Pedro y el encuentro en el monte
Estoy maravillado por tener a Jesús con nosotros. Aunque sólo lo hayamos visto dos veces en este último mes. Y sin poderlo tocar. No he podido asumir que esto pueda ser posible. Sin embargo, lo es. Me pregunto cómo pudo entrar a la casa esa vez que se nos apareció, si estaban todas las puertas cerradas.
La llegadas de Jesús son misteriosas. Después que fue muerto, y en esa forma tan cruel. Y más aún, después que fue sepultado. Es increíble cómo logró derrotar al odio y a la injusticia. Me avergüenzo de no haber estado ahí en el Calvario esa tarde. Tuve miedo, es cierto, mucho miedo. Pero ya lo he ido venciendo.
-Juan -le digo, y quiero decirle también que admiro su valentía, pero no me sale. Él me mira interrogativo.
-Tenías razón -declaro, pero sé que no me va a entender.
-¿Por qué lo dices, Pedro?
A esta altura del diálogo, los otros nueve se interesan en escucharme.
-Quiero decir que tienes una sabiduría especial porque siempre das con la verdad, a pesar de que nunca te entendemos mucho.
-Hago lo que puedo, no más, pero... ¿a qué te estás refiriendo?
-A lo de Judas.
-¡Ah! Te convenciste. Sí, creo que Judas no fue un tipo malévolo, sino que los sacerdotes lo embaucaron.
-¿Lo... qué... quieres decir con eso? -preguntan varios a la vez.
-Lo hicieron tonto -explica Juan.
-Y tan mal que terminó. Me dio más pena que rabia cuando descubrieron su cadáver y fui a reconocer su rostro -explico, porque pienso que no todos lo saben-. Se adivinaba tanto dolor en esa cara, ya sin expresión alguna. Tiene que haber estado muy deprimido y agobiado. El tipo no tenía a nadie.
-¿Y es verdad que el cuerpo cayó a la quebrada? -pregunta Bartolomé.
-Cuando intentaron descolgarlo cayó desde gran altura y se reventó en el fondo de la quebrada. Es que Judas se colgó de una rama bien difícil, en un lugar abrupto.
-¿Por qué dices que lo hicieron tonto? -intenta averiguar Andrés, dirigiéndose a Juan.
-Le hicieron creer que ellos iban a proteger a Jesús, perseguido por los romanos, que querían desaparecerlo -argumenta Juan-, y le pareció bien, sabiendo que el Sanedrín no puede condenar a muerte.
-El que está desaparecido es José, el de Arimatea -acota Simón, apodado Zelote.
-Es bien raro eso -observa Jacob, el hermano de Juan.
-Algunos miembros del Sanedrín quedaron muy molestos con él -expone Mateo.
-Escuché decir que ellos lo tienen encerrado -acota Tomás.
-Creen que él escondió el cuerpo de Jesús -explica Felipe.
Rumores van y vienen, con lo cual la conversación se diluye un poco.
-Judas puede haber creído que si Jesús se veía muy acosado -complementa Andrés, volviendo al tema anterior- iba a descargar todo su poder divino y se manifestaría de una vez por todas.
-Yo no creo que Judas esperara ese momento de triunfo -le digo.
-Igual fue un desgraciado -interrumpe Tadeo cuando ya todos empiezan a hablar al mismo tiempo.
-Callad, que ahí viene el Maestro -protesto con firmeza, en cuanto veo venir a Jesús.
-Menos mal que no nos equivocamos de lugar -dice alegremente Jacob, el hermano del Señor-. En esta subida nos dijo, y aquí nos encuentra, pero yo no estaba tan seguro hasta que lo vi, ahora recién.
Quiero preguntar muchas cosas al Maestro, y no lo he hecho las otras veces porque me he limitado a alegrarme de su presencia.
-La paz sea con vosotros -nos saluda Jesús.
Todos murmuramos una tímida respuesta, y echamos a andar junto a él por el sendero que nos llevará hasta lo alto del Tabor. El panorama es bellísimo.
Mucho antes de la cima, Jesús se detiene. Es el mismísimo lugar en que se puso tan resplandeciente, aquella vez, el año antepasado. Aún lo recuerdo muy bien. Fue algo tan grandioso que yo no quería bajar.
-Dentro de poco ya no me veréis -anuncia el Maestro.
-Pero, ¿cómo ...? -y otras frases así pronuncian varios. Yo guardo silencio. Jesús sonríe y vuelve a repetir lo mismo.
Ahora que piensa despedirse, tengo que hacerle mis preguntas, sin pérdida de tiempo, pues ya no lo veremos más después de esta tarde nubosa.
-Maestro -le pregunto-. Nosotros, los que hemos estado siempre más cerca tuyo, ¿qué vamos a hacer cuando tú ya no estés con nosotros?
-No me veréis, pero estaré siempre con vosotros, y con los que vengan después de vosotros, hasta el fin de los tiempos.
-Lo único que quiero es serte fiel y no negarte -le digo, y todos asienten-. ¿Cómo hemos de vivir eso?
-Recordad muy bien mis enseñanzas y proclamadlas para que en todas las naciones la gente quiera encontrar el reino de Dios... dentro de sí mismos. Libradlos de la falsedad, de la injusticia y del odio. La verdad os hará libres.
-¿Y qué haremos con los que no acepten tus enseñanzas?
-Ya os he dicho -responde Jesús- que en la casa de mi Padre hay muchas moradas.
Me quedo callado, tratando de entender. Jesús se sienta en una piedra, y los demás lo imitan. Algunos se sientan en el suelo. Entonces, el Maestro nos empieza a hablar.
-Tomad a la serpiente por la cabeza, y miradla bien. Si no, cómo podríais lograr que su veneno no os haga daño?
-De todo lo que os he dicho -agrega Jesús-, lo más importante es que os améis como yo os he amado. Y cuando encontréis a alguien que tenga su conciencia oscurecida, vosotros habéis de intentar restablecer su paz. Sí. Le diréis “La paz sea contigo”.
Jesús se levanta, y se aleja un poco. Nosotros esperamos a ver qué va a hacer.
-Volved a Jerusalén y no os mováis de ahí. En pocos días más recibiréis el Espíritu de la Verdad.
Alzando sus manos, nos envía:
-Benditos seáis.
Nos mira y su túnica se pone resplandeciente, como esa vez. Miro a Jacob y a Juan, que también me miran. Entiendo que, a partir de este momento, nuestro secreto ya no es tal. Todos nos paramos y nos quedamos ahí mismo, viendo al Maestro transformado en un intenso resplandor. Es un bello momento, y no quiero que termine jamás. Creo que los pies de Jesús se separan del suelo, pues me parece que él estuviera un poco más alto que hace un rato. Permanece así por unos minutos. Lo miro extasiado. Siento una felicidad enorme al ver cómo Jesús vence todas las fuerzas.
De pronto, nos invade una niebla, que empieza a impedir la visibilidad.
La niebla está cada vez más tupida. Tiene una densidad tan increíble, que ya no vemos al Maestro. Y hace un frío como si estuviéramos sumergidos en el agua. No veo a nadie. Ni siquiera a los que están aquí al lado. Tengo que andar a tientas. Me acerco mucho a Jacob, y entonces, apenas lo veo, tan sorprendido como yo.
Empezamos a hablarnos unos a otros para sentirnos acompañados. Y llamamos a Jesús. Caminamos hacia donde se supone que está él.
Comienza a disiparse un poco la niebla. Lo suficiente como para ver a mis compañeros más cercanos. Pero, a Jesús todavía no se le ve.
Cuando la tarde se aclara por completo, lo buscamos en distintas partes. También al otro lado del cerro. Tardamos horas en desistir. Todo esto es demasiado sorprendente. Jesús no podía irse sin dejarnos intrigados. Llegó al mundo viniendo desde el misterio, y se ha ido hacia el misterio.
Esteban
Muchas veces acudí a escuchar a Jesús de Nazaret. Su enseñanza es lo más importante que ha pasado en mi vida y marcó en mí un hito fundamental. Jesús vino a mostrarnos cómo es realmente la presencia de Dios en la vida de los hombres. Es un mensaje novedoso, de fraternidad y de amor, algo que yo jamás había escuchado antes.
Después que Jesús murió me acerqué a Juan, el más joven de sus cercanos seguidores, pues necesitaba contarle a alguien lo afligido que yo quedé cuando ocurrió esa muerte. No me fue fácil encontrarlos pues vivían muy encerrados en una casa en Jerusalén. Era un capullo que aún tenía un tiempo por delante hasta que después se abrió, y entonces fue explosivo, en gran medida.
Me acogieron bien, y empecé a asistir a esos encuentros maravillosos. Entablé amistad con Marcos, un muchacho muy joven, hijo de la dueña de casa. Yo no fui el único que llegó hasta allí. Muy pronto se empezó a formar en Jerusalén una comunidad en que, además de guardar el sábado, celebrábamos también el día siguiente, que representa la resurrección de Jesús. Ese día se celebra el ágape, en que se comparte, todas las semanas, el pan y el vino que las mujeres sirven en una gran mesa, y todos reiteran las palabras que Jesús dijo en su última cena. La gente nos llama “nazarenos”. Los nazarenos más osados íbamos al huerto de Getsemaní a orar, y tratábamos de encontrar por medio de la intuición el punto exacto en que Jesús rezó al Padre en esa noche negra. Con mi amigo Matías de Belén, un tipo muy estudioso, participamos con entusiasmo en la comunidad. El fue elegido como integrante de los Doce, en reemplazo de uno que murió trágicamente y del cual se dice que fue un traidor.
Juan me contó acerca de una asombrosa reunión que tuvieron para Pentecostés, cuando estaban orando, y se dieron cuenta de una extraña presencia en la sala. Todos la percibieron, de alguna u otra forma, y se llenaron de una profunda confianza espiritual. Acogieron el Espíritu de Dios, que llegó en forma de lenguaje fogoso, y salieron a hablarle a la gente, con una tremenda energía. Hasta entendieron otros idiomas.
Pedro es el que dirige esta comunidad, y predica en la plaza con mucha inspiración y con palabras simples y persuasivas, acompañadas de conmovedores gestos más elocuentes que las palabras. Es un testigo de la resurrección.
-Vuélvanse a Jesús, el Cristo -llama Pedro, a viva voz-. El nos limpia de nuestra maldad.
-Sí. Somos de Jesús -respondíamos con alegría, queriendo que se notara bien, como algo imborrable. Así lo manifestamos.
Fue entonces que Pedro recordó a ese otro Juan, el hijo de Zacarías. El que bautizaba a los que querían reafirmar su propósito de transformarse. Algunos discípulos de Jesús también empezaron a bautizar, pero con un sentido un poco distinto. Yo fui uno de los primeros que se acercó a ese manantial a recibir el signo visible que me marcaba como un seguidor de Jesús.
Vendí los pocos bienes que tenía y entregué el dinero a los necesitados. Eso mismo hicieron todos los que anhelaban seguir por el camino que abrió Jesús. Es una comunidad grandiosa, y cuando nos juntamos a compartir el pan y el vino entramos en oración de intensa y alegre alabanza a Dios, que nos transporta.
La gente trae a sus enfermos para que Pedro los sane. Una vez, logró que un paralítico empezara a dar pasos. Uno que se ponía siempre en la Puerta Hermosa a pedir limosna.
-Tu fe te ha sanado -le dijo Pedro, con humildad.
Cuando nos reunimos en el templo, los sacerdotes nos miran con desconfianza. Muy en especial los saduceos, que se han sentido cada vez más molestos. La primera vez que los guardias del templo apresaron a Pedro y a Juan nos angustiamos mucho. Al otro día se reunió el Sanedrín y les advirtió que nunca más hablaran en nombre de Jesús. Por esa vez los dejaron libres, pero en varias oportunidades los volvieron a tomar presos, y también a otros discípulos. Muchos azotes se ganaron, lo que les dio una bendita fuerza para seguir predicando en nombre de Jesús. Cada vez que los detenían, el resto orábamos por ellos en la casa de Marcos.
