hijo de Zacarías, por ser de la clase sacerdotal, podía ser el elegido. Juan sobrevivió, por suerte, jamás pudieron encontrarlo.
-Si hasta el día de hoy, Isabel lleva muchas veces a Juan donde los esenios, en los montes -agregó Josué-. Prácticamente se ha estado criando con ellos.
-De repente, por ahí me dicen “esenio” -observé riendo.
-Bueno, eres bastante solidario, y también te lo pasas rezando.
-Pero no soy ermitaño.
-Eres pacifista y comunitario. Mira, si a mí también me han dicho “esenio” más de una vez.
-¿Los esenios provienen de los fariseos? -pregunté, porque realmente no lo sabía.
-No puede ser, si son tan distintos. Yo creo que provienen de una raíz común, antigua, claro.
-He visto que los fariseos se dedican más a estudiar que a orar.
-Son ceremoniosos, y muy quedados en las formas y en las obligaciones.
-Los zelotes, sí que salieron de los fariseos.
-Y son más distintos, todavía -afirmó Josué.
-Son todo lo contrario.
-Han elegido la vía violenta.
-Al final, los únicos que apoyan a los romanos son los saduceos.
-Y, porque les conviene, pues mantienen su riqueza y su poder.
-¿Qué ocurrió con Zacarías, el esposo de Isabel ? Años atrás estaba al servicio de Dios - pregunté en forma muy directa a Josué.
-Un día, estando los sacerdotes reunidos a la hora de la plegaria -me respondió-, esperaban a Zacarías. No llegó. Los sacerdotes se preguntaban qué habría pasado. Y, extrañados de su tardanza, pensaron que rezaba su oración privada, o bien había tenido alguna visión en el templo.
Josué me contó que cuando se decidieron a buscarlo no lo encontraron. De hecho, el cuerpo todavía no ha aparecido. Sólo vieron un reguero de sangre coagulada, junto al altar. Lo mataron los soldados que buscaban al pequeño Juan. Fue víctima de la fuerza abusiva de los poderosos. Lo asesinaron en el templo, cuando oficiaba en el tabernáculo de la alianza. Ya varias veces lo habían amedrentado para que diera el paradero de Juan. Realmente no lo sabía, y aunque lo hubiera sabido, jamás lo iba a decir. Lo insultaron y le pegaron para que averiguara. Hasta que perdieron la esperanza y lo mataron. El azar quiso que justamente en la fecha en que buscaban a Zacarías, le tocaba el turno en el templo a su orden sacerdotal, la octava, la de Abías. En esas semanas tenía que ofrecer el incienso dos veces al día. Me impactó mucho enterarme de lo que hicieron con el padre de Juan, quitándole toda posibilidad de verlo crecer y enseñarle, y todo eso.
-Zacarías había sido bastante crítico de los romanos -reflexioné en voz alta.
-Un opositor pacífico.
-Simplemente, no le gustaba el abuso ni la opresión injusta -agregué.
-Necesitamos un libertador como Judas Macabeo.
-Creo que necesitamos algo más espiritual -aventuré, y Josué se quedó pensando.
-El no era tan pobre como nosotros, ni tan rico como Joaquín -dije, después de un largo silencio, pensando siempre en Zacarías.
-Lo admiro. Fue heroico como murió por la causa de los niños. Tenía esa valentía inocente, casi infantil.
-Supe que una vez le entró algo como una tierra que lo atoró y le rompió la garganta -le conté a Josué-. Le dolía tanto hablar, que no pronunció palabra hasta que empezó a sanar, al nacer Juan.
-Cómo lo habrá sentido, si Zacarías era un viejo dicharachero. De expresión fuerte.
-Y de muy buenos sentimientos.
-Lo que tuvo fue una grave molestia en la garganta por acción de unos productos que se usan en la celebración litúrgica -precisó-. De hecho, estuvo sin poder hablar por algún tiempo. Piensa que en el templo son bastante dados a urgir a los sacerdotes que no tienen descendencia.
-A Zacarías le pasó lo que a Joaquín, que no era sacerdote -expliqué-. Hay un notable paralelo entre las vidas de ambos. Una concepción milagrosa siendo el tiempo de la desesperanza.
-Zacarías estuvo por renunciar a su labor de formador de sacerdotes. Era un verdadero profesor.
-También oficiaba en el templo, pero eso era menos frecuente.
Quedé triste. Nuestros niños están a salvo, es cierto, y eso es una gran cosa. Me pregunto cómo puede haber descendientes del pecado, que puedan cometer estas atrocidades. Lo del censo aquél fue algo afortunado para Jesús, ya que al haber tal cantidad de gente flotante en ese momento en Jerusalén, que después partió a distintos lugares, no era fácil seguir la pista de los niños nacidos.
A la mañana siguiente continuamos nuestro viaje. Nos fuimos hacia el Jordán y a los pocos días, ya estamos muy cerca de Nazaret. A estas alturas, ya sé que debo ser fuerte y mirar las profecías respecto a la muerte de Jesús. Me resisto mucho a ello.
Tengo gran esperanza de que todo podrá partir de nuevo.
16.- José en Nazaret
Qué bella es la Galilea. Estoy feliz de estar de nuevo en mi tierra. Y de estar de nuevo con Jacob y sus hermanos y con mis niñitas. Entre Ana y Miriam los han cuidado muy bien, pero yo los he echado de menos. Durante el largo camino que hicimos hasta acá, le enseñé a Jesús a montar el burro y dirigirlo. Para aprender a hacerlo se requiere paciencia, y él la tiene.
Nuestra llegada a Nazaret causó sensación en el pueblo. Fue un hecho notable, pues a pesar del tiempo transcurrido, éramos más que recordados. Los vecinos nos agasajaron. Muchos niños llegaron de todos lados, contentos, querían jugar con Jesús, que ya hablaba y corría por todos lados. Lo llevaron a conocer la fuente.
La señora Ana estaba intranquila porque durante tanto tiempo no tuvo noticias de nosotros. Siempre mantuvo la fe, sabiendo que llegaríamos. María le trajo de regalo un pequeño espejo de metal pulido, con un mango muy lindo.
Acá en Nazaret, pueblo de artesanos, y pequeños propietarios agrícolas, viven muchos gentiles, y nos llevamos bien con ellos. Con mayor razón ahora, después de haber estado en Egipto. Menos mal que María y yo entendemos bastante el idioma griego.
Llegamos a una nueva casa, no a la que yo tenía antes, que ya estaba en muy mal estado. Ahora quedamos al lado de Alfeo, que yo le digo Cleofás, y su familia. Y también al lado de mi suegra.
-Cleofás, tú estás igual.
-Si no ha pasado tanto tiempo -me respondió.
-Para mí ha sido eterno -exclamé.
-Jacob, ¿cómo te has portado con tu tía Miriam? -pregunté después de unos instantes a mi pequeño, refiriéndome a la mujer de Cleofás.
Por toda respuesta, Jacob corrió hacia Miriam y se pescó de su ropa. Veo que ella es como una mamá para él. Ha tenido tantas madres este niño en su corta vida.
-Hola, Judas -saludé a mi sobrino, y también a Josetos y a Simón. Besé con ternura a mis dos hijitas.
-Eres una bendición del Altísimo -dijo cariñosamente María a su prima Miriam.
-No sabíamos nada de vosotros -respondió- pero, confiábamos en que algún día llegaríais. ¡Qué lindo está este niñito! -agregó, dirigiéndose a Jesús.
- Somos tres bocas más para alimentar - observé -, pero también dos brazos fuertes para trabajar.
-Estaremos bien -me tranquilizó Cleofás.
Ya empecé a hacer unos arreglos en nuestra casa de piedra, que es muy reducida.
En el exterior la vivienda tiene un muro y un portón. Delante de la casa misma está el patio, pequeño pero suficiente para el horno que construyó Cleofás, y algunos otros enseres. María plantó flores, y hasta tenemos unos pocos árboles, pero el patio se hace más chico aún por estar compartido con los vecinos de ambos lados. En la casa más pequeña vive mi suegra Ana. En la más grande, Cleofás con su esposa e hijos. Nosotros vivimos en la casa mediana. Tenemos apenas dos piezas grandes, además de un pequeño repostero.
Las piezas grandes, durante el día se usan como comedor y sala de estar. A veces ponemos ahí la tejedora. En la noche disponemos las camas. Quiero hacer unos taburetes, que serán muy prácticos.
El patio tiene varios sectores, para cocinar, para lavar, para hilar. En la parte de más atrás, cerca del establo para el burro, y del gallinero, hay una moledora de trigo para hacer el pan. A Jesús le gusta aprender, así que María le está enseñando a echar el grano. Todos los niños tienen que hacer algo. Simón, a sus once años, es el que lleva las cabras a pastar.
Hemos llegado pocos días antes de Janucá, la fiesta de las luces. Ahora, ya es el primero de los ocho días que dura. Mientras voy al horno a encender la lámpara de aceite, Jesús me sigue y me hace preguntas. Le explico que se celebra la victoria de nuestro pueblo sobre Antíoco de Siria, quien había prohibido nuestro culto en el Templo, y lo profanó haciendo entrar un cerdo.
-¿Y qué tienen que ver las lámparas? -su pregunta es razonable. Pienso la respuesta mientras nos acercamos a la puerta para poner la luz cerca de ella.
-Se cuenta que prendieron la lámpara santa cuando el sacerdote logró entrar al templo, y aunque no había aceite suficiente, la lámpara duró ocho días.
-Por eso son ocho las candelas, entonces -dijo Jesús después de contarlas ayudándose con su dedo índice.
-Exactamente.
-¿Y no vas a prender las otras?
-Cada noche, una nueva. Mañana serán dos. Pasado mañana, tres, y así.
Pronuncio el comienzo de la oración “Bendito seas, Señor, que nos has dado la vida”, y el resto de ella, en conversación con Jesús :
-La luz de estas candelas tiene poder para encender nuestros corazones.
No les pude comprar ningún regalo a los niños, ya que la situación económica está muy mala. En cambio, estoy fabricando unas cajas de madera en mi taller. Varias de distintos portes, para Jesús y también para Jacob, que aún está en edad de regalo, y ya que es Janucá y además el cumpleaños de Jesús, es una buena ocasión. Las continuaré hoy o mañana, y se las daré en cuanto las termine. Ayer no pude porque era sábado. Antenoche sonaban las trompetas anunciándolo. Entonces, oramos especialmente por nuestros hijos, encomendándoselos al Altísimo, para que los proteja y lo ilumine.
Ya fuimos a la sinagoga, por primera vez desde que llegamos a Nazaret. Yo llevé a los niños más chicos, Jesús y Jacob. Cleofás llevó a su hijo Judas. Los más grandes fueron solos, mientras que María, Miriam y Ana llevaron a las niñas. La liturgia comenzó con una oración, y después siete hombres leyeron pasajes de la Torá. Al terminar la lectura escuchamos el sermón, y volvimos a casa.
Ahora estamos todos juntos, los de las tres casas que forman nuestro pequeño clan, reunidos en la nuestra que es la del medio. María conversa con Miriam y con mi suegra. Cleofás y yo nos entretenemos observando a los niños.
-Cleofás -le digo a Alfeo, imitando a sus amigos griegos-, tus hijos son maravillosos.
Todos los niños juegan entusiasmados, intercambiando unos dulces que María les preparó con miel y pulpa de fruta, mezclados en cierta proporción, que aprendimos en Egipto. Simón, que es el niño más grande, dirige a los pequeños Jesús, Jacob y Judas, que son los tres casi de la misma edad, y a las niñitas. Josetos no juega a esas cosas porque ya es un hombre. Tanto, que ya quiere casarse, e instalar su propia carpintería en Séforis, pues allí hay mucha oferta de trabajo.
Es asombroso cómo los tres más pequeños se llevan tan bien. Todavía no han tenido ni una sola pelea. Me pregunto si irán a seguir siendo siempre tan unidos.
17.- José con sus amigos
Cada día que pasa estoy teniendo más trabajo. Es como si la gente hubiera estado esperando que yo llegara a Nazaret para traerme sus pedidos de yugos, arados, arcas para guardar la ropa, artesas, mesas y banquetas. A veces tengo que ir a trabajar en alguna construcción. Todavía me quedan ratos libres, que me permiten hacer objetos de artesanía. A María y a los niños les gustan.
A María también le han llegado solicitudes, para fabricar túnicas y cinturones, que vende a través de una amiga. Se las arregla para ayudarme a obtener algún dinero, a pesar de todo lo que tiene que hacer en la casa. En la mañana, ordeña las cabras, retira los huevos del gallinero, va a buscar agua a la fuente y prepara el desayuno. Después muele el trigo para el pan, amasa, y saca higos, limpia la casa, lava y cocina. En la tarde va a buscar leña para el horno y pone aceite en la lámpara. Mi mujer trabaja cantando a viva voz. Es increíble. Está casi siempre contenta. Cuando llego a casa, María me está esperando con la palangana de agua, la barrilla y plantas aromáticas, y me lava los pies, siempre llenos de la tierra que les traen las sandalias.
Incluso, María se da tiempo para conversar con las amigas, lo cual le hace muy bien. Y lloran cuando están tristes. Después tengo que consolarla, hasta que la hago reír nuevamente.
Yo le ayudo en algunas tareas, a pesar de que es muy mal visto que un hombre esté metido en tales deberes. No se me ocurriría ir a buscar agua a la fuente, siendo ésta el lugar preferido de las mujeres para ponerse al día de todas las cosas que estén pasando.
-María, estás cada día más linda -me salió desde muy adentro decirle eso, ayer, en nuestra hora de descanso, al atardecer-. Te quiero tanto. Eres lo mejor que ha pasado en mi vida.
-¿Acaso no es Jesús, lo mejor que ha pasado en nuestras vidas? -me hizo volver a mi lugar.
-Bueno, sí, tienes razón . . . pero, tú también.
María rió como si cantara, y nos quedamos observando el sol que se estaba poniendo detrás de unas nubes, mientras el tiempo transcurría lentamente. Estoy contento de vivir así el amor con María, con gran afecto. Es un amor puro, más gratificante que el sexo.
Después nos pusimos a hablar de Jesús.
-Menos mal que ya se mejoró de su garganta -observé.
-Qué bien se lleva con Jacob y con Judas.
-Y con Simón, el hijo de Salem -afirmé.
Desde que volví a Nazaret me he hecho muy amigo de Salem, el tintorero. Y a su vez, Jesús se hizo amigo del hijo de éste, que es casi de la misma edad que Jacob. Simón es un niño rebelde e incisivo. Juntos, hacen diabluras, como aquella vez, en casa de Salem, metieron en el azul unos paños que éste tenía para teñir. Todo lo estaban poniendo de color azul.
-Por suerte, Salem le tiene paciencia a Jesús -dije a María, y nos reímos.
En las noches converso con mis amigos. Muchas veces me junto con Salem y otros vecinos, después del trabajo, y contamos historias interminables, algunas muy divertidas, y reímos todos. Me llevo bien con ellos, porque también intentan escuchar al Altísimo, igual que yo.
Los sábados nos juntamos a orar en la sinagoga. De hecho, fue ahí donde nos fuimos conociendo y apreciando. Antes, traté de orar junto a los más instruidos del pueblo, como hacía en mi juventud, pero ellos me han estado rechazando pues no aceptan mi manera de hacer oración, que la consideran simple y extraña. Y no sólo eso, también me intereso por la sabiduría griega.
Con mis amigos compartimos un pan y unas copas de vino, algunas noches, en la casa de cualquiera de nosotros, y hablamos de muchísimas cosas. Por ejemplo, de Platón y lo que él escribió acerca del amor, que no es lo mismo que el apego, ni tampoco que la satisfacción corporal. Nos encanta conversar de eso. A veces, hablamos de política. Hasta donde se puede solamente, ya que es un tema tabú, por la dominación a que estamos sometidos.
Hay otros temas de los cuales no se ha podido hablar libremente en mucho tiempo. También se les llama temas políticos pero no lo son. Más bien son temas humanos. La noticia de la matanza de niños en Belén llegó a Nazaret en su momento, con extraños matices propagandísticos que la intentaban justificar como una manera de evitar un mal mayor. En todo caso, una farsa que no tiene pies ni cabeza, pero la gente es más bien crédula e ingenua, y hasta cierto punto se creen el cuento. También hay muchas personas que, por lo menos, sospechan que hay algo escondido en todo eso.
De ahí nos pasamos al tema de los zelotes, los revolucionarios. Yo apoyo todo lo que sea ayudar a los pobres, pero lo hago pacíficamente. Nunca estuve con los zelotes, ni nadie de mi familia lo ha estado. Entiendo perfectamente sus motivos para estar disconformes, pero yo no optaría por un camino violento. Salem es el único que los defiende de manera incondicional. Por eso, le decimos “El zelote”, para molestarlo. Yo sé que vale más la sabiduría que las armas de guerra, como está escrito en el Eclesiastés.
Salem me contó que ha escuchado un par de veces en el pueblo que Jesús había venido al mundo por fornicación. El ha tratado de convencerlos de que no fue así, pero no es fácil, me dice. Según él, yo soy el padre de Jesús. Yo no sé cómo reaccionar. Creo que es bueno que todos crean que lo soy, pero no me agrada mentirle a mi amigo Salem. Tampoco quiero hacerme el desentendido porque no me resulta mucho.
-¿Fornicación? -me quejo-. Todavía salen con esa lesera.
Lo que me pone nervioso es que Jesús pueda escuchar en el pueblo esos comentarios mal intencionados, y le harían daño. Con María hemos conversado esto, y ya estamos poco a poco hablándole hasta donde él puede entender.
