Mi nana Graciela
De mi temprana niñez recuerdo cuando trataba de aplaudir y se me cruzaban las manos. Y que se burlaban de mí si me pillaban hablando solo. Aprendí a hablar como a los tres años, pero con mi lenguaje binario me daba a entender.
Durante el día, me gustaba ver pasar autos y camiones. En la noche, los autos eran ventanas de luz que recorrían la pared.
Me apegué demasiado a la nana Graciela, a la edad de cinco años. Ella era feíta y descuidada.
Durante mucho tiempo no me animé a escribir acerca de Graciela, quizás porque me resultaba doloroso, o porque lo he repasado mentalmente tantas veces.
Cuando yo tenía sólo cinco hermanos, los tres mayores iban al colegio, así que mi madre tenía que preocuparse de sus útiles, sus uniformes y tareas. Pero, las que más daban trabajo a mi mamá eran las dos menores. Pañales, mamaderas y todas las preocupaciones que significan los bebés. Así y todo, mi madre se daba el tiempo para preocuparse también de mí. Quiso enseñarme a escribir mi nombre, y por eso le pasó a Graciela un papel con la muestra para que yo copiara.
Yo conocía las letras porque acostumbraba a jugar con los cubos. Tenía que abrir mucho mi mano para pescar uno. Sus caras eran de distintos colores, y diferentes letras. Se podían armar palabras, pero yo no tenía idea de escribir, y jugaba a hacer torres y murallas, casas con ventanas. Nunca pude hacer una ventana porque el cubo de arriba no tenía en qué afirmarse. Recuerdo las “N”, que las confundía con las “Z”; las “H”, que no sabía para qué lado eran. Me fascinaban las “C” y las “O”. No tanto la “G”, pero era mía porque con ella empezaba mi nombre. Mi felicidad estaba hecha de creatividad y de comunicación; de entretención aceptada por el entorno. Había algo sólido en el lenguaje, y eso me atraía, aunque no lo dominaba, en absoluto, pero era la forma en que me integraría al mundo.
Graciela me cuidaba cuando yo tomaba mi primer lápiz y trataba de escribir mi nombre, según la muestra que mi mamá había escrito. Fue algo inolvidable. No recuerdo anécdotas sino sensaciones sin dibujo ni cobertura. Era una mujer dulce. Seguramente lo siguió siendo, si en aquel entonces era apenas una niña.
Todo terminó de repente. Por eso, cada vez que siento el riesgo de perder algo que quiero, lo guardo muy bien como mi único talento. No es tanto por no perderlo, sino más exactamente por no sentir que algo se me desgarra. Mi tesoro haciéndose pedazos en el suelo.
Algo bueno se fue con Graciela. ¿Qué se llevó ella de mí? Yo me quedé con la añoranza y el dolor. Y con un conflicto interno de proporciones.
La primera noticia fue algo que escuché decir en el pasillo. Es algo que, por varias décadas, siguió retumbando en mis oídos. “La echaron por ladrona”. Esas fueron las palabras exactas.
No podía ser que estuvieran diciendo eso de Graciela. No era justo. Yo sabía de su bondad. Al menos, eso es lo que yo quería pensar siempre. Incluso en ese lejano momento. Si ella era mala, entonces yo también. Me la quitaron. No he podido apartar la sensación de haber sido echados del paraíso porque fuimos malos.
Aún veo su rostro mirándome por última vez, mientras yo me escondía detrás del vidrio de la ventana. Desde la pieza de mi hermana la vi irse. Me dio su última mirada hacia arriba antes de subir a la carretela en que la vino a buscar su padre. Nunca he podido estar seguro si llovía o no llovía. Creo que la lluvia estaba en mis ojos. Eran lágrimas prohibidas que me tuve que tragar. Y decirme a mí mismo que no lloré, ni lloraré jamás. Corrí detrás de la carretela en mi imaginación pero no me atreví a decirlo. Fui campesino por un instante.
Me sentí malo como ella y miserable por no haberla retenido. No es posible que mi padre se haya equivocado. Los padres nunca se equivocan.
Fue como desdoblarme en dos. De mis elementos en conflicto, puse en distinto bolsillo a los que se agredían, pero me quedé con ambos. Uno de ellos, guardado con siete candados hasta mucho después, cuando me atreví a abrirlo y mirarlo.
Esa ventana ya no existe. Todo es distinto. Las voces, la escritura.
No nos despedimos ni nos dimos explicaciones. Tuve que pisotear las cuerdas de mi guitarra para que no me retumbaran. Me retiré hacia dentro, pues en soledad conmigo no podría avergonzarme de ser yo.
Sueño con el momento de volverla a ver, y hablar todas estas cosas.
Salvador Sanfuentes 2312
A los que no conocieron la casa de Salvador Sanfuentes, les advierto que ya en ese tiempo era antigua. Ocupaba el segundo piso, y no tenía patio. Sólo lo tenían las casas vecinas, de primer piso. Desde la ventana del comedor, que era interior, teníamos acceso visual al patio de la casa de la Pata y la Yoya. Y sus tías, que tomaban el sol en traje de baño.
En la larga mesa de la cocina almorzábamos los niños. Cada uno tenía su propia silla roja con su nombre en letras blancas.
En vez de patio teníamos la pieza última. Ahí funcionó la industria de billetes, y toda clase de experimentos químicos no explosivos. Era una casa llena de oportunidades. Cada sillón del Hall estaba formado por dos caballos para huir del sheriff. A mí me tocaba ser el sheriff porque era el más chico, en aquel entonces.
No necesitábamos patio, ya que había un pasillo enorme, que parecía cancha de fútbol. Y, de hecho, lo fue durante un tiempo, hasta esa tarde en que la lámpara cayó estrepitosamente. Fue una tarde triste. ¡Son cosas del fútbol!
En el baño negro había una puerta a cada lado del trono. A veces, uno estaba en lo mejor, y se abría violentamente una de las puertas, pasaba alguien corriendo a toda velocidad y se iba por la otra puerta. En seguida pasaba también el que lo venía persiguiendo, completando así un circuito de carreras que daba toda la vuelta, incluyendo también tres piezas y un sector del pasillo.
El lavamanos servía para helar las bebidas, hasta que pudimos tener un refrigerador. El famoso refrigerador con patas.
La pieza de la máquina, no sólo era de costura, sino también biblioteca, música y alojados. A su lado estaba el teléfono. Negro, larguirucho, con pedestal, tenía el micrófono en su parte más alta, y el auricular estaba en otro lado, colgando de un cable. Para marcar tenía un dial giratorio. Las llamadas de larga distancia se pedían a una operadora, con anticipación variable según las circunstancias.
Muy cerca de ahí se ubicaba la pieza del gato, en la que nunca entré, ni el gato tampoco. Nunca supe ni de qué porte era ese aposento. Al último, creí que era una simple puerta, como un balcón tapiado que comunicaba con la oscuridad.
Para calentarnos usábamos un brasero, al que se le agregaba una especie de esqueleto de carpa de mimbre, que servía para no quemarse, y también para poner a secar la ropa.
Antonio, el mayor de nosotros, inventó una máquina de pasar películas. Fabricábamos largos rollos de figuras animadas que dibujábamos en el papel Confort. Después se proyectaban en la pared, usando una ampolleta y una lupa, dispuestas en una caja de zapatos. Y un rodillo hecho con el Meccano.
La leche la llevaban a la casa todas las mañanas, temprano. Venía en botellas de a litro, retornables. Como teníamos pocos envases, la empleada salía a la puerta con una olla para que el lechero trasvasijara algunas botellas. Mientras tanto, él le decía piropos a la nana. El lechero no tenía apuro. Todos los días, esta escena era igual. Sólo cambiaba el color de las letras de la pequeña tapa redonda de la botella. Forzando un poco la memoria podría decir que los martes era naranja y los miércoles, roja. Pero, de eso no estoy tan seguro.
También pasaba todos los días el pequeño carretón del pan. Y el componedor de hojalatería.
A través de la ventana conocí la calle, mucho antes de estar en ella. Me gustaba observar todo el movimiento del sector. Las carretas tiradas con caballo, y también los autos, que en ese entonces eran lindos. Nunca supe por qué dejaron de fabricar autos tan bonitos como los de aquella época. Para anunciar el viraje, había que sacar la mano por la ventana porque aún no se habían inventado las luces intermitentes. También recuerdo esos autos que tenían un asiento atrás, fuera de borda, que se abría y se cerraba como una maletera.
En la rutina de la mañana estaba el chofer de la mansión de enfrente. Todos los días sacaba el auto a la misma hora. Me refiero al Chevrolet que usaba él, porque el Hudson azul de lujo sólo salía con los patrones, y también cuando el chofer tenía que lustrarlo. Ese auto era un verdadero espejo. Un poco más tarde, pasaba el vendedor de paltas, el organillero y el afilador de cuchillos. Y a veces, el camión que distribuía barras de hielo.
La mayor parte de la gente andaba a pie. Los caballeros usaban sombrero para andar por la calle, y talvez era por eso que nos acostumbraban desde chicos a peinarnos con gomina. Las señoras usaban unos sombreros muy extraños, y medias con una costura vertical en la parte de atrás.
Todos los años, mi madre nos disfrazaba para la fiesta de la Primavera, y salíamos a ver los carros alegóricos en la Alameda, que nos quedaba a una cuadra.
Los hombres del farol eran unos estudiantes que se reunían al atardecer en la calle República a conversar y hacer bromas. Todo esto en forma muy ruidosa. Después en la noche, pasaba el buque manisero con su pregón característico, y más tarde, se sentía la quema de hojas. Varias piras por cuadra daban un humo espantoso, como para prepararse a ser ciudadano de Santiago del siglo 21.
La Tita Nona había llegado de España muchos años atrás. Nos contaba cuentos y nos mostraba las fotos de la Carmelina. Una vez le pregunté si acaso ella ya estaba para la guerra del Pacífico, y se enojó. Después adiviné que ella no sabía cuándo había sido esa guerra. La Tita Nona nos llevaba en las tardes a la iglesia, al rezo del rosario. Ahí se juntaba con sus amigas.
Era la época de los escapularios, estampas y agua bendita. Los curas vestían sotana, y se sacaban un círculo de pelo, constituyendo así la tonsura que los identificaba como tales. Las mujeres debían ingresar al templo con velo y manga larga, para asistir a la misa, la cual se celebraba en latín.
Muchas nanas pasaron por nuestra casa, a lo largo de los años. Recuerdo a tres Marías y a una Rosa; a la señora Melania, que hacía papas rellenas; la dulce Graciela, de pobreza rural; y la Berta, muy dura, de pobreza urbana, o sea, mucho sufrimiento acumulado. La Berta es la que más tiempo estuvo. Su entretención máxima era cerrar el "convento" en la noche con un portazo, cuando iba pasando alguna pareja de tórtolos desprevenidos que, por supuesto, echaban toda clase de garabatos.
Después, en nuestra adolescencia, alcanzó a estar unos pocos días una nana llamada Flor. Estaba tan peligrosamente atractiva, que de repente ya no la vimos más. Supongo que mi madre se había dado cuenta de lo riesgoso de la situación.
Desde chico, me dejaban salir solo a comprar. Yo llegaba al almacén, que era el antepasado de los Almac, y pedía un tarro de Cocoa y un octavo de aceite. Le pasaba al vendedor una pequeña botella, y él la llenaba por medio de una bomba mecánica. Y también compraba un cuarto de azúcar. Ésta la envolvían en el típico papel, al cual le hacían un cachirulo en cada extremo, y con ellos le daban un par de vueltas en el aire, con una destreza que yo jamás iba a ser capaz de aprender.
Por ese tiempo, la Coca-Cola empezó a venderse en tamaño familiar. Era un envase de tres cuartos de litro, inmenso para esa época.
El principal medio de locomoción colectiva era el tranvía. A nosotros nos servía el 9, por Avenida España, y el 30, por la Alameda, pero no el 33, pues ése se iba por Avenida Matta.
No había TV. El mundo que está más allá de la calle, lo conocí a través de la radio. Un enorme aparato a tubos, enchufado a la corriente eléctrica. Tenía onda larga y onda corta, y servía principalmente para visualizar películas en radioteatro y para escuchar los partidos de fútbol, imaginándose las jugadas. Recuerdo cada programa de música que había en la radio, especialmente Discomanía y Triunfos Musicales. Me resultaba grata la emoción de escuchar una canción por primera vez.
Mi casa estaba en uno de los pocos sectores que aún tenían corriente continua. Ya en ese tiempo era algo muy precario y anticuado. Casi ningún artefacto eléctrico servía para esa corriente. Nuestro pick-up, como se le decía al tocadiscos, sólo aceptaba esos gruesos discos negros de 78 rpm, muy pesados, que se quebraban de sólo mirarlos. Recuerdo la emoción que sentí la primera vez que visité una casa en que había corriente alterna, y se podían tocar discos de 45 rpm.
El equipo de música que teníamos se llamaba Electrola. Incluía una radio, buenísima, que sirvió muchos años, hasta esa tarde..., cuando se quemó la electrola, me imagino que por las fluctuaciones del voltaje continuo. Fue una tarde triste. ¡Cosas de la electricidad!
Así se fue la fiel RCA Victor, que por algo tenía dibujado un perro. Era exactamente igual al que estaba retratado en un cuadro, ahí mismo en el Hall. Al lado del cuadro de los aburridos, como le llamábamos al que representaba una especie de resaca. Los rostros de los personajes denotaban el hastío, en medio de la elegancia.