-Dios ha enviado al Cristo para salvar al pueblo de Israel -repetían hasta el cansancio los discípulos que predicaban.
Al final, siempre los liberan, porque pesa aquella sentencia establecida esa primera vez por Gamaliel, un maestro de la ley.
-Si no están en las cosas de Dios, pasarán -dijo Gamaliel a los sacerdotes, hace ya algún tiempo.
Llegó a haber tanta gente en torno a nuestro movimiento, y tal cantidad de aportes monetarios, y también tantos necesitados, que para los Doce era una tremenda carga la administración del dinero. No les dejaba tiempo para anunciar el mensaje de Dios. Más aún, los desencuentros entre los judíos seguidores de Jesús, y los de procedencia griega, que estaban empezando a llegar, hacían cada vez más difícil el reparto de alimentos.
Me pidieron que los ayudara en eso, ya que tengo un buen conocimiento de matemáticas y sé manejarme en estos menesteres. Así y todo, llegó un momento en que Pedro decidió que lo mejor era encargar a un grupo de trabajo el control de los aportes. Lo anunció en la asamblea, y pidió siete hombres de buena voluntad. Me ofrecí gustoso, junto con Timón, Felipe, Prócoro, Pármenas, Nicanor y Nicolás. Por aclamación, tuve que hacerme cargo de ese grupo, lo cual asumí con entusiasmo. En poco tiempo logramos distribuir, de la mejor manera posible, los fondos acumulados. Establecí métodos de captación y formas ágiles de reparto entre los pobres. Hasta me quedaba tiempo para predicar, y eso es lo que más me gusta. He llegado a ser un discípulo comprometido, casi como si fuera uno de los Doce. Precisamente debido a eso, hace pocos meses Pedro le encargó a nuestro grupo la misión hacia los judíos procedentes de las colonias griegas. En esta actividad me siento realizado.
En las calles, la gente me venera como si yo fuera un iluminado. Sin embargo, no hago más que hablarles de Jesús y sus enseñanzas. Trato de hacerles ver que la presencia del Altísimo en la vida de las personas las libra de la falsedad y de la injusticia, y las lleva a actuar con verdad y con amor.
Cada día aumenta la cantidad de seguidores de Jesús, pero también surgen aquellos que rechazan sus enseñanzas. En la sinagoga de los Libertos, provenientes del extranjero, a la que voy a predicar con mucha frecuencia, algunos judíos se enemistaron conmigo. En ocasiones se han desatado controversias que desembocan en feroces altercados. El problema llegó a tanto, que un día fui a parar al Sanedrín, llevado a la fuerza por los guardias del templo. Hasta ahí, era algo que podía considerarse habitual que ya les había ocurrido a otros, y si ahora me estaba pasando a mí, eso no tenía nada de particular. Supuse que me azotarían y me dejarían libre. Eso creí, pero parece ser que mi caso tiene algo distinto a los demás. No sólo porque administro dinero, sino más que nada, porque me estoy empezando a relacionar con gentiles.
En su momento aparecieron testigos falsos sosteniendo que yo hablaba en contra de Moisés y de su ley, y también en contra del templo, y hasta del Altísimo. Cuando tuve una oportunidad para defenderme empecé hablando de la historia de Abraham, Isaac y Jacob, y después les di un resumen de la historia de Moisés, dejando clara mi admiración y respeto por él. Traté de hacerles ver que fueron nuestros antepasados los que no quisieron obedecer a Moisés. Seguí hablando de los profetas y de cómo algunos de ellos fueron combatidos por la jerarquía religiosa del momento, tal como también ocurrió con Jesús.
-Vosotros lo matásteis -les dije con énfasis.
Se pusieron como perros rabiosos, y si es que tenían la intención de soltarme, ésta desapareció por completo. En todo instante sentí la presencia de Jesús a mi lado. Sin duda, el Maestro siguió viviendo después que murió.
Esta mañana muy temprano vino Saulo a buscarme al calabozo. Es un joven rabino que conocí en la sinagoga de los Libertos. Es un hombre estudioso, y tan avanzado en el conocimiento de las sagradas escrituras que ya es casi un doctor de la ley. Su gente me llevó a empujones hasta las afueras de la ciudad. Estos guardias del templo son hombres sin cultura, bastante violentos. Yo rezaba, y pedía fuerza al Altísimo. Al llegar al lugar de las lapidaciones los verdugos se sacaron sus túnicas, las dejaron al cuidado de Saulo y empezaron a recoger piedras. No fue Saulo el que dio la orden de lanzármelas. No. Él es un muchacho joven, inexperto aún, que obedece órdenes y ha sido utilizado por los que quieren permanecer incógnitos. Simplemente, le tocó ir a buscarme, y no creo que haya tenido muy claro para qué me traían.
Acaba de llegarme el primer guijarro. Trato de ponerme lo más chico que puedo, mientras pido a Dios el perdón para ellos, tal como nos enseñó Jesús.
Cubro mi rostro con los brazos, y también cubro mis genitales con las rodillas, sentado en el suelo. Mis pobres extremidades están yendo al sacrificio para proteger mi vida, que espero seguir teniendo.
Entre piedra y piedra, me doy maña para hablarle a Saulo. A pleno grito le digo que él no debería estar metido en esto. Creo que lo estoy impresionando.
Mis brazos ya no se sostienen. Una piedra en la cabeza me ha botado, y se me empieza a borrar el entorno. Las voces enardecidas se escuchan cada vez más distantes.
Pedro misionero
No fui el primero en salir a misión. De los que hemos sido enviados por Jesús, algunos se pusieron en camino antes que yo. Felipe se dirigió a Samaria; y Jacob hijo de Zebedeo, a Hispania.
Por mi parte, quise organizar primero la comunidad de Jerusalén, para tener allí un centro de actividades. Después de eso salí a recorrer lugares, según el mandato del Maestro, y empezando por los más cercanos.
Hasta hace poco me encontraba en el puerto de Jope, predicando a los judíos, mostrándoles el camino que nos dejó Jesús. Venía llegando de Lida, donde viví algo muy especial, pues la gente me llevaba a sus enfermos para que fueran sanados. Yo hacía lo que podía, les expliqué que es la fe la que sana. Si se encomiendan al Padre de los cielos, con la certeza de que él los curará de sus males, así ocurrirá. Un paralítico llamado Eneas logró pararse en el suelo y dar algunos pasos, con torpeza al principio, pero con una fe increíble, poco a poco ya pudo ponerse a caminar.
En Jope empezó a pasar algo muy similar, y más aún, algunas mujeres pertenecientes a un grupo de viudas dedicadas a hacer la caridad llegó hasta mí, rogando por una de ellas que acababa de morir. Me acordé de la hija de Jairo y les dije:
-No está muerta, está dormida -y nos pusimos a orar, por varias horas.
Lo hicimos con tanta fe, que de repente la que parecía difunta despertó. La gente no quería creerlo. Me hice famoso, y sin haber hecho nada para merecerlo.
Me quedé un tiempo en Jope, pues la gente me recibió muy bien, y fueron muchos los que se convirtieron a nuestro Camino. Simón, fabricante artesanal de cueros, me acogió con muy buena voluntad en su casa, en las afueras del pueblo.
Tuve la inmensa alegría de encontrarme con Felipe. Fue un encuentro muy grato, en el que conversamos miles de cosas. Recordamos nuestra época de niños, cuando estudiábamos en la escuela de la sinagoga; y después que crecimos y trabajábamos como pescadores en Betsaida; como nos hicimos discípulos de Juan, el hijo de Zacarías; y después seguimos a Jesús.
-Mi vida cambió completamente -reconoció Felipe.
-Y la mía, también.
Compartimos nuestras experiencia recientes. Felipe me contó sus andanzas en tierras extrañas:
-En Samaria conocí a un hombre notable, llamado Simón también. Al parecer, tenía ciertos poderes especiales, y por lo tanto, muchos seguidores. Le llamaban "Mago". El caso es que le hablé de Jesús, y quedó muy impresionado. Tanto, que se convirtió al Camino. Después, él mismo anunciaba a Jesús, a su manera, eso sí.
-Notable.
-Sí, Pedro, pero lo más notable ocurrió después, en la ruta que va a Gaza, encontré una comitiva de la realeza de Etiopía. Me llamó la atención que uno de los funcionarios estaba leyendo a Isaías.
-¿Y entendía algo..., en ese lenguaje tan complicado para él?
-Un poco. Me acerqué y le expliqué algunas cosas que él encontraba muy extrañas. Le dije que Isaías hablaba en forma simbólica y profética, y que sus anuncios ya se estaban cumpliendo. Cuando le mencioné a Jesús y sus enseñanzas, quedó tan conmovido que también se convirtió a nuestro Camino.
-Alabado sea Dios, cuyo camino es siempre novedoso.
Al día siguiente, Felipe continuó su viaje, muy entusiasmado, mientras yo me seguí quedando en Jope, tratando de dejar una comunidad estable que cuide la palabra sembrada, pues no dará fruto muy pronto.
Estaba yo en la azotea, orando, cuando me quedé dormido. En el sueño me vinieron unas imágenes muy vivas. Tuve una visión que parecía real, de unos animales que bajaban del cielo. Toda clase de animales impuros se deslizaban sobre un lienzo blanco que les permitía llegar hasta el suelo en forma suave.
En cuanto desperté me puse a pensar en lo que podría significar eso que vi... Si venían del cielo, es que Dios los purificó... Talvez el Altísimo me está diciendo que hasta lo menos puro puede ser salvado. Él todo lo puede. Por algo, Jesús al despedirse nos dijo que lleváramos el mensaje a todo el mundo.
Me di cuenta de algo fundamental. Hasta ahora, yo he estado muy encerrado en el mundo judío. Sentí un llamado a salir de ahí, hacia los gentiles.
En ese preciso momento, escuché enérgicas voces de unos visitantes que me mencionaban. Me reí solo, al pensar que las cosas se estaban dando de una manera armónica.
Bajé del techo, por la misma escalera que me había llevado hasta arriba. Los recién llegados me miraban con curiosidad. Eran soldados, y dijeron venir enviados por el centurión Cornelio. Querían que yo me fuera con ellos a Cesarea, a encontrarme con su jefe.
Si no hubiera sido por el sueño que tuve y por lo impresionado que quedé con las aventuras de Felipe, creo que me habría resistido a dejar Jope de manera tan imprevista. Sin embargo, comprendí que tenía que emprender ese viaje.
Traían un caballo para mí. Muy manso, menos mal, porque ésta era apenas la segunda vez en mi vida que me subía sobre uno de estos animales.
Al llegar a Cesarea fui recibido por Cornelio, que ya me estaba esperando junto a sus parientes y amistades. En todo momento actuó con una humildad que no es común en un centurión. Entré a su casa decididamente, a pesar de que la tradición judía me lo estaba prohibiendo. Ignoré ese prejuicio, pues yo quería obedecer a Dios.
Me senté, y después de beber un refresco, me puse a hablarles. Lo que el Espíritu Santo me inspirara. No había preparado ninguna alocución, y mis palabras llegaron bien a destino. Acto seguido, fue Cornelio el que empezó a hablar:
-Aquella tarde gris en el Calvario, hace ya unos siete años... había un centurión dirigiendo el operativo...
No quise decir nada, porque evoqué una escena demasiado dolorosa, y porque vi que Cornelio se puso a llorar.
-¡Era yo! -exclamó entre sollozos, y a mí se me vino el mundo al suelo.
"¿Cómo se me ocurrió venir a esto?", pensé, muy molesto conmigo mismo. Quedé un rato en silencio, sin saber si salir arrancando, o plantarle un puñetazo al centurión.
Recapacité al recordar, con furor interno, que yo también he llorado sintiendo culpabilidad por haber negado al Señor durante aquella noche nefasta. Es casi increíble que tan amargo recuerdo me haya dado la presencia de ánimo para actuar de buena forma frente al arrepentido centurión.
-Obedecías órdenes -le dije para consolarlo.