Las veces que traté antes, de que la gente comprendiera que Jesús nació del Espíritu, siempre me creé problemas graves, no sólo a mí y a María, sino también al propio Jesús.
A veces me pregunto cómo puede haber sido la encarnación de Jesús, sin participación de fluido humano masculino. Ya sé que para el Altísimo no hay nada imposible, pero igual quiero saberlo todo. Llegar a saber cómo se formaron en Jesús sus rasgos físicos, si es bien sabido que algunos de éstos provienen del cuerpo del padre. Y en el caso de Jesús han de venir del cuerpo del Altísimo, que al parecer, no conocemos.
Continúo reflexionando en torno al milagro de la vida. Es algo que siempre se vuelve a producir, miles de veces. Me inclino a pensar que el fluido humano no es lo más importante para que se engendre un nuevo ser. Me imagino que cuando la simiente masculina se une a la femenina, ocurre al mismo tiempo algo más grandioso aún, pues un trozo del espíritu del varón es lo que realmente se está uniendo a un trozo del espíritu de la mujer, hechos ambos a imagen y semejanza del creador. No puede ser otra la forma cómo se genera un nuevo niño o niña. Y ese gran milagro, con esa esencia, ha sido exactamente la forma como se formó Jesús en el vientre de María. . . Sólo que en este caso el varón es el Altísimo. . . Todo es demasiado complicado. Mientras más me meto en estas profundidades, más ignorante soy. Lo único cierto es que cada día amo más a Jesús.
No sé hasta dónde podría decirle toda la verdad a Salem. Que Dios me perdone por mantener ciertos secretos. Son cosas que la gente no entendería.
18.- José celebrando a Jesús
Isabel y su hijo Juan vinieron a visitarnos. Esto no es muy frecuente, ya que viven lejos, pero siendo el cumpleaños de Jesús aprovecharon de venir. Siete años cumplió Jesús. Encuentro espléndido que los niños tengan la posibilidad de verse con su primo Juan. Estuvieron toda la mañana jugando con figuritas de madera y con arena, y se divirtieron juntos los cuatro niños, con Judas y Jacob.
En la tarde hicimos una pequeña fiesta, o al menos eso es lo que pretendíamos, pero sucedió algo tan notable que cambió bastante las cosas. Como yo acostumbro a relatar mis sueños a Jesús, y mostrarle cómo esas imágenes pueden guiarme, él también se sintió motivado a contarle su sueño a la abuela durante la fiesta. El tiene una inquietud como la mía, y no le viene de su gestación, sino de observar su entorno.
-Estaba delante del mar en una playa -empezó a relatar Jesús-. Las olas eran muy grandes y se escuchaban ruidos, como de tormenta. Desde lo alto de unas rocas alguien me dio una vara. La recibí empinándome. Después que disfruté el hecho de tenerla, toqué la arena con ella. Al instante los granos de arena tomaron vida y cantaban. La playa se puso linda. Entonces, toqué el agua con la vara, y las olas se convirtieron en árboles con flores. En vez de ruido de tormenta, cantaban los pájaros, y todo era precioso. En eso, oí la voz del hombre que me había entregado la vara, el cual dijo “Ya no hay muerte”.
Hasta ahí no más llegaba el sueño, que todos escuchamos con interés. Lo encontré muy lindo, tan distinto a los míos que yo no sabría interpretarlo. Estuve tentado a preguntarle qué había logrado descifrar de todo eso, pero no lo hice porque él es muy niño aún. Sólo le dije una frase de estímulo.
La abuela Ana no pudo evitar interpretar el sueño, y por cierto lo hizo muy bien.
-Cuando tú contabas tu sueño -le dijo a Jesús- yo estaba prácticamente viendo todas esas imágenes. El mar es como la vida, llena de tormentas. Los granos de arena son las personas. Están ahí, aparentemente sin hacer nada. La vara viene siendo algo así como la verdad. Una cosa eterna. ¿Vas entendiendo?
-Sí -respondió Jesús, muy interesado.
-Bueno -prosiguió la abuela-. Cuando la verdad toca a las personas, éstas reviven. Entonces, la verdad toca la vida y se terminan las tormentas.
Jesús quedó sumamente impresionado. Descubrió que su sueño le estaba hablando, y él estaba dispuesto a escucharlo. Se quedó pensando por largo rato. En eso estaba Jesús, cuando mi suegra le dijo :
-Es tu cumpleaños, tienes que pedir un deseo.
-Quiero ser un grano de arena vivo -le salió del alma a Jesús, y agregó, mirándonos a todos- ¿Me dais permiso para traer a los niños pobres a esta fiesta?
Con Ana, Cleofás, y María, primero reímos, pero después nos pusimos serios. Esto era algo que no estaba en nuestros esquemas, y no sabíamos qué pensar. Después de mucho andar por las ramas, finalmente, dije que bueno, aunque con más de alguna aprensión. Jesús salió corriendo, no sin dar las gracias. Volvió después de un largo rato, acompañado de niños y niñas que recogió en las chozas más pobres.
La fiesta cambió. Todos empezamos a servir a esos niños, y lo hacíamos contentos, y agradecidos de tener esa oportunidad. Nunca en mi vida me había sentido así.
19.- José y los primeros profesores de Jesús
Al principio era yo quien enseñaba a Jesús. Y no me resultaba nada de fácil porque sus preguntas me tiraban al suelo. Después de pensar un rato, yo contestaba lo que podía, tratando de ser entendido por un niño. Lo cautivan tanto los cuentos, que hasta empecé a inventarle toda clase de historias. Ahí supe cuáles son las que le agradan. Aquellas que contengan una pequeña parábola. Tuve que esforzarme mucho para que se me ocurriera alguna. A él le gusta aprender jugando y jugar aprendiendo. Su principal entretención es inventar juegos. El simple acto de dibujar una casa resultó ser algo muy provechoso. Yo pretendía despertarle la imaginación, pero eso no era necesario para un niño como Jesús. A tal punto que, hasta hace poco, yo lo observaba hablando solo a cada rato. Lo dejaba, no más, sin decirle nada, pues es algo que forma parte de la vida de un niño. Recuerdo que también yo, en mi infancia hablaba solo. Los adultos intentaban que yo no lo hiciera, pues decían que era una mala costumbre.
Eso me hace evocar algo mucho más fuerte que viví cuando chico. Mis padres trataban de quitarme lo que llamaban maña. Es que yo no quería levantarme en esas madrugadas oscuras. No supe explicarles que yo necesitaba repasar mi sueño. Todas esas imágenes en las que había estado metido mientras dormía, formaban parte de mi vida.
Yo mismo le enseñé la Torá a Jesús. Fue mejor así, a pesar de que acá en Nazaret hay un ministro de la sinagoga, con la misión de la enseñanza de los niños. Es el que se sube a la azotea más alta del pueblo los viernes en la tarde a anunciar el sabbath, con su trompeta. Es como un tutor, que encarga a un maestro, empleado de la sinagoga que imparta los conocimientos básicos. Josetos y Jacob estudiaron así, sin dar problemas. Y también Simón y Judas, según me cuenta Cleofás.
Al ver que Jesús tenía facilidad de aprendizaje, se me acercó Zaquías, un empleado de la sinagoga, para que le confiara el niño, pues él le conseguiría buenos maestros. En realidad, este Zaquías me trató bastante mal, con poco respeto, como a un irresponsable que tenía a Jesús desperdiciando sus posibilidades de llegar a ser mucho más que carpintero.
-Bueno -le dije a Zaquías-, ojalá Jesús llegue a ser más que carpintero -remarqué esa última palabra, pero di mi consentimiento.
Lo que no le dije es que estaba reticente porque Jesús no es fácil de encasillar en esquemas. En fin, lo hablé con mi mujer, y le llevamos el niño a Zaquías. Lo primero que hizo éste fue conducirlo donde un maestro para que le enseñara el alefato, empezando por Alef. Ese era el principio en cualquier escuela. Bueno, el caso es que Jesús empezó a ocasionar problemas con su sed de saber. No comprendieron que Jesús ya había aprendido las letras y lo que sigue después de las letras, y que para él, Alef era mucho más que un simple sonido escrito.
-Di Alef -le pidieron a Jesús en el primer día de escuela, tal como hacían con todos los niños.
Después me enteré que cuando le preguntaban por Alef, Jesús se explayaba en miles de detalles que para él eran importantes.
-Alef está hecha de un modo, y Beth de otro -había sido la respuesta de Jesús-, y lo mismo ocurre con Gamal, Dalad, etcétera, hasta Thau.
Y siguió explicando que entre las letras, unas son rectas, otras desviadas, otras redondas, otras marcadas con puntos. Y que cierta letra no precede a las otras y que la primera letra tiene ángulos y por qué sus lados son puntiagudos, recogidos, complicados o sencillos, dobles y hasta de tres. Se puso a decir cosas que el maestro no había oído jamás, ni leído en ninguna parte. Supongo que el pobre maestro estaba muy estructurado y no entendía qué pasaba con ese niño.
Un día, Jesús llegó a casa con mala cara. Casi nunca está así. Supe que algo pasó en la clase, pero no quise interrogarlo directamente, porque recuerdo que a mí, de niño, no me gustaba eso. Le convidé un pan, le dije una palabra amable, lo arrullé un poco, que todavía está en edad. Esperé a que él me hablara, pero como no lo hacía, entonces tomé esa iniciativa.
-Algo te pasa, hijo. ¿Quieres contarme?
Me contó. Lo que pasaba es que Zaquías se enojó mucho y empezó a pegarle a Jesús porque según él no aprendía, ni tenía una actitud abierta. Mi niño tuvo que salir huyendo.
-Ese hombre está equivocado -me dijo, y yo estuve de acuerdo. Le comenté que, según mi parecer, se trata de un tipo que no tiene mucha educación, y mal puede educar a los niños.
-¿Y por qué se enojó tanto?
A medida que me contaba se le fue pasando su malestar.
-A veces la gente no merece nuestro respeto -le advertí-, pero igual tenemos que regalárselo. De otra manera, nunca va a aprender.
-¿Quién enseña y quién aprende ahí? -me preguntó sin esperar respuesta, y reímos de buena gana.
Después de esa experiencia, Jesús volvió a su forma directa de aprender desde la fuente. A veces, dice unas cosas impresionantes. En una ocasión, estando en la carpintería, Jesús tomó la escuadra y se la aplicó a su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies, en varios tramos, como midiéndose. Yo lo miraba sonriente.
-Uno tiene que saber medirse -manifestó con alegría.
-Por supuesto, uno tiene que conocer hasta donde llega. . . Y no pasarse.
-Ni tampoco quedarse corto -acotó Jesús, mientras yo cortaba una tabla con el serrucho. Y después de un rato continuó hablando -. Somos como un trozo de madera. Esa que estás cortando . . . ¿es porque tiene algo que no necesita tener?
-Sí. Es un nudo.
-Sí. Hay que quitarse los nudos -expresó distraídamente, como si estuviera en otra parte. En eso, tomó la lima, me la mostró y la volvió a poner en su sitio-. Es para que uno no sea tan áspero.
A esas alturas, ya reíamos los dos.
Muchos rabinos me pidieron a Jesús para hacerse cargo de su enseñanza, pero yo preferí casi siempre dejar las cosas como estaban. No me gustó nunca esa función intermediaria que se acostumbra a usar, a través de un tutor. Igual, fueron varias las temporadas que Jesús pasó así, con un tutor.
A menudo ocurrían pequeñas dificultades, pero cierto día el asunto casi pasó a mayores, ya que el profesor sorprendió a Jesús mientras dibujaba un retrato, tomando como modelo a otro niño. El mismo Jesús me contó, y no entendía por qué había incurrido en falta. Sin embargo, los niños no fueron castigados, pues Jesús siempre tuvo gran personalidad y sabía decir las cosas sin causar molestia.
Un día, me armé de valor y le pregunté a Jesús que de dónde sacaba todos esos conocimientos que él parecía saber mejor que nadie.
-En una escuela que está muy cerca y muy lejos -me respondió-, que está arriba, pero también está abajo, que está fuera, pero muy dentro... -Y yo seguía sin comprender, mientras él me miraba con mucha ternura.
Finalmente me hice amigo de un maestro que era cliente mío. Entonces, me atreví a pedirle que le enseñara a Jesús. Me pareció la persona indicada. No era la vía habitual de relación con el maestro, pero estuve seguro que en este caso era lo mejor. El maestro aceptó encantado porque veía la facilidad de aprendizaje de Jesús y supo entender que lo que este niño necesitaba era estímulo para desarrollar sus potencialidades. Así me lo dijo, con esas palabras, y también me dijo que con Jesús se daba cuenta cómo el alumno podía llegar a hacer que el mismo maestro también aprendiera un poco.
Ahora todo anduvo bien, durante unos meses. Hasta que me lo trajo de vuelta a casa.
-Ya no puedo enseñarle nada más -me dijo. Y agregó-. Me has traído un niño para que lo instruya en calidad de discípulo, y se me ha revelado como maestro de maestros.
20.- Jesús y los soldados
Debo haber tenido unos siete años cuando ocurrió esta notable historia. Recién había parado de llover, y salí a disfrutar el sol. Mucha gente pasaba con lentitud de un lado hacia otro. Dos soldados discutían airadamente en mi presencia, estando yo sentado al borde de un pozo. Sólo me limité a mirarlos, como reprobándolos, pues ya a esa edad, encontré que su tema de discusión era una tontera. Me quedé tranquilo, sin hacer nada, esperando que se fueran. Estaban armados y tenían en la mano su casco destinado a proteger la cabeza en caso de encontrar enemigos. En algún momento repararon en mí y se les olvidó su pelea.
-¿Eres de acá? -me preguntó uno de ellos, el que tenía los ojos penetrantes y era más afectuoso.
-Sí -contesté.
-¿Cómo te llamas?
-Jesús.
-¿Dónde está tu padre? -preguntó el otro soldado, que era más hosco, y me daba un poco de susto.
-En el cielo -le respondí con toda mi inocencia. No quise hablarles de José porque talvez querrían hacerle algo.
-Ya veo. Murió.
-No. Es inmortal.
-¿Cómo va a ser inmortal? -me preguntó el soldado como reprendiéndome.
-La muerte no tiene poder sobre mi padre.
Esa última frase la dije sonriente, pues ya sabía que a mi padre no pueden hacerle nada. Entonces, ambos soldados lanzaron una sonora carcajada. A la distancia vi a mi mamá que se asomó a la puerta, y desconfiaba. El primero de los soldados, que parecía ser el jefe, se interesó en seguir preguntando.
-Tu padre ha de ser un tipo valiente y decidido.
-Se podría decir que hasta inventó la valentía.
-Veo que lo quieres mucho. ¿Podemos ir a verlo?
-Donde está él, no podrás verlo.
-¿Está vivo? -me preguntó sin comprender.
-Sí.
-No entiendo mucho, pero llévame donde él.
-Siempre estoy con él -le dije y noté que no estábamos hablando de lo mismo.
-¿Me lo puedes mostrar?
En ese momento, me puse más comunicativo y le expliqué como pude, a quién me refería cuando nombraba a mi padre. El soldado estaba muy interesado en aprender.
Mi mamá, muy cuidadosa, fue a buscarme cuando me vio a lo lejos con los soldados. Después, en la casa le conté cómo las respuestas habían ido saliendo de mí, casi sin pensar, y cómo fui escuchándome decir estas cosas que antes nunca había dicho. Fue para mí una instancia de conocerme mejor a mí mismo.
21.- Jesús y un pedazo de pan
Tengo otro importante recuerdo de mi infancia. Con Jacob, Judas y mi padre José acostumbrábamos a ir a la colina. Cercana, según José, pero a mí no me parecía tanto. Eso sí, era un paseo entretenido. Cuando llegábamos a lo alto hacíamos un poco de oración, y también saltábamos y reíamos.
Antes de alcanzar el cerro era necesario pasar por un sendero muy lindo, y al llegar al cruce, mi papá tomaba un pan, lo abría por la mitad y ponía dentro un trozo de queso de cabra que había traído. Siempre hacía lo mismo. Dejaba ese pan con queso muy envuelto, encima del mismo tronco de siempre, uno que parecía asiento, pues no era más que el pedazo trunco que quedó, de un árbol cortado. Después, seguíamos nuestro camino, y los niños nos mirábamos con curiosidad.
-¿A qué se debe este sacrificio? -se atrevió a preguntar Judas.
-Alguien vendrá con hambre y se comerá el pan -replicó José-. Hay que ayudar a los pobres.
Por esa vez, quedamos tan tranquilos. Después de unos días, cuando íbamos nuevamente por el sendero, y llegamos al cruce, y el papá sacó el pan y el queso que traía, lo armó y lo puso en el tronco, Jacob le preguntó:
-Papá, ¿qué es un leproso?
-¿Por qué preguntas eso? -inquirió asombrado José.
-Antes de salir escuché que María te dijo “Toma el pan para el leproso” -explicó Jacob.
Entonces, mientras reanudábamos el camino, José nos explicó que un leproso es un hombre enfermo, al que no se puede tocar pues habría grave riesgo de contraer la misma enfermedad, que no se puede sanar con nada.
-¡Ah! -dijimos los tres al mismo tiempo, y yo me quedé pensando, ¿cómo podría ser eso? Lo pensé varios días, y en otra oportunidad en que José dejaba el pan con queso encima del tronco, me atreví a decirle:
-Papá, quiero ver al leproso.
-El no saldrá al sendero si hay gente.