Los programas más importantes de la radio eran el humorístico Radio Tanda, y una especie de drama-comedia con ribetes políticos llamada La Familia Chilena, que ningún adulto se perdía. Yo, en cambio, solamente esperaba con paciencia la infaltable frase final “Señor, dame tu fortaleza”.
Hasta tres películas podían verse en una sola tarde, en los cines de barrio. Con algunos cortes, que despertaban las rechiflas del público.
“No se pierda el próximo episodio” era la frase de término del capítulo de la serial, en que el jovencito quedaba en situación de extremo peligro, hasta el domingo siguiente, en que se salvaba, por supuesto.
También daban el noticiario Emelco, que permitía ver las imágenes de las noticias más importantes que se habían escuchado por la radio durante la semana.
Fue una época de lapiceras a tinta, y papel secante. Lápiz de grafito número dos para usar con hojas de calco, en caso de requerirse más de un ejemplar.
Tuve un libro que me daba vida. Era de cuentos cortos, y me lo compraron en la Librería Chilena, un verdadero paraíso de ofertas. Lo leí una y otra vez, tantas veces como pude, hasta que se destruyó y se perdió. No lo he encontrado nunca más. Me dejó gran parte de lo que he podido ser.
Algo sembramos, yo creo, porque después de las lluvias de varios inviernos, en el lugar en que estaba nuestra casa creció una Universidad.
Que me perdone don Arturo
Cuando era niño chico me agradaba entretener a las visitas. No es que yo fuera alguien tan prodigioso, pero me sabía completa, de memoria, la arenga de Arturo Prat. Y la declamaba con toda mi alma, especialmente esa frase final que sentenciaba “si muero, mis oficiales sabrán cumplir con su deber”.
Recitaba otras poesías y hasta cantaba una canción machista que me habían enseñado, y que decía: “Conmigo pueden ganar / conmigo pueden perder / pero nunca con mi perro / mi caballo y mi mujer”. A mis cinco años, no le tomé el peso a la ofensa que iba inmersa en esa canción, pero sin saberlo, se produjo un rechazo en mí, que de alguna manera iba a tener que manifestarse.
Todo iba muy bien, hasta esa vez que se me cruzaron las líneas. Fue una mala tarde.
Parado en una silla, estaba yo representando a Arturo Prat en su arenga, y terminé expresando con solemnidad:
-¡... si muero, mis oficiales sabrán cumplir con mi mujer!
No fue una simple risita lo que se escuchó, sino un bosque de carcajadas, principalmente femeninas. Mi cara ardía. Se estaban riendo de mí por una equivocación que le puede pasar a cualquiera. ¿Qué tan grave puede ser cambiar los finales? Arranqué a perderme.
Fue la primera vez que dije un chiste tan bueno. Y ni siquiera lo entendí. También fue la última vez que mis padres lograron hacerme actuar artísticamente para las visitas.
Muchos años después, en mi vida adulta se me desbloqueó esta escena, y entonces entendí el chiste y me reí yo también, en plena calle, estando solo. La gente me miraba como si yo estuviera loco.
El colegio English
El English era un colegio pequeño que quedaba cerca de mi casa. En él estuve desde primera a tercera preparatoria. Tres años que me dejaron un torbellino de recuerdos incompletos, como fotos que identificaran actividades y personajes. Esas fotos vivas me sirvieron después para comprenderme un poco mejor. Sólo mencionaré las más notables.
Desde el primer día de clases identifiqué el colegio con la acogedora esencia que se respiraba en la sala. Una mezcla entre el perfume de la profesora, y los restos de madera y grafito que nacían cuando los niños le sacaban punta a los lápices, hasta terminarlos.
La miss Juanita mostrándome en el Silabario cómo juntar una letra con otra, es algo que no quisiera olvidar.
En la sala de Primera Preparatoria se usaban mesas tan largas, que uno quedaba atrapado entre mesa y pared. Eso me dificultaba ir al baño. Desde la Segunda Preparatoria, las salas eran normales.
Las niñitas siempre se portaban bien. Los niñitos, sólo a veces. En ocasiones, nos amenazaban con castigos.
-El que se porte mal... se va a ir a sentar con las niñitas -así se escuchaba esta amenaza.
Una de esas veces en que mi conducta no gustó a la profesora, me tocó asumir eso que se consideraba un ignominioso castigo. Mientras iba, de un extremo a otro de la sala, sentía una especie de vergüenza, pero después que me ambienté, la vida empezó a sonreírme. Descubrí que mis compañeras de curso eran unos seres adorables. Simpáticas y encantadoras. Eso sí, nunca creí que yo pudiera gustarle a alguna de ellas.
De ahí en adelante, mi conducta no quiso mejorar, así que tuvieron que cambiar la forma de castigarme.
En ese colegio quitaban las revistas y no las devolvían nunca más. Aunque fuera un inocente Pato Donald. Decían que las iban a quemar, pero nunca me tocó presenciar un fuego.
El profesor de Matemáticas se hacía llamar Sir, y se comportaba como un ogro, como todos los profesores de matemáticas de Básica, que conocí después. Talvez lo hacían así para que uno odiara esa materia. Conmigo no les resultó.
En esa época, ya empecé a tener buenos amigos, que después no vi nunca más. Por ejemplo, mi tocayo Latorre, Luzoro, Rojas, los hermanos Siña.
¡Ah! Nunca olvidaré el cumpleaños de Rojas. Fue memorable. Asistí con mis hermanos, y allí nos encontramos con una gran cantidad de niños y adultos. Rojas vivía lejos, en Cerrillos. Mi papá consiguió con un amigo que nos fuera a dejar al cumpleaños en su pequeño auto.
-¿A qué hora los vengo a buscar? -preguntó cuando llegamos a destino, y nos bajamos. El papá de Rojas le respondió que no se preocupara, pues él nos llevaría de vuelta. Así, pues, éste anotó nuestra dirección.
La mamá de Rojas era como precursora, porque estaba en pantalones. Nunca antes había visto yo una mamá en pantalones. Además estaban a tono con la música festiva que se escuchaba. Toda la tarde el mismo disco, muy bueno, en todo caso. Después supe que se llama Rapsodia Sueca.
Lo pasamos bien. Y llegó el momento de volver a casa. Esa tarde, el papá de Rojas había estado compartiendo unas breves copas con sus alegres amigos, y optó por encargarle a unos niños grandes, que nos fueran a dejar. Deben haber tenido unos quince años. Todo iba bien, hasta el momento en que se dieron cuenta de que se habían equivocado de micro. Nos tuvimos que bajar y tomar otra, y después otra. Pasaron las horas. Finalmente, llegamos a casa después de caminar muchas cuadras. Me imagino que mi mamá debe haber estado en el quinto rosario de esa noche.
Talvez el amigo más importante que tuve, en ese tiempo, haya sido uno que vivía en Onofre Jarpa, cerca de Avenida España. Se llamaba Carlos Guillermo, si no me acuerdo mal. Nuestra amistad nació una tarde en plena clase. Estábamos peleándonos, no recuerdo por qué tontera. La profesora nos mandó salir de la sala. En esa ubicación estábamos, al lado de afuera de la puerta, cuando vimos venir a la directora. Se nos olvidó toda nuestra pelea. En la adversidad nos sentimos amigos.
Al final, aprendí inglés, y admiré a un cura profesor que sabía inventar buenos cuentos. Intentaba hacernos creer que esas cosas habían pasado realmente. Eran fantásticos, con enseñanza. Me gustó eso de inventar cuentos, aunque en ese momento no supe que eso es lo que yo haría cuando grande.
El cojo Malou
A los cinco años entré a primera preparatoria, a un colegio de viejecitas supuestamente simpáticas. Era el English.
Cada tarde al terminar las clases nos teníamos que formar.
-¡Children! -gritaba la Miss, y disponía las dos filas.
Me ubicaba siempre en la más cercana a la puerta, nombrada como fila del cojo Malou. Así me correspondía, aunque en ese entonces yo no sabía por qué. Tuve que tratar de ser valiente para aceptar tan terrorífica situación.
Los de nuestra fila salíamos primero. Con mis hermanos grandes, nos íbamos solos, ya que vivíamos muy cerca. Yo iba con miedo porque podría salirnos el cojo Malou.
Durante ese año, no vi al temido cojo.
Al año siguiente, aprendí más inglés y descubrí la verdad de ese asunto. Nuestra fila de salida se llamaba realmente "go home alone". Me dio risa cuando lo supe, y empecé a extrañar al inexistente cojo Malou.
Regalo de Navidad
Esa mañana nos levantamos temprano para ir a la Pascua del Soldado. Así se llamaba la celebración navideña con que se agasajaba a los hijos de militares. Mis hermanos y yo teníamos derecho a ello, pues nuestro padre trabajaba en el Ejército, como dentista, y hasta se ponía uniforme a veces, cuando asistía a las maniobras en Peldehue por si a algún conscripto le dolían las muelas.
Debo haber tenido unos ocho o nueve años para esa Navidad. La celebración se llevó a cabo en el Regimiento. Ya no recuerdo si acaso era el Buin, o el de Infantería en San Bernardo, o el de Mecanizados en la calle Antonio Varas. También olvidé qué me regalaron en aquella oportunidad, porque con toda seguridad, algo me han obsequiado. Sólo recuerdo un detalle que para mí fue importante. Quizás la gran mayoría de los asistentes no advirtió nada extraño.
Íbamos caminando por una callejuela, dentro del regimiento. Mis hermanos y hermanas, mi papá, mi mamá, y yo, por supuesto. Un poco más adelante estaba el kiosko en que repartían helados. Eran de agua, del tipo chupete con palito. Varios niños y niñas corrían para pedir helados. Entre ellos, una chica morenita, con cara de simpática. Yo también quise adelantarme y correr hacia el kiosko. Era una buena oportunidad para integrarme, además de disfrutar un helado. Sin embargo, mi padre me detuvo, pues lo que yo buscaba era algo que no me correspondía. Me explicó que los helados de agua eran para los hijos de suboficiales. A nosotros nos darían algo mejor.
Tuve que seguir caminando y pasarme de largo el kiosko, hasta llegar al Casino de Oficiales, lugar al que entré, junto a los demás. Nos ubicamos en una mesa con mantel, y un mozo nos llevó copas de helado de leche con vainilla. En ese tiempo, eso se llamaba Bocado.
Debo reconocer que estuve muy bien atendido. Incluso, con privilegios. Me sentí agradecido. Sin embargo, algo no estaba en paz dentro de mí. Precisamente, de ese lugar nace la principal fuente de gratitud. Un personaje interior se me había despertado. Uno que me interpela, diciendo:
-¿Qué te parece que el mundo funcione de esa manera?
Un domingo en la tarde
Hoy es Domingo, nuevamente. Con mi papá, mi mamá y el lote de hermanos, nos subimos a la micro Central-Ovalle para dirigirnos a la Gran Avenida, a casa del tío Patricio y la tía Maruja. Llegamos un poco antes del almuerzo. Es el encuentro de la familia numerosa.
Nos han ofrecido toda clase de exquisiteces para comer, hasta que nos acercamos a la inevitable sobremesa. Los grandes conversan sin problemas, o al menos, eso es lo que a mí me parece. Los más chicos salen corriendo para cualquier lado, y vuelven a ratos, a arrimarse a sus mamás.
Lo complicado, para uno que tiene una edad intermedia, digamos unos diez años, es que no encajamos en ninguna de esas dos actividades. Y estamos ahí, retirándonos de a poco hacia otro sector, tratando de contarnos cosas entretenidas. Nos reímos, con la Pity, la Gabriela, la Nelita, la Cecilia. Apenas alcanzo a darme cuenta de que son puras niñitas y yo. Para mí, eso no significa dificultad.
De pronto, todas ellas parten veloces y se precipitan por la escala hacia el segundo piso. Les había bastado una mirada para ponerse de acuerdo. En cuanto me doy cuenta de que nuestro asunto está cambiando de ambiente, subo también, detrás de las niñitas, y solamente alcanzo a llegar hasta la puerta del dormitorio, en el momento en que ésta se está cerrando. Todas han entrado ya, dejándome afuera. Escucho el ruido de la llave asegurando la puerta.
Es entonces que me enfrento a mi realidad. Me devuelvo lentamente, bajo la escala, y alcanzo el patio vacío. Llego a la cocina, y la vida me sonríe de nuevo. Ahí está Alicia, lavando y secando rumas de loza. Es una chiquilla joven, y me recibe amistosamente.
Alicia me conversa, y me cuenta la última película que fue a ver. Se llama "La intrusa", y es una tragedia entre dos mujeres que disputan el amor del mismo hombre. Una de ellas es buena, y la otra es perversa y le pone toda clase de trampas a su rival. Como es una película para mayores, me interesa. Así como Alicia la cuenta, me parece estar en la sala de cine, y me imagino la pantalla con la escena, en blanco y negro. Se puede decir que estoy viendo el film, en la misma forma en que veo los radioteatros.
Al final de la tarde, debo reconocer que lo he pasado muy bien.