-Me duele haber participado en algo tan detestable -argumentó.
Entonces, les hablé de la misericordia que Jesús nos enseñó. A mí me dijo una vez "Perdona setenta veces siete".
Lo que siguió fue muy intenso, y no tengo palabras para describirlo. Todos quisieron bautizarse, como una forma de entrar al Camino. Empezando por el centurión, cada uno se comprometió a seguir las enseñanzas de Jesús.
Antes de retirarme, llevé a Cornelio a un lugar apartado, en que nadie podría escucharnos, y le pregunté directamente si sabía algo acerca de qué pasó con José de Arimatea.
-Lo desaparecieron, pero nunca se supo quién -manifestó Cornelio, y agregó-. Las sospechas recaen sobre el Sanedrín, pero ellos no lo reconocen.
Regresé a Jerusalén, contento por lo provechoso que había sido mi viaje, pero cuando conté acerca de lo logrado, me sorprendió el rechazo que obtuve.
-Has entrado en casa de incircuncisos -me reprocharon.
-Sí. Es lo que el Maestro nos mandó.
-¿Y has comido lo que ellos te proporcionaron?
-Por supuesto. ¿De qué otra forma queréis que me comporte?
Todos quedaron mudos. Talvez empezando a entender un poco..., sólo un poco.
-Jesús vino a salvar también a los gentiles -continué.
Recuperaron el habla, y quedaron más tranquilos.
-Acá, las cosas han estado bien revueltas -me contó Jacob, el hermano del Señor.
-¿Sí? ¿Qué pasó?
-El emperador Calígula, en otra de sus locuras, quiere poner una estatua con su imagen... dentro del Templo de Jerusalén.
-Me imagino los disturbios que se han armado.
Con bastante violencia, Pedro.
-Ayer mismo escuché un rumor, que el emperador habría sido asesinado por sus adversarios políticos.
-Benditos adversarios, pues nos están librando de una desgracia.
-Nunca se sabe si es para mejor o para peor.
-Ahora mismo estábamos yendo al templo a orar.
-Pues, entonces.., ¡vamos!
El ambiente jerosolimitano no mejoró mucho para mí. A la salida del templo me rodearon unos soldados romanos y me llevaron detenido. Me acusaron de haber estado metido en una conspiración contra el emperador. Estuve un par de días encerrado en un calabozo en la fortaleza Antonia. Me sacaban de ahí sólo para interrogarme. Y con violencia.
"¿Dónde andabas? ¿Qué estabas haciendo por allá? ¿Te reuniste con algún soldado romano?, etc."
Una noche, llegó sigilosamente un soldado a mi celda, me quitó las cadenas, y en una voz muy baja me ordenó que huyera. Pensé que me iba a matar, pero él me tranquilizó. Era uno de los rebeldes.
-¡Olvídate de que yo existo! -me dijo con énfasis, pero sin subir la voz.
Huí rápido, yendo por las partes más oscuras, con miedo al principio, pero más tranquilo a medida que avanzaba por la ciudad. Llegué hasta la casa de la mamá de Marcos, lugar donde siempre nos reunimos.
A esa hora de la noche, aún quedaban algunos..., Tadeo y Simón el Zelote. Rosa, la criada, me abrió la puerta. No podían creer lo que veían.
-¿Cómo... te han liberado?
-Un ángel del Señor me ha liberado -respondí, acordándome de la advertencia del soldado rebelde.
Fui a mi casa a buscar un poco de ropa.
-¡Pedro! Por fin estás de vuelta -me dijo mi mujer, abrazándome con cariño.
-Prepárate para irnos de aquí, al alba.
Perpetua comprendió que la cosa estaba complicada, y empezó a juntar sus cosas. No tenía ningún interés en que me fuera solo, ni yo tampoco quería dejarla en peligro. Además, la extrañé mucho en mi anterior salida, y no quiero seguir sin ella.
-Petronila también irá con nosotros.
-La voy a despertar, y le diré.
-Ya desperté -llegó diciendo mi pequeña hija, y también me abrazó.
Partimos tempranísimo hacia Antioquía. Es el lugar que mejor se nos daba en esta circunstancia, y allí podría continuar difundiendo la palabra del Señor. De hecho, a eso me dediqué, en cuanto llegué, después del azaroso viaje.
Se han formado grandes comunidades, y en cada una he nombrado a un presbítero para que sea el responsable de esa localidad. Los he escogido entre los más antiguos. Todo empezó muy bien, hasta que se hizo necesario que alguno de los presbíteros asumiera una responsabilidad más alta y se dedicara a armonizar entre sí las distintas comunidades. Les pedí que entre ellos eligieran uno para ese cargo, el que sería llamado "obispo".
Todos ellos estuvieron de acuerdo en que el único responsable era yo. Les aclaré que el obispo tendría que ser uno de ellos, pero no hubo caso. Y aquí estoy quedándome en Antioquía, como obispo. Eso sí, les advertí que sólo sería por unos pocos meses, pues yo necesito seguir llevando la palabra del Señor a otros lugares.
Segunda parte.- Empezando a conocer el mundo
De Saulo a Pablo
Como nací en Tarso, tengo ciudadanía romana, por una gracia especial del emperador, que recibió tributo de dicha ciudad. Mis padres son judíos, de la tribu de Benjamín, y me educaron en la religión judía. Me pusieron por nombre Saulo, como mi abuelo.
La ciudad de Tarso en Cilicia tiene mucha actividad, y viene gente de distintas partes, ya que es un punto obligado en las principales rutas comerciales. Debido a diversos intentos fallidos de helenizar esta ciudad, desde hace un tiempo, posee escuelas griegas, y hasta una universidad.
A los quince años me di cuenta de que nunca iba a ser muy alto, al menos no tanto como quisiera. A esa temprana edad dejé mi ciudad natal. Mi padre insistió mucho en que yo estudiara para ser doctor de la ley. Por eso, me trasladé a Jerusalén, a casa de mi hermana mayor. Ella está casada. Conversé mucho con ella y su marido, acerca de los libros sagrados, y de cuánto esperábamos al Mesías.
Fui alumno del rabí Gamaliel el Viejo, nieto de Hillel. Con él aprendí normas fariseas y adquirí dominio absoluto de la Torá. También aprendí a ser conciliador como Gamaliel, aunque no tan calmo, suave y prudente como él.
Estuve cinco años estudiando en Jerusalén, y en cuanto completé el aprendizaje regresé a Tarso.
No era suficiente haber obtenido el rango de doctor de la ley. También necesitaba ganarme la vida, de alguna manera, y la más indicada era continuar con el oficio de mi padre. Me he adiestrado como tejedor, y empecé fabricando tiendas con la ayuda del telar de mi padre.
Algunos años después de llegar de vuelta a Tarso escuché en la sinagoga algo que me dejó muy impactado. Un rabino nazareno llamado Jesús alborotaba al pueblo con sus extrañas ideas, alejadas de los conceptos tradicionales que los doctores de la ley hemos aprendido, y enseñamos. Hasta contradecía la ley de Moisés. Sus seguidores lo querían mucho, pero los saduceos lo detestaban. Me interesé en averiguar un poco más, a lo largo del tiempo. Por las descripciones de su actuar, me da la impresión de que, en algún momento, lo conocí en Jerusalén, al principio de mis estudios en la escuela de rabinos. Creo que era un tipo alto, que me sorprendió por su desplante y su sencillez, un buen tipo, pero después no lo volví a ver.
En estos últimos años yo no había venido a Jerusalén, pero desde que Jesús murió, he escuchado decir que siguen habiendo seguidores suyos, y dicen que Jesús ha resucitado, lo cual me resulta imposible de creer. Sólo podía imaginarme que estábamos frente a fanáticos que le hacen daño, no sólo a nuestra religión, sino también a nuestra tradición y cultura.
Cada vez circulaban con más insistencia rumores acerca de las actividades de los adeptos de Jesús el Nazareno. Fue tanto, que decidí venir a Jerusalén a enterarme por mí mismo de cómo era todo este asunto.
Me reúno los sábados con otros judíos provenientes de Cilicia, en la sinagoga que nos corresponde. Después del culto, se forman intensas discusiones sobre la persona y las enseñanzas de Jesús de Nazaret, crucificado por Poncio Pilato, a insistencia del Sanedrín.
Acá, tendré que hacer méritos para que me reconozcan como doctor de la ley. Mientras tanto, soy un simple rabino, y a pesar de mis treinta años me encargan trabajos menores. Talvez no confían mucho en alguien que viene de otro país.
Hace pocos días, tuve que ir a buscar a un muchacho llamado Esteban, que se encontraba privado de libertad. Es uno de los más revoltosos entre los seguidores del Nazareno. Después que llegué con él, me dejaron cuidando los mantos, y se dedicaron a apedrear a este pobre muchacho, hasta matarlo. Quedé impactado. Estamos siendo demasiado brutos, y me siento muy mal de haber participado en estos hechos, mandado por gente sin criterio y que sabe menos que yo. Es cierto que no se puede permitir que se desvirtúe la religión judía, pero creo que hay métodos más decentes.
* * *
La persecución llegó a ser tan violenta en Jerusalén, que muchos seguidores del Nazareno emigraron a otros lugares. Esto ha hecho más difícil controlar la situación. Por lo demás, en Jerusalén no es nada de fácil llevar las cosas por un cauce adecuado. Si a esto agregamos que traté de convencer, en forma tranquila y pacífica, a uno de los principales nazarenos, como les estamos empezando a decir, mi situación se puso pesada.
-Saulo, no está bien que seas tan amigo de Bernabé -me dijeron, y me lo repitieron en todos los tonos.
-No soy su amigo.
Bernabé es chipriota, y tiene una gran facilidad para conciliar posiciones. Entre los nazarenos mismos. Por eso, cuando fui testigo de eso, quise hablarle, pues yo sabía que él no iba a tener inconveniente en escucharme. La verdad es que nunca lo pude convencer de nada.
Consideré que mi misión no estaba en Judea, sino en otros lugares alejados. Por eso me fui de Jerusalén en busca de nuevos horizontes. Cuando manifesté mis intenciones a mis superiores, se sintieron aliviados y me ordenaron ir a Damasco. Hasta allí habían llegado los nazarenos. Estuve de acuerdo, pues desde ese lugar no era conveniente que se desplazaran hacia el norte.
Fue así como me establecí en Damasco, tratando de disminuir la efervescencia de los nazarenos, y sus intenciones de emigrar.
Había alcanzado a estar un año en Damasco, cuando me ocurrió un accidente, muy cerca de la ciudad. Cierto día mi caballo dio un mal paso, a causa de lo irregular del terreno, y caí con fuerza al suelo. Me pegué en la cara contra una enorme piedra del camino. No sólo fue doloroso, sino que los ojos me quedaron casi destruidos. No sabía cómo levantarme del suelo, pues no veía nada. Estaba furioso conmigo mismo. He pasado tantas veces por ahí y nunca había tenido ningún problema.
Un rabino, que andaba conmigo en esa oportunidad, trató de consolarme y me llevó a mi casa. Ahí tuve que quedarme un par de días, antes de poder moverme, por lo menos. Tuve tiempo de reflexionar. Me planteé una pregunta: ¿Por qué persigo a los nazarenos?
Le di muchas vueltas a esa pregunta, tratando de dejar afuera los prejuicios. ¿Qué me estaba diciendo el Altísimo? Esto que me ha ocurrido habrá de cambiar el rumbo de mi vida. ¿De qué manera? ¿Qué esperas de mí, Señor?
Desde hacía un tiempo, sentía clavada en mi alma la mirada de Esteban cuando estaba siendo lapidado. Era como una espina, una duda cruel. ¿Por que los israelitas tenemos tantos cientos de preceptos y prohibiciones? Parece que el estar ciego me hizo ver mejor las cosas del alma.