Seguimos caminando, y unos metros más allá propuse que nos escondiéramos detrás de unos árboles. Al principio, mi papá no quería, pero después que Judas y Jacob apoyaron mi idea con entusiasmo, tuvo que acceder. Justo antes de la curva nos metimos entre unos árboles y nos agachamos. Ahí estuvimos esperando un buen rato. Nos sentamos en el suelo y hablamos despacito. El papá nos dijo que el leproso no iba a aparecer si estábamos nosotros ahí. Insistí en quedarnos, y propuse que hiciéramos la oración diaria ahí mismo, en silencio. Al poco rato vi aparecer un hombre al lado del tronco. Me impresionó porque tenía las piernas y los brazos vendados y la cara un poco hundida, al parecer. Judas que es el más animoso de todos salió del escondite y corrió hacia el leproso, con intención de darle el pan en su mano, según nos dijo después. José alcanzó a decirle “No vayas”, pero no lo pudo atajar. Mucho antes que Judas llegara al tronco, el leproso huyó con rapidez.
-Eres un tadeo -le dijo enojado José a Judas, porque fue lo primero que se le ocurrió.
-¿Qué es un tadeo?
-Bueno . . . -empezó a explicar mi padre- los griegos le dicen así a las personas impulsivas, puro corazón y no tanta cabeza.
-“Tadeo” te vamos a decir ahora -rió Jacob, mientras seguíamos caminando.
Yo me fui quedando un poco atrás, pensando en ese hombre que no podía trabajar, ni conversar, ni tener una familia. Nada, más que estar en su propio mundo, solo y sin ninguna cosa. Si nadie le deja un pan, pasará hambre. Me imaginaba que yo era el leproso, con miedo a vivir y miedo a morir. Me daba tanta pena que se me salían las lágrimas, sin poder evitarlo. José se detuvo, se agachó, me rodeó con sus brazos y limpió mis ojos con un pañuelo.
22.- José criando a un niño Dios
Se acerca la fiesta de las trompetas, y sus diez días de penitencia y de arrepentimiento por las malas acciones. Cuando le hablé de esto a Jesús, me dijo:
-¿Y qué hay de las buenas acciones que podrían haberse hecho y no se han hecho?
-Bueno, también son motivo de arrepentimiento -tuve que reconocer, dándome cuenta que Jesús ya estaba más grande. Así, como de un día para otro.
Y después, empecé a enseñar a los niños que cuando sean mayores deberán guardar ayuno durante el día del perdón. Por el momento, sólo comen un poco menos que de costumbre. Vestimos de blanco mientras dura la fiesta, pues a pesar de todo, es tiempo de gozo.
Mucho he trabajado en la carpintería en todos estos años, pero también en la formación de Jesús, si se puede decir así, y es una gran tarea. Cuando niño chico, Jesús era inquieto y preguntaba todo. Unas cosas tremendamente difíciles de contestar. Casi nunca podíamos dar respuestas certeras, pero le poníamos empeño.
Cuando pasamos por la etapa de los “¿por qué?” fue especialmente difícil responderle por qué nos fuimos a Egipto y por qué después nos volvimos. Ya que tarde o temprano lo sabrá, preferí acercarme lo más posible a la verdad, dentro de lo que él podía comprender cuando pequeño. Se puede decir que él sabe desde muy temprano que la ida a Egipto se debió a una necesidad que surgió cuando el rey Herodes que era muy malo no quería tener cerca a un niño que supuestamente iba a ser rey. Siendo Jesús pequeño le expliqué que Herodes creyó que alguien le iba a quitar el reinado cuando creciera. También le conté acerca de la visita de los magos, que ellos estuvieron con Herodes y me hicieron ver la conveniencia de alejarme de Jerusalén, pues muy pronto el rey iba a saber en qué casa estuvieron los magos. Le conté que ellos buscaban a un niño que sería un salvador. Le tuve que decir que él, Jesús, ha venido al mundo con una misión salvadora que Herodes jamás iba a entender. Jesús siempre me vuelve a preguntar esto mismo.
-¿Por qué la gente le da tan poca importancia a los niños? -observó Jesús.
-En esta casa los niños son importantes.
-Sí. Y te doy las gracias por ello. Me refiero a las otras casas.
-Bueno, supongo que pensarán que los niños aún no saben muchas cosas.
-Pues, aunque así fuera, tendrían que darse cuenta que un niño, o niña, es lo mejor que pueden tener.
-Yo estoy completamente de acuerdo contigo, Jesús. Los niños nos rescatan.
Al día siguiente, María me contó lo del cántaro. Cuando Jesús acompañó a su madre, como lo hacía muchas veces, a buscar agua a la fuente, se vieron en serios problemas porque se les rompió el cántaro. Jesús se sacó el paño de su cabeza, en forma muy natural, y en él puso el agua que sacó del pozo. Así la trajeron todo el camino hasta la casa. La gente del pueblo comentaba eso. Yo no sé cómo se las arregló.
Y así, día a día le fui tomando el peso a mi responsabilidad de ser un padre para un niño Dios. Es que la responsabilidad es inmensa. No es llegar y sentirse capaz para algo así. Pasé por una etapa en que me resistía. Tuve que adoptar las conductas más generosas que pude, para tratar de ser un buen ejemplo.
-¿Qué es ser feliz? -me preguntó una vez Jesús.
-Si estás contento con lo que eres, . . . eso es ser feliz.
-¿Seré feliz cuando grande?
-Si aprendes ahora que eres niño.
Así son nuestros diálogos, y yo acepto encantado la misión que me tocó, pero necesito ayuda. Por seguridad, no puedo explicarle a nadie cuál es mi inquietud. Cuando hablo con el rabino trato de que me inspire. Le digo que quiero desarrollar a mi niño. Me mira extrañado porque las experiencias de Jesús en la sinagoga no han sido buenas.
Cuando el trabajo me lo permite, yo juego con Jesús, y con Jacob y Judas, que son los más pequeños. Trato de ser como un niño, para entenderlos. Lo difícil después, es volver a desempeñarme como un padre, cuando así corresponde.
Recuerdo que una vez amonesté a Jesús porque había hecho figuras de barro en día sábado. Es un juego que requiere cierto trabajo, y no debería permitírselo. Me miró raro, como si le estuviera hablando en un lenguaje incomprensible.
-¿Al Altísimo no le gusta que yo juegue? -preguntó con inocencia.
-El Altísimo quiere que tengas disciplina.
-¿Para qué?
-Para que te forjes como una persona que ha de hacer el bien.
-¿Y los demás días, por qué eso no importa?
-El Altísimo es muy bueno y te pide un día solamente, no todos. Tienes que aprender a renunciar a algo que podrías tener.
-Está bien, papá. Aprenderé a renunciar a cosas que podría tener.
Su respuesta tuvo tanta profundidad que no supe qué pensar. Este niño estaba mirando más lejos que el entorno evidente. Con los mismos ojos profundos de su madre, y con idénticos gestos, me desarmó por completo. No era fácil tratar de imponer autoridad en Jesús. Entonces comprendí que mi misión es facilitar el desarrollo de sus habilidades, y no llenarlo de prejuicios.
Creo que él es una semilla que trae en sí todo lo que necesita para su misión, sea cual sea ésta, que ni siquiera la conozco. Vislumbro que es una magna misión, pero no basta que él tenga esas semillas. Con María nos desvivimos por hacerlas germinar. Que no les faltara su agua ni su sol. Yo sé que Dios no lo iba a dejar así no más. Para mí lo esencial es no frustrar el proyecto divino. Un niño que viene con algo importante para dar al mundo, lo que necesita es que los adultos no se lo echemos a perder. Esto de salvaguardar el mensaje desconocido que hay en el niño es un trabajo diario. Nada de fácil. Especialmente en el caso de Jesús. Criar a un niño que es Dios es como pisar sobre huevos. No hay que trizar ninguna de las facultades que trae. O sea, eso es lo que yo sentí, que era grande la responsabilidad, para no malograr la obra del Altísimo.
-Creo que mi padre del cielo ama mucho a todas las personas -me dijo Jesús una vez-, y ya sé que jamás se dejaría dominar por la rabia.
Eso me lo dijo cuando ocurrió lo de la adúltera. Esa ocasión en que hubo un apedreamiento en las afueras del pueblo. Toda la gente se enteró de lo que estaba pasando. Hasta los niños, aunque los más pequeños no entendieran del todo de qué se trataba la falta cometida. Jesús preguntó a María por qué se castiga a la mujer en falta y no al hombre en falta. Sólo al principio, María empezó a justificarlo automáticamente pero ante la insistencia de Jesús, recapacitó y le dijo que era costumbre antigua y que algún día eso tendrá que cambiar.
Jesús tiene una manera novedosa de enfrentar el pecado. Ni tampoco está muy llano a creer en la ira de Dios. Una vez se paró frente a un leproso, a pesar de todas las prohibiciones y cuidados que los transeúntes pusieron para evitarlo.
-¿Por qué estás así? -le preguntó Jesús.
El hombre no supo qué responderle. Es que Jesús no podía aceptar lo que se decía, que los leprosos estaban siendo castigados por sus pecados.
Hay tantas cosas que no puede aceptar. Y nunca he logrado explicarle por qué no debe jugar los sábados.
23.- José en Séforis
Un día llegó hasta mi casa un emisario de un hombre importante. Me pidió que me trasladara hasta Séforis por un tiempo porque su señor necesitaba ampliar la casa. Fue grato sentirme reconocido y que se hayan fijado en mí para encargarme ese trabajo tan importante. A la vez me dio un poco de aprensión.
Ya antes de eso, había tenido trabajos en Séforis porque allá está empezando a haber construcciones, pues el rey se ha propuesto hacer surgir esa próspera ciudad y convertirla en la capital de Galilea. Eso, después que el ejército romano la destruyó, hace algunos años, para sofocar una rebelión. Fue tremendo, si hubo cientos de crucificados, según me contaron cuando volví de Egipto. Ahora, Séforis está renaciendo de las cenizas.
Ese pueblo tiene que ver con los griegos, ya que éstos siempre llegan a Séforis. Muchos de ellos tienen dinero. Otros vienen en busca de trabajo, ya que lo hay.
Estando tan cerca, me convenía hacer trabajos en esa ciudad. Codo a codo con los griegos, he aprendido algo de su idioma, y he llegado a apreciarlo. Algunas veces me ha acompañado Jesús, cuando es por corto tiempo. El aprendió el griego antes que yo. Bueno, por algo él es muchísimo más joven.
Mientras me preparaba para el viaje, vi que Jesús también preparó sus cosas. No me pareció muy bien eso, porque a pesar de que me había ayudado en varias oportunidades, este nuevo trabajo iba a demorar varios meses. Aún no tenía ni diez años, y consideré que lo más adecuado era que ahora se quedara en casa. Así se lo dije, pero insistió con argumentaciones difíciles de contestar. Asumí que Jesús estaba más grande y que sería de gran ayuda para mí. Lo conversé con María y ella me hizo ver sus temores. María estaba pasando una etapa de mucho nerviosismo por lo que podría pasarle a Jesús. La tranquilicé haciéndole ver la misericordia de Dios. Le dije que tuviera fe, que todo iría bien. Siempre era María la que me decía estas cosas. Ahora fui yo quien tuvo que decírselas a ella.
Finalmente, ella aceptó, así que partí a Séforis con Jesús, y estuvimos casi dos meses viviendo en un verdadero palacio. Jesús estaba fascinado, y aprendía todo sobre esa realeza ficticia.
Terminada la construcción, me pidieron hacer un sitial grande y recargado de adornos, para el dueño de la lujosa vivienda. Parecía un trono real. Cuando lo tuve listo, el día antes de volver a Nazaret, me di cuenta que los largueros me quedaron cortos y que el trabajo no resultó de acuerdo a lo que me habían pedido. Me deprimí tanto que esa noche no podía dormir. Recordé todas las veces que algo me ha salido mal, pero nunca fue tanto como esta vez. Tenía miedo de que el señor se molestara porque habría que hacer el trabajo de nuevo. Probablemente yo mismo tendría que correr con el gasto en nuevos materiales. No sabía cómo salir de esa desagradable situación.
-No te dejes abatir -me dijo Jesús. No sé de dónde saca serenidad, y palabras difíciles, además -, si todo tiene solución.
Es admirable este niño. Movió un par de palos, sacaba una tabla de un lado y la ponía en otro. Juntos trabajamos esa noche arreglando el sitial y nos quedó perfecto. Es que Jesús tiene una habilidad especial para adaptar la madera a cualquier circunstancia. No sé cómo lo hace. De repente me parece que alargara los palos. ¿Qué haría yo sin él?
24.- José y los juegos de Jesús
Después de llegar de vuelta a Nazaret, y antes de cumplir los diez años, Jesús tenía un grupo de muchachos amigos y logró introducir entre estos chicos muchos juegos nuevos. Yo los escuchaba desde mi taller.
También Jacob y Judas jugaban con Jesús, pero no Simón, ni Josetos, que son más grandes.
-Démonos un rey -les dijo. Inmediatamente, ellos extendieron sus capas en el suelo, y Jesús se sentó encima. Tejieron una corona de flores y ramitas de laurel, y la pusieron sobre su cabeza. Se colocaron junto a él, formados en dos grupos, a derecha e izquierda, como chambelanes que se mantienen a ambos lados del monarca.
Pero lo lúdico no quedó ahí. Acostumbraba a jugar al rey todos los días. Por turno le tocaba a cada uno ser rey y sentarse en un improvisado trono, caminar por sobre las capas que los amigos ponían para él en el suelo. El que hacía de rey daba órdenes en cuanto a ir a alguna parte, cómo continuar el juego, etc. Por ejemplo, “El rey ordena ir a matar a la serpiente”, y partían todos corriendo a buscar alguna culebra.
Muchos niños jugaban con Jesús. El más osado era Isaac, que si le tocaba ser rey daba órdenes más aventuradas y los niños se metían en problemas.
Nunca estuve tan seguro de que Jesús fuera distinto a cualquier niño rebelde. Jamás lo castigué, pero en más de una ocasión tuve que llamarle la atención seriamente.
Una vez se me acercó una niñita que observaba entretenida.
-¿Cómo te llamas?
-Verónica.
-¡Qué lindo nombre! No cualquier niña se llama así -le dije con ternura.
-Mi padre me puso así porque le gustó ese nombre. Dice que significa “imagen verdadera”.
Ambos sonreímos. Ella intentaba infructuosamente entrar al juego del rey. Los otros niños no la aceptaban. Jesús lo pensaba. Creo que ya entonces a Jesús le gustaba esa niñita, pues yo los veía conversar mucho.
Un día, el padre de Isaac, muy molesto, fue a visitarme. Me dijo que Jesús era una mala influencia para su hijo. Se suponía que yo tendría que salir disparado a castigar a Jesús, pero no hice tal cosa. Habría sido muy injusto.
-Por favor, no vayas a creer que mi hijo es de mal comportamiento -traté de tranquilizar a este hombre.
-¿Y las maldades que hace?
-Son niños. Talvez tú has sido demasiado severo con tu hijo . . . -no alcancé a terminar de hablar.
-Como también tú deberías serlo con el tuyo.
-Todo se arreglará.
-Si lo llego a pillar . . . -amenazó al irse.
Después le dije a Jesús que por favor no tuvieran tanta docilidad para caer en los juegos de este niño que, al parecer, era el de las influencias peligrosas.
El padre de Isaac era el mayor entre los magistrados de la sinagoga, y no hallaba qué hacer con su hijo. El hombre era tan estricto que en cierta ocasión encerró a Isaac en una de las torres de su casa, simplemente porque no quería que saliera a jugar con sus amigos.
Incluso, aunque no era sábado. La torre tenía apenas un ventanuco por el que entraba un poco de luz. Yo encontraba aberrante encerrar al niño para mantenerlo dominado. Se lo dije al papá, y casi me salió persiguiendo.
Reconocí en este magistrado a uno de los que estaban para aquel enojoso asunto de las aguas amargas, hace ya varios años. No me cabe duda de que él también me reconoció a mí y no le caigo nada de bien.
Cual no sería mi sorpresa cuando escuché a Jesús, que estaba en el rol de rey, decir :
-El rey ordena ir a liberar a Isaac.
Partieron todos corriendo y gritando, enardecidos. Escalaron la torre, para lo cual hicieron una especie de posta, subiéndose unos encima de otros, hasta llegar arriba. Después, Jesús me contó que apenas aguantaba el peso de la columna de amigos sobre los hombros.
Por el ventanuco lograron sacar al niño prisionero, y lo integraron al juego. El padre del niño Isaac vino a mí, a quejarse. Yo no hallaba dónde meterme.
El hombre es fariseo, muy llevado de sus ideas. Rechaza todo lo que parezca pecaminoso, aunque sólo se trate de un niño travieso. Por algo este niño mío no acepta de buen grado esa rigidez de los fariseos. Yo respeto a los que son sinceros, pero no todos lo son. Si hasta hay algunos doctores de la ley que se escudan en su prestigio para proclamar falsedades. Afortunadamente, son los menos.
-Tu hijo y sus muchachos están llevando al mío hacia los cerros de allá al frente. Se las verá conmigo -enojadísimo, recogió un palo y se fue hasta el monte.
A toda costa quería tenerme de su lado, amedrentándome. Igual, partí yo también detrás del tipo, porque podía ser necesaria mi participación en este asunto. Vi cómo Jesús se escabullía, y daba unos saltos que nadie lo podía seguir. Finalmente, el caso se suavizó, y el arquisinagogo comprendió que no podía seguir teniendo a su hijo tan dominado. Esto, no sin antes dar una lucha sin cuartel.