Mi tía Carmelina
Supe de Carmelina, a través de la Tita Nona. La anciana que nos contaba cuentos. Como ése del tipo que tenía que ir vestido y sin vestir, peinado y sin peinar, y no hallaba cómo hacerlo; se peinó la mitad de la cabeza; se puso algunas ropas, en un solo lado de su cuerpo. En ese cuento hay ingenio para cumplir una orden imposible.
La Tita Nona guardaba antiguas fotos como un tesoro preciado, especialmente las de Carmelina, y cuando me hablaba de esa tía mía que no conocí, le brotaban unas pequeñas lagrimitas. En esos momentos yo no sabía que fue justamente Carmelina quien "bautizó" a la tía Abdona como Tita Nona, cuando recién aprendía a hablar, allá en España.
Me imaginaba a Carmelina como una tía de mucha edad. Ella murió a los 34 años, y para un niño chico como era yo, eso es "mucha edad".
La imagen de Carmelina quedó grabada en mí, como la de una persona que me habría gustado conocer. Y eso no pudo ocurrir porque ella murió antes de que yo naciera.
Nunca comprendí por qué su padre la dejó en España cuando se trasladó a Sudamérica con su familia. Y cada vez que pregunté eso, me respondían cualquier cosa, que no satisfacía mi curiosidad. Hasta llegué a imaginar que Carmelina era hija de Abdona. En lo relevante lo era, ya que ambas vivieron en Málaga, mientras que mis abuelos y su familia estaban en Chillán, a miles de kilómetros de distancia. La disyuntiva biológica, que en algún momento me planteé, dejó de importarme cuando adquirí la madurez suficiente como para ello.
Carmelina conoció a sus hermanos a los veinte años, cuando ella y Tita Nona se vinieron a Chillán, después que murió mi abuelo.
Desde muy pequeño, yo sentía tristeza porque Carmelina tuvo que vivir la niñez sin su padre, y sin sus hermanos. Y cuando fui más grande me pregunté a mí mismo cuán abandonada se habrá sentido ella. Y también me preguntaba si acaso le escribían cartas desde Chile, o si ella, hacia acá. Son preguntas sin respuestas.
Siento una presencia de Carmelina en mí. Y eso me gusta. Trato de darle mi ternura. Pienso que ella me cuida desde el Más Allá, como una Ángela de la Guarda.
Mi reloj me habla
-¡Es Navidad! -me dice el reloj desde su nueva posición, abrochado en mi brazo izquierdo, que orgullosamente he levantado a la altura de mis ojos radiantes.
Yo ya lo sabía, pero igual me lo dice. Es mi primer reloj, sin contar el de sol que me estoy construyendo con un clavo vertical puesto en la ventana.
Mi reloj me habla.
-Gracias por darme cuerda despacito -me dice sonriente.
Le respondo en silencio que eso se debió a la lamentable experiencia del año anterior. Aquella vez alcancé a tener en mis manos un auto de carrera que nunca anduvo ni un solo metro, porque le di cuerda con tanta ansiedad, que se cortó.
Por eso, ahora he tenido cuidado, y casi tanta ceremonia como mi padre cuando le da cuerda a su reloj de bolsillo.
Mi reloj ha andado ya varios minutos. Y me habla.
-Son las siete y media -casi me grita, muy contento. Me doy cuenta que es demasiado temprano. Con razón mis padres están despertando recién. Los niños hemos venido todo lo rápido que pudimos, a abrir los regalos. A mi hermano mayor le dieron una radio a pilas, de esas chiquititas, de colores, que inventaron hace poco. Todos la escuchamos como atontados. Las canciones de Bill Haley y sus Cometas, para empezar. Después Elvis Presley y Antonio Prieto.
Vuelvo a mi reloj. Me habla un poco acongojado.
-Hay un señor por ahí -se lamenta-. Me está rogando encarecidamente que no marque las horas.
-No le hagas caso -le respondo-. Déjalo, si es sólo una canción, y le está hablando a otro reloj.
-Sí, porque si nunca dejo que amanezca, muchos van a salir perjudicados.
Mi reloj sigue hablando.
-Supongo que ya no insistirás con tu anticuado reloj de sol -me dice con un poco de celos.
-A él también lo necesito -me defiendo.
-¿Y por qué? Si yo te doy la hora mucho más exacta.
-Uno no construye un reloj de sol para saber la hora, sino para saber cómo funciona la naturaleza.
-Por lo menos -insiste el reloj-, ya no necesitarás escuchar la radio Cronos en las mañanas, para no llegar tarde al colegio. Ni tendrás que soportar la propaganda de la Perlina y la Radiolina, ni de una farmacia de barrio tan buena como la mejor del centro.
-Eso te lo prometo.
Por lo demás, tengo la pasada de las monjas, cuando voy a dejar a mi hermano chico. No quiero ni pensar en el día en que el cura me pille pasando escondido por el patio de los profesores.
El reloj interrumpe mis pensamientos. Me dice que el transcurso del tiempo es redondo. Y que lo puedo vivir a diferentes ritmos. Pausado como un horario, al trote como un minutero, o galopando vertiginosamente como un segundero.
-Me necesitas a mí -agrega- para relacionarte mejor con los demás.
Mi reloj me dice cosas sabias.
El colegio L.A.
En el Liceo Alemán de la calle Moneda, en los años 50, se percibía aún la guerra, presente detrás de la sotana.
En la calle Nicanor De La Sotta, tenían lugar las peleas entre compañeros. La sangre lavada persistía después de desaparecer físicamente. Y al final de cada año, humos suplicantes se levantaban desde la hoguera alimentada con los cuadernos, que estaban terminando su vida útil. Las letras eran pisoteadas en el callejón. Hoy, no sé qué daría por poder hojear uno de mis antiguos cuadernos.
Algo me ocurrió a los ocho años, cuando entré al Liceo Alemán, aunque no podría jurar que fue tal como lo recuerdo. Las clases de Gimnasia se hacían en el estadio del Verbo Divino. El maestro era un gran entrenador de atletas. Por ese tiempo, el colegio ganaba habitualmente el campeonato interescolar. Pues bien, aquella tarde estábamos los alumnos del curso en la pista de atletismo. Con nuestras zapatillas puestas, nuevitas, porque era comienzo de año. Y con nuestra camiseta blanca y short azul, los colores del colegio. Bueno, mi short no era el reglamentario, sino uno que me hizo mi mamá, pero salvaba bien. El entrenador nos puso detrás de una línea imaginaria, mientras yo miraba a mis compañeros para saber si estaba bien puesto o no. Cuando el profesor dio la señal de partida, yo debo haber estado escuchando el canto de los pájaros. Como todos los demás niños salieron corriendo, yo también lo hice así, al darme cuenta que esto se trataba de una carrera, y que tenía que intentar ganarla. En eso, la carrera terminó, y llegué entre los últimos. Creí que vendría otra carrera, esta vez en serio, y ahora sí que yo estaría atento. Sin embargo, no la hubo. El entrenador se conformó con lo que ya había visto, y les dijo a los más adelantados: "Ustedes serán los atletas seleccionados del colegio". A los de más atrás nos dijo, con amabilidad, por cierto, "ustedes, entreténganse en lo que quieran". Me sentí torpe, pero comprendí que yo no tenía la habilidad necesaria para ser atleta seleccionado.
También había algunos profesores buenos en el colegio, como Chanan y sus cuentos semanales; y Orlandi, profesor de Castellano; entre otros.
Mi mejor recuerdo de lo aprendido en el L.A. es la música del Hermano Wunibald. Por ejemplo, la que ponía en clase, desde discos 33 1/3. Nunca olvidaré el día que trajo la Pastoral de Beethoven. ¡Fabulosa! Así fue como la descubrí. Algunos niños se portaban mal, en plena sinfonía.
-Espego de ustedes una gueacción favogable -decía el profe, con infinita paciencia. Y nos enseñaba las notas musicales:
-La nota "Do" es la que tiene un sombgueguito -nos decía.
El mismo Wunibald tocaba música durante la misa, en un inmenso órgano. Interpretaba la Inconclusa de Schubert con tanta maestría, que yo me emocionaba cada vez. Eso era en la misa de los Viernes, en la cual yo comulgaba, para poder ir después a tomar desayuno, con unas marraquetas muy ricas.
Muchísimos años después, en una comida de exalumnos, me encontré con el Hermano Wunibald y le dije cuan importante había sido su música para mí. Con gran rapidez, él cambió el tema de conversación.
Examen
Jamás programaban los exámenes en la mañana, sino que a las dos de la tarde, con un tremendo calor. Ahí estaba yo, con el almuerzo atragantado, junto a mis compañeros del tercero A, afuera en el patio grande, esperando nuestro turno, generalmente al final del día, porque casi siempre la comisión decidía empezar por el sexto humanidades.
Se me hacía agua la boca al ver pasar las bebidas heladas, con destino a la mesa examinadora. Para los alumnos, nada.
Ninguna cosa hacía presagiar una buena tarde de examen de inglés, hasta que vimos aparecer a los profesores de la comisión, que como siempre, eran de un liceo fiscal. Venía entre ellos una mujer estupenda, tan salvajemente hermosa que no podíamos creerlo. En nuestro colegio de curas alemanes, con culto a la disciplina, y a todo lo que fuera desapacible o incómodo, esto que estaba ocurriendo ahora, no era usual.
Nuestros patios y aulas estaban siendo glorificados por una presencia mucho más venturosa que la cotidiana. Ya no me importaba tener que esperar hasta las ocho para entrar a examen, porque cada cierto rato podía ir a mirar por la puerta entornada las atrayentes piernas de la profesora.
Se me hacía agua la boca. Pero, ya no era por las bebidas.
El cuaderno de Ringwald
Hasta las diez de la mañana había sido un día como cualquier otro. Nada era distinto a lo habitual de ese año, que puede haber sido el cuarto o quinto de humanidades. De pronto, todo empezó a cambiar muy lentamente, desde el minuto en que se me acercó un compañero de curso, en el recreo. Era Tupper, y me pidió un favor muy atendible, estando próximos a entrar a clase de Alemán, con el profesor Ringwald, al que nosotros llamábamos Ringual. Era este último un personaje especial, por sus gestos, costumbres, modismos extranjeros, además de ser el precursor del bolígrafo. Llegaba siempre con su bolsón de cuero en alto, pues lo esgrimía como un escudo, y en la otra mano, su cuaderno. El odiado cuaderno en que tenía la anotación de los castigos que daba. El cuaderno era casi lo único que utilizaba en la clase, y no cabía en el bolsón, repleto de misteriosos enseres, entre los que descubrimos una vez una toalla y un anafre. También usaba siempre la regla, pero no para subrayar sino para golpear las palmas de nuestras manos.
-¡La primera!- anunciaba Ringual, con su acento políglota, pidiendo una de las manos del infortunado alumno que hubiese infringido el reglamento. Después pedía la segunda, y así, varias veces.
Le teníamos miedo al profesor Ringwald porque le faltaba la misericordia, y parecía forjado en un campo de concentración de la segunda guerra mundial, que aún era reciente por aquel entonces.
Estaba cada vez más cerca la clase de Ringual. Sólo faltaban unos minutos de recreo, pero yo no jugaba. No tenía ánimo para eso. Me limitaba a esperar con actitud de fatalidad esa clase que se me iba a hacer tan interminable como todas las anteriores, porque Ringwald me había designado como su ayudante, a comienzos de año, lo cual no dejaba de ser un privilegio. Un infamante privilegio como el que sufrían durante la guerra aquellos judíos que eran designados kapos en los campos de concentración.
A mí me correspondía administrar el cuaderno de Ringwald. Y fue por eso que se me acercó Tupper durante el recreo, pidiéndome que por favor no lo nombrara a la hora de cobrar los castigos pendientes. Era razonable lo que pedía Tupper porque ese día teníamos una prueba de Matemáticas, y entre estudiar para la prueba o escribir tantas veces las frases imbéciles que se le ocurrían a Ringual, mi compañero Tupper optó por lo primero. Creo que tenía ocho castigos, uno por cada palabra que no supo traducir en la clase anterior. Comprendí que nadie alcanzaría a escribir tal cantidad de leseras en una sola tarde.
-No te preocupes -le aseguré, para tranquilizarlo- pues no te nombraré hoy. Te dejo para mañana.
-Mañana, sin falta, mi viejo -sostuvo Tupper, y me dejó pensando en el grave problema en el que me había metido. Sospechaba que no iba a ser capaz de cumplir con Tupper, y tendría que confesarle la verdad en el próximo recreo. Podría decirle que tuve miedo, y será cierto.
Llegó el profesor Ringwald con su bolsón en alto y su famoso cuaderno. Entré a la clase como quien va al matadero. Sintiéndome muy desgraciado, ocupé mi banco de la primera fila, como siempre, y el profesor me entregó gentilmente el cuaderno.
En esa clase no rezábamos. Había que entrar directo al tema principal, y yo era quien lo protagonizaba. Uno a uno, fui leyendo los nombres de los alumnos que debían algún castigo. Cuando llegué a Tupper, aún no sabía si nombrarlo o no. Decidí saltármelo porque si me comprometí a eso fue porque Tupper tenía toda la razón. Entonces, cerré el cuaderno, y le dije a Ringual:
-Eso es todo, señor.
Contrariamente a lo que podía esperarse, quedó muy conforme y comenzó su clase, como siempre. Sentí como se me alivianaba la carga y me dispuse a vivir la clase desde una actitud de serenidad, tratando de no tener miedo de que el profesor se acordara de ciertos acontecimientos de la clase pasada. Escribí de vez en cuando en el cuaderno de Ringwald el nombre de cada alumno que él me dictaba por haberlo sorprendido en ignorancia.