Vino a mi casa un seguidor del Nazareno. Se llama Ananías, y me contó que al enterarse de mi accidente decidió hacerme una visita para reconfortarme. Sintió que el Señor se lo pedía, así me lo dijo. Tuve que reconocer que estos nazarenos están bien inspirados. Le agradecí que se hubiera dado el trabajo de venir a mí, siendo alguien que lo persigue.
Me ofreció hacerme una imposición de manos, si acaso yo aceptaba eso de él. Acepté de muy buen grado, y mientras él tenía sus manos sobre mi rostro yo pensaba "qué puerta se me ha abierto..., Dios es grandioso".
Esa vez sentí un gran alivio a los dolores que tenía en mi cara. Ananías siguió viniendo a mi casa, en la mañana y en la tarde, por tres días más, y cada vez su imposición de manos me hacía mejor, hasta que se me salieron las costras y empecé a recuperar la vista. Antes de una semana, ya estuve bien, con excepción de una marca horrible que quedó en mi rostro, como una dureza junto al ojo derecho.
-Estoy arrepentido de haber perseguido a los nazarenos -le confesé a Ananías.
-Saulo, yo sé que eres de los nuestros, aunque no quieras admitirlo.
-Estoy dispuesto a reconocerlo.
Eso último que me escuché decir, me salió desde el fondo de mi alma. Y hasta accedí a que Ananías me bautizara. Le dije que necesitaba irme al desierto para estar un tiempo a solas con Dios, y así poder aclararme bien en lo que es su designio para mí.
Así lo hice. Me dirigí hacia el sur, y elegí un lugar al este del río Jordán.
* * *
Estuve unos meses retirado, en el desierto, hasta que creí descubrir la misión de mi vida, o por lo menos, cómo comenzarla. Era el momento de volver a ponerme a las órdenes de Ananías. Es por eso que regresé a Damasco.
En los primeros días me pareció extraño predicar las enseñanzas de Jesús resucitado. Poco a poco le fui encontrando cada vez más sentido. Y la gente empezó a aceptarme, también, lo cual no fue tan inmediato. Gracias a Dios no me rechazaron por mi rostro deformado, ni por mi baja estatura. A los nazarenos no les importó eso. Me acogieron bien. Comencé a ser uno más de los seguidores del Camino como ellos se hacen llamar. Me gustó ese nombre.
En cambio, me gané muchos enemigos entre los partidarios del rey Aretas. Me consideraron un subversivo, porque me atrevía a predicar en las plazas. Tampoco me fue fácil que los judíos tradicionales se dieran cuenta de que el Mesías ya había venido, y no necesitábamos seguir esperándolo.
Se desató una persecución en mi contra, a tal punto que ya no pude ir más a la sinagoga. Y hasta tuve que vivir escondido. ¿Qué sentido tiene? Era el momento de irme a otra ciudad. En Damasco querían matarme.
Mis amigos me escondieron dentro de un gran canasto y me llevaron de noche hasta los muros de la ciudad. Me descolgaron hacia afuera, en el cesto, y ya pude salir de él, y sacar los víveres que habían dispuesto para mí. Entonces, subieron el canasto y se lo llevaron de vuelta. Yo quedé solo ahí afuera. Estaba salvando con vida, pero no sabía cuán difícil iba a ser la travesía, ni hacia dónde.
Tuve que caminar mucho, y también aceptar la hospitalidad de los viajeros en caravanas. Cuando se me agotó el alimento, y el agua, realicé trabajos menores para ganarme el pan. Estuve en Nazaret, la tierra de Jesús, y en los alrededores del lago Tiberíades, tan importante en su vida. Después de muchas semanas llegué a Jerusalén, y me fui directo a la casa de mi hermana. Se puso muy contenta al saludarme, y se fijó en mi cara...
-¿Qué te pasó, Saulo?
Mientras ella me lavaba los pies le conté todas mis aventuras, sin omitir lo de mi nueva afiliación a Camino. Le dio mucha risa, y creyó que yo estaba bromeando, pero cuando vio la seriedad de mi insistencia lo asumió.
-Yo también miro bien a los nazarenos -me comentó en voz bajita-, pero no me he atrevido a decírselo a nadie.
Ahora congeniamos mejor que antes. Incluso, también con mi cuñado y con mi sobrino. Los noto muy abiertos, y eso es bueno, según he llegado a aprender.
Opté por no ir a la sinagoga, sino ubicar a Bernabé en su casa. No me fue tan difícil encontrarlo. También a él le conté toda mi nueva vida, y me acogió con generosidad.
-Ya se cumplieron ocho años desde que nos dejó el Maestro -me dijo Bernabé.
-Estoy casi seguro de que una vez estuve con él -afirmé-, fue cuando aún no era conocido.
Bernabé me llevó al lugar en que acostumbran a reunirse los principales responsables de la comunidad Camino. La mayoría de ellos conoció a Jesús durante su predicación. Es la casa de una tía de Bernabé. Se llama María, como casi todas las mujeres de acá.
Nos abrió la puerta Marcos, el hijo de María. Es muy joven, y cuando era un niño alcanzó a recibir las enseñanzas de Jesús.
Al poco rato empezaron a llegar los discípulos. A cada uno tuve que explicar mi nueva situación, pues en un primer momento me miraron con aprensión.
Me tomó unos dos días que se decidieran a admitirme. Sin embargo, no pude permanecer mucho tiempo en Jerusalén porque los judíos se enteraron de mi presencia en la ciudad, y querían matarme.
Los Hermanos me enviaron a Cesarea, donde estuve unas pocas semanas, hasta que me di cuenta de que lo mío no era eso. Mi Misión ha de estar entre los judíos que viven en otras tierras. Así como yo nací en Tarso.
Eso es lo que me dio la pista. Me fui a Tarso.
Sólo estuve unos meses, predicando en las sinagogas. Incluso, se me ocurrió que podía llevar las enseñanzas de Jesús a los gentiles. Hasta lo intenté, sin mucho éxito.
Un buen día llegó Bernabé. Nos saludamos efusivamente.
-Vengo a buscarte -me dijo.
-¿Por qué?
-En Antioquía hay mucho que hacer, y es ahí donde te necesito.
-¿Antioquía...?
-Mira Saulo, después que murió Esteban hubo una emigración de judíos desde Jerusalén hacia distintas partes.
-Te refieres a los judíos que recibieron el mensaje de Jesús y se unieron a él.
-Por supuesto. Y fueron muchos los que se establecieron en Antioquía.
-Por cierto, no pueden ser una multitud.
-No. Lo que pasa es que, en Antioquía, Camino prendió mucho entre los gentiles.
-¡Vamos! -exclamé entusiasmado y sonriente-. Esto es, ni más ni menos, lo que yo quería que ocurriera.
-Por eso he venido por ti.
Pocas horas después ya nos estábamos dirigiendo hacia Antioquía, llenos de esperanza, tirando líneas de cómo íbamos a trabajar.
Fueron varios días de viaje, hasta llegar a una inmensa ciudad, abierta al mundo. Era un gran desafío el que estábamos enfrentando, llenos de optimismo. Y lo abordamos con orden, tal como se necesitaba.
Una parte importante de nuestras actividades era predicar, pidiendo a la gente perseverar en la oración, vivir en armonía y alabar juntos a Dios. Insistíamos en el respeto a las personas que tuviesen distintas creencias religiosas.
No éramos tantos como se hubiese necesitado. Tuvimos que organizar a la gente, en una estructura pastoral, para que el crecimiento de la comunidad no se escapara como agua entre los dedos.
Continuamos usando el mismo esquema que Pedro instauró, no sólo en Jerusalén, sino también acá mismo en Antioquía, cuando estuvo, al comienzo, hace ya unos cuatro años. Cada grupo comunitario, según sectores, queda a cargo de una persona responsable. Es preferible que sea el más antiguo, y por eso le llamamos "presbítero". Los ayudantes que necesite son los "diáconos". Y para coordinar a todos los presbíteros de la ciudad, entre ellos eligen a uno como "obispo".
-¡Jesús es el Cristo! -era nuestro grito apasionado en las sinagogas, usando el término griego que expresa lo que llamamos Mesías. Después de poco tiempo, hasta los gentiles nos escuchaban el término "Cristo" en nuestras enseñanzas. Para ellos no tenía mucho significado. Era como un nombre, y nos empezaron a llamar "cristianos".
Y a mí, me decían Pablo. Me gustó ese nombre, y a Bernabé le pareció excelente.
-Ya que serás apóstol de los gentiles -confirmó Bernabé-, has de llamarte Pablo, de aquí en adelante.
Ése fue un gran día para mí. Estábamos en medio de una reunión comunitaria, con mucha oración. Llegado el momento, me dirigí a la gente, con estas palabras:
-Formamos un cuerpo en que cada uno sirve para algo distinto. Cada uno tiene un diferente don espiritual. Y estamos unidos unos a otros. Algunas personas son ojos, porque ven. Otros son oídos, porque oyen. Unos son manos, o pies, o hablan con sabiduría, o con profundo conocimiento.
-Algunos curan enfermos -continué diciendo después de una breve pausa-, o hacen milagros, otros comunican mensajes de Dios; unos son apóstoles; otros, profetas; unos, maestros; unos ayudan, otros dirigen. Unos tienen el don de enseñar; otros, el de animar...
-Y así... -agregué-, importante es que cada uno cumpla su don con alegría y responsabilidad.
Mi discurso llegó muy bien a la asamblea. Y también hubo muchos otros, en distintas ocasiones. Permanecimos un año entero en Antioquía, antes de volver a Jerusalén llevando ayuda, ya que había dificultad económica en Judea, según fuimos informados.
Muy pronto nos dirigimos de nuevo hacia Antioquía, trayendo con nosotros a Marcos, el sobrino de Bernabé. Es un muchacho muy inteligente y lleno de espíritu divino.
* * *
Salimos de Antioquía muy temprano en una fría mañana. Aún estaba oscuro. Sólo nosotros tres. Bernabé, jefe de la misión; Marcos, lleno de entusiasmo; y yo. Llegamos al puerto de Seleucia para embarcarnos hacia Chipre, ya que es la patria de Bernabé, y ahí él tiene muchos conocidos, como para empezar nuestra misión evangelizadora. En la tarde partió un pequeño barco que nos llevó hasta Salamina, una gran bahía en la parte oriental de la isla. El viaje no tuvo nada de placentero, ya que hubo mal tiempo, y nuestra nave se movía mucho.
Descansamos en una posada hasta que aclaró el siguiente día, y salimos a comenzar nuestro trabajo. Acudimos a una sinagoga, y ya empezamos a encontrar amigos de Bernabé. A tal punto que le permitieron hablar acerca del amor de Dios, y cómo podemos llegar a Él a través del mensaje de Jesucristo.
-Hace doce años que Cristo nos dejó para ir al Padre -comenzó diciendo Bernabé, y continuó hablando de la resurrección del alma de cada uno, la que ha de tener lugar si acogemos a Jesús, que quiere vivir en nuestros corazones.
-Nada podrá separarnos del amor de Dios -continuó diciendo Bernabé-. Ni la vida ni la muerte, ni siquiera el dolor o el peligro. Dios nos ama. Jamás nos castigaría. Somos pecadores, pero podemos aceptar la salvación que nos trae Jesús.
Al final no fue rechazado, ni tampoco aceptadas sus proposiciones. A la salida conversamos con los gentiles que siempre se juntan en la puerta, con gran interés en saber más acerca del Dios de los judíos. Ellos, sí que nos escucharon con buena disposición, sin los prejuicios de los judíos tradicionales.
Marcos tuvo fluidez para llegar a esta gente, en dichas conversaciones, que no tenían nada de formal. Sin embargo, en lo que es predicar, nunca tuvo mucha disposición para ello. Este muchacho se dedicó, más que nada, a ordenarnos un poco, ya que Bernabé y yo somos difusos. Marcos es más estructurado, y sabe cuidar el dinero, y encontrar lugares baratos y dignos para alojar.
No nos detuvimos muchos días en Salamina, ni en Nicosia, pueblo del interior, ni tampoco en Larnaca, ni en Lemesós, de la costa sur. Fue en Pafos donde nos establecimos y formamos una comunidad, con gran paciencia durante casi dos años.