Jesús tuvo un intercambio verbal con el fariseo, padre de ese niño, y le dijo “Tú eres muy limpio por fuera, pero quién sabe cómo eres por dentro”. El hombre se enojó muchísimo y quiso pegarle.
Después Jesús vino a pedirme excusas, mientras yo estaba trabajando con el cepillo en unas maderas. Sabía demás que yo reprobaba su comportamiento. Le propuse ir a disculparse con el papá de Isaac. Jesús aclaró que no estaba pidiendo disculpas por eso, sino que por haberme causado problemas a mí.
Yo no me iba a quedar sin conseguir un resultado positivo de todo esto, así que convencí a Jesús que dejara entrar al juego a Verónica. Le expliqué que las mujeres también tienen derechos. Cuando Jesús la aceptó, todos los niños la aceptaron. Después, se la veía subiéndose a los árboles, con todos ellos.
25.- José en Jerusalén
En otra ocasión, obtuve un contrato para un trabajo grande en Jerusalén. Hacia allá partí, porque valía la pena. Jesús quiso ir conmigo.
Lo primero que hicimos con Jesús en Jerusalén fue ir al templo. Allí vimos algo que nos llamó mucho la atención. Un fariseo que rezaba “Gracias, Señor, porque no me hiciste nacer mujer”. Me pareció horrible su oración, pero no le dije nada. Con Jesús nos miramos callados, y no sabíamos si lamentarnos o reírnos.
Recorrimos Jerusalén varias veces, y Jesús estaba fascinado, pero para él no fue fácil soportar algunas cosas. El asunto se me empezó a poner pesado cuando visitamos el patio de los gentiles, donde la bulla y las malas palabras se mezclaban con otras voces y con el balido de las ovejas. Jesús lamentó la presencia de diversos mercaderes, y de los vendedores de animales para los sacrificios. Hasta quedó de mal genio, cosa muy rara en él. No le gustaba nada ese mal uso que se daba a un lugar de oración. Yo trataba de conciliar, pero, tuve que rendirme a la evidencia. Hasta lo acompañé una vez a conversar con los mercaderes, sin ánimo de armar conflicto, sino simplemente por tratar de comprenderlos y que ellos comprendieran también los superiores designios.
Lo peor vino después, cuando descendimos al patio de los israelitas, y tuvimos la oportunidad de ver la matanza de los animales y cómo los sacerdotes se lavaban sus manos, y el agua salía roja. Había sangre por todas partes, mientras los pájaros chillaban aterrorizados. Eso fue demasiado para Jesús. Nunca había tenido una impresión tan fuerte como esa. En cuanto vio hundir el cuchillo en el cuello de un cordero le dio náuseas. Se tapó la boca con una mano y se agarró de mí con la otra, y tuve que llevármelo de ahí lo más rápido que pude. Creí que su reacción era desproporcionada. En todo caso, yo soy culpable porque no debí haberlo hecho entrar a ese atrio, pues Jesús aún no tenía la edad necesaria para ello. Lo dejaron pasar, solamente porque es alto.
Más tarde, Jesús me hizo preguntas sobre por qué razón el Padre celestial exigía la carnicería de tantos animales inocentes e indefensos.
-¿Por qué tanta crueldad? -me preguntó.
-Hijo, los sacrificios son para limpiar nuestros pecados.
-Pero, si Dios es puro amor.
-Pues, ahí está la palabra de los profetas.
-Habrá sido una parábola del profeta -manifestó Jesús.
Por la expresión del rostro del muchacho, supe que mis respuestas y explicaciones no eran tan profundas como las que él necesitaba. Y fuimos metiéndonos en otros asuntos, de los cuales yo no sabía cómo salir.
Fue inevitable entrar en el tema de los niños de Belén que fueron asesinados por las fuerzas de seguridad de Herodes. Esa parte de la historia nunca se la había contado antes, pero ahora ya era el momento adecuado porque en Jerusalén la gente habla de eso y yo no quería que él se enterara de mala manera. Supe que iba a sufrir mucho. De hecho, lloró cuando se lo conté, aún cuando elegí las palabras con todo el cuidado que pude.
-Hace años ya de eso -le expliqué-. Fue cuando estaba el otro Herodes, el papá del rey de ahora. Era un tipo abusador que hacía lo que quería. Pidió que le llevaran los niños de hasta dos años, pues uno de ellos llegaría a ser rey y había que formarlos a todos mientras no se supiera cuál. Después estos niños nunca fueron devueltos a sus padres. Desaparecieron para siempre.
-¿En todo Jerusalén?
-No. Sólo en un sector, y en Belén, donde naciste tú. Antes de eso alcanzamos a emigrar a Egipto porque sospechamos que Herodes se desvelaba de miedo por lo que iba a pasar cuando creciera un niño que ni conocía. Ese rey nunca entendió que el Altísimo nos iba a enviar un salvador.
-¿Les advertiste a otros, para que también pusieran a salvo a sus hijos?
-No hablé con nadie porque no sabía realmente qué es lo que iba a pasar. No estaba seguro acaso mi actitud de irme era un poco exagerada. No podía decir a alguien que organizara un apurado viaje porque yo soñé tal o cual cosa. Por lo demás, mi temor era que Herodes actuara directamente sobre ti, pues supuse que la información con que él contaba lo orientaría en ese sentido. Nunca imaginé que otros niños pudieran correr peligro.
26.- María no encuentra a Jesús
La fiesta de Pascua, siempre me había dejado muy contenta, hasta el año pasado. Muchas veces hemos ido a Jerusalén, con José, para esta fiesta, en que se conmemora la liberación de nuestro pueblo del dominio del faraón. Es la mejor fecha para hacer este viaje cuando podemos, y no en Pentecostés, que es otra fiesta más apropiada para los agricultores que celebran sus cosechas de trigo. Igual lo festejamos acá, con mucha alegría. Y recordamos los mandamientos que Dios entregó a Moisés.
Esta vez viajamos casi todos los del clan familiar, menos mi madre anciana. Después que murió mi padre, ella prefiere quedarse en casa, en Nazaret.
La caravana hacia Jerusalén era enorme, a pesar de que íbamos con un par de días de anticipación. Unos a pie, otros en asnos o en camellos. Y también una gran cantidad de carretas tiradas por burros. Jesús y los demás niños pequeños iban con las mujeres, como corresponde a la costumbre.
Al borde del sendero se ponían los vendedores de frutas y de pan sin levadura. Después de tres días completos llegamos a Jericó. Salimos temprano al día siguiente y el camino ya estaba lleno de peregrinos, subiendo hacia Jerusalén.
En los días que nos sobraban al comienzo de la estadía, visitamos a menudo el templo, en actitud de oración. Le expresé a Dios la alegría de que él haya puesto algo tan grande en mí. A mi cuidado y al de José. Fui dándome cuenta de lo que yo era, poco a poco, desde muy pequeña. No es cualquier cosa haber tenido a Jesús en el vientre. Tuve que prepararme durante largos años.
A Jesús, que cumplió ya los trece años, le correspondía el rito de iniciación a la vida adulta, y ésta era una ocasión inmejorable para hacerlo. Jesús insistió en que quería hacerlo en el templo. Por eso nos vinimos antes, para alcanzar a hacer las gestiones a tiempo. Gracias al Altísimo, lo conseguimos. Y también gracias a que algunos doctores de la ley conocían a nuestro hijo.
Durante la celebración en el Templo, le pusieron a Jesús su primer taled, y recitó las oraciones. También hizo una disertación sobre un pasaje bíblico, que preparó previamente. Ahora ya es un hombre, desde un punto de vista religioso, y tiene derecho a leer en la sinagoga. Y en el templo, ya puede ingresar al sector de los israelitas. Yo estaba orgullosa de mi Jesús, y presencié la ceremonia de iniciación, a lo lejos, desde el atrio de las mujeres.
Mucha gente llegó a Jerusalén para esta fiesta de tres días de duración. Casi todos comen la cena pascual en carpas, incluso algunos, fuera de las murallas de la ciudad. Por la noche, les gusta cantar. Todo estaba iluminado hasta altas horas, con gente por las calles. Nosotros nos alojamos en casa de la mamá de Lázaro, en Betania. Muy cerca de ahí, donde unos vecinos, tuvimos nuestra cena pascual.
Al término de las fiestas, éramos un grupo enorme de personas las que habíamos venido de Galilea, y juntos íbamos a regresar. Incluso, muchos más que los de nuestra caravana de llegada. Los que veníamos de Nazaret quedamos de juntarnos en cierto lugar cerca del templo en la mañana del día después de terminar la fiesta pascual. Así lo hicimos, y salimos en viaje de regreso a Nazaret. Con las otras mujeres nos incorporamos al grupo, conversando nuestras impresiones. Los hombres iban hablando sus cosas, por otro lado, como era la costumbre en estos viajes, tanto a la ida como a la vuelta.
Aunque Jesús llegó con las mujeres a Jerusalén, ahora que ya era un joven iniciado, le correspondía hacer el viaje de vuelta a Nazaret con su padre y los demás hombres. Por eso no me extrañó no verlo en nuestra partida. Lo que yo no supe en ese momento, ni tampoco en los días siguientes, era que Jesús había entrado en el templo para escuchar las enseñanzas, y se quedó completamente absorto en una discusión con los rabinos. Se le pasó la hora en que debía unirse a la caravana. Cuando se dio cuenta ya era el mediodía.
Según me enteré después, José tampoco se percató de la ausencia de Jesús porque suponía que viajaba con las mujeres, tal como había llegado. Por lo demás, Jesús era tan independiente, que andaba siempre con otras familias, y con sus amigos.
Cuando paramos en Jericó para pasar allí la noche, recién nos dimos cuenta de la situación. Con José recorrimos toda la caravana buscando al niño, pero no lo encontramos. Después de preguntar a los rezagados que iban llegando a Jericó, nos vimos enfrentados a la triste realidad. Simplemente, Jesús no estaba. Nadie lo había visto. Pasamos una noche horrible, pensando que le podía pasar algo. ¡Dios mío, qué hemos hecho! Yo que haría cualquier cosa por cuidar a Jesús, y lo he hecho durante todos estos años, ¿ahora he echado todo por la borda? Me arrepiento de haber sido tan excesivamente confiada.
Nos tuvimos que salir de la caravana, y todos quedaron muy intranquilos. Y yo, desesperada. No puedo permitir que a Jesús le pase algo. Cómo no supe custodiarlo. Con José deberíamos haber redoblado esfuerzos para vigilar a un niño tan independiente. Yo creí que estaba con él. No debí haberme metido tanto en la conversación con las otras mujeres. Aunque el niño sea ya mayor, al cuidado de José, igual debí haberme preocupado. Quizás José no atinó a tomar esa responsabilidad nueva, acostumbrado a que sea yo la que esté atenta a los pasos del niño.
“Perdón”, decía en mi oración, “perdón Dios mío, por este descuido. Te hemos fallado. Ten piedad de mí, que sólo quiero servirte. Encuéntramelo, que no lo volveré a perder”. Yo, que me enamoro de cada cosa que voy viviendo, esta vez no pude. Esto de la pérdida de Jesús, es uno de esos amores que duelen.
Recordé con gran temor eso que me dijo el anciano Simeón, aquella vez, “una espada atravesará tu corazón”. Eso estaba ocurriendo, y dolía.
Con José nos levantamos al alba dispuestos a volver a Jerusalén. Hicimos todo el viaje solos y resultó interminable. Llegamos a Betania cuando ya el sol se ponía. Lo primero que hicimos fue ir a la casa donde nos habíamos alojado, pues teníamos la esperanza de que Jesús hubiera vuelto allí.
No sabían nada de él. Salimos hacia Jerusalén, y preguntamos en todas partes, abriéndonos paso por las callejuelas. No era fácil con tanta gente que andaba en todas direcciones. Yo creía ver a Jesús en cada niño que pasaba. Dejamos mensajes en las posadas. No hallábamos cómo encontrar a Jesús.
Temprano, al día siguiente, alguien nos dijo que Jesús estaba en el templo, así que acudimos con rapidez. Cruzamos el patio de los gentiles y el atrio de las mujeres, hasta la escala en que se ponen los levitas. Por lo que ellos nos indicaron, habían visto a un muchacho que les hizo varias preguntas y no de las fáciles.
Cuando José ya se iba a la escala para llegar al atrio de los israelitas y yo me lamentaba de no poder acompañarlo, y tener que quedarme esperando afuera, tuvimos la ocurrencia de mirar en la sala en que los rabinos acostumbran a comentar la escritura, especialmente cuando hay forasteros. Ahí estaba Jesús, sentado en un banco, escuchando a los doctores. Un escriba me dijo : ¿Tú eres la madre de este niño? Respondí que sí, con mucha ansiedad. Entonces los doctores me prodigaron elogios. “Nunca hemos visto ni oído tanta sabiduría”.
-No hagas a tu vecino lo que no quieras que te hagan a ti -le estaban diciendo a Jesús, y él dio vuelta la frase:
-Lo que quieras que los demás hagan por tí, hazlo tú a alguien.
Corrí y abracé a mi hijo, por fin. José tuvo que explicarles a los escribas nuestra situación porque a mí me miraron con desconfianza. Pretendían que me fuera.
Habíamos pasado tres días de suplicio. Casi se puede decir que encontrar a Jesús nos despertó algo agresivo, pero, lo superamos porque era mucho mayor la felicidad. De todas formas, José optó por contenerme. Teníamos una mezcla de sentimientos. Estábamos contentos, pero igual le hicimos un llamado de atención a Jesús, quien me respondió:
-¿Por qué estabas tan intranquila? ¿Acaso no esperabas encontrarme en la casa de mi Padre? ¿Por qué no buscasteis acá desde el primer momento?
De ahí nos fuimos, llevando a Jesús con nosotros, a ver si pescábamos alguna pequeña caravana de rezagados. Efectivamente, pudimos entrar en una que estaba próxima a salir. Por el camino, Jesús nos contó que estuvo en el templo toda la tarde de ese día, disfrutando una grata tranquilidad. Y también todo el día siguiente, y las primeras horas del día en que lo encontramos. Entonces, nos pidió perdón por el mal rato que tuvimos.
-Al tercer día te encontramos. ¿Y en las noches, Jesús, cómo te las arreglaste? -quise saber.
-Me quedé en casa de un maestro de la ley. Se llama José, como mi papá, y proviene de un pueblito llamado Arimatea.
Jesús nos contó que ese José, un hombre ya maduro, es muy rico, y posee una casa fastuosa con un gran sitio en el cual tiene listo el sepulcro para que lo entierren cuando muera.
También nos explicó que se había visto enfrascado en conversaciones muy importantes con los sabios, y que estaba fascinado. Se le pasó la hora, y la caravana lo dejó. Después de eso, ya no le quedaba más que seguir aprendiendo de los sabios. En realidad, parece que no sólo aprendió. También enseñaba. Por lo que me contó, fue un intercambio de conocimientos. Habló con un físico, un astrónomo, y no sé cuántos otros sabios. Y a todos les supo decir algo que les resultó nuevo. Jesús les hizo un llamado de atención por el mal camino que llevaba la gente.
Le preguntamos de qué estaban conversando con los doctores de la ley. Jesús se rió, porque él primeramente había estado en conversación con los rabinos, pero poco a poco fueron llegando los maestros, llenos de curiosidad. Por lo demás, las preguntas de Jesús, con muchas ganas de aprender, no resultaron fáciles para los rabinos. Acudieron los doctores de la ley que estaban dispuestos a atender a un joven con tanta sed de conocimientos, como dijeron.
Jesús quería averiguar qué es lo esencial de la ley, y se atrevió a preguntarlo. Para algunos, resultó ser la fe en Dios y el rechazo absoluto a las idolatrías. Para otros, el cumplimiento riguroso de los preceptos. Jesús les mencionó uno de los primeros pasajes del libro de Isaías : “harto estoy de holocaustos de carneros . . . sangre de novillos . . . no me agrada . . . “, y otras frases similares.
Todo esto lo conversamos cuando ya estuvimos más calmados, y queríamos saber miles de cosas. José preguntó a Jesús “¿Qué puede hacer el hombre, que resulte más grato al Altísimo?”. Jesús le señaló dos textos, del Deuteronomio, y del Levítico, respectivamente :
“Amarás a tu Dios con todo tu corazón y con toda tu fuerza”, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. José y yo quedamos sorprendidos.
-Miren, aquí dice “Hablaré en parábolas y explicaré los misterios eternos” -Jesús estaba fascinado con un salmo que descubrió y del cual tomó apuntes.
También preguntó a los doctores acerca de lo que creen y lo que no creen. Ellos le explicaron que creen en la inmortalidad del alma, en los ángeles, en la resurrección de los muertos y en el juicio final. Que son los saduceos los que no creen, pues sólo atienden a lo material, creen en su dinero, y en nada más. Hay muchos sacerdotes saduceos, pero no estaban metidos en la conversación que Jesús sostenía con los maestros.
-Los doctores son sabios -dije a Jesús.
-Igual tuvieron dificultades cuando les pregunté que dónde empieza y dónde termina el pueblo escogido. Y cuando les pregunté por qué las mujeres deben estar separadas de los hombres en el templo -Jesús hizo una pausa-. Y por qué el Altísimo necesita tanto sacrificio de animales. Y por qué toleran la presencia de los mercaderes en el templo. Según Jesús, hay maestros que discuten acerca del cielo, pero aún no conocen bien la tierra. Que tratan de explicarse a Dios cuando todavía no han podido explicarse al hombre.
No entiendo cómo los maestros de la ley se abrieron tanto a conversar con un niño, si habitualmente ellos no son así ni con los adultos. Y me maravilla que Jesús hable de tú a tú con personas tan sabias y estudiosas. Ellos tuvieron la mejor voluntad para ocupar su tiempo con un niño.
Todas estas cosas hablamos con nuestro hijo. Yo tomo nota de todo lo que acontece alrededor mío, y me dejo sentir los acontecimientos. Escucho lo que éstos me dicen en mi interior. Cómo me iluminan y me hablan proféticamente. Una vez más, me están diciendo que mi hijo ha de morir y resucitar.
27.- Jesús y su abuela
La abuela Ana fue importante en mi infancia. Era sabia y estaba llena de amor. Desarrolló en mí una capacidad natural para ver más allá que la gente común. También me hacía dulcecitos, me regaloneaba, me contaba cuentos y jugábamos a interpretar signos. Sí. Hasta la gente que pasa es un signo. O una nube que tapa el sol en un momento dado. También hay signo en el ruidito que hace el estómago. En todo. Además de entretenernos, ese juego tenía frutos concretos. Aprendí a descubrir los mensajes de Dios en la vida diaria.
Desde muy pequeño, mi abuela Ana me contó acerca de mi primo Juan. En aquel entonces yo preguntaba mucho por él, y supe que vivía lejos.
Era fabulosa la abuela, con su sabiduría que, según ella, estaba en el aire. Me contó que Dios se demoró mucho en enviarles a su hija, que es mi madre. Y eso fue así porque no encontró que ella y mi abuelo estuvieran todavía preparados para criarla.
Para la fiesta de Purim, también llamada fiesta de la suerte, mi abuela me disfrazaba con cualquier cosa que encontrara por ahí. Nunca le faltaba algún género o ropa vieja. Tenía gran creatividad. En esa fiesta, a principios de la primavera, ella me daba dulces y me decía que fuera a compartirlos con los niños pobres. En ese día, siempre hay mucho jolgorio en la calle. Los niños hacíamos bulla y silbábamos reprobando al malvado Hamán. También llegaban los rabinos explicando el significado de la fiesta, en que se conmemora la salvación milagrosa del pueblo judío en Persia gracias a la intercesión de una mujer llamada Ester. Eso fue hace muchos años cuando el famoso Hamán decretó leyes contrarias a los judíos, y profanó los lugares sagrados.
Cierta vez, estábamos en la puerta de la calle jugando con la abuela a decirnos qué significaban los detalles de las personas que pasaban. Pasó un soldado, y le tuve recelo. No era habitual que pasaran soldados por nuestra calle. Al mismo tiempo, por el frente iba una mujer con su cántaro de agua. El cántaro era más oscuro que la mayoría de los cántaros que circulaban. Le correspondía decir algo a la abuela y dijo “la lucha ha de ser para iluminar”. Quedé encantado. Fascinado. Me puse contento. Brincaba. Tanto, que vino mamá. Todos reímos.
Casi siempre teníamos un juego más sencillo. Jugábamos a decir “en qué se parece”. Por ejemplo, una rama de árbol y una piedra. Yo pensaba y pensaba. Y dije que las dos conversan con el tronco. Le hablan y escuchan lo que les responde. Después me volé. “El tronco es como mi Padre”, dije a continuación.
La abuela Ana murió un año y medio después de aquella vez en que me perdí en Jerusalén. Con ella siempre habíamos tenido largas conversaciones. Era bien especial mi abuela. Muchas veces la vi llorar de alegría. Me enseñaba a escuchar al Altísimo. Yo me atreví a contarle un secreto, que mi padre del cielo es el Altísimo. Ella siempre me entendió. “Todos los niños son sabios”, me dijo. También me confesó que ella ya lo sabía, pues yo había sido concebido por obra del Espíritu de Dios.
-¿Cómo era yo cuando estaba dentro del vientre de mi mamá? -le pregunté a mi abuela.
-Igual que todos los bebés.
-¿Cómo es allá dentro?
-Hay agua -respondió-. Antes de nacer los bebés están en el agua de la madre.
-Nací del agua y del espíritu -dije, como una sentencia.
-Bella forma de decirlo -afirmó ella, y eso se me quedó grabado.
Al morir mi abuela, le sostuve una de sus manos, y mamá la otra. Ana me dijo “Bendíceme y encomiéndame para que pueda estar junto con Dios y Joaquín en el paraíso”. También me dijo que lamentaba enormemente no poder verme crecer hasta ser adulto. Todos nos apenamos por su partida. Tuve que aprender a vivir sin ella.
28.- José y los últimos profesores
Los rabinos siguieron pidiéndome al niño, pero ya con una actitud diferente. Simplemente pretendían adiestrarlo como futuro rabino. A decir verdad, yo siempre he sabido que ése será el destino de Jesús. Se trata de una educación superior que él estaba necesitando en aquel momento, y dado que yo no tenía medios económicos, fue una gran cosa que lo solicitaran, así no más, sin pedirme ningún pago.
Yo sé que a Jesús le gustará la vida itinerante que llevan los rabinos. Disfrutará recorriendo pueblos y enseñando en cualquier lugar, teniendo discípulos que lo escuchen y lo sigan. Y que la gente lo considere como un juez, aunque sólo sea para asuntos menores y cuestiones domésticas.
Talvez Jesús llegue a ser doctor de la ley, pues tiene todas las condiciones, y desde ese lugar creo que podría cumplir su misión. No sé si le gustará. El tendrá que decidirlo en su debido momento.
Vino a Nazaret un profesor de una academia de rabinos de Jerusalén. En la sinagoga conoció a Jesús, y conversaba con él. Un día, me aconsejó que le permitiera a Jesús ir a Jerusalén, pues allí tendría acceso a una mejor formación.
Después de hablarlo con María y con Jesús, accedí a la petición de este profesor. Me dejó convencido de que ése era el mejor camino para Jesús. Así fue como el muchacho partió a Jerusalén, donde un rabino se hizo cargo de su formación. Menos mal que era un hombre comprensivo. En una de mis esporádicas visitas que yo efectuaba para conversar con el rabino, éste me contó un especial diálogo que tuvo con Jesús.
-¿Cuál de los diez mandamientos es el más importante? -fue la pregunta que el rabino le planteó en cierto momento.
-Ninguno -respondió Jesús-. Hay un hilo que los une a todos y los transforma en uno solo. El amor está presente en todos los mandamientos. El que está lleno de amor no rompe ninguno de los diez.
-¿De dónde te viene este conocimiento? -quiso saber el rabino.
-La verdad es una sola y está en todas partes. Es como el aire, y entra en mí si me abro.
El rabino quedó maravillado con esa respuesta de Jesús. Yo disfruté cuando me lo contaba, es que ya me estoy acostumbrando. También me dijo que, de tanto leer la Torá, Jesús descubrió que la mejor manera de expresar las cosas eternas es por medio de comparaciones.
Jesús criticaba lo establecido, y hacía sus comentarios, como “Hemos levantado un muro a nuestro alrededor y no vemos lo que hay al otro lado”, “También crecen las flores y las siembras de todos los hombres, no sólo de los judíos”, “¿Para qué hacen matanza de animales? ¿No oyen los balidos de los corderos y las súplicas de las palomas?”.
Horas después inicié mi regreso a Nazaret con la cabeza llena de cosas dándome vueltas.
Este niño ya está perfilándose como un gran rabino. Seguramente por ahí canalizará su misión, que es de enseñanza y de salvación. Conversé todas estas cosas con María, en cuanto llegué y la vi que rezaba las oraciones mientras trabajaba en el telar. Para ella es muy natural que Jesús tenga sabiduría. Igual se sonríe y se emociona tanto como yo.
Al poco tiempo, el rabino Hillel de Jerusalén, que ya estaba viejito, simpatizó con Jesús. Hillel es un sabio que no le interesa figurar, sino entregar su conocimiento. En uno de mis viajes me sugirió que dejara a Jesús en manos de un maestro para que se forme como doctor de la ley. Gustoso permití a Jesús que se siguiera quedando en Jerusalén, esta vez con Hillel, que es un hombre extraordinario. Es alegre y optimista, y se rodea de gente simple, pero no tosca. Propicia el amor a la humanidad. Ha escrito varios libros sagrados. La enseñanza es tan natural en él, que hasta a mí me da sabios consejos cuando me ve.
“No hagas a tu vecino lo que no quieras que te hagan a tí”, y “ayuda al asno de tu enemigo si ha caído bajo la carga” son sus frases favoritas.
A la vuelta, teniendo ya Jesús quince años, llegó muy motivado para salir de la tierra judía y conocer otras realidades. Yo encontré que aún estaba muy pequeño para eso.
Jesús leyó los libros de los profetas, y buscó ahí lo que decían del Salvador. Fue aprendiendo, y sintiéndose identificado, descubriendo poco a poco lo que él es y la misión que tiene. Y no por eso deja de ser niño.
29.- José y el padre de Jesús
Casi me morí, pero logré sobrevivir. Todo fue a causa de una caída física. Jesús tenía quince años en ese tiempo. Estando yo en una obra en Séforis, trabajando en lo que llegaría a ser la casa de un hombre rico, caí de un andamio, desde cierta altura, y estuve mal muchos días. No era primera vez, ni mucho menos, que trabajaba en andamio, sin embargo, noté que la estructura no estaba tan firme. No le di mayor importancia, y aunque se la hubiera dado, los patrones no me iban a regalar el gusto de mejorar las condiciones de trabajo, pues eso les costaría más dinero. Hasta lo comenté con otro trabajador. El caso es que el andamio cedió, y quedó colgando. Yo perdí el equilibrio, y llegué a un suelo durísimo. Empecé a ver nublado pero no me desmayé. Creo que no me pegué muy fuerte en la cabeza, menos mal. Fue todo tan rápido, que no supe en qué parte de mi cuerpo me había pegado. El dolor tuvo una especie de evaporación. Podría decir que no me dolía nada, que mi cuerpo soportó el golpe, a la perfección. Si hasta quise pararme, pero ahí fue que estuve a punto de perder el conocimiento. Toda la escena me daba vueltas, y se ocultaba, y volvía a aparecer. En el momento, todos creían que moriría.
Después de varias horas en que me pusieron en algún lugar mejor que la tierra, el capataz envió un mensajero informando a una caravana que salía pronto hacia Nazaret. Al otro día llegaron María y Josetos, me trasladaron a mi casa, y aquí estoy reponiéndome.
Todo esto ocurrió en pleno período de verano, cuando muchos salen a vacaciones. Justo entonces vino esta hermosa fiesta de los tabernáculos. La cosecha es el actor principal, pero lo que realmente se celebra es esa vida errante que tuvieron nuestros antepasados al salir de Egipto con Moisés. Es por eso que toda la gente se dispone a acampar. Nosotros mismos, hemos construido todos los años unas chozas con simples ramas. En esta ocasión me tocó estar en mi lecho de enfermo, convaleciente de la caída, así que los niños construyeron las cabañas ellos solos. Tienen que ser precarias, pues ése es justamente el sentido. La fiesta dura solamente ocho días, con buen tiempo, casi siempre. Comemos en una de las cabañas, la más grande, y dormimos en las otras. Y entre medio de las ramas del techo alcanzamos a ver las estrellas. Es un tiempo de pasarlo bien. Hay juegos y competencias entretenidas. También leemos el Eclesiastés, y pedimos la lluvia.
Tenemos adornos campesinos para poner dentro de las cabañas, y unos grabados que nos recuerdan a los patriarcas antiguos. Algunas de todas estas cosas las guardamos durante el resto del año.
Estoy acá adolorido, pero aún permanezco, y eso es lo importante. He tenido que parar toda actividad. Tengo que estar en reposo, lo cual me ayuda a reflexionar y hacer mis meditaciones. Rezo al Altísimo, que es el padre de mi hijo, y padre mío también, según Jesús me dice.
-Si eres padre de mi hijo, entonces tengo que ser tu amigo -me escucho decirle a Dios, y al instante se me enciende el rostro y miro para todos lados a ver si alguien me ha oído lo que parece una blasfemia. Imploro el perdón de Dios por tanta pretensión, pero también le digo con la sinceridad más absoluta que quiero visualizarlo como amigo. Necesito vivir la vida así. En este momento siento el abrazo cariñoso de Dios, que baja hasta mi pequeñez. Con lágrimas en mis ojos le digo “Gracias”, me pongo muy contento, y sigo estando un buen rato en las nubes, hasta que por fin vuelvo a mis reflexiones.
Mis niñas ya se casaron. Y mucho antes, se casó Josetos. Simón está por hacerlo, dentro de poco. Josetos abrió su propio taller de carpintería, y entre los dos nos repartimos trabajo cuando nos sobra. Ahora último, he tenido un envidiable tiempo para conversar con Jesús.
-Eres como el espíritu -le dije- porque no sé de dónde vienes ni hacia dónde vas.
-Naciste del agua y del espíritu -agregué, repitiendo la frase que el mismo Jesús me enseñó-. Del agua del vientre de tu madre, y del Espíritu del Altísimo que puso en ella la semilla para que tú te formaras.
A pesar de saber eso, yo estaba muy desconcertado, al principio, cuando él hablaba de “mi padre de los cielos”. Yo no estaba en el cielo. Después de un tiempo comprendí, pero, entonces, mi confusión fue aún mayor, al escucharlo hablar de él mismo como “Hijo del Hombre”. Me explicó que ése es sólo un modo de referirse a un hombre que quiere renovarse haciendo germinar sus propias semillas.
-Tengo dos padres -declaró Jesús una tarde, y yo sólo atiné a mirar mi pierna y mi brazo entablillados -. Aprendo mucho de ti, mi padre de la tierra.
-Y mucho más de tu otro padre.
-Sí. Mi padre del cielo también me dice muchas cosas. En verdad, tengo que decir “nuestro padre”.
-Sí. Nuestro padre -reconocí-. Quiero conocerlo mejor. A veces puedo verlo, con su túnica blanca y su sonrisa bondadosa.
-Si no lo ves, lo puedes escuchar dentro de tu oído -puntualizó-. A mí me ha dicho que tengo mucho que aprender. Buscar en todas las cosas. En mi propia vida, todo lo que voy pasando tiene algo escrito. Mi padre de los cielos me ha dado un lenguaje para descifrarlo.
-Yo soy tu padre de los suelos -le dije, y ambos reímos, recordando mi reciente caída en Séforis.
30.- José y la misión de Jesús
Me gusta mucho ver como se entretienen los niños. Pienso que sus cosas son tan importantes como las de los adultos. Les converso a todos ellos cuando acuden curiosos a mi taller, y juegan en la carpintería, con las astillas y otras sobras, construyendo ciudades.
Viendo a Jesús comprendí lo importante que son los niños. Vienen a rescatarnos de algo, y no les hacemos caso. Para que el mundo cambie, lo tendría que cambiar un niño, si acaso se lo permitimos los adultos.
Reconocí en Jesús al niño salvador que, mientras fue pequeño, necesitaba que lo tomaran de la mano y lo llevaran donde él tenía que ir. Si no sabía ir solo, pues yo iba con él. Mi responsabilidad era también descubrir los lugares en que él necesitaba estar. Los niños chicos necesitan un adulto para poder ir a alguna parte. Como quien necesita una carreta, y no quiero decir un burro, para no sentirme mal.
Cuando Jesús necesitó trepar cerros, para allá fuimos. En el fondo, él me estaba llevando a mí. Otras veces, salíamos a sembrar. Jesús tomaba un puñado de trigo, y lo esparcía por el suelo. Le enseñé a darse cuenta acaso llovería al día siguiente. De vez en cuando íbamos a observar cómo estaba la plantación, y yo le mostraba la maleza que crecía junto al trigo. Le enseñé a Jesús a no cortarla cuando el trigo está aún muy chico, porque se tronchan muchas gavillas.
Después de unos meses, llegaba el momento de cosechar el trigo. Disfrutábamos recogiendo las espigas. El trigo que reuníamos lo usaba María para hacer pan en casa. Después, cuando nos sobraba casi todo el pan, lo regalábamos a los pobres.
Jesús fue siempre un niño alegre y entusiasta, de risa fácil, pero no de carcajada ruidosa. Parecido a mí, en ese aspecto. Le gusta observar la naturaleza, el vuelo de los pájaros, y cómo consiguen comida. Hoy, Jesús tiene una sonrisa que invita, y el ritmo con que pronuncia las palabras atrae a la gente. Su rostro de expresión armónica le da una autoridad natural.
Es asombroso cuánto ha progresado este niño. Me siento como hijo de mi hijo. La oración me la enseña él. Ya no me queda más que seguirlo. Prácticamente, ya es un hombre, un conductor de personas. Trato de decirle que puede experimentar conmigo, si quiere. No necesito decírselo. Yo quiero ser su primer discípulo. También Jacob y Judas quieren serlo. Y hasta mis hijas, pues veo que Jesús es muy abierto a dejar que las mujeres participen.
Escucho a Jesús hablar de libertad interior y me suena novedosa la manera de decirlo.
Anoche sonaban las trompetas anunciando el perdón. Son un llamado a prepararse para recibirlo. Nueve días no es poco, y no es fácil pedir perdón. Jesús me ha enseñado que el Altísimo perdona para que nosotros aprendamos a perdonar. Pienso que eso, la gente no se lo va a entender tan fácilmente.
