El silencio
Presido una reunión bien especial, aunque nadie repara en mi presencia. Es la monja la que toma la iniciativa y dice a las niñas:
-Tenéis que hacer silencio para que podáis escuchar a Dios.
Se los repite con tanta insistencia que las alumnas, poco a poco, dejan de oírla.
Disfruto al ver a estas adorables creaturas tratando de apagar el ruido interno. Especialmente, Marcela, la traviesa y bulliciosa del curso. Parece estar en éxtasis, casi hasta darse cuenta que ando rondando cerca suyo. Decido hablarle, ya que es la única que está cumpliendo con lo encomendado. Entonces, suavemente la invito a una gran tarea, mucho mayor que la de hoy. Un verdadero sueño loco, de esos grandiosos.
-Cállate -me dice-, estamos en silencio.
Alfonso
Cuando niños
La sonrisa de Marcela me desarma. No creo que yo pueda gustarle, pero eso no importa, por el momento. Creo que le voy a gustar cuando seamos grandes. Vivimos a pocas casas de distancia, en la misma cuadra. Ella tiene un año menos que yo y va en Segunda Prep, en colegio de monjas. Yo voy en Tercera.
El papá de Marcela tiene un trabajo importante, lo que le significa contar con chofer, don Benigno, que es un muchacho joven, y tiene a su cargo un sobrino, Norberto. Algunas veces, lo trae para que haga las tareas, cuando no tiene con quien dejarlo. Norberto va en Quinta. Él viene muchas veces a jugar conmigo. Casi siempre, a la pelota. También al teléfono hecho con dos tarros, unidos por un cordel muy largo para asegurar una buena distancia entre los dos. Nos divertimos mucho.
Eso sí, yo prefiero ir a jugar con él en la casa de la Chela, porque así, ella también participa. Me encanta, aunque es un poco bulliciosa. Jugamos al Ludo, al Ha Llegado Carta y al Poto Sucio. También al Almacén, con tortas de barro.
La esposa de Don Benigno está esperando un bebé. La Nana de la Chela dice que vienen dos bebés, porque según ella van a ser mellizos. No se sabe si acaso tiene la razón. Don Benigno trata de tomarlo con humor:
-Si son mellizos y si son varoncitos, se llamarán Renato y Remigio.
Una vez soñé con Marcela. Soñé que íbamos en el auto con Don Benigno yendo hacia un colegio en que estábamos ella y yo. Me gustó tanto este sueño, que no lo he olvidado.
Al día siguiente en la tarde fui a su casa y llevé el teléfono de tarros. Norberto había salido con su tía. Conversé mucho con Marcela por ese teléfono, que nos tenía un poco lejos. No nos veíamos.
-¿Tú sueñas? -le pregunté.
-Sueño muchas cosas... cuando estoy despierta.
-¿Y cuando estás dormida?
-Anoche soñé que estaba en el colegio, y venía Don Benigno en el auto a buscarme. Y estabas tú, y decías "¿Me llevan?".
-No te puedo creer..., ¿el colegio era mixto?
-Sí. Eso es lo raro.
Me maravillé por la coincidencia.
-Yo también soñé eso... -dije, ansioso-. O sea, casi lo mismo.
-No. Eso no puede ser.
-Ya sé que no puede ser... Pero, fue... Con la única diferencia que íbamos hacia el colegio, en vez de venir de vuelta.
-No seas mentiroso, Alfonso. Estás inventando.
No me atreví a insistir. Más adelante, tendrá que creerme.
-Juguemos a otra cosa -dijimos, al mismo tiempo, y nos fuimos para adentro. No hemos vuelto a hablar de eso.
En mi casa hay gallinas. Había una que era muy celosa, y picoteaba a las demás porque quería tener al gallo para ella sola. Ésa fue una de las primeras que nos comimos. No tuvo buen sabor. Su carne era dura y llena de nervios.
Yo persigo a la gallina flaca. Todos los días, un par de vueltas por el patio, en la mañana, y otro tanto en la tarde.
-Deja tranquila a esa gallina, Alfonso -grita mi madre desde la cocina.
Yo no contesto nada. No le digo por qué persigo a esa gallina. Ella cree que por molestar. Pero, tengo mis motivos. Es que me cae bien esa pobre ave... Lo que quiero es que nunca engorde para que no tengamos que comerla. Le estoy salvando la vida.
Viaje a mi antiguo barrio
Mientras el ómnibus baja con lentitud por la Alameda, voy meditando acerca de mi vida solitaria de sabio loco. Vivo solo, en un departamento tan pequeño, que casi puede verse entero, con solo entrar en él. Para orientar la atención de las posibles visitas, siempre pongo algún retrato encima de la pequeña mesa que está a la entrada, al frente de la puerta. Cualquier retrato. Es como si le hubiera asignado la misión de recibir a las personas.
En este momento voy hacia mi antiguo barrio de infancia. Solamente quiero ver cuán cambiado está todo. Me lo imagino lleno de vida nueva. Supongo que habrá otra gente distinta, pero con las mismas costumbres de siempre. Los mismos prejuicios, y lo que es peor, podré respirar esa misma ausencia de llanto que había en mi niñez, cuando hasta el aire estaba lleno de mandatos y restricciones. Al menos yo, terminé de llorar siendo muy pequeño. Ocurrió cuando me caí por ir corriendo frente a la botillería, y la señora ésa se burló de mí.
-Los hombres no lloran, las puras mujeres -repitió varias veces, poniéndole una entonación desagradable.
Me pregunto por qué habrá querido avergonzarme, si yo no le había hecho daño a ella. Ahora me doy cuenta que a la gente no le gusta que uno llore. Y se sienten con derecho a exigir de uno el comportamiento que quieren. Es un abuso.
El caso es que ya no sé llorar. Eliminé de mi vida las lágrimas, y ahora me hacen falta. Pero, la gente no hizo conmigo todo lo que quiso. Por lo menos, me mantuve auténtico en algunas cosas.
Mi abdomen se agita al estar cada vez más cerca de esas edificaciones que me son tan familiares. Me levanto del asiento porque ya estoy llegando. Con la mano que me queda libre, tiro de la cuerda, anunciando mi próxima bajada. Llevo mi amuleto para la buena suerte, un antiguo billete rojo de cien pesos. A pesar de esta supersticiosa protección, algo extraño me está sucediendo, justamente ahora, en el momento de descender del vehículo. Siento un destello acústico, dentro de una silenciosa oscuridad, durante una fracción de segundo. Puede ser mi imaginación. O bien, algún bombazo lejano, o un choque en la otra cuadra, o un fenómeno atmosférico. No lo sé.
Con bastante preocupación me pongo a caminar. Un transeúnte que se acerca me evoca al maestro Juan, el que hizo la cómoda de mi pieza hace tantos años atrás. Su rostro y su aspecto son iguales a los del mueblista. Tendría que ser su hijo, pero no le conocí ninguno. Es tan increíblemente igual que me parece estar viviendo mi niñez.
A medida que camino algunas cuadras, sigo viendo más hijos idénticos a sus padres, y me doy cuenta que mi entorno es de otra época. El hombre que se pone a vender fruta no ha cambiado. Con asombro, veo que la casa de la esquina es la misma que había cuando yo era niño, y todavía está igual. Y también la casa que está al lado, y las del frente. Lo encuentro maravilloso. Más aún, los autos que pasan son todos antiguos. Lindos modelos había en aquel entonces, y ahora los estoy disfrutando de nuevo. Sin duda, estoy en mi pasado. Esto es lo más raro que hay. Parece un sueño.
Soy lo único que se ha modificado en el tiempo. En cambio, están misteriosamente en pie unas casas que no tendrían que estarlo, pues fueron demolidas hace algunos años. Así las cosas, no me queda más que asumir mi presencia en otra época, transformada en presente, de una manera fascinante. Todo está igual que cuarenta años atrás, menos yo. Al mirar mi aspecto de adulto me viene una pregunta sin respuesta. ¿Cómo llegué aquí? Después de mirarme por todos lados, entiendo que tengo que buscarme entre los niños. Presiento que me encontraré con mi yo local.
Me encamino hacia la calle en que antes estuvo mi casa. Ya sé que la demolieron hace veinte años, junto a todas las adyacentes, y construyeron una universidad. Pero, ahora estoy viendo la que fue mi casa. El mismo caserón antiguo que todavía está casi cayéndose. Me acerco con una mezcla de temor y curiosidad. Quiero verla por dentro.
Aunque tuviera la antigua llave en mi bolsillo, igual tengo que tocar el timbre, pues soy un invasor. Pacífico, pero invasor. Estoy a punto de empujar el timbre con mi dedo estirado hacia un recodo del muro, donde el cartero anota cuántas cartas ha entregado. Recuerdo que antes tenía que empinarme.
Pero no, no tocaré el timbre. No me atrevo a invadir esa casa que ya no es mía. Además, no sabré qué decir. Tengo vergüenza porque no me podrán creer la verdad. Recorro toda la cuadra un par de veces, sin animarme a irrumpir en la casa que fue mía y ya no lo es.
Desde la esquina veo, allá en la otra calle, un niño de unos siete años. Voy hacia él, decididamente, porque me siento identificado. No sé si ese niño soy yo, pero me recuerda a mí mismo. Más aún en el momento en que tropieza en una baldosa levantada y se hiere la rodilla. A ese niño le pasa lo que me pasó a mí, pero no parece ser yo. Siento ternura por él. Es alguien digno. Entonces sale la odiosa señora de la botillería, con su mismo vestido azul oscuro, y su cantinela “Los hombres no lloran, las puras mujeres”. La mujer se burla del niño que llora. Abusa porque ella es más grande. Este es el momento en que me enfurezco, porque me lo está diciendo a mí. Y esta vez no se lo aguantaré. La enfrento y le digo golpeadamente y con rabia:
-Puede usted guardar su cantito donde le parezca y desaparecerse de mi vista inmediatamente.
La dama se queda muda, me mira con incredulidad y asombro, y ya no molesta más. No es tan anciana como yo la recordaba.
Ayudo al niño a pararse y con mi pañuelo le limpio la sangre de su rodilla. Quizás he venido a rescatar algo que se me quedó atrapado en las frustraciones de la infancia.
Ya que estoy frente a mi versión antepasada, necesito conversar con ese niño. Menos mal que confía en mí y en mis intenciones. Nos sentamos en la cuneta y le cuento lo que ha sido de mi vida. Queda fascinado al escuchar acerca de mis inventos, y también me habla de su mundo. Decido ir al grano. No puedo andar con rodeos conmigo mismo.
-Alfonso..., ¿qué niña te gusta? -le pregunto sonriendo.
-Estoy muy chico para que me guste alguna.
-Pero, puede gustarte una tan chica como tú.
-¿De verdad, puede?
-Sí. ¿Quieres que te guste alguna? La Chela, talvez.
-¿La conoces?
-Que si no la voy a conocer. Tiene unos ojos azules preciosos.
-Sí. La conoces -me dice con ternura.
-Cuando la veas, dile que la encuentras linda. Nada más que eso.
No sé si trato de ayudar o de ser ayudado. Le explico que no tiene que esperar ninguna respuesta de ella. Tan solo decírselo. Es seguro que a ella le gustará escuchar algo así.
-Dile que te gustan sus ojos -insisto.
-No me atrevo, señor
-¿Qué puede pasar? Mira, cuando yo tenía tu edad me gustaba una niña como la Chela, y nunca se lo dije. Eso me entristece, después de cuarenta años. En cambio, si se lo hubiera dicho, nada malo habría pasado que durara cuarenta años.
-Tengo que irme -anuncia, al tiempo que se para y empieza a caminar.
-Sí. Tu mamá se va a preocupar si no llegas pronto.
-Parece que la conocieras.
-Me encantó conversar contigo -prefiero expresar solamente eso, y no contarle cuánto conozco a su madre.
-A mí también.
-Chao.
-Chao.
-Gracias -le alcanzo a gritar cuando se aleja.
-¿Gracias? ¿Por qué? -grita también él, deteniéndose un instante.
-Por todo -le digo, simplemente. Quisiera poder explicarle que todo lo que soy y lo que no soy se lo debo a él. A pesar de innumerables dificultades, él pudo construir un hombre, y ése soy yo. Hizo lo que pudo.
No me parece que haya quedado muy convencido de decirle algo a su amiga. Lo comprendo. ¿Cómo podría ser de otra manera?
Yo también tengo que irme pronto. No puedo seguir pretendiendo cambiar el pasado. Sería inútil.
No sé cómo tendré que hacer para volver a mi ámbito normal. Sólo sé que es urgente hacerlo. Me subo a un destartalado ómnibus antiguo. Para pagar el pasaje estoy obligado a recurrir a mi billete de la suerte. De vuelto, me da el chofer un billete verde de cincuenta y varias monedas. Salgo ganando, pues ahora tengo más amuletos.
Durante el insomnio de anoche, me estuve diciendo a mí mismo lo lindo que sería volver atrás. Y es lo que he estado haciendo. Metido en un pasado que ya dejó de ser mío, sin saber cómo volver a mi entorno propio. Espero conseguirlo en este trayecto, a través de otra explosión rara.
-Hasta aquí no más llegamos, caballero -anuncia el conductor, después de muchísimas cuadras, cuando alcanzamos el final del recorrido.
Me demoro en bajarme pensando en lo difícil que será volver a mi mundo. Todavía faltan ocho cuadras para llegar a la esquina de mi casa. Lentamente empiezo a caminar a través de potreros, pues aún no han construido nada.
Cuando calculo estar muy cerca, imagino el edificio, con cada detalle. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. No pasa nada. Sigo en el pasado.
Respiro profundo y cuento desde cinco hasta cero, en regresiva. . . Nada. Creo estar en el sector en el cuál algún día construirían el edificio en que viviré. Miro hacia arriba, calculando el piso séptimo. Sólo veo aire.
Cuento desde el cien hacia abajo, mientras camino en círculo. Cuando voy en el veinte me tropiezo con una raíz que sobresale y me voy estrepitosamente al suelo. Después de una fracción de segundo en que no supe de mí, aterrizo en los pastelones de la entrada del edificio. Por fin estoy en mi época actual. Después de apaciguarme, me dirijo hacia los ascensores.
Mientras subo, me pregunto por qué no estoy contento, si volví a mi mundo. Empiezo a entender la tristeza. Mi departamento sigue siendo solamente mío. Casi todo está igual que cuando salí en la mañana, excepto por un detalle, pues encima de la mesita de entrada hay un retrato de una niña hermosa. No sé por qué motivo, nunca antes me di cuenta que estaba ahí, como si no formara parte de mi entorno. Sin embargo, hoy que lo puedo ver, reconozco haberlo tenido en mis manos miles de veces.
Me parece estar haciendo renacer unos recuerdos olvidados. Por algo sé que quiero leer, una vez más, el reverso de la antigua foto en blanco y negro. Es la Chela, de quince años, con su sonrisa inconfundible. Ella me la envió desde otro país al cual tuvo que irse cuando su padre fue nombrado en un cargo internacional.
Tomo el retrato en mis manos con una emoción que no me conocía. Abro el marco lentamente y saco la foto. La doy vuelta para leer la dedicatoria:
"Mis ojos se alegran al recordarte.
Marcela"
Y es entonces, que los ojos míos se empiezan a humedecer.
Marcela
La vendedora de vestidos
Recuerdo un horrible vestido que tuve cuando niña chica. Era de un color azul oscuro con franjas verde agua, y tenía unos vuelos extraños, que me cargaban. Mi obligación era usar ese vestido, y además, no ensuciarlo. Yo me ponía un delantal encima, y así me sentía mejor. Me iba a la cocina y preparaba cosas ricas para comer.
Ahora que ya crecí, y me independicé, trabajo como vendedora en una tienda de ropa. Disfruto entre tantos vestidos lindos que me gustan.
Hace un momento, acaba de entrar a la tienda una señora joven, con su hija pequeña. La pobrecita tenía un vestido casi tan feo como el que tuve yo en mi infancia. Se me empezó a remover todo por dentro, pero mantuve la calma. Atendí a la señora, y mientras ella se fue al probador, me dediqué a ofrecer lindos vestidos a la niñita. Hasta la llevé a otro cubículo para que se probara el que más le gustó.
Ambas salieron casi al mismo tiempo. Regias las dos. La mamá miró a su hija con cara de asombro, como diciendo que no estaba en sus planes comprarle un vestido a ella. Fue entonces que se me ocurrió un truco. Inventé que había una promoción de llevar dos vestidos, uno de mujer y otro de niña, todo por el precio de uno, sólo por hoy.
Madre e hija quedaron felices con su compra.
Una noche especial
Me contaron que cuando era bebé me dejaron a cargo de una tía. Sólo por un fin de semana. Desde hacía tiempo, mis padres querían vivir una noche especial, los dos solos. Lo sé porque me lo contaron. Y en su misma ciudad, no se vislumbraba bien la manera de lograrlo.
Decidieron tomar un bus en la mañana, hacia el pueblo vecino. Llegaron a mediodía, y contrataron una habitación de hotel cinco estrellas. Dejaron su equipaje en el hotel y salieron a buscar un buen lugar para el almuerzo, el cual resultó muy grato. Casi fueron de ahí al hotel, pero durante el café evocaron ese otro pueblo cercano a éste, que visitaron una vez, hacía algunos años, y que ahora les vendría bien recordar.
Era cerca. Tomaron un bus y llegaron a las cinco de la tarde. ¡Y cómo recordaron! Si habían pololeado en ese pueblo. Se sintieron tan tórtolos, que desecharon la seguridad adquirida en la mañana. Ya que buscaban una noche romántica, aquí podrían tenerla. Les estaban ofreciendo una cena especial, con champaña, una suite suntuosa. Sería inolvidable.