Mi problema del pómulo me produce dolor a veces, y me obliga a cerrar un poco el párpado. Todo eso, que resulta bastante molesto, me sirvió al comienzo como un tema para introducir la prédica, hablando del proceso de transformación que tuve. Después, ya me acostumbré, y la gente también. Muchos se convertían al Camino, incluyendo hasta el mismísimo procónsul romano.
-Bernabé -dije una noche, durante la comida-, nos espera un mundo más grande. Creo que tendríamos que ir pensando en ir a otos lugares.
-¿Y quién cuidará el rebaño?
-Dejemos un presbítero.
-¿Quién?
-Elígelo tú, entre los más antiguos. Hay muchos que pueden hacerse cargo de la comunidad.
No me costó tanto convencer a Bernabé, así que pocos días después zarpamos en dirección noroeste, con destino al puerto de Perge, en la región de Panfilia.
Llegamos cansados porque el viaje no fue muy grato. Esa noche, tuvimos una cena áspera. Marcos tenía mala cara, y su tío le preguntó por qué. No fue fácil sacarle palabra. Resultó que el muchacho estaba añorando a su familia.
-Este trabajo..., de andar por todas partes, predicando... No es lo mío -señaló.
-¿Y cómo lo vamos a hacer si no...? -le dije, un poco molesto.
-Pablo, tú mismo has dicho... -me respondió-, que hay diferentes dones. Unos enseñan, otros animan, otros sirven... Pues, yo puedo servir a Dios de otra manera.
-¿De qué manera? -casi saltamos Bernabé y yo.
-No sé aún. Talvez puedo escribir... Es que no sirvo para andar predicando.
La conversación llegó hasta ahí, por esa vez. Siguió en términos similares, por varios días, hasta que Marcos nos anunció que se iba. Y se embarcó hacia Cesarea, con la intención de volver a Jerusalén.
Con Bernabé seguimos viaje hacia el norte, a la región de Pisidia, y después a la de Licaonia. En el pueblo de Iconio estuvimos varios meses, y casi alcanzamos a formar una comunidad, pero todo se frustró cuando tuvimos que salir huyendo hacia el pueblo vecino. Lo que había pasado fue que los parientes de Tecla lanzaron la autoridad tras nosotros, a causa de que esta joven se convirtió al Camino, y la bautizamos. Es una familia de mucha riqueza, e influencia.
En Listra creímos estar a salvo. En cuanto llegamos me puse a dar un discurso en la plaza, y logré convocar a tal punto a la gente, que nos endiosaron. A su manera, claro está, con las deidades que ellos habían conocido toda su vida. Bernabé, que era el jefe, fue considerado una encarnación de Zeus. Y a mí, como mensajero, me llamaron Hermes. Al principio, esto parecía una simple muestra de entusiasmo. Incluso, lo tomamos con humor y les seguimos un poco el juego durante unos días, como una travesura que establecía amistad. Imaginé que así la evangelización iba a surgir con más fluidez. Sin embargo, de repente el asunto se tornó desfavorable en grado superlativo. Querían ofrecer sacrificios a nosotros, los dioses. Eso no podía aceptarse, así que Bernabé les explicó con mucha claridad que somos seres humanos como ellos, y que nuestra enseñanza no se refiere a sus dioses, sino al único Dios.
La decepción se apoderó de la gente, nos abandonaron, y como si eso fuera poco, había unos judíos llegados de Iconio, hablando pestes contra nosotros. Se pusieron a tirarnos piedras, hasta que nos dejaron medio muertos.
Unas mujeres se apiadaron de nosotros y nos ayudaron a pararnos. Nos llevaron a casa de Eunice, una de ellas, que vivía cerca. Allí curaron nuestras heridas y se manifestaron muy dispuestas a seguir el Camino. Permanecimos unos días en casa de Eunice y su madre Loida, que nos acogieron con tan buena voluntad. Fue entonces que conocí a Timoteo, un muchacho de quince años, hijo de Eunice. Me preguntó acerca de Jesús, pues le llamó la atención algo que yo había mencionado en la plaza. Esa palabra "Dejad que los niños vengan a mí".
-Hasta hace poco yo era niño -me dijo Timoteo, y yo sonreí, pensando que todavía lo era-, pero jamás había escuchado algo así.
-¿Algo de acogida a los niños?
-Sí. Alguien que enseña..., le da importancia a los niños. Eso es fabuloso.
Estuve muy de acuerdo con Timoteo, y conversamos largas horas todos los días. Él estaba fascinado.
Cuando pudimos dejar un presbítero en Listra, nos fuimos a Derbe, donde tuvimos buena acogida. Unos meses después, volvimos a Perge para embarcarnos hacia Seleucia y volver a Antioquía, que es mi lugar central.
Al año siguiente de mi regreso ocurrió algo que tuvo una tremenda importancia para nuestro Camino. Todo empezó con la llegada de Pedro, que venía a ver cómo iban yendo las comunidades que él fundó. Mi relación con él fue siempre de mucho afecto, pero hubo algo que no me gustó nada, cierta vez que llegaron unos judíos cristianos, como nos dicen acá, noté que Pedro dejó de visitar a los gentiles y comer con ellos, como era nuestra costumbre. Talvez tuvo temor de causar ruptura con las creencias de estos personajes tan rígidos y conservadores. El caso es que no lo pude soportar, y un buen día lo enfrenté.
-Pedro, ¿por qué has dejado de visitar a la gente que antes visitabas?
-¿Por qué ya no comes con ellos -agregué-, como lo hacías antes?
Pedro me explicó que, según él, había que tener prudencia porque aún no todos han comprendido el cambio que es necesario hacer. Nos levantamos la voz, pero al fin estuvimos de acuerdo que ese cambio necesario había que hacerlo ya. Fue así como se programó realizar una asamblea de los cristianos en Jerusalén, para dejar en claro ese punto.
Fuimos a esa asamblea. La presidió Jacob, el hermano de Jesús, pues es el obispo de Jerusalén. La presentación de los problemas y sus posibles soluciones estuvo a cargo de Pedro, Bernabé y yo. Un judío llamado Silas, ciudadano romano como yo, tuvo una participación destacada. Lo más importante que se decidió es que para seguir nuestro camino cristiano, los gentiles, no están obligados a practicar los ritos judíos.
Desde entonces, siempre propicié que los judíos aprendieran de los gentiles, y éstos aprendiesen también de los judíos. Formamos un solo pueblo.
Junto a Bernabé y Silas llevamos la carta con el resultado de la asamblea, primero a Cesarea, después a Tiro, Sidón, y finalmente a Antioquía.
Después de pocas semanas, ya estábamos listos para salir de nuevo, esta vez llevando también a Silas. Bernabé convenció a Marcos de que nos acompañara. A mí no me pareció muy adecuado, porque cuatro misioneros juntos..., me parece como fuente de posibles conflictos, además que Marcos ya mostró no estar en un grado de disposición como el resto. Opté por lo más sano, y organicé la misión en dos grupos. Bernabé y Marcos fueron a Chipre, mientras que Silas y yo fuimos a visitar las comunidades de Galacia, empezando por Derbe. Decidimos ir por tierra, lo cual no fue muy afortunado. Ese viaje resultó penoso.
Pocos días estuvimos en Derbe. De ahí nos fuimos a Listra, donde encontramos una comunidad floreciente, gracias al joven Timoteo, muy empeñoso. Predicaba con tal fuerza y entusiasmo, que decidí llevarlo con nosotros a la misión, cuando salimos de Listra, con destino hacia la costa occidental. Pretendía llegar a Éfeso, pero ocurrió algo que me hizo cambiar los planes. En realidad, no fue casi nada. Sólo un sueño que tuvo Silas. Me lo contó y me instó a cambiar rumbo hacia el norte. Yo no estaba nada de convencido, pero llegando a la encrucijada, el sendero hacia Éfeso estaba cortado y no nos quedó más que tomar otro sendero hacia el norte, y me conformé con ese cambio.
Nos equivocamos de camino, y llegamos a Troas, en la costa. Esa noche, fui yo el que tuvo un sueño, en el que vi a un griego suplicando ayuda. Les expliqué a los demás que al mes siguiente nos iríamos a Macedonia.
Mientras tanto, en Troas, hicimos buen trabajo de evangelización. Cierta noche de Domingo, me encontraba dando una homilía en un tercer piso. Se reunió mucha gente y hacía calor. Un joven de los que estaba ubicado en el marco de una ventana, estaba tan agotado que se durmió, y cayó hacia el patio. Todos nos alarmamos, y bajé todo lo rápido que pude. También un médico, llamado Lucas. El joven caído yacía inmóvil, pero pude ver que estaba vivo. Lucas se preocupó de auxiliar al accidentado, y los demás volvimos a subir por la escala para continuar con la celebración, aunque muy intranquilos. Casi una hora después regresó Lucas, trayendo al muchacho, de muy buen ánimo. Fue una salvada milagrosa. Conversé con Lucas, no sólo esa noche, también varias más, ya que él me invitó a su casa. Le ofrecí incorporarse a nuestra misión. Accedió feliz.
Lucas sabe mucho acerca de Jesús, y sobre todo de su madre María, pues conoció hace algún tiempo a un anciano amigo de la familia de Jesús. Uno que estuvo en una misión enviada por el propio Jesús, de dos en dos, delante de él hacia los pueblos que Jesús habría de visitar más adelante.
Lucas se graduó de médico en Alejandría. Es un hombre muy culto. Se sabe unas parábolas, que le contó su anciano amigo, con las que Jesús enseñaba.
Desde Troas viajamos en barco hacia Filipos, deteniéndonos algunas horas en la isla de Samotracia. Desembarcamos en el puerto de Neápolis, y de ahí caminamos tres horas hasta Filipos. Yo me reía solo, al constatar que ya éramos cuatro. Yo, que no quería que fuéramos más de tres.
Llegamos cansados, de noche, y con hambre. Lucas consiguió un buen alojamiento, muy barato, ya que no disponíamos de mucho dinero. En la mañana siguiente salimos a buscar alguna sinagoga en la cual comenzar nuestra predicación. No encontramos ninguna, a pesar de que en la ciudad había judíos. Hicimos amistad con uno de ellos y le preguntamos que dónde se reúnen para el culto religioso. Dijo que a la orilla del río Gangites, en las afueras del pueblo.
Hacia allá nos dirigimos, los cuatro, con entusiasmo. Imaginaba una pequeña multitud a la cual hablarle, pero no hubo tal. Sólo vimos unas pocas mujeres sentadas sobre la hierba, rezando en voz alta. Debe haber habido como diez en total, incluyendo unas jóvenes y otras ancianas.
También nosotros nos sentamos, a corta distancia, y nos pusimos a orar. Ellas se extrañaron mucho de que nos hubiéramos instalado justamente ahí, en lugar de despreciar la compañía de mujeres. Les hablé del nuevo Camino, y de Jesús de Nazaret. Quedaron maravilladas, y contentas, pues una de ellas ya había escuchado hablar de Jesús y despertado la curiosidad de las demás. Era una de las no tan jóvenes. Su nombre es Lidia, y fue la primera que nos habló.
-¡Qué alegría...!, encontrarme con seguidores de Jesús.
-¿Lo conociste? -le pregunté.
-No, pero he oído acerca de él, en algunos de mis viajes.
-¿Viajas? ¿Te lo permite tu marido..., o tu padre...?
-Soy viuda.
-¡Ah! Ya veo.
-Necesito viajar de vez en cuando porque me hice cargo del negocio que tenía mi marido. Él era comerciante en púrpura.
-Esa tintura debe dejarte un buen dinero.
-Sí. No me quejo.
-Ella regala todo a los pobres -explicó otra de las mujeres.
-¿Nos permitiríais volver a rezar con vosotras?
-¡Sí! -exclamaron a coro.
-¿Mañana?
-La verdad es que no nos damos el tiempo para venir todos los días... Es muy lejos de nuestras casas.