Nunca me resistí a ver en Jesús a alguien que tenía que salvarme. No supe de qué, pero me imaginé que de esa especie de prisión en que vivimos los adultos, obligados por la sociedad a ser siempre muy responsables, graves y cautelosos. Y no creo que esté tan mal ser así. Sin embargo, sólo de un niño puede uno aprender a ser más libre. No deja de sorprenderme el que yo mismo haya tratado de permitir que cada día mis hijos fueran un poco más libres. Sé que me puedo haber equivocado en muchas cosas, pues ser papá no es tarea fácil.
Como los niños imitan mucho, traté de ser como un espejo, en que Jesús pudiera ir descubriéndose. Tuve que apelar a lo mejor de mí. Si él necesita ser valiente, es porque el Altísimo ha puesto la valentía en él. En la medida que yo pueda mostrarme valiente, hasta donde sea capaz, eso le despierta algo. Fui observando otras virtudes en Jesús. Justicia, verdad, amor al prójimo. Habla en un lenguaje muy especial, para darse a entender mejor. De niño pequeño le gustaba jugar a hacer comparaciones entre las herramientas de carpintero y esas otras que usa la mente para construir el carácter. Yo trataba de inventar cuentos en la medida de mis posibilidades, y se los contaba, torpemente quizás, cuando paseábamos por el campo.
Con Jesús y Jacob subíamos hasta la cumbre de un cerro cercano. El mismo al cual ellos llevaban muchas veces nuestras pocas ovejas y cabras a pastorear. A Jesús le gustaba ese cerro y el sendero de acceso.
Cuando Jesús estuvo más grande, ya nos aburrió la colina cercana y empezamos a ir al Tabor, un cerro precioso y llamativo. Es un monte redondo y solitario, nuestro preferido. En días claros la vista es magnífica. Subimos con frecuencia, a pesar de que queda lejos y necesitamos un día completo, saliendo de casa muy temprano. Bordeando el lago, se llega al pie del monte, por un sendero agradable.
El lo eligió. “Quiero ir a ese monte”, “no, el del lado”, “no, a ése”, “Ah, el Tabor”, le dije.
-¿Tabor? Lindo nombre -exclamó Jesús.
Nos acostumbramos a ir al Tabor, un lugar de una belleza prodigiosa. Yo trepaba, igual que niño chico. Casi siempre nos acompañaba Jacob. Jesús me decía que ahí se sentía muy cerca del Padre de los cielos. Jacob y yo aprendimos a estar también muy cerca del Altísimo.
Sin duda, ahora que está grande, Jesús ya tiene noción de lo que es y lo que será. Me maravillo cómo dialoga con Dios. Si a veces hasta rezo a través de él. O sea, rezo con él, juntos y con María a veces, pero ella es más reservada. Voy diciendo mi oración en voz alta. Como años atrás, cuando Jesús la repetía. Ahora recibe siempre prontas y sabias respuestas que también las dice en voz alta. Yo no le digo que estoy rezando a través de él, ni él me dice que me proporciona ese servicio. Simplemente, se empezó a dar así de a poco. Ahora soy yo el que repite la oración de Jesús, mientras él me dice las respuestas del Padre. Al principio, no me fue fácil aceptar que Jesús tratara a Dios como su “Padre”. Me sonaba blasfemo, por la educación que recibí. Dios es Altísimo, mucho más que un padre. Después me acostumbré. Jesús me hizo ver la dimensión de un Dios Padre.
Siempre habló directamente con Dios, y fue muy incomprendido por eso. Yo temía que lo persiguieran por considerarlo blasfemo. Desde chiquito, buscó lugares y momentos de silencio. Y es muy observador. Jesús también rezaba en voz alta y nos integraba a Jacob, a Judas, y a mí. “Padre nuestro, santo es tu nombre, tú estás en el paraíso, y tu reino está también en nosotros. Que se haga tu voluntad en la tierra igual que en el cielo”.
-Los pobres saben tantas cosas -me decía. Es que le encanta conversar con un hombre del vecindario que, a duras penas, se gana la vida remendando ropa. Se pasa tardes enteras con él. Y también con otro hombre, que trabaja como peón en la fabricación del vino.
Jesús tiene unas salidas asombrosas. No le gustó que la efigie del emperador aparezca en las monedas.
Algo notable ocurrió en una mañana luminosa, estando los dos solos en el Tabor, Jesús se puso muy especial. Su resplandor fue creciendo más y más, tomando colores azulados o amarillos, de repente, yendo a blanco. Después de un rato, que yo miraba extasiado, su resplandor era enorme y blanco. Yo lo veía a lo lejos. Ahí sobre el cerro, intenso, blanquísimo. Yo estaba atónito. Su oración en silencio llegaba hasta mí. No sé explicarlo. No quería que eso terminara jamás. Caí de rodillas, orando. Dije “Padre”. Fue la primera vez que hablé al Altísimo con una emoción intensa, que no sé cuánto duró. Después, todo se apaciguó y volvió lentamente a lo normal. Jesús vino hacia mí y conversamos con naturalidad.
Mientras bajábamos entendí mejor que nunca, que mi hijo es grandioso y tiene una misión importantísima.
En otra de nuestras subidas al Tabor con Jesús, conversamos un asunto de gran significación.
-Aprenderé mucho para enseñar a la gente -empezó diciendo Jesús-. El Padre me dice que es el momento para traer un mensaje de amor al mundo, y que lo hará a través mío.
-Es una gran misión. Tanto, que no todos te van a comprender.
-Nuestro Padre no les enseñará estas cosas a ningún sabio, sino a los más pobres, a los niños, a las mujeres, a los postergados por la sociedad.
-En particular, a mí.
-Y después, será el momento de enseñar. A los 17 años, lo que me mueve es aprender mucho para tratar de descubrir cómo mejorar la vida.
-Creo que tú tienes un sentido especial.
-Es la certeza de la presencia del Padre. El me sostiene y me permite hacer cosas que parecen milagros.
Se retiró un poco, y lo escuché orar algo así como :
“Gracias, Padre, por haberme elegido para algo tan bello. El saberlo así me da fuerzas para esas búsquedas que me pides. Gracias por mi madre María y mi padre terrenal José. Los quiero mucho y no quisiera contrariarlos. Ayúdame a que me entiendan cuando estoy en tus cosas. Tú eres grandioso. Quiero proclamarte, cuando te entienda bien en lo que tú eres. Cuando sea grande.”
Después de un largo rato volvió a acercarse.
-Te has dado cuenta que has venido para algo -me atreví a decirle.
-Lo que veo afuera me dice qué llevo adentro. Me gusta tratar de ver más de lo que ve el común de la gente. El resplandor de las personas, y la eternidad que hay en cada objeto o planta. Tú y mamá me han estimulado en esto.
-¿Ves el resplandor de las personas?
-Sí.
-Eso lo has heredado de tu abuela.
-Descubrí tantas cosas en la oración.
-Desde chiquito, siempre rezabas mucho.
-Quiero tratar de que las cosas mejoren.
-Siempre en un plano respetuoso y atinado -reconocí.
-Me duele cuando falta la alegría, o la libertad, o la verdad.
-Tu vida de niño en Nazaret ha sido alegre, activa, social. Y soñadora, también.
-Me encantaría aprender todo y enseñarlo. Y que todos me entiendan con facilidad. Quiero poder decir las cosas con palabras simples, con ejemplos y símbolos de eternidad.
-¿Símbolos de eternidad? -repetí, revelando mi duda.
-Es atender algo que surge desde mi interior. Desde muy adentro. . . Como una enseñanza. A veces parece que lo dijera yo mismo, como si estuviera hablando solo, pero no es así.
-Entiendo. Hablas con tu interior.
-Escucho algo que no dije yo mismo, porque no podría decir una cosa que aún no sé. Es algo inesperado, que pasa de repente. Siento una palabra tan cierta que no da lugar a la duda.
-¿Es algo difuso?
-No es difuso ni es espejismo. Es un conocimiento definido, que viene en imágenes, y me dan ganas de darles nombre.
-Eres admirable -volví a reconocer.
-Siento el saludo de mi padre de los cielos, con esas armonías que quieren darse . . . y se dan.
Ya no tuve más palabras para expresarle lo que me hacía sentir. Guardé silencio, pues no necesitaba hablar nada más.
Y ahora que Jesús está mucho más grande, me preguntó :
-¿Has leído a Jeremías?
-Por cierto, creo que es un profeta de gran importancia.
-En ese libro, declara Yavé que hará una nueva alianza con su pueblo.
-Sí, lo recuerdo. “Escribiré mi ley en sus corazones” es lo que dice.
-Y también dice claramente “Todos me conocerán. Limpiaré su iniquidad y perdonaré sus culpas”.
Lo encuentro grandioso.
-Bendito seas, hijo mío -fue lo único que atiné a exclamar, lleno de alegría, mientras Jesús irradiaba amor.
-También estuve viendo en la sinagoga un rollo muy especial, que no se lo prestan a cualquiera -afirmó pausadamente Jesús-. Es el de Ezequiel. De ahí adopté un nombre con el que me identifico.
-¿Cual nombre? -pregunté, ya que hace mucho tiempo que leí a Ezequiel.
-Hijo del Hombre.
-Ah, sí, si te lo he escuchado. ¿Qué significa?
Me contó que había copiado el texto y me mostró un pergamino enrollado que andaba trayendo. En él pude leer:
“La voz me dijo: Ponte sobre tus pies y hablaré contigo. Entonces, el Espíritu entró en mí, me puso de pie, y pude escuchar la voz diciéndome: Hijo del Hombre, yo te envío a mi pueblo, que se rebela contra mí, de igual forma que lo hicieron sus antepasados”.
-Mira -me explicó Jesús-. En el fondo, significa que nací del agua y del espíritu. Del agua del vientre de mi madre y del espíritu de mi Padre.
No supe qué decir. No es fácil entender eso.
-Ese nombre corresponde a un enviado por mi padre de los cielos a transformar a las personas en hijos de Hombre -continuó-. Lo que enaltece al hombre.
-¿Como un profeta?
-Por ejemplo. Hijo de Hombre es todo aquel que ha descubierto la vida que se esconde detrás de la muerte. Es el Hombre Nuevo.
Me admira cómo Jesús es capaz de darse cuenta de lo que es verdadero y lo que es falso.
-También me siento identificado con la palabra que leí en un rollo de Isaías -agregó-. Ahí aparece el lema que me mueve. Es la manera como el padre del cielo me ha dicho mi misión. El me ha enviado con buenas noticias para los humildes, para sanar los corazones heridos, para liberar a los que están cautivos en su propio interior. Para consolar a los que lloran. Para traer cantos de alegría, en lugar de pesimismo.
Jesús ha venido a traer la palabra. Empiezo a creer que eso de “salvar” no se refiere a un futuro remoto ni a lo que hay después de la muerte, sino que es algo de “aquí y ahora”. Se salva el que renace como Hijo de Hombre, en esta vida, limpiando toda su maldad, sus errores, penumbra y tiniebla. El que logra salir de la prisión en que se metió en algún momento. Creo que esto es lo que Jesús enseñará. Me pregunto por qué va a ser tan difícil que lo comprendan.
31.- José en una celebración
Jesús ya tiene 18 años. Hoy los ha cumplido, y por eso vinieron amigos a saludarlo. También los amigos míos, que son padres de los suyos. Estos jóvenes que son la realidad de hoy siguen integrándonos a los viejos, y se los agradezco, también lo disfruto. Todos mis hijos ya son grandes e independientes. Recuerdo cuando yo tenía esa edad, me parece que hiciera tan poco tiempo, y es algo que no volverá. Ya no tengo tanta vigencia, y sin embargo me siento muy joven, aunque me cansa un poco la carpintería.
Como está a punto de empezar Janucá, comenzamos hablando de eso, para ir pasando a otras cosas. Jesús contó a sus amigos que ha estado estudiando para rabino. Lleva varios años en eso, y necesita viajar mucho a Jerusalén.
-Juan -me dirigí a mi sobrino-. ¿Nunca quisiste ser sacerdote?
-Nunca -respondió a secas, con mucha seguridad.
-Te correspondía, por ser hijo de sacerdote -argumentó Salem, el tintorero-. Yo le tenía mucho aprecio a tu padre, ¿sabes?
-Mi padre fue sacerdote en otros tiempos que no volverán -explicó el joven-. Ya ves cómo fue asesinado por los que tienen el poder.
-De la manera más alevosa -reconoció Salem.
-El caso es que los sacerdotes están ahora muy contaminados por los saduceos, y yo no quiero formar parte de eso -continuó Juan-. Preferiría mil veces ser rabino, que los estimo mucho, por su labor formativa, pero jamás sacerdote, ni andar matando animales, supuestamente para agradar al Creador.
-Ahora tenemos a ese Anás que domina todo -intervine, sin evitar que se me notara mi aversión a aquellos que no les importa que estemos ocupados por los romanos, mientras mantengan ciertos privilegios, y agregué- aunque ahora puso a su hijo de sumo sacerdote, él sigue presidiendo. Y se las arregló para hacer caer a varios procuradores romanos, uno tras otro.
-Como que Valerio ha atinado a concederle favores -señaló Zebedeo.
-No podemos seguir tan sumisos a la dominación romana -dijo con fuerza Simón, hijo de Salem.
-Se ve que eres muy zelote -observó mi hijo Jacob.
-¿Acaso es obligación que seamos todos fariseos? -replicó Simón, como un fogonazo.
Hubo varios segundos de silencio expectante, y entonces Zebedeo dijo, con su fuerte vozarrón:
-No tenemos que serlo todos, claro está.
Jesús se rió y yo no entendí por qué. También Zebedeo se inquietó.
-¿Qué pasa, niño? -preguntó.
-Está bien, no te preocupes -se apresuró a decir Jesús- lo que pasó es que tu voz, y lo que dijiste, sonó igual que un trueno, un rato después del relámpago de Simón, que parece un verdadero cananista.
Ahora, todos rieron. Hasta Zebedeo.
-Jacob -preguntó Jesús-. ¿Tú te consideras fariseo?
Y como intentara contestar el hermano de Jesús, que también se llama Jacob, lo calmó, “No, Jacob. Me refiero al hijo del trueno”. Seguimos riendo todos. De cualquier forma, ambos Jacob manifestaron ansiar otra cosa, ni farisaica ni zelota. Los dos estuvieron de acuerdo en criticar a los fariseos porque le dan tanta importancia al premio y al castigo, y por eso son tan apegados a las normas establecidas.
-¿Y a tí por qué te dicen Tadeo? -preguntó Jacob, el de Zebedeo, a Judas.
-Es una vieja historia -se disculpó Tadeo, no queriendo entrar en detalles.
-Pero hay una historia más reciente que también te sirve -rectificó Jesús-. Esto pasó apenas hace unos pocos meses.
-¿Qué es lo que pasó? -preguntó Zebedeo con su vozarrón, después de varios segundos de silencio.
A estas alturas, sólo sonreíamos al escuchar el trueno.
-Fue para la Pascua -empezó a contar Judas- cuando andaba en Jerusalén con mis hermanos. Un soldado romano me escuchó algo que dije. Fue pura mala suerte.
-Es que hablaste a toda boca -explicó mi hijo Jacob.
-Es que me dio rabia -exclamó Judas- porque el tipo ése trató muy mal a un pobre mendigo que iba pasando.
-El caso es que se llevaron preso a mi hermano -señaló Simón el de Alfeo.
-Y partimos todos detrás pidiendo al soldado que soltara a Judas -continuó Jesús.
Entre todos contaron cómo llegaron al lugar de detención y Jesús intervino ante el oficial, explicando lo sucedido, de la manera más diplomática posible.
-Y ahí fue que el oficial le preguntó a Jesús “¿Tú estás a cargo de este tadeo?” -dijo finalmente Judas. Por algo me dicen Tadeo, porque siempre me dispongo a defender las causas perdidas.
Todos reímos, menos Cleofás, que reclamó:
-No me habíais contado nada de ese asunto de Jerusalén.
Los muchachos siguieron comentando aquel suceso que no pasó a mayores, ya que dejaron libre a Judas, sin siquiera cobrar alguna multa, pero bajo la severa advertencia de no volver a incurrir en algo semejante.
En eso, entró Salomé, la esposa de Zebedeo, sobresaltada.
-No encuentro a Juanito.
-Nos vamos a quedar acá esta noche -le explicó Zebedeo- y mañana viajaremos a Cafarnaum.
-Igual estoy preocupada. Ya se oscureció, y no sé dónde anda este niñito.
-Yo iré a buscar a Juanito del Trueno -dijo Jesús, y salió de la pieza. Nos dejó riendo, una vez más.
-Con los esenios, yo me llevo bien -anunció mi sobrino Juan, cambiando el tema.
Nos volvimos hacia Juan, pues todos queríamos seguir escuchándolo.
-Sí -repitió Juan-. He pasado algunas temporadas con los esenios, en los montes del desierto, y he aprendido a quererlos.
-Son admirables -reconocí, y todos estuvieron de acuerdo, con excepción de Simón, que de verdad es un poco zelote.
-Les falta acción -sentenció éste.
Desde ese momento se produjo un largo intercambio de opiniones, hasta que llegó Jesús trayendo a Juanito. El sabía en qué lugar buscarlo, donde le gusta jugar a este niño.
Cuando Jesús se integró de nuevo, su primo fue al grano:
-Vosotros sabéis que casi nunca vengo a Nazaret. Ahora quise venir especialmente, para participaros mi decisión.
Hubo un silencio.
-¿Qué decisión? -preguntó Zebedeo con su tremenda voz que lo llena todo.
-Me iré definitivamente a los cerros, con los esenios. Seré uno de ellos. Ya no viviré más de la manera tan urbana en que lo he hecho hasta hoy. Mi vida cambiará desde ahora.
Quedamos todos tan asombrados, que no atinamos a decir una palabra, por largo rato. Sé que asisto a algo importante cuando Juan, el de Zacarías, tiene tan clara su original personalidad. No es cualquier cosa la decisión que ha tomado.
32.- José se enfrenta a un dilema difícil
Una hermosa niña llamada Verónica se enamoró de Jesús. Lo ama desde que era niñita. Ella es la hija mayor de Joel, un fariseo de Nazaret, quien formalmente me pidió a Jesús para contraer esponsales con su hija. Yo estaba feliz por esa bella unión que se daría, pues encuentro que ella es una muy buena chica. Pensé consultarle a Jesús, esperando que se pusiera tan contento como yo. Sin embargo, yo estaba dubitativo pues con Jesús nunca se sabe qué planes tiene.
-Tú decides solo. Eres el hombre de la familia -me dijo Joel, ofreciéndome una buena dote.
Traté de explicarle que Jesús es un niño muy especial, pero me enredé y no hallaba cómo seguir.
-Yo le consulto las cosas que le competen -le dije, y Joel me miraba muy extrañado.
Después le hablé a Jesús, en una de nuestras subidas al Tabor.
-Buenas noticias. Me dijo Joel que . . . -apenas alcancé a empezar. Jesús se puso serio, pues ya se imaginó lo que yo iba a decir.
-De buena gana aceptaría -respondió, después que terminé de preguntar-. Es una niña estupenda, pero . . . tengo algo que decirte.
-¿Qué tienes que decirme?
-Hay algo que nunca te había dicho . . . Tengo una misión acá en esta tierra.
-Sí, que me lo has dicho, pero Jesús, ella te adora.
Jesús siguió hablándome:
-Ya lo sé, y yo también la amo. Mira papá, tengo con ella una linda amistad, y no he de tener con Verónica más relación que ésa. En este momento no te lo puedo explicar. Es cierto que aún no salgo a llevar a cabo mi misión. Precisamente, este asunto es lo que me ha llevado a demorar.
-Si piensas salir a recorrer tierras ella tendrá que seguirte.
-No es eso, papá.
-¿Es ya tu hora? -dije osadamente.
-Aún debo esperar un signo -y después de una larga pausa, agregó-. Somos herramientas del Padre en la creación del ser humano, y tenemos que tener una actitud de colaboración con él.
-No te entiendo -reconocí.
-Lo que no te he dicho es que por mi misión seré incomprendido.
-Sí. También me lo has dicho, pero . . . ¿qué tiene que ver todo esto?
-Talvez no te he dicho que seré perseguido y que moriré.
-Todos hemos de morir. Esta niñita no necesita un marido inmortal.
-Lo que tampoco te he dicho es que moriré muy joven -me dijo, poniéndose serio de nuevo- y por eso prefiero no contraer matrimonio, pues no tendría sentido si sé que viviré muy poco. Decidí no tener hijos porque no los podré cuidar.
Yo ya sabía eso, pero como un secreto entre María, el Altísimo, y yo. Jesús nunca me lo había dicho. Y ahora que me lo decía, me empezaron a caer unas lágrimas. Lo abracé, y ya no pudimos seguir conversando. Parecía que estaba todo dicho, pero sospeché que Jesús me ocultaba algo y que todos esos motivos que esgrimía, él mismo no los consideraba tan prioritarios. Había alguna fuerza más poderosa, algún designio de su Padre de los cielos. Algo muy íntimo en esa relación Padre-Hijo, que me hacía sentir como invadiendo lo que no me corresponde.
-Estoy renunciando a algo que podría tener . . . -declaró- ¿Recuerdas lo que decíamos cuando yo era chico y tú no querías que yo jugara en sábado?
Más que recordarlo, lo tenía presente en todo momento. Comprendí que Jesús tenía poderosas razones y que le estaba costando decírmelas.
Después de esta última conversación quedé golpeado con la fuerza de esa verdad que nunca había querido asumir. Dando cabida a la intuición, adivino que su padre de los cielos le ha encargado encarecidamente que no deje descendencia. Por supuesto, tiene que ser así, aunque parezca paradojal. Fundar una tribu de dioses no es lo que el hijo del Altísimo ha venido a hacer a la tierra. Es que eso sería una actitud reñida con lo divino.
Se me hacía un mundo tener que decírselo a Joel, sin que se ofenda, y sin entrar en materias que no iba a entender, y más aún, él rechazaría. Sin embargo, mi intención era ser lo más sincero posible. No sabía cómo decírselo. Traté de evadirme, pensando en otra cosa, dilatar la situación, a ver si se arreglaba sola. No hubo caso. Me armé de valor y fui a su casa y le expliqué como pude. Le llevé un odre de vino y también un regalo, un adorno de madera para su casa, que hice especialmente para dárselo. No le pude contar toda la verdad, ni mucho menos mis sospechas. No le dije más que lo necesario para que él comprenda que la situación es irreversible, y que no se trata de un rechazo. Al contrario, la niña es adorable.
-Emparentarme contigo es lo mejor que quisiera -le dije-. Jesús la ama, pero tiene planes, y entre sus planes no está el contraer matrimonio.
-Pueden quedar comprometidos para más adelante . . .
-No conoces a Jesús . . .
Sólo yo me fijé que por la rendija de la puerta escuchó Verónica todo esto, que le significaba mucho. Alcancé a darme cuenta que ella salió al patio, llorando.
Durante varios meses, a Verónica se la veía apagada, pero esta última semana empezó a mostrar una notable animación. Ayer en la tarde me dijo, no sin algo de solemnidad, que ya le había encontrado un sentido a su vida.
-¡Qué bien! -me alegré de verdad- ¿Y cuál es ese sentido?
-Admirar -me dijo con una sonrisa enigmática. Y cuando me vio reírme, agregó-. Sí, admirar al hombre más grandioso que ha habido. Tu hijo me acerca al Altísimo.
33.- José cuando su hijo se va
Es común ver caravanas que pasan por Nazaret, de un lado a otro, principalmente debido al comercio. No sólo cumplen esa función. Son también compañía para los viajeros, y además, la vía más eficaz que hay para difundir las noticias. O más bien dicho, los rumores. Muchas veces las informaciones llegan distorsionadas, pero después de dos o tres caravanas ya decantan bien. Eso sí, los mensajes particulares, de fulanito a zutano, vienen por escrito.
Judas, Jacob y Jesús se acostumbraron a curiosear. Cuando llega alguna caravana conversan con los conductores y se enteran de lo que pasa en otras comarcas. Siendo pequeño, Jesús quedó impresionado cuando vio que los rabinos ofrecen a los forasteros escuchar las sagradas escrituras, de Moisés y los profetas. Poco a poco empezó a hacer lo mismo, para gran vergüenza de Jacob, que trataba de quitarle esa costumbre. Ya un poco mayor, Jesús hablaba a los forasteros acerca del Dios único e indivisible. Al principio, éstos se limitaban a tomarlo con humor y afecto. Con el tiempo empezaron a escucharlo y a maravillarse de su sabiduría.
Jesús tiene una enorme fuerza de aprendizaje y de búsqueda. Y muchas ganas de viajar. Es de los que quieren ir adelante. Ser el primero en atreverse a dar un paso. A pesar de mis aprensiones, yo sé que sería bueno para él. Como todo el mundo quiere llevárselo, no me está siendo fácil retenerlo. Me lleno de temor, pues pienso que puede tener dificultades. No sé cómo manejar esto. O sea, no manejaré nada. Simplemente, me pongo en oración, y que Dios disponga.
Y eso no es todo. A mi modesta casa han llegado hombres ricos y nobles que ansían tener a Jesús como yerno. No les importa que no tengamos dinero. Entre tanta gente, también llegó un hombre rico y justo de la India que se asombró al escuchar a Jesús cuando hablaba entre medio de los rabinos. Se deslumbró cuando lo escuchó en Jerusalén. Se interesó en preguntar a todo el mundo, que le hablaran de Jesús. Con gran cortejo llegó un día a Nazaret. Yo estaba trabajando en el taller, y Jesús me ayudaba. Tenía en sus manos tal montón de palos y una escuadra, que apenas podía saludar al visitante.
Fuimos los invitados de honor en una fiesta que este hombre dio en la posada del pueblo. Quedaba al fondo de la calle principal, casi en las afueras. Se podía decir que lo teníamos casi de huésped por varios días, pues él quería conversar con Jesús. Y ahora que está por irse de vuelta, me ha pedido encarecidamente poder llevarse a Jesús, y ser su protector. Esto ya me sobrepasa. No tengo argumentos para sujetarlo.
Desde los quince años Jesús ha estado por irse con algún grupo de comerciantes. Hoy partirán unos hacia el Sind, valle inferior del Indo, al sur de Pakistán, donde compran mercancías. Jesús quiere aprenderlo todo. El indio se sigue quedando, porque yo aún no consiento en el viaje de Jesús, aunque él es ya un hombre.
Es de noche y estoy sobresaltado. No pueden llevarse a nuestro Jesús así no más. Por otra parte, sé que será algo bueno para él. Me dijo que necesita conocer un poco más el mundo, ya que vino para todos, inserto en nuestra realidad judía, es cierto, pero él necesita sentir otras realidades y querer también a esa gente. Me ha dicho que sus estudios de rabino puede continuarlos después.
Converso largamente este asunto con María. Después la abrazo con ternura. La quiero tanto. Le doy un beso de “buenas noches”, y me voy a mi cama a dormir. María se va a la suya, aunque un poco más tarde pues le quedan cosas que hacer, por haber estado largo rato en oración.
Con mi mujer quedamos de acuerdo en que no nos podemos oponer a lo que parece ser un designio divino, y que tendremos confianza en Dios. Ha llegado el día en que Jesús emprenda el viaje, para seguir aprendiendo y meditando.
34.- María acoge el regreso de Jesús
Con Miriam, Lisia y Lidia nos encanta que Jesús nos cuente sus aventuras. Ya es un hombre, pero para mí sigue siendo un niño. Su viaje fue provechoso, y ahora podrá retomar su vida de enseñanza.
Nos sentamos en el suelo, nosotras las primeras, y después empiezan a llegar también los hombres, uno a uno. Todos callados y tranquilos alrededor de Jesús, en el patio, mientras el sol nos tuesta y la brisa nos acaricia.
-Entramos en la tierra sagrada de los antiguos arios -empezó Jesús su relato-. Viajamos por la tierra de los cinco ríos, y después de mucho, llegamos a Orissa.
-¿Ahí es donde están los brahmanes? -quise saber.
-Sí. Estuve un tiempo con ellos y aprendí a leer y entender las escrituras védicas, pero también me enseñaron cosas que rechacé.
-¿Como cuál?
-Como el asunto de las castas. Los sacerdotes brahmánicos intentaron mostrarme que no todos los hombres serían iguales a los ojos de Dios.
Nos explicó Jesús que según las creencias de esta gente, primero fue creado el sacerdote brahmán, de gran elevación, y en segundo lugar, el hombre destinado a la política y la guerra. En tercera instancia fue creado el trabajador agrícola y comercial, y finalmente, el sudra, para los trabajos serviles, sin derecho a escuchar la lectura de los vedas.
-Yo les argumenté que no me parecía que un Dios justo pudiera hacer esa creación - nos dijo Jesús -. Fui más allá aún, y les dije muy claramente que hasta los sudras tendrían que poder entregar su oración a Dios.
Jesús nos habla tan claro y vívido, que no nos cuesta imaginar las escenas. Es como estar viendo a los brahmanes enfurecidos, tomando a Jesús de la ropa. Estuvieron a punto de pegarle. ¡Qué horror! Menos mal que un sacerdote amigo lo defendió. Si no es por él, no sé cómo habría salido de esa reunión.
-Encontré refugio en casa de un agricultor -contó Jesús-, y le hablé de la igualdad de todas las personas ante Dios. Y eso no es nada, pues también hablé a los sudras. Les dije que Dios susurra en el corazón de todas las personas, sin ninguna excepción. Les hablé de su dignidad, pues para Dios son todos hijos queridos.
-Después de la India, ¿dónde fuiste?
-A los Himalayas.
-¿Estuviste meditando?
-Era mi costumbre hacerlo silenciosamente, al lado de un manantial, cerca de la gente pobre. Estaban tristes. Les dije que el cielo de nuestro corazón es una luz alegre. Eso lo entendían bien.
Jesús nos muestra mundos tan distintos y tan iguales al mismo tiempo. Nos contó de una reunión de sacerdotes y fieles en el pueblo. Enseñando en la plaza, les habló diciéndoles que Dios es Padre. Jesús tiene muy fuerte este conocimiento. Desde que volvimos de Jerusalén, tras aquel aventurado viaje a sus trece años, Jesús empezó a observar muy en serio sus nuevas responsabilidades. Ya en ese entonces me decía que las niñas también deberían estudiar, igual que los niños. Siempre le respondí que estoy completamente de acuerdo. Es una lástima que no puedan ir a la escuela de la sinagoga. Pues, ahora Jesús no se conforma con lamentarse, y ya que pidió a José un espacio en un sector de la carpintería para enseñar a los niños que siempre llegan, esta vez decidió dejar entrar también a las niñitas. En realidad, ese lugar ya lo tenía desde antes, cuando venían los pequeños de Nazaret a entretenerse. Siempre fueron muy bien acogidos. Jesús se lleva bien con los niños.
-Traté de saber lo que le interesa a la gente de distintas culturas -aclaró Jesús, sacándome de mis cavilaciones-. Hasta dónde comprenden la finalidad de la vida.
Cuando José se incorporó a la conversación, Jesús nos habló de los magos de Persia.
-En Persépolis viví algo interesante -comenzó diciendo-, pues me encontré con el mago Baltasar, uno de los que había acudido a verme cuando yo era pequeño.
-Baltasar debe haber estado fascinado -observé.
-Sí. Y me llevó a conocer a otros magos como él. Son sabios que buscan la revelación. Me contó que Gaspar murió hace varios años, pues ya estaba viejito.
-¿Y Melchor? -le pregunté, pues todavía me acuerdo de su nombre.
-Andaba viajando, como es su costumbre.
Ahora que Jesús está de vuelta de su larga travesía, empezaron a venir niños nuevamente a la improvisada escuelita de Jesús, y también dos o tres niñas, si es que sus padres no les han puesto alguna dificultad. Especialmente en estos días, en que se acerca la fiesta de Pentecostés. Se celebra la recepción de los diez mandamientos en el monte Sinaí. Las niñitas se portan bien y son estudiosas. Creo que aprenderán mucho, a juzgar por los métodos de Jesús. Les enseña a destacar lo que es provechoso, en vez resaltar lo negativo que se debe evitar. Es un enfoque distinto al tradicional.
35.- Jesús recordando sus viajes
Conocí mucha gente. Distintos tipos de personas. Eso es justamente lo que salí a buscar. Ver otras realidades, distintas y parecidas, me ha cambiado la mirada. Mi mundo ya no es tan pequeño, y entiendo mejor a los de acá, porque conocí otras formas de vida y de pensamiento. Si he venido por todos, cómo no empezar por conocerlos, al menos a unos pocos. Hablar con ellos, y saber qué inquietudes tienen. Para hacer que los sordos oigan tengo que escuchar primero, y para que los ciegos vean tengo que observar mucho. Yo les cuento todo esto a mi madre y mis hermanas, pues me escuchan.
Desde muy niño me gustó estudiar, especialmente en la naturaleza. Me gustaba observar a los pajaritos, y tratar de captar qué había en sus pequeños corazones. Mi gran desafío era tratar de tocarlos y comunicarles alguna cosa. También miraba las nubes y su evolución. Intentaba leer ahí lo que mi Padre de los cielos me diría. Fui sabiendo cosas al escucharlas en mi corazón. Todo lo que llega a mi campo de atención trae un mensaje muy guardado. Hay que rescatarlo de la médula. Descubrir.
Poco a poco fui conociendo la tarea que Dios puso para mí. Me fui descubriendo.
Cuando ya estuve un poco más grande, mi padre me contó eso de los inocentes. Y me puse a averiguar más detalles, porque sentí la necesidad de saberlo todo. Sufrí por aquella situación. ¿Nadie pudo salvar al resto? ¿Acaso soy yo mejor? Sané la herida, con mucha oración, y sólo después de eso entendí cuánto daño había causado la daga de Herodes. El niño que fui, me habló, y lo escuché con mucho amor. Esa eliminación de niños, y que me hayan perseguido a tan temprana edad, me había dejado una dificultad para tolerar el rechazo a los niños, lo que yo veía en mi entorno. No tenía clara la raíz del problema hasta que llegué a comprender que la gente actuaba así por miedo al poder de los niños. Entendí muchas cosas, o quizás no entendí nada. Lloré, y a partir de ese día he ganado en serenidad y puedo dar tranquilamente algún consejo.
Recuerdo que cuando tuve doce años lo que me movía era cómo cambiar la actitud de las personas. A veces chocaba con el entorno, y lamenté que así ocurriera, pero eran ambientes que tenían que cambiar. Hasta ahora, nunca he logrado cambiar nada en Galilea. Más caso me hicieron en otras tierras en que tuvimos buenos intercambios, pues enseñé cosas y aprendí otras.
Un día, hablábamos de la verdad, y un sacerdote brahmán me preguntó “¿Qué es el hombre?”.
-Una extraña mezcla de luz y oscuridad, que conviven en conflicto hasta que la luz llega a todos sus rincones -le respondí, y me siguió preguntando muchas cosas.
A menudo iba a orar a un lugar apartado, junto al Ganges. Veía pasar a los mercaderes cuando venían de occidente. A veces me traían noticias de mi tierra, y también yo enviaba algún mensaje a mi padre.
Yendo a Lahore me encontré con unos mercaderes en Cachemira. Se alegraron de verme, y yo, de verlos a ellos. Tanto, que me regalaron un camello. Entonces, yo ya podía hacer mis viajes con mayor comodidad. Incluso, viajé con ellos un trecho.
Tenía 23 años cuando llegué a Persia. Me detuve un tiempo en algunos pueblos. Al término de una reunión, un mago me preguntó a solas que de dónde provienen mi sabiduría y mi resplandor. Le respondí que en el silencio interior está la fuente. Siempre es posible recogerse hacia ese lugar para orar.
Cerca de Persépolis hay un manantial para la curación. Su agua es milagrosa en cierta época del año. Bueno, todos ellos creían firmemente eso.
-Hasta el aire te puede sanar -le dije a una niñita que esperaba pacientemente que todos se saciaran del agua-, basta que respires con fe.
No pude dejar de notar que en todas las partes en que he estado, la mujer es siempre postergada. Me parece, no sólo injusto, sino que también es una lamentable pérdida el dejar pasar la belleza que la mujer podría poner en las cosas.
Cuando ya estaba por volver a mi tierra, unos mercaderes me trajeron una mala noticia. Mi padre está por morir. Debido a eso, anticipé mi partida. Baltasar me acompañó hasta el Eufrates, el día que dejé Persia. Pasé por Ur, y después de cruzar el Jordán, pronto estuve de vuelta en Nazaret.
36.- José en la sinagoga
Cuando Jesús terminó de leer a Isaías, lo volvió a enrollar y se lo pasó con una sonrisa al ayudante de la sinagoga. Todos se pusieron muy serios, menos Jesús, que desborda alegría. Si casi está a punto de reír, francamente. Admiro la personalidad de este hombre. Quien hubiera dicho que de la carpintería iba a saltar a la enseñanza. Yo creo que la gente acepta en su interior las palabras de Jesús pero no se atreve a reconocerlas públicamente.
Toda esta incomprensión se explica porque aún hay mucha influencia de Anás. Este saduceo sigue siendo el hombre más poderoso, que maneja desde las sombras. De hecho, fue sumo sacerdote durante doce años y después consiguió que algunos de sus hijos también lo fueran, e igualmente Caifás, su yerno. La religiosidad de esta gente no es mucha. Se dedican más a obtener ganancias con los sacrificios del Templo, y saben moverse en las intrigas de la política.
Estoy contento porque Jesús está de vuelta. Especialmente porque yo lo estaba necesitando mucho, pues no me siento bien. Estoy viejo, y caigo en enfermedades que vienen y van. El otro día eché a perder unas maderas porque ya no me acompaña mucho la vista. Mientras tuve buenos los ojos todo me salía bien. Ya no estoy para cualquier trabajo. En las construcciones hace tiempo que no me contratan. Y para las pequeñas cosas del taller, me demoro demasiado. Ahora son mis hijos los que hacen los trabajos. Josetos, el único que disfruta la carpintería tanto como yo, se ha independizado. Le pedí que se hiciera cargo de algunas de las labores que yo tenía pendientes. Estoy retirándome de esto. A lo más doy algún consejo o una ayuda para alguna decisión. Fuera de eso, mi vida ha tenido que tranquilizarse, y ya no puedo ni caminar mucho. Sólo un poco, cojeando hasta la colina cercana, y nada más. Subo apenas unos pocos pasos, y ya tengo que descansar.
Mandé a decir esto a Jesús con unos mercaderes, cuando él estaba de viaje. Gracias al Altísimo, lo encontraron y se lo dijeron. El caso es que tuve un sueño que me anunció que pronto moriré. Antes de un año. En el sueño había un anciano con una barba larga y blanca, que irradiaba luz y me llamaba haciendo gestos con su mano. Fui hacia él y llegué en muy corto rato pues me desplacé rápidamente, a baja altura, sin tocar el suelo. Es la manera de caminar que más me agrada. Al llegar había una mesa con varios cántaros. Conté once. Todos tenían agua. Bebí uno y cuando me disponía al próximo, desperté. Estuve orando mucho con este sueño y llegué a concluir que mi muerte se aproxima. Por lo demás, ya lo estaba vislumbrando pues noto que mi cuerpo no me acompaña. Tengo problemas estomacales, me canso por nada, y mis movimientos se han puesto torpes.
En aquel momento decidí ir por unos días a Jerusalén, pues allá podría prepararme para morir. Mi estadía en Jerusalén fue pura oración. Realmente, llegué a estar muy conectado con el Señor. Empecé a sentirme mejor, y volví a Nazaret, pensando que quizás estaba anticipándome demasiado a mi destino. De todas maneras fue bueno haber dedicado tiempo a mi oración en Jerusalén.
-Si escucháis decir que el Reino está en lo alto del firmamento -explica Jesús calmadamente- no miréis a las aves con envidia. El Reino está más cerca de lo que pensáis. Está en el interior de cada uno.
Me da alegría escuchar a Jesús, mi niño, para mí siempre será mi niño, aunque es la sabiduría misma. Al mismo tiempo, me entristece observar las caras con que lo miran. Muchos hombres no quieren entender, y no esperan nunca algo de él. Yo los veo muy disgustados porque Jesús les da un poco donde les duele. No ha venido para que lo aplaudan, sino que a sembrar. El fruto tendrá que venir mucho después.
A sus veinticinco años Jesús habría querido cambiar ya a las personas, aquí, ahora. Poco a poco se ha dado cuenta que lo suyo no es eso, sino algo que trasciende el tiempo.
Nunca quiso integrarse a los zelotes, aunque lo invitaban mucho. En Galilea son numerosos. Los zelotes trataron de convencerlo de incorporarse junto a ellos. Jesús lo pensó, pero desistió después de escucharlos atentamente y hacerles varias preguntas. En realidad, le costó hacerlos entender que su lugar es diferente. Ellos combaten la injusticia con injusticia. Combaten las armas con las armas. Combaten la violencia con la violencia. Simplemente, es una cosa contradictoria. En el fondo, se pliegan a lo que más detestan. Va contra la lógica de Jesús.
-Mi camino -había dicho Jesús a los zelotes- es de paz y de amor. Combatir la injusticia poniendo justicia. Combatir las armas con la paz. No alimentar el fuego que quiero apagar.
-Unos buscan y no encuentran -continúa Jesús, hablando en la sinagoga- pero yo os digo que el que sabe llenarse de admiración es el que encuentra.
Desde hace un rato, algunos ya empezaron a levantarse de sus asientos.
-Nadie es profeta en su tierra -le escucho decir a Jesús cuando ya empiezan a repudiarlo, primero con timidez, y después con la fuerza de la masa. Algunos exaltados lo empujan hacia afuera, y después por el callejón que va hacia arriba, hasta casi sacarlo del pueblo. Me impresiona la presencia divina en Jesús cuando logra zafarse y bajar nuevamente, dejándolos a todos petrificados. Hay algo en él que me inspira aprecio y reconocimiento. A estas alturas ya no necesito salir en su defensa. Ni soy capaz tampoco.
Mientras tanto, yo estoy a punto de irme de este mundo. Y quiero hacerlo en la mejor forma posible. Pido a Dios que sus ángeles estén a mi lado en un momento como éste. Separar el alma del cuerpo será un momento difícil. Quiero ver rostros de ángeles alegres y en paz conmigo. Señor mío, facilita mi marcha hacia ti. No permitas que mi alma caiga en desgracia. Busco tu verdad y tu justicia, pero también necesito tu misericordia.
37.- José moribundo
Me cuesta respirar. Sé que es el momento de irme. “Irme hacia el Padre” diría Jesús.
Recorro lo que fue mi vida. Durante toda ella estuve afligido por el yugo extranjero, pero a pesar de eso, nunca perdí la alegría. Se me ha pasado tan rápido el tiempo, que parece que fue ayer que estaban los magos.
Me pregunto a mí mismo qué me habrá faltado decirle a Jesús, pues ya me queda poco tiempo. Me vienen imágenes de su niñez. No me costó nada enseñarle a manejar el martillo, la sierra, el cepillo, la lima, el formón, y todas las herramientas. Mucho más difícil fue entrar en los temas que eran necesarios para él. Yo le enseñé lo que pude, acerca de la débil naturaleza humana, y cómo comprenderla. Y el amor por las escrituras. En algún momento, Jesús comprendió que sus padres no lo sabíamos todo. Antes de eso, hasta tuve que esconderme cuando sabía que me iba a preguntar acerca de la luna y las estrellas, y lo que hay más allá. ¿Qué sé yo?
Entre sorbo y sorbo de la agüita de hierbas que me preparó María, sigo pensando y recordando la niñez de Jesús. Observé sus descubrimientos cotidianos, cada pequeña nueva pista que le aclaraba progresivamente quién es y qué vino a hacer al mundo. Muchacho inquieto, pero también reflexivo. No se le escapa detalle alguno. En el fondo, es un soñador. Medita mucho, igual que yo, pero sus sueños son mucho más locos que los míos. Confía en sí mismo y habla en parábolas.
Doy gracias al Altísimo porque me encargó una tarea grandiosa. Y también le doy gracias por la mujer que me regaló. Y por los hijos. Muy en especial, por Jesús. Espero que los errores que pueda haber cometido en la crianza de Jesús no le hayan quitado nada del mensaje que trae para el mundo. En estos últimos años ya no necesité incentivarlo mucho a que se desarrolle. Y me sigo preguntando, hasta mi último minuto . . . ¿por qué me eligió Dios para esto? Es maravilloso. Creo que fue más por María. Se necesitaba que su esposo la amara infinitamente. Comprender a María en su embarazo era algo que Dios necesitaba de mí. Y mucho me costó. Para eso, Dios me enseñó desde pequeño a atender a los sueños. Todo se da en armonía.
No comí del fruto prohibido. Puedo decir eso con legítimo orgullo. Y por eso, María y yo no fuimos expulsados del paraíso.
A mi mujer le ha tocado una vida intensa, y la seguirá teniendo. Con muchas alegrías y muchas tristezas. María tiene una fuerza espiritual admirable. Jesús heredó muchas cosas de ella. Siempre ha continuado hacia adelante con optimismo y entereza. El ya es responsable en grado sumo. Igual, sigue siendo un niño juguetón, inocente, como el más pequeño. Mientras más dialoga con el Padre, más niño se pone. Desde pequeño, cuando hablaba solo, yo lo dejaba. Si imaginaba y soñaba miles de aventuras, también lo dejaba. Otros jóvenes de su edad no son tan místicos ni tan niños. Jacob se le ha ido pareciendo. Sólo observando a su hermano menor se ha ido impregnando de esa cercanía con Dios.
¡Qué frío tengo! Y tos. Me duele todo. Sin embargo, estoy agradecido del Señor, que me regaló una vida privilegiada. Si bien, ahora he de rendir cuentas.
Recuerdo cuando le explicaba a Jesús la costumbre hebrea de tocar el trozo de pergamino clavado en el marco de la puerta, cada vez que entramos o salimos de la casa, y besar después el dedo que lo había tocado. A él le gustaba decir, siempre de distinta manera que el Altísimo nos protege al entrar y al salir de la casa. Y ya sé por qué me he puesto a recordar justamente eso. Es porque estoy en un umbral. El Señor me protegerá en mi salida.
No me puedo valer solo. Estoy postrado y eso me hace sentir culpable de causar tantos problemas a María. El Señor me está llamando y ya se lo dije a ella, que me atiende con amor. Le hablo a María acerca de sus sueños. Le digo que no importan los colores ni los disfraces, sino la actitud que nazca en ella.
Me despedí de cada hijo e hija, y de María, y hasta de los hijos de Cleofás. Dios me está llamando. Recorro mi vida entera en imágenes vertiginosas. Veo también a mi padre. Ya sé que murió pero está en escenas de mi vida, y lo veo, y de ahí se va quedando cerca mío y me habla con ternura como si yo todavía fuera su niñito. Y me habla cosas de ahora. Hasta se sienta en mi cama. No sé cómo lo puede hacer. Recién me ha dicho que me iré de este mundo mañana en la tarde. De repente me parece estar ya al otro lado. Sin embargo, se borra toda la escena y vuelvo a ver borrosas a las personas que aún viven aquí en mi casa.
Recuerdo cosas que parecen tan pequeñas, pero no lo son. Como eso que me dijo Jesús, en una de nuestras subidas al Tabor:
-Hay cierta agua que echar en cierta tinaja. El Padre sabrá cuándo convertirla en vino. Primero hay que reconocer la tinaja, después atreverse a echar el agua.
Recuerdo que me mostré muy extrañado por esas palabras enigmáticas. En esa ocasión me explicó que lo debo hacer con los apegos y con esas resistencias que me dificultan la vida. Transformarlas de manera que ayuden a construirme sanamente. Mientras no lo logre, se supone que no sé lo que hago. Ajustar eso es el resumen de toda la vida.
Ahora, ya la he vivido. Tendré que irme pronto. Todo está en orden. Jesús cuidará a María. El más pequeño de mis hijos está llamado a ser el más grande. Mis otros hijos tienen ya sus vidas armadas con sus cónyuges. Y me han dado nietos encantadores. Me gustaría quedarme a disfrutarlos, pero si tengo que irme, me voy contento.
38.- Jesús ante el lecho de muerte
Cuando José cayó postrado en el lecho, sin poder ya levantarse, con su enfermedad de siempre, quiso gritar y no podía. Esta vez fue más alarmante que nunca, pues hasta se le quitaron las ganas de comer.
-Puedo decirte “padre” a ti también, que tan bueno has sido conmigo y tanto has amado a mi madre -le declaré a José.
-Sólo Dios sabe cuánto he querido a María. Doy gracias al Altísimo por haberme honrado con tu presencia, Jesús.
-Puedes estar tranquilo.
Lo admiro por su apertura a lo nuevo, a lo desconocido. Y por su humildad para aceptar lo que Dios le da. Es una enseñanza fabulosa. Le doy gracias por haberse sacrificado por mí. También le he dicho que admiro en él esa actitud de congeniar todas las realidades espirituales. Me enseñó a vivir así. Hoy, empiezo a recordar mi niñez, cuando jugábamos, cuando me llevaba a andar por la naturaleza, subir los montes. Me llevó a las partes en que yo tenía que estar, hasta que pude soltarme de su mano y caminar solo. Ya puedo salir al mundo a cumplir la misión que el Padre me ha encomendado.
Mi viejo me llevaba al Tabor, y lo pasábamos bien. Me estoy llenando de tantos recuerdos, cuando me contaba cuentos, cuando trabajábamos los palos.
José entró ayer en gran agitación. Estando en su cama trataba de gritar, pero sólo le salían gemidos. Mientras se quejaba de dolor, hacía un examen de conciencia en voz alta. Entré a su pieza y le dije “Salve mi querido padre”. Se tranquilizó un poco. “En verdad que tú eres Dios”, me dijo, con una certeza asombrosa, y me contó, una vez más, que fui concebido por obra del Espíritu Santo. Y me habló de los temores que tuvo en aquel entonces.
Mi padre se puso a conversar con el suyo, mi abuelo que no conocí. Se conectó con él. Parecía que lo estaba viendo ahí mismo. José ya estaba un poco al otro lado, y también hablaba con su madre. “Ya tengo que irme” escuché que le decía a alguien invisible. De alguna manera, ese viaje final es como entrar en una caravana, de a poco. Es como ir primero el día antes a disponer el pasaje, y decir “Mañana será”. Así, José estuvo organizando su viaje, preparando su equipaje, si se puede decir así, y preguntando a qué hora saldrá.
Me senté a su lado, en la cabecera. Mi madre se sentó a los pies de la cama. Al rezar oraciones de despedida no pude contener mis lágrimas. Las profecías que él me nombraba me evocaban otra que yo he leído. La de mi propia muerte. Le alcancé a decir que muy pronto nos estaríamos viendo.
-Mujer, ahí tienes a tu hijo -dijo José a María. Y después, dirigiéndose a mí:
-Ahí tienes a tu madre.
-Mamá, todo está bien para mi padre -dije con lentitud-. El ya ha hecho su trabajo en esta tierra, y lo ha hecho noblemente.
Un rato más tarde fui a buscar a mis hermanos y hermanas para que se despidieran de su padre. Y abracé a mamá, que estaba empezando a llorar. Lisia me contó que ésta es la misma enfermedad de la que murió su mamá. Después de un rato, todos llorábamos. Se podía palpar la presencia de la muerte. José estaba yéndose, apagándose. Me miró fijamente, sin poder pronunciar palabra alguna.
Fui el primero en percatarme de su deceso. Cerré sus ojos lentamente y presioné su mandíbula durante un rato. No pude evitar recordar que en mi niñez, esa misma boca sujetaba los clavos que aún faltaba clavar. Desde joven cuando ayudaba a los viejos, hasta ahora en que era ayudado por los jóvenes. Pedí a mi padre de los cielos, misericordia para mi padre terrenal. Que pueda salvar de la mejor forma posible su séptimo día.
La noticia se extendió rápidamente. Poco a poco se fueron enterando todos en Nazaret, y empezaron a llegar muy compungidos. El pueblo entero se agolpó a la puerta para acompañarnos en tal momento. Se fueron cuando ya oscurecía. Entonces, preparamos el cuerpo para su sepultura.
Enterrar el cuerpo de la persona fallecida es como dejar atrás las ataduras más antiguas. Después, uno percibe más nítidamente la vida que aún tiene.