De repente, Ringual, que caminaba por la sala, se detuvo en seco y masculló en voz alta, pero para sí mismo:
-Tupper -acentuando mucho la U.
Fue entonces que se dirigió a mí, golpeando las palabras:
-Yo recuerdo que Tupper tenía castigo.
-De veras, ¿cómo se me pasó? -me disculpé, y fue peor porque Ringwald adoptó un tono violento en contra mía.
-Usted no me ayuda como debería. ¿Por qué no me ha ayudado? -vociferó, mientras yo sentía como si algún bienaventurado espíritu me estuviera sosteniendo y me susurrara palabras al oído, haciéndome ver que no existe posibilidad de temer que ocurra lo que ya ocurrió.
Me levanté de mi asiento.
-No le ayudaré más -fue lo único que dije, mientras tomaba el cuaderno en mis manos y lo tiraba con rabia lejos de mí.
Yo estaba muriendo a algo, pero no sabía a qué. Ringual no podía creerlo. Su adorado cuaderno yacía herido en el suelo, y sus páginas parecían pisoteadas.
El temblor que me tenía invadido me impidió cerrar la lapicera. Al intentarlo, estaba ocupando en algo mi atención, y eso fue bueno. Sin saber si acaso la tapa había alcanzado a quebrar la pluma, dejé ambas partes sobre el pupitre, y me senté definitivamente.
El profesor se agachó y recogió el cuaderno. Alisó las páginas que se habían doblado.
-Usted debe estar cansado de ayudarme -reconoció, mientras me miraba extrañado. Asentí sin romper el silencio que llenaba la sala.
Luego de unos momentos, Ringwald continuó haciendo su clase, y entregó el dichoso cuaderno a otro alumno para que fuera su ayudante.
Después de una eternidad sonó la campana liberadora. Ya en el patio, fui el héroe de todos, por primera vez en mi vida.
Fuego en el aire
Recuerdo que una vez me ocurrió eso de prender la radio y sentir como se llena de fuego el aire. Yo era un adolescente, y me habían regalado una radio a transistores, la gran novedad que desplazó de un día para otro a esos grandes armatostes enchufados, que parecían estufas a tubos.
Fue en una noche de verano, antes de dormirme. Al encender la radio apareció un radioteatro. Mucho más interesante que la música, que me gustaba escuchar cuando niño, en la radio a tubos cuando aún reinaba. La tenía que poner debajo de las frazadas para no despertar a mis hermanos, que querían dormir. Así escuchaba las canciones. Lo extraño es que nunca se calentaron las sábanas, al menos no tanto como para armar un desastre.
Y ahora, las cosas eran distintas. Una fría radio a transistores estaba llenando el aire con ondas fogosas, como la pasión que manifestaban los actores y actrices, capaces de emitir expresiones no verbales, de una manera fiel al sentimiento. Es que el radioteatro era una forma comunicativa llena de sensaciones que se propagaban desde unas personas cuya ubicación yo no conocía. Me las imaginaba en la calle, moviéndose con agitación.
Todo estaba en el aire. Recuerdo haberme encontrado más de una vez en una sala de transmisiones, con esos avisos a letras rojas iluminadas "En el aire", que nos indicaba que cualquier cosa que dijéramos se escucharía en los hogares. Bueno, sólo en aquellos que estuvieran sintonizando esa emisora. Eran los programas de concursos en los que participé varias veces. Ésa fue una de las más bellas aplicaciones de la radio.
Fue una época linda, antes de que irrumpiera la TV, con ocasión del Mundial de Futbol. Sin embargo, el gol más importante de la historia de Chile, el que Eladio Rojas le hizo a Yashin en Arica, lo escuché por la radio, ya que en ese tiempo la TV era sólo local.
Nada se compara con el radioteatro. Ése que yo estaba "viendo" en esta oportunidad... Sí. Viendo en la pantalla de mi imaginación, cómo estaba quedando representada toda una historia de bomberos que quemaban libros. Y de un señor llamado "La República" porque se había aprendido de memoria esa gran obra de Platón, para que no se perdiera.
Era una película apasionante, y cuando terminó supe que se llamaba "Fahrenheit 451". Entonces, quise leer el libro, y así lo hice, en cuanto me lo conseguí.
Ahora, más de cuarenta años después, observo con infinita tristeza la TV, que inhibe la imaginación y nos aleja de la lectura.
Acerca de la Universidad
Entré a estudiar Ingeniería porque creí que era una profesión que tenía mucho que ver con cálculo diferencial e integral. Y también porque, habiendo obtenido Puntaje Nacional en el Bachillerato, era el paso natural indiscutible.
En primero y segundo año mis estudios no tuvieron mayor dificultad, disfrutando cada una de las partes de las matemáticas. En cambio, en tercero, ya no encontré un grado similar de interés por ese tipo de estudios. Talvez fue por eso que ese año entré en una pequeña crisis, que pude superar después de un tiempo.
Elegí la especialidad eléctrica, porque siempre he querido estudiar lo que no se ve. Ese año fue especial, distinto. Y vinieron el cuarto, el quinto y el sexto, los más difíciles de la carrera, pero muy entretenidos. Antes de terminar, ya efectué algunas prácticas en telecomunicaciones.
La primera vez en mi vida que fui reprobado en un examen ocurrió en tercer año de Universidad, porque fue también la primera vez en mi vida que me tocó un examen oral. No sé cómo el profesor Arias, de Mecánica Racional, adivinó que la única materia que yo no había entendido bien era eso de los resortes. Me tiró un problema que me puso la mente en blanco. Es la única vez que he experimentado esa extraña sensación.
Bueno, fue un año de crisis. Antes de ese final de año ya había querido retirarme de la carrera, pero no se lo dije a nadie. Continué porque ya estaba metido. Algo había venido a buscar, que no había encontrado todavía. Decidí seguir buscando.
A comienzos de ese mismo año viví el episodio más ingrato de mi pasada por la Universidad. Había que escoger profesor de Física. Escuché que casi todos elegían a un profesor llamado Saavedra, así que estuve a punto de inscribirme con él. Pero, por ahí corrieron la voz de que los eléctricos teníamos la obligación de irnos con otro profesor, que no quiero nombrar, porque mi propósito no es quitarle prestigio a nadie. Lo llamaré Smith, sólo para poder referirme a él de una manera anónima.
Mi ingenuidad me hizo caer en la trampa, porque vi que los otros eléctricos se habían inscrito con Smith, y porque no relacioné la simple referencia “Saavedra” con el excelente profesor Igor Saavedra. Que me perdonen los saavedras por no considerarlos a todos ellos tan admirables como a don Igor.
Cuando lo descubrí me vino un arrepentimiento superlativo, pero ya no había nada que hacer. Tenía que perderme la oportunidad única de tener clases con una eminencia a quien ya había escuchado nombrar muchas veces. Asumí mi triste destino y empecé a ir a las clases del señor Smith. Supe que a él lo habían constituido en famoso entre los eléctricos porque había inventado una válvula, que en lenguaje común se llama, simplemente, tubo. ¡Un tubo!
¿Un tubo? Sí, eso, por raro que parezca. O sea, un antepasado de los transistores, que ya estaban reinando en ese tiempo. Las radios a pila habían desplazado a las antiguas radios a tubos, esos armatostes antiguos, de mi primera infancia, muy lindos y que calentaban como estufa, típicos de las películas de la segunda guerra mundial.
Pues, el profesor Smith dibujaba un enorme tubo en la pizarra, con cada detalle de los filamentos y rejillas, y se ponía a explicarlo. Yo no pude soportar eso. Durante el resto del año, asistí a muchas de las clases del profesor Igor Saavedra, y estoy contento de haberlo hecho así, como un oyente infiltrado, en una inmensa sala, abarrotada de alumnos. A nadie le pareció mal, si es que alguien se dio cuenta. Igual me conseguía la materia de Smith, y estudiaba para las pruebas, y me sacaba buenas notas, hasta que ocurrió otra desgraciada historia, a fin de año.
La última prueba estuvo demasiado difícil. Tratando de resolver algo, esa tarde, calculé que me daba como para un Tres, lo que no estaba tan mal, y como tenía muy buen promedio iba a salvar bien, a pesar de este traspié menor. Sin embargo, observé el movimiento que se estaba dando en la pequeña sala. En voz muy baja, “No entreguemos”, “Se fue al chancho”, “Nos vamos”.
-¡Silencio! -suplicaba el ayudante.
Poco a poco, las voces no eran ya tan silenciosas, y llamaban con claridad a no entregar la prueba. Eso fue lo que decantó. Una estampida general..., nadie entregó la prueba. Si a mí se me hubiera ocurrido entregarla, habría sido el único. ¿Y... por un miserable Tres..., iba a traicionar al curso? Eso no tenía sentido, así que tampoco la entregué.
Cuando el profesor Smith se enteró de este naufragio, decidió citar a otra prueba, pero no sin antes ponernos a todos un Uno en aquella que omitimos. Según él, esta prueba adicional sería para no perjudicarnos. Parecía que la cosa no se estaba dando tan mal. Por un instante creímos haber tenido éxito en la protesta, pero cuando nos vimos frente a la hoja de esta segunda oportunidad aterrizamos con gran estruendo, pues estaba mucho más difícil que la anterior. Ni pensar en seguir protestando, menos con el propio señor Smith en persona cuidando la prueba. Fue otra nota Uno, para todos, réplica de la anterior. Después vino el examen. Al final, aprobé con la nota mínima que se requería para ello, pero la mayoría de los demás alumnos se quedó para Marzo.
Recuerdo, en especial, un profesor excelente que tuve, tiempo después. El noruego Iversen, en el laboratorio de microondas. Tenía una tremenda facilidad para enseñar.
La Universidad me absorbió tanto, que gran parte de la década del 60 me pasó por el lado. Mucho estudio, poca lectura literaria o casi nada. Fue un tiempo marcado por los Beatles, insuperables, que rompieron todos los esquemas.
Del Concilio Vaticano II no me preocupé mucho en aquel momento, si yo estaba recién salido del colegio, y todavía muy traumatizado. Eso sí, Juan XXIII fue siempre muy admirado por mí.
En la red troncal
Desde niño me maravillé con la radio. Aún no había llegado la televisión. También me preocupaba lo difícil que era hacer una llamada telefónica de larga distancia. Demoras, ruidos, cortes.
Años después, cuando ya estudiaba Ingeniería en Comunicaciones se creó una empresa, Entel, especialmente para proveer contacto telefónico moderno vía satélite, y los canales nacionales necesarios para llevar la televisión hasta el último rincón del país. Al principio sentí que era prácticamente mi empresa, la que estaba llegando antes que yo. No quería quedar fuera de esto. Entré a Entel en cuanto pude, antes de egresar.
Participé en los trabajos de la red de microondas, esos personajes invisibles que no solamente sirven para cocinar. Principalmente sirven para comunicarse. Primero, ayudé a elegir sitios óptimos para ubicar estaciones repetidoras. Estudié la propagación en los distintos climas que tenemos en Chile.
Recuerdo que en cada pueblo que llegábamos, la gente se nos acercaba y nos preguntaba “¿Vamos a tener televisión?”.
Lo que más me gustó en Entel fue estudiar la propagación, o sea, lo que no se ve. Estuve en la construcción de algunos tramos de la red, y en el mejoramiento de muchos de ellos para evitar cortes, ruidos, demoras. Me enorgullece haber dedicado varios años a esta causa.
Nunca olvidaré que en la inauguración de la red norte me tocó tomar champaña en jarro de lata. Es que yo no era de la plana mayor.
Viví cosas notables durante la puesta en servicio de la Red Norte.
Cierta noche de 1971, en la radioestación Tarapacá, yo con mi grupo de trabajo jugábamos naipe, antes de irnos a nuestros sacos de dormir. De pronto, sentí que todo se movía muy suavemente. Como a todos les pasó lo mismo, suspusimos que era un temblor.
En Santiago había sido terremoto, según pudimos escuchar en una radio a transistores. Al día siguiente, muy temprano, fuimos a la oficina de Entel en Iquique, la ciudad más cercana, para averiguar acerca de nuestras familias. En ese tiempo, disponíamos sólo de un par de canales de onda corta para comunicarnos con Santiago, a través de operadora. La congestión era tan grande, en ese momento, que lo único que resultaba posible era establecer contacto con algún anexo de Entel en Santiago. Por eso, yo tenía mejor posibilidad de averiguar algo, ya que mi mujer trabajaba en Entel.
-Vamos a Santiago, jefe -me dijeron el chofer y mis dos ayudantes.
Me lo repetían cada cierto tiempo, tras cada infructuoso intento de obtener línea con Santiago.
-No. Si vamos a poder comunicarnos por teléfono- respondía yo cada vez.
Después de mucho, logré escuchar por la línea un anexo de Entel en Santiago, pero no el de mi esposa, pues ella trabajaba en otro edificio. Hablé con alguien al que conocía de nombre, y le di el número de anexo de mi señora. Rápidamente se puso en contacto con ella, a través del teléfono interno. Así, pude tener su respuesta:
-Dice su señora que están todos bien, y que el examen salió positivo.