Podía irse al diablo la anterior reserva. Allá se quedó el nuevo camisón coqueto. Compraron otro, y lo pusieron bajo la nueva almohada. Estaban listos para una noche inolvidable. Faltaban todavía unas horas para la cena. Mientras tanto, podían conocer un poco. Ir a una atracción turística, que estaba a unos cuarenta kilómetros, y volver bien para la cena. Sí, sería entretenido.
Tomaron el bus hacia ese lugar. Conocieron mucho, pero empezaron a cansarse. Se subieron al bus de regreso. Justo a tiempo. ¡Qué día! ¿Habrá sido demasiado?
A mitad de camino, el bus tuvo una falla que lo dejó inutilizado.
Calcularon que pronto tendría que venir otra máquina a buscar a los pasajeros. Bueno..., no tan pronto, quizás. No quedaba más que esperar. El conductor del bus hacía lo que podía para comunicarse a través de un pequeño equipo de radio.
Siguió pasando el tiempo... Y aumentando la aprensión. Y también la frustración. A medida que se perdía la esperanza.
Aquella fue una noche muy especial..., en bus detenido.
Turista
Mientras bajo del bus, con la cartera en una mano y la cámara fotográfica en la otra, ya empiezo a admirar la impresionante parte alta del templo. Prefiero correr, pues no me queda ninguna mano para evitar que el viento trate de levantarme la falda. Después de entrar a la basílica, me maravillo con los vitrales y con las escenas del vía crucis. Tienen algo que me sobrecoge.
Una voz de hombre habla desde el púlpito, instándonos a mejorar nuestras vidas. La mía lo necesita a gritos. Hace muchos años que no me reconcilio con Dios. Desde que estaba en las monjas, para ser exacta. En este momento, más que nunca tendría que hacerlo, pero no hallo cómo. No es nada de fácil dejar al descubierto las intimidades del alma. Es casi como desvestirme. “O por lo menos, como sacarme la falda y quedarme en calzones” me dice esa voz interior festiva que tengo. Me doy cuenta que decir mis cosas privadas sería una falta de respeto, frente a alguna persona excesivamente seria, como puede ser un sacerdote.
Lo que más me llama la atención es que la gente está recibiendo la homilía con humor. Risas y aplausos cosecha ese hombre, que no tiene aspecto de cura, sino más bien el de un atractivo galán. Claro, pues si me fijo mejor, veo que es uno de los que venían en el otro bus, anterior al mío. Un turista como yo, pero viviéndose el viaje hasta el fondo.
El hombre se baja del púlpito entre la simpatía de sus amistades y el enojo del sacristán. Para terminar su actuación, el tipo no halla nada mejor que meterse en un confesionario. Ahí, al lado mío. Esto es más que una coincidencia, si tengo en cuenta lo que yo pensaba recién. Sin vacilar ni demorarme, acudo hacia el impostor, antes que llegue el sacristán, y me hinco en la grada de madera.
Trato de imaginar su gesto de sorpresa, al otro lado de la rejilla, en el momento en que susurro:
-Necesito confesarme.
Anuncio
Esta mañana me ocurrió algo notable.
Desde que me casé con Alfonso hemos querido tener un bebé, pero por alguna razón, el tiempo ha transcurrido sin que yo pudiera quedar embarazada. No queremos consultar al médico todavía. Decidimos darle más tiempo a la creatura que ha de venir. Cada vez que tengo un atraso, pienso que ahora sí, ha resultado, y me tomo el examen, el cual ha salido siempre negativo, hasta ahora.
Sin embargo hoy, domingo, en cuanto desperté sentí algo especial. Como una voz de alguna persona invisible. O talvez un ángel, creí al principio. Sí. Me habló en silencio. Era escuchar lo que se estaba diciendo dentro de mí. No a través de mi oído, sino muy adentro.
Alfonso no estaba, pues tuvo que salir muy temprano por un trabajo extraordinario, cosa que no ocurre casi nunca.
La persona que intentaba comunicarse conmigo no podía ser un ángel. Eso empezó a quedarme claro por lo que dijo después. Al comienzo me había dicho "vendré a ti". Al menos, eso me pareció, con claridad. Después rectificó lo dicho. Era muy rara su expresión. Algo así como "no vendré, ya vine".
-Estoy contigo..., estoy en ti -agregó la voz silenciosa-. Vengo a cumplir una misión. Tendrás que comprenderme.
Hasta ese momento no había confiado mucho en mi nuevo atraso, pero ahora ya me estaba pareciendo que quizás esta vez..., sí que era cierto.
-Mamá, te quiero -fue lo próximo que escuché en mi interior.
Me llené de felicidad.
-Quiero llamarme Julián -me dijo la voz invisible y silenciosa-, que significa "con fuerte raíz".
No hubo más diálogo..., si se puede llamar así. Sólo fue lo indispensable. Nunca creí que se pudiera tener tal vivencia, con un ser pequeñito que recién inicia su gestación.
Quedé tan segura de mi embarazo, que no veo la necesidad de hacerme ningún examen.
Alfonso llegó a la hora de almuerzo, y me encontró radiante.
-Vas a ser papá -le dije, y se puso tan contento, que me abrazó y besó con ternura.
-¿Y cómo lo sabes? -preguntó cuando estuvimos más calmados.
Me limité a sonreír... Se lo contaré más tarde.
Segunda parte.- Desde el Norte
Mesa de ayuda
-¿Qué es un lupanar?
-Se dice luna-par, creo yo.
-Si tú lo dices... -consintió Belinda, la más joven, volviendo los ojos hacia su libro.
-Es un lugar de juegos y diversiones, como una fantasilandia.
-¡Ah! Con razón, aquí dice “lo pasaban de maravilla en el lupanar”.
Obdulia, la de más edad, siguió tomando helado de su enorme copa. Ya hacía rato que estaban instaladas en una mesa de la vereda del restaurante.
-¿Qué es un lenocinio? -preguntó Belinda, que seguía leyendo.
-Es cuando matan a alguien.
-¡Ah! Con razón, aquí dice “lo mataron de tres cuchilladas en un lenocinio de mala muerte”.
-Se te va a derretir el helado si no te lo tomas -dijo impaciente Obdulia.
-¡Oh! También dice “murió en los brazos de una puta” -insistió Belinda.
-Supongo que no tengo que explicarte lo que es una puta, ya que lo sabes por experiencia propia.
-Más experiencia tienes tú, que fuiste la que me metió en el ambiente.
-Agradecida tendrías que estar..., si no tenías donde caerte muerta, y no te quedaba más que volver a la casa de tus papás.
-Ni muerta habría vuelto. Tú no te imaginas lo que sufrí en esa casa, con mi padre borracho, violándome a cada rato y sacándome la cresta. Y la vieja, como si no pasara nada.
A estas alturas, Belinda lloraba de rabia contenida, que surgió como de un volcán en erupción. Obdulia la consoló como pudo.
-Quince años tenía cuando me escapé -continuó la joven, entre hipos- y me juré no volver nunca más... Ni me buscaron, tampoco.
-Menos mal que me recogiste -logró decir Belinda cuando se repuso, después de un silencio- , y me llevaste donde esa señora que yo creí que era tu tía.
-Bueno, si esa misma señora, a quien quiero tanto, me recogió también a mí cuando yo no valía un peso -empezó a contar Obdulia.
-¿También te escapaste de tu casa?
-De la casa de mi marido. Un abusador, que en mala hora se me ocurrió casarme con él. A mí, sí que me buscaron. Con tiras y pacos. No es nada de fácil vivir escondida si no tienes ni qué comer.
-Supongo que no podías recurrir a tus papás -comprendió Belinda.
-Ni por casualidad. Si yo tampoco salí bien de esa casa. Tenía dieciocho años cuando me enamoré de un hombre estupendo. Mis papás no lo podían ver ni en foto.
Obdulia no lloraba. Había criado una coraza protectora infranqueable.
-Tuve que escaparme para seguirlo -agregó-, pero no alcanzamos ni a casarnos, cuando lo perdí en un accidente de automóvil. Pasé muchas pellejerías hasta que me casé con un tipo que después resultó ser un imbécil. Es que ya estaba desesperada.
-Me tengo que lavar el pelo -dijo Belinda, cuando la densidad del silencio se apaciguó.
-Pero, si te lo lavaste esta mañana.
-Sí. En la mañana fue por pura costumbre, no más. En cambio ahora, es por que no me aguanto ni yo misma.
En cuanto terminaron su helado, llegó el mozo con la cuenta.
-Son cuatro mil, más los quince que me deben, serían diecinueve mil, en total.
-Anótalo, Pantruca, ¿ya? Mira que... no andamos trayendo nada... -dijo Obdulia, coqueteando.
-No es mi problema, si... no andan trayendo nada... -casi deletreó el mozo, moviendo su vista de rayos X desde una falda a otra. Y agregó sonriente:
-Quizás podamos arreglar esto de otra manera.
-Junta más plata, flaco fresco -alcanzó a escuchar el mozo, cuando ellas ya se alejaban riendo.
Pantruca
Un trabajador de estación
Desde muy niño trabajé en la estación del ferrocarril. Si algo me ha fascinado durante toda mi vida es ver los rieles, esos fierros que no se sabe hasta dónde van a llegar.
El primer día, me pasaron un trapo mugriento y un escobillón, con el que me entretuve haciendo perder el equilibrio a los pasajeros que estaban en fila frente a las ventanillas. Me sentía obligado a molestar para estar a tono con el letrero de plata que mi padre me colgó al cuello a causa de mis primeras diabluras callejeras. Siempre me ha pesado toneladas esa sentencia que es una verdadera meta, y he necesitado esforzarme para cumplir lo que de mí se espera.
En mi estación mando yo, aunque a alguien no le guste. Llegué acá después de conocer todos los liceos desde dentro hasta que no quedó ninguno que me aguantara. Es que el letrero me inducía a ser valiente, y decirles unas cuantas verdades a los profesores. Especialmente a uno, que trató de hacerme creer que las líneas paralelas nunca se juntan. Con sangre me entró esa frase que no olvidaré, ni tampoco aceptaré. ¿Cómo puede una persona estar tan segura que las paralelas nunca se van a juntar ? No quise entenderlo. Más bien, estoy seguro que se juntan cuando nadie las ve.
Después de un tiempo, supuestamente dedicado a la limpieza de una estación que se negaba a perder la suciedad, fui progresando, y pasé a cargador de maletas. Así, adquirí un uniforme y un gorro rojo con visera. Desde entonces, recorro el andén una y otra vez, disfrutando el movimiento de las locomotoras. En algunos ratos me escapo a tomarme unos tragos, y me enfrasco tanto en el vino, que después no sólo los trenes se mueven, sino también todo el edificio de la estación. Y qué decir de los rieles. Se juntan. Y también se cruzan y se separan. Yo siempre supe que mi profesor de matemáticas estaba equivocado.
Estación de trenes
Estando yo en la limpieza de la estación ferroviaria de Antofagasta, llegó un tipo con vestimenta extraña. Me preguntó por un tren con destino a la localidad de Bajo Cóndores. Lo tuve que atender yo porque el jefe de la estación no estaba. Le expliqué que ese tren pasa una vez por semana, todos los sábados. El hombre andaba con suerte, pues sólo tendría que esperar algunas horas. Dijo llamarse Norberto, y traía una especial recomendación de trabajo para una empresa minera, talvez pequeña, o al menos desconocida.
Mientras Norberto esperaba el tren que lo llevaría a su destino, conoció a Obdulia. Tuvieron tiempo para conversar muchas cosas, pues el tren tardó varias horas en pasar. Yo pasé muy cerca de ellos varias veces para escucharlos. Me pareció que Norberto creía estar enamorándose, y además, siendo correspondido. Obdulia le contó que vivía muy sola, y trabajaba como auxiliar de lavandería. Era una mujer mayor que él, y había tenido una vida azarosa.
Obdulia no se subió a ese tren, pues su destino era otro.
Casi un año después, volvió Norberto y lo reconocí de inmediato porque traía puesta la misma ropa.
-¿Qué tal la pega? -le pregunté.
-No había pega. Me dijeron que esa empresa dejó de funcionar a fines del año pasado.
-¿Y qué te quedaste haciendo?
-Me tuve que quedar toda la semana esperando el tren.
Me pareció extraña esa respuesta, si había pasado muchísimo más de una semana, pero Norberto no estaba con ganas de conversar, y se fue muy rápido a conseguir alojamiento, según dijo.
Al día siguiente, Norberto vino a la estación especialmente a hablar conmigo. Estaba muy nervioso y desconcertado.
Me contó que cuando llegó a Bajo Cóndores no podía creer lo que sus ojos estaban viendo. Un pueblo abandonado... Incluso, llegó a creer que se había equivocado de lugar.
-Y eso no es lo más extraño -me dijo-. Ayer en la tarde quise visitar a Obdulia..., para continuar esa amistad que habíamos empezado a tener.
-¡Ah! Y no la encontraste.
Empecé a comprender la frustración de Norberto.
Me explicó que durante largos minutos golpeó la puerta, sin obtener respuesta. Una vecina de su amada le contó que ésta murió, hace algunos meses. Nada tenía lógica para Norberto.
-Murió hace ya unos ocho meses -confirmé, apenado, porque yo también la quería mucho.
-Eso es absolutamente imposible. Tú sabes que estuve con ella hace poco más de una semana.
Lo miré sin saber qué decirle. Para él, el tiempo no transcurrió como a cualquier otra persona. Le tuve que mostrar la fecha de un diario reciente. Casi se cayó al suelo de la impresión.
-¿Y qué puedo haber vivido durante un año completo, sin darme cuenta?
Es una de las cosas más notables que ha ocurrido por acá.
Un caso policial
¡Qué hermoso parque! Nunca antes había estado en la capital. Desde que llegué, en la tarde, me entretengo en cualquier cosa. Mañana iré a ver a mi compadre, que me está consiguiendo una pega.
-¿Qué sabís hacer? -me había preguntado en cuanto bajé del tren.
-De todo. He sido mozo, he trabajado en la estación...
Allá en el norte la cosa está mala. Quizás algún día pueda volver a mi pueblo. Allá están mis amores. Y todas mis raíces. Por ahora, ya se está oscureciendo, y mejor me vuelvo a la pensión, antes de que aparezca algún malandra. Como esa sombra que camina por ahí. No me gusta nadita. ¿Y si me apuro? Ya voy casi corriendo. También el otro bulto corre, y mucho más que yo. Ahora me asalta:
-Dame la chaqueta, cabrito.
-¿Estái loco, oh? Córrete, antes que llame a los pacos.
-Y también los zapatos, ¿oíste?
¿Qué se habrá creído este huevón? ¿Mis zapatos nuevos? ¿Y mi chaqueta de cuero? Pienso que de un solo puñete me lo puedo sacar de encima. Allá voy. ¡Cresta! Sacó un cuchillo. Le hago el quite. ¡Ay! Me alcanzó. Me muevo. Trato de arrancar. No puedo. Me dio otra vez. ¡Cómo me duele! Se me nubla la película. Caigo al suelo. Siento unas patadas. Ya no siento nada, pero sigo estando aquí mismo. . .
* * *
Nunca se supo si este relato quedó atrapado entre las neuronas de su dueño, y por lo tanto, yace bajo tres metros de tierra, o bien, si quedó en algún fluido etéreo rondándonos infructuosamente. Lo único que se pudo saber, en un primer momento, fue lo que apareció en el diario, dos días después, en una columna menor de la página policial:
“Fue hallado un cadáver semidesnudo, de sexo masculino, de mediana edad, en la orilla sur-oriente del estero Los Sauces, a la altura del sector denominado Las Ñipas, de esta capital. El occiso, que aún no ha sido identificado, presenta heridas corto-punzantes en las regiones torácica y abdominal. Vecinos de Las Ñipas manifestaron no conocer al infortunado, así como tampoco advirtieron ningún movimiento extraño.”
Norberto
Un final con guitarra
Todo empezó en un bar nortino. Una de esas tantas veces en que fuimos con Juan a tomarnos unos tragos. Era nuestra costumbre conversar varias copas junto a otros amigos.
Juan fue para mí algo muy parecido a lo que sería un padre, que casi no tuve. Mi padre murió en un accidente del trabajo cuando yo era un niño chico. Desde el momento en que ocurrió aquella desgracia me convertí en un tipo solitario.
De todas formas, mi soledad ha sido llevadera. Y mucho más aún, cada vez que me siento atraído por alguna mujer. Hasta tuve una novia, que me hacía la vida feliz, pero nada resultó porque ella era de clase, y su padre no me aceptaba. Eso fue hace mucho tiempo.
Como siempre, después de la segunda copa, Juan cantó su canción favorita, acompañándose de su querida guitarra. Es como si todavía lo estuviera viendo, en el sector más iluminado de la mesa. El trataba de alegrarnos la vida a todos los demás, y lo disfrutaba. Sin embargo, yo apenas sonreía, sin poder salir mucho de mi tristeza.
-Compadre -le dije- , cuando yo me muera, usted me va a ir a tocar la guitarra, mire que quiero un funeral alegre, con música.
-Así será, Norberto -me respondió riendo- , pero . . . ¿y si yo muero antes?
-En ese caso, yo le consigo alguien que sepa tocar la guitarra.
Entre risa y risa, quedó sellado el trato. Esa noche, no nos dimos cuenta que había quedado un presentimiento flotando en el aire. No le dimos importancia a una frase que dijo Juan, refiriéndose a su guitarra. Me pareció escucharle algo así como “a una cuadra de distancia no le veo las cuerdas”. No entendí bien por estar distraído pensando en mi imperiosa necesidad de aprender a tocar un instrumento musical, y en las muchas veces que había tratado sin éxito porque mis dedos ya se estaban poniendo tiesos. De todas maneras, la frase de Juan me quedó sonando.
Ni nos imaginamos que tan pronto iba a ser el momento de cumplir nuestro pacto, cuando la violencia se hizo cargo del país. El abuso y la injusticia merodeaban en cada esquina. No podíamos salir en las noches porque estaba prohibido por la autoridad. Cada uno tenía que quedarse en su casa escuchando los balazos, sin siquiera saber a quién iban destinados.
Ya no me resultaba posible trabajar contento como antes. Era el mismo mineral de cobre de siempre pero con un sabor completamente distinto. Empecé a temer por mi compadre Juan, que había estado metido en más de alguna actividad medio sindical, medio socializante.
De un día para otro dejamos de ver a Juan.
-Anda escondido -aseguró el Pantruca. Le decíamos así porque era el único rostro que no se quemaba con el sol ni se resecaba con la sal del aire. Me lo dijo convencido, pero no supe si creerle o no. Además, no había a quién preguntarle.
Una tarde apareció Juan. Estaba flaco y un poco desanimado. Fuimos a tomar unas copas, pero bien temprano. Curiosamente, esa vez cantó canciones tristes, y se retiró callado. No fue mucho lo que alcanzó a estar en el pueblo. Lo sacaron durante una noche negra, y ya no volvió. No lo vi más.
Muchas veces fui a compartir una taza de té con la madre de Juan. En su casa estaba la guitarra, como esperando algo, y causando un doloroso recuerdo a la pobre señora, cada día y en cada momento. Por eso, no vaciló en dármela en cuanto me atreví a pedírsela. No teníamos mucha esperanza de que mi amigo volviera.
Juan no murió de manera natural, sino que en una situación odiosa, como si se hubiera tratado de una guerra en que cualquiera podía ser tildado de enemigo. Casi lo echaron a una fosa común de desaparición. Por alguna circunstancia fortuita se salvó de eso. Nadie supo ni cuándo ni cómo, y ya estaba bajo tierra en el desierto, a cierta distancia de un camino secundario.
De cómo me enteré de esto, fue a través de un uniformado. Hasta ese momento, sólo se sabía que lo tomaron detenido. Nadie era capaz de decir nada de él. Sin embargo, una noche en el bar me puse a conversar con un suboficial. Al principio creí que me tomaba el pelo, cuando me dijo donde estaba enterrado Juan.
-No se puede sacar de ahí -me advirtió con firmeza.
No creí que él pudiera estar dando información tan sueltamente sin que sus superiores arremetieran contra él. Hay muchas cosas del ambiente militar que yo nunca he entendido.
Fue una impotencia salvaje. La rabia me hacía querer decirle unas cuantas cosas al milico, a pesar de que fue atento y cortés al darme la mala noticia. Desde luego, él no tuvo nada que ver con esa sucia historia. El lo vio por casualidad, en una ocasión en que encontraron varios cadáveres tan descompuestos que había que darles sepultura rápida. Igual, quedé con la duda. Ni pensar en ir a confirmar con algún otro militar lo que el suboficial me había contado.
Primero, se me ocurrió que podía ir al lugar y hacer un hoyo, pero no tenía datos tan exactos, y además era muy peligroso porque me agarrarían rápidamente, y me meterían para adentro. En realidad, me llené de miedo. En uno de esos intentos podían pescarme a mí por desafiar a la autoridad.
No me constaba que Juan estuviera ahí, pero realmente daba lo mismo si acaso estaba en ese lugar o en cualquier otro. El estaría siempre en todo el aire, de día o de noche, invierno y verano. El lugar dado por el suboficial estaba bien para centrar el recuerdo.
No intenté excavar ni averiguar más. Lo esencial es que tenía que darlo por muerto. Nadie podía estar vivo después de todo lo que le había pasado. Tuve que asumirlo así, sin más. Equivalía a entregar todo, lo material y lo inmaterial, a cambio de nada, y sin que me dieran ni un maldito recibo. Fui despojado de mi amigo. El no era criminal, ni nada de eso. A lo más un poco exaltado y con una tremenda fuerza para pedir lo que era suyo. Ahora, ninguna cosa material es suya. Sólo la guitarra.
Su legado es más que una canción.
Como gran cosa, logré ir al día siguiente a despedirme en silencio de mi amigo. Llevé la guitarra, que aún no había aprendido a tocar. Ahí estaba yo, solo, en el desierto, con una tumba presunta. Aún hacía calor cuando ya empezaba a ponerse el sol. El aire lejano se pintaba con todos los colores en suave evolución.
Rasgueé lo que pude con mis dedos torpes. Canté lo que pude con mi voz desentonada. Lloré lo que pude. Recé un padrenuestro, aunque mi compadre no era tan creyente, igual le sirve. Armé una improvisada cruz con dos palos y la clavé en el lugar en que se suponía estaba Juan.
Le solté un poco las cuerdas a la guitarra para que no se cortaran con el frío de la noche, y la puse al lado de la cruz con un mensaje escrito en una caja de cartón desarmada. Ahí escribí el epitafio:
“Peregrino que cruzas el desierto, cántale una canción a mi amigo Juan, que será también tu amigo en el cielo”.
Así dejé la tumba, y me fui con el corazón apretado. Pensé que sólo estaba tirando una guitarra y un pedazo de cartón, lo cual no importaba para nada. Si algún día una persona llegaba a interpretar el amor a la humanidad en esa guitarra, se pagaba sola. Nunca llegaré a saber qué canciones se cantaron, si es que alguna.
Imaginé multitudes en la tumba de Juan. Mi fantasía me presentaba las historias de cada una de las miles de personas que habrían acudido. Estoy condenado a no saber qué se vivió realmente en ese desierto. Por lo menos, estoy seguro que el viento entonó su saludo diario.
Siempre le converso a Juan. No sé si me escucha, pero a mí me hace bien, sobre todo cuando ando con muchas dudas, se me aclaran. El me espera allá en lo alto, pero no voy a ir todavía.
Estuve viviendo en el extranjero. Así lo decidí, antes de que fuera demasiado tarde. No sabía si irme o quedarme, porque no era nada de seguro vivir aquí. Mi trabajo en la mina de cobre se había puesto difícil, y no era cosa de revolverla tanto. Aunque no me estaban echando ni persiguiendo, yo no tenía a nadie y preferí intentar algo completamente nuevo. Pasó el tiempo, y parecía eterno. Trabajé en cualquier cosa, cuando tenía algo, y cuidando el poco dinero que lograba ganar.
Cuando volví al país, habían pasado como cinco años. Una noche soñé con una guitarra sin cuerdas, en plena pampa, y al fondo se veía el pueblo y el camino secundario. Al despertar recordé, palabra por palabra, esa frase extraña que Juan pronunció una vez. “A una cuadra de distancia no le veo las cuerdas”. Sí. Esa era la extraña frase que se me quedó grabada.
Me levanté con urgencia y partí a visitar la tumba. Todavía estaba la cruz, y hasta el cartón, con muchas piedras encima. Envejecido, pero aún se leía. No estaba la guitarra. La encontré mucho rato después, como a cien metros de ahí, totalmente destrozada. Me la llevé para guardarla como un preciado recuerdo.
-Se parece a la guitarra del Pantruca -dijo alguien a quién yo no conocía, en cuanto me vio entrando al pueblo.
Cuando se la mostré al Pantruca, casi se murió. Ahí me contó que él se la había robado de la tumba y se la llevó a su casa. Desafinada por el calor, casi quemada, inútil, pero gratis. Eso era impagable.
Me contó que en la noche no pudo dormir por una bulla que venía del entretecho, y que se levantó dos veces a mirar y no encontró nada. A la noche siguiente habían vuelto los ruidos extraños y el Pantruca ya no podía más. Siguió teniendo toda clase de estragos, hasta que no le quedó más remedio que ir a devolver la guitarra. Iba tan asustado que no encontró la tumba y tuvo que dejarla por ahí, en cualquier parte.
Después de toda esta historia, todavía no he podido quedar conforme. Ni tampoco he logrado aprender a tocar la guitarra. Lo más notable es la cantidad de cosas que me cuenta Juan cuando voy a tomarme un trago al bar.
Las amigas
Poco después de llegar de un viaje al extranjero, y haberme instalado en Santiago, viví una misteriosa situación. Cuando esperaba la luz del semáforo para poder cruzar, vi a una joven que también esperaba. Me sentí muy atraído por ella, mucho más de lo normal, si ni siquiera era tan bonita. Alguna irradiación invisible estaba actuando.
Ella intentó cruzar distraídamente, cuando venía un microbús. La tuve que sujetar del brazo. Le salvé la vida, en virtud de ese algo invisible. Me dio las gracias, y conversamos un poco. Se llama Ester.
Como quedamos de juntarnos, al otro día la busqué en el lugar acordado. Sin embargo, ella no llegó. Por lo menos, dejó un mensaje para mí, con el mozo. Éste me dijo que yo fuera a la casa de ella, al día siguiente. Y me explicó más o menos cual era la casa.
Todo esto era tan extraño, que me debatía entre ir y no ir. Finalmente, acudí, porque esa intensa atracción que sentí, tiene que haber estado para algo.
Toqué el timbre que había en la reja del antejardín, y esperé un rato. Volví a tocar, ya que nadie me abría la puerta. Se escuchaba una bella música de piano, supuestamente interpretada por Ester. Al menos, eso creí, y quizás por eso ella no escuchaba el timbre. Seguí esperando otro rato.
Opté por retirarme de ahí, pensando que tendría que olvidarme de Ester. Sin embargo, volví al día siguiente. De nuevo se repitió lo mismo. Una música de piano, triste, muy triste.
Fui varias veces, sin mejor resultado. En una de éstas, se me acercó una vecina, una muchacha joven. Conversamos.
-Soy Norberto.
-Soy Elisa.
Aproveché de preguntarle si conocía a Ester.
-La que vive en esa casa -le dije-. No la de la esquina, sino la del lado.
-Sí -me respondió Elisa-. La conocí, y lamenté mucho su muerte.
-¿Qué? ¿Murió? ¿Hace pocos días?
-Hace más de seis meses.
-No puede ser...
Se la describí, para que me confirmara que no era la misma.
-Es ella misma.
-¿Pero, cómo?
-La atropelló un microbús.
Me dijo dónde ocurrió... Y es la misma esquina en que la conocí hace poco más de una semana.
No iba a quedarme así, no más. Aquí había un misterio que yo quería resolver. Invité a Elisa a almorzar en el centro, y aproveché la ocasión para preguntarle muchas cosas. Pero, ella no sabía mucho acerca de Ester.
-Estábamos recién empezando a ser amigas... -me dijo, y no terminó la frase. Nos despedimos con tristeza.
Investigué en la Biblioteca los accidentes ocurridos en esa época, en ese lugar. Fueron sólo dos tardes las que estuve buscando en los diarios, hasta que encontré algo. Una Ester, precisamente. No había foto.
Ya no quedaba mucho que indagar. El misterio amenazaba con seguir siéndolo para siempre. De todas formas, volví a llamar a Elisa, por si ella pudiese aclarar esta situación.
Para ser sincero, no fue sólo por eso que llamé a Elisa. Ella me gustó desde el primer momento. Iniciamos una amistad, que pronto derivó a noviazgo.
Ahora que Elisa es mi esposa, me pregunto si acaso habría llegado a conocerla si no fuera por esa misteriosa intervención de Ester.
Viajando
Mi lectura transcurría plácida, casi somnolienta. Algo de lo que leí me hizo recordar a Juan, y todo el asunto ése de la guitarra. Dejé la lectura por un rato, evocando viejos tiempos.
De pronto, en la otra silla, la que estaba desocupada, apareció Juan, sin que hubiera habido un mínimo ruido. Pero, ¿cómo?, si eso no es posible...
-Hola, Norberto -me pareció escucharle.
Al principio, no entendí nada. Después, por lo menos capté lo que Juan intentaba decirme. Me habló de Adelaida, su mujer, y de su hijo Rafael, que estarían en peligro, debido a un derrumbe que estaba por producirse en la carretera. No dijo cuándo, ni cómo, ni dónde. Desapareció, así como había llegado, de repente.
Pasó un día entero en que no atiné a nada, sin saber a qué atenerme, hasta que escuché por la radio la noticia del derrumbe. Corrí a la casa del vecino para pedirle prestado su auto.
Cargué gasolina y partí rumbo al norte, reprochándome inútilmente por mi demora, que había sido inevitable. Llegué en pocas horas a la zona del derrumbe, ya que no estaba muy lejos de Santiago. Hasta ese punto se podía pasar. De ahí mismo partía un desvío. Lo que siguió fue como una odisea, por caminos angostos y disparejos, hasta alcanzar de nuevo la carretera, esta vez por el lado norte, como a un kilómetro del derrumbe. Fue entonces que vi un camión con el capó abierto, en señal de estar teniendo problemas. Me acerqué, con intención de preguntar por la familia de Juan.
Fue asombroso, pues ahí mismo me encontré con Adelaida y Rafael. Y todos sus enseres, pues están trasladándose a Santiago, en busca de un futuro para Rafael. El chofer trataba de inventar alguna manera de llevar el camión a un taller del pueblito cercano. El motor no quería arrancar. En forma providencial se había detenido, sin ningún motivo aparente, justo antes de que ocurriera el derrumbe.
-Ha sido una gran suerte -les dije, con entusiasmo-, la pana los salvó de quedar sepultados debajo de un montón de tierra y piedras.
Seguimos conversando. No había nada que pudiera apurarnos. Les conté lo que ha sido de mi vida, de mi esposa Elisa, y de mis hijos Carolina y Cirilo.
Al final de ese día, un nuevo intento del chofer logró hacer partir el motor del camión. Así se confirmaba que lo vivido fue un verdadero milagro. ¿Por qué se había detenido el camión? Ésa era una pregunta sin respuesta. Un misterio inexplicable.
-¿Por qué viniste hasta acá? -me preguntó Rafael, que es muy observador.
No me quedó más que hablarle algo acerca de la visión que tuve.
-Son misterios relacionados -concluyó, con una triste sonrisa de haber siempre querido conocer a su padre.
Adelaida y Rafael continuaron conmigo su viaje hasta Santiago. Mientras tanto, el chofer se quedó a la espera de que despejaran la carretera, ya que su tremendo vehículo no pasaba por el desvío.
Tres días después llegó el camión a Santiago, con las cosas.
Renato
La cruz de piedra
El camino estaba siendo monótono. Especialmente después de dejar atrás la carretera y entrar en la huella, que no difería mucho del resto del paisaje. Nunca en mi vida había sentido tanto calor. Un cielo despejado, azul, limpio, y un sol quemante. El viento sólo se escuchaba. No se veía, porque no había árboles, ni arbustos, ni construcciones, ni siquiera arena suelta.
Me dirigía hacia la radioestación para controlar los registros. Con ellos intentaba ayudarme a eliminar una odiosa interferencia que se estaba produciendo en las comunicaciones. En ese tiempo no existían tantos adelantos tecnológicos como ahora, y se hacía necesario tener los instrumentos de medición en el lugar mismo.
Al subir el último tramo del cerro por el largo y sinuoso camino, en pleno desierto, el motor de la camioneta se calentó tanto que el radiador empezó a hervir.
-Hasta aquí no más llegué -me dije a mí mismo y comprendí el motivo por qué no permitían subir solo. Y entendí cabalmente la necesidad de andar trayendo un equipo de radio portátil. Este sí que lo traje. Lo levanté inmediatamente desde el piso de la camioneta, y me dispuse a comunicarme con la ciudad. No me sirvió de mucho. Después de varios fracasos, me rendí a la evidencia. El equipo estaba descargado. Esto me pasa por no haber sido previsor. Cuando estuve en la oficina, antes de salir, había cogido el primer equipo que encontré, así no más, sin probarlo.
Y ahora, ¿qué podría hacer? Me culpé sin piedad. Era el colmo que no hubiera tomado las mínimas medidas de precaución. No traje ni agua de repuesto. Apenas una bebida para mí, y ya no estaba ni helada siquiera.
Tendría que esperar a que se enfriara el motor, o incluso, esperar hasta la noche. El frío jugaría a mi favor. Que alguien pasara por aquí, era poco menos que imposible. Sin embargo, a lo lejos alcancé a divisar algo como una columna de tierra, indicando que quizás venía un vehículo por la carretera. Me pareció que se acercaba, pero no fue así. Se alejó cada vez más hasta perderse.
Si iba a esperar hasta la noche para bajar, no me venía mal seguir subiendo a pie. Por lo menos, decidí iniciar la caminata. Veía espejismos hacia donde mirara. Cuando estaba preparando las cosas que llevaría conmigo, alguien me habló:
-¿Necesita algo?
Casi me morí del susto, pues no lo había visto llegar. Ni tampoco escuché ningún ruido de vehículo.
-¿Quién . . . es usted . . .?, ¿de dónde . . . viene? -le pregunté, intrigado. Sólo me contestó que todos le dicen Juanito. Insistió en preguntar si yo necesitaba algo.
-Agua -le dije, sin saber para qué me servía decirlo. Entonces, me fijé que él cargaba un bidón de quince litros. Lo puso al lado del vehículo, mientras me pedía que por favor lo devolviera después en Antofagasta, en una dirección que me dijo, y que me aprendí.
-Cuando se enfríe el radiador le echa el agua -agregó a continuación. Eso fue todo.
Yo trataba de entender cómo supo que el agua era para el vehículo y no para mí. Quise darle las gracias, pero el hombre ya no estaba. Miré para todos lados, confundido. No quedaba rastro de Juanito. El viento seguía aullando.
Esto es lo más incomprensible que me ha pasado en toda mi vida.
Caminé unos metros hacia distintos sectores, para ver si detrás de alguna loma se veía alguien alejándose. Nada. El viento me llevó con mucha fuerza, sin tener yo donde sujetarme. Cuando acepté irme al suelo, divisé un objeto extraño a unos cien metros de distancia. Fui hasta allá en la dirección del viento, hasta darme cuenta que se trataba de una pequeña cruz enterrada en el suelo. Estaba hecha de piedra. Al acercarme, vi que también había un cuadro con un marco y un vidrio trizado que ya no permitía leer ningún epitafio. La acción del tiempo había sido implacable.
