ARISTODEMO                    Un lugar literario
Jan Hus         Gonzalo Rodas Sarmiento

 

   Jan Hus      (del libro "La iglesia adolescente")

   Tengo que emprender un viaje complicado. Es difícil, no por los obstáculos que pueda encontrar durante el camino, sino por otros albures, en el lugar de destino. Konstanz se llama la hermosa ciudad a la que he de llegar, junto a un lago. No voy de vacaciones, ni nada que se le parezca. Quiero ir porque necesito que me escuchen los cardenales del Concilio. Sobre todo aquel que pasa por sumo pontífice, y se supone que le corresponde esta zona. Él me mandó llamar, a defender lo que considera teorías mías. He de decirle que yo no inventé nada.
   -Adiós, Jerónimo -le digo a mi amigo del alma, y nos fundimos en un abrazo.
   -Adiós, Jan, cuídate... Y ponte firme.
   -Volveré, te lo aseguro, amigo mío.
   -Eres valiente. Si caes en peligro, iré a ayudarte.
   -No será necesario -y agrego-. Tu lugar está aquí.
   Como aún no llegan a buscarme, nos ponemos a conversar, más que nada para calmar nuestras aprensiones.
   -Juan XXIII no es un mal tipo -explico-. Por lo menos tiene la intención de unificar la Iglesia.
   -Sí... unificarla... en torno a su propia persona. No creo que el Emperador se lo acepte.
   -Por lo menos, es mejor que los otros dos Papas, que no quieren la Unidad.
   -¡Oh! Los Papas tradicionales. Mal recuerdo tenemos de esas tradiciones.
   -Un Papa, una vez, declaró que Dios se complacía en que se le rindiese culto en lengua desconocida.
   -Eso fue para que la gente no aprendiera de la fuente misma. Menos mal que nosotros hemos seguido enseñando en nuestra lengua bohemia.
   -Y seguiremos. Tenemos ya la Biblia traducida.
   -Como nos enseñó Wycliffe.
   -No todo lo que enseña Wycliffe es correcto -advierto.
   -Por supuesto. No todo, pero... hemos aprendido de él.
   En eso, se divisan tres jinetes, que vienen hacia acá. Traen un caballo para mí, que me lo han proporcionado unos amigos de la nobleza. Me despido nuevamente, y monto en el animal, lo más cómodo que puedo, con mi escaso equipaje. Ya nos disponemos a salir de Praga, en un día de otoño de 1414 que amenaza lluvia.
   Durante el camino, me las arreglo para pensar un poco. Si encuentro dificultades, podré superarlas gracias al salvoconducto que extendió para mí el Emperador Segismundo. Ese papel que ya empieza a arrugarse es lo que me decidió a hacer el viaje. Creo que una ausencia mía se interpretaría como un reconocimiento de culpabilidad, y no quisiera caer en eso. Es más, espero que estén dadas las condiciones para que mi excomunión sea levantada.
   Es un viaje largo, de varios días. Al pasar por los pueblos, observo que la gente me conoce y me estima. Vienen a mi encuentro y avanzan conmigo unas cuadras.
   Entre pueblo y pueblo, sigo pensando. Qué lesera esto de que haya tres Papas. Cómo pudo caer tan bajo la Iglesia Cristiana. Desde que un Papa francés Gregorio decidió que ya era el momento de volver a la ciudad de Roma, aunque la sede seguía invadida, las cosas no fueron por buen camino. Para peor, muchos cardenales se quedaron en Aviñón, y no fueron esperados para el cónclave, cuando murió Gregorio XI. A pesar de todo, aquellos tuvieron a bien reconocer al nuevo Papa, elegido de tan irregular manera, Urbano VI, italiano, como exigió el pueblo de Roma en una manifestación callejera. Tuvo este Papa la loable ocurrencia de querer extirpar la corrupción de la jerarquía de la Iglesia. Frustrados, los mismos cardenales que lo habían elegido, conspiraron contra él y eligieron otro Papa, Clemente VII, el cual tuvo que huir de Italia, y se refugió en Aviñón.
   La gente se preguntaba cuál es el verdadero Papa, si se excomulgaron mutuamente. Años después murió Urbano VI, en circunstancias muy sospechosas. Talvez algún día se aclare si acaso lo envenenaron. Lo sucedió Pedro Tomacelli, con el nombre de Bonifacio IX. En la otra dinastía, también hubo un nuevo Papa cuando murió Clemente. Eligieron al español Pedro De Luna, que se llamó Benedicto XIII. Siguió la misma situación porque cada nuevo Papa se consideró legítimo.
   Cuando murió Bonifacio IX asistí al funeral, como representante del rey Wenceslao de Bohemia. Ahí conocí al cardenal Baldassare Cossa, que estaba muy impactado por la muerte del Papa Tomacelli. Dejé que aliviara su pena hablándome, en un rato en que estábamos esperando afuera del templo.