Quedamos de acuerdo para ir dos veces a la semana a ese mismo lugar. Nuestras oraciones se fueron poniendo cada vez más profundas, a tal punto, que todos quisimos hacerlo con más frecuencia.
-Podemos reunirnos en mi casa -ofreció Lidia-. Es grande, y no molestamos a nadie.
Así lo hicimos, y fue buenísimo. También invitamos a más personas, incluso algunos hombres también, aunque acá eran muy reacios. Poco a poco fuimos formando una comunidad con mucha vida. Estábamos felices.
Un día, caminando por la ciudad con Silas, encontramos a una mujer joven, casi una niña, puesta en un lugar destacado de la plaza. Estaba articulando frases de supuesta adivinación, como un oráculo. Nos quedamos un rato a observar de qué se trataría esa extraña conducta. Otra mujer, no muy cauta, era la destinataria de tal información. Al final, ella pagó el servicio y se fue, no sé si creyendo o no en lo que le habían pronosticado.
El que se embolsó el dinero era un pariente de aquella niña que actuaba como vidente. No la trató nada de bien al decirle que ya tenían que irse de ahí. Ella obedeció, sumisa. Me pareció artificial el oficio en que la habían puesto. Estuve a punto de decir alguna palabra de protesta, pero Silas me ganó y fue él quien dijo algo, aunque en un tono muy diferente al que yo iba a usar.
-Un momento -exclamó-. Yo también necesito ayuda, pues tengo un problema.
Al hombre se le encendieron unos ojos codiciosos, mientras yo pensé que se nos iba a ir el poco dinero que teníamos para comer.
-Si actúo mal, siento una culpa mortificante -continuó Silas, cuando el improvisado oráculo estuvo dispuesto-, ¿cómo puedo hacer para sanar eso?
La chica extendió sus brazos y puso las manos sobre los hombros de mi compañero. Cerró los ojos y trató de concentrarse. De pronto empezó a hablar con voz afectada. Primero, algunas incoherencias, después, frases de buena crianza.
-Empéñate en cumplir la ley -dijo la mujer en varios momentos, y siguió con su discurso vacío y convencional.
Al término de esa intervención, empecé a hablar yo, pues era una inmejorable ocasión para poner a disposición de la gente el mensaje del Señor.
-Nadie queda libre de culpa por obedecer la ley, sino por seguir a Jesucristo -sentencié, y me gané una mirada de repudio por parte del hombre que explotaba a la niña. A su vez, ésta se puso a llorar.
-Yo no quería hacer esto..., y no lo haré más -se quejó la niña, temblando entre sollozos. No soportó más, y se fue corriendo. El hombre comprendió que se le estaba terminando su negocio, y me increpó en duros términos. El resto de la gente se alineó con él. Muy pronto llegaron unos guardias y nos llevaron detenidos a Silas y a mí.
Estuvimos encarcelados por varios días porque aquel fraudulento empresario era un hombre influyente. Aún así, como no había cargos serios contra nosotros, Lucas pudo intervenir ante el magistrado y logró que nos liberaran, con la condición de que abandonáramos Filipos, a más tardar al día siguiente.
Caminamos hacia la casa de Lidia, los cuatro que hasta ahora habíamos sido inseparables.
-Tendremos que dejar un presbítero acá en Filipos -expliqué-, para que mantenga esta comunidad. No se puede perder.
-¿Y se puede saber a quién piensas dejar? -preguntó Silas.
-Ése es el problema -reconocí-. Nadie de acá tiene las condiciones necesarias para ello.
-Es que tú estás pensando sólo en los hombres -acotó Lucas, sonriente.
-¿Y en quién más quieres que piense? -se me salió decir, quizás por algún prejuicio.
-¿Por qué no una mujer? -Lucas contestó con una pregunta que para mí era de difícil respuesta. Guardé silencio durante un largo rato. Me costaba reconocer que Lucas tenía toda la razón.
Al llegar a casa de Lidia nos recibieron con gran alegría. La comunidad estaba reunida en oración. Les conté que Silas y yo dejaríamos Filipos al amanecer, mientras que Lucas y Timoteo se quedarían unos pocos días, para después unirse a nosotros.
-Lidia -dije a la dueña de casa-. Tú serás la presbítera que cuide a esta bella comunidad, y la siga haciendo florecer como hasta ahora.
Ella aceptó encantada, y a todos les pareció bien que así fuera.
* * *
Al día siguiente salí muy temprano hacia el oeste, acompañado de Silas. Llegamos hasta Tesalónica, y ahí nos establecimos por un tiempo, predicando en la sinagoga. Muchas personas se nos unieron, pues estaban necesitando alguien que les dijera que con la muerte no se termina todo.
Jasón, un hombre de mucho dinero se transformó en nuestro benefactor y nos hospedó en su casa. También a Timoteo y Lucas cuando llegaron al pueblo.
Una vez más, surgieron detractores, que nos perseguían con mucho alboroto, y tuvimos que ocultarnos varias veces. A Jasón se lo llevaron preso, y tuvo que pagar una fianza para poder salir.
Nos fuimos a Berea. Cada rechazo que obteníamos nos hizo ganar un poco de experiencia. Así, en lo sucesivo nos tranquilizamos para que el esfuerzo no cayera en el vacío. De todos modos, tuve que salir huyendo con Lucas y Timoteo, mientras Silas se quedó en Berea.
Llegamos a Atenas, llenos de optimismo. Habían transcurrido casi dos años desde nuestra última salida de Antioquía.
Fue impresionante caminar por Atenas, admirando toda esa cultura de tantos siglos. Sabía que no iba a ser fácil que los atenienses dejaran de lado sus dioses. Lo que más me asombró fue ver un altar con una inscripción que decía "Al dios desconocido". Lucas estuvo indagando acerca de ese extraño dios. Obtuvo una información que yo consideré de vital importancia, pues esta veneración fue naciendo a medida que el pueblo obtenía benditos beneficios sin que hubieran sido otorgados por Zeus, ni por Atenea, ni por ninguno de sus dioses. Necesitaron sentir gratitud hacia un dios desconocido. Lo encontré notable, y no podía dejar de pensar en eso.
Prediqué en los mercados y en las plazas. Cada vez que yo mencionaba la resurrección, la gente entendía que me estaba refiriendo a un supuesto dios llamado Resurrección, el cual nos ofrecía renovar la vida de nuestra alma. Bueno, es una bella manera de mirar el asunto desde el punto de vista que está inscrito en ellos. De todos modos, hice un esfuerzo por enseñarlo.
-Jesús siguió viviendo después de morir -logré expresar-. Ése es su mensaje de salvación, pues lo mismo ha de ocurrirnos. Es así, el pecado mata el alma, pero Dios la resucita, cuando Cristo logra reinar en la persona.
-Para sanar hay que escuchar el mensaje de Cristo, creer en él e invocarlo -seguí diciendo-. Unidos a él seremos personas nuevas. Más de alguno entre vosotros ya ha sido salvado en esta vida. Murió como persona vieja, pero resucitó como persona nueva. Dios nos salva y nos da fuerzas para transmitir el mensaje de salvación, que despierta la verdadera vida en nosotros.
Unos filósofos sintieron curiosidad por entender mejor esa extraña y novedosa enseñanza, y me invitaron a dar una charla en el Areópago, o Colina de Ares, que es una audiencia de mucho prestigio, pues allí se reúne habitualmente la corte de justicia de Atenas.
Me sentí muy halagado por tan cordial invitación, y acudí lleno de esperanza. Basé mi discurso en el dios desconocido.
-Os he venido a hablar de ese dios al que veneráis sin conocerlo -me escuché decir, y seguí hablando de las enseñanzas de Jesús acerca de un Dios padre y creador.
Sólo unas pocas personas creyeron, en esa oportunidad. Entre ellos, el magistrado Dionisio y su esposa Dámaris. Con el correr de las semanas se fue formando una comunidad cristiana en Atenas.
Envié a Timoteo a Tesalónica, para que apoyara a la gente de allá.
Cuando salí de Atenas para ir a Corinto, Dionisio quiso acompañarme. Con mucho gusto acepté. Aunque yo quería dejarlo como presbítero, tuve que dejar a otro. Dámaris quedó como diaconisa.
En Corinto encontré una situación complicada porque alguna gente gozaba de muy buena situación económica, pero había también mucha pobreza. A los ricos, siempre les decía:
-No abuséis de vuestra riqueza.
También me encontré con otros evangelizadores que habían llegado antes que yo, y enseñaban las cosas de una manera distinta. Eso también hizo más difícil mi trabajo en Corinto. La excepción fue Apolos, años después. Él llegaría a ser un gran predicador.
Cuando llegó Timoteo, procedente de Tesalónica, lleno de optimismo, mejoró mucho el panorama. Y más aún, cuando Silas se vino desde Macedonia. Ambos me ayudaron muchísimo. Junto a Dionisio y Lucas, formamos un fuerte grupo evangelizador.
Otra dificultad que encontré en Corinto fue la oración en lenguas, una costumbre pagana, bonita al oído, pero que algunos no la entienden. Eso dificulta el crecimiento de la persona en su relación con otros. De todos modos, respeté el derecho a orar de esa forma.
Por otra parte, algo alentador. La mujer corintia tiene una gran fuerza participativa. Han surgido diaconisas, por ejemplo Febe, una mujer extraordinaria. Sin embargo, como los hombres no entienden que Dios pueda poner su mensaje en boca de mujer, y están acostumbrados al sometido silencio de ellas, noté que se empezaban a producir conflictos conyugales. Y como no es bueno que eso ocurra, he tenido que frenar un poco a las mujeres. Sin duda, deben ocupar ese nuevo lugar conquistado, pero en forma gradual.
Necesité dinero para mantenerme, y logré encontrar trabajo, haciendo lo que sé hacer, la fabricación de carpas y toldos. Mi empleador era Aquila, que dominaba ese oficio, y muy pronto se transformó en uno de mis principales discípulos, junto a su esposa Priscila. Pusieron su casa a mi disposición, para las reuniones de la comunidad que se iba formando, poco a poco.
Me conseguí papiro, tinta y cañitas de junco para escribir, además de piedra pómez y una esponja para borrar, engrudo para pegar las hojas, y cordones y sellos para cerrar los rollos. Le dicté a Timoteo una carta para los de Tesalónica, y la envié a través de unos mercaderes. Por desgracia, la carta fue mal interpretada, pues la gente creyó que pronto vendría Cristo de nuevo. Eso me pasó por tratar de expresarme en parábolas, como lo hacía Jesús. La gente tiene la tendencia a tomar todo al pie de la letra. Tuve que hacer una segunda carta, que también le dicté a Timoteo. En igual forma, escribí una carta a las comunidades gálatas. Más bien dicho, se la dicté a Timoteo, que tiene bonita letra.
Más de un año estuvimos en Corinto. También fui llevado a la justicia, como en otras oportunidades, pero esta vez el asunto no pasó a mayores. Cuando le anuncié a Aquila que quería ir a Éfeso, quiso retenerme.
-Es necesario llevar el mensaje de Jesús a otros lugares -le expliqué.
-Entonces voy contigo.
Casi me fui al suelo de la impresión. Esa fidelidad a Jesucristo, dejando todo, fue algo que no esperaba.
-¿Dejas todo...? -le pregunté asombrado- ¿dejas a tu mujer?
-No. Priscila irá conmigo.
Así fue como el grupo siguió creciendo y adquirió una mujer misionera. Nos fuimos todos a Éfeso, con gran optimismo, en una travesía en barco.
Pocos días alcancé a estar allí, pues ocurrió un imprevisto, cuando intenté visitar a Juan. No era alguien tan conocido, pero preguntando por aquí y por allá, logré dar con su comunidad. Me encontré con una sorpresa mayúscula. Juan se había ido a Jerusalén, llamado por Jacob, el hermano del Señor. Me contaron que María, la santa madre admirada por todos, estaba siendo llamada a retornar al Padre.
Sin pérdida de tiempo me embarqué hacia Cesarea, para ir de ahí a Jerusalén. Dionisio y Lucas me acompañaron, mientras el resto del grupo se quedó, con el encargo de iniciar la misión en Éfeso.
El hermano de Jesús
Un año después del asesinato de Esteban, la comunidad de Jerusalén me eligió para ser su obispo. No sé si influyó de algún modo el ser yo hermano de Jesús. Me emocionó el cariño que me tiene la gente. De eso hace ya más de quince años.
Mi vida ha sido menos agitada que la de los misioneros, pero no ha estado exenta de problemas y dificultades, ya que acá hay mucha incomprensión para con nosotros, los seguidores de Jesús.
María, la madre de Jesús, y que además es mi madre adoptiva, optó por irse de Jerusalén, hace varios años, yendo detrás de Juan, que también es como si fuera hijo de ella desde que murió Jesús. María Magdalena decidió acompañarla. Estaba complicado el ambiente en Jerusalén.
María volvió a esta tierra, el año pasado, talvez porque ya presentía que pronto iba a morir. María Magdalena se vino con ella, y también otras dos mujeres que no conozco. Juan las fue a dejar al puerto cercano a Éfeso, y les dio su bendición.
Me dio alegría verla llegar a la casa de la mamá de Marcos, donde la han acogido con cariño. Me contó que el viaje estuvo agitado, debido a mal tiempo pero, después de todo, arribó bien.
-Mi pequeño Jacob -me dijo, y yo me reí, porque las mamás nunca dejan de verlo a uno como un niño chico. De hecho, María es mi madre, si cuidó de mí desde que fui bebé, ya que mi padre enviudó y se casó con ella, que era una niña aún.
Siempre recuerdo con afecto mi niñez, cuando jugaba con Jesús y con Tadeo. Después que crecimos, continuamos juntos recorriendo Galilea y Judea. Poco a poco, Jesús se nos fue revelando como el Cristo que iba a morir y resucitar. Y así fue, y puedo decirlo como si hablara de lo más natural, pues su vuelta a la vida ocurrió de una manera suave. Se me apareció estando yo solo, en oración, a la orilla del lago. Lo vi venir sobre el agua, tal como aquella vez.
Recuerdo que corrí a contárselo a mi mujer y a mis hijos, y quedamos contentos. Eso fue hace tantos años.
-Jacob -insistió mi madre, sacándome de mis evocaciones-, quiero conversar contigo.
Mientras cenábamos me habló acerca de cómo fue vivir en Éfeso. Ella tenía su casa arriba de un cerro. Le gustaba vivir así, lejos del ruido. Ahí tenía unos árboles preciosos.
Desde que llegó María, todos hemos recurrido a ella en busca de consejo, también los misioneros, cuando han estado de paso por acá. Ellos recorren el mundo dando a conocer las enseñanzas de Jesús. En todas partes ocurre más o menos lo mismo que aquí. Esto es, abrir las puertas de las sinagogas, ya que los gentiles no pueden entrar. Se quedan afuera, escuchando con mucho interés. Los llamamos "prosélitos de la puerta". Ellos reciben muy bien el mensaje de Cristo. Por eso nos ganamos tantos enemigos entre los judíos tradicionales.
A María le gusta ir a orar a los lugares en que estuvo Jesús, como por ejemplo el monte de los Olivos, el Calvario, el sepulcro, y también se esfuerza en ir a veces a Belén.
Hoy la visité cuando venía llegando de su oración en el Calvario. Estaba muy agitada, con lágrimas recientes.
-¿Qué te pasa, mamá? -le pregunté.
-He tenido un anuncio..., parecido a cuando tuve a Jesús. Pero..., con un motivo diferente, por supuesto.
-Vi un mensajero vestido de blanco... -continuó.
-Eso es cotidiano en ti.
-Casi de todos los días, pero esta vez fue distinto. Me dijo que he de dejar este mundo, muy pronto.
Me imaginaba algo así, pero guardé silencio. Estaba consternado.
-No es una cosa triste -agregó, como para consolarme-. La verdad..., me alegra ir a reunirme con Jesús.
* * *
María se está preparando para morir. Ha intensificado su oración. Ella tiene una pequeña comunidad de damas piadosas, a las que ya informó de su próxima partida. Designó a María Magdalena como directora del grupo a partir de ahora. Además, me pidió enviar un mensaje a Juan para que acudiera a Jerusalén.
Envié ese mensaje a Éfeso, y dada la certeza con que María está viviendo su proceso, después mandé también avisos a los demás apóstoles que están en misión. Por lo menos a aquellos que sé donde pueden ubicarse.
El primero que llegó, luego de algunas semanas fue Juan. Lo recibimos con alegría, y hemos conversado bastante, además de orar.
-Estuve con Andrés, un poco antes de que él muriera -nos contó Juan.
-¿Murió...? ¿El hermano de Pedro...? -preguntamos alarmados.
-Sí. No sé muy bien los detalles, pero fue asesinado por unos fanáticos que lo consideraron un adversario peligroso.
-¡Qué horror! -exclamó María, con lágrimas.
Me quedó la sensación de que el recuerdo de Jesús adquirió súbita intensidad en ella.
-Andrés me visitó en Éfeso -continuó Juan, después que nos tranquilizamos un poco.
-¿Cuando iba a Grecia? -pregunté.
-Sí. Y lo notable es que me dijo algo que hasta hoy me sigue rondando.
-Andrés tenía una intuición especial -recordé en voz alta.
-Sí. Me dijo que yo tenía que escribir la historia de Jesús y sus enseñanzas.
-¡Qué bueno sería!
-Poco a poco, voy a empezar a preparar algo.
Unos días después llegó Pedro, proveniente de Roma. Llegó con Perpetua, su mujer, quien se dispuso a ayudar a María desde el primer momento. Mi madre ya no puede mucho con sus labores. Les conseguí un hospedaje apropiado, y no muy costoso.
Pedro nos contó acerca del trabajo pastoral que está efectuando en Roma y alrededores. Es un terreno bastante difícil.
-Me maravilla cómo siguen a Jesús los que no lo han visto -mencionó Pedro-. A todos he tratado de enseñarles que Dios nos envió a su hijo para salvarnos de seguir teniendo malas actitudes, y para dar un sentido a las vidas de cada uno.
-Jesús fue fiel al anuncio que traía -agregó-, hasta dar su preciosa vida por no renunciar a ese mensaje.
-Eso último es tan significativo -intervine-, y yo lo enseño también porque es algo que valoriza infinitamente el mensaje.
Nos pusimos a recordar la asamblea que hubo acá en Jerusalén, hace ya unos seis años, si la memoria no me falla.
-Fue notable -manifesté-, porque al final, luego de las discusiones estuvimos todos de acuerdo.
-Sí. A algunos les costó aceptar que a los gentiles no los podemos obligar a que adopten todas las costumbres judías, por más que para nosotros sean de vital importancia.
-Bueno..., eso en lo que se refiere a la circuncisión.
-Ése era el punto más encendido.
-Pero..., acuérdate que les seguimos exigiendo algunos preceptos acerca de sexo.
-Y acerca de ídolos y de sangre de animales. Cosas que también son importantes.
-La carta con el resultado, que enviamos en esa oportunidad a Antioquía, tuvo la eficacia que esperábamos.
En esa conversación estábamos cuando vimos aparecer a Marcos, que venía desde Alejandría. Grandes saludos, especialmente de Pedro, que lo quiere como a un verdadero hijo. Recordé cuando Marcos era niño, y por eso le dije, con entusiasmo:
-¿Te acuerdas... esa vez que casi te llevan preso por andar curioseando..., y los dejaste con tu túnica en la mano?
-Me escapé casi desnudo -rió Marcos.
Todos reímos con esa anécdota.
-Tú tendrías que escribir la vida de Jesús -dijo Pedro a Marcos, en cuanto nos pusimos más serios.
Juan y yo nos miramos con complicidad. No dijimos nada, pero a mí me estaba quedando muy claro que ha llegado el momento de conseguir que los acontecimientos y enseñanzas de Jesús queden por escrito, pues los que fuimos testigos directos tendremos que dejar este mundo en pocos años más.
-¿Yo? -inquirió Marcos, dirigiéndose a Pedro-. Pero, si eres tú el que tiene todos los testimonios, si andabas con Él.
-Sí, pero yo apenas soy capaz de juntar una letra con otra. Cuando envío cartas a las comunidades las tengo que dictar a alguien que me esté ayudando.
-Bueno. Yo puedo ser alguien que te esté ayudando.
-Eso es, Marcos, yo te puedo contar todas las vivencias, con detalles, y tú tienes la habilidad para ponerlo en el papel... y de bella forma.
-¿Cuándo? Es que prometí volver a la misión que tengo en Alejandría.
-En cuanto puedas -señaló Pedro-. Después que regreses a Alejandría, haz que ellos mismos elijan un obispo, y lo dejas pastoreando a la gente allá. Así, tú podrás ir a Roma.
La enfermedad de mi madre María ya se estaba manifestando como algo muy serio, aunque ella seguía llena de optimismo, dedicada a la oración.
Casi una semana después llegó Tomás, que venía de la India. Y también Bartolomé, que estaba en Tebaida. Y Mateo, proveniente del norte. Al siguiente día, tuvimos por fin a Pablo, al que no había podido ubicar, pues no sabía que andaba en Éfeso. Alguien le debe haber hecho llegar el mensaje hasta allá. Venía con dos discípulos, Dionisio y Lucas.
A todos ellos les conseguí un modesto hospedaje para pasar las noches.
Al principio, noté que Pablo y Marcos no se hablaban más de lo indispensable, así que decidí ponerlos a conversar. En un rato en que María estaba durmiendo, fui donde Pablo y le pedí que por favor me contara sus aventuras misionales. Caminamos por un pasillo hasta el otro sector del patio, en que se encontraba Marcos, y le pedí que nos hablara de Bernabé.
Marcos comenzó relatando la evangelización de Chipre, y cómo habían surgido muchas comunidades en la isla, cada una con su presbítero, los cuales eligieron a Auxibio, uno de ellos, como obispo de Chipre. No sin emoción nos contó que Bernabé había muerto hacía un año, durante una persecución de que fue objeto. Me impactó esa mala noticia, y a Pablo mucho más aún. Al final, se reconcilió con Marcos.
De día estábamos todos en casa de la mamá de Marcos, que es donde vive María, y donde habíamos recibido el regalo del Santo Espíritu de Dios, en una noche inolvidable, hace más de veinte años, y así la casa quedó santificada para siempre.
* * *
La salud de María se empeoró, a tal punto que ya no se levantaba, y todos nos juntábamos en su habitación, a cierta hora del día, iluminados por las velas. Entonábamos salmos y oraciones por nuestros compañeros que ya han muerto, todos en situaciones de violencia por parte de fanáticos religiosos. Se sentía su presencia espiritual.
María Magdalena trajo la bandeja con el pan y el vino, para que Pedro pronunciara la bendición. Luego, ella misma nos lo sirvió, y compartimos ese pequeño alimento con devoción, y en actitud de recordar a Jesús. Cada uno de los presentes señaló un pequeño propósito.
-La comida sagrada es un símbolo del alimento del alma -dijo Pablo cuando fue su turno-. Quiero alimentar mi alma desde el amor.
Me impresionaron tanto esas palabras, que hasta hoy las recuerdo.
Después de terminar de compartir el pan y el vino, seguimos evocando a los que no estaban ese día.
-Lamento que no haya llegado aún Jacob -dijo Juan, refiriéndose a su hermano, que se llama igual que yo.
Lo recordamos con afecto. Un hombre lleno de historias, algunas apasionadas.
María habló palabras de despedida. Prometió permanecer para siempre orando por todos nosotros. Pidió que sus pocos bienes fueran dados a los pobres. Y que su cuerpo fuera sepultado en Getsemaní, junto a sus padres.
Relámpagos y truenos nos acompañaban.
María se puso a conversar con cierta presencia de Jesús, que yo no pude ver. Lo que vi fue un intenso resplandor en torno a ella, el cual se fue apagando, poco a poco, hasta desaparecer por completo en el momento en que María entregó su alma a Dios. Fue como si se hubiera dormido.
A partir de ese instante empecé a recibir con emoción las imágenes de mi infancia, y a sentir la presencia de María, de un modo distinto pero lleno de certeza. Nunca me ha desamparado.
Las mujeres ungieron el cuerpo de María para prepararlo a la sepultura. Entre Juan y yo la pusimos en un féretro, y Pedro puso una hoja de palma sobre él.
Me preocupé de todos los pormenores del funeral y, llegado el momento, salimos en procesión hacia Getsemaní, cantando salmos, con el féretro en hombros.
Había en Jerusalén un grupo de saduceos que nos odiaban por ser seguidores de Jesús. Como no les gustó nuestra romería, enviaron a unos guardias para disolvernos. Uno de ellos, muy fornido, puso sus manos en la urna, con la intención de botarla al suelo. Entonces, ocurrió algo prodigioso. El hombre perdió su fuerza como le pasó a Sansón cuando Dalila le cortó el pelo. Más aún, los dedos del tipo quedaron como si estuvieran pegados a la madera, y no lograba bajar sus manos, por más que trataba de tirarse al suelo como un ovillo.
Pedro lo instaba a deponer su actitud. En realidad, era la única opción que tenía el pobre tipo.
-¡De verdad, Jesús es el Mesías! -exclamó cuando quedó libre. Yo me preguntaba si acaso perseveraría. La respuesta la tuve unos días después cuando el hombre acudió a mí para ser bautizado.
Nuestra procesión continuó aquella tarde del funeral, y pudimos llegar sin problemas hasta el lugar en que estaba el sepulcro. Pedro y Juan pusieron la urna en la sepultura. Después de las oraciones pusimos, entre todos, una gran piedra para cerrar la tumba.
Decidimos hacer guardia de a dos hombres, durante tres días, en homenaje a la gran mujer cuyo cuerpo estábamos dejando en ese lugar.
Algunas semanas después, en una de mis visitas a la tumba, observé o creí ver algo asombroso. Tanto que hasta hoy no he encontrado explicación a lo sucedido, salvo que éste haya sido un simbólico saludo de Dios, entre relámpagos y truenos. En un momento fugaz de claridad intensa, me pareció que en el cielo se veía el rostro de Jesús.
Unos días más tarde llegó Jacob de Zebedeo, proveniente de Hispania. Me dijo que no pudo venir antes porque no se enteró a tiempo. El mensaje que envié no le llegó. En cambio, recibió la noticia de la muerte de María en el instante mismo en que ocurrió.
-Tuve una visión... -me explicó-, sobre un pilar vi a María, durante un rato, y después desapareció.
-¿Un pilar?
-Sí. Uno que estaba dispuesto en vertical, listo para recibir la viga. Es que estamos construyendo una pequeña casa de oración.
-Eso ocurrió cuando María murió -dije, después de preguntarle cuándo había sido su visión.
-Me imaginé que María habría muerto o estaría por morir, y por eso vine.
-¿Alguien quedó allá al cuidado de la comunidad?
-Dejé un obispo y nueve presbíteros.
Conversamos bastante. Me contó que después de haber predicado en Jerusalén y en Samaria, supo lo que pasaba en Antioquía, y quedó impactado.
-Quise ir a tierras gentiles -afirmó-. Entonces fue que conocí a unos viajeros en Samaria, y decidí ir a Hispania.
-Prediqué un tiempo -agregó-, y fundé varias comunidades. Se me hizo difícil, por el idioma, pero perseveré.
Pocos días más duró Jacob de Zebedeo en Jerusalén, predicando de manera tan apasionada que un judío fanático lo asesinó. Fue una tarde muy triste. Acudí indignado a quejarme al Sumo Sacerdote. Me ofreció disculpas y condolencias, pero no obtuve de él nada más.
Tercera parte.- Aprendiendo a caminar
Pablo arrestado
Tres años después de la muerte de María, volví a subir a Jerusalén. Me recibieron con alegría. A poco de mi llegada, fui a visitar a Jacob y estuvimos conversando. Le conté todo lo que había vivido en la misión, en estos tres años.
-Estuve unas pocas semanas en Antioquía -empecé diciendo- y partí de vuelta hacia Éfeso, pasando por el camino a visitar las ciudades en que ya había estado antes. Me encontré con Tecla.
-¿Quién es Tecla?
-Es una joven con mucho talento para predicar. Me pidió consejo, diciendo que quería volver a Iconio. Le confirmé que ésa era una buena decisión, y le pedí que fundara una comunidad allí, en su pueblo natal.
-¿Andabas con Dionisio? Creo que es un gran predicador.
-No. Fui con Lucas. Dionisio regresó a Atenas, pues se dio cuenta de que ahí estaba su misión. Ha hecho un trabajo importante allí.
-¿Y cómo estaba la cosa en Éfeso?
-Muy bien. Aquila y Prisca cuidan la comunidad de la mejor manera. En su casa son casi todas las reuniones. Hasta tuve tiempo para escribir una carta pastoral.
-Supongo que a algunas de las comunidades?
-A los corintios, una carta que me resultó muy bonita. Les hablé del amor, porque hay mucha división en las comunidades de Corinto.
-¿Y fuiste a Corinto?
-En un primer momento no me fue posible, y le pedí a Timoteo que fuera él. Después envié a Tito, quien logró pacificar los ánimos, pues tiene grandes cualidades para conciliar a las personas. Más tarde, yo también visité Corinto.
-En otras partes..., ¿ha habido este tipo de problemas?
-Por cierto. La principal dificultad está en los falsos predicadores, que entregan una enseñanza errónea, supuestamente en nombre de Jesucristo.
-¿Como qué, por ejemplo?
-Algunos enseñan que el pecado de los antepasados nos pesa también igualmente a nosotros hoy.
Jacob lamentó que se produzca esa falsa enseñanza, dada por personas que se quedaron atrapadas en el pasado.
-Cuando estuve en Corinto -seguí contando- escribí una carta pastoral, y le pedí a Febe que la llevara a Roma, pues pienso llegar hasta allí, muy pronto.
-¿Estuviste en Cesarea?
-Sí. De allá vengo. Me hospedé en casa de Felipe.
-¿Uno de los siete del grupo de Esteban?
-El mismo. Ha hecho un gran trabajo, ayudado por sus cuatro hijas, mujeres de oración, que siempre tienen la palabra justa. Ellas dicen que es la abstinencia sexual lo que les ayuda a la oración.
Me quedé pensando que... deben tener razón, si por algo me he mantenido así..., sin casarme.
Tuve más conversaciones con Jacob, y los demás, pero me llevé la gran sorpresa de que ha vuelto a recrudecer la enemistad hacia mí en Jerusalén. Unas mentes afiebradas me sacaron a empujones del Templo, y me llevaron al cuartel. Gracias a que soy ciudadano romano me permitieron hablar al pueblo. Con cadenas alrededor de mis muñecas, alcé la voz y dije:
-Yo soy el pastor de los gentiles.
Se enfurecieron tanto, que las autoridades no se atrevieron a dejarme libre, pero decidieron que tendría que juzgarme el Sanedrín. Pocas horas después, ya estaba puesto en esa instancia. Noté que muchos de los magistrados eran saduceos, y otros tantos, fariseos. Y como se detestan, eso me significó una pequeña ventaja que quise aprovechar.
-Hermanos míos, soy fariseo, hijo de fariseos -exclamé- y creo en la resurrección de los muertos y en una vida futura. Los cuerpos físicos mueren pero el alma no morirá.
Como los saduceos no creen en lo que no se ve ni se toca, se ofuscaron y se levantaron de sus asientos. Se desató una gran discusión entre los dos bandos, ya que los fariseos creemos en esa trascendencia.
No hubo acuerdo para condenarme, lo cual me significó volver a ser puesto en poder de los romanos. Para mí, era un pequeño alivio. Mientras tanto, los más duros del Sanedrín seguían buscando la manera de eliminarme. Dijeron que querían sacarme otra vez, para hacerme unas preguntas. Según supe después, eso era sólo un pretexto. En ese momento yo no supe que mi vida corría peligro inminente. El que se enteró fue el hijo de mi hermana. Acudió a contarlo a los romanos. Se las arregló para llegar hasta el tribuno, el cual ya estaba sospechando algo así.
El tribuno optó por lo más sano, y me envió a Cesarea. Lucas viajó también, pues no quería dejarme solo. Ahí tuve que comparecer ante Félix. Los judíos me acusaron de alborotar al pueblo, y de pertenecer a Camino, cosa que a los romanos no les interesó mucho.
Expliqué que a algunos judíos no les gustó que les hablaran de la resurrección de los muertos, y de que Jesús vive. Félix entendía bien estas discrepancias, pues su esposa Drusila era judía.
Félix no tomó ninguna determinación. Así, pasaron casi dos años, y llegó Festo, como sucesor de Félix. Festo quería llevarme a Jerusalén para ser juzgado allí. De nuevo tuvieron que escucharme:
-Debo ser juzgado en el tribunal del César.
Entonces, me llevaron a Roma. Pero, antes se me permitió defenderme ante el rey Agripa. Volví a hablar de la resurrección de Jesús. Me consideraron loco, y me embarcaron, junto a otros prisioneros, a cargo del centurión Julio. Lucas me acompañó.
Cuando llegamos a Sidón, Julio me permitió ir a saludar a mis amigos. Días después desembarcamos en Mira de Licia, y nos cambiamos a otra nave. La navegación se tornó lenta, y también peligrosa debido al mal tiempo.
Comenzó a soplar viento, cada vez más fuerte. Muy pronto quedamos a la deriva. Casi se pierde el bote que había para las emergencias. Hubo que aligerar el peso, para lo cual tiraron al mar toda la carga. Pudimos seguir a la deriva por el Adriático, durante dos semanas, pero al final ya casi no quedaba comida. Compartí el poco pan que tenía.
La nave encalló cerca de una costa. Nadando, algunos; sobre tablones, otros; todos nos salvamos. Era Malta. Allí nos recibieron bien.
Me tocó aliviar los males de los nativos, imponiéndoles las manos. Cuando terminó el invierno, nos embarcamos en otra nave, hacia Siracusa. Después, a Pozzuoli. Y de ahí, a Roma.
Dos años después de ser apresado en Jerusalén, quedé arrestado en Roma, en custodia militar, vigilado por un guardia permanente. Se me permitió quedarme en casa de uno de mis discípulos. La gente acudía a esa casa y yo les hablaba. Así, permanecí otros dos años.
En uno de los primeros meses de mi reclusión, llegó Epafras y me informó acerca de la comunidad de Colosas, que vive en una buena relación de amistad y perseverancia, a pesar de las doctrinas extrañas que habían surgido.
Epafras es un gran predicador, que dejé como presbítero en Colosas después que salí de ahí. Estuve poco tiempo, pero Epafras se ha desempeñado muy bien, incluso ha predicado en las ciudades adyacentes. Mi fiel discípulo se quedó en Roma por un tiempo.
Cierto día, se presentó un extraño visitante en la casa en que me hospedo. Vestido pobremente, al modo oriental. Su aspecto de cansancio me hizo pensar que este hombre estaba afligido y aproblemado. Al principio no me pareció una persona conocida, pero cuando me habló, su voz me resultó inconfundible.
-Onésimo -le dije entonces, y lo abracé con afecto.
A él, le pareció extraña la familiaridad con que actué. Es que es un esclavo, propiedad de Filemón de Colosas, un buen discípulo, en cuya casa nos reuníamos.
-¿Qué te trae por acá? -le pregunté, extrañado de verlo así, como si fuera libre.
Me contó que venía huyendo de Filemón, y también de la justicia, ya que tuvo que tomar algunos bienes de su amo para poder llevar a cabo su fuga.
-No tengo nada especial contra Filemón -me dijo Onésimo- pero no quiero seguir siendo esclavo.
-Yo escuchaