ARISTODEMO                    Un lugar literario
La mujer del Más Allá         Gonzalo Rodas Sarmiento

 

   1.- Johanna

   Aprovecho de hablar sola en mi pequeño auto, porque sé que nadie me escucha. A lo más me oirá algún ángel, si es que todavía tengo, a pesar de todo lo que me ha pasado en estos últimos días. Voy en un lento camino a casa, después del trabajo, y quisiera hacerlo aún más demoroso porque al llegar me espera algo muy difícil. Será amargo tener que contarle a Rodrigo un asunto tan vergonzoso.
   Estoy involucrada en odiosos hechos que quisiera olvidar para siempre. Más de alguien podría pensar livianamente que sólo se trata de la obligación de ir a declarar algo muy simple. Es mucho más que eso. Debo participar como testigo, en un caso al que los periodistas llaman “Desaparición del Comerciante”, pero me siento más abrumada que si tuviera que dirimir la causa. Como una jueza que no soy, y que siempre me habría gustado ser. Cosa extraña, hoy quisiera desempeñar cualquier otro rol distinto. Hasta pienso que fue una muy mala suerte haber estado en aquel lúgubre estacionamiento subterráneo, justo en el mismo minuto en que ocurría el alevoso crimen.
   A una niña chica se la podrá neutralizar usando premios y castigos, pero no a mí. No quisiera ser como una autómata o un ser condicionado, que programa todos sus actos según lo que espera recibir a cambio. Necesito liberarme de toda influencia nefasta.
   Al ejercer mi derecho corro el riesgo de perderlo. Sin embargo, mientras no lo ejerza lo tengo perdido por completo. Más bien tendría que decir que al ejercerlo corro el “riesgo” de ganarlo. Nunca tendré certeza de ganarlo.
   Preferiría no haber presenciado esa escena desagradable, y no haber quedado tan impresionada por la frialdad con que el hombre mató al comerciante indefenso, a altas horas de la noche. Para ello utilizó un cuchillo que me pareció enorme. Y después pude observar, en minutos que me parecieron siglos, cómo puso el cadáver en el portamaletas, con un tremendo esfuerzo, pues parecía pesar toneladas. Si tan solo esa vez yo no hubiera tenido trabajo extraordinario hasta tan tarde, nada de esto me estaría pasando.
   Para peor, yo conocía al asesino, pues es un alto ejecutivo en la misma empresa de productos químicos en que yo trabajo. Es gerente de no sé qué cosa, en otra área distinta a la mía. En esa negra noche me pareció que él no me había visto. Quedé casi segura que no se dio cuenta que yo estuve ahí, pues nos separaba mucha distancia, estaba oscuro, y además yo me agaché detrás de un vehículo alto, como de reparto. Por eso me consideraba a salvo. Los lamentables sucesos que vinieron después me mostraron cuán equivocada estuve.
   Todo esto me hace recordar una escena de mi infancia, que parece estar sumergida en una época arcaica, cuando mi madre me castigó por insolente. Quizás no fue una sola vez, pero las recuerdo todas concentradas en una sola. Me puso mirando hacia la pared de un pasillo muy angosto, como pasadizo estrecho, que no tenía ningún sentido. Hoy lo veo más como un doble muro que como un lugar para transitar. Ahora, me da risa. Incluso, llego a dudar si acaso ocurrió realmente ese castigo. A veces pienso que mi memoria me hace trampas.
   “No saldrás de ahí mientras no suspires”. Esa es la frase que recuerdo, de mi mamá. Algo así de insólito me debe haber dicho. Yo no entendía nada. Solamente lloraba y pataleaba. Es un recuerdo tan difuso que parece irreal. Y se me vino en este momento, al darle vuelta a mi problema de hoy, supuestamente más grave que los que tuve de niña. Ahora sería un buen momento para que viniera mi madre y me encerrara, y con eso se me quitara la pesadilla después de chillar un rato. Sin embargo, la vida adulta no funciona así. Hay cosas irreversibles.
   En todo momento tuve claro que a ese malvado gerente no le convenía que yo estuviera dispuesta a acudir al tribunal y contar todo lo que vi. Demasiado tarde me di cuenta de sus perversos métodos. Ahora me pregunto si acaso va a poder hacer lo que quiera conmigo. Indudablemente, no. No puede. A esta altura me queda una sola manera de evitar que me maneje a su entera voluntad. Tuve muchas más hasta que ocurrió lo del cóctel de la oficina en que conocí a un tipo regio, y tan atento que me impresionó gratamente en esa oportunidad. Era tan entretenido para conversar, que se me hizo corto el tiempo, y no me di cuenta cómo fui ingiriendo unas copas demás.
   Me invitó a que saliéramos al día siguiente, después de la oficina. Acepté. Y disfruté su amistad, sin tomarle el peso al asunto, en un principio. Caí en su red como una mosca tonta en una telaraña. Es cierto que cuando fui a su departamento yo estaba muy picada con Rodrigo, por una pequeña escapadita de él, que en ese momento me parecía terrible. De todas maneras, eso no me justifica.
   He de dar mi testimonio en el juzgado, pase lo que pase. Ese tipo no me va a silenciar, tan solo porque tenga unas detestables fotos mal habidas.
   Si fuera posible desandar lo andado, eso sería una bendición para mí, porque viviría algunas cosas de manera distinta.
   Sólo sé que tengo que contarle todo a Rodrigo. Si no, mi vida no valdrá la pena seguir viviéndola.

   

   2.- Rodrigo

   Desde que era niño chico me gustó tocar el piano. Practicaba horas enteras cada vez que iba a la antigua casa que mi abuelo tenía cerca del centro. Yo trataba de ir muy a menudo a visitarlo. El abuelo me preguntaba “¿Vienes a verme a mí o al piano?”, y se reía sin esperar respuesta.
   En el colegio, yo no era muy bueno para nada. Sólo para cantar. Por algo, todos los años me elegían como integrante del coro. Hasta gané una vez un concurso, en un caótico festival de la canción que improvisaron para la semana del colegio. Después me dediqué a la música porque eso es lo que más me gusta. Especialmente, interpretar a Chopin y a Beethoven. Sus composiciones me transportan a un mundo de eternidad, desde el cual puedo presenciar todas las épocas, pues aunque pasen muchos siglos, la gente sigue sintiendo igual que lo hacían sus antepasados.
   Pero, como uno tiene que ganarse la vida, y además, teniendo en cuenta que mi abuelo hizo cualquier sacrificio necesario para que yo pudiera estudiar, opté por entrar a la carrera de Pedagogía en Música, hace ya una buena cantidad de años. Me titulé de profesor, y con ese flamante título me he puesto a trabajar haciendo clases a niños que aún no les agrada ninguna cosa que sea clásica. Parece que un concierto para piano y orquesta, nunca les llegará a interesar tanto como el rock pesado. Eso es un poco frustrante, para mí. Me tengo que esforzar mucho, día a día, para ganar tan poco dinero. Como es lo que me gusta puedo ser perfectamente feliz.
   A las clases llego con una inmensa radio portátil y varios CD de música clásica. Intento que los niños empiecen a apreciarla. También enseño a los alumnos las biografías de los compositores y los aspectos históricos más importantes, pero estimulándolos a que disfruten un fondo musical adecuado.
   Mi padre murió cuando yo tenía apenas catorce años. Y como soy el mayor de tres hermanos, tuve que reemplazarlo un poco, hasta donde pude. Desde luego, empecé a preocuparme de que mis hermanos tuvieran un buen comportamiento, y estudiaran todos los días, e hicieran sus tareas, en vez de andar revolviéndola con los amigos. Me vi en la obligación de prohibirles ciertas amistades que consideré inconvenientes. No siempre fui comprendido por mis hermanos. Cuando ellos salieron de su adolescencia, recién pude pensar en casarme.
   Adoro a Johanna, mi mujer, aunque no sé si congeniamos. Suscribo eso de que a las mujeres se las puede amar, pero no se las puede comprender. Cuando la conocí, ella era la mujer perfecta, y no creo que haya dejado de serlo. Es hermosa, simpática, inteligente. Está siempre irradiando alegría. Sin embargo, tenemos intereses muy distintos. El otro día, sin ir más lejos, estábamos en una fiesta, y había piano. Me entretuve tocando música, festiva, por supuesto, mientras los demás bailaban. También Johanna, que parecía un trompo. Cuando volvimos a la casa, muy tarde, ella iba en silencio y muy seria. No me quería decir por qué.
   -Bailaste toda la noche -le hice ver- ¿y no estás contenta?
   Hasta que logré que me dijera lo que le pasaba. Estaba molesta porque yo no había bailado con ella. ¿Quién la puede entender?
   Desde que nos casamos, me he ido dando cuenta, poco a poco, que el imperfecto soy yo. Trato de mejorar, pero la vida no ofrece muchas oportunidades. Tampoco he podido aceptar de buen grado que ella gane mucho más dinero que yo. Nunca se lo he dicho directamente, pero para mí es como una espina que tengo clavada.

   

   3.- Cristóbal

   Cuando niño, me enamoré de Johanna, pero no se lo dije. Por ese tiempo, yo tenía unas emotivas ensoñaciones, sin saber de dónde llegaban. En ellas me veía liberando a Johanna de toda clase de peligros, y la salvaba de unos enemigos, supuestamente hombres malvados que querían hacerle daño. Esas fantasías eran persistentes. Después que crecí las ahuyenté, porque las consideré indignas de alguien que intentaba ser adulto.
   La conocí en el campo, cuando no teníamos más de unos siete años. Ella iba todos los veranos a casa de su abuelo. También yo veraneaba cerca de ahí, en la casa vecina, la de mi tía Eulalia, que quedaba a pocas cuadras, yendo por una apacible alameda, y sintiendo la brisa mover las hojas de los árboles, con un ruidito característico.
   Seguimos siendo niños chicos, durante largos meses de invierno, en que no nos veíamos, y en las rápidas vacaciones estivales. A partir de cada Año Nuevo jugábamos días enteros, con Johanna y mis dos primos, hijos de la tía Eulalia, que eran menores que yo, pero nos llevábamos bien.
   A veces, Johanna invitaba a amigas del colegio a pasar unos días. Cuando estaba con sus compañeras, ellas preferían venir a la piscina de mi tía, en vez de salir a disfrutar el campo.
   La piscina era larga y angosta, y bastante rústica, pero para ser de campo estaba buena. A pocos metros de distancia había un improvisado camarín. En realidad, era una pieza amplia, de construcción ligera, que antiguamente había sido baño, y después se empezó a usar para que los visitantes de la piscina pudieran cambiarse ropa.
   En una oportunidad descubrí que en la pared del fondo del camarín había un hoyito, entre medio de dos tablas que estaban ligeramente deterioradas por la acción del tiempo y el agua. Casi no se notaba el agujero. Como no era mucho lo que se alcanzaba a ver por ahí, lo agrandé un poco con ayuda de un destornillador que encontré un día de suerte. Me quedó perfecto para mirar cuando las niñitas se desvestían. Por supuesto tuve que invitar a mis primos a echar una miradita, porque no podía ser tan egoísta, ni tampoco era posible esconderme de ellos. Así fue como los inicié en el arte voyerista. El problema fue que estos cabros chicos se reían, cuando tenían que estar callados. Yo tenía miedo que las chiquillas escucharan las risas que, posiblemente llegaban hasta adentro del camarín. Una vez nos pilló una amiga de Johanna. No puedo acordarme cómo se llamaba. El caso es que se vistió rápido y salió hecha una furia a acusarnos a la tía Eulalia. Los tres niños quedamos castigados durante una semana completa.
   Ese fue el último verano en que la tía me invitó a su casa. Parece que yo era un mal ejemplo para sus hijitos.
   Después transcurrió mucho tiempo en que no vi a Johanna, hasta que, sorpresivamente, la volví a ver en la Universidad. Estando yo en tercero de Ingeniería, entró ella a primer año. Nunca olvidaré el día en que llegó. Nos saludamos efusivamente y le di todas las instrucciones necesarias para que el “mechoneo de bienvenida” al que iba a ser sometida en forma inevitable, se redujera lo más posible y no hiciera estragos en ella.
   A comienzos de Abril recordé que yo estaba enamorado de Johanna. En esa oportunidad, sí que se lo dije. Insistí más de una vez, pero no fui correspondido. Solamente entablamos una linda amistad durante el tiempo de estudiantes. Le ayudé con los problemas de cálculo diferencial, que a ella le costaban un poco. Durante esos años tuvimos largas conversaciones. A ella le gustaba leer libros de desarrollo personal, y me los prestaba. Después los comentábamos.
   En cuanto terminé de estudiar entré a trabajar en una pequeña empresa constructora. No me va mal, en lo económico, pero desde el punto de vista del desarrollo profesional se me ha ido acentuando una ligera frustración que me empezó ya antes de titularme.
   Siempre me gustaron las matemáticas. Quizás no tanto la ingeniería misma, pues aquéllas ni se utilizan en el trabajo cotidiano. Es todo tan distinto a como yo lo había imaginado. Existe una magia fascinante en la ciencia de las cantidades, que está totalmente desperdiciada. De niño, yo soñaba con trabajar en algo interesante e incomprensible. Más bien dicho, misterioso. Una vez vi en una revista, que ya en ese tiempo era antigua, una publicidad de automóviles que me marcó profundamente. Aparecía nada menos que una expresión matemática con varias de esas culebritas que, mucho tiempo después supe que se llamaban Integrales. Era fascinante. Y decía algo como “Así calculan el viraje los ingenieros de esta fábrica automotriz y diseñan los automóviles más seguros”. Comprendí que eso era lo mío, y que yo iba a trabajar en esa forma cuando fuera grande, y que iba a estudiar en la universidad para entender esas famosas culebritas que parecían “S” alargadas.
   Ahora que tengo pleno dominio del cálculo integral, ocurre que en mi trabajo no tengo que calcular más que las leyes sociales de los trabajadores. Y eso, una vez al mes. Lo encuentro frustrante. Por eso, no es mi trabajo lo que más me motiva. En los ratos libres desarrollo algo mucho más interesante. Nadie me pagará nunca por ello, pero a mí me gusta ocupar mi tiempo en tratar de lograr un mecanismo que estoy inventando. Es como una máquina eléctrica para lijar madera. Ese parece ser mi destino. Rebajar la madera.

 

   4.- Lucía

       No entiendo qué le pasa a Johanna. Si siempre hemos sido tan amigas. Desde el colegio, cuando estudiábamos juntas. Ella era la que siempre se sacaba un siete en matemáticas. Yo, ahí no más, pasaba de curso, pero raspando. Cuando lograba sacarme un cinco, en mi casa hacían fiesta, poco menos. La única excepción era Educación Física. Ahí, sí que me iba bien. Participé en campeonatos de atletismo, todos los años, en carreras con vallas. Siempre llegué a correr la final, pero una sola vez la gané.
       Al salir del colegio, Johanna estudió Ingeniería, y yo me puse a trabajar como vendedora, primero en una tienda de ropa fina, y después en la mueblería. Este trabajo de ahora me gusta más, y me pagan mejor.
       Fuimos inseparables durante los años que duró el colegio. Nos complementábamos bien. Si hasta vivíamos cerca y teníamos los mismos amigos. Incluso, después que se casó nos hemos seguido viendo, muy a menudo. Lo raro es que ahora, cuando la llamé por teléfono, como hago tantas veces, se le ocurrió hacerme una desconocida. Es que eso no puede ser.
       - Hola, Johanna, soy Lucía - me anuncié ayer por el teléfono, a última hora, cuando ya iban a cerrar la mueblería. Tenía que entregarle un trabajo de reparación que ella había pedido. Era una repisa a la que fue necesario corregirle un pequeño detalle.
       - Buenas tardes, señorita - me respondió, y yo estoy segura que ella sabía perfectamente que era yo. Algo le pasa a mi amiga. Es cierto que la llamada tenía que ver con trabajo, pues yo le vendo los muebles que ellos necesitan para su departamento, pero eso no justifica esa actitud de ella.
       Encuentro especialmente molesta la situación, porque somos como hermanas. Recuerdo las diabluras que hacíamos juntas. Ni fueron tantas, pero esas pocas se me quedaron grabadas. En realidad, éramos bien tranquilas. Fiestas teníamos, eso sí, todos los sábados. Era frecuente que saliéramos con un par de amigos, los cuatro. La fiesta de quince, ésa sí que fue memorable. Nos pusimos vestidos largos, y los chiquillos fueron todos con corbata.
       Después de toda esta historia, no puedo entender lo de ayer.
       - Soy Lucía - insistí en ese momento -. Te llamo para avisarte que ya está lista la repisa. Puedes venir a buscarla mañana, porque ahora ya estamos cerrando.
       - Muchas gracias, señorita, entonces si está lista la chaqueta, mañana la iré a buscar - fue su desconcertante respuesta. Lo raro no es solamente que me haya tratado con tanta distancia. Es que además me contestó algo incoherente. Y no es que haya escuchado mal.
       Bueno, el caso es que yo le seguí insistiendo por el teléfono, porque sus respuestas eran muy raras.
       - Oye, gansa, si te estoy diciendo que . . . . - no alcancé a seguir porque me cortó. Así de improviso. No entendí nada, y me llené de preocupación. No vaya a ser cosa que esté enojada conmigo. A lo mejor está molesta porque no fui a un té que me invitó. Es que no pude ir porque estábamos haciendo inventario. Ella tiene que entender eso. Trato de pensar qué otra cosa puede ser.
       Es muy misteriosa mi amiga. En la mañana, bien temprano, la llamé a su oficina y no estaba. Y mucho rato después la volví a llamar. Aún no había llegado. Y en la tarde, otra vez no me fue posible ubicarla.
       ¿En qué pasos andará? Realmente, me preocupa. Ni siquiera vino a retirar la repisa. Ni ella, ni Rodrigo. Aunque puedan tener muchas preocupaciones, lo de ahora es incomprensible.

 

   5.- Johanna

       Me bajé del auto, sin ningún apuro. Lo cerré, y me demoré en guardar la llave. Entré en la casa con lentitud, pues quería que el tiempo pasara y ya estuviera todo dicho, de una manera mágica. No sabía cómo iba a ganarme el derecho a comenzar mi vida de nuevo.
       Hasta los muebles de la casa parecían acusarme. Era yo misma la que me estaba odiando. Una sola vez en mi vida fui tentada por un placer prohibido, y ahora me avergüenzo de haber caído tan estrepitosamente. No hallaba cómo empezar mi confesión, pero sabía que necesitaba dar este paso. Nunca quisiera ser falsa, ni tampoco vulnerable. Mi responsabilidad como testigo era una cosa muy seria y, por cierto, sigue siéndolo. El mal actuar que tuve no puede interponerse entre la justicia y yo. Me estaba sintiendo asquerosa. A ratos creía que no iba a ser capaz de contárselo a Rodrigo.
       El estaba viendo las noticias en la televisión. O por lo menos las escuchaba. Noticias, en las que una vez imaginé que iba a aparecer yo, como una heroína con la misión de poner las cosas en su lugar. Eso me enorgullecía, pero no ocurrió así. No sé si para bien o para mal.
       Durante una eterna fracción de segundo me pregunté a mí misma qué pasaría si accediera a venderme, y si me olvidara que tiene que hacerse justicia, y siguiera viviendo sin que Rodrigo se entere de nada.
       Rechacé ese pensamiento.
       Cuando venía en el auto ensayé las palabras que diría, pero la realidad es siempre más difícil que los futuros imaginados. En tal medida, que mi mente se puso en blanco. Yo miraba para distintos lados, y partí diciendo las cosas de cualquier manera. Lo único que sabía es que era urgente empezar.
       - Tengo algo que contarte - le anuncié, mientras el corazón me estaba saltando con fuerza. Rodrigo me respondió con una frase anodina, de esas que salvan vidas, pero no la atendí. Mi vida seguía debatiéndose.
       - Necesito confesarte algo - insistí, hasta que él comprendió que la cosa iba en serio. Apagó el televisor.
       - ¿Qué te pasa, cariño? - me dijo con suavidad.
       Yo tenía mi autoestima por el suelo.
       - Es posible que llame Lucía para decirnos que vayamos a buscar la repisa, que ya debe estar lista - atiné a decir porque fue lo primero que se me pasó por la cabeza, y no me estaba resultando, en absoluto, sacar una sola palabra de lo que realmente tenía que decir.
       - Estás actuando de una manera extraña, Johanna - me respondió - si anunciaste algo terrible, no te escapes con eso de la repisa.
       - No dudes del amor que siento por ti . . . - empecé a decir, y el resto no me salía.
       - Nunca lo he dudado.
       - Es que soy débil y tuve una caída . . . - seguí diciendo, lo más entera que pude, pero a mitad de frase el maldito llanto me tomó por asalto y me impidió controlar la situación. Se me fue de las manos, como si hubiera sido agua. A partir de ese instante, no tuve noción de las cosas que dije. Tampoco supe si acaso me culpé más de la cuenta. Sólo después que pasó el momento explosivo, comprendí aterrada, que quizás abarqué un exceso de detalles, inconvenientes para ese momento, en vez de ir a lo esencial. Ahora, ya era demasiado tarde.
       Rodrigo se puso furioso. Y yo lo comprendo. Además, nunca le ha gustado que llore porque cree que es manipulación. Alguna tranca tendrá el pobre. Me gritó, y me lo merezco. Me dijo cosas más hirientes que las que merezco. A los pocos minutos salió, dando un portazo.
       Quedé desconsolada, ahogándome en llanto.

 

   6.- Rodrigo

       El alcohol es mágico. Me tuvo alegre y bullicioso por fuera, durante varias horas, aún cuando seguía estando triste por dentro. La infidelidad de mi mujer me dejó muy mal. Mucho peor que lo imaginado alguna vez.
       Yo quería morirme ahí mismo. O mejor aún, lejos. Todo lo lejos que pudiera ir. Llegué solamente hasta un bar, después de caminar muchísimas cuadras, sin ningún destino, y sin darme cuenta de mi entorno. Sin ver los avisos luminosos, sin escuchar los bocinazos ni ningún otro ruido de la calle. No me fijé en los transeúntes, que tendrían sus propios problemas, por cierto, de menor importancia que los míos. Fueron más de tres horas las que gasté tratando de huir de mí mismo. Sí. Esa es la palabra más adecuada. En ese momento no me daba cuenta que estaba tratando de arrancar de mis propias sensaciones insoportables, y por eso jamás iba a arribar a algún destino.
       Después de entrar en el bar, me dejé caer en una sucia silla del sector más oscuro, junto a una mesa redonda sin mantel, que esperaba la llegada de algunos clientes. Conmigo, la mesa se llenaba. Yo no estaba de ánimo para conversaciones. Pedí un combinado, y después de un rato me lo trajeron.
       Muchas cosas me daban vuelta en la cabeza, enredadas en el alcohol. ¿Por qué Johanna puede haber hecho algo así? Ni siquiera tenía yo toda la información porque no fui capaz de seguir escuchando lo que ella intentaba decir. No quise encarnarme en un marido engañado.
       La amo con todo mi corazón y con toda mi alma. Hoy se me ha venido el mundo al suelo. Yo mismo me repetía eso en voz baja, con cada sorbo de mi vaso.
       Me dolía hasta la médula del alma mientras el alcohol que bebía luchaba por mezclarse con las lágrimas secas que no quisieron salir de mis ojos.
       Me habría muerto ahí mismo si no fuera por el piano. Un deteriorado piano vertical que había ido a morir al bar, igual que yo. La música que salía de él me mantenía expectante. Cuando el pianista terminó de tocar me levanté de la silla como con un resorte, y lo reemplacé por propia iniciativa. Yo no necesitaba que nadie me autorizara. Simplemente, ése era mi lugar. Siempre lo ha sido. Me puse a tocar música liviana y alegre, la cual dio nueva vida a una noche que había estado a punto de retirarse. Pude notar cómo el público fue adquiriendo nuevos bríos, al mismo tiempo que yo me fui olvidando de mis problemas. Mi destruido mundo ya empezaba a reaparecer.
       Ahora, pienso que Johanna tenía más cosas que decirme. Lamento haberle negado la oportunidad, porque perdí completamente la compostura. Bueno, pronto estaré más calmado, y podremos conversar.
       No llegué a mi casa anoche. Estuve botado por ahí, en estado deplorable. No en la calle, menos mal, gracias al administrador del bar, que me acogió en su casa. Yo ni recuerdo cómo terminó esa noche. Bebí mucho licor. Tanto, que al final estaba demasiado ebrio, y de repente se me borraba la película. Si no sabía ni dónde estaba. Desperté tarde y con un tremendo dolor de cabeza.
       Sentía en mis ojos la sensación de no poder llorar. Yo mismo me impuse la prohibición cuando niño y creo que ya nunca la podré levantar. Aunque me moleste ese letrero que dice “Los hombres no lloran”. No fui nada de original, tampoco. Si pudiera llorar, también podría hablar de lo que amo. Es eso lo que más necesito y añoro desde mi primera infancia. En vez de sacar a mi mujer del agujero profundo en el que estaba metida, me dejé arrastrar y me caí yo también a un hoyo mucho más hondo aún.
       Demás está decir que, en el estado en que me encontraba, no me podría presentar en el colegio a dar mi clase. Ya inventaría alguna excusa. Por ahora, tenía una enorme necesidad de hablar con Johanna. Estaba dispuesto a perdonarla, porque sé que no podría vivir sin ella. Y porque comprendí que nadie es perfecto. Tampoco lo soy yo.
       Recién puedo volver a mi casa ahora que son las once de la mañana, mareado aún, y en un estado tan lamentable que no me soporto a mí mismo.
       Ya estoy muy cerca de mi edificio, y veo un auto verde con puertas blancas, justo al frente. Sin duda, es de la policía. También se ve un amontonamiento de personas curiosas. Escucho decir que una mujer ha muerto en circunstancias extrañas, y que ya se han llevado el cuerpo. Eso es lo que oigo decir a los intrusos que se han juntado en gran cantidad.
       Al principio no había relacionado conmigo este suceso tan poco común, pero mientras subo en el ascensor, una cruel aprehensión se apodera de mí. Llego temblando a mi puerta y estoy a punto de desmayarme.
       No me dejan entrar, mientras no me identifique. No puedo entrar a mi propia casa. Alarmado y gritando, pregunto por Johanna. Estoy como un loco. Un detective trata de calmarme para poder decirme esa horrible noticia que yo no quería asimilar.
       Nunca antes me había despreciado tanto a mí mismo como lo estoy haciendo ahora, con rabia y sin piedad.

 

   7.- Cristóbal

       Almorcé bien temprano, y me dirigí hacia el estadio. Afortunadamente, no hacía mucho frío ni mucho calor. La tarde estaba agradable para asistir al partido de los naranja, mi equipo favorito. Bueno, yo les digo los naranja, por el color de la camiseta. Llegué a un estadio lleno de gente, con mucha disposición a disfrutar del fútbol. Por eso me tuve que venir con tiempo, pues es un evento masivo. Aún así, no alcancé a encontrar muy buena ubicación. Y eso que me apuré todo lo que pude.
       A mi lado hay un hombre gordito que va por los verdes. Aunque nunca lo había visto antes, me da una impresión como de antiguo conocido. Ambos tratamos de no mirarnos mucho para no rabiar cuando el otro celebra los goles de su equipo. Y también los casi-goles. Esos son los más gritados. Pareciera que la frustración despertara más intensamente las cuerdas vocales. Cuando uno ve la pelota dentro del arco, y después se da cuenta que está por el lado de afuera de la red.
       Ya terminó el primer tiempo de este partido entre eternos rivales. Quizás por esa misma enemistad ancestral el partido ha sido áspero, sin mucha calidad. Hasta ahora no me ha gustado. Casi me arrepiento de haber venido, pero confío en que el segundo tiempo será mejor.
       Nos levantamos de nuestros asientos para estirar un poco las piernas. Es lo mismo que hacen todos. Ni pensar en salir a caminar, si no hay por donde pasar. Además, me ocuparían el puesto. Resulta imposible ir al baño, pero no importa porque no es tan urgente. Converso solamente un par de palabras con el vecino. En las que estamos de acuerdo. Por ejemplo, que el arbitraje ha estado malo, con errores para ambos lados. Y también podemos comentar el penal que se les fue a los verdes.
       En eso estamos cuando suena el celular de él. La gente lo mira con reprobación, pero sólo por el nerviosismo, si no están jugando en este momento. A mí no me importa. No puedo evitar escuchar la conversación. Por lo menos, la mitad de ésta. Lo que habla mi vecino.
       - Aló.
       - . . .
       - No, si yo estoy solo.
       - . . .
       - Bueno, sí, en el estadio, y hay mucha gente, pero yo vine solo, y no he encontrado a ningún conocido.
       - . . .
       - Bueno ya, entonces se supone que no estoy solo - a esta altura, mi vecino se impacienta.
       - . . .
       - Claro que hay alguien a mi lado. A los dos lados.
       - . . .
       - Mire, yo no me llamo Cristóbal - alega, mientras yo me sobresalto porque es como si me estuvieran nombrando.
       - . . .
       - ¿El que está a mi lado? ¿Y usted qué sabe?
       - . . .
       El diálogo me causa extrañeza. Que me estuvieran llamando a mí por el teléfono de él, sería muy raro. Me llego a reír solo, al pensar una cosa así. Es que no puede ocurrir esa tontera.
       El gordito está muy confundido.
       - ¿Cómo te llamas? - me pregunta.
       - Cristóbal - le respondo, temeroso.
       Lo primero que él cree es que algún espectador cercano le está haciendo una broma. Por eso, mira para todos lados.
       - ¿Con quién andas? - vuelve a preguntar, poniéndose en guardia, pues debe haber pensado que le están tomando el pelo. Incluso yo mismo, supongo que ha surgido en las cercanías algún conocido común, que llama simplemente para molestar un poco.
       - Solo - le respondo.
       Mi vecino me mira con un poco de recelo y otro poco de risa. Igual, me pasa el teléfono sin ningún temor. Después de todo, no es fácil que uno pueda salir corriendo con un celular, entre tanta gente.
       - Te llaman - me dice, y yo no hallo dónde meterme. Creo que debe haber alguna cámara indiscreta, escondida por ahí.
       Tomo el teléfono y empiezo a hablar como queriendo desenmascarar a algún bromista, pero pronto cambio de actitud. La voz que me llega por el receptor me hace interesarme vivamente, y al poco rato estoy fascinado conversando.
       Cuando termino mi charla, devuelvo el celular a mi vecino, con gratitud.
       - Eres grande - le digo. Casi lo abrazo. El sigue sin entender nada, y mirando hacia las graderías en busca de un desenlace. Yo tampoco entiendo, pero estoy como en éxtasis. Me agradezco a mí mismo el haber venido al estadio.
       Era Johanna. Después de años sin vernos. ¿Cómo se le habrá ocurrido esta manera tan rebuscada de ubicarme? Me dijo que tenía que darme algo, mañana en la estación, a las cinco de la tarde.
       Es increíble, pero sé que esto está ocurriendo. No me explico cómo. En cuanto me encuentre con Johanna le pediré que me aclare todo respecto a esa llamada tan extraña. ¿Estaría ella en el estadio? Cerca nuestro, es lo más probable. ¿Por qué sabe el número de esa persona?
       No comprendo lo que pasa, pero me gusta.

 

   8.- Lucía

       Por la televisión me enteré de la terrible noticia. Fue como una tonelada de agua fría la que cayó sobre mí. Sin embargo, después de decirla, pasaron a dar los avisos comerciales, como si nada hubiera pasado. Yo quedé completamente paralizada por varios segundos. Johanna había muerto. Tuve que pararme y sentarme muchas veces. Esa información no cabía en mi cabeza. Y menos aún, por la forma en que ocurrió. Fue asesinada, según dijeron. Es que eso no puede ser.
       Partí inmediatamente a ver a Rodrigo. No me importó la hora, ni nada. Cuando llegué a su departamento, había más personas, a las cuales yo no conocía. Rodrigo estaba destruido, y no era para menos. La palidez de su rostro mostraba una tristeza sobrecogedora.
       No pude hablar mucho con él, ya que todos trataban de estar ahí encima. Lo ahogaban. Tuve que ponerme firme y decir a los demás que lo respetáramos.
       Preferí retirarme pronto, en cuanto Rodrigo quedó un poco más tranquilo. Yo no quería llorar delante de él, pues eso no le haría bien. En el camino de vuelta a mi casa me lo lloré todo. Recordé tantas cosas. Nunca supe si acaso eran una buena pareja o no, pero los quiero mucho a los dos. De partida, Rodrigo fue primero amigo mío. Yo se lo presenté a Johanna. En ese tiempo estábamos terminando el colegio. Al principio, no pasaba nada con ellos. Varios años después se pusieron a pololear. La fiesta de matrimonio estuvo entretenidísima. Si fue apenas el año pasado. Y ahora, todo convertido en tragedia.
       Cuando me calmé, pensé en la rara conducta que tuvo Johanna ese día, a través del teléfono. Fue justamente el mismo día del crimen. Entonces empecé a entender.

 

   9.- Johanna

       Yo iba detrás de mi ataúd, como un deudo más. No reconocí a la mujer que yacía dentro del féretro, cuando la miré hace un rato, durante la ceremonia. Supuestamente, tendría que ser yo misma, pero no lo era, pues yo estaba acá afuera, caminando, a pesar de que nadie parecía darse cuenta de mi presencia. Curiosamente, yo andaba casi desvestida, y lo más notable es que eso no me importaba, para nada, como si se tratara de un sueño, pero era la realidad. Circulaba entre la gente, sin más ropa interior que una antigua enagua blanca que me extrañó muchísimo, porque hacía tiempo que ya no usaba. Encima de ésta, llevaba apenas una blusa, también blanca. Tampoco comprendí por qué el cuerpo inerte que me representaba allí dentro estaba tan maquillado, si yo casi ni me pinto.
       Encontraba poco natural que no me vieran. Tanto más, si mi aspecto no tenía cómo pasar inadvertido. En cambio, yo observaba a todos los que iban caminando conmigo.
       Al poco rato empecé a notar que algunos me veían. Eran justamente los más tenues de todos. Con las facciones alegres y un poco distintas a las que yo recordaba. En cuanto a los demás, algunos de ellos, ni supe quiénes eran. Me sentí acogida y querida por todos.
       Según pude darme cuenta, también yo era tenue. Aprendí a ver las diferencias entre las personas terrenales y las que somos tenues. De pronto, me vi en amena charla con éstos, que no sé con qué nombre llamarlos. Cruzamos varios prados y cercos, hasta que me desligué del prestigioso mundo terrenal y empecé a vivir en otro ambiente, muy distinto al mundo conocido, y con enormes posibilidades de movimiento rápido, incluso a través del tiempo. Eso era fabuloso.
       Estoy comprendiendo que he pasado a otro ámbito diferente. Debo deducir que me morí después que ese señor gerente me enterró el cuchillo y caí desmayada sobre la alfombra. De hecho, no recuerdo lo que sucedió después de esa caída.
       A medida que me incorporaba a mi nueva forma de vida, fui descubriendo que no sólo existen ángeles, sino también ángelas. Ni ellos ni ellas tienen alas, ni tampoco son solemnes. Todos se visten como personas normales, aunque prefieren usar el color blanco. No necesitan abrigarse. Sólo se adornan con la ropa y se identifican con ella.

 

   10.- Cristóbal

       Johanna es misteriosa. Siempre lo ha sido. Aquí me tiene en la estación de ferrocarril, tratando de encontrarme con ella, tal como quedamos de acuerdo. Me pregunto por qué tendría que ser acá en la estación. Lo peor es que faltan apenas tres minutos para las cinco, y ella no se ve por ninguna parte.
       Hace un rato miré el itinerario que está señalado como una larga lista, en un tablero afirmado en la pared. No se indica ningún tren que llegue a esta hora. Hay solamente uno que sale hacia el sur. De hecho, ya fue puesto en la línea cuatro, y está por partir de un momento a otro. Me entretuve viendo como el tren se ponía, y después cuando la gente subió, cargada de maletas.
       A lo mejor Johanna piensa viajar. En ese caso, tendría que haberme citado más temprano para alcanzar a conversar algo. Quizás no va a viajar. Puede que trabaje por aquí cerca. Creo que no pierdo nada con ir a ver si se encuentra entre los pasajeros del tren. Sólo por si acaso estuviera ahí. Son unos pocos minutos, no más, los que ocuparé.
       Me dirijo hacia el andén, caminando todo lo rápido que puedo. En poco tiempo ya he recorrido gran parte de la extensión del convoy. No dispongo de mucho tiempo.
       Ahí la estoy viendo. Sí, es ella. Y son las cinco en punto.
       Johanna está asomada por una ventana del tren que ya casi está partiendo. Tiene puesta una chaqueta azul con botones cuadrados. Me da un tremendo gusto verla. Corro hacia esa ventanilla. Al llegar siento mucho frío, en el momento mismo de ser visto por ella. Todo es muy extraño.
       - Estás más linda que nunca - le digo, saludándola.
       Me sonríe con tanto amor que creo estar en el cielo. Por fin la vida se me está empezando a poner linda.
       - ¿Adónde vas? - le pregunto.
       Ella se limita a sonreír, y a manera de respuesta, me entrega un diario, abierto en la página del puzzle. Al recibirlo, siento un pequeñísimo golpe de corriente eléctrica, y no alcanzo a hacer ni siquiera un comentario, pues ella me habla primero. Me dice una sola frase, la cual me queda resonando en el oído. Se refiere a resolver el puzzle.
       - Adiós - agrega, agitando su mano, mientras el tren empieza a andar.
       No la dejaré escapar tan fácilmente. Me subo a ese mismo carro, cuando ya el tren tiene un poco de velocidad. Logro afirmarme bien para no caer. La busco en la ubicación que calculo ella debe estar, pero no está. Entonces, miro en los asientos cercanos y en todos los de ese lado, y también en los del frente. Después de varias frustrantes miradas a cada asiento, empiezo a buscar también en los otros carros. Es que no puede haberse bajado. Eso es imposible.
       Empiezo a preguntar por una mujer de chaqueta azul. Primero a una persona, después a otras, tratando infructuosamente de descubrirla. Nadie ha visto a una mujer de chaqueta azul. Me meto hasta en los baños, y la gente me mira como bicho raro. Todavía me encuentro indagando cuando el tren llega hasta la primera estación del recorrido, treinta minutos después de partir. Tengo que asumir que ella no está. Llevo media hora registrando todo el tren. Simplemente, Johanna se esfumó. Cuando suena el pitazo que anuncia la próxima partida del tren, opto por bajar, desanimado.
       Nadie me pidió el boleto en todo el trayecto. He llegado gratuitamente, y no tengo nada que hacer aquí. No me queda más que volverme. Por lo menos, pagaré el viaje de vuelta. Me acerco a la ventanilla y compro mi boleto. Saldré dentro de veinte minutos. Mientras tanto, me entretengo en caminar un poco por la estación, que es muy pequeña. Consta sólo de una oficina, atestada de muebles antiguos, y de un pasillo que muestra los tableros de itinerarios. Salgo directo al andén, un reducido patio limitado a pocos metros por la enorme extensión de la línea férrea que se despliega hacia ambos lados. Tomo asiento en uno de los escaños. Es inútil tratar de expresar lo que siento.
       Estoy desesperado. Contento por haberla visto, pero frustrado por haberla perdido. De ella, sólo me queda el diario que me pasó. Ni siquiera es de hoy, sino de varios días atrás. Casi una semana, según me estoy dando cuenta. ¿Qué puede significar un diario atrasado? Esta vez, Johanna se ha puesto más misteriosa que nunca.
       Mientras espero el tren de regreso me pongo a hojear el diario. Trato de acotar la situación, al mismo tiempo que doy vuelta las páginas sin detenerme en ninguna de ellas. Johanna me ha ubicado de una manera muy especial, y me ha hecho ir a una estación de ferrocarril para entregarme un diario atrasado y pedirme que resuelva el puzzle. ¿Es que no tiene nada mejor a qué dedicarse? No me proporciona un verdadero encuentro, sino solamente me pide lo que dice ser un favor. No sé para qué puede servirle que yo resuelva un crucigrama. Y yo que creí que ahora se me iba a aclarar todo, y resulta que estoy más confundido que antes.
       Sigo revisando el diario, y me detengo en la página policial porque veo una foto que me despierta la curiosidad, aunque no es muy grande, un simple rostro. Es igual a Johanna, . . . claro que es ella, si me fijo bien en lo que dice el diario. Además, esa cara es inconfundible. No cabe duda. Es el mismo nombre, y el mismo rostro.
       Lo que acabo de descubrir me llama poderosamente la atención. La noticia es escueta. Extremadamente corta y lapidaria. La crónica aparece titulada como Crimen Pasional. Según el diario, ella fue asesinada y se sospecha del marido. Con que existe un marido. Y asesino, más encima. Desgraciado. Mis ojos llamean y se me saltan las lágrimas. Un poco de pena, pero más que nada, de rabia.
       No entiendo cómo se me pudo aparecer, si acaso ella ya murió, como dice este diario. Tiene que haber un error. El diario está equivocado. No quiero aceptar que Johanna esté muerta.
       Estoy muy afligido. Supongo que Johanna quiere que le ayude a aclarar esta equivocación del diario. De todos modos es muy raro todo.
       Quizás no está muerta. O talvez no la vi. Sólo la imaginé. En este momento recuerdo el extraño acontecimiento del celular, que por cierto no es ningún producto de mi imaginación. Nos ocurrió efectivamente, a mí y al gordo del lado.
       Cuando llega el tren, me subo temblando. No me atrevo a mirar el diario, ni a resolver el crucigrama, todavía. Ese es un encargo que tendrá que quedar para después. ¿Estaría Johanna refiriéndose realmente a las palabras cruzadas, o a su muerte? De repente, se me viene esa duda. Es pura fantasía, pero siempre he vivido así. No es ninguna idiotez suponer que sea eso lo que me está pidiendo.
       No puedo quitarme de la mente este encuentro con Johanna, que empezó lleno de esperanza, y se fue diluyendo hasta quedar reducido a nada, para después darse vuelta y constituirse en el más doloroso aviso fúnebre. Llego a creer que lo imaginé todo. Que nunca ocurrió.

 

   11.- Rodrigo

       Casi no recuerdo cómo fueron pasando las cosas. Para mí, el tiempo transcurría de una manera extraña. A ratos se detenía, y a ratos se apuraba. Uno de mis hermanos me ayudó a hacer todos los trámites en la morgue y en la funeraria. Los acontecimientos llegaban apilados y después se iban lentamente.
       Durante más de un día estuve en un duro banco de madera de una capillita, tratando de hablar con Johanna. Compartimos momentos de recuerdo, cada cual desde su ámbito. Sin tocarnos, sin vernos, pero con una clara presencia de ella, que me producía emoción. El arrepentimiento era lo único que nos rebosaba a ambos.
       De la ceremonia no entendí nada. Yo estaba como atontado, talvez por acción de algún medicamento, que seguramente me han dado, sin yo saberlo. Antes y después de la misa, me abrazaron y lloraron conmigo unos buenos amigos y amigas, míos y de Johanna, de la familia, del trabajo. Sentí el cariño que me daban. La mayoría de las personas me acompañó al cementerio en una caravana en que me debatía entre la pena y la culpa. Esta última es la más terrible. Se muestra como una brasa encendida, que yo siempre había querido echar afuera. Pues, ahora quiero quemarme.
       Uno a uno, todos se fueron retirando, al terminar el entierro. Los saludé con afecto, hasta que me quedé solo.
       Aún no terminaba de irme del cementerio cuando se me acercaron dos hombres jóvenes que yo nunca antes había visto. Podrían haber parecido deudos que se quedaban para el final, pero los vi demasiado formales. Sentí algo extraño, entre temor y curiosidad por saber quiénes eran. Desde luego, se notaba que no venían a darme ningún abrazo ni a llorar conmigo. Se limitaron a mostrarme una credencial, y a decir “Acompáñenos, por favor”. Entendí que no podía negarme.

 

   12.- Johanna

       Un ángel me condujo por un camino angosto que bordeaba un pequeño cerro. Una loma vestida de pasto y poblada por jardines, además de miles de niños jugando. Cuando llegamos hasta una puerta de madera en forma de “U” invertida, que marcaba el final del sendero, él abrió y me invitó a entrar a un recinto espacioso con grandes ventanales. Casi todos los vidrios eran pequeños y un poco alargados, excepto en los bordes de las ventanas, en que éstos eran más largos, de colores amarillo y azul. Los vidrios chicos del centro tenían texturas que dejaban pasar la luz pero no dejaban ver desde dentro el detalle de las formas de afuera. En el interior de la sala destacaba una mesa redonda de hierro verde. La mitad de ella estaba iluminada. La otra mitad de la mesa, me pareció en penumbras.
       Nos sentamos a la mesa, en el sector oscuro, que después de pocos segundos ya no me pareció tan sombrío.
       - Necesito volver . . . - le pedí con aflicción al ángel, que dijo llamarse Hamael - . Sólo quiero salvar a mi marido, que sufre injustamente. Te lo pido por favor. Rodrigo vino al mundo a otra cosa.
       - ¿Y cómo lo sabes?
       - Mi esposo es un profesor. Y también es un pianista. ¿Cómo se va a pudrir en una mazmorra?
       - ¿Tienes tú algo que ver en eso?
       - Soy culpable - admití -. Mándame al peor infierno que me merezca, pero, sálvalo a él.
       - Tú estuviste en el mundo para hacer algo por él.
       - Y también por mucha más gente. Es que me confundí. Nunca creí que un amante de una noche iba a ser tan pernicioso.
       - ¿Quieres contarme algo de eso? - me preguntó el ángel, con suavidad.
       - Vi un crimen. ¡Qué mala suerte ! Después me empezaron a extorsionar para que declarara en falso. Me hicieron vulnerable con tanta facilidad que me avergüenza reconocerlo. Tuve ante mí a un verdadero príncipe encantado, con los más oscuros propósitos para hacerme torcer la verdad, pero con una piel externa de suavidad y ternura. Ese tipo resultó mucho peor que si hubiera tenido sida.
       - ¿Reconoces en ti un punto débil?
       - Buscaron mi punto débil y lo encontraron. Tienen muchos recursos. De partida, contaban con un hombre que parecía actor de cine. Estupendo el maldito. Como para enloquecer a cualquiera. Así y todo, jamás me habría acostado con él si no se hubiera dado una desgraciada circunstancia, que ahora pienso que quizás no fue casual. Y aunque lo haya sido. . . Justo ese día en que él me invitó a salir, yo estaba furiosa con mi marido. Estaba celosa porque él estuvo conquistando por ahí. Aunque no fue nada tan grave, igual me afectó.
       - ¿Cómo te llevabas con Rodrigo? - me preguntó Hamael.
       - No faltaban las incomprensiones ni las peleas, que iban alimentando esa desproporcionada furia que yo tenía. Y me metí con el tipo. Me tenía deslumbrada. Nunca me imaginé que habían montado un verdadero estudio fotográfico escondido. Caí como una tonta. No sé cómo pude ser tan bruta. Lo que creí que era una simple aventura intrascendente resultó ser trágica. A los pocos días me enviaron las fotos a mi oficina, en sobre cerrado. Sólo yo las vi. Las rompí indignada y sintiéndome podrida, aún cuando no sacaba nada, porque ellos tenían los negativos. Después recibí una llamada telefónica en que me incitaban a tomar una decisión que no iba conmigo. Me dijeron “No querrá que su marido se entere de sus secretos”. Enseguida, cortaron.
       - Cuando te viste metida en esa suciedad, ¿qué empezó a ser lo más importante para ti?
       - Después que me tenían atrapada en su asquerosa red no quise ser una persona en venta. Me negué a pisotear la verdad y la justicia. Había quienes se interesaban vivamente por torcer mi decisión. Se me pedía tergiversarme a mí misma en un acto público. Eso no lo haría jamás. Preferiría acusarme de todas mis faltas, si ello no dañara a mi pareja.
       - Después de eso, ¿hiciste algo para salirte del juego? - siguió preguntando Hamael.
       - Logré salirme de ese juego, pero nada de airosa. El extorsionador optó por matarme. Esta historia no la conoce nadie. No sé si alcancé a contarle algo a mi marido acerca de la extorsión. Debí haber partido por ahí.
       Por todas estas cosas, creí que no podía entrar a reino alguno, pero Hamael me invitó a sentarme en el lado iluminado de la mesa.

 

   13.- Cristóbal

       Yo no estaba dispuesto a creer lo evidente. Necesitaba cerciorarme. Es que era todo tan increíble.
       Dos días después de este asunto del tren pude arrancarme un ratito de la oficina, y partí a la biblioteca, que queda a pocas cuadras de distancia. Quería revisar los diarios de los días que siguieron al supuesto crimen. En mi optimismo, esperaba encontrar alguna noticia que lo desmintiera. No hallé nada de eso. En cambio, leí que el marido fue detenido y que la policía consideraba que el caso estaba prácticamente aclarado. Por último, había un párrafo muy cortito, que se refería al funeral.
       O sea, después de todo, ella murió. No cabía ninguna duda, pero yo aún no quería aceptarlo. Por el aviso del diario supe en qué cementerio fue sepultada. Me dolía tener que leer todo esto, pero necesitaba enterarme.
       Tenía que investigar bien este caso porque Johanna me lo estaba pidiendo. Me sentía muy unido a ella, a pesar de estar en distinto ámbito. Que haya vuelto a este mundo por un instante para pedirme este servicio, es algo notable. Será difícil la tarea, pero es bellísimo tenerla.
       De pasada verifiqué algo que ya estaba sospechando. El crucigrama que yo tenía que resolver era distinto al que salió efectivamente publicado en el diario de ese día.
       En el silencio de la biblioteca me informé de todos los pormenores del caso, y extraje los datos que consideré importantes. En la noche del crimen, Johanna había tenido una feroz pelea con Rodrigo, su marido, por celos de éste, fundados o no, pues presuntamente ella le había sido infiel. O al menos, eso es lo que creyó él. Todo esto se había sabido en base a declaraciones de los vecinos que sintieron bulla esa noche. O esa tarde, más bien dicho, pues debe haber sido cerca de las ocho cuando ocurrió el crimen.
       El día sábado fui al cementerio. En parte, porque aún no estaba del todo convencido. No me ha sido nada de fácil digerir todo este doloroso asunto. Allí también reinaba el silencio, igual que en la biblioteca. Dominaba el color verde de los prados, que convertían el lugar en algo bastante más acogedor que los antiguos cementerios grises, con esos horribles nichos visibles, por sobre el nivel del suelo.
       Preguntando, y también dando algunas pocas vueltas demás, encontré su lápida. Ahí estaba la fría piedra rectangular con su nombre y dos fechas. Le puse unas flores que llevé. Con todo esto, recién en ese momento estuve dispuesto a abrir un nuevo capítulo en mi historia con Johanna.
       La nueva historia está empezando ahora, con el mensaje que ella me dio desde la ventanilla de un tren. Aunque al principio parecía pura imaginación, es un objeto palpable, que se puede tocar. Está ahí. El mensaje incluye mucho más que unas simples palabras.
       Asumo mi nueva forma de relación con Johanna. Tendré que caminar por lo desconocido y optar por la sorpresa. Dejar de lado mis antiguos esquemas. Hasta ahora, siempre pensé que las cosas con más densidad eran las que podían darse por más ciertas. Y nunca me había percatado de cuán tenue es tal concepto. Tanto, que al mostrarse así de paradojal, ya empieza a transformarse en prejuicio. No es que yo intente comprender unos complejos conceptos filosóficos. Nada de eso podría interesarme. Solamente quiero dar cabida a esas otras certezas que parecen invisibles brisas etéreas.
       Se me empieza a completar algo de lo que viví en mi infancia. Es increíble cómo cada momento de mi existencia es la cara de una medalla cuyo reverso está presente en otro momento de mi vida.

 

   14.- Lucía

       Ubiqué al abogado de Rodrigo y decidí ir a contarle toda esa extraña conversación telefónica que tuve con Johanna. La llamada tuvo lugar el mismo día en que ella murió, y probablemente a la misma hora, u otra muy parecida, a la que se supone en que ocurrieron los hechos. Creo que ahí hay una pista que puede servir para salvar a Rodrigo. Nunca he creído que él sea un asesino. Haría cualquier cosa para librarlo.
       Pasé ayer, después de la gimnasia. La oficina del abogado es inmensa y muy acogedora. Tiene unos cuadros preciosos, y unos muebles de lujo, que ya quisiera tener alguno como ésos, para vender en la tienda.
       Tuve que esperar un rato, pero no mucho. Este caballero me atendió con gran amabilidad y me conversó de todo. Es una persona agradable. Hablamos de muebles. Siempre que digo en qué trabajo, la gente me habla de muebles. Yo noto que es casi como un escape para no hablar de cosas más importantes. Igual, el tema me fascina, y he llegado a aprender bastante de maderas, y hasta de carpintería.
       De los muebles, se pasó a hablar de la casa que él tenía cuando niño, la cual era muy antigua. Me contó varias anécdotas de su infancia. No le faltó tema de conversación a este abogado. Al contrario, era yo la que trataba de ir al grano, por no tener mucho tiempo. Después de un rato, por fin entramos en materia.
       En todo caso, no pareció interesarse demasiado por la historia que yo le llevaba. Encontró que no era suficiente. Me dijo algo así como que esperaría con esa información, a juntarla con algo que surja más adelante. Entonces, sería el momento adecuado.
       Y yo me pregunto qué puede surgir más adelante. A mí no se me ocurre, pero él sabrá por qué lo dice. No me cabe duda que el abogado llevará las cosas por el mejor camino posible. De todas formas, las posibilidades que hay son pocas. Esa tarde volví al trabajo un poco deprimida, viendo muy negro el futuro de Rodrigo.

 

   15.- Rodrigo

       En la cárcel he vuelto a llorar. Igual que cuando era niño. Lo que tengo ahora es rabia conmigo mismo. Cuando entré acá me quitaron hasta los cordones de los zapatos para que no me ahorque, y si no me los hubieran quitado, algo habría intentado, en un momento depresivo. Tienen razón en cuidarlo a uno de esa manera. No me es fácil afrontar que soy lo más indigno que pueda existir.
       Me lleno de recuerdos. Los más gratos se esfuerzan por ocuparme. Es quizás una defensa para poder soportar este calvario. Me veo de niño. Cuando empecé a aprender piano, y mi tía solterona era la profesora. Siempre fue muy estricta, pero tenía paciencia y enseñaba bien. Cada vez que me tocaba clase, yo iba con gusto a su casa, que era también la de sus padres. Además, siempre tenía algo rico para comer.
       Después, cuando me casé, sentí la máxima felicidad que se puede sentir. Poco a poco se fue desvaneciendo. Me entristece ser tan trancado y no haber aceptado nunca que mi mujer pudiera ser más importante que yo y ganar más dinero. No es más que un tonto prejuicio. Es mucho el daño que puede provocarme un prejuicio.
       Puede decirse que realmente he matado a mi mujer. A la que tanto amo. No es exageración. Es increíble cómo un verso que leí hace años y me impresionó tanto que no lo he olvidado, vuelve hoy con toda su fuerza.
       “El hombre mata lo que ama”.
       Oscar Wilde lo escribió en su Balada, cuando le tocó padecer una horrible prisión, peor que ésta. Siento como si Wilde me hubiera estado observando a mí cuando creó ese poema. Observando mi anhelo de libertad que convive con una culpable resignación. Me parece que se hubiera fijado en mí, como un alma en pena, sintiéndome a veces aterrado, y otras, sumergido en toda mi amargura.

 

   16.- Johanna

       El mundo terrenal me tenía atrapada. En vano, traté de decírselo al ángel. Quise tener permiso para llevar un mensaje a mi marido, pero eso resultó imposible.
       - ¿A tu marido? No. Eso no podrá ser. Si ya no le creyeron, no le creerán. Tampoco debes arriesgar a otra persona - me advirtió el ángel, y casi me convenció.
       - Si el mensaje no puede ir a mi viudo, entonces que vaya a los diarios - pedí ingenuamente. El ángel me miró con severidad. No contestó nada, pero me quedó claro que eso no podría ser. Luego, se ablandó y me explicó :
       - Los mensajes que enviamos hacia el otro lado parecen muy concretos pero son subjetivos. Deben dársele a una persona en particular.
       Por lo menos, logré que Hamael lo consultara con otros ángeles. Después de hablar con muchos de ellos, de distintos niveles, me señaló que podríamos acudir al Investigador del Más Allá, dónde conseguiría permiso para una intervención mínima. Me explicó que tendría que ser a través de alguien que me quiera mucho y que esté en condiciones de deslomarse por una causa mía. Incluso, teniendo en cuenta que sería algo completamente intuitivo.
       - Tiene que ser alguien en quien pueda confiar - repetí, y no se me ocurría nadie.
       - Y que te quiera más que su propia vida - agregó Hamael.
       - ¿Acaso existe esa persona? - pregunté.
       - ¿Alguien ha querido dar su vida por ti? ¿O te ha salvado de algo?
       - Cristóbal - fue mi respuesta inmediata y automática. Y me quedé pensando en que él era el único que podía hacer algo. Me estaba remontando a mi infancia y ahí encontré a la buscada persona -. Sí. El arriesgó su vida por mí. Fuimos amigos en la infancia, y después en la universidad. Nunca quise pololear con él, a pesar de sus insistencias. De niño, él estaba enamorado de mí hasta más no poder. Me adoraba. Para mí era un amigo. Un gran amigo. Siempre lo vi como a un hermano.
       - ¿Y cómo te veía él a ti ?
       - No precisamente como a una hermana. Eso fue causa de interminables discusiones y malos entendidos. A veces, dejaba de verme por meses, y después se acercaba nuevamente. Siempre le tuve cariño y hasta admiración, pero con cierta frialdad que me impedía sentirme llamada a ser su mujer.
       - Cuéntame de qué te ha salvado - insistió Hamael.
       - Dos veces. Una, cuando éramos chicos, y a mí me dio por subirme al techo, en la casa de campo de mi abuelo. Cuando estaba bajando, resbalé y estuve a punto de caer al suelo, si no fuera porque él me sujetó y me estuvo aguantando harto rato hasta que pudo cambiar de posición y ayudarme a bajar.
       - Cuando eran niños. Eso está muy bien - asintió el ángel.
       - La segunda vez fue cuando ya estaba en la universidad. Salí muy tarde de clase, en una oportunidad. Me dio miedo, porque estaba bien oscuro. Traté de no separarme del grupo de mis compañeros hasta llegar al paradero de la locomoción. Todos se fueron yendo en otros buses - hice una pausa -. El que me servía a mí se demoró en pasar. Cuando quedé sola se empezaron a acercar dos tipos de muy mala pinta. Cristóbal estaba en otro curso, y por esas casualidades llegó al paradero después que yo, justo en el momento propicio. Los tipos se fueron. La verdad es que él no hizo nada, pero me salvó en forma providencial.
       - Ese es el hombre adecuado - afirmó Hamael, con mucha seguridad.
       Fue así como ya casi estaba autorizada para poner el mensaje, pero aún me faltaba la técnica. Estaba elegido el destinatario. Ahora, era necesario diseñar el mensaje mismo.
       ¡ Qué contrasentido ! Se la tendrá que jugar por salvar a mi esposo. Así son las vueltas de la vida. Sé que él estará dispuesto a hacerlo.
       “Mi cuerpo está fallado”, recuerdo que me decía Cristóbal, y también, “Las cosas no son para mí, sino para los demás. Desde que tengo conciencia de mí”. Nunca pude convencerlo de lo contrario. También me acuerdo que a él le encantaba resolver crucigramas. ¿Por qué estaré asociando estas cosas justo ahora?
       No podría ser tocada, ni abrazada, ni besada. Solamente escuchada, vista y saludada a distancia. Hamael me lo advirtió con claridad.
       - ¿Desde cuándo no has visto a Cristóbal? - me preguntó el ángel.
       - Desde la época de la universidad. Será un encuentro especial, después de tantos años.
       Hamael guardó silencio, y me dejó pensando en lo que yo había dicho. Probablemente, Cristóbal no se enteró de mi muerte. En ese caso, yo tenía todo a mi favor para lograr moverlo a él. En cambio, tenía en contra el no ser corpórea. Tendré que arreglármelas de alguna forma. No podré darle un relato completo. Creo que él tendrá que saber que morí, y desde ese momento ya no podré ir más.
       No sabía si redactar un mensaje directo, o dibujar algo que fuera representativo. O intentar cualquier otra forma de expresión. Le pregunté a Hamael cuál podría ser la mejor manera. El ángel prometió ayudarme, pero yo tendría que hacer la gestión. Eso de los crucigramas me quedó sonando. Estoy segura que por ahí va a ir todo bien.
       - Tienes que elegir muy bien las palabras o lo que fuere que te sirva de canal de expresión, pues tendrás una sola oportunidad - me advirtió Hamael -. Tienen que ser certeras. Imagínate que te dejo disparar una flecha. Una sola. La única flecha tendrá que dar en el blanco.
       Tuve que diseñar un encuentro y un mensaje que permitiera resolver dos asesinatos de un solo tiro.
       Todo va a depender de Cristóbal. Trataré de no dejar nada al azar. Ningún viento me hará desviar. Sí. Yo misma soy la flecha, y sé donde tengo que llegar.
       Estoy quedando en deuda. Creo que en la próxima encarnación, si es que la hay, tendré que pagarle este favor a Cristóbal.

 

   17.- Cristóbal

       Como primer asunto, ya me ha quedado claro que tengo que resolver el asesinato de Johanna. ¡ Qué tarea ! Sospecho que ella trata de decirme, entre muchas otras cosas, que debo descubrir al verdadero asesino. Por cierto, su marido no la mató. Eso lo doy por seguro. Si no fuera así, no tendría objeto que ella viniera a pedir mi colaboración. Hay que encontrar a un criminal, y tendrá que aparecer en las palabras del crucigrama. Bueno, no pierdo nada con intentarlo, sobre todo porque me vienen bien estos desafíos, y porque necesito hacer algo por Johanna.
       Ya resolví el puzzle, hace varios días. Estaba fácil, y me proporcionó un montón de palabras sueltas que no parecen tener mayor conexión entre sí. Probablemente, aparecieron en el más completo desorden. Más de alguna tenía que desechar, pues con tanto material me iba a perder. ¿Cuáles? Eliminé las típicas que salen en todos los puzzles, y que sólo se necesitan como relleno. Me quedaron varias palabras a ser interpretadas. Intenté agruparlas por cercanía física, y por tema, y por miles de criterios. No resultó ninguno. Al final escribí una lista alfabética :
       Azul, botones, chantaje, costurero, entretela, gabrielamistral, hiroshima, lucían, mueblería, mussolini, occidente, telefoneando, testigo, triple.
       Desde ahí tendrán que llegarme las ideas. Las únicas palabras que hoy me dicen algo son “testigo” y “chantaje”. Me hacen pensar que Johanna puede haber sido testigo de algún hecho delictual, y eso ha terminado por costarle la vida. Echo a correr mi imaginación. Ella ha debido tener una información que incrimina a alguien. Pues, ese alguien habrá sido un grave peligro sobre ella, dispuesto a más de algo por salvar su prestigio o quizás hasta la libertad. ¿Dispuesto a matar? Puede ser. Eso está muy unido a “chantaje”, porque se supone que Rodrigo se enteró de un mal paso dado por ella.
       Con las pistas que trato de interpretar hasta el momento, me dispongo a indagar y a descubrir cosas. A ratos pienso entrar en conversaciones con el abogado de Rodrigo, pero no estoy nada de convencido porque no creo que un profesional del intelecto esté dispuesto a trabajar con elementos tan invisibles como los que yo tengo. Por ahí no veo muchas posibilidades. Creo que, en este caso tan especial, es mejor iniciar la investigación sin que el abogado me conozca, ni sepa que yo existo. Después, más adelante puede ser el momento de contactarme con él, si es que llego a algo.
       A estas alturas, ya tengo algo avanzado, pues anteayer pude deducir que hay una mueblería en relación a este caso. Por sí sola, esta pista no me estaba llevando a ninguna parte, pero, si buscaba en las otras palabras podía descubrir algo, y así fue. Mirándolas en conjunto con las páginas amarillas de la guía de teléfonos, terminé descubriendo la buscada relación. Efectivamente, después de darme muchas vueltas, vi en la guía una mueblería que se llama “Muebles Occidente”. Y por suerte, tiene un solo local. Esta me pareció una buena pista. Además, no queda muy lejos del departamento en que vivía Johanna, pero eso no tiene nada de decisivo.
       Me puse en el caso de ir a visitar esa tienda. ¿Qué haría ahí? ¿Qué iba a buscar? No sospechaba. Sólo cabía ir muy abierto a encontrar algo sorpresivo.
       Así fue como decidí dirigirme a la mueblería “Occidente”. Me demoré como una hora en llegar, porque me queda lejos. Entré preguntando por amoblado de comedor, pues eso fue lo primero que se me ocurrió. De hecho, estoy necesitando uno para mi departamento. No puede ser que mis invitados sigan comiendo en la mesita del living.
       Dejé en claro que andaba solamente mirando, antes de decidir qué comprar. La niña que me atendió me escribió dos cotizaciones, de sendos comedores que me gustaron. Mientras ella escribía, yo admiraba sus ojos preciosos y su figura. Era realmente una mujer muy atractiva. Quedé de volver. Claro que lo haré. De todas maneras.
       Me fui contento, pero sin tener ninguna claridad respecto a la gestión que estaba efectuando para Johanna. De repente me daba la impresión de estar ocupando demasiado tiempo en algo que no parecía tener destino. Sin embargo, si todo había ocurrido para conocer a Lucía, entonces estaba más que justificado. Sí. “Lucía N. . .” decía su prendedor que usaba como credencial. No recuerdo el apellido, pero empezaba con “N”. Ella fue un verdadero premio a mi esfuerzo, talvez el único resultado de mi investigación. Del resto, tendré que olvidarme. Todo ha sido una volada loca. Estoy como al principio, tratando de adivinar qué va a aportar la mueblería a la causa de Johanna.
       Pero . . . ¡ un momento ! . . . No tiene por qué ser ése el único resultado. Algo me empieza a resonar. . . Con toda la rapidez que puedo, voy hacia la mesita a buscar la hoja con las palabras. La reconozco ahí. Precisamente, “lucían” es una de esas palabras. ¿Qué? Claro que sí. Johanna me la está indicando como pista. Ahora tengo motivos más que poderosos para volver a “Muebles Occidente”. Y también tengo la fuerza necesaria para iniciar una amistad con Lucía.

 

   18.- Lucía

       Cristóbal vino nuevamente. Me dio alegría verlo. Creo que es el hombre que el destino ha puesto para mí. Parece un enviado. No debería entusiasmarme mucho porque recién lo estoy empezando a conocer.
       Primero hablamos de los muebles. De toda clase de muebles. Me contó su problema del comedor, y cómo eso lo limita. En realidad, los dos tratamos de extender la conversación, intercalando algunas anécdotas divertidas. Me habló de las últimas películas que ha visto. Le conté que a mí me encanta el cine pero no voy mucho porque me da lata ir sola.
       A ratos me da la impresión de conocerlo desde siempre, como si ya estuviera casada con él. Me imagino cómo será convivir con Cristóbal. Es un tipo un poco cerebral, más bien callado. Me encantaría que me hablara algo de él, y no tanto de los acontecimientos. Ya me dijo a qué se dedica, pero hasta eso es externo. Me gustaría saber qué cosas lo mueven. No se lo voy a preguntar porque no debe ni saber. Los hombres nunca saben esas cosas. De seguro, me respondería que lo mueven las piernas, o cualquier otra lesera así.
       Finalmente se decidió por un comedor de eucalipto, con mesa rectangular, y con seis sillas. Le gustó y no lo encontró tan caro. Eso sí, me dijo que estaba casi decidido y que volvería.
       Al día siguiente me compró el comedor. Ya estábamos amigos. Me pidió que se lo llevaran el sábado, que es el día que está en casa.
       No se iba a despedir así, no más. No. No podía ser. Me invitó al cine. Y acepté. En ese momento, nuestra amistad salió de la tienda. La película no resultó ser muy buena, pero eso no importa. Después del cine caminamos un poco y fuimos a un café.
       - Hace apenas un mes, murió una amiga mía - me empezó a contar, como planteando un tema. No pude evitar recordar a Johanna, así que se me encogió la cara, por la pena que me dio súbitamente.
       - ¿Cómo murió? - le pregunté, sorprendida.
       - La asesinaron en su propia casa.
       - ¡Oh! Esto me hace recordar a Johanna - manifesté, poniéndome muy seria. Era algo que me producía dolor.
       - ¿Dijiste Johanna? Si. Así se llamaba - confirmó Cristóbal.
       - Entonces, ¿es la misma? - pregunté con asombro.
       - ¿Conocías a Johanna?
       - Eramos muy amigas - reconocí, y se me estaban poniendo nublados los ojos.
       Hablamos de nuestras respectivas amistades con Johanna, después de maravillarnos por esa coincidencia del destino. Le conté que nos conocimos en el colegio. Y que después me puse a trabajar y Johanna a estudiar, y seguimos siendo amigas.
       - ¿Conoces al marido de Johanna? - preguntó Cristóbal. No sé por qué me pareció que estaba indagando.
       - Sí. Claro que conozco a Rodrigo. Si hasta estuve en el matrimonio. Piensa que yo les vendí los muebles para su departamento.
       - A él, yo no lo conozco - sostuvo -. Sé que lo tienen preso, acusado de matar a Johanna. Yo no creo que haya sido él.
       ¡Ah! Por fin alguien que piensa como yo.
       - Yo tampoco creo - me apresuré a confirmar -, pero porque lo conozco. Si lees las informaciones que salieron, o escuchas los comentarios de la gente, verás que estamos en minoría.
       - Leí todo, pero no he escuchado comentarios - me respondió -. Yo tengo como un presentimiento. Algo así como estar muy en contacto con Johanna, y escucharla.
       Desde luego, estoy segura que al morir, la persona no termina su existencia. Algo tendrá que haber después, en otro ámbito, con una forma de vida que no conocemos. Sin embargo, no quise decir nada más.

 

   19.- Rodrigo

       Fui acusado de asesinato. Para la justicia estaba todo muy claro. Para mí, fue el inevitable final de un asunto odioso, trágico.
       Los vecinos habían escuchado mis gritos de aquella noche, y eso fue mi perdición. De esa tarde, más bien, pues el sol recién se estaba empezando a poner. Nunca hice daño a los vecinos, y ahora ellos me tenían por un asqueroso criminal, y la policía no necesitaba averiguar más.
       - ¿Dónde estabas tal día a tal hora? - me preguntaron los detectives, una y otra vez.
       - En la calle, caminando - era mi débil y sincera respuesta.
       - ¿Hacia dónde ibas?
       Ni yo mismo sabía para dónde, pero, no podía decirlo así. Nadie reparó en mí, esa noche, hasta que llegué al bar, muy tarde. Eso ya no le importaba a la policía. Querían saber lo que hice más temprano. El bar no quedaba lejos de mi casa, pues esa vez estuve dando vueltas en redondo durante todas esas horas perdidas de mi existencia. Horas equivocadas en que no tengo a nadie, ni Johanna me tuvo a mí.
       Creo que la justicia no es ciega ni tuerta. Ni tampoco anda con balanza. Simplemente es dejada, pasiva y floja, y se toma su tiempo en hacer algo por los que la necesitan.
       Para mí, ha empezado una nueva vida. Dolorosa. Injusta. La que me merezco por imbécil. No tengo cómo saber quién la mató ni por qué. Recién caigo en la cuenta que si ella estaba tan desesperada es porque no se sentía segura. Interpreté mal la causa de su inseguridad. No fui capaz de darle lo que necesitaba. Soy peor que la justicia. Yo que amo tanto a Johanna no supe entenderla. Me dejé llevar por una debilidad infantil.
       Ahora, resulta que me pueden condenar a perpetua. Ni me importa. Una condena a muerte sería preferible. Ya no quiero seguir viviendo. Sin embargo, eso de que todos me vean como un asesino, es más que doloroso y no lo quiero aceptar.
       Me ha cambiado todo. Tengo nuevos desafíos que no sé cómo enfrentar, ni tengo el poder para hacerlo. Por un pequeño arrebato, en un momento de frustración y celos ni siquiera exagerados. Vida cruel.        Sé que Johanna está en alguna parte. Trato de sentirla aquí y ahora. Me imagino la música, que estoy impedido de tocar. Quizás nunca más estaré frente a un piano.