Yo sabía que ese examen aludido era para saber si estaba embarazada, así que me llené de alegría y sentí una tremenda necesidad de abrazar a la Any y besarla. Pero, faltaba mucho para ese encuentro, estando tan lejos.
-Vamos a Santiago, jefe -me imploraron una vez más.
Debo decir en mi defensa que me seguí resistiendo por otras dos horas.
-Vamos a Santiago, jefe -les oí decir, varias veces más.
-Bueno, ¡vamos para Santiago! -me escuché responder, finalmente. Y partimos en el Land Rover hacia la capital. Por el camino, yo me cuestionaba: "Esto es una locura". Era un gasto en el que no había que incurrir. Pero, mi conciencia estaba muy tranquila, porque recordé otra locura anterior, que me estaba habilitando la de ahora.
Aquella oportunidad había sido otro viaje al norte, en camioneta arrendada con chofer. Pues, ocurrió que ese conductor, al atardecer en Coquimbo, había chocado a un vehículo particular. Desde la comisaría me llamaron a mi hotel, y acudí preocupadísimo. Estaba el dueño del otro vehículo, quien ya tenía una cotización por reparar los daños de su coche. No era tanto el estropicio, pero estos trabajos siempre son caros. Afortunadamente, no hubo personas lesionadas.
En ese entonces, yo no tenía mucha idea de cómo funcionaban los trámites de choques. El caso es que el carabinero me dijo que el chofer estaba detenido y la camioneta retenida, que no es lo mismo. Y por lo tanto, no era factible que ese vehículo continuara viaje, temprano en la mañana, como estaba programado por mí. Era imperioso salir al alba hacia Antofagasta, como única manera de intentar la certificación de la calidad de la red, justo dentro del plazo para reclamar un incumplimiento de contrato por parte del proveedor de los equipos. Estuvimos siempre contra el tiempo, y la cosa estaba así: Ahora o Nunca.
A esa hora, nadie podia hacer nada por la causa, y yo no sacaba nada con viajar por bus o avión, suponiendo que encontrara pasaje, porque andaba trayendo una gran cantidad de instrumentos grandes y pesados, imprescindibles para el trabajo. Le llamábamos Computador de Ruido, o también Máquina Infernal.
No me servía que me mandaran otra camioneta, al día siguiente en el mejor de los casos. La disyuntiva estaba planteada así: O yo me desprendía de la cantidad de dinero que costaba esa reparación, o la Empresa perdía la posibilidad de obtener cerca de un millón de dólares.
Eso es lo que estaba en juego. Así, me vi en la triste obligación de hacer un cheque para pagar los daños, y así destrabar el asunto.
Bueno, después de esa locura, ahora me sentía con permiso para que la Empresa me devolviera la mano.
Segunda etapa.- Sobreviviente
El día del golpe
Pertenezco a la generación perdida que le tocaba hacer girar esta parte del mundo justamente en esos años en que irrumpió la dictadura.
Mientras me levantaba ese martes, nada hacía presagiar que iba a ser el día más negro.
Con mi esposa, nos subimos al auto como todos los días. Cuando íbamos por la Costanera ocurrió que un tipo se bajó del vehículo de al lado, en un gesto que me pareció extraño.
-¡Cayó el gobierno! -gritó el hombre, alborozado.
-¡Qué imbécil! -pensé yo.
Los autos empezaron a dar la vuelta como podían. En un santiamén el tránsito se transformó hacia arriba. Yo no estaba dispuesto a volver así como así. Decidí bajarme y seguir a pie mientras mi esposa volvió en el auto a la casa.
El aire empezaba a entibiarse a esa hora de la mañana. Otras veces, yo estaría ya en mi oficina tratando de entibiar también el trabajo. Esta vez, en cambio, iba caminando por el centro de Santiago, después que todos los trabajos se quedaron fríos, y quienes teníamos que hacerlos nos quedamos congelados.
Yo no tenía claro qué estaba pasando. No tardé en llegar al edificio España, sede principal de Entel en ese entonces. Me aproximé al ascensor. Justo en ese momento venía llegando Manuel con el cuál habíamos entablado una amistad un par de años atrás, cuando yo viajaba mucho al Norte con motivo de la puesta en servicio de la red troncal de microondas. Fue notable que me encontrara con él, aunque en ese momento no teníamos idea de lo que íbamos a vivir, años después.
Pero, ese día, yo aún estaba ajeno a todo eso, y simplemente le dije “Hola”, y él me dijo “¿Qué cresta está pasando ?”. No alcanzamos a conversar más porque llegó el ascensor trayendo a un oficial vestido de camuflaje y con un fusil en sus manos, que a mí me pareció inmenso.
-No hagan nada -nos dijo.
No pensábamos hacer nada tampoco así que subimos al ascensor, y marqué el piso octavo, donde estaba la sala de equipos. Cada dos pisos, más o menos, el oficial nos repetía:
-No hagan nada.
Encontré un poquito desajustado ese traje, que estaba bien para confundirse con la naturaleza, pero en el ascensor no había ni árboles.
Llegamos a la sala de equipos y pudimos entrar sin problemas. Estábamos en el punto más importante de las comunicaciones nacionales. Como todavía no estaba la torre Entel, era el edificio España el que tenía todas las antenas parabólicas en su terraza.
Ahora había varios conscriptos en la sala, pero fuera de eso, todo se veía normal. Hasta funcionarios trabajando en los equipos. Pensé que tenía una buena oportunidad para dificultarles las cosas a los militares. Trataba de inventar cómo frustrar el golpe. ¡Vanas ilusiones!
Vi un destornillador encima de una mesa. Hasta alcancé a tomarlo en mis manos, como si yo trabajara en esa sala. Fue entonces que comprendí lo que intentaba aconsejarnos el oficial del ascensor. Me puse en posición de descanso porque entró a la sala el Gerente de Explotación seguido de un militar.
-Me apaga todos los equipos inmediatamente -ordenó el oficial a ese gerente, un tipo tranquilo. Anunció que empezaría apagando la red sur.
Yo no tenía nada que hacer en esa sala, y bajé porque quería saber qué estaba pasando en los otros pisos. En el quinto tenían detenido al Gerente General.
-¿Necesitas algo? -le pregunté al gerente.
-No. Y ándate de aquí -me recomendó. Era un buen político y se daba cuenta que hablarle a él era peligroso.
Seguí recorriendo pasillos, con otros compañeros que andaban por ahí. En una oficina encontramos una radio a pilas, y en ella escuchamos la despedida de Allende, a través de la Magallanes. Se me empezaba a agrandar su figura. Esa frase “más temprano que tarde” me puso la piel de pollo. No quise ni pensar cuántos largos años iba a significar eso. Recién en aquel momento tomé conciencia de estar entrando en una etapa indefinida.
No me cabía duda que al principio iba a haber unos días de estado de sitio y unas noches de toque de queda. Y que moriría gente y muchas personas serían detenidas. Me imaginé que después de un par de semanas eso iba a terminar. Sólo quedaría la censura, por largo tiempo, y ... de las elecciones... había que olvidarse. Todas esas cosas pensé, pero no se me pasaron por la cabeza los horrores que venían.
Después de salir del edificio intenté ir a mi oficina, que quedaba a pocas cuadras. No fue posible. Ya no dejaban entrar. No me quedaba más que irme a mi casa, y no era fácil encontrar una calle segura.
Decidí subir por Moneda hasta Miraflores. Sentí un disparo, que sonó “ziiiing”, igual que en las películas de vaqueros, pero no cayó nadie. Luego vinieron más balazos. Imposible localizarlos. La gente andaba asustada, y no era para menos. Yo no sabía si apurarme o no, porque podría interponerme en alguna trayectoria, o bien, salirme de otra, justo a tiempo. Decidí pegarme a los muros. Parecía lo menos peligroso. Necesitaba esa pared para sentirme a salvo, aunque pudiera reflejar la muerte. Logré pasar, con la actitud que pareció ser solamente la de ese día, pero lo fue de muchos días, semanas, meses, años.
Salí a la Alameda. Por supuesto, no había micros ni taxis. Me fui a pie. En ese tiempo, yo vivía cerca de la calle Manuel Montt.
Al llegar a casa, me contaron lo que decían por la radio. Iban a bombardear La Moneda a las once. No creí que fueran a llegar a ese extremo. Seguramente, sólo estaban presionando. En efecto, a las once empezaron a decir que el bombardeo sería a las doce.
¡Y lo hicieron, los brutos!
Por la ventana de mi casa vi los aviones y el humo y escuché las explosiones. No podía creerlo. Estos militares no sólo estaban siendo excesivamente violentos y destructivos sino que además se estaban poniendo la soga al cuello en lo que respecta a obtener apoyo internacional. Me quedó claro que ningún país iba a estar con ellos.
En la tarde no me despegué de la televisión, a pesar de lo desagradable que era. En los bandos llamaban a muchas personas a presentarse. Yo sabía que a mí no me iban a llamar, porque no desempeñaba ningún cargo importante. Igual, imaginé cuál sería mi reacción si me estuvieran nombrando. Quise adivinar si acaso era peor presentarse o no.
Llegó la noche y yo seguía sin saber casi nada. Por onda corta obtenía información de emisoras extranjeras. Pero, el único aparato de radio con onda corta era el del auto. Por lo tanto, cada cierto rato bajé a tratar de saber noticias. Un carabinero me echó para adentro.
-Estoy en el patio de mi casa -me defendí. Igual, tuve que entrar hasta que el carabinero estuvo lejos.
Una amiga nos contó por teléfono que Allende y Olivares habían muerto en La Moneda, supuestamente suicidados, pero eso último no lo creí.
Se me siguió agrandando la figura de Allende. Tiempo atrás había anunciado que sólo muerto lo sacaban de La Moneda. Pero, el que no había prometido nada era Olivares. Era solamente director de televisión. Y entregó su vida en actitud de fidelidad. Curiosamente le decían Perro. También se me agrandó su figura. Y después de eso, me ha dolido mucho que nunca más se volvió a hablar de él. No era ni joven, ni rubio, ni flaco, ni tampoco mal vestido. Sin embargo, del “Perro” Olivares, nadie dijo nada.
Cerro 45 46
Durante algunos meses, Chile tuvo relaciones diplomáticas con Bolivia. En ambos países había gobiernos autoritarios de extrema derecha. En ese breve lapso se inició un estudio de una red de microondas entre Arica y La Paz. Me tocó formar parte de un grupo de trabajo que incluía ingenieros chilenos y bolivianos, para elegir los lugares en que se instalarían las estaciones repetidoras.
Estudiamos un monte, que según la carta geográfica, tenía una altura de 4546 metros sobre el nivel del mar. Lo bautizamos como "Cerro 45 46". No era una tremenda cumbre, pues el suelo altiplánico en esa zona está por sobre los cuatro mil metros.
El día que subimos el cerro nos aprovisionamos bien, antes de iniciar el ascenso. Nos aseguramos de llevar comestibles, bebidas, un portamóvil para comunicarnos con el otro extremo del posible enlace, mapas, papeleo necesario, taquímetro y otras cosas. Ya casi estábamos llegando arriba cuando me di cuenta que faltaba algo.
-¿La antena del portamóvil... quién la tiene? -pregunté.
Nadie la tenía. Se nos quedó abajo. Casi creímos morir.
-Yo iré a buscarla -ofreció gentilmente el chofer de los bolivianos, y partió raudo hacia abajo.
Al poco rato, apareció de vuelta, trepando como si todo fuera plano. Traía la antena. Y nosotros, aún no llegábamos arriba. Cuando, por fin, lo logramos, estábamos exhaustos... los chilenos. Dejamos todos los enseres y nos pusimos a descansar.
De pronto, se levantó un viento súbito que tomó nuestros papeles, cartas geográficas, dibujos de perfiles, protocolos, borradores de informes, y todo cuanto necesitábamos para el trabajo. Todos los papeles subieron más arriba de nuestras empinadas figuras y se fueron alejando lentamente, describiendo caprichosas trayectorias. Unos minutos después, ya estaban muy lejos, arriba. Yo los veía chiquititos.
Lo increíble fue que después de otros pocos minutos el viento volvió a bajar los papeles, y a acercarlos a nuestra posición. Era un hecho tan asombroso como prometedor. Nos pusimos a saltar, con las manos todo lo altas que podíamos, y así fue como atrapamos, una a una, todas las hojas. El viento estaba jugando solamente. No era nuestro enemigo.
Toqué fondo
Fueron pasando años llenos de horrorosos crímenes. Y la vida tenía que seguir. Mi trabajo tenía menos sentido cada vez. La empresa en que yo trabajaba fue intervenida quedando a cargo de un militar, que llegó con la bota lista. A reducir gastos, a dejar sin efecto las inversiones planeadas, a despedir a cientos de personas, en especial, si no eran adictos al régimen. Hasta ahí llegó mi promisoria carrera de ingeniero especialista en propagación de microondas.
No me molestó que me dijeran “Eres un excelente profesional pero tengo que cumplir órdenes superiores”. Lo que me dolió fue que me dijeran “y desde mañana la Patty no puede venir a la sala cuna”. Así se le llamaba al jardín infantil. Así, mi hija, antes de cumplir los cuatro años ya había sido exonerada injustamente.
Mi cesantía duró cuatro años. Y al final, toqué fondo.
Ocurrió en Calama. En ese tiempo, mis trabajos eran ocasionales, y casi siempre para la misma empresa de comunicaciones que había sido mi enamoramiento laboral en la juventud, y que me había escupido hacia fuera como a una basura.