Cuando disminuyó el viento volví a la camioneta. Un par de horas después pude reanudar viaje, hacer mi trabajo en la radioestación y volver a Antofagasta, tarde en la noche.
Preferí esperar hasta el día siguiente para ir a la dirección que me dio Juanito. Acudí temprano, llevando el antiquísimo bidón, ya que había prometido devolverlo. Por lo demás, mi curiosidad era enorme.
-Mi nombre es Renato, y vengo a devolver el bidón que me prestó Juanito -le dije a la mujer que me abrió la puerta.
Abrió también unos tremendos ojos y me miró muy asustada.
-Adelaida, para servirle -balbuceó.
-¿Juanito? -preguntó, sorprendida-. ¿Desde cuándo tiene usted ese bidón?
- Desde ayer en la tarde. El me lo pasó allá arriba, en el cerro de la antena.
-Eso no puede ser. Juanito murió hace quince años. Me dijeron que tuvo un accidente. Justamente en ese mismo cerro.
-¿Es usted su esposa?
-Su viuda, para ser exacta.
-¿Dice usted que él murió en ese cerro? - atiné a preguntarle, porque no sabía qué decir.
-Sí. Mi Juanito quedó enterrado ahí mismo, en el cerro de la antena. Y le pusieron una cruz de piedra, según me dijeron. Pero, fíjese que yo he ido muchas veces, y jamás he podido encontrar la tumba.
Entonces comprendí todo. Al día siguiente fui al cerro de la antena, acompañado por la viuda, para mostrarle la cruz de piedra. Era lo menos que podía hacer por Juanito.
Tercera parte.- Aventuras de Remigio
Es un trato
Son casi las doce del día cuando Remigio está despertando, tirado en la alfombra de la sala de estar. Le duele la cabeza como si se la hubieran aplastado. Y no es para menos, si anoche se tomó todos los licores que quedaban en el departamento.
Se demora en levantarse del suelo, porque todavía está muy mareado. Le da vueltas la famosa sala de estar. “De estar solo”, se dice Remigio a sí mismo, mientras también le da vueltas toda la frustración. “¿Cómo pudo ocurrirme que me entusiasmara tanto con Paola ?”, se recrimina.
Apenas puede mantenerse en pie. Así y todo, se encamina hacia el baño, sacándose la ropa, y dejándola en cualquier parte. A nadie le importa, ya que vive solo. Mientras se ducha empieza a recordar cómo llegó Paola a su vida. Hace ya casi un año, al volver una noche a casa, a altas horas. Ella iba entrando al edificio, junto a un hombre que la insultaba y la golpeaba. Había sangre en el rostro de Paola. En ese momento, Remigio no sabía quiénes eran. Probablemente una pareja en discordia momentánea, supuso.
Pero, cuando ella fue a parar al suelo, y el tipo casi la mató, Remigio se vio obligado a intervenir. Entonces, se acercó con rapidez y le dio un par de golpes al hombre, el cual optó por la retirada.
Esa vez, Remigio hizo pasar a Paola a su departamento, en un gesto de buen samaritano. Lavó sus heridas y le preparó un café. También le dio un poco de comprensión. Nadie es quién para juzgar a los demás. Si todos tenemos tejados de vidrio, no es cosa de andar apedreando a las mujeres pecadoras.
Con estos pensamientos dándole vueltas, Remigio sale de la ducha, bastante más repuesto, y empieza a vestirse.
-Engañarías a cualquiera -recuerda haberle dicho a Paola en aquella oportunidad.
-No tengo intención de engañar a nadie -le respondió ella esa vez.
Muy atrás quedó todo eso. Con una mueca, Remigio se prepara un café bien negro. Cuando se dispone a ir al trabajo, ve la carta que había entrado por debajo de la puerta. No tiene sobre y está firmada por Paola. A Remigio le da miedo leerla, y sigue repasando imágenes.
Aquella primera noche no hablaron mucho. Después la volvió a ver varias veces, ya que vivían a un piso de diferencia. No le hizo el quite a esa amistad, a pesar de las habladurías de los vecinos. Los primeros encuentros fueron tensos. Remigio no sabía cómo actuar, pero tampoco quería estar tan solo. Era una amistad como de un tío con una sobrina, difícil de llevar.
Intentó que ella pudiera solucionar sus conflictos sexuales y vivirse desde un lugar más aceptado. Con gran expectativa le presentó una amiga un poco lésbica, pero eso fue algo que no funcionó.
En aquel momento, que ahora parecía muy lejano en el tiempo, Remigio había recordado una ensoñación que acostumbraba a tener durante su adolescencia. Era una fantasía, seguramente premonitoria. En esos antiguos pensamientos, el joven Remigio se imaginaba en algún futuro, teniendo una amiga misteriosa que no quiere entregarse, y no lo deja llegar físicamente a ella, más allá de unos besitos. En un imaginado viaje que debieron efectuar, tendrían que tomar dos piezas contiguas en un hotel barato, en vez de una sola en algún hotel mejorcito, pues ella no quería ir a una misma habitación. Y de pronto, en esa ensoñación ocurría lo de la ranura en la pared de la habitación del hotel, a través de la cual él se tienta, y decide espiarla secretamente en un momento en que su amiga se desviste. Cuando ella se saca el calzón, él ve... sorpresivamente... ¡eso...!, en toda su envergadura. Para él es un golpe muy fuerte, que explica la actitud cuidadosa de "ella". Esta fantasía tuvo distintos finales cada vez que Remigio se pasaba este rollo.
Recién hoy comprendió Remigio por qué le venían esos pensamientos. Era una advertencia, que él no supo recoger debidamente.
Paola sentía adoración por Remigio, y sin embargo, anoche salió arrancando con una velocidad increíble, dejándolo sumido en la desesperación y el arrepentimiento. Todo empezó cuando él la acarició, y la besó en la mejilla. Estaban solos. Nunca antes creyó Remigio que un día iba a ser capaz de poner la mano debajo de su vestido y tocar sus depilados muslos. Ni mucho menos creyó que ella lo rechazaría de esa manera.
“He llegado a un punto de crisis -dice la carta-. "O cambio o me derrumbo, o quizás las dos cosas. Tú sabes que daría mi vida por ti, y eso es lo que estoy haciendo al partir lejos, muy lejos, que no me puedas encontrar. Respeté el trato que propusiste, y que después quebraste. A mí no me fue fácil. Pero, jamás cedería a la debilidad de una noche para cosechar después el más firme repudio al día siguiente . . .”
Casi se muere Remigio al leer eso. Su vista se detiene en el espejo del recibidor. Un pálido y demacrado ser lo mira desde el otro lado del vidrio.
-Imbécil -le dice Remigio a esa imagen, y se lo grita un par de veces.
-Maricón, además de imbécil -dice al espejo, tomando en sus manos un florero y descargándolo con toda su furia sobre la imagen, que cae al suelo hecha trizas.
Sale dando un portazo, como quien va a su oficina, pero sabe que no podrá asistir al trabajo ese día, en un estado tan lamentable. Y comprende que nunca más volverá a saber de Paola.
Los zapatos de Piolín
-Cómprame zapatos nuevos... ¿Ya?
-Tranquilo, Piolín, ya te he dicho tres veces que te aguantes hasta fin de mes.
Después de dar esta respuesta, el hombre subió a su auto y se dirigió hacia el otro extremo de la ciudad, como todos los días. Iba tan veloz que no se fijó en una mancha de aceite en el pavimento. El pequeño Piolín no pudo evitar el resbalón. Se dio una vuelta en el aire y terminó estrellando su nariz contra un poste.
La Foto
El hombre no tenía puesta su ropa. Era Remigio y estaba en plena calle, siendo las siete de la mañana de un día domingo de invierno. En las antípodas se estaba jugando la final del campeonato del mundo. Esta persona no era la única que se había aventurado en algo tan insólito. Cientos de hombres y mujeres se habían desnudado igual que él.
Un fotógrafo muy profesional, que parecía aficionado por su precaria cámara, estaba subido en una débil escala de tijera, y sostenía un megáfono para hacerse oír. Gesticulaba y gritaba órdenes en su media lengua.
-Sentarse en el suelo -repitió varias veces.
-Esta gente ser incontrolable -dijo después, con su acento americano-. ¿Por qué todos saltando?
-¡El que no salta es pi-no-che! -era el grito de la muchedumbre.
-Mí, no entender -dijo el señor Tunick y decidió que no podía tomar la foto ahí. Era un espacio muy reducido el que se escogió para este evento, pues nadie adivinó que llegaría tanta gente.
El gringo se las arregló para moverlos a todos hacia el otro extremo del museo. Corrían felices por la costanera miles de potos blancos sobre piernas tostadas por el sol.
Finalmente, la famosa foto fue tomada como se pudo, y resultó bastante bien.
-A vestirse. Estamos listos. Gracias por haber venido -se escuchó por el megáfono.
Mucho más agradecidos estaban los cientos de personas desnudas, que ya se aproximaban al sector en que habían dejado sus ropas. Nadie les pagó ni un cinco. Eso no importaba. Habrían acudido aunque les hubieran cobrado por entrar.
Algunos encontraron sus vestimentas y se la pusieron. Otros no tuvieron la misma suerte. En una improvisada feria de las pulgas, muchos hubieron de vestirse con ropa ajena, ante la absoluta imposibilidad de encontrar la propia.
Remigio se iba feliz, a pesar de que la polola le había prometido ruptura si incurría en tal inmoralidad. Ya la convencería de alguna manera.
-Hasta luego -le dijo al carabinero, en el momento de traspasar la barrera.
-Déjatelo crecer un poco -le respondió éste, riéndose.
-¡Chitas!, mi cabo, si con este frío a cualquiera se le pone chiquitito.
El carabinero ya se había desentendido. Nuestro hombre siguió caminando hasta estar muy cerca de uno de los cristianos, que aún oraba compungido.
-Perdona, Dios mío, a este hombre porque no sabe lo que hace -rezó el cristiano, con muy buena intención.
-Sí sé lo que hago, compadre -Remigio detuvo su marcha.
-Si supieras lo que haces no harías lo que has hecho.
-Si me desvestí, no más, como tantas veces.
-¿Tantas veces? ¿Frente a los demás?
-¿Qué puede tener de malo que otros me vean? Hace años que soñaba con un momento así.
-Esas fantasías y malos pensamientos son la tentación del demonio. Si tú le haces caso, le estás jugando a él y no a Dios.
-No. En mi caso, no es del demonio.
-¿Qué no te das cuenta de todas las violaciones que se van a producir ahora por tu culpa?
-Al contrario, compadre, mientras menos represión, menos agresión.
-Estás yendo contra los valores.
-¿Qué valores?
-Pues, el pudor. Somos seres humanos, no animales. Por eso tenemos el pudor.
-¿Qué es el pudor?
-Guardar tus zonas erógenas, y no mostrar ni siquiera la ropa en que las guardas. Así no andas provocando excitación en las otras personas. Mira que sería algo incontrolable para ellas.
-Yo no creo en eso.
-¿Te sientes con derecho a no creer en lo que Dios ha puesto en ti?
-Es que en mí no lo puso.
-El pantalón que andas trayendo te queda chico, y la camisa te queda grande -dijo el cristiano, cambiando un poco el tema.
-Es que se armó una confusión tan grande con la ropa, que todos teníamos que ponernos la de otros.
-Eso me recuerda las colaciones de mi comunidad.
-Compadre, ¿cómo son las colaciones de tu comunidad?
-Bueno, uno llega con pancitos blancos, con jamón y queso, y después termina comiendo unos ave-palta en pan negro, que ni sabes quién los trajo.
-Veo que ya me vas entendiendo. De hecho, yo te respeto en tus creencias, y te admiro por haber sido capaz de venir a rezar con este frío. Tú también estás siendo valiente y fiel a lo tuyo, compadre. Igual que yo.
-Sí, pero en nombre de Dios.
-Y yo también -dijo, alejándose contento.
El hombre no tenía puesta su ropa.
Cuarta parte.- Se inicia el siglo 21
Julián y Carolina
Diálogo interrumpido
Julián
No sé cómo se me ocurrió enchufar el teléfono en la electricidad. Me di cuenta a tiempo, creo yo porque se escuchó un ruido extraño, y lo saqué de ahí rápidamente. Supuse que, a pesar de todo, el teléfono iba a funcionar bien pero no fue así, pues al tratar de marcar un número no dio ningún tono. No pude comunicarme con el hotel Splendor, del sur, donde mis padres pasan una segunda luna de miel, o tercera, mejor dicho. Me han dejado a cargo de la casa, y el muy bruto cometí esta torpeza. Tuve que hablarles desde la casa de los vecinos y aproveché de decirles que ahí mismo podían dejarme un mensaje cuando necesitaran, mientras me arreglaban el teléfono.
Entonces, creí que el aparato estaba completamente malo pero algo rarísimo ocurrió, pues de repente se puso a sonar la campanilla y cuando atendí me salió una mujer que dijo conocerme. Se llama Carolina, y no pude recordar nada que tuviera que ver con ella. Igual, conversamos casi diez minutos. La mujer llamada Carolina es bastante mayor que yo y me trató con una dulzura maternal, pero parece que ella creyó que soy su pretendiente o algo así.
Sospeché que esto era una pitanza. Ella dijo que quería que nos juntáramos al día siguiente a las doce en la plaza que está a tres cuadras de mi casa. Cuando eran las once y media, aún me debatía entre ir y no ir. Pensaba que iban a estar escondidos los amigos para reírse de mí. Al final, fui y observé desde cierta distancia. No había nada anormal. Avancé unos pasos y le di varias vueltas a la plaza. Dieron las doce, las doce cinco, me senté en el escaño exacto que ella había mencionado. Las doce diez, las doce y cuarto . . . A las doce veinte me volví a mi casa, muy molesto por haber caído en esta farsa, y tratando de adivinar en qué forma alguien se iba a reír de mí.
En la tarde llamó Carolina por teléfono. Estaba ligeramente enojada porque, según ella, yo había faltado a la cita. Traté de explicarle su error.
-Estás muy raro, Julián. Si no fuera porque está lloviendo, iría a tu casa ahora mismo.
-Ven, no más, acá no está lloviendo.
-No hables leseras, si estamos a pocas cuadras.
Me tenía muy intrigado. No parecía que ella quisiera molestarme, pero su mundo no me cuadraba, y así se lo dije. Cuando le pedí su dirección se anduvo enojando, pues supuestamente yo habría estado muchas veces en su casa. A esta altura, dejé de fingir que yo entendía sus incoherencias. Tampoco me pareció que estuviera loca. Ella me probó que me conoce. Me describió esta casa, mis padres, mi aspecto físico, pero dijo que yo estudiaba Derecho, y resulta que apenas estaba terminando la enseñanza media.
-Tengo ganas de entrar a la Escuela de Derecho, el próximo año -aclaré.
-Julián, te fuiste al pasado. Si entraste ya hace casi cinco años, y hasta te ha ido bien.
Yo no sabía qué pensar.
-¿A cuánto estamos?
-Once de Agosto del año dos mil.
-Pues, acá es el año 1995, y es verano.
-Julián, te estás pasando de molestoso.
-Voy a ir a tu casa ahora mismo. Dame la dirección.
No hubo caso. Me cortó indignada. Ni siquiera pude llamarla, pues no sé a qué número. Ni tampoco ir a su casa, no sé dónde, al frente de la plaza.
Al poco rato llegó el técnico de la Compañía, y arregló el aparato, sin mayor dificultad. A partir de entonces, Carolina no me ha vuelto a llamar.
Días después fui a la plaza, nuevamente, y le di varias vueltas. Estuve un buen rato en eso, mirando hacia todas las ventanas de los cuatro frentes, hasta que al final ocupé el asiento que era nuestro único punto conocido de unión. Después le di más vueltas a la plaza, y calculé que habrían unos 23 departamentos, en total, todos ellos habitados, quizás si por alguna Carolina. Adquirí la costumbre de ir a estudiar a la plaza, pensando que algún día iba a conocer a esta mujer.
Así, empezó a pasar el tiempo. Nunca volví a tener a esta niña en el teléfono. Entré a Derecho, y seguí yendo a la plaza, con frecuencia. Me convencí de que el desperfecto que tuvo el aparato me hizo comunicarme con un mundo remoto. Esa Carolina que habrá en mi futuro tendrá que empezar a estar en el presente, algún día.
Esto no se lo he contado a nadie porque no me creerían. Ni yo mismo lo creo. Talvez mi imaginación ha estado jugando conmigo. He idealizado tanto a esta niña, que ahora le tengo miedo a ese momento que ha de venir irremediablemente.
Carolina
Afuera llueve, mientras observo la plaza desde mi ventana. Hoy no ha venido ese estudiante universitario que siempre miro y admiro embelesada. He llegado a saber que se llama Julián. Ya que no puedo vivir la vida que quisiera, por lo menos soy feliz en mi fantasía.
Viene mi mamá y me trae un té con tostadas. Me pregunta si quiero que me ponga nuevamente en mi cama. Le respondo que después del té.
Me imagino miles de vivencias con Julián. Pienso cómo sería si él estuviera enamorado de mí. La imagen de él que tengo guardada en mi corazón me abraza y me acaricia, y nos sentamos a besarnos en la plaza. Sé que nunca esto podrá llegar a ocurrir en la realidad, pero no importa. Si puedo hacer como que vivo lo que sueño despierta, ya es algo.
Son muchos los años que llevo aquí, encerrada y postrada, y me parece que fueran muchísimos más. Me gusta imaginar que hablo por teléfono con Julián y lo cito a juntarnos en su escaño de la plaza. Lo siento así, con tanta fuerza que me parece que puede hacerse realidad.
Vuelvo a mirar ese asiento vacío, a través de la lluvia que está en el aire y en mis ojos.
Hace años que él empezó a venir. Ya es Agosto del año dos mil. Talvez mañana le pida a mi madre que me lleve a la plaza en la silla de ruedas, si es que está bonito el día. Muchas veces he estado por hacerlo y no me he atrevido, porque . . . la simple esperanza de una vida futura . . . es más llevadera que una eventual certeza de ser rechazada.
La silla
Julián
Cuando nos hicimos amigos, Carolina parecía una niña chica . Excelente compañera para jugar al Ludo y a los naipes, en su casa. Ella usa una silla de ruedas, debido a un problema de motricidad que ha tenido desde pequeña. Inicié esta amistad, como algo sin mayor importancia, casi más que nada como un gesto solidario, y por dar rienda suelta a mi gran necesidad de dar afecto, y que nunca me atreví a canalizar de otra manera.
Carolina escribe unas poesías bellísimas, y las recita para mí.
Sin darme cuenta me fui enamorando de Carolina. Y por la forma como supe de su existencia, sé que ella es la mujer de mi vida. Por eso, no me da mucho más que risa cuando alguna amiga común me dice algo así como "¿Para qué pierdes tu tiempo con la Carola, si yo te podría dar mucha más felicidad?".
Ninguna otra niña ha sido suficiente tentación para mí, hasta el momento.
-Te voy a hacer andar -le dije a Carolina, hace ya varios meses. Y he estado intentándolo por todos los medios a mi alcance, a pesar de que ella se ha resistido. Al principio, tenía mucho miedo, y lloraba, pero ya está tomando más confianza.
Le regalé unos bastones, y con ellos hasta hemos podido salir a la plaza, por ratos cortos. Estoy feliz, porque Carolina sanará.
Carolina
Mi vida ha sido bastante solitaria. Hasta que conocí a Julián, una vez que le pedí a mi mamá que me llevara a la plaza. Estaba él en ese escaño que ya es el nuestro.
A veces, escribo versos, inspirada en mis fantasías. Me gusta mucho escribir.
Adoro a Julián. Me da tanta felicidad. Hasta me ha convencido de tratar de caminar, cosa que yo siempre consideré imposible.
-La fe mueve montañas -me aseguró Julián una vez que yo casi lloraba de miedo.
Me dijo también que comer pan con queso me haría bien para mis músculos. No supe si creerle o no, pero él lo hizo para que yo tuviera esperanza en que puedo sanar. Y eso, sí que lo logró. Así, cada vez que él viene, acepto pararme en mis dos pies, sujetándome como pueda, y hago como que doy pasos.
Mi papá puso una barra en mi pieza para afirmarme cuando trato de dar pasos, que resultan dolorosos.
-Tienes que caminar para hacerme feliz a mí -ésas fueron las palabras de Julián que, definitivamente, me impulsaron a poner toda la fuerza de mi ser en ejercitar mis músculos. Puede que sea imposible, pero lo lograré. Julián me ha dicho que el cuerpo se mejora desde el alma.
Julián
Con Carolina hemos ido al cine. Con sus bastones, y además, en el auto de mi papá. Esto le hace bien, y sigue progresando.
Una tarde hubo una fiesta del grupo de amigos. Ella creía que no podría asistir.
-No te importe -la tranquilicé -, si no sólo se baila en las fiestas, también se conversa.
La convenci y fuimos a la fiesta. Y hasta la saqué a bailar cuando tocaban un disco lento. No se atrevía, pero la tomé con fuerza para que pudiera moverse un poco. Ese baile resultó bastante bien, y Carolina siguió aumentando su confianza. Todos nos miraban fascinados, y al final aplaudieron.
Carolina
Mi vida ha cambiado mucho. Ya no uso la silla de ruedas. Paso gran parte del tiempo sentada en un sillón, y siempre camino como ejercicio, varias veces al día.
Una tarde, Julián no llegó a la hora acostumbrada, ni llamó por teléfono, ni nada. Me preocupé.
-No viene..., no viene -me escuchaba decir mi madre.
Pasaron las horas. Se hizo de noche.
Sonó el teléfono, y atendió mi mamá. Yo escuchaba de lejos, lo que ella hablaba, pero no el resto de la conversación. Me alarmé, porque mi madre no lograba controlarse. Cuando cortó, ella lloraba.
-Era Adriana -balbuceó.
-¿La hermana de Julián?
-Sí.
-¿Qué pasó...? -yo también me puse a llorar.
Como pudo, mi mamá me contó.
Julián tuvo un accidente de auto. Cayó a un barranco por hacerle el quite a un camión descontrolado.
A la misa fúnebre llegué caminando. Sin los bastones..., como un homenaje a mi amor. Si me caía no me iba a importar..., pero no me caí.
En el momento de los discursos leí un pequeño texto de despedida que escribí:
"Gracias, Señor, porque ese ser maravilloso que creaste, lo pusiste a mi lado para que me sanara las piernas".
Ya no lloraba, porque no me quedaban lágrimas.
El destino de Carolina
Ya tengo 23 años, y trabajo en una casa de reposo, durante algunas horas al día, cuidando viejitos.
-¡Estercita! -exclamó uno de los ancianos, al verme llegar.
-Me llamo Carolina -le expliqué, una vez más, con mucha paciencia, como si estuviera dirigiéndome a un niño
-Es que eres igual a la Estercita.
Y me vuelve a contar la historia de esa antigua niña, que fue como su hija. Hasta le salen lágrimas cuando me habla de ella, su adoración. En realidad, era su sobrina, tocaba muy bien el piano, y ...murió trágicamente. Calculé que esa muerte había ocurrido pocos años antes de que yo naciera.
También me habló de la casa en que vivían. Nunca ha querido contarme por qué Estercita fue abandonada por su madre, que la puso en manos de una tía, la que fue esposa de este caballero, que me quiere tanto por parecerme a su Estercita.
Aquella antigua niña conoció a sus hermanos a los 14 años. Tuvo una vida difícil. Llegó a encariñarse mucho con un hombre que la amaba. A él le costó superar la muerte de Estercita.
Cuando el viejo me contó eso, yo me acordé de mí misma, porque aún no termino de reponerme de la muerte de Julián. Entonces, también lloré.
Para consolarme, el anciano me contó que ese joven se repuso después de unos años, se casó, y tuvieron un hijo, Diego.
-Hablando del rey de Roma... -dijo el viejito al ver entrar a un visitante.
-Te presento a... -agregó, y dejó la frase en suspenso.
-Carolina -completé.
-Diego -dijo el joven recién llegado, y me dio la mano.
Esa vez, conversamos un buen rato. Me gustó Diego.
Después de ese día, Diego siguió viniendo a ver al viejito, con frecuencia, cosa que antes no ocurría, si cuando yo llevaba cuatro meses en este trabajo, jamás había visto a Diego. En cambio, en los cuatro meses que siguieron, venía por lo menos unas dos o tres veces por semana.
Estaba claro que Diego no venía precisamente por visitar a un anciano. Me declaró su amor, una tarde en que fue a dejarme a mi casa. Antes de un año, ya estábamos casados, y después de otro año tuvimos a nuestro hijo, Elías.
Rafael
La búsqueda
Nunca antes había caminado con tanta levedad como esa vez, tratando de recordar de dónde venía. Habitualmente, me preocupa cualquier detalle que pueda alterar el buen pasar. Sin embargo, en aquella oportunidad ni siquiera miraba dónde podía estar el suelo, antes de cada paso. El sendero de esa remota tarde era acogedor. Muy angosto, entre la vegetación de poca altura. Mi caminar era lento. No había nada que me estuviera apurando. Por el contrario, trataba de descubrir en mi memoria alguna pista que me dijera lo que viví el día anterior. A la retina no me llegaba nada. Al caracol del oído, sólo algunos gritos que no supe descifrar. En el olfato tenía residuos vivos, que me hacían evocar una especie de nube de medicamentos en estado gaseoso.
Por el mismo sendero, unos cien metros más atrás, vi venir a una persona. La esperé porque no me venía mal conocer a alguien. Ya empezaba a sentirme solo. Cuando la persona estuvo más cerca, me fijé que era una mujer. La miré con cara de estar esperándola. Ella me miró como si me hubiera estado buscando. Talvez también se sentía sola.
-Hola, soy Rafael -le dije, sin más preámbulos, cuando ella estuvo suficientemente cerca como para escuchar.
-Soy Ariadna -me respondió con una sonrisa. Ella tenía una gran belleza, pero aún era muy pronto para decírselo. Noté una herida en su frente. Además, se la veía despeinada, y su blusa estaba manchada de sangre.
-¿Qué te pasó? -le pregunté, como si fuera una persona muy cercana o familiar.
-Tuve un accidente -dijo, sin estar muy convencida. Me dio la impresión de que recién empezaba a tomar conciencia de su situación.
Con seguridad tenía algún traumatismo, pero Ariadna estaba risueña. Nos sentamos en un escaño a la orilla del camino, y me preguntó por qué tenía yo ese aspecto tan raro.
-¿Yo? ¿Qué tengo? -pregunté, y me miré. Entonces, me di cuenta que, sobre la camisa, tenía una de esas mangueras de suero. Más aún, la tenía conectada a mi mano. Me la saqué, sin mayor problema, y deduje que yo venía de un hospital. Y eso fue lo que le conté, inmediatamente, sin mucho detalle, que tampoco sabía.
-¿Y tú de dónde vienes? -le pregunté.
-De los autos.
Aquella conversación siguió siendo confusa. Supuse que Ariadna había tenido un accidente de tránsito y fue a parar a ese lugar mientras yo, estando grave en algún hospital, presumiblemente, debo haber tenido un paro cardíaco.
Entre los dos estuvimos desenredando una madeja de recuerdos volátiles. En ese momento, yo no me daba cuenta que estábamos traspasando un mundo para ir a otro desconocido. De hecho, nadie puede decir que yo morí, si estoy vivo. Pero, debo haber estado al borde. Y Ariadna también.
Me fasciné con ella, una mujer encantadora, adorable, y además, le caí en gracia. De verdad, me estaba enamorando de Ariadna, y justamente por eso fue tan doloroso lo que ocurrió a continuación. Ella se levantó del asiento y me dijo que tenía que volver.
-¿Volver? ¿adónde? -quise saber.
-Volver por donde vine. Así lo escuché recién, cuando me envolvió la luz.
-¿Qué luz? -pregunté sorprendido.
-Adiós -me dijo, con un beso suave, y al poco rato estaba alejándose y me hacía señas con la mano.
Quedé desolado. En ese momento sentí que me había muerto. Quise que me envolviera una luz y me dijera que tenía que regresar. Y algo así sucedió, aunque sin luz.
-Tienes que buscarla -me dijo, claramente, una voz silenciosa.
Entonces, eché a correr por el mismo camino que trajo y se llevó a Ariadna. Ella volvió a la vida y, al parecer, yo también estaba volviendo.
No recuerdo qué pasó después. Me llené de dolores en todo el cuerpo. Trataba de moverme, y no podía. Había vuelto a mi cama de hospital, y vi gente a mi alrededor.
-Las oraciones lo trajeron de vuelta -escuché decir.
Por mi estado, no me era posible escribir la experiencia vivida en ese pequeño viaje. Ni siquiera dictarla. Recuerdo que me dediqué a repasarla en mi mente, una y otra vez, para no olvidarla. Es que fue una vivencia tan hermosa. Por un lado, yo estaba contento de haber vivido eso, pero por otro lado, triste porque se me fue entre los dedos como si fuera agua. Aunque hubiera podido dictar, no me habría animado a hacerlo. Tenía mucho temor de ser incomprendido. Incluso, después de salir del hospital, y luego de varias semanas de convalecencia en mi casa, junto a mi mamá, aún no le había contado nada a nadie.
Todo esto lo voy recordando mientras conduzco mi automóvil por la carretera, en una tarde tranquila. Bueno, en realidad, es el auto de mi madre. Ella me lo presta desde que entré a la universidad, el año pasado.
Mi mente vuelve una y otra vez a aquel acontecimiento importante de hace algunos meses. Mi primera actividad, en cuanto pude levantarme y salir a la calle, fue dirigirme a esa inmensa biblioteca que hay en el centro, a buscar información de accidentes automovilísticos en la fecha en que estuve muriéndome. Necesitaba encontrar a Ariadna como fuera. Pasé tardes enteras en el silencio de una sala en que todos leían, mientras yo, frente a los ejemplares de los diarios de varios días intentaba investigar. Fue inútil. No encontré información de ninguna Ariadna. Tuve que rendirme a la realidad. No todos los accidentes aparecen en la prensa. Además, es posible que en el suceso que busco no haya habido personas fallecidas. Por otra parte, nadie intentaría asegurar que el accidente aquel haya tenido lugar en mi ciudad, ni siquiera en este país. Mi búsqueda duró un par de meses, y era lo mismo que estar atrapado en un camino del que no se puede salir. Hasta soñaba con laberintos.
Mi mamá se empezó a preocupar porque notó que yo no estaba yendo a clases.
-Estoy buscando a Ariadna -le dije, simplemente, sin más detalles ni explicaciones. Curiosamente, no me encontró loco, ni nada de eso.
-¿Ariadna? ¿La del laberinto? -preguntó mi mamá. Me asombré de cómo ella podía saber en lo que yo estaba metido. Jamás se lo había mencionado.
-¿Cómo sabes eso? -le pregunté.
-¿Saber qué cosa?
-Lo del laberinto, pues mamá.
-Bueno, de repente me gusta leer los mitos griegos. Enseñan mucho.
Quedé desconcertado al darme cuenta que su laberinto no era el mío. Le pedí que me explicara un poco más, y ella me contó todo el cuento aquél, que yo jamás había escuchado. Interesante, en todo caso, que una Ariadna haya ayudado a un tipo a vencer a un engendro raro, con cuerpo de hombre y cabeza de toro. Con un simple ovillo de hilo se pudo resolver un problema enorme, vital. Me maravillé tanto, que prometí a mi madre dejar de buscar a Ariadna. No le mencioné que ahora iba a empezar a buscar el ovillo de hilo.
-Estás cansado, Rafael -me dijo ella- y yo supuse que me estaba viendo como a un damnificado neuronal. Y a lo mejor tenía razón.
-¿Quién es tu Ariadna? -me preguntó con un poco de miedo y una pizca de celos. Le respondí con alguna evasiva, pero al observar su incredulidad, se lo conté todo, y me emocioné tanto que hasta lloré un par de lagrimitas. Ella me acogió con amor de madre, y en ningún momento miró en menos mi aventura. Al contrario, me respetó y me volvió a repetir que habían rezado mucho, ella y mis tías. Realmente, me creyeron muerto y resucitado.
Me pregunto a qué he venido de vuelta, entonces. Ya sé que vine a buscar algo misterioso. Aún necesito descubrir qué significado puede tener el ovillo de hilo en mi vida. A veces me veo abandonando a Ariadna. Eso sí que es doloroso. ¿Y el hilo, qué? El alma de toda mi vida es un hilo, que no tiene que cortarse. ¿Dónde está? ¿Qué representa?
Pensaba todas estas cosas cuando, súbitamente, tuve que detener el auto, pues a lo lejos, hacia adelante, un automóvil se acaba de estrellar contra la barrera por hacerle el quite a otro vehículo.
Corro hacia allá y logro sacar a la conductora, única pasajera. No sé si el auto se va a incendiar. Alcanzo a sacar también la cartera, instintivamente. Llevo a la mujer a mi auto y parto, lo más rápido que puedo, hacia el pueblo más cercano. Ella ha perdido el conocimiento. Tiene una herida en la frente, y la blusa manchada de sangre.
-Nombre de la persona accidentada -pregunta monótonamente la secretaria de Urgencia -mientras yo no sé qué hago con la cartera en la mano. La abro y encuentro un ovillo de lana, entre una infinidad de cosas, y en el fondo, las tarjetas.
-La persona se llama . . . -empiezo a decir, mientras leo el documento- . . . Adriana . . . - y no puedo seguir leyendo.
-¿Adriana . . . cuánto? -me exigen desde el otro lado del mesón.
Para mí, el mundo se detuvo durante un segundo. Ahora, todo es nuevo.
Caja de Navidad
Hoy, que es sábado, hemos venido a la feria. Con mi esposa, queremos comprar algunas frutas y verduras para la semana. También nos acompaña nuestro hijo Eugenio, mientras que la pequeña María Paz se ha quedado con la vecina, que la cuidará por unas horas.
-¡Rafael! -siento la voz de Adriana que me llama para que la ayude a elegir duraznos.
Es que el vendedor quería ponernos en la bolsa unos que estaban dañados. Mi primer impulso fue el de presentar ahí mismo mi queja. Sin embargo, en una fracción de segundo pasó por mi mente toda la actividad que estuvimos haciendo ayer, al atardecer. Llenar la caja de Navidad. Esa que uno compra en la parroquia para que la hagan llegar a una familia que no conocemos, ni conoceremos nunca. Esa que llegará a esa familia, de parte de alguien que tampoco conocen ni conocerán nunca.
No sé por qué me imaginé que nuestra caja iba a ir a ese vendedor de la feria. No hay por donde suponer que pueda ser así, pero es que es algo conceptual. El hacer una caja de Navidad tiene que servir para algo más profundo que regalar unos pocos víveres. Es una acción que debería acercarnos.
Por eso, recapacité, y cambié de actitud.
-Amigo mío, ¿sabe qué? -le dije sonriente al hombre- quiero llevar los duraznos más lindos que usted tenga.
Él también cambió de actitud, y me eligió la mejor fruta.
Y terminamos amigos.
Adriana
Un descubrimiento notable
La muerte de Julián me causó gran dolor. Él fue siempre un buen hermano. Muy bueno con todos, especialmente con su novia Carolina. Y también con la humanidad, ya que donó sus órganos.
La vida siguió, y tuve que reponerme como pude. Me volví un poco retraída. Yo misma estuve a punto de morir en un accidente, tiempo después, y así fue como me encontré con Rafael, que no sé decir si lo conozco desde siempre. Nos enamoramos con gran rapidez e intensidad.
Cuando le conté a Rafael que Julián donó sus órganos, percibí en él una emoción súbita. Le pregunté qué le pasaba.
-No me pasa nada, Adriana -me respondió.
Después que insistí, me dijo que admiraba ese bello gesto de mi hermano. Me siguió hablando de otra cosa. Pero, conmigo no puede tener secretos. Supe que él quedó muy afectado por lo que habíamos estado conversando.
Yo no sabía qué pensar, y me rondaba una inquietud insistente. Encontré que Rafael tenía unas actitudes muy parecidas a las de Julián. Ya sé que eso no quiere decir nada, pero... talvez podría decir mucho.
En una tarde de jugueteo amoroso mis dedos rozaron algo irregular en su pecho. Era una cicatriz de una operación que tuvo. No quiso darme detalles, pero en ese preciso momento nuestra tarde se enfrió.
Seguí preguntándole durante muchos días, hasta que reconoció que le habían puesto un corazón. Su operación había sido un trasplante, nada menos.
-¿Te acuerdas de la fecha?
Se acordaba, claro está, y es exactamente la misma fecha en que murió Julián. Entonces, pude explicarme el mutismo de Rafael.
-No tienes que sentir culpa, mi amor -le manifesté con ternura.
De común acuerdo con Rafael, decidimos no averiguar ninguna cosa que tuviera intención de cerciorarnos. Simplemente, su corazón es el de Julián. Lo sea o no lo sea. Y así, lo quiero mucho más.
Cirilo
La curiosidad de Cirilo
Nací un 27 de Junio y me pusieron por nombre Cirilo, en honor al santo que se celebra ese día. Mi familia ha sido siempre muy religiosa, a tal punto que me he desarrollado en torno a la parroquia. De niño, ayudaba misa, y ahora, de grande, nunca falta algo en qué ayudarle al cura párroco. Él me habla maravillas de mi santo patrono.
-Es doctor de la iglesia -me dice siempre. Antes, me imaginaba que mi santo era médico.
-Era el patriarca de Alejandría -me enseñó también.
Parece que los conocimientos del cura llegaban hasta ahí, no más. Sin embargo, logró despertar mi curiosidad. Yo necesitaba saber más de mi patrono, y por eso me dediqué a investigar en bibliotecas, con mucha esperanza de que la vida de San Cirilo fuera un modelo a imitar.
La primera frustración la tuve cuando me enteré de que este Cirilo no es santo, pues nunca ha sido canonizado. Sus devotos le llaman "san", debido a la admiración que le tienen.
Seguí buscando, por si talvez haya sido Cirilo alguien admirable. Eso de "doctor" hace pensar en la inteligencia y estudios de esta persona. Pero, no me cuadraba porque su perfil es el de un hombre vehemente, autoritario y violento. O sea, nada que ver con sabiduría ni con estudios.
Desconcertado, seguí investigando. En un libro leí que Cirilo se valió del soborno y la calumnia para deponer a su adversario, el obispo de Constantinopla. Talvez el autor de ese libro esté sesgado, pero en lo que todos coinciden es en el fanatismo con que Cirilo defendía ciertas aseveraciones teológicas, sobre cuestiones muy complejas, que yo no entiendo, y probablemente él tampoco.
Hasta leí que Cirilo tenía un grupo de choque, formado por provocadores inescrupulosos, disfrazados de monjes.
No quise leer más. Mi famoso patrono está ahora en el suelo. Afortunadamente, hay otro San Cirilo, el de Jerusalén, cuya fiesta es en otro día distinto, pero eso no importa. Lo he adoptado como patrono, de aquí en adelante.
Todo este asunto me sirvió para algo importante. Me cuestiono la forma cómo he vivido mi vida. Me estoy replanteando.
Cirilo y las clarisas
Me encanta la imagen de Santa Clara que hay en el templo de las clarisas, a la salida de Los Ángeles, cerca del cementerio. Y ya que estoy en viaje hacia Santiago, y he de pasar por ese lugar, me detuve un rato y entré a ese pequeño templo. Fui hacia adelante, y ahí estaban las estatuas. San Francisco a un lado, y Santa Clara al otro, ambos en actitud contemplativa, amándose a su manera, de espíritu a espíritu. El escultor que hizo esta bella imagen de Clara ha de haber sido un gran artista. ¡Cómo logró una obra tan hermosa!
Me senté en un banco cercano y me puse a meditar, con los ojos cerrados. Al rato de estar así, me pareció escuchar como si Clara me estuviera hablando en silencio. Me pedía algo, relacionado con el número 3. No supe si hacer caso o no. Abrí los ojos y la mire con cara interrogativa. Volví a mi meditación.
Un par de minutos después sentí una palabra en mi interior. Esta vez, relacionada con mi viaje. Me pareció entender que me pedía llevar a unas monjas a Santiago. Seguí con los ojos cerrados y se me venía una imagen de tres monjas. En silencio, pregunté a Santa Clara si me estaba pidiendo llevar a tres monjas hasta Santiago. Entonces, me pareció escuchar un Sí, con claridad.
No entiendo en qué forma funciona esto, ni cómo llegó a mí esa solicitud, así de exacta. Por cierto, estuve dispuesto a cumplirla, y además no me costaba nada.
Salí del templo, pensando en cómo sería esto de ir a preguntar por tres monjitas que necesitaban viajar. Cuando ya estuve afuera, el asunto me quedó casi claro, pues vi a dos monjas en actitud de espera. Portaban sendos bolsos de viaje, con sus pertenencias, y miraban con ojos largos a los vehículos que pasaban por la carretera. Les hacían alguna seña, con una fe digna de admiración.
-¿Vais hacia Santiago? -les pregunté.
-Eso es justamente lo que estamos intentando.
-Os llevaré.
-Gracias, señor -dijeron al mismo tiempo, con alegría.
-Eso sí, yo sé que tengo que llevar a tres, y no solamente dos.
-Ya le decía, hermana -comentó la más joven de ellas, dirigiéndose a la otra.
Me limité a esperar que terminaran su deliberación. Si de algo tenía certeza es que iba a aparecer una tercera.
-Hay una confusión, señor -me explicó la mayor- pues una novicia que iba a venir con nosotros, no vendrá.
-¿Y por qué no vendrá, si tenía que venir? -pregunté.
-Es que así lo he decidido, porque a último momento le pedí que se ocupara de algo que tiene que hacer acá.
-Lo siento -repliqué- pero tengo el encargo de llevar a las tres... O a ninguna.
La mayor se resignó, y ordenó a la más joven que fuera a buscar a la novicia.
Menos de un minuto demoró ésta en aparecer, muy contenta, con su equipaje en la mano, que sin duda tenía preparado desde antes.
Advertencia
La visión extraña se instalaba en mí, una y otra vez. Así fue ocurriendo durante varios meses. No duraba más de unos pocos minutos, y a veces tardaba días en volver. La primera vez, no le hice caso, pero como era una imagen insistente, no me quedó otra que pensar en esa escena: Un muro que se derrumba. No parece nada tan espectacular, si no fuera por un detalle que me aterrorizaba. Es que en la visión, yo quedaba atrapado. Después de mucho, empecé a sospechar cuál era el mensaje que había para mí allí. Talvez he de vivir eso exactamente alguna vez, y para entonces tendré que tener muy pensado cómo resolver la situación. . . Si es que se da así. Y si no, no pierdo nada.
Al principio no quise contárselo a nadie. Me daba un poco de pudor, si se puede decir así, además de que nadie me iba a creer. Hasta que me convencí de que la única manera de lograr algo en torno a eso de resolver la futura situación, era mediante la complicidad con alguien. Yo solo, no estaré en condiciones de resolver nada. Más bien, alguien tendría que sacarme del apuro, llegado el caso.
-Tengo un presentimiento -me atreví a decirle a mi hermana Carolina, una tarde en que la invité a tomarse un helado.
-¿Qué sería?
-Mira, no me preguntes cómo lo sé, pero cada vez lo siento con más certeza.
-¿Qué sientes, Cirilo?
-Es como un anuncio. A lo mejor, alguna sabiduría extraña trata de advertirme un posible peligro.
-No me asustes. . .
-No te lo digo para que te asustes. . . Mira, es como un temblor muy fuerte, un muro que se desploma, y yo intentando salir de entre los escombros.
-Cirilo, tienes miedo de un terremoto. Es sólo eso. Yo también les tengo miedo.
-Es un poco más que . . . simplemente tener miedo.
-En realidad, debo reconocer que tú nunca le tienes miedo a nada.
-¿Te das cuenta? Esto es como saber que voy a estar en dificultades, y tendré que poder salir de ahí.
Carolina me comprendió, o al menos, así me lo dijo, talvez para tranquilizarme.
El terremoto vino un par de semanas después. Todo se movía de una manera atroz. Las cosas caían estrepitosamente al suelo. No tenía con quien lamentarme, porque vivo solo. Quise salir afuera, a tropezones, porque caía al suelo, y cuando estaba atravesando el pasillo, se derrumbó el muro, y aunque me protegí todo lo que pude, me caí una vez más, traté de alejarme un poco de la zona más dañada, pero no me fue posible. Quedé atrapado por un montón de inmensos pedazos de concreto que me impedían el movimiento. Intenté pedir auxilio, pero eso no resultó posible. Yo no escuchaba ningún ruido. Tampoco podrían escucharme a mí.
Al poco rato llegó Carolina con unos bomberos. No les fue fácil sacarme, pero lo lograron.
Adelaida
El huésped
Yo estaba apurada, ordenando todo. Ya veía que, en cualquier momento llegaba Cirilo con el francés. Bueno, en realidad, me advirtió muy claramente que no se trata de un francés. Supuse que debía ser un belga. O talvez un filipino.
A las once de la mañana llegó Cirilo. Él pertenece a una comunidad cristiana en la que yo estuve un tiempo.
También venía el huésped. Está en Santiago para asistir a un congreso religioso ecuménico. Me pareció tan raro que tuviera pinta de árabe. Aún no me reponía cuando escuché la voz de Cirilo.
-Hola, Adelaida -me saludó.
-Se llama Gaspar -agregó Cirilo, presentando a la visita, después que correspondí al saludo- y pertenece a la Congregación Ortodoxa Siria.
-Buenos días -atiné a decir, pero el visitante no entendió nada.
Lo hice pasar con un gesto para que comprendiera. Cirilo tenía que irse inmediatamente, así que me quedé sola con el árabe.
-Tome asiento -le dije, y el siguió de pie, con una ancha sonrisa.
-Sit down -repetí, sacando a relucir mi mejor inglés.
Como tampoco entendió, le indiqué con mi mano una silla. Le serví algo de comer. Eso sí que lo entendió perfectamente bien. Me pregunté a mí misma si este joven, que recién venía saliendo de la adolescencia, tendría pozos petrolíferos, pero a él no le dije nada. Mientras el tipo engullía, yo me preguntaba si estaría siendo muy escandalosa con mi falda hasta la rodilla, o si tendría que ponerme un velo en la cara para no estar tan provocativa. Pero a él, tampoco le dije nada. Decidí que Gaspar tendría que adaptarse a las costumbres del país.
Lo llevé a conocer su pieza. Era como andar con la gallinita ciega, pero en este caso, era una gallinita sordomuda. Y no es que no hablara. Me contaba miles de cosas en un idioma extraño. Estábamos incomunicados.
Por señas, metí al árabe dentro de mi auto y lo llevé a una librería cercana, bastante surtida, y compré un diccionario árabe-español; español-árabe.
Por el camino le preguntaba a Dios:
-¿Qué quieres de mí, Señor? ¿Acaso este tipo viene en tu nombre?
Al volver a casa le expliqué a Gaspar, obviamente a través de señas, que el diccionario iba a ser nuestro canal de comunicación. Lo abrí en la página del reloj, para explicarle los horarios. El leyó “reloj” en árabe, y entendió. Su sonrisa era ahora de triunfo.
Por esta vía le pregunté, usando varias instancias del diccionario, en qué idioma comprendía algo durante las sesiones del Congreso. Me dio a entender que le traducían al francés.
Y yo no sé nada de francés.
Como los números son esenciales, aprendimos el uno, el dos y el tres, por el momento. Me cambié a otra página y le indiqué con el dedo la palabra “tren”, que me servía para explicarle el Metro. El leyó en árabe. Poco a poco, Gaspar iba entendiendo. De pronto, pescó el diccionario y lo abrió en el sector de él y me mostró una palabra tan extraña como todas las de su idioma. Yo la leí en castellano. Entonces, entendí que Gaspar estaba que ya se hacía. Le indiqué la dirección en que estaba el baño.
Después seguí explicándole el Metro. Hasta lo llevé caminando a la estación República, muy cerca de la casa. La recorrimos entera. Diccionario en mano le enseñé a movilizarse. Hasta conseguimos un mapa de Santiago, con las estaciones.
En la tarde practicamos números hasta el seis, y también los colores más importantes.
Al terminar el día, Gaspar estaba cansado, y yo exhausta. Por lo menos, ya teníamos algunas palabras en nuestro vocabulario común.
No fueron días fáciles, a pesar de que Cirilo lo venía a buscar en las mañanas, y a dejar, en las tardes. Por lo menos, eso me permitía hacer mi trabajo diario de visitas médicas.
Fue el viernes en la tarde cuando ocurrió aquello. Estando yo en la Clínica Alemana, sonó mi celular. Lo encontré sin dificultad en la cartera. Sé que nunca podrá perderse en ella. La enfermera abrió tremendos ojos cuando vio el enorme celular antiguo que yo esgrimí. Gaspar me estaba llamando desesperado.
-¿Dónde estás Gaspar? -le dije por el teléfono. El pobre árabe trataba de darse a entender. Sin diccionario nos resultaba prácticamente imposible.
-Verde -dijo Gaspar por el teléfono. Menos mal que aprendió algunos colores. Igual, no era una pista tan fácil.
-Cinco -dijo Gaspar. Y entonces creí comprender. Claro, debe estar perdido en la línea cinco del Metro, que es verde. Eso es lo que me imaginé.
-¡Ah! -le dije- ¿En qué estación? Estación . . . - repetí esa palabra varias veces.
En ese momento, alguien se puso al teléfono. Ya no era Gaspar el que hablaba, sino una voz en perfecto castellano.
-Habla el carabinero González, de la Quinta Comisaría.
-¿En qué puedo servirle? -le pregunté, disimulando mi confusión, mientras el cinco y el verde se estaban transformando en algo muy distinto a lo que imaginé.
-Venga a buscar a este turco, por favor.
-No es turco, es árabe.
-Bueno, lo que sea.
Me dio la dirección y partí a buscar a Gaspar. Era lejísimos. Finalmente, nos encontramos y volvimos a casa. Saqué el diccionario, con la esperanza de saber cómo este loco fue a parar a los carabineros. No hubo caso. Jamás lo pude saber.
Un día, temprano, Gaspar abrió el libro en la palabra “avión” y me hizo un gesto aleteando con sus brazos. Al poco rato llegó Cirilo para llevarlo al aeropuerto. Antes de irse, Gaspar me entregó un regalo, que abrí emocionada. Era un ícono muy bello, representando un santo que no conozco. Será mi único objeto en recuerdo de mi huésped. Además de un diccionario árabe-español; español-árabe.
Norberto
Su última humorada
Yo estaba en mi cama, muy enfermo, viendo la TV. Una noticia de último minuto me impresionó. Se trataba de un accidente que se produjo en la carretera, en el cual quedó gravemente herido un famoso humorista. Julio Agosto era su nombre artístico. Nos había hecho reir a todos durante años, y ahora nos estaba haciendo llorar.
Horas después murió Julio Agosto, un poco antes de que mi enfermedad me llevara a mí también.
Llegué al otro ámbito, y dejé de sentir dolor en un cuerpo físico que ya no tenía. Adquirí otro cuerpo que, por alguna extraña razón, la gente no veía, pero yo sí, podía ver mis brazos, mis piernas. Y hasta la cabeza, con la ayuda de los espejos.
Me dirigí hacia la iglesia de los franciscanos para recibirme cuando llegara mi féretro. Extrañamente, el ataúd ya estaba dispuesto en el momento en que entré a la capilla. ¿Cómo tan rápido? Miré el rostro del difunto porque tuve dudas. Pude constatar que ese cuerpo sin vida era el que perteneció a Julio Agosto.
Decidí esperar un rato más, pero caí en la cuenta de que no quedaban capillas libres. Estaban todas ocupadas. ¡Qué contratiempo! Ya no podría llegar mi cuerpo acá, a pesar de todas las instrucciones que dejé antes de venirme.
Al poco rato llegó Julio Agosto al lugar. Me refiero a su personalidad tenue. Nadie lo veía, así como a mí tampoco. Él se dio cuenta de ese detalle, así que me habló:
-Yo no quería llegar acá, sino a los Dominicos.
-Y..., tratemos de que te lleven allá -respondí muy interesado.
-Es muy fácil decirlo, pero... ¿cómo se logra?
-Tienes que decírselo mentalmente a alguno de tus deudos.
Julio Agosto lo intentó varias veces.
-No parecen creer que yo les esté hablando -concluyó.
Pensamos varios planes, cuál más loco, hasta que a Julio Agosto se le ocurrió la genialidad. Le contó chistes en silencio al sacristán. Uno tras otro. El pobre hombre emitía unas tremendas risotadas, en los momentos menos propicios. Al principio, los deudos de Julio Agosto se limitaban a carraspear, un poco molestos, pero después de muchos chistes que ellos no percibían, la risa del sacristán terminó por incomodarlos a tal punto que se fueron a quejar al cura. El asunto terminó en franca discusión, y los parientes decidieron llevarse el ataúd a la iglesia de los Dominicos.
Así, la capilla quedó libre para mi llegada, la que se produjo pocas horas después.
Quinta parte.- Los años finales
Eugenio
Alumno escritor
No sé qué escribir.
Esta parece ser la frase típica de esos escritores que se sientan frente a su página, supuestamente en blanco, sólo con la fecha escrita. Ahora me ha pasado a mí, que ni siquiera soy escritor, sino un simple estudiante de colegio.
Ya sé. Escribiré acerca de un escritor. Pero uno de verdad, de ésos que jamás se sientan frente a una página en blanco porque a menudo son visitados por las musas, y las palabras les salen a borbotones. Un escritor que no le importe volver sobre sus textos una y otra vez, con mucho amor, pues los ha traído al mundo desnudos y desvalidos.
Yo mismo podría ser mi propio material. Sí, claro. Esta humilde persona. Pero, tendría que ser mi yo del futuro, después de terminar el colegio y la universidad. Y le pondré mi mismo nombre: Eugenio.
Escribo el título, mientras tanto. “El Escritor”. No me gusta ese nombre para el cuento, pero no importa porque después se lo puedo cambiar.
Me pongo a escribir con toda la fluidez que puedo.
“El escritor está ansioso por leer su texto. Lo encuentra bellísimo, y eso está muy bien. Si de repente le parece que no lo hubiera escrito él mismo. Ayer no más lo invitaron a participar en esta lectura pública, y a él le vino como una buena oportunidad para darse a conocer, y de pasada, disfrutar tanto como si recién viniera conociendo un cuento que escribió hace ya varios años.”
El profesor se pasea por los puestos mirando furtivamente las hojas de cada uno, como si fueran placeres prohibidos. Yo sigo llenando la mía.
“El escritor ya está leyendo su cuento. Un relato muy tradicional, que trata de un señor y su hija que está a punto de casarse. El narrador recuerda ciertos momentos importantes vividos en relación a su hija. Como esa vez que la llevaba al colegio, no tan temprano como era de esperar, y sufrieron un contratiempo. Por doblar en segunda fila, un carabinero les puso una infracción, y eso los demoró más aún. Como consecuencia, la niña llegó tardísimo a su clase. Así como esta anécdota, surgen varias más en el cuento que su autor lee con añoranza.”
Trato de que se me ocurra algo más, mientras el profesor sigue paseándose y disfrutando con cada nueva línea que aparece en alguna de las hojas. De pronto, se abre la puerta de la sala y entra una niña que yo no conozco. Es alumna porque tiene el uniforme, pero no es de este curso, pues no la he visto jamás. Supongo que se equivocó de sala. Sin embargo, ella actúa como si éste fuera su curso. Debe ser nueva.
La recién llegada sabe cual es su puesto y se dirige a su escritorio sin dudar. Se disculpa ante el profesor por estar llegando atrasada. Le explica que un carabinero les pasó un parte porque a su papá se le ocurrió doblar en segunda fila.
Una habilidad ansiosa
Vivo en una neurona de Eugenio. Paso días enteros, guardado en mi célula apagada, tratando de no olvidarme de mí. Hoy ha ocurrido mi renacer. Eugenio me llamó, por fin. Fue bellísimo despertar con todo iluminado. Las dendritas del vecindario se alborotaron y se pusieron a coquetear como locas. Que me necesiten es un acontecimiento, aunque sólo sea para una consulta trivial. Contengo la información del estado de cosas que había al gestarse la criatura en la cual vivo. Bueno..., ya es un niño grande. En este momento, camina de vuelta del colegio, junto a su amigo, el hijo de Carolina.
-¿Te has puesto a pensar que, hace apenas unos treinta años, las cosas no estaban tan avanzadas como ahora? -le dice, alegremente, mientras esperan para cruzar la calle.
-En ese tiempo... -responde el amigo- , tienen que haber habido puras carretas.
-No, Elías, si no hace tanto tiempo... Habían autos, pero no eran eléctricos como ahora. Funcionaban a gasolina, como algunos de los actuales buses interurbanos.
-Esos que tienden a morir... ¿Y cómo eran, en ese tiempo, los tranvías de Santiago?
-Los tranvías de Santiago estuvieron desaparecidos por varias décadas. Durante un tiempo fueron remplazados por unos horribles buses a gasolina, que ensuciaban mucho el aire..., a tal punto, que las autoridades decidieron volver a los tranvías.
A medida que siguen conversando, mi lugar se ilumina, y logro ver cada vez más lejos. Hasta la casa de Eugenio, donde los niños están llegando. El tiempo se me vuela. No me doy ni cuenta y ya están en la pieza de Eugenio, quien acciona el interruptor al lado de la puerta. Al instante, se enciende una gran pantalla que ocupa toda la pared frente a la cama. El muchacho toma el control remoto desde el velador y se pone a manipular botones con una maestría increíble.
-¿Sabes, Elías? No pude ir a clase de Matemáticas porque a esa misma hora había Arte, y también Filosofía. Fui a Arte, ¿y tú?
-Yo fui a Matemáticas. Dieron tarea, y también entregaron la nota de la prueba.
-¡Ah! Déjame buscarla -Eugenio maneja el control remoto, y elige en la pantalla el ícono “Colegio”. Se abre una ventana tras otra, con rapidez, hasta que aparece la clase de Matemáticas.
-Adelántala un poco, que el principio es una lata.
Veo pasar la clase en cámara rápida, hasta detenerse. Varias frases se van desplegando en el lado derecho. Se ilumina una que dice “Notas”, y después aparece una lista.
-Cinco y medio, apenas. Tendré que reclamar.
Eugenio enciende otra frase, “Mi Tarea”, la que se apaga dando paso a “Impresión”.
-Tráela, por favor -dice Eugenio, displicente.
Elías va hacia la impresora y vuelve con una hoja en la mano, leyéndola.
-Es muy fácil tu tarea. Después te puedo ayudar, pero antes quiero que me expliques el Quijote, mira que mañana tenemos prueba. Voy recién en el capítulo cuatro.
Eugenio vuelve a su control remoto. Durante un segundo, destaca en el muro iluminado la palabra “Literatura”. Continúa yendo de una ventana a otra. Pronto aparece a todo color la figura de Don Quijote, cabalgando junto a su escudero.
-Te voy a imprimir el cuatro, pero... algo raro me está contestando.
-Oye, Coné, ¿por qué no lo mandas a la impresora de la María Paz?
-No me digas Coné, y ... no te hagas ilusiones..., si a mi hermana no le interesas... -dice Eugenio riendo-. Bueno..., allá va.
Elías se dirige hacia el dormitorio que está al final del pasillo. Golpea la puerta antes de entrar. Lo recibe María Paz, no muy amistosa.
-¿Se puede saber qué hace Sancho Panza en medio de mi trabajo de Historia? -pregunta la niña, un tanto ofuscada por la invasión.
-¡Ah! Justamente vengo a buscar un capítulo de Don Quijote.
-Oye Elías, ustedes se pasan de frescos.
-Te ves linda cuando te enojas.
-Mejor cierra la puerta por fuera, estúpido -le responde María Paz, pasándole el capítulo todo descompuesto -¿Crees que no me cuesta caro el papel?
-Yo te voy a comprar una resma -grita Eugenio, para que lo escuchen.
Cuando vuelve Elías, ordenando las hojas, su amigo ya está buscando el programa de las compras. Digita una letra, y selecciona “Resma de papel A4”. Antes de confirmar la compra hace que aparezca una foto de la hermana. Al final obtiene lo que parece ser un mensaje de error en el proceso. En realidad, es una simple frase, “Mesada Agotada”.
-Anda a “Línea de Crédito” -le aconseja Elías.
-Mi viejo me la quiere bloquear -responde Eugenio, pero hace caso a la sugerencia, y obtiene un nuevo mensaje que dice “Compra Efectuada. Entrega en 15 minutos”.
-¿Te fijaste que no me dejó elegir la marca?
-¡Qué te va a dejar! Si la marca la eligió tu viejo cuando compró el sistema.
-Creo que, años atrás, uno elegía lo que quería comprar.
Toda mi célula se ilumina nuevamente. Eso me da como más vida. Me hace sentir pleno.
-Ya te pusiste a pensar leseras -le reprocha Elías.
Ahora resulta que me consideran una lesera. Me dan ganas de enojarme, pero no está en mí.
-¿Veamos cómo están las noticias? -ofrece Eugenio.
Miro la pared y el control remoto. Los niños seleccionan “Noticias” y se despliegan varios títulos. Encienden uno de ellos, y surge la imagen de un automóvil espectacular que avanza por la carretera. Se escucha la voz del relator refiriéndose al viaje que el Agente de Mercado Global está haciendo hacia Valparaíso, con motivo de la inminente llegada de unos materiales de construcción.
-Antes, yo creía que el AMG era una especie de Ministro de Estado.
-No, no es del gobierno..., pero influye... El tipo es dueño de casi todas las empresas.
-Escuché por ahí... que es dueño hasta de los semáforos.
-No de todos. En realidad, tiene la concesión vitalicia de los semáforos de la Alameda, Providencia, Apoquindo y Avenida Las Condes. Cada vez que un vehículo pasa con luz roja en alguna de esas calles, el propietario tiene que pagar una multa al AMG.
-¡Qué patudo! Y él pasa con la luz que le da la gana. Así me contó el chofer de este viejo. Lo detesta. ¿Sabías?
-No tenía idea.
-No lo puede ver. Me dijo que hasta los comandantes en jefe tartamudean cuando le hablan al AMG.
Recorren varias noticias, pero no se quedan con ninguna.
-Mejor, vamos a las películas.
Estoy como atontado mirando en la pantalla las indicaciones. “Cine en su Hogar”, “Seleccione Actor/Actriz”, "Western". Eugenio elige un filme, y éste empieza a proyectarse. Me fijo en mi propio ámbito, cada vez con menos claridad. Trato de sobrevivir y escucho los sonidos de la casa. Puertas, teléfonos, música y voces lejanas que no siempre se entienden.
-¿Hasta qué hora vas a estar ahí trabajando? -escucho que a lo lejos pregunta la mamá de Eugenio a su marido.
-Mi viejo es súper trabajólico -dice Eugenio.
-El mío también.
Ambos vuelven a mirar la pared de luz, mientras yo trato de mantenerme despierto. Más teléfonos, más voces. Suena el timbre. Siento la puerta de calle, un “Gracias”, y la puerta, otra vez.
-Pacita, te traen un A4 -grita hacia arriba la madre.
-Recíbemelo, que ya me desocupo -grita hacia abajo la hija.
Los niños se cambian varias veces a otras películas, hasta que se quedan con una que los atrae un poco. De pronto, la proyección se interrumpe. Una lucecita se enciende en la pantalla de nuestra pieza, y suena una alarma, no muy exigente.
-Noticia de último minuto -exclama un locutor.
-¿Qué habrá pasado? -se preguntan ambos muchachos.
Con el control remoto destacan la frase “Ver la Noticia”. Al instante, un despliegue en la pantalla. El periodista nos cuenta acerca de un accidente ocurrido en el camino al puerto. Un automóvil cayó a un precipicio. Mueren el AMG y su chofer.
Empieza a reinar el silencio en la pieza. En el resto de la casa, la bulla habitual. Mi célula se está apagando. Las dendritas se retraen. No quiero irme a dormir todavía, pero no soy yo quien decide. Se cierra mi neurona. Y ahí quedo en la penumbra, no sé por cuánto tiempo más.
El escritor y la escritora
Estábamos de paso en una misma gran casa de campo, aunque antigua, muy bien tenida y arreglada, con su escala majestuosa para subir a cada uno de los dos pasillos del segundo piso.
Carolina también es escritora, como yo, y bastante mayor que yo. Nuestra relación es la de colegas y amigos. Estábamos asistiendo a una sesión de un club literario.
-Eres un imbécil, Eugenio -me gritó Carolina.
-¿Qué te has creído?
Continuamos diciéndonos frases hirientes, que a todos asustaban.
Ambos sabíamos que sólo se trataba de crear diálogo para nuestras novelas. Después de estar casi peleando, nos reímos los dos muy contentos y nos elogiamos mutuamente:
-Eugenio, estuviste genial.
-Ése será un buen diálogo.
Las demás personas se aliviaron al final, diciendo:
-Otra vez estos idiotas y su jueguito.
Elías
El mensaje
Esa mañana de lunes no parecía ser distinta a las demás. Me desperté de a poco, repasando el sueño, como hago siempre. Aún estaba en ese estado que no es ni alfa ni beta. Quizás puede ser algo así como delta.
-Levántate, Elías, ya desocupé el baño -me dijo María Paz, envuelta en una toalla y en una nube de vapor.
Yo no estaba tan despierto todavía. Me faltaba decirme a mí mismo que de nuevo soñé con esa misma habitación recurrente. La de adornos en relieve, como guirnalda recta en los bordes de la pared. Y curva en el techo, rodeando la pesada lámpara de seis ampolletas con sus cilindros imitación vela y una argolla metálica. Y al lado de la puerta, un ajado piano vertical lleno de fisuras, entre las que se destaca una especial, más grande, en el borde izquierdo, muy cerca de la tapa del teclado, y que se parece a los galones de un sargento. En el otro extremo de la pieza, esa ventana de segundo piso. La abrí girando el pomo, y salí afuera dando grandes zancadas en el aire. En mis sueños, ésa es mi pieza, pero no logro relacionarla con ninguna de las casas en que he vivido. El piano es como el que tenía mi abuelo, heredado de su padre. Pero, el de la realidad estaba casi impecable. Sólo tenía una muy pequeña muesca en el lado izquierdo, que mi elaboración onírica ha magnificado. Me sentí prisionero de este sueño, del cual no podía salir. No es que fuera un mal sueño, pero no entendía por qué me visita casi todas las noches.
Cuando ya pude levantarme, me puse a pensar en mi abuelo. Siento cariño por él. Fui su nieto regalón. Consolaba todas mis penas de niño, y después, las de adolescente, hasta que su vejez se lo llevó de este mundo.
Mientras me duchaba ese lunes, recordé que el abuelo siempre me hablaba de una novia que tuvo, años antes de casarse con mi abuela. Una niña a la que adoraba. Estercita, como le decía, murió en un accidente, a temprana edad.
-Vas a llegar tarde a la oficina -me reprendió María Paz cuando me senté en el comedor y me disponía a ponerle mantequilla a una tostada.
-Tarde, pero con el desayuno bien puesto -respondí, y le conté mi sueño.
-Esa pieza debe ser de alguna vida anterior que has tenido -me aseguró, y yo estaba a punto de creerlo así. Se lo dije, pero le manifesté también mis dudas. En todo caso, siempre he sentido curiosidad por el tema.
-Para mi próxima vida, si es que la hay -le dije-, tendría que inventar, desde ya, la manera de dejarle un mensaje.
María Paz rió, como si yo hablara leseras. De hecho, en ese momento creí que lo eran. Ella se levantó para irse a su trabajo.
-No te atrases -me dijo al despedirse.
Me quedé pensando en lo que me oí decir. Talvez debía buscar un mensaje que mi antecesor me hubiese dejado.
Partí hacia mi trabajo, caminando porque me quedaba cerca. Por el camino, pensaba que yo también amé mucho a Estercita, cuando el abuelo me contaba su historia triste. A mi manera de niño, claro, y sin haberla conocido. Ella fue criada por una tía, que era como su mamá. Conoció a sus hermanos cuando tenía ya cerca de catorce años. Nunca entendí los motivos que pudieron tener sus padres para abandonarla, pero recuerdo que cuando el abuelo me lo contaba, se me caían las lágrimas.
El mismo caminar de siempre tenía ese día un sol primaveral y el canto de los pájaros. Y también esa casa estilo inglés que está en una esquina, tres cuadras después de cruzar la avenida principal. No es que fuera atrayente, pero a mí me gustaba tanto que habría dado cualquier cosa por entrar a verla por dentro. Nunca me había atrevido a insinuarlo siquiera, pues no conocía a las personas que la habitaban. Esa casa me decía algo, como si yo la conociera de antes, aunque ya sabía que nunca he vivido en ella.
Esta vez, la casa tenía un letrero anunciando con grandes letras rojas “Se vende”. Al verlo se me dio vuelta el corazón. Saqué mi libreta y un lápiz, y anoté el teléfono que aparecía en el letrero. Me puse muy contento. Por fin iba a conocer la casa.
Lo primero que hice después de llegar a la oficina, y de saludar así no más, y de encender el computador, y de soportar la mirada agria del jefe y sus palabras desatinadas, fue tomar el teléfono y llamar a la oficina de propiedades.
-Sí, está bien, mañana a la hora de almuerzo.
No me costó tanto esperar un día más. Trabajando se me volaba el tiempo. Fui al día siguiente a esa casa, lleno de curiosidad, pensando que a lo mejor era un verdadero mensaje. El que yo necesitaba.
Desde que crucé la puerta y me interné por el pasillo oscuro, había algo que me era familiar. Al subir la escala, supe por anticipado cual escalón es el que iba a crujir. Y llegué a mi habitación. Sí, a la misma del sueño, con los mismos adornos en la pared y en el techo. Y esa lámpara tan conocida. No había ningún piano, lo cual era de esperar. Me asomé a la ventana y me imaginé caminando por el aire. Me daba pavor y risa, al mismo tiempo.
El empleado que me acompañaba me miró con mucha esperanza al notar mi alegría. No le quise decir que no estaba en condiciones de comprar la casa. Le dije que lo iba a pensar y que lo llamaría.
La recorrí una vez más, y me imaginé jugando con mi elefantito, sentado en un cojín verde, con una muñeca. Eso era tan extraño. ¿Una muñeca? No sé por qué, si nunca jugué con muñecas. ¿Sería que, realmente, tuve una vida anterior en la cual fui mujer? Me costaba mucho asumir la sola posibilidad de tener una identificación femenina. Igual, me quedó dando vueltas ese pensamiento por varios días y lo fui juntando con otros que ya tenía de antes, un poco olvidados. Pianista. Sí. Desde siempre me he visto tocando el piano cuando intento visualizar a mi eventual versión anterior. Esa tarde recordé que Estercita tocaba el piano de una manera maravillosa, según decía mi abuelo.
Días después de visitar la casa, volví a la oficina del corredor a hacerle algunas preguntas. Quise saber el nombre del propietario anterior al actual. Casi me caí del asiento cuando escuché el apellido, pues era el mismo de Estercita. Los cabos se estaban atando. Entendí por qué ella era importante en mi vida. Y me maravillé de cómo, por morir joven, habría tenido la posibilidad de reencontrarse con mi abuelo, su ser amado. Mi ser amado.
No me podía convencer. Más que nada porque encontré un inconveniente que antes no había querido mirar. En mi vida real nunca pude aprender a tocar el piano porque tengo los dedos tan gruesos que, hasta el día de hoy, cuando escribo en el computador tengo que corregir mucho por andar golpeando teclas vecinas. De niño lo intenté en varias ocasiones, en el piano del abuelo. Claro que eso fue antes de ese año difícil que hubo, cuando la situación económica de la familia se puso tan delicada que el abuelo optó por vender su adorado piano.
A pesar de mis dudas, seguí dispuesto a buscar un mensaje de Estercita para mí. Que yo supiera, no dejó nada escrito, ni pintó, ni nada parecido. Tampoco dejó alguna grabación de música. Supongo que en ese tiempo ni las hacían. Al último, acepté la absoluta inutilidad de seguir buscando mensajes inexistentes. Definitivamente, no me siento Estercita, aunque tenemos mucha vida en común. Pienso esto mientras le pongo mantequilla a la tostada del desayuno de hoy.
-No creo que uno tenga otras vidas -le digo a María Paz.
-¿Y por qué no? Ya te he contado que yo fui Juana De Arco.
-Pero, Pacita, muchas mujeres que conozco fueron juanas-de-arcos. Y eso no puede ser.
-¿Entonces, qué?
-Simplemente, uno puede sentirse unido a alguien que vivió mucho antes. ¿No te parece?
-Lo que me parece es que se me está haciendo tarde para el trabajo -me dice y me da un beso rápido mientras se dirige hacia la puerta.
Yo también me levanto de la silla y me voy a mi oficina. Esta vez no quiero pensar en cosas filosóficas. Tampoco he vuelto a sentir la necesidad de visitar esa casa, y lo que es más importante, hace varias semanas que ya no sueño con esa habitación que me tenía atrapado.
Cuando termino de cruzar la avenida principal veo a lo lejos un camión de mudanzas estacionado allí, junto a la casa aquella, al parecer. Seguramente fue vendida, y hoy están llegando sus nuevos dueños. Entre varios hombres intentan bajar del camión un mueble vertical de color negro que parece ser muy pesado. Después de un par de cuadras ya distingo mejor. Es un piano, igual al del abuelo. Se ve que está en muy buen estado. Ya lo tienen en la vereda, junto al portón de la casa que fue de Estercita. Corro unos pocos metros para acercarme pronto. Cuando ya estoy cerca, no puedo evitar que mis ojos se dirijan hacia el borde izquierdo del piano. Ahí está, en el punto preciso, esa muesca que conozco tanto, y que quedó integrada en mi vida. Sin duda, esa simple rayita es un mensaje que leí hace mucho tiempo. Ahora, cuando creía estar entendiéndolo, se agrega un nuevo matiz. Empiezo a comprender que hay más personas involucradas en este juego.
El antepasado
Entré a una librería, para aprovechar una hora desocupada. Me encanta revolver todo, con la esperanza de encontrar algo novedoso. En la repisa más cercana al suelo había un libro que me llamó la atención porque conozco mucho al autor, Eugenio, un antiguo compañero de colegio, y que además es mi cuñado. Había pasado más de un año que no lo veía, porque él se fue a vivir a Concepción, y yo no me había dado un tiempo para viajar fuera de Santiago, ya que el trabajo me absorbe mucho. Y ahora me estaba encontrando con esa grata sorpresa. ¡Eugenio es ya un escritor famoso! Yo sólo sabía que a él le gustaba escribir. Hasta ahí llegaban mis conocimientos al respecto.
Compré el libro, y lo leí en muy poco tiempo. Tuve que releer cuatro veces una página que me pareció asombrosa. No porque se estuviera ahí describiendo algo impresionante. No. Era sólo un pequeño suceso trivial. Algo que le ocurrió a mi abuelo. Yo no lograba descubrir cómo Eugenio se enteró de ese acontecimiento, si yo jamás se lo conté, ni a él ni a María Paz. ¡Qué extraño! Si mi abuelo murió hace tanto tiempo. Eugenio no lo conoció.
Entonces, ¿cómo? ¿Acaso hay que creer en alguna rara forma de reencarnación?
Esta historia que le pasó a mi abuelo fue algo muy simple, sin mayor trascendencia. Ocurrió realmente, años atrás en Santiago, cuando él era un joven universitario y tenía una polola que estudiaba la misma carrera de Leyes, dos cursos más abajo. Cuando al joven se le murió su padre en Puerto Montt tuvo que ir para allá por unos días.
Mi abuelo tenía un rival en Santiago, que aprovechando la ausencia de aquél, se aproximó a la muchacha con intenciones de conquistarla. Ella no dio cabida a esos avances. El tipo insistió con tal vehemencia y abuso, que la niña salió corriendo y llorando. Entonces, un amigo de mi abuelo encaró al inoportuno, hasta con golpes de puño. Casi nadie se enteró de ese asunto, según me contó mi abuelo, así que es muy raro que Eugenio haya llegado a saberlo.
Yo necesitaba saber cómo lo supo. Alguien se lo debe haber contado.
Recordé que varias veces María Paz me ha pedido que vayamos a visitar a Eugenio. Y yo..., siempre con evasivas. Esta vez le dije:
-¿Vamos a ver a Eugenio?
Así fue como planeamos un viaje a Concepción, en un fin de semana. Resultó bastante grato, con grandes abrazos de reencuentro. Conversamos miles de cosas. Le hablé de esa historia que vivió mi abuelo, y que él incluyó en su novela.
-La anécdota es idéntica -afirmé cuando él puso cara grave.
-La inventé.
-¿De la nada?
-Nunca es de la nada... Simplemente, se me ocurrió.
-¿Te inspiraste en algo que te hayan contado?
-No, Elías.
Esa vez no seguí insistiendo pero, meses después, Eugenio vino a Santiago. Lo llevé a ver la casa en que vivió mi abuelo cuando era joven. Mi cuñado nunca había estado en ese sector. Vimos sus calles, la farmacia, la confitería. Eugenio vibró con eso. Tenía ese lugar inscrito en él.
-Es como si fueras mi abuelo que volvió a la vida -le dije.
Él permanecía en silencio, sonriente y asombrado.
-Gracias, abuelo -atiné a decirle en tono festivo-, por darme todo lo que me diste.
Sin embargo, yo sabía que eso no podía ser, porque cuando mi abuelo murió, Eugenio ya había nacido. ¿Acaso alguien puede estar viviendo en dos personas al mismo tiempo?
Eugenio continuó sonriendo, sin decir nada.
Comprendí que los misterios siguen siéndolo siempre.
Hermano menor
Gesto fraterno
Soy igual en todo a mi hermano mayor. Pareciera que fuéramos gemelos. Pero, no lo somos. El es alguien, mientras que yo pertenezco a esa casta inferior de los esclavos sin derecho a nada. Mi hermano mayor tiene su pieza, su cama, sus cosas, su tablero de dibujo, sus libros, su bicicleta. Y almuerza en el comedor de la casa, con sus padres. Se supone que también son los míos. Sin embargo, no es así. Vivo en una casa especial, que parece cárcel, con muy poco espacio, y comemos píldoras vitamínicas.
Una vez me escapé y fui a la casa de mi hermano mayor. No me atreví a dejarme ver, pero me puse a observar, escondido detrás de unos matorrales. Ahí estaba él en un escaño del jardín, creyéndose galán, con una mujer al lado, . . . ¡y qué mujer! Simplemente, estupenda. Por supuesto, no tengo derecho a ella. Él la abraza y la besa. Todo para él, nada para mí.
Esa mujer me tenía tan excitado que planeé cuidadosamente mis pasos para conquistarla. La seguí varias veces. Para ello tuve que escaparme de mi prisión otras tantas. Hasta que un día la abordé.
-Hola mi amor -le dije, en el paradero del bus.
-Hola, Samuel -fue su respuesta. Yo estaba fascinado. Para algo me estaba sirviendo ser tan igual a mi hermano mayor. Hice como él hacía. La tomé de la mano, le pasé mi brazo por su cintura, la besé varias veces. Me entusiasmé y fui mucho más allá aun. Cuando puse mi mano debajo de su falda, sentí estar en el cielo. Esa tarde la acaricié tan groseramente en plena vía pública, que ella se enfureció, me dio una cachetada y se alejó corriendo, después de decirme:
-No te veré nunca más, Samuel.
Cuando volví a espiar a mi hermano mayor, estaba solo, en su escaño de siempre. Muy triste. Nos quedamos sin la mujer, y la culpa es mía. Habría dado cualquier cosa por arreglar el lío pero no sabía cómo hacerlo. Mi hermano mayor no sabía de mi existencia. Además, estaba convencido que la mujer amada se había vuelto loca. Quise enfrentarlo, pero desistí. Se me podía morir de la impresión.
Hasta que se me ocurrió un buen plan. Otro plan. Decidí disfrazarme dejándome crecer el bigote. Con el pelo muy corto y unos anteojos sin aumento mi apariencia cambió. Me puse una ropa distinta que tomé prestada de mi compañero de pieza, para esta circunstancia solamente. Con ese aspecto nuevo, me aparecí a mi hermano mayor en la biblioteca de la universidad. El estaba tan metido con un problema insoluble, que le dije que le ayudaría. Tengo su inteligencia aunque no sus conocimientos ni tampoco sus prejuicios. Estaba muy motivado a aclarar esta situación, porque para mí, podría llegar a significar mi libertad.
Como mi hermano mayor no se interesaba mucho por mí, tuve que recurrir a una táctica desesperada.
-¿Te gustaría tener un hermano que fuera igual a tí? -le pregunté derechamente. Dijo que no, y que no tenía tiempo para hablar estupideces. Me dolió en el alma. Resulta que ahora soy una estupidez. Lo encuentro denigrante. Me armé de valor y empecé a preguntarle si creía que pudiera llegar a suceder.
-Jamás -dijo tomando sus libros, y se alejó. Quedé frustrado porque mi plan no funcionó, una vez más.
Me fui triste, vagando por las calles, y llegué a mi prisión. Trepé la reja en la oscuridad.
A la mañana siguiente descendí por esa misma reja. Esta vez tenía un plan que no fallaría. Llegué disfrazado hasta el paradero de la locomoción en que sabía que encontraría a esa mujer estupenda, que no era para mí. Llegué caminando lentamente. Cuando quise hablarle me paró en seco.
-No creas que no te voy a reconocer porque andas con un estúpido disfraz.
-No soy mi hermano mayor.
-Nadie es su hermano mayor -rió y me miró con extrañeza. Por lo menos el buen humor era una señal alentadora.
-¿Te gusta mi corte de pelo? -le pregunté, porque era imprescindible que ella reparara en ese detalle. Me respondió que no. Eso no me importaba. Le pedí excusas por lo del otro día y le prometí que nunca más volvería a suceder. Me mandó a buena parte, pero eso era lo de menos. Ya estaba todo dicho. La dejé ir en el bus que pasó. Yo seguí esperando otro, y otro. Estuve horas sin saber dónde ir. Ya no volvería a mi prisión porque lo que necesitaba era morirme.
Al día siguiente fui a espiar a mi hermano mayor. Estaba en su escaño, acompañado de nuestra amiga. Ahora no sólo la abrazaba y la besaba como antes. También la acariciaba en una forma bastante más osada. Eso fue lo que heredó de mí. Sin más, me retiré, entre risa y llanto. Fue una misión difícil la mía, y ya estaba cumplida. Es lo que se espera de mí, pues no soy más que un estúpido deshecho de la sociedad. Soy un simple clon.
María Paz
El abducido
Constanza, la amiga de mi hijo Samuel, llegó una tarde a mi casa, muy agitada. Venía sin Samuel, a pesar de que habían salido juntos.
-¿Qué pasa con Samuel? -le pregunté, preocupada, después que ella entró.
-Se lo llevó una nave.
-¿Qué...? No me tomes el pelo.
-Sí, tía, aunque parezca increíble.
Me contó que ella se percató, estando a cierta distancia, y no pudo hacer nada más que ver cómo la nave se alejaba a gran velocidad.
-A él se le ocurrió ir a ver qué era ese extraño objeto metálico que estaba en medio de la plaza -continuó diciendo-. De pronto vi que se abrió una especie de puerta...
-¿En el objeto ése...?
-Sí. Era un objeto grande... -aclaró Constanza, que casi lloraba-. Y de ahí salió un personaje extraño..., con ropa de astronauta.
-Tranquilízate, por favor.
En realidad era yo la que estaba intranquila, por decir lo menos, y no sabía si creer o no.
-Fue todo tan rápido -agregó-. El famoso objeto era una nave, y despegó en vertical. Se detuvo por un rato cortito, y se fue tan rápido, que prácticamente desapareció... No dejó rastro.
-Me tienes desconcertada.
-Es así mismo como quedé yo, tía María Paz.
-Tenemos que dar aviso a la policía -atiné a decir, pero me parecía estar viviendo algo irreal.
Sin pérdida de tiempo fuimos a hacer la denuncia. No nos creyeron, pero iniciaron una investigación, de todos modos, pues Samuel estaba desaparecido. Eso no podían dejar de creerlo.
Este insólito suceso ocurrió el 5 de Abril de 2054. Y después pasaron los días. Se inició un largo período de incertidumbre. Me visitaron de la TV, pues el asunto se transformó en una de esas noticias en que todas las personas se fijan.
Cuando se acercaba el primer aniversario de la desaparición, los opinólogos empezaron a decir que el joven sería devuelto el día 5 del mes 5 de 2055.
Siguió pasando el tiempo, y llegó la famosa fecha de los cincos. Toda la gente estaba expectante. Periodistas y camarógrafos de los canales de TV estuvieron desde temprano en las afueras de mi casa. Yo estaba muy molesta por esa invasión. Fue un día tenso, de esperanza y duda. Pasó el día completo, y a altas horas de la noche optaron por irse los de la TV. Así se terminó la duda, y casi también la esperanza. Samuel no llegó.
Y ahora que han pasado tres meses más, acaba de sonar el timbre. Voy a abrir y me encuentro con... Samuel...
-¡Qué sorpresa! -lo recibo con alegría, lo abrazo, lo beso. Hasta lloro un poco, con tanta emoción.
-¿Qué te pasa, mamá?
-¿Qué crees que puede pasarme...?
-¿Y por qué están todos los muebles en distinta ubicación que esta mañana?
-¿Te gustan así como están? -es lo único que atino a preguntar, aunque me quedó dando vueltas su alusión a esta mañana.
-Sí..., mamá... La llave no me quiso abrir la puerta. ¿Qué pasa?
-Tuve que cambiar la chapa, el mes pasado. Es que no funcionaba bien.
Me mira extrañado.
El joven toma el teléfono para llamar a su amiga y le sale una grabación diciendo que ese número no tiene teléfono. Su desconcierto es mayúsculo.
Trato de explicarle que ha transcurrido tiempo. Al ver su cara de incredulidad, pienso que talvez sea mejor que él duerma un poco. Se lo propongo.
-Recién dormí -me dice-. En la plaza me quedé dormido. Soñé algo muy entretenido, que casi no recuerdo... Bueno, fue sólo un sueño.
Samuel
Dos ancianos
Deben haber tenido como noventa años cada uno. Salían a caminar en las mañanas, con abrigos iguales, y sus rostros cansados pero contentos. Todos los días los encontraba en mi camino al trabajo. Eran tan iguales como una sola gota de agua. No sé cómo los gemelos tenían tanto que contarse y tanto de qué reírse.
Durante unos días no vinieron. Supuse que estarían enfermos. Hasta que un lunes vi a uno de ellos caminando solo. Con paso lento, y sus ojos brillosos. También el martes y los días siguientes. De repente sonreía, igual que antes cuando conversaba, como si se contara sus propias vivencias. Me parecía que estuvieran los dos.
Después de un mes, ya no vino ninguno.
Nuevas carreras
Trabajo en la Universidad, haciendo clases en la especialidad de Telurología, pero principalmente investigando cómo podrá utilizarse la energía telúrica en forma pacífica, para servicios básicos.
Mi esposa Constanza también trabaja en la Universidad, pero en la especialidad de Glaciología, que estudia los glaciares, cómo se forman, cómo avanzan, su velocidad, cómo rompen la roca. En definitiva, cómo crean geografía.
Nos encanta conversar acerca de nuestros respectivos asuntos. Y de unas carreras nuevas que están apareciendo. La más notable es Profetología, en el sector humanista. En esa carrera no ponen notas, ni se da exámenes, ni hay título, ni cartón alguno. Usar cualquiera de esas cosas sería formar falsos profetas. Además, se enseña que el trabajo de profeta no puede ser remunerado. Es todo muy raro, y tampoco se enseña mucho que digamos, más bien se despierta el conocimiento que ya está en la persona. Por supuesto, hay que entender que profetizar no tiene nada que ver con adivinar el futuro.
Cirilo
Los restos
Estamos ya en el año 2073.
Afirmándome en mi bastón, tuve que venir a recibir lo que quedó de su cadáver. Me refiero a don Benigno. Era un antiguo desaparecido, tío de mi padre, y ya no le quedan familiares más directos que yo. Un largo tiempo hubo de transcurrir antes de que se aclarara una situación tan desgraciada.
No sé muy bien quién era este personaje, ni cómo se metió en líos, ni qué pensaba, ni por qué sus ideas molestaron tanto a los fusiles.
Presenté mi identificación, al llegar a la ventanilla, y al poco rato me entregaron una cajita con una etiqueta y un número. Recién entonces, empecé a comprender muchas cosas.
Vislumbré el sentido de la vida, y el sentido de la muerte.