 

   20.- Cristóbal

       No es que yo sea pesimista. Creo que no lo soy, pero, hay algo inconsciente en mí, que me juega al revés. De repente, me parece que yo anduviera irradiando una atmósfera que llama al rechazo. Y mientras más se aleja la gente de mí, más densa es esa especie de humo invisible que me acompaña donde voy. Si por lo menos yo pudiera ver el entorno que emito, podría aprender a disminuirlo y a cortarlo. ¿Cómo será todo esto? Me tinca que hay un miedo metiendo su cola. ¿Miedo a qué? Por coherencia, deduzco que es miedo al rechazo. Sí. Siempre he tenido ese temor a la reprobación. Yo sé que no tendría que tenerlo. Sin embargo, una cosa es saberlo, y otra muy distinta es vivirlo. Andar siempre con ese temor me ha puesto muy solitario.
       Ahora recuerdo el día, no hace mucho, en que eché de menos a Johanna. Esa vez no supe por qué. Creí que me acordaba de ella porque sí, pero era por algo. Sacando cuentas veo que fue el día en que murió. O sea, mucho después que dejé de saber dónde ella vivía, y dónde trabajaba, cuando le perdí la pista completamente. No quería creer que fuera para siempre.
       No es Johanna la única niña que me ha rechazado. Cada vez que intento acercarme al romance, la situación emprende el vuelo como un pájaro que se siente amenazado. Me he enamorado muchas veces. Puede que yo sea tímido, no lo sé, depende cómo se defina. Lo concreto es que me cuesta establecer lazos románticos, en que la mujer se sienta atraída por mí.
       Además, trabajo bastante, y eso también me produce soledad.
       Creo que voy a terminar enamorándome de la soledad. Si tiene hasta nombre de mujer, y actúa como ellas. Tengo que hacer un esfuerzo para conversar con mi soledad. Le digo que nos vayamos donde ella pueda realizarse plenamente. Me imagino que la soledad lucha por llegar a ser lo que está llamada a ser. Igual que si fuera una persona. Debo reconocer que me siento atraído por ella. Podría decirse que la amo. Cuando está conmigo me pongo triste. Y cuando no lo está, la busco con desesperación. No estoy adaptado a la soledad. Me somete, me condiciona. Me hace ver que la sociedad no es mía. Que la vida es muy buena y hermosa, pero no es para mí. Es como mirar precios carísimos en las vitrinas. Vivo postergado porque en algún momento me guardé para después.
       Ahora estoy empezando a descubrir que puede vivirse de otra forma. No como estoy acostumbrado. Rescatar lo que sea que se me haya perdido en el camino. Recuerdo que Johanna leía todas esas cosas esotéricas de autoayuda. Quizás sepa decirme cómo puedo salir a flote. Y seguramente lo haría, si estuviera en condiciones de hacerlo. Quizás lo esté. Soy yo el que no me abro a entender lo que me dice.

 

   21.- Lucía

       Le conté a Cristóbal que yo tengo un motivo para sospechar que no está todo dicho. Y lamento que no lo esté. También le hablé del abogado de Rodrigo.
       - No se lo he contado a nadie más - expuse con claridad -. El abogado fue muy amable, pero no me tuvo muy en cuenta. Me dijo algo así como que guardaría esa información para más adelante. Que por sí sola no es algo que constituya prueba de nada.
       - Me tienes intrigado - declaró con avidez, abriéndose a escuchar.
       - Sí, pero es algo que he preferido no contar.
       - Por lo menos dime qué fue lo que le contaste al abogado - insistió Cristóbal, con más que curiosidad.
       - No sé si tengo que estar contándoselo a todo el mundo.
       - Yo no soy “todo el mundo”. Además, no se lo diré a nadie.
       Me seguía resistiendo, pero en vista de las circunstancias, y si he de tener algún aliado, él tiene que saber esto. Me resigné y le conté.
       - Mira, pasa que Johanna y Rodrigo me habían comprado una repisa, pero me pidieron una pequeña modificación. Entonces la hice trasladar a Taller y quedé de avisarles en tres días más, cuando estuviera lista.
       - Ya.
       - Bueno, la repisa estuvo lista puntualmente y llamé por teléfono a Johanna, al final de la tarde. Esto fue el mismo día que murió.
       - O sea que hablaste con ella en un momento muy importante, poco antes de su muerte.
       - Sí. Y estaba muy rara. Me trató de “usted”. Jamás en la vida había pasado algo así. Ni había motivo para que estuviera enojada conmigo.
       - Entiendo. Hizo como que estaba hablando con una funcionaria de una mueblería con la cual no tenía amistad.
       - Por eso quedé tan intrigada. Y más aún, ni siquiera de una mueblería. Eso es lo más extraño. No se daba por enterada de lo que yo le hablaba, sino que tenía su propia conversación, en términos que yo no entendía nada.
       - Eso quiere decir que en ese momento ella no se sentía libre de hablar contigo, sino que más bien quería informarte algo y tampoco podía hacerlo explícito.
       - Justamente. Hablaba como si yo fuera de una tintorería o algo así, y cuando le dije que estaba lista la repisa, me respondió que ella iría a buscar la chaqueta al día siguiente. Y me cortó. Así, de improviso. Me dejó hablando sola.
       Cristóbal fue muy atento conmigo y me apoyó en mis suposiciones, que yo sé muy bien cuánta base tienen, aunque casi nadie quiera hacerme caso. Creo que es un hombre capaz de comprender cualquier cosa, y también a cualquier persona. Si hasta le dio por justificar a Johanna.

 

   22.- Johanna

       El ángel Hamael me permitió acudir al Investigador del Más Allá. Incluso, me acompañó. Funcionaba en un edificio completo de veinte pisos, uno por siglo, y otro piso más arriba, que estaba en construcción, pero ya habilitado. Fuimos al piso del siglo veinte. Me correspondía ése según mi fecha de nacimiento. El ascensor era terrorífico, muy antiguo. Me dirigí al sector de la letra J, correspondiente a mi nombre. Era un recinto inmenso, en que se veían muchos grupos de personas como si estuvieran haciendo filas. Cada uno de estos grupos estaba frente a un pequeño letrero, especificando un rango de nombres. Me puse en una fila, que abarcaba desde “Joel” hasta “Josefina”. No era fila, realmente, sino un pequeño cubículo de espera con muchos sillones tapizados en un color azulino. Estos estaban ocupados por personas que, como yo, habían sido asesinadas y tenían en la tierra a alguien que daría su vida por ellos, y además, sus casos no estaban aclarados satisfactoriamente en la tierra. Todas estas personas, y también yo, en un eterno presente en que se confunden los años, teníamos la esperanza, no de vengarnos, pues eso ya estaba absolutamente fuera de nuestras vidas, ni tampoco de atrapar alguna reivindicación, sino tan solo poner la justicia en su lugar. Liberar a los que sufren sin culpa. Todos los que estaban en la fila esperaban lograr la aclaración pendiente respecto a la forma cómo alguien decidió terminar antes de tiempo lo que estaba llamado a ser mayor. Y ahí estaba también yo, con la esperanza de que aquí tengan más visión que los mortales, aunque no haya tanto poder de comunicación con ellos.
       En eso, vi a alguien muy conocido para mí, pero él no tenía cómo saber quién era yo.
       - John - exclamé espontáneamente, pues me brotó un verdadero grito cuando vi a John Lennon. Estaba con sus típicos lentes. Me miró acogedor. También varios otros dieron vuelta su cabeza al escuchar su nombre. Casi todos. Entre otros, uno muy conocido, John Kennedy. Me saludó amablemente desde lejos, con la mano en alto, se puso a caminar hacia nosotros, y se nos unió. No sé cómo empezamos una conversación entretenidísima. Teníamos mucho que contarnos.
       Yo los admiro a los dos, desde hace mucho tiempo, pero ellos recién vienen sabiendo que yo existo. Tuve que contarles un poco de mí y sintetizar mi caso, a manera de presentación. Como me fijé que Lennon andaba trayendo una guitarra, le pedí una canción, a lo cual accedió gustoso. Con su alma generosa y libre nos cantó “Let it be”.
       Esta sala es así. Se disfruta la espera, pues nadie tiene apuro.

 

   23.- Cristóbal

       Ya no podía seguir haciéndome el misterioso. Le tuve que contar a Lucía la aparición de Johanna en el tren, y también la llamada por celular en el estadio y mi crucigrama que me daba las pistas.
       Estábamos en mi departamento. La invité para mostrarle cómo quedó mi nuevo comedor. Lo usamos más para trabajar con el puzzle que para comer. Igual, pedimos unas pizzas por teléfono, y sacamos varias cervezas del refrigerador.
       Al principio, ella no quería creerme, pero cuando vio su nombre prácticamente puesto en el puzzle se rindió a la evidencia, y entonces vino lo malo, pues empezó a mirarme con desconfianza.
       - Hiciste amistad conmigo para sacarme información - me reprendió.
       - No, Lucía. Me gustaste - le dije, y fue peor porque sonó a tomadura de pelo.
       - ¿Me vas a decir que no tuviste la intención de entrar en confianza conmigo con el objeto de sacar adelante un dudoso proyecto? - preguntó sin esperar respuesta, y se puso seria.
       - Ni tan dudoso - me defendí -. Es por Johanna, tu amiga.
       - No sabías que era mi amiga.
       Se fue enojando progresivamente. Me dijo que se sentía utilizada. Las mujeres tienen una precisión increíble para clavar sus espinas. Le expliqué que yo no podía haber llegado a ella el primer día esgrimiendo la pura verdad.
       - ¿Me hubieras rechazado? - le pregunté.
       - Claro que sí - reconoció. Y se fue suavizando.
       - Johanna quiso que trabajáramos juntos en esto, y es lo que estamos haciendo - continué mi defensa.
       - Bueno - admitió -. Trabajaremos hasta aclarar este misterio. Todo sea por mi amiga y por Rodrigo. Después te alejarás de mi vida. ¿Trato hecho?
       - De acuerdo - tuve que aceptar. La misión se estaba dando así. La fui a dejar a su casa y se me hizo eterno el trayecto. No cruzamos ni siquiera una palabra, hasta que se bajó del auto.
       - Hasta mañana - me dijo secamente al entrar a su casa y cerrar la puerta, sin demora.
       Creo que Lucía está siendo injusta conmigo. Es que los sentimientos de las mujeres son incomprensibles. Me deja una sensación de tristeza. Además de eso, veo que estoy ocupando demasiado tiempo en esta investigación etérea, saliéndome de la oficina con mucha frecuencia, y el jefe ya se está impacientando. No sé si voy a tener fuerza para continuar.

 

   24.- Rodrigo

       La prisión del cuerpo se parece a la prisión del alma. En la que he estado encarcelado desde muy pequeño. Ni siquiera sé decir cuándo se instalaron las prohibiciones y restricciones en mi actuar. Me las impuse yo mismo, como una manera de postergar el sufrimiento. También quiero salir de ahí y tampoco puedo. No tengo la llave para abrir la reja de la libertad. Sólo pediría ver la llave por un instante, para así poder ir a recogerla y guardarla aquí dentro, conmigo.
       He tenido tiempo para meditar. Pienso en cómo querré vivir cuando termine esta pesadilla y esté libre, si es que eso llegare a suceder algún día.
       Cuando trato de visualizar el mundo exterior, sólo veo unas cruces, que en realidad no existen. Veo una infinidad de cruces, como en un cementerio. Pienso en Johanna, y el dolor es indescriptible. Mi tesoro está hecho trizas, en el suelo. No supe cómo se cayó, si lo boté, o si me lo botaron. Me duele, como nada podría doler tanto. De repente, las cruces se convierten en rejas. Me aprisionan pero ya no duelen. Es lo conocido. En ese momento, por fin salgo de una vivencia desgarradora e infernal y vuelvo a mi tierra. A mi prisión conocida.
       Converso con las paredes y con las rejas. Un barrote muy anciano, que conoce casi todas las historias pasadas me dijo que había consolado muchas penas. Y había recogido del suelo muchos pensamientos pisoteados.
       Tengo que salir de aquí como sea. Cierro mis ojos y me imagino que escapo de la prisión, pero invariablemente vuelvo a caer en otra. Siempre en otra celda, y en otra. Los encierros están encerrados, como si fueran algo inmutable. Es imposible escapar. Voy de celda en celda, simbolizando las costumbres, que también son encierros. Imagino que me escapo de cada prisión, y lo hago a medias. Y así voy juntando rejas. No soy aceptado en este mundo, pero estoy obligado a quedarme en él. Y mi tesoro sigue en el suelo, hecho pedazos.
       Mientras más me meto en este encierro, más me doy cuenta de cómo amo la libertad. Esto es tan fuerte que creo que de repente, alguna celda me va a comunicar con el mundo libre. No cualquiera, sino la que esté mucho más adentro que todas las demás.
       Un relámpago ilumina súbitamente, por fracción de segundo, todas las rejas, las cadenas y barrotes de mi celda. Es un destello profundo en que Dios me muestra una herida en mí y la forma de sanar. La magia ha ocurrido en el momento en que recuerdo un sufrimiento olvidado de mi infancia.

 

   25.- Lucía

       El caso está aún muy complicado. No se ven maneras de avanzar en él, como no sea por la única pista de una chaqueta que no hemos visto todavía. Es la clave del momento. Cristóbal, que está más informado, ha podido deducir que el criminal es el mismo de un asesinato anterior. Si se lo descubre en uno de ellos, quedará descubierto en ambos. Así están de relacionados los dos crímenes.
       - Hay una persona importante en este enigma - opina Cristóbal, ceremoniosamente por molestar -. La dama que llama por teléfono en el momento mismo del crimen.
       Nada menos que yo. Se supone que yo sé todo lo que se requiere saber, pero no lo he podido interpretar.
       - Eres amiga de la víctima - Cristóbal vuelve a la carga -, y también tienes con ella una relación comercial.
       Afortunadamente, parece ser que el asesino creyó que la relación era sólo comercial.
       Antes de morir, la testigo intentó decir por teléfono algo de vital importancia. En clave. Una clave que no hemos podido descifrar. Dos cabezas piensan más que una, especialmente si están juntas y conversan. Estoy aquí con Cristóbal, frente a unas cervezas, servidas recién en una mesita del restaurant, y también frente a los restos que sobraron de las pizzas que ya engullimos. Incluso, pedimos otra para compartir, y duró apenas un par de minutos.
       También comparto con él mis pensamientos. Nos queda claro que esa llamada ocurrió en el momento mismo en que el asesino estaba en el departamento para cometer su crimen. Entonces, él sabía de esa llamada, y al parecer no le ha dado importancia. Eso es lo que suponemos. La policía no sabe acerca de esa conversación telefónica. Es exclusividad del asesino, pero también tendrá que ser su tumba. Johanna me está obligando a meterme en lo más profundo de esa llamada. Puede que sea el detalle que enlaza los dos asuntos. El que podría iluminar a los abogados, aunque de diferente manera.
       - ¿Puedes recordar exactamente lo que escuchaste por el teléfono? - me pregunta Cristóbal.
       - Todo. Y no he entendido nada.
       - El puzzle tiene que ayudarnos.
       - ¿Qué palabra tienes?
       - “Telefoneando” - me responde -. ¿Te parece poco?
       - ¿Qué otra más?
       - Acá dice “Botones” y “Costurero” - contesta -. Esas son las que más se relacionan con la chaqueta que Johanna te mencionó. Y también “Azul” podría tener algo que ver. ¿Por qué no?
       - Excelente - digo, poniendo un poco de insidia - ¿Cómo descifraremos eso? Nuestra ventaja es que el asesino nunca sospechó que éramos amigas. Si yo hubiera estado un poco más atenta, podría haber llegado a esta conclusión en esa misma oportunidad, y no meses después. Y si el tipo hubiera sabido que éramos amigas . . . , se me ponen los pelos de punta cuando trato de imaginar qué habría hecho.
       - Está todo bien así. No refunfuñes. Solamente nos falta lo del taller de costura.
       - ¿Qué taller de costura? - le pregunto intrigada.
       - ¡ Cómo abres los ojos ! - exclama riendo - Mira, ella habló de “ir a buscar la chaqueta”. Por lo tanto, tiene que ser algo así.
       - Aún sabiendo cuál, ¿qué vamos a hacer en la tintorería o lo que sea?
       - Simplemente, ir muy abiertos a descubrir algo - afirma Cristóbal -. Cuando logremos identificar el taller, por supuesto. Tintorería no puede ser. Eso, yo lo descarto, basándome en las palabras que me salieron.
       - De acuerdo. Tendría que ser costura.
       - De botones, al parecer - completa él la frase -. ¿Y por qué puede ser tan importante una chaqueta?
       - ¿Qué otra palabra había en el puzzle?
       - El resto no parece tener nada que ver, pues son puras cosas históricas y geográficas. ¡Ah ! Aquí hay otra palabra importante que se me había escapado : “Entretela”. ¿Cómo se me pudo traspapelar?
       - Tiene mucho que ver con costura y con chaqueta - reconozco.
       - Es cierto. No me había fijado en ella, por estar fuera del ámbito central - se disculpa.
       - Eso nos dice por qué puede ser tan importante la chaqueta. Algo tiene que haber en ella. Algo oculto.
       - Lo que Johanna nos quiere decir es que estamos metidos en un forro - Cristóbal ríe a carcajadas, supongo que para alivianar el trabajo.
       - Ahora vamos a estudiar historia y geografía - anuncio, siguiendo con el tono humorístico.
       - ¿Sí? ¿Por qué?
       - Cuando te enseñan la historia, ¿acaso no tratan de meterte muchas fechas en la cabeza?
       - Tienes toda la razón. Sí. Siempre números - confirma Cristóbal.
       - ¿Qué importante, ah?
       - ¿Qué cosa? - pregunta.
       - Los números.
       - No me imaginé que eras aficionada a las matemáticas - me dice, con una sonrisa tierna.
       - No. Por deformación profesional soy aficionada a los números de los comprobantes - digo, como desafiándolo.
       Cristóbal casi se cae de la silla.
       - ¿Cómo no me había dado cuenta? - reconoce, ligeramente ofendido en su calidad de hombre inteligente. Yo, me limito a sonreír. Sé que estamos llegando a algo concreto.

 

   26.- Cristóbal

       Era un pequeño gran detalle el comprobante del taller de costura. El puzzle debía tener la información necesaria. Menuda tarea ésta, la de obtener un número, ahí donde sólo aparecían palabras. Era necesario proveer un verdadero papelito, para no llegar sin nada a buscar una ropa que no es nuestra.
       Estábamos frente a unas hamburguesas, en un local no muy ruidoso, menos mal. Y unas cervezas, por supuesto.
       - Creo saber qué costurera - me explicó Lucía -. Es que hay una bastante buena a pocas cuadras de Johanna. Casi con certeza puedo decirte que ella tiene que haber llevado su chaqueta ahí. ¿Intentemos ese taller?
       - Podemos hacer el intento de retirar una chaqueta de mujer, en la esperanza que contenga algo como una prueba, escondida dentro del forro, por ejemplo. Eso suena interesante.
       - Por lo menos, sabemos que es azul - dijo ella -. Me parece que conozco esa chaqueta de Johanna. La usaba mucho para ir a la oficina, aunque no es propiamente uniforme. El problema es que no tenemos ningún papel para ir a retirarla.
       Recordé la chaqueta de Johanna en el tren. También era azul.
       - Sólo números - afirmé -. Y eso, si es que los obtenemos.
       - No es mucho.
       - En realidad, no son ni números. Simples acontecimientos y referencias, convertibles en fechas, como decíamos ayer - agregué eso último para seguir poniendo un poco de humor. Yo lo necesitaba.
       - Por ahí vi que decía “Hiroshima” - expuso Lucía, entrando en materia -. Esa es una de tus palabras.
       - Eso nos remonta al año 1945. ¿No es así?
       - También tienes a Mussolini - agregó ella -. No sé ninguna fecha que se refiera a él.
       - Bueno, pero tienes que saber que lo mataron al término de la segunda guerra mundial.
       - Eso nos pone en el mismo año, uno más, uno menos.
       - El mismo, directamente. Esto podría estar confirmando el comprobante número 1945.
       - ¿No te estarás apurando mucho? - me reprobó -. A mí no me da ninguna seguridad.
       - A mí tampoco - reconocí -. Johanna era buena para los números. Tiene que haber puesto una pista certera.
       - ¿Qué otras palabras tienes? Eso sí . . . que signifiquen fechas.
       - “Gabrielamistral”
       - No te puedo creer.
       - ¿Qué tiene?
       - ¿Cuándo le dieron el Nobel?
       - Mucho antes que yo naciera.
       - Tengo una tincada, pero voy a verificarla con una amiga que es bala para esta cuestión - dijo Lucía, y empezó a marcar un teléfono en su celular.
       Después de un par de minutos de conversación previa, recién escuché la pregunta:
       - ¿Cuándo ganó el premio Nobel la Mistral?
       Lucía estaba usando un verdadero “comodín del teléfono”. Vinieron otros dos minutos de conversación de cualquier cosa, hasta que finalmente cortó.
       - 1945 - más que decírmelo, prácticamente me lo tiró por la cabeza.
       - ¿Sabes? Tú eres la dama del teléfono - le dije, para divertirme un poco, pero no se dio por enterada.
       - Bueno, tenemos el número, ¿no? - insistió, poniéndose seria.
       - Así y todo, no lo siento tan seguro.
       - Pero, yo me arriesgaría a hacer el loco - me dijo, soltándose -. A esta hora está abierto el taller.
       Decidimos partir inmediatamente, pues nos iba a tomar bastante tiempo para llegar. Nos fuimos conversando y riendo. Ella es encantadora. Somos una buena yunta, pienso yo. Cuando llegamos, yo estaba escéptico pero dispuesto a cualquier esfuerzo y a cualquier frustración. Si no resultaba ahora, ya habría otra forma.
       - No tenemos el papel para retirar la chaqueta azul - dijimos, y agregamos que estaba a nombre de Johanna, y que el comprobante tenía el número 1945.
       La niña que atendía partió difícil, diciendo que sin comprobante no puede entregar nada, pero la convencimos finalmente porque sabíamos el número, y porque la clienta había fallecido y jamás supimos donde dejó el comprobante.
       - ¿Y cómo saben el número? - nos preguntó.
       - Yo sé que ella lo anotó en esta libreta - dijo Lucía, agitándola.
       Mal nos fue. El comprobante aquél era demasiado antiguo, del año antepasado. Costó para que apareciera y resultó ser de un pantalón de hombre, que ya fue entregado al cliente, en su oportunidad. O sea, nuestro comprobante virtual no tenía nada que ver. Tuvimos que retirarnos en medio de disculpas. Lucía dio explicaciones a la niña. Dijo que volvería a mirar bien la libreta porque en ella habían muchos más números. Creo que ésa era una salida honrosa. Yo estaba seguro que tendríamos que volver con el número verdadero.
       Al día siguiente, estábamos frente a un par de completos y las consabidas cervezas.
       - Puede haber sido otro taller de costura - opiné, sólo para iniciar el tema.
       - No creo. Mejor revisemos el número.
       Volvimos a leer todas las palabras del crucigrama, incluso las que nunca miramos antes. Así fue que saltó una, inmediatamente. “Triple”. Ahora quedaba clarísimo. No le habíamos dado importancia a esa palabra, menospreciando también la habilidad de Johanna para darnos la clave en forma inequívoca. Ahora sí que nuestra numerología me daba plena confianza.
       - Tenemos tres fechas iguales, ¿no?
       Igual, lo debatimos un rato. Porque no era cuestión de ir a fracasar de nuevo. Esta vez teníamos que acertar, u olvidarnos para siempre del asunto.
       Hice la multiplicación en la servilleta porque jamás ando trayendo la calculadora. Después, nos armamos de valor y fuimos al taller de costura. Nos atendió la misma niña. Esta vez nos regaló una sonrisa. Después de todo, le empezábamos a caer bien.
       - ¿Me van a hacer dar vuelta todo, otra vez? - nos preguntó amablemente.
       - No, señorita - respondí -. Esta vez tenemos correcto el número del comprobante. Es el 5835.
       El papelito apareció rápidamente. La niña lo puso sobre el mesón. Efectivamente, estaba a nombre de Johanna y decía “chaqueta azul”. Estábamos salvados. Además, alcancé a fijarme que decía “cambiar botones”. Todo estaba perfecto. Me puse muy contento.
       - ¡Qué suerte! - exclamó Lucía.
       Por supuesto, prometí pagar el trabajo inmediatamente, y me dispuse a hacerlo. Creí que con eso ya estaría listo y tendría la chaqueta, pero las cosas no son tan fáciles.
       - Ya pasaron más de noventa días, señor.
       No me la iban a dar. De hecho, la chaqueta ni siquiera estaba. La habían regalado al Hogar de Cristo. Eso es lo que hacían con la ropa no reclamada.
       - ¿Cómo son los botones que le pusieron? - preguntó Lucía. La señorita trató de recordar, y buscó afanosamente en varios cajones, hasta que encontró lo que buscaba.
       - Así como éste - le mostró un botón cuadrado, azul con borde blanco, como los que Johanna tenía esa tarde en el tren.
       - Son tres mil pesos, señor - agregó, mirándome a mí - y no le estoy cobrando reajuste.
       Le di el dinero y nos fuimos. Teníamos cara de haber perdido la batalla pero no la guerra.

 

   27.- Johanna

       Estoy recién conociendo este lado del universo. Es asombroso. Cada momento trae alguna sorpresa. No hay como aburrirse. Me resulta increíble el estar a tanta distancia del que fue mi mundo. Puede decirse que me lo arrebataron, o que me echaron del paraíso, pero no es tan así. Aquí se está bien. Esta es una etapa de tránsito acogedor.
       De todas formas, yo estoy ansiosa porque si salí mal de allá, algo tengo que hacer para resolver el conflicto en que estoy metida. Más bien dicho, estamos, Rodrigo y yo. Fui desleal con él, que me adoraba. Quizás hasta el día de hoy me sigue queriendo, a pesar de todo. Siempre fue un poco machista, pero ya se le estaba pasando.
       Creí no tener perdón, pero el ángel me dijo que todos lo tendrán, antes o después. Supongo que a mí me tocará después. Muchas cosas tienen que pasar antes de eso.
       Trato de ambientarme en este lado. Hasta podría prescindir de todo lo que quedó allá en el que fue mi mundo y ya no lo es.
       Si no fuera porque ya eché a andar una verdadera maquinaria, me quedaría tranquila y confiada. Sin embargo, ya estoy embarcada en algo y no puedo irme a seguir transitando mientras no decante eso que pedí.
       A lo mejor voy a quedarme eternamente por acá, como quien toca la lira, sentada en una nube. Cuando menos, he de esperar el resultado de las gestiones de Cristóbal. Y también de Lucía, según he estado observando.
       Fue buena mi vida con Rodrigo, mientras duró. Yo no era la buena esposa que él merecía. Fallé, en grado superlativo. Y aún así, recuerdo tantas cosas lindas, como esos veranos que pasábamos en la playa, sin nada que hacer más que amarnos. Por lo menos, eso no lo eché a perder. Mis evocaciones son bellas, como un premio inmerecido.

 

   28.- Lucía

       Fuimos directo al Hogar de Cristo. Me acompañó Cristóbal, y si no hubiera sido así, yo no me habría animado a ir sola porque no sabría con qué palabras expresar mi súplica. La descripción de la chaqueta ya la sabíamos de memoria. También teníamos la fecha del envío, pues me la dijeron en el taller de costura. La chaqueta ésa la conozco bien porque se la vi varias veces en su oficina. Y ahora conocía hasta el diseño de los nuevos botones.
       Cuando llegamos, Cristóbal pudo preguntar con bastante precisión. No fue fácil explicar que queríamos rescatar una ropa que, seguramente, ya pertenecía a una persona pobre que la necesitaba más que yo. Para que no fuera algo tan violento, llevé una chaqueta nueva de regalo, o más bien dicho, de intercambio, muy parecida a la que yo andaba buscando. Llevé también más ropa, la que yo ya no usaba.
       Nos trataron con mucha amabilidad y comprensión. En todo caso, me dijeron que la chaqueta ya no estaba. Hacía un par de semanas se la dieron a una viejecita que sobrevive mendigando. Conseguí la descripción de la anciana. Se trataba de una mujer de unos setenta años, de pelo gris oscuro, bajita, que acostumbra a ponerse en la entrada del Metro que está cerca de la estación del ferrocarril.
       - Estuvo aquí por una o dos noches, solamente. Es lo que hacen muchos - me dijeron -. No los podemos retener a la fuerza.
       A partir de esa tarde, nos dedicamos a buscar ancianas mendigando cerca de la estación. Durante varios días. Parecía que lo hacíamos infructuosamente, hasta que, por fin, Cristóbal me mostró a una mujer que correspondía a la descripción y tenía puesta una chaqueta como la de Johanna. De eso, no cabía duda. Hasta con botones cuadrados, pero me parecieron distintos a los que me mostró la niña del taller de costura.
       - Estoy completamente seguro que ésos son los botones. Para mí son inconfundibles - me dijo Cristóbal, y yo tuve que creerle, sin saber de dónde sacó tanta seguridad. Es que él tiene como un sexto sentido.
       Aunque sucia y gastada, a pesar del poco tiempo que la tuvo, esa chaqueta estaba ahí, ante nosotros. Puesta en una mujer que nos miraba con unos enormes ojos aprehensivos. Es que la estábamos observando desde hacía un rato. Le di una suculenta limosna y le hablé del frío, y de muchas otras cosas. Menos mal que resultó ser conversadora. Probablemente, nadie le habla mucho durante el día. La pobre debe haber estado deseosa de charlar. Así, me fui ganando su confianza.
       - Usted tiene mucho frío - le dije, volviendo al tema central, después de muchos otros. Y entonces la convencí de cambiarle la chaqueta por un abrigo nuevo. Ella no quería creerme cuando le ofrecí el poco acostumbrado canje, pero ya que le convenía, aceptó. Sorprendida, pero entusiasta, fue sacando sus cosas de los bolsillos de la chaqueta. Un pañuelo, mezclado con billetes arrugados, varias monedas, y unas pocas galletas en un envase de papel. Quedó feliz y agradecida.
       Con Cristóbal nos fuimos rápidamente a su departamento, que estaba más cerca. Yo me iba rascando a dos manos, porque me pesqué una pulga.
       Cristóbal me pasó una tijera para abrir el forro de la chaqueta, sin pérdida de tiempo. No teníamos muy claro qué era lo que teníamos que encontrar, pero ahí estaba. Era un documento de dos páginas. Una declaración firmada ante notario. La leímos varias veces, hasta entenderla bien. En ella, Johanna describía lo que vio en un estacionamiento. Identificaba al asesino del comerciante, con nombre y apellido, y hasta su lugar de trabajo.
       Sin duda, se trataba de un doble asesino porque nadie más que él podría estar tan interesado en el silencio de Johanna.

 

   29.- Rodrigo

       Por primera vez, mi entorno está distinto. Ya no estoy en una rígida y estrecha prisión, sino en una muy amplia, aunque incómoda. A una gran distancia veo a los demás internos, pendientes de mí, todos juntos al otro lado de la reja, mirándome. Desde fuera me están diciendo que mi celda está abierta, y me llaman con lentísimos movimientos de sus brazos. La fiebre me consume.
       - Del edificio no podrás salir, pero sí de la celda - escucho que todos me dicen, con insistencia. Desde dentro yo veo la celda cerrada. Sólo barrotes, y más barrotes.
       Como puedo, me arrastro varios metros. Quiero salir de ahí, pero no puedo. Llego a llorar de impotencia, afirmado de esos sutiles tubos suspendidos en el aire. Y sin embargo, están muy firmes, y me aferro a ellos.
       Entonces, invito a toda esa gente a mi prisión. Les digo que me he estado entreteniendo durante toda la condena. Ellos no ven las rejas que me dan seguridad. Es increíble que no veamos las mismas cosas. Llegan y se van inmediatamente porque no se sienten a gusto. Es frustrante reconocerlo, pero a nadie le gusta venir a mi invitación.
       - Vive tu vida y déjame morir la mía - le digo a uno de los inoportunos. Al que está más cerca.
       - Está delirando - dice alguien, y después todos van y vienen. Algo gritan hacia afuera. No entiendo lo que significa todo esto. Es como estar metido en una pesadilla. Poco rato después, vienen unos gendarmes y me llevan con ellos. Apenas logro entender lo que hablan. Es algo relacionado con la enfermería.

 

   30.- Cristóbal

       Parece mentira haber aclarado el misterio. Sin embargo, eso es lo que realmente sucedió. Dentro del forro de la famosa chaqueta azul estaba la prueba que podía salvar a Rodrigo. Era una declaración notarial en que Johanna contaba el asesinato que le tocó presenciar en un estacionamiento subterráneo. El criminal quedaba completamente identificado. Entiendo que Johanna no quiso tener este documento en su casa, pues habría sido extremadamente peligroso, y por eso lo ocultó así.
       Después de fotocopiar el papel y certificar la copia ante notario, lo envié en un sobre al abogado. Supuestamente por correo. En realidad, lo fui a tirar por debajo de la puerta de su oficina, después de ponerle un timbre hechizo que inventé, haciendo constar una fecha bien atrasada. Me quedó perfecto. Pude hacer todo esto sin temor a salir mal parado, pues sabía que actuaba en forma justa. Incluí dentro del sobre una pequeñísima carta de Johanna. Ella me perdonará el haberme tomado esa libertad. No le puse firma manuscrita a la carta. Sólo el nombre, escrito todo en el computador. A cualquiera le puede pasar que se olvide de poner la firma.
       Fueron muchos días de espera paciente, en los cuáles no vi a Lucía ni tampoco la llamé. Es lo que habíamos convenido desde esa vez. Y fue mucho peor aún, después que las cosas se complicaron de nuevo, y ella se volvió a enojar conmigo por otra lesera. Esto me está costando demasiado, y ahora tengo una tremenda necesidad de verla. Lucía ya me rechazó, pero creo que sólo por un tiempo. Somos muy buena yunta.
       Finalmente, llegó a saberse la verdad sobre los asesinatos. Quizás no toda. Por lo menos lo suficiente para que el viudo pudiera salir libre.
       Poco a poco, y a gotas, empezaron a aparecer noticias en la televisión. Primero, el comerciante que estaba desaparecido fue encontrado muerto. A los pocos días, fue detenido un alto ejecutivo de una empresa de productos químicos. Yo estaba fascinado. Me reía solo, y me imaginaba a Johanna. Parecía que el caso se iba solucionando solo. Ya sé que era el abogado el que lo estaba moviendo, y muy bien, por cierto.
       Los acontecimientos se fueron encadenando, y la verdad fue saliendo a flote. Días después, el alto ejecutivo fue procesado por asesinato. El negaba todo, pero fue entrando en contradicciones, según afirmaban en el noticiario. Especialmente cuando se le mencionaba que una funcionaria lo había visto cometer el crimen. Yo comprendía que era sólo cuestión de esperar. Un buen día, se le vinculó al asesinato de Johanna, que hasta entonces era un hecho independiente, del cual la gente se había olvidado. Todo el mundo seguía el noticiario, con mucho interés. Varios días más tarde, el hombre no pudo más, y confesó todo, lo cual trajo como consecuencia que Rodrigo saliera de la cárcel, en libertad incondicional. En total, fueron casi seis semanas de buenas noticias.
       Y Lucía, no me llamaba. Y eso que yo le digo “la dama del teléfono”. Claro que sólo para hacerla rabiar un poco. Una tarde se me ocurrió una solución. La llamé a la mueblería, a la hora en que ella almuerza, y le dejé grabado un mensaje. Aunque me sentía raro hablándole a una máquina, valía la pena porque así ella podía llamarme sin herir su orgullo. Han transcurrido dos días, y yo sigo esperando que se le pase, pero ya no me aguanto. Si mañana no me llama, la voy a llamar yo.
       En el diario, una gran foto de Rodrigo, y otra de Johanna. Hojeándolo, encontré el puzzle de hoy. Un poco por costumbre, lo resolví, y no me demoré casi nada. Salió la palabra “Gracias”. Creo que éste es mi último crucigrama. Ya no necesito ninguno más. De pasada, me di cuenta que me estoy enamorando de la dama del teléfono. No puede ser. El destino nos quiere unir. ¿Bendito destino, te saldrás con la tuya?

 

   31.- Lucía

       Teníamos el enigma resuelto. Y lo resolvimos juntos. Me dio una gran felicidad cuando abrimos el forro de la chaqueta y encontramos ese bendito papel que tanto necesitábamos.
       Cristóbal me fue a dejar a mi casa. Yo tenía muchas aprensiones en cuanto a cómo actuar, pues había llegado el temido momento de disipar esa molestia que yo le manifesté al comienzo. En el fondo, fue como una coraza que yo me puse.
       - Lucía . . . - dijo en voz alta Cristóbal, a pesar de que yo estaba ahí mismo abriendo la puerta y todavía no entraba.
       - ¿Qué?
       - Espero que se te haya pasado esa incomodidad que tú tenías conmigo.
       Ya no podía hacerme la enojada con Cristóbal, pero le quise dificultar un poco la cosa.
       - ¿Por que esperas eso? - le pregunté -¿Acaso no hiciste amistad conmigo con fines utilitarios?
       - Mira, Lucía, no fue así como dices, porque nosotros ya éramos amigos desde antes - me respondió -. Que tú no te acuerdes de mí, es otra cosa.
       - ¿Ah, sí? ¿ Desde cuándo?
       - Desde niños. ¿Te acuerdas cuando ibas a veranear donde el abuelo de Johanna? Pues, yo iba a la casa del lado.
       - ¡Ah! Donde había una piscina - completó Lucía, muy seria.
       - Justamente, Lucía. ¿Ves que éramos amigos desde antes? Recuerdo que a ti te encantaba nadar. Y cruzar la piscina, una y otra vez.
       - Sí. Ahora me acuerdo de todo. De lo bueno y de lo malo -. Le dije, y me fui enojando cada vez más -. Lo veo muy bien. Cristóbal se llamaba el niñito imbécil que me miraba por un agujero del camarín cuando yo me desvestía.
       - Te acuerdas - dijo Cristóbal, con una risa que a mí me daba rabia. Y más encima, la pulga me seguía picando.
       - Nunca te perdonaré ésa - le grité, prácticamente.
       - Lucía . . .
       - No quiero verte más - agregué y cerré la puerta por dentro. Desde mi infancia que quería hacer esto, y ya me di el gusto. La verdad es que yo esperaba que al día siguiente Cristóbal me llamara, pero no ocurrió así. Ni tampoco la semana que siguió.
       Estaba muy arrepentida de haberme puesto difícil. En realidad, fui un poco injusta. Y él, sumamente orgulloso, no me llamó en un mes, que se me hizo larguísimo. Cristóbal es un gran tipo, y es super tierno. No lo iba a dejar irse así no más. Ni mucho menos, por culpa mía. Comprendí que había sido una verdadera niña chica, con mi actuar tan infantil.
       Finalmente, lo llamé, y traté de estar lo más simpática posible. Hablamos del éxito que obtuvimos. Comentamos todo y le dije que estaba contenta. Me invitó a salir. Eso me dejó más feliz todavía. A la hora de almuerzo fui a la peluquería. En la tarde, lo único que deseaba era que terminara pronto la jornada de trabajo. Nos encontramos a la salida de la mueblería. El estaba más estupendo que como lo recordaba. De nuevo junto a él, me quedó la sensación de que jamás dejamos de vernos. Como si ayer mismo hubiéramos estado sentados a una mesa resolviendo un enigma.
       - Estás hermosa - me dijo al verme.
       Esta parecía una buena oportunidad para que Cristóbal me besara en la boca. De todos modos, le puse solamente la mejilla. Los hombres creen que ellos controlan las situaciones. No se dan cuenta que somos nosotras las mujeres quienes planificamos de antemano cuan largos pasos daremos. Dispuse toda la energía necesaria, y resultó. El me besó en la boca, aún cuando para lograrlo tuvo que buscarme por un lado y por otro. Fue fantástico. Creo que nunca más voy a enojarme con él. Este reencuentro ha sido maravilloso. Me acerco a su rostro y todo es distinto. Todo es perfecto.

 

   32.- Rodrigo

       Crucé la puerta de salida de la cárcel con una maleta en mi mano. Fue auspicioso e irritante, a la vez. Por fin he salido libre, de verdad. Es como para no creerlo. Tenía ganas de estar pronto muy lejos de ahí. Afortunadamente, no había nadie esperándome. Le pedí dinero al guardia, para locomoción.
       Jamás podrá ser una libertad completa. No sé cómo voy a poder vivir sin Johanna. Dicen que me acostumbraré. A mí no me queda tan claro.
       He vuelto al que fue nuestro hogar. En este pequeño departamento encontré todo tan lleno de Johanna. Y por lo mismo, tan vacío. Su presencia invisible me llenó de tristeza. Cada mueble me hacía recordarla. Puse suavemente mis manos en el respaldo de una silla, y ahí estaba ella. O sea, no estaba, pero era como si estuviera. Con su vestido rosado, ése que más me gusta.
       Me senté al piano, y lo abrí. Estuve largo rato contemplando, hasta que mis manos se fueron yendo lentamente hacia las teclas, y me puse a interpretar Liebestraum, de Liszt. Desde la silla, Johanna me sonreía, y también yo a ella, con mis ojos llorosos. Sentí como si ella estuviera levantándose de su asiento y como si llegara a estar detrás mío, poniendo sus brazos sobre mi pecho.
       Todavía estaba triste mucho rato después, cuando fui a la mueblería a buscar la repisa, y aproveché de conversar un poco con Lucía. La noté muy distinta a la que yo conocí hace ya algunos años. Ella estaba tan radiante de felicidad, que sospeché que se había enamorado de alguien.
       - ¿Cómo se llama él? - le pregunté.
       - Cristóbal - respondió ella, después de mostrarse extrañada.
       Su gesto me hizo reír de buena gana. Menos mal, porque la alegría me hacía mucha falta. Para mí fue como resucitar.
       Así, pude dar por iniciado el resto de mi vida.

 

   33.- Johanna

       Estoy fascinada con esa amistad entre Cristóbal y Lucía. Los veo tan unidos. Son el uno para la otra. Yo no hallaba cómo agradecerles lo que hicieron por mí. Tanto, que no pude soportar la tentación de venir a saludarlos. Hamael me lo permite, siempre que no les siga pidiendo ningún favor ni les hable de mis conflictos no resueltos. Mientras sea un simple saludo. Ahora que están en el pub por enésima vez, es el momento, por fin. Los veo tomados de las manos. Es algo envidiable.
       La mesa está iluminada románticamente con unas velas. Estoy ahí sentada en la silla que ellos creen vacía. No me ven.
       - Hace tantos años que no te veo desnuda - le dice Cristóbal, lleno de risa.
       - Pesado - le responde Lucía, sin poder evitar llenarse de risa, también.
       Por mi parte, yo necesito hacer que me vean, con mi tenue vestimenta blanca. Como si el candelabro fuera una torta de cumpleaños, soplo las velas y pido un deseo para ellos. Que vivan un amor feliz. Sólo eso, y ya empiezo a retirarme, y no los veré más. Ellos están demasiado ocupados para darse cuenta de mi presencia. Está bien así. Me alejo. Llego hasta la puerta. Es preferible que yo salga por ahí, aunque podría hacerlo por cualquier parte. Ya podré irme definitivamente de este mundo de transición. Algo debo haber aprendido, y ahora me toca superar otros obstáculos.
       Con mi mano les digo Adiós desde lejos. En el momento en que se me escapa un par de lágrimas, ellos me ven. Sí. Me están viendo. No me cabe duda. Y también agitan sus manos, con gran entusiasmo, y me sonríen como yo a ellos.
       Ya estoy fuera de su escena. Debo continuar viviendo lo mío. Seguir el curso de mis acontecimientos. Vuelvo a esa mesa verde de hierro, que me espera con paciencia infinita. Tengo muchas más cosas que contarle a Hamael.