   -Fue bueno para nuestra familia -comenzó diciendo don Baldassare- que Pedro Tomacelli se incorporara a ella. Él era cardenal, nada menos, y su hermano acababa de casarse con Giulietta, mi prima favorita, que me cuidaba cuando yo era pequeño, y me cantaba lindas canciones y me inventaba cuentos hasta que yo me dormía.
   Respondí con una simple sonrisa, respetando las emociones de niño que afloraban a sus ojos.
   -Me acostumbré a conversar con Pedro Tomacelli -continuó-, que además ha sido abogado de la familia por muchos años. Napolitano, de ascendencia noble y humilde al mismo tiempo. Hablando con él solía enterarme hasta de los detalles y las anécdotas. Nosotros seguimos fieles al Papa Urbano, aunque a muchos no les gustaba, era el legítimo. Pedro me explicó que, según él, el Papa anterior se vino a Roma antes de tiempo, cuando la Iglesia aún no estaba preparada para ello. Eso no le quitó legitimidad, pero lo debilitó mucho.
   -Siempre he pensado que no puede ser que haya una Iglesia de Roma y otra de Aviñón -dije, siguiendo el tema- ¿Soy de Pedro...? ¿Soy de Pablo...?
   -Claro que no puede ser. Yo quedé muy contento y optimista cuando eligieron Papa a mi pariente Pedro. A mis 19 años, ya empecé a luchar por una Iglesia unida.
   Asentí, con un movimiento de cabeza.
   -Fue tristísimo cuando terminó de morirse Tomacelli -continuó Cossa-, después de estar mucho tiempo enfermo de los riñones. Nunca pude decirle Bonifacio, ni menos Su Santidad.
   Después de una pausa, continuó:
   -Con Giulietta estuvimos siempre atentos a lo que podíamos hacer por nuestro pariente querido, para aliviar sus dolores terminales. El fue buenísimo conmigo. En cuanto terminé mi carrera de Derecho en Bolonia me nombró en un cargo diplomático importante, y como lo desempeñé bien, poco después me ascendió a Nuncio, cuando recién empezaba este siglo. Y también me dio título de cardenal. Todo esto, estando yo en la guerra. Al final, me tuve que salir de la milicia. Se puede decir que Pedro me sacó de ahí, y se lo agradezco de verdad. Con Tomacelli recuperamos una parte importante de los estados pontificios. Sin embargo, todavía no se vislumbraba la ansiada unidad.
   -Ni se vislumbra hoy, tampoco.
   -Recuerdo un antiguo sueño infantil - rió al decirlo- que me mostraba que yo sería el Papa que unifique la Iglesia.
   Preferí reír junto con él. La gente nos miraba con reprobación, y eso que no habían escuchado nada más que las risas.
   Ahora, me río yo solo, cuando recuerdo esa escena, pues es ese mismo Baldassare Cossa el que efectivamente llegó a ser un Papa más, y se llamó Juan XXIII. Y es a él a quien estoy yendo a dar explicaciones.

         * * *

   Arribé a Konstanz en una tarde fría de un otoño que ya terminaba. Me hospedé en casa de una viuda que arrendaba piezas. Se llama Fida, y pertenece a una familia amiga de mi madre. El primer día que llegué, me puse a conversar con la señora Fida, que es muy acogedora. Le conté que tengo 43 años, lo que le pareció sorprendente, pues ella se acordaba de mí cuando era muy pequeño en la pequeña aldea Husinec. Ella evocaba a mi padre, que murió en esa época.
   -Apenas alcancé a conocerlo -dije con tristeza.
   -Tu madre te envió a la escuela de la provincia. Me acuerdo que allí tenías un amigo...
   -Jerónimo. Todavía es mi amigo.
   -¿Es presbítero, como tú?
   -Sí. Allá quedó, en Praga, a cargo de la parroquia.
   -Tu madre procuró que fueras a la Universidad, a pesar de ser muy pobre.
   -Sí. Ella fue conmigo a Praga y se arrodilló para pedirle a Dios por mí. Me aceptaron en la Universidad de Praga, por caridad.
   -Y por el esfuerzo de tu madre.
   -Me pusieron como condición que estudiara mucho. Y así lo hice.
   -Te fue muy bien.
   -Después inicié el estudio de Teología, que me fascinó.
   -Y ahí comenzaron tus problemas.
   -En realidad..., sí, pero no tanto. Pude ordenarme presbítero, sin problemas.
   -Y por tu facilidad de palabra la gente empezó a asistir a tus prédicas... ¿Donde eran? Hasta ahí supe yo.
   -Fue en la capilla de San Miguel. Mira, te sigo contando: Me eligieron para prestar servicios en la corte del rey. Después me destinaron a predicar en la capilla Nueva Belén, una enorme, sólo para homilías.
   -¡Qué bueno! Porque uno no sabe casi nada de la Biblia.
   -Por eso es tan importante mostrarla. Y no en latín.
   -El momento que vive la Iglesia, lo encuentro muy malo.
   -También lo he denunciado. Los peores vicios, no sólo entre los laicos, lo que es peor, en el clero. Y muy especialmente en la jerarquía.
   -¿En la jerarquía?
   -Sí. En la jerarquía, la fornicación y la usura son frecuentes.
   -¿Le pones mucha emotividad...?
   -Soy lo más expresivo que pueda ser.
   -La gente que asiste a esas prédicas, ¿tiene cierta cultura?
   -Desde aristócratas hasta gente muy sencilla.
   -¿Y en tus misas?
   -Igual. Doy la comunión bajo las dos especies, pan y vino.
   -¡Oh! Pero, eso no lo permiten.
   -No hay motivo justificado para prohibir lo que Cristo nos enseña. La Biblia está por sobre el Magisterio.
   -Tengo una cátedra de Teología en la Universidad -agregué después de una pausa.
   -Bueno, si tú lo dices...
   -Hay algo más importante que decirlo. Mostrarlo. Hace un tiempo llegaron a Praga unos actores ingleses que venían a evangelizar. En una plaza pública representaron una escena con la entrada de Cristo en Jerusalén, sentado sobre un asno, y seguido por discípulos descalzos y con túnicas ajadas.
   -Me habría gustado verlo.
   -Y también otra escena con una procesión, en que se veía a un pontífice adornado con costosas vestiduras, montado en un caballo magnífico, precedido por clarines y seguido por cardenales engalanados.
   -Precioso... el contraste.
   -Llegó mucha gente a verlos, y quedamos todos impresionados por ese contraste. Después, los actores tuvieron que salir huyendo.
   -Ya me imagino.
   -Jerónimo y yo nos hemos limitado a denunciar la vida lujosa del clero, y su avidez, y libertinaje. Y la venta de indulgencias.
   -¿Cómo es eso?
   -Tal como suena. Cada Papa ha necesitado financiar sus ejércitos con que combate a los otros dos impostores. Para ello solicitan dinero a los poderosos, a cambio de indulgencias.
   Le hablé de Wycliffe, y sus enseñanzas. Algunas de ellas, heréticas, jamás las he suscrito. Por ejemplo, lo de la transustanciación. Nunca he hablado de eso en mis prédicas porque la gente no lo entiende. Y ahora, que traté de explicarlo a la señora Fida, tampoco entendió absolutamente nada. Es algo muy complejo, intelectual. Sólo para teólogos.
   En casa de doña Fida me dediqué a estudiar, pero antes de eso, al día siguiente a mi llegada fui a ver a Juan XXIII, en una pequeña oficina que habilitó para él el Arzobispo de Konstanz.
   -Buenos días, Su Santidad -saludé.
   -¿Santidad? Después de lo que has andado diciendo de mí...
   -Cortesía, ante todo.
   -Yo hubiera querido abocarme sólo a la unidad de la Iglesia, y ver lo tuyo más adelante, porque si tratamos de abarcar mucho se nos puede ir de las manos lo principal.
   -¿Qué es "lo mío"?
   -Te he llamado porque te acusan de hereje.
   -Jamás he cometido herejía.
   -Yo te creo, pero nadie más te cree, así que será necesario que lo demuestres ante el Concilio.
   -Para eso he venido a Konstanz.
   -Bien, mañana se iniciará el Concilio. Cuando sea oportuno serás citado para que des tus descargos.
   -Allí estaré, cuando me llamen... A pesar de todo lo difícil que me es estar dando explicaciones a aquellos cardenales que han tenido tanta corrupción e inmoralidad.
   -Lo que dices es demasiado fuerte e irrespetuoso.
   -Bueno, pero es que esto debe terminar. Ayer mismo estuve viendo como llegaban a Konstanz una cantidad de prostitutas de alto nivel, para cardenales.
   -Algunos hombres del clero no son capaces de soportar cierta presión en sus cuerpos. ¿Tienes tú alguna solución a este problema? No te voy a preguntar cómo lo haces tú.
   -Yo sólo digo que no seamos hipócritas. Si predicamos contra la fornicación, debemos tener una conducta ejemplar.
   -Hay tantas cosas que mejorar. Antes creía que cuando fuera Papa iba a hacer todo lo que se necesita para la Iglesia, pero no es tan fácil la cosa. La persona puede tener mucha energía, y el cargo puede ser el más importante, y además, tener la razón, pero falta algo. Siempre falta algo.
   -Como eso de las indulgencias que están a la venta.
   -Jan, la Iglesia necesita financiar la tarea titánica de terminar con el cisma.
   -Su Santidad ya es parte de ese cisma.
   -Porque los malditos impostores no han querido renunciar. Mira, Jan, había un Papa legítimo...
   -Gregorio XII... supongo.
   -Y dejó de serlo por andar metido en maniobras desatinadas y desprestigiadas, en contra de cardenales, para poner a sus parientes. ¿Qué íbamos a hacer? Siempre hemos querido la unidad de la Iglesia.
   -¿Qué nos enseña Jesús respecto a todo esto?
   -Jesús tomó el látigo y expulsó a los mercaderes del templo.
   -Eso es lo que yo pretendo... No sigamos vendiendo indulgencias.
   -Contigo no se puede. Te vamos a citar muy pronto, y entonces... compórtate... ¡Ah! Y por favor, no celebres misa ni prediques ni aparezcas en funciones públicas. Mira que eso te complicaría.
   -Está bien. No lo haré.
   Cumplí con lo prometido. En cuanto me despedí de Juan XXIII volví a casa a seguir con mis estudios. Preferí no salir a ninguna parte. En cambio, recibí a varias personas que vinieron a saludarme. En la noche, la señora Fida me contó que vio unos presbíteros llegados de la Bohemia, hablando mal de mí, en plena plaza. Decían que era peligroso tenerme libre. Por la descripción que ella hizo de los tipos, pienso que pueden ser Paletz, Causis y Broda, con los que siempre tuve discusiones en mi país.
   La inauguración del Concilio fue solemne, con campanas al vuelo, en la Catedral. Según me contó después uno de mis visitantes, estuvo presidida por Juan XXIII, y se le consideró como Papa legítimo. Llegó con gran pompa y elegante séquito.
   En la segunda sesión del Concilio, unos días después, Juan XXIII empezó a tener problemas. Se levantaron muchas voces solicitando la abdicación de los tres Papas. Tanto algunos doctores en Teología y en Derecho Canónico, como también varios procuradores de obispos, diputados de las universidades y representantes de los príncipes estuvieron en esta posición. Se programó una tercera sesión para antes de Navidad, en pleno invierno.
   A mí, aún no me llamaban. Probablemente porque Juan XXIII no tenía muchas ganas de mezclar cosas, y lo más importante era, sin duda, la unidad de la Iglesia.
   Pude seguir con mis estudios, y conversar con mis visitantes, muy preocupados por mí. Algo les he hablado de cómo fui cayendo en desgracia, a partir del momento en que el Arzobispo de Praga, que antes me había tenido muy bien evaluado, de pronto me prohibió continuar con mis prédicas. Con Jerónimo, no hicimos caso. Más aún, pedí al Arzobispo que revocara la condenación a las enseñanzas de Wycliffe, pues no todas son heréticas. El Arzobispo hizo quemar los libros del teólogo inglés. Y yo me puse a predicar contra la quema de libros. Poco después, se habían producido disturbios en la calle a causa de haber yo atacado la venta de indulgencias. Hasta en la Universidad se molestaron conmigo.
   -En aquella oportunidad -seguí contando a mis visitantes-, el Papa Alejandro V, de la dinastía de Pisa, ordenó al cardenal Colonna que me citara a la corte de Roma.
   Si bien a ese Papa lo habían elegido con la mejor intención de ser un Papa de unidad, resultó un fracaso, pues ninguno de los dos Papas preexistentes quiso abdicar en su favor.
   Comenté con mis amigos, que por motivos de seguridad, no acudí a aquel llamado, sino que envié representantes. Ahí fue que el cardenal decidió excomulgarme, y a las pocas semanas extendió el castigo a todos los que se consideraran mis seguidores. Hubo nuevos desórdenes callejeros. Yo continué con mis prédicas en la capilla Belén. Para presionarme, la curia decretó un interdicto contra la ciudad de Praga, prohibiendo celebrar misas y sacramentos. Ni siquiera permitía sepultar a los difuntos. Todo eso, mientras yo permaneciera en Praga. Apelé, pero no tuve éxito. Muchos ciudadanos opinaron que yo tenía que dejar la ciudad. A tal punto, que no me quedó más remedio que irme a Husinec, mi ciudad natal, para que pudiera terminar la persecución que sufrían mis conciudadanos. Ahí prediqué, pero a pocas personas. Más que nada, empecé a escribir libros y cartas. En "Sobre la Iglesia" afirmé que el Papado no tiene origen divino, y por lo tanto es lícito denunciar los errores que haya cometido. Me inspiré en la relación que hubo entre Jesús y los saduceos.
   Cuando murió el Papa de Pisa, fue que eligieron en su reemplazo al diácono Baldassare Cossa. Lo ordenaron presbítero, y entonces asumió el pontificado.
   Luego de un par de años, se dio término al interdicto, esa injusta dificultad que afectaba a Praga, y pude volver a esa ciudad.
   El Emperador Segismundo convenció a Juan XXIII de que convocara a un Concilio en Konstanz. Se basó en que ambos querían lograr la unidad de la Iglesia.
   Y aquí estoy, esperando que sea mi turno para mostrar mi inocencia. He sabido que tres patriarcas están participando en el Concilio, además de muchos cardenales y arzobispos. También cientos de doctores en Teología, y otros eclesiásticos. Los reyes han enviado gran cantidad de representantes. Es un concilio multitudinario.
   Los otros dos Papas, Gregorio XII y Benedicto XIII fueron convocados, pero hasta el momento no han venido. Sólo están sus delegados. A ratos pienso que talvez yo tampoco debería haber venido, pero desecho ese pensamiento, pues quiero resolver mi situación. Además, vine con un salvoconducto del Emperador, y adquirí acá una garantía personal de Juan XXIII asegurándome su protección.
   Por eso, no me preocupé tanto al ver llegar una delegación a la casa en que me hospedaba. Dos obispos, el alcalde, y un emisario del gobierno vinieron a buscarme, cuando aún faltaban casi tres semanas para la reunión del Concilio. Me dijeron que venían de parte del Papa, lo cual me pareció extrañísimo, increíble. De hecho, no lo creí.
   -No iré -exclamé airado-. Me presentaré al Concilio, cuando sea el momento.
   Se rieron con descaro. Me acerqué a la ventana, y pude ver soldados, en la entrada, y al parecer, dispuestos a cualquier cosa. No sacaba nada con oponerme. Esto era un verdadero secuestro. Preferí no disponer nada para llevar conmigo. Me despedí de la señora Fida, tratando de aparentar tranquilidad, para que ella lo tomara con calma. Sin embargo, comprendió la situación, y tenía lágrimas en sus ojos cuando me vio subirme al caballo y partir con los obispos.
   Al llegar al palacio episcopal, me recibió el cardenal Pierre D'Ailly, en la misma oficina que hasta hacía poco ocupaba Juan XXIII. Alcancé a preguntarme a mí mismo, si acaso estaría frente a un cuarto Papa.
   Me preguntó si me retractaba de mis herejías.
   -Herejías, no tengo -repuse-. Y si es que tengo algún error, pues muéstreme que es así, y desistiré de él.
   No nos entendimos. Llegó la hora de almuerzo, y el cardenal me hizo pasar al comedor de los monjes, citándome para continuar la reunión más tarde.
   Mientras comía, se me acercó un fraile con su plato, y se ubicó en la misma mesa. Conversamos cosas superficiales, que me hicieron creer que su intelecto era muy simple, hasta que me preguntó por qué no creía yo en la transustanciación.
   -Yo creo -corregí.
   -¿Qué crees acerca de la unión en Jesucristo de ambas naturalezas? -insistió.
   -Bueno..., hay una unión inseparable entre la naturaleza divina y la humana. Es algo sobrenatural.
   Traté de no hablarle mucho, pues el tipo me estaba interrogando. Me levanté de la mesa en cuanto pude. A las cuatro se reanudó la reunión. Esta vez, estaban también mis paisanos Paletz y Causis. Tuve que volver a decir que no tengo problemas con la transustanciación, pues no suscribo ese tema de Wycliffe. Siguieron con acusaciones vagas respecto a cosas muy menores. Lo sustancial del intercambio de opiniones, fue la alusión a algo que he sostenido en varias prédicas. Que si un sacerdote está en pecado mortal no debería administrar sacramentos, y que no es sabio que la jerarquía se deje conquistar por los legados de los príncipes. En esos dos puntos importantes, la discrepancia fue inevitable.
   -No es ninguna herejía -sostuve-, ni tampoco es un error.
   El sol ya se ponía, cuando me dispuse a irme, con una sensación de haber perdido el día. No me dejaron libre, sino que en custodia, en casa de un canónigo. La señora Fida tuvo que traerme ropa, al día siguiente.
   Juan XXIII se molestó con D'Ailly por su manera de actuar, pero no tenía ya su acostumbrado poder para imponerse. En la ciudad circulaba un anónimo, escrito en italiano, desprestigiando a Juan XXIII. Probablemente éste comprendía que no era yo el autor de ese ataque. Sin embargo, si acaso intentó liberarme no tuvo éxito. El poder estaba ya en manos de los cardenales.
   También el Emperador se molestó con la jerarquía pisana, por haber pasado por encima del salvoconducto extendido por él. Sé que ordenó liberarme, pero los cardenales lo convencieron de que no hiciera tal cosa. Que no necesitaba mantener la palabra empeñada con herejes. También lo amenazaron con disolver el Concilio. Segismundo no quería que todo volviera a un punto de partida que había costado tanto superar.
   A la semana siguiente me trasladaron a un monasterio dominico y me pusieron en una celda subterránea, ubicada en el mismísimo punto en que el río Rhin descarga su inmundicia en el lago Konstanz. Me enfermé. Tuve tanta fiebre que creí que iba a morir antes de tener tiempo para defenderme de los injustos ataques.
   Entretanto, el Concilio empezó a actuar como Inquisición. Con jueces de instrucción y fiscales. Elaboraron un acta de acusación en mi contra, y en cuanto estuve un poco mejor de salud, comenzaron a interrogarme usando la brutalidad.
   Mis amigos hacían lo que podían por tratar de sacarme de la prisión, pero lo más que lograron fue que les permitieran verme para darme ánimo, con la excusa de que supuestamente tratarían de que yo me retractase.
   Ellos me contaron que el cardenal Pierre D'Ailly era el más poderoso jerarca de la Iglesia, y que se las arregló para organizar el voto por naciones, y no por personas, teniendo en cuenta que la gran mayoría de los participantes era de Italia. El Concilio dio un Golpe, constituyéndose en autoridad de facto, en lugar de los Papas. Ningún cardenal quiso dar el anuncio. Se le encargó esta ingrata tarea a un simple obispo. Juan XXIII huyó de Konstanz. Disfrazado de sirviente, según los rumores.
    Eso fue lo último que pudieron contarme, pues mi situación empeoró después de la huida de Juan XXIII, y ya no me dejaron recibir visitas. Me volvieron a trasladar, esta vez al castillo de Gottlieben, una prisión propiamente dicha.
   Un par de semanas después llegó Jerónimo a este mismo castillo. Tan encadenado como yo. Era de esperar que eso ocurriese, conociéndolo como lo conozco, él jamás se iba a quedar en la comodidad de un techo seguro.
   Los interrogadores me decían muchas mentiras y frases mal intencionadas. Querían hacerme creer que habían tenido que ir a buscar a Jerónimo porque yo no quería retractarme. Y que mi amigo no lo era tanto, que ya había firmado un documento renegando de sus pensamientos anteriores, y diciendo que yo era hereje. Jamás podrían ablandarme con esas burlas. Siempre he tenido la certeza de que Jerónimo es valiente y decidido.
   A gritos trato da hablar con él, que debe estar en alguna celda cercana. De repente escucho una voz, muy atenuada, es lo que llega de su potente respuesta. No podemos intercambiar información alguna, pero nos damos ánimo. Y nos castigan cuando lo hacemos.

         * * *

   Juan XXIII fue buscado, traicionado por alguien, encontrado, regresado a Konstanz, depuesto y encarcelado. Llegó a Gottlieben en una tarde muy calurosa. A él no le ponen cadenas, tiene un régimen de privación de libertad más benigno, pues sólo es acusado de presuntos homicidios e inmoralidad.
   Yo tenía muchas ganas de conversar con él, pero eso era imposible. Al menos, así me pareció, pero Cossa también quería hablar conmigo, y logró que le permitieran visitar mi celda. No le fue nada de fácil. Insistió durante varios días hasta que los convenció, con el pretexto de que él iba a obtener de mí la retractación. De esa forma, pudo venir acompañado de un guardia.
   El que había sido un solemne Juan XXIII ya no tenía sus lujosas vestiduras ni su rostro estaba sonrosado ni sonriente. Vestía ropa sucia y traspirada, como la mía. Sus ojos y su boca mostraban sufrimiento.
   Empezó contándome que todas las proposiciones de Wycliffe habían sido condenadas en el Concilio. Incluso, se decidió que su cuerpo sea exhumado para quemarlo.
   Cada cierto rato, Cossa echaba una miradita sobre el guardia, para hacerle ver que su presencia atentaba en contra de la presunta gestión de dar vuelta mi pensamiento.
   -La proposición de que las sustancias de pan y vino permanecen al ser consagrados -dijo Cossa, con ánimo de aburrir al guardia- es una herejía que ha sido condenada.
   -Ya lo sé.
   -También eso de que no sería necesario confesar los pecados a un presbítero. Y esa opinión de que el clero no debería tener propiedades. Y que hasta los diáconos puedan darse el lujo de predicar sin la debida autorización del obispo.
   A todo esto, el guardia se aburrió y se retiró, diciendo que ya volvía.
   -No vengo a decirte todo eso -dijo entonces Cossa, bajando un poco la voz- sino que... me remuerde la conciencia el no haber sido capaz de librarte de esta injusticia.
   -Tranquilízate, Baldassare. Sé que no es tu culpa.
   -Jan, es que vas a morir... Y yo quise evitarlo... Y no fui capaz... Una cosa es combatir ideas y otra cosa es ensañarse con las personas.
   -¿Amigos? -nos dimos la mano.
   -He podido comprenderte -señaló Cossa-, cuando el cardenal Zabarella fue el único que intentó defenderme en el Concilio, pero su voz no fue escuchada entre el griterío que se armó.
   Sonreí hasta donde pude.
   Baldassare Cossa me habló y me habló, mientras yo me limitaba a escucharlo, atento, con paciencia:
   -Cuando llegué acá estaba desesperado por no poder alejarme de mi entorno, paseándome como la bestia enjaulada que soy. Ya no podré hacer nada por la unidad, pero espero que igual se esté dando. Con cuarenta años y mucha energía, intenté dar término definitivo a los otros dos papados. Decidí preparar a Zabarella para que sea el único Papa, el de la unidad. Lo nombré obispo, y después cardenal. Es la persona más indicada para guiar a la Iglesia en una senda única, pero ya no parece algo viable.
   -Segismundo es como los niños chicos -continuó después de una pausa-. Si yo no quiero jugar de la manera que sus caprichos determinan, entonces se lleva el juguete, y me quedo sin nada. Así fue como me arrebató el concilio. Nos hemos dicho de todo, y en los tonos más violentos que se han visto en un concilio. Cuando me ordenó que dimitiera le respondí que si acaso estaba loco. A esa altura, daba lo mismo, pues todo estaba perdido. Yo no iba a borrarme así como así. Más tranquilo, le dije que el concilio de Konstanz lo iniciamos para unir a los cristianos, y él estaba ahora contribuyendo a la desunión. Fueron varios días tensos, en que yo estaba ahí, como de piedra. Cada vez más clérigos y cardenales me miraban mal.
   Yo me limitaba a asentir, para dejar que se desahogara.
   -Llegó el momento en que me tuve que desaparecer -continuó-, disfrazado con unas ropas que conseguí. Parecía un perfecto criado. Me puse un bigote, y con el sombrero mi aspecto cambió tanto que nadie me reconoció al pasar, ni al salir de Konstanz. Fui a Sciaffusa, buscando la protección de un duque, que me trató muy bien, y manejó la cosa con discreción. A las pocas semanas, me secuestraron en plena noche cuando todos dormían. Segismundo me trató de inútil, indigno, hereje, y dañino para la Iglesia. Maldigo la hora en que se me ocurrió aliarme con él. Yo mismo me puse la soga al cuello.
   -La oración te va a servir mucho para pacificar tu alma.
   -Siempre me han venido visiones de un personaje vestido de blanco, que trata de conversarme y yo no entiendo todo lo que me dice. Ahora, más que nunca, no dejo de tener esas imágenes dentro de mí. El personaje de túnica blanca trata de hablarme y decirme cosas importantes, pero tan bajito que no escucho. Antes, él sonreía y hasta me retaba con afecto, indicándome sabios caminos, a juzgar por unas pocas cosas que logré entender. Lo conozco desde que fui niño. Me ha hablado de unidad y de sacrificio, de fidelidad a Jesucristo. Ojalá yo hubiera hecho lo que tenía que hacer.
   -¿Es como un maestro interior?
   -Algo así. "Soy Angelo" me dijo una vez, y yo pensé que era un ángel del Señor, pero no. Más bien, lo veo como mi pontífice interno, el de la túnica blanca. Hoy ha venido a retarme, esta vez sin su tradicional sonrisa.
   -Ayer en la mañana vino a verme Zabarella -Cossa cambió de tema-. Me dijo “Su Santidad”, al llegar, y también al irse, y como me dio risa, él se contagió, y entonces soltamos una carcajada los dos. Fue una buena manera de distendernos.
   Yo también reí, y en eso entró el guardia apurándonos:
   -Ya pues, ya pues, la visita terminó.
   Baldassare tuvo que salir a empujones, y al día siguiente fue trasladado a otro castillo, en Heidelberg. Los dos quedamos mejor después de esta entrevista. Me sirvió cuando tuve que enfrentar al Concilio, más bien dicho a los inquisidores.

         * * *

   Débil, enfermo y encadenado, acudí a la primera sesión formal del juicio. El cardenal golpista D'Ailly se había constituido como juez. Al obispo Lodi le encargaron actuar como fiscal. No había abogado defensor. El público estaba formado por algunos ruidosos miembros del Concilio, que me llenaron de insultos y hasta escupos.
   -Yo esperaba otro recibimiento -dije con tranquilidad.
   No se pudo avanzar mucho en esta parodia, que fue tan injusta y grotesca que el Emperador decidió asistir a la segunda sesión, dos días después.
   Se me acusó de haberme opuesto a la quema de libros de Wycliffe.
   -Esa condenación no se hizo de acuerdo a las Sagradas Escrituras -me defendí-. Algunas de las proposiciones de Wycliffe las tengo por verdaderas. No así otras.
   Intenté entrar en el detalle de esos artículos. No fue admitido dicho intento. Me acusaron de haber puesto en duda la condenación eterna de Wycliffe.
   -Yo no puedo afirmar si tal o cual persona se condenará o se salvará -dije, simplemente, sin entrar en profundidades pantanosas-. Eso lo sabe sólo Dios.
   Me trataban de "Caín", "Judas", "serpiente", y otros epítetos peores. Se escuchaban gritos "¡A la hoguera!".
   -Apelo a Cristo, que es el supremo juez -exclamé-. La Iglesia está sin cabeza visible, pero Jesucristo sigue gobernándola.
   Estas palabras cayeron pésimo, como un desacato a los impostores. No merecen ser respetados.
   -¿Cómo voy a retractarme de doctrinas que jamás he enseñado? -insistí.
   Se armó una trifulca de quejas entre público e inquisidores, porque algo de razón parcial me encontraban algunos.
   -Los herejes agregan una porción de verdad a sus doctrinas falsas, para engañar a la gente simple -intervino un cardenal veneciano cuando se calmó un poco el ambiente.
   Fueron muchos los intentos de convencerme que me retractara.
   -Antes que nada, la verdad -volví a decir, pues no me parecía que tuviera que renunciar a ella.
   -La Comunión debe recibirse solamente bajo la especie de pan -trató de explicar D'Ailly-, pues se recibe en ayunas. Cualquiera puede imaginar el bochorno que sería mezclar tan magno sacramento, con una inesperada embriaguez.
   -Cristo instituyó el sacramento bajo las dos especies
   -Arrepiéntete de ser un maldito hereje.
   Después de tres días agotadores, volví a mi calabozo, sin sentencia aún. Esperaban mi abjuración, pero yo no estaba dispuesto a eso. Sigo el ejemplo de Jesús. Aquí tengo mi propio y angustioso Getsemaní.
   Una noche soñé con mi capilla de Praga. Yo pintaba en la pared los cuadros del Vía Crucis. Más atrás venían unos jerarcas religiosos, y borraban esas imágenes. Otra noche volví a ese sueño, pero esta vez venían muchos pintores a restaurar los cuadros, poniendo colores muy brillantes. Desperté contento, sabiendo que jamás podrá borrarse la imagen de Cristo, pintada en los corazones de la gente. Vendrán otros que prediquen, después que yo haya muerto. Eso es algo que no se puede matar.
   El Señor me inundó de paz.
   Por última vez fui llevado ante el Concilio, en la Catedral. Se había juntado una asamblea numerosa e impresionante. Mientras duró la solemne misa, me mantuvieron afuera, al lado de la puerta, custodiado por soldados, pero sin mis cadenas. Después de las letanías me llevaron hacia adelante, hasta cerca del altar.
   -¿Cuál es vuestra decisión final? -me preguntaron, como si yo fuera el que toma las decisiones, sean éstas respetables o no.
   -La última decisión que he tomado fue venir hasta este Concilio, bajo la protección del Emperador, aquí presente -manifesté en voz muy alta, fijando mi mirada en Segismundo, cuyo rostro adoptó un intenso tono carmesí.
   Me arrodillé, después de insistir en mi derecho a ser convencido mediante las Sagradas Escrituras. No me acogieron, sino por el contrario, ya tenían la sentencia, la cual fue leída por uno de los obispos.
   La alocución comenzaba enumerando mis supuestas herejías. Una larga lista de observaciones repetidas con distintas formas. En definitiva, lo sustancial puede resumirse en tres puntos: Que desconozco la autoridad y la santidad de la jerarquía de la Iglesia; que apoyo al hereje Wycliffe; y el famoso tema de la predestinación, que nunca lograron entender.
   -Si me retractare de lo que he enseñado -expliqué, levantándome del suelo- ¿con qué cara miraría a las multitudes que me han escuchado? No puedo quitarles la salvación que Dios ya les dio.
   No recibí más que murmullos. Ya no cabía seguir defendiéndome. No se me dio ninguna oportunidad válida para ello. Me destituyeron del sacerdocio, de una manera ignominiosa. Se me acercaron dos obispos con una túnica sacerdotal y me la pusieron. Rezaron una oración, y el obispo lector continuó con la sentencia que me privaba de mis facultades sacerdotales. Los otros dos procedieron con rabia a quitarme la túnica. Pusieron en mi cabeza una mitra de papel, previamente preparada, en la que aparecían figuras de demonios y unas palabras que no alcancé a leer bien, y me causaron una sensación como de "Rey de los Herejes", o sea, un "INRI" especial para mí.
   -Jan Hus -continuó el que leía-, tu alma está dedicada al demonio.
   En silencio, encomendé mi alma a Dios, mientras el obispo aquel pronunció mi condena a morir en la hoguera. Con premura fui llevado al lugar de la ejecución, custodiado por hombres armados, y seguido por los elegantes jerarcas religiosos, y la gente de Konstanz.
   -¡Cristo Jesús, ten piedad de mí! -grité fuerte.
   Me ataron de pies y manos y me sujetaron a la estaca. Pusieron leña y paja a mi alrededor, hasta el cuello. Llegó un verdugo, cuya cabeza estaba tapada por un capuchón. Encendió la hoguera desde atrás, para no verme la cara.
   ¡Aaay... Calor... Dolor... No puedo respirar...!