La competencia entre contratistas era tan feroz, que presentábamos presupuestos con un margen mínimo. Yo que había estudiado y progresado en aspectos tecnológicos de importancia, en lo que no se ve, yo que estaba poniéndome a la altura de los pioneros en estos temas, de diversos países de América Latina, ahora estaba reducido a un trabajo rutinario de ajustar canales telefónicos. Así era la necesidad. Por unos pocos pesos acepté ir a ajustar cada uno de los trecientos canales que estaban poniéndose en marcha en Calama. Lo hice con maestría. Para eso tengo paciencia. A cada señal le busqué un nivel estable dentro del margen especificado, basándome en anular el diferencial de segundo orden. Entregué el trabajo sintiéndome orgulloso por haber logrado un ajuste tan perfecto. Y con la alegría anticipada de volver a mi casa al día siguiente, pues mi mujer me estaba esperando para celebrar mi cumpleaños. Pero, no estaba dicha la última palabra.
Al militar a cargo de recibir el trabajo no le gustó que los niveles no estuvieran en el punto central del rango. “Están en el punto de máxima estabilidad” le expliqué, pero no le gustó. “Están dentro del rango especificado en el protocolo”, me defendí, pero él no quiso entender. Este tipo, que había sido amigo de mi familia, se cerró en un estúpido capricho. No hubo forma de hacerlo entender. Tuve que quedarme como tres días más a echar a perder el trabajo, para que estuviera como a él le gustaba. Eso me significó gastarme hasta el último centavo de lo poco que estaba recibiendo. ¿Es que... puede haber un supervisor tan abusivo? Yo no podría seguir viviendo así.
Cuando fui a la oficina de la línea aérea a cambiarle fecha al pasaje, iba cargado de rabia. Sin embargo, llegué tan caído del cielo que casi me abraza un dirigente del club Cobreloa, pues necesitaba hacer viajar a un jugador en forma urgente, debido a la lesión del titular que ya estaba en Santiago. Esas son las vueltas de la vida. Volví a la radioestación, más calmado. Por lo menos, mi drama le sirvió a alguien.
Esa noche, algunos viejos amigos de Entel me invitaron a salir. Yo no tenía ánimo, pero supieron insistir. Así que los acompañé a tomarnos unos tragos.
A partir de ese día, mi vida cambió. Empecé a estudiar de nuevo. No más que un año, para especializarme en Informática, que estaba teniendo auge. Y pude encontrar trabajo estable, y digno.
Desde entonces, me dediqué a entregar mi energía a los computadores, en diversas empresas, incluyendo un diario de Derecha. ¿Qué puede importar...? si no hay diarios que no lo sean. Ni tampoco hay empresas que promuevan mejoramiento de la sociedad. Si hasta los gobiernos socialistas que tuvimos en esos años, después de la dictadura, propiciaban la economía de mercado. Como sería que los actores y actrices tuvieron que dedicarse a telenovelas y a cortos publicitarios. No los puedo criticar, pues tengo el tejado de vidrio. Hemos estado todos participando en un país cuya recuperación no se vislumbra.
La escucha
Escuchar a Dios no es algo que esté revestido de solemnidad. Ni se efectúa hincado, ni nada de eso. Tampoco tiene por qué ocurrir dentro de un templo. Y menos si éste está adornado de oro y mármol.
No.
Lo he podido comprobar , al menos un par de veces, en el monte de los benedictinos, en Las Condes.
Es mi lugar favorito para la oración, junto a bellos olmos de flores verdes.
Cierta vez, me sumergí totalmente en mi diálogo con Jesús, diciéndole: "Tú vas siempre conmigo". De pronto, sentí la certeza de que él me hablaría dentro de muy poco, a través de un niño.
Admirado, busqué en los alrededores. No había ninguna persona. Supuse que eso de "dentro de muy poco" debía ser talvez algunas horas. Sin embargo, no pasó más de un minuto, y apareció en escena una familia formada por dos mujeres jóvenes y un niño, que salían del monasterio y se dirigían hacia el auto, que estaba estacionado muy cerca mío. Casi me asusté, pensando "¿qué va a decir este cabrito?". Pues, llegaron hasta el auto, y la mamá lo abrió y ofreció al niño la puerta de atrás para que subiera al coche. Fue entonces que el niño habló. Dijo: "Yo quiero irme adelante".
Genial. Me emocioné un buen poco al darme cuenta que Jesús me estaba pidiendo algo muy concreto en respuesta a mi oración "Tú vas siempre conmigo".
Y también un poco de sana tristeza, mezclada con alegría.
Algo realmente notable ocurrió algunos días después, cuando me disponía a iniciar una nueva oración en esa misma colina. Yo iba llegando en mi auto, y de nuevo sentí una de esas certezas. Esta vez, era Dios Padre el que me iba a hablar dentro de muy poco. El Creador altísimo. Así, no más, sin haber ni siquiera precalentado por algunos instantes. Sentí claramente que me iba a hablar a través de la radio, la cual estaba apagada en ese momento. Pues bien, llegué arriba, y mientras aparcaba encendí la radio y me dispuse a escuchar a Dios. Sin embargo, fue Elvis Presley el que apareció en el aire. Cantando esa canción que dice "I want you, I need you, I love you...". La emoción mía fue altísima. Que Dios me dijera que me ama, es algo muy bueno, pero... que me diga que me necesita..., ¡Eso es grandioso!
Desde esa vez, no dejo de buscar dónde y cuándo Dios me necesita.
Vida comunitaria
Cuando estábamos en dictadura, no quedó casi ninguna institución en pie. El Ictus, en la calle Merced, era una de las pocas. Pero, la principal era la Iglesia de Santiago, con el grandioso arzobispo Raúl Silva Henríquez, a la cabeza. Gracias a su actitud, que yo siempre he admirado, volví a acercarme a la iglesia, lo cual fue para mí una verdadera tabla de salvación. Así fue como me uní a una Comunidad Cristiana para el Mundo Nuevo. Y de ahí, a comunidades de formación, que me levantaron del suelo.
Al mismo tiempo, mi vida laboral empezó a tener, entre medio de lapsos muy buenos, también algunas etapas decepcionantes, en las que yo no encajaba bien.
En mi comunidad cristiana, y también en una institución de Formación Humana, amiga de aquélla, viví cosas importantísimas que me permitieron comenzar a desplegarme en lo que estoy llamado a ser, iniciando así un camino de desarrollo personal.
En la Comunidad viví también asuntos triviales, y hasta cómicos. Recuerdo una vez, estando en una reunión de comunidad en Los Almendros, al atardecer nos atacaron los zancudos. Primero sentí una picada, después otra, y otra. En eso, me fijé que no era sólo yo el que estaba en esto. Todos se rascaban. Y en el aire circulaban hordas de amenazantes mosquitos, con su zumbido característico. Creo que ni un Dalai Lama habría podido soportar algo así. Empezamos a dar zapatazos en la pared, y los zancudos iban cayendo uno a uno, dejando en la muralla sendas manchitas rojas.
¡Nuestra sangre!
Al final, ganamos la batalla. La pared, que antes era blanca, quedó casi completamente roja. Así, fuimos hermanos de sangre.
Vida literaria
En mi niñez me demoré tanto en empezar a hablar, que aprendí a leer y escribir apenas un par de años después, a lo más.
Tuve libros que me regalaron, y yo los amaba, y los tenía no tan guardados, para mirarlos de vez en cuando. Ya los leería más adelante.
Mi prima María Dolores, un poco mayor que yo, fue importante para mí, en ese momento de mi niñez. Cuando la operaron de la vista y pasó un tiempo de convalecencia en mi casa, con los ojos vendados. Para ella resultaba dramático no poder leer, pues siempre había sido una lectora empedernida. Me pidió que le leyera. Y así lo hice, cada día, durante horas enteras. Yo creí que estaba siendo un buen samaritano. Pero..., no. En realidad, fue ella quien me estaba desarrollando el amor por la lectura.
Lo de escribir ficción fue sembrado en mí durante la adolescencia. El profesor de Castellano, Julio Orlandi, instituyó en el curso la obligación de escribir un diario de vida. Y leerlo, una vez por semana, frente a todo el curso. Para mí, esto tenía una triple dificultad. Primero, ¡qué lata escribir diario de vida! Además, en mi vida no pasaban muchas cosas entretenidas como para estar escribiéndolas y leyéndolas. Y tres, mi pudor me impedía ventilar mis vivencias en voz alta, en la sala de clases.
¿Cómo resolver todos estos problemas? Muy simple..., inventando presuntas anécdotas. Claro, qué cosa más fácil. Mataba tres pájaros de un tiro.
Bueno, hasta aquí la siembra. La cosecha vino muchos años después, cuando ya estaba viviendo en la casa de Esteban Dell'Orto. Incluso, ya llevaba mucho años allí en esa casa, en la que más tiempo he vivido. Esa cosecha se inició cuando tuve un sueño entretenido, y me gustó tanto que lo anoté en cuanto estuve despierto. Era la estación múltiple desde la cual salía el expreso de las 10:20. Por cierto, escribí el sueño. Y le di el carácter de Capítulo central de una novela que tendría que imaginar, ampliando la historia ya escrita. Tanto hacia atrás como hacia adelante.
Así empecé a escribir, y no paré nunca más.
Al principio, creí que tendría que publicar para darme a conocer. Después, ese camino me desilusionó. A otros puede haberles resultado, pero a mí no. Me di cuenta que primero tengo que darme a conocer, antes de poder publicar en papel, de manera eficaz. ¿Por dónde empezar a recorrer ese círculo? Luego de muchas vueltas, y ya en el siglo 21, opté por publicar en la Web. Ya se vería después qué puede resultar de ahí.
Tierra Santa
Nuestra peregrinación con el padre Gustavo Ferraris comenzó en Tiberíades, junto al hermoso lago que nos acogió, lleno de vibraciones. Hasta nos internamos en el Mar de Galilea en una embarcación en la cual fuimos a dar una vuelta. Ése es el entorno que nos acompañó los primeros días.
Desde ahí, fuimos primeramente a Nazaret, ciudad árabe, con atochamientos de tráfico en calles angostas. Creo que fue al bajar del bus que perdí mi lápiz, sin darme cuenta. Después, no lo pude encontrar. Se quedó para siempre en Nazaret. Interpreté este hecho como un signo: una potente señal me estaba indicando que escribiera algo importante acerca de Nazaret. Por eso me puse todo lo observador que pude. ¿Sería algo de la sagrada familia? Pensé y pensé, hasta que recordé algo esencial. Siempre me ha parecido muy injusto el lugar que la historia le ha dado a San José, como si fuera un viejo decrépito sin importancia. ¡Ah! Supe ahí mismo..., escribiré para recuperar la figura de San José, pues ha debido ser un tipo extraordinario.
En uno de estos primeros días cambiaron la hora en Israel. El guía nos advirtió que adelantáramos los relojes en una hora. En un primer momento quedamos todos felices, dispuestos a adelantar el reloj en la noche, pero yo me quedé pensando... "qué raro... ¿adelantar? siendo Septiembre, acá están entrando al otoño... entonces... ¿acaso no corresponde atrasar el reloj?". Comuniqué mi pensamiento a los demás, en diferentes grupos de conversación informal. No me acogieron. Lo hablé también en la asamblea de la noche, pero tampoco surgió alguien que estuviera de acuerdo, o que por lo menos haya tenido alguna facilidad para preguntar en el hotel, teniendo en cuenta que ninguno entendía el idioma.
Así las cosas, al día siguiente todos nos levantamos dos horas antes de lo necesario. A mí me dio rabia contra mí mismo, por no haberme atrevido a dormir dos horas más, ya que tuve miedo de que se fueran sin mí. Después, confieso que me dio un poco de pena, porque nadie se acercó para decirme "Tú tenías razón". En cambio, se descargaron contra el guía, en cuanto llegó a buscarnos.
Fuimos al monte de las bienaventuranzas, y volvió a mí el buen sentimiento. Vi que en la cumbre edificaron un templo, en el lugar en que supuestamente tuvo lugar el llamado Sermón de la Montaña, que en realidad no puede haber sido un solo encuentro, sino una gran cantidad de éstos. Tampoco creo que Jesús haya hablado a la multitud desde la cumbre hacia abajo. Nadie le habría escuchado nada. Es más, el verdadero lugar de los Encuentros de la Montaña yo lo traía inscrito como una imagen grabada desde siempre. Por eso, tengo la absoluta certeza de que el templo no está en el lugar correcto. Es así como siempre pintan a Jesús hablando desde el punto más alto. No puede haber ocurrido de esa manera. Ciertamente, Jesús ha tenido que elevar su palabra desde un bajo hacia una gradería natural.
Para buscar el lugar, tuve que escaparme a través de una alambrada. Caminé un poco en varias direcciones hasta que encontré el sitio exacto, tal cual como lo he tenido siempre en mi mente. No tengo idea cómo se grabó esa ubicación en mí, como un recuerdo remoto, pero... ¡encontrarla! fue tan impactante que me llené de alegría.
Esa vez, llegué tarde a la eucaristía que se oficiaba en el templo. De hecho, a esta peregrinación vine más por la naturaleza santa que por las frías basílicas.
Un paseo interesante fue el monte Tabor. Tiene forma de casquete esférico. En la parte alta el camino es tan angosto que el bus no puede subir. Esa parte del trayecto la hicimos en unos taxis. Lamenté que no subiéramos a pie. Arriba, el típico templo en la cumbre, ya que supuestamente en ese punto ha tenido que ocurrir la transfiguración. Sin embargo, supongo que ésa es una creencia ingenua. De todos modos, no tengo grabado en mí el lugar, como ocurre en el caso del otro monte. De alguna manera tendría que tratar de encontrarlo. No iba a ser fácil, pues aquí sí que estaba lleno de alambradas.
Estuve un rato conociendo la basílica, y las dos construcciones que estaban una a cada lado del templo principal. Seguramente son las dos chozas que los apóstoles querían construir, y que Jesús les pidió que no lo hicieran.
En cuanto pude me escapé de nuevo, sin que lo notaran, cruzando unas alambradas. Quería vivir el cerro mismo, en vez del cemento. En lo poco que pude recorrer, no encontré ningún lugar en que las vibraciones me dijeran algo. Por lo menos pude disfrutar el monte. También llegó a mi vista algo monstruoso. Un basural enorme, lleno de envases plásticos y otros desperdicios. En esa situación, preferí volver al cemento junto a los demás.
Fue triste dejar Galilea. Cruzando un pequeño desierto que me hizo recordar mi Atacama querida. La pasada por Jericó fue de gran interés, y muy pronto llegamos a Jerusalén.
Un poco más tarde nos tocó un bello eclipse de luna, antes del atardecer. Aunque no estaba oscuro, se alcanzaba a ver la luna en forma de aro blanco. Hermosísimo.
El camino a Belén está completamente en zona urbana, por lo que este pueblo es prácticamente una comuna. Y es árabe. La frontera estaba a mitad de cuadra.
Las coordenadas canonizadas que hay en Jerusalén no me daban sensación de lugares geográficos santos, sino sólo símbolos para recordar acontecimientos santos ocurridos en las cercanías. La excepción es una sobrecogedora gruta menor. Se llama "Santos Inocentes", pero ese nombre es antojadizo. Hay tumbas de personajes no identificados, y no se sabe si éstos fueron admirables, o si talvez esa pequeña gruta corresponda al lugar donde nació Jesús.
En Jerusalén, el lugar antiguo más notable es una escala que se encuentra yendo hacia el Valle del Cedrón. Por ahí bajó y subió Jesús, más de una vez.
Conocimos muchísimos lugares relacionados con la vida de Jesús. Y, por supuesto, aprovechamos de ir también a otros sitios interesantes, como el Muro de los Lamentos, el Museo del Holocausto, el Mar Muerto, Masada.
Lo más notable que vivimos en Jerusalén fue el Vía Crucis por la Vía Dolorosa, de calles angostas con pocos escalones, donde ahora estaba el mercado. Con mi mujer nos tocó la sexta estación, la de la Verónica. Durante ese tramo me tocó llevar la cruz. El ambiente humano tenía cierta agresividad pasiva y tensa a lo largo del recorrido. Me sentí muy cercano a Cristo. Al final, llegamos a la Basílica del Santo Sepulcro, que más bien debería llamarse Templo de la Resurrección. Creo que se le pondrá ese nombre cuando los cristianos nos unamos. Lo digo porque el templo estaba dividido en sectores: griego, armenio, católico, etíope, egipcio, y no sé si algunos más. Hasta los horarios de rezo de cada rama cristiana estaban reglamentados.
Este viaje fue un hito importante de mi vida.
La vela de María
Mi viaje a Tierra Santa me cambió para siempre la manera de mirar la religión. Todas esas cosas piadosas a las que estaba tan acostumbrado, perdieron su consistencia, y las férreas columnas que las soportaban se desplomaron como débiles torres.
Muchos fueron los hitos de este camino sanador. El más impresionante me ocurrió en un templo griego ortodoxo, lleno de incensarios colgando del techo.
Entré con una tremenda curiosidad, ya que en ese templo decían tener la tumba de la Virgen María. Yo no me explicaba de qué podría tratarse eso, si a mí me enseñaron, cuando era niño, que María fue llevada al cielo en cuerpo y alma. Y eso, no era algo para ser discutido, ni menos para ser desechado. Teniendo en cuenta que hasta existe un feriado de precepto para conmemorar la Asunción, no me estaba siendo fácil enfrentarme a algo tan distinto como inesperado.
Nótese que yo estaba siendo excesivamente crédulo, a pesar de tener más de cincuenta años, y a pesar de haber rechazado absolutamente, mucho antes, siendo aún niño chico, la creencia en un supuesto Limbo, que venía en el Catecismo de aquella época.
Bueno, pero volviendo a la tumba de la Virgen María, cada corriente religiosa tiene su propia versión de lo que ocurrió con María al final de su vida terráquea, y de cómo pasó al otro estado vital. Me sentí entusiasmado al constatar que existen versiones tan distintas de algo que antes había dado por definitivo. Quise saber más, pero por motivos de idioma no pude preguntar nada.
Desde el día anterior ya estaba sorprendido porque me hablaron de una Dormición, que tampoco la había escuchado nombrar antes. Ese evento se refiere a una antigua tradición según la cual María no murió, sino que sólo se durmió, y su alma fue llevada al cielo por los ángeles.
El templo estaba tan oscuro como mi entendimiento. De todos modos, podían observarse unas pinturas, que algún día fueron hermosísimas. Los siglos se encargaron de descuidarlas y apagar sus colores. Curiosamente, una de ellas representaba nada menos que la Asunción de María. A cada paso, todo el asunto parecía más confuso.
Bajé a una pequeña cámara subterránea, muy bien adornada. Al entrar, lo hice con abierta disposición a captar algo nuevo. Me propuse sentir vibraciones que me indicaran si acaso está o no está ahí el cuerpo de María Santísima.
Me hinqué con mucha humildad venerando a María y me sumergí en la oración. De verdad, intenté entrar en diálogo con la Virgen.
-María, dame un signo que permita revelar el misterio -tal era mi oración. Y le pedía que me contestara de alguna forma que yo pudiera comprender.
Después que salí de la cripta, se produjo algo que me asombró. En el mismo instante en que yo emergía hacia el templo desde la oscura escala, advertí lo que estaba ocurriendo en el extremo diagonalmente opuesto. Creo que nadie más lo notó. Una vela empezaba a inclinarse hacia acá. Caminé varios pasos con rapidez para aproximarme. Cuando estuve cerca pude ver mejor. Era una imponente vela, muy larga, puesta al centro de un plato metálico, y muchas sumisas velas pequeñas alrededor. Todas encendidas. Eso no tiene nada de particular. Con razón a nadie le pareció extraño.
Sin embargo, la vela larga se empezó a doblar. Adquirió una pequeña curvatura, pues el calor de las otras velas le estaba afectando, y debilitaba parte de su tronco. La vela siguió inclinándose en dirección hacia la tumba de María. Al principio me pareció mágico. No quise llamar a nadie en ese momento porque el mensaje era para mí, y sentí la responsabilidad de estar atento a él. La vela se inclinaba cada vez más. Llegó a estar en ángulo recto, y siguió doblándose.
Se acercó un tipo con aspecto de sacristán y apagó todas las chicas, pero dejó encendida la grande. Esta continuó inclinándose en dirección a la cripta, con una humildad increíble. La llama casi tocó la base, y empezó a botar trozos de esperma encendida que muy pronto se desvanecían. En ese momento, comuniqué mi hallazgo a otras personas del grupo.
Comprendí que ése era el signo que yo estaba pidiendo. Alguien me habló a través de esa vela, y yo debo interpretar el mensaje.
Tercera etapa.- Retorno a lo esencial
Any
Necesito la poesía
para dibujar cómo eres,
para enseñar tu alma linda
en colores a la gente.
En una tarde de suerte
el destino nos lanzó;
llevé al pasillo mi ambiente,
junto al tuyo y una flor.
La tristeza de esa tarde
en regalo se convierte;
desplazados emigrantes,
compañeros para siempre.
Me fascinó tu alegría;
al descubrir tus talentos,
verdadera perla fina,
contigo nací de nuevo.
Nuestras mejillas bailaban
con las canciones de amor,
en la comarca encantada
donde vivimos tú y yo.
Te vi en nuestra juventud
de muchas lindas maneras;
esos retratos tienen luz
y siguen siendo belleza.
En los tiempos de distancia
nuestras almas juntas iban;
viajaron tranquilas cartas
trayendo la cercanía.
No faltaron discusiones
ni disgustos inquietantes;
pero siendo desde amores. . . ,
¡ qué bello es reconciliarse !
Me di cuenta que la vida
es más que un escaparate
con estampas que uno admira
en su ser inalcanzable.
Talvez supe desde siempre,
hasta tener la certeza,
así comprendí que tú eres
la mujer de mi existencia.
Poniendo una fecha fija
planeamos la ceremonia,
y contamos cuántos días
faltaban para la boda.
No quisimos disfrazarnos
según tradicional rito;
lo solemne no buscamos,
es interno el compromiso.
Al mirarnos cada día
vimos nuestras propias almas,
tan iguales, tan distintas,
tu movimiento y mi calma.
La ola del mar siempre viene,
la ola del mar siempre es nueva;
en un tiempo diferente,
un tiempo de magia bella.
Llegó alegre compañía
bendiciendo nuestro hogar,
un hijo y luego una hija
para aprender y enseñar.
Se presentó para todos,
un martes de primavera,
feroz aciago destrozo
cosechando la tormenta.
Muy unidos lo afrontamos;
no fue fácil vivir días
de anuncios anestesiados
de presunta miel fingida.
Si estuve en dificultad
tú llevases el navío
mientras yo pude intentar
abrir de nuevo un camino.
Ante escollos insalvables
que suceden en desorden,
o problemas eventuales,
siempre encuentras soluciones.
Es lindo viajar contigo
a lugares que cautivan,
muy atentos descubrimos
vibraciones que dan vida.
En devenir cotidiano,
lo que no puede faltar,
compartimos tiempos gratos
y aperitivo ritual.
Años más tarde llegaron
los nietos trayendo luces;
crecen corriendo y cantando,
pronto serán juventudes.
Amas jardines y huertos,
las rosas y la azalea;
y caminas por senderos
de custodia de la tierra.
¿Emprender antes el viaje. . . ?
¿cómo saber si tú o yo. . . ?
Que ningún final separe
lo que es regalo de Dios.
Regresiones
Quise tener varias regresiones. Y las tuve. De ésas que se llaman "a vidas pasadas". Sin embargo, yo no creo que sea tan sencillo que una presunta vida pasada se presente en la actual con tanta facilidad. Pienso que esas vidas que aparecen son formas simbólicas para representar esta vida presente. El sentido que le encuentro a estas regresiones es obtener información del inconciente, en una forma similar a la de los sueños. Es visualizarme como una casa, y entrar en ella, y recorrer sus habitaciones. No fue difícil decidirme a participar en esta fascinante aventura.
También viví en estas experiencias, en forma simbólica, algunos períodos entre vidas. Nunca logré saber con certeza a qué sector de esta vida corresponden, pero es algo del mundo interior. Lo esencial de estas vivencias es la gran cantidad de enseñanza que se obtiene en diálogo con maestros interiores. De hecho, no sólo maestros y maestras venían hacia mí, sino también otras personas, y muy especialmente, niños y niñas, que son los personajes de mi ser.
Lo que me interesó en todo momento es conocerme mejor y tratar de llegar a ser lo que estoy llamado a ser.
En cuanto a la forma, las imágenes visuales que se tienen en una regresión son más vivas que las de ensoñaciones, pero no tanto como las oníricas. No tienen las evoluciones que caracterizan a los sueños. La vivencia se parece a un sueño lúcido, pero con menor capacidad de manejo, y eso que en sueño lúcido ya es muy limitada ésta. También se sienten muy vivas las emociones.
Muchas de las escenas vividas en las regresiones están puestas en mis relatos.
De los personajes que interpreté en estas "vidas pasadas", el más importante fue aquel que estaba vestido como herrero desde la cintura hacia arriba, y como bufón de la cintura hacia abajo. Era un actor que estaba conociendo los tipos de personas que tendría que interpretar. Mis actitudes de fuerza estaban conviviendo con lo lúdico. Dos caminos distintos, que se transitan al mismo tiempo.
Otro personaje era un hombre pobre que viajó desde Cádiz a Valparaíso. Ahí conoció a mi abuelo Pedro Elías cuando era joven. De alguna manera, por la similitud, el europeo alude a mi otro abuelo, que vino desde España. Obviamente, mis dos abuelos no se conocieron en la vida real. Ahí hay una referencia a mis padres.
Otro personaje interesante fue el vendedor de armas que se hastió de esa vida y se metió a monje en un convento, a una vida de silencio absoluto. Allí le conversa a los árboles, pero después se rebela, y se pone a decir discursos en el comedor.
Otros, fueron: el papá de una niña que pinta retratos; y también el joven del aseo en un convento. Este último habla de mi aspiración a limpiar las mugrecitas que hay en la Iglesia.
En una de las "entre vidas", Beethoven me dijo que puso un mensaje en su música y que yo podría descifrarlo. No creí que eso iba a resultar así, pero... en algún momento ocurrió, realmente. Y después escribí acerca de este importante personaje.
Algo notable ocurrió en todas las "entre vidas": Había una mesa verde de fierro, parcialmente iluminada y parcialmente en la sombra. Cuando me correspondía sentarme en el sector en penumbras era el ángel quien me preguntaba acerca de la vida que tuve. En cambio, cuando pude pasar a la parte iluminada, era yo quien tenía la iniciativa de contar qué hice con mi vida.
Obtuve también otros aprendizajes en las regresiones. Por ejemplo:
"ponerme en los zapatos" de otros para comprenderlos;
meterme en los personajes de los cuales escribo;
romper esquemas, para ello hay que aprender de los niños.
Además, me di cuenta que las vivencias antiguas contienen mensajes para uno mismo, y que se pueden interpretar y atender, años después.
Y por si todo eso fuera poco, se me aclaró mi misión, en gran medida. Consiste en enseñar a buscar, para descubrir la claridad oculta, pero sin dejarse presionar por una supuesta necesidad de encontrar.
Un recuerdo triste
Conocí a Carmen siendo ella una niña pequeña. Yo era un niño grande, y como no me dejaban salir mucho a la calle, no tenía posibilidades de jugar con otros niños de mi edad. Somos tantos hermanos que nos bastábamos para cualquier juego. Mi hermana tenía unas amigas que iban a la casa a jugar a la payaya. Venía también la hermana menor de una de las amigas. Carmen, la más chica del lote, era también la más bella, la más alegre y amistosa, la más revoltosa y creativa.
Me sentí motivado a aprender a jugar a la payaya. Mi hermana me enseñó. Con cuatro simples piedritas y una pelota pequeña. Me incorporé a ese grupo. Nunca tuve prejuicios en cuanto a jugar con niñitas, porque desde pequeño aprendí a quererlas. Por tener tantas hermanas y primas de mi edad y porque en el primer colegio que estuve comprendí que las niñas son unos seres adorables.
Carmen tenía siete años y yo doce cuando iniciamos nuestra amistad. Algo había en ella, que iba más allá de su sonrisa y de sus ojos preciosos. Era algo invisible, que me invadía y me mostraba mi propio espíritu a mí mismo. Aún la recuerdo caminando a mi lado por la calle República. Ella andaba con vestido celeste abotonado, con un jersey blanco abierto. En ese entonces no me imaginé que esa escena tan simple iba a permanecer conmigo.
En la payaya no me destaqué, pero eso no importa. Me comunicaba con mis amigas. Y también las invité a participar en una fabricación de billetes, que yo tenía en la pieza última de mi casa. Dinero que servía para jugar a comprar, pero a mí me interesaba sólo la emisión, la que incluía diseño y duplicación artesanal. Fue en esa pieza última que Carmen me pidió prestado mi libro de pintar. Casi me resistí porque advertí que ella se salía de los márgenes. Pero con su sonrisa me desarmó. Se lo presté encantado.
Nuestra amistad fue siempre de niños chicos, incluso cuando seguimos creciendo y cuando éramos lolos y escuchábamos las canciones de los Beatles. A ella le fascinaban. A mí también.
Vivíamos a menos de media cuadra. Después de unos años, teníamos un grupo grande de bailoteo y slam-book. Carmen pololeaba con mi hermano mayor. Pero, ella seguía siendo la luz que nos iluminaba a todos, por su sensatez para reducir todas las dificultades a los términos más simples. Y por su espontaneidad.
En algún momento, su familia se cambió de casa, y la mía también, a barrios alejados, en el sector oriente. La amistad empezó a quedar en el recuerdo de vivencias que jamás podrían regresar. Pasaron los años y no supe más de Carmen ni de las demás amigas. Hasta muchísimo después...
Leí en un diario algo espeluznante, y expuesto de manera grosera. Que Carmen había muerto en Argentina, junto a otras personas. No podía ser. ¿En qué momento los hechos se tornaron tan desgraciados? Entré en diálogo con su padre y con su madre, y así me fui enterando de su desaparición. Lo de los 119 en Argentina resultó ser falso. Simplemente, una mentira más de la dictadura.
Carmen estuvo prisionera en Villa Grimaldi. Después no se supo nunca nada más.
Pronto comprendí que éramos semillas de árboles similares. Algún día descubriré en qué tierra está echando raíces, y bajo qué sol extiende sus ramas.
En el Metro
Creo que muy pocas personas entenderán la real dimensión de lo que contaré. Interpretarán cualquier otra cosa. Nunca me he atrevido a compartirlo más que a un par de personas. Esto ocurrió el jueves 20 de agosto de 1998. Me ocurrió a mí. No sabría decir con certeza si acaso también le ocurrió a la otra persona, pero estoy casi seguro que sí, porque noté en su actitud una subjetividad especial.
El acontecimiento mismo es lo más simple que uno se pueda imaginar. Lo que pasó en mí no me había pasado antes en lo últimos años, y esa única vez anterior que recuerdo en mi vida adulta ocurrió con menos intensidad que ese jueves. Creo tener algún recuerdo difuso de mi niñez de unas de estas experiencias de vida. Sé que tiene que haber sido así, pero eso está nebuloso.
Lo que ha permanecido nítido es lo de ese jueves en el Metro, y quiero escribirlo con todos los detalles que pueda, antes que éstos empiecen a irse a ese limbo en que guardo las cosas que no me creo y las catalogo como las leseras olvidadas. Esto no fue lesera y no quiero perderlo. Ni siquiera quiero olvidar con cuanta profundidad me impactó.
Eran cerca de las seis y media de la tarde, después que salí de mi oficina, y en circunstancias que debía asistir a la reunión semanal del núcleo de la comunidad. Me quedaba aún bastante tiempo, por lo que andaba en calma, sin prisa, y pensando aprovechar ese tiempo en comprarle algún regalo a mi suegra, que estaba de cumpleaños. Para ello, decidí que la estación Los Leones era la más indicada. O sea, sus alrededores. Me metí entonces al Metro, en la estación Baquedano.
Llegó el tren y elegí la puerta de más adelante de cualquier carro. El que estuviera más cerca. Me gusta ir en ese extremo del carro. Cuando se abrió la puerta y subí, fue el momento trascendental, el inicio. Vi a una mujer que estaba de pie, afirmada su mano derecha a la columna metálica vertical. Ella estaba mirando hacia mi posición. Afirmé mi mano izquierda en la otra barra, gemela a la de ella, mirando hacia su posición.
En ese primer momento pude darme cuenta, en una fracción de segundo, que su rostro, aunque un poco tosco, tenía una magia especial. Su pelo castaño claro y sus ojos celestes eran bellos. Vestía una blusa rosada y un traje de falda y chaqueta azul. No era una de esas niñas regias que alborotan la química del cuerpo. No, no lo era. Su edad puede haber andado cerca de los cuarenta.
Se cerró la puerta y partió el tren.
Parecía que no hubiera pasado nada, pero ya había pasado algo. Me sentí muy atraído por esa mujer, pero no de la manera erótica que puede considerarse habitual. No fue un flechazo de Cupido. Es otra la divinidad que actuó. Esto era algo absolutamente platónico, trascendente. La sentí como una persona enviada, que estaba encarnando el amor divino. Me dirigí a Dios en improvisada oración y le dije "Señor, por favor, concédele a esta persona lo que te pida". Sí, lo que ella estuviera pidiendo a Dios en ese momento era para mí lo más importante, aún sin saber qué. Y me resigné a no saberlo jamás, estando seguro que mi Dios se lo concedería. Me sentí feliz de estar colaborando con mi granito de arena.
Pasó la estación Salvador.
Yo seguí admirando la belleza espiritual que percibía frente a mí. No quise mirarla demasiado, para no molestarla. En cada mirada fugaz que le dirigí me la grabé con fuerza en mi interior, para poder observar esa grabación más adelante. Yo estaba maravillado, encantado, fascinado. No sé por qué despertó en mí una capacidad de amar tan inmensa, que nunca había sentido, fluyendo a borbotones, porque sí. Sentí lo que debe haber sentido la gente que conoció a Jesús.
Pasó la estación Manuel Montt.
Empecé a imaginar que yo le hablaba y ella me contestaba. Habría querido hablarle de verdad, pero no me animé a romper la magia. Eso no podía ser. Confieso que me causó un poco de frustración el sentir que en ese paraíso había un fruto prohibido. Igual, la experiencia era fabulosa. Ya que no podía hablarle, le transmití mis pensamientos y mi sentir. Sin palabras le dije que daría mi vida por ella, si se llegase a producir una situación de riesgo inminente. Y no era una mentira. Estoy seguro que estaba dispuesto a eso. Es una cosa inexplicable. Hasta le revelé en silencio uno de esos pequeños secretos que uno tiene y que no se los cuenta nunca a nadie. Me pareció que ella disfrutaba mi confidencia telepática y sonreía con complicidad.
Pasó la estación Pedro de Valdivia.
Ya me quedaba poco para bajarme. No sé por qué estuve seguro que nos bajaríamos en la misma estación. Así fue. Llevábamos igual destino. ¿Qué iría a pasar al bajarnos? Cuando faltaba poco para la estación Los Leones, ella empezó a avanzar hacia la puerta. Estábamos muy cerca. El tren se detuvo, la puerta se abrió. Ella bajó, yo también bajé.
Caminé cerca de ella al principio. Llegamos al nivel de la calle, cerca de donde se ponen los músicos. Ella iba rápido, yo preferí andar más lento. Poco a poco, la dejé alejarse. No tenía ningún derecho a molestarla. Me fui quedando atrás hasta que ella desapareció a la vuelta de una esquina. Quedé solo, pero lleno de energía amorosa. No sabía muy bien de qué se trataba esta experiencia mística.
En la noche leí algo en "Las Nueve Revelaciones", de Redfield. La quinta de éstas resultó ser exactamente lo que me pasó a mí, aunque no vi ningún resplandor, y tampoco sentí estremecimiento físico. Lo emocional, sí, jugó un papel preponderante. Fue un acontecimiento de mi ser.
Carta a mi madre
Querida mamá:
Encuentro raro escribirte si estás siempre a mi lado, y además, ya sé que no echaré la carta en ningún buzón, ni tampoco esperaré respuesta escrita.
Igual, te puedo contar mis cosas, una vez más, aunque ya debes estar aburrida de escucharme, siendo que yo hago poco caso de tus consejos, y te ves obligada a esforzarte para seguir cuidándome.
No sé si alguna vez te dije que te admiro por haber tenido tantos hijos, y habernos dado amor a todos. Nunca he sido muy expresivo, y talvez por eso ahora he tenido que hablarte usando el lápiz.
No sé si alguna vez te dije Gracias, por todo lo que me das, y me sigues dando. La paciencia, que tanto necesito, es la tuya, que se vino a mí.
No sé si alguna vez te dije que te quiero. Es esa tendencia que tengo a no decir lo obvio. Nunca entendí que un Te-Quiero no es una información, sino una caricia. Eso es algo que estoy comprendiendo ahora, después que te fuiste en esa tarde tan breve, que no parecía ser la última.
Un beso
Gonzalo
Posfacio
Cuando me toque irme al otro lado, quisiera llegar con un regalo para Dios, después del largo viaje en este extranjero en que estoy. Eso sí, que no sea algo adquirido apresuradamente en el Duty Free del aeropuerto del Más Allá.
Le pediré un favor a Dios: que la próxima vez no me haga nacer en invierno.
Algún fruto quisiera dejar al mundo. El puro recuerdo de buenas intenciones es efímero, quiero dejar algo más firme, no perecible, que pueda servir durante muchísimos años a muchas generaciones. Un fruto que no sea para consumirlo y, después de botar el cuesco..., olvidarse. Por último, hasta en el cuesco, si se fijan en él, habrá semilla que se pueda plantar.
Lamento no ser un gran compositor de música, como Beethoven. Él dejó un legado maravilloso, eterno. Pero, para el que no es un músico, ni siquiera un artista que pudiera dejar obras de pintura o escultura, mi legado puede ser auxiliar solamente.
Creo que soy un discípulo, tratando de que el legado de Jesús esté siempre al acceso de todos. ¿Por qué no ayudar a que esa obra magna llegue realmente a lo profundo, de algunas personas aunque sea? Otros vendrán después a seguir completando cada vez más esta ayuda. Cuántas veces dije "Jesús, ayúdame". También él me ha dicho "Gonzalo, ayúdame". Es que soy yo el que tiene rol de ayudante. Con mi granito de arena.
Lo que he escrito, bueno o malo desde el punto de vista literario, lo pongo a disposición de todos. Porque puede que yo haya acertado, en alguna medida. De mis miles de flechas que lancé, con que una dé en el blanco, ya puedo irme tranquilo.
Tengo algunas certezas. Por ejemplo, esas vivencias que olvidé al nacer, las recordaré cuando muera.
También sé que aprender es importante porque ayuda a tener elementos para soñar. Y soñar sirve para ser uno mismo.
Nunca dejé de soñar.
Descubrí que el Reino no es una parte a la que hay que tratar de llegar algún día. El Reino es verdaderamente un camino, y no la meta. Las metas no son más que ayudas. Sólo le dan sentido a esta vida.
No quiero terminar sin decir cual es el micro-monólogo que más me ha movido. Quise incluirlo en algún relato, pero nunca cupo en ninguno. Por eso, lo digo ahora, en el momento de mi despedida:
Quiero ser la pluma con que el Niño Jesús aprende a escribir su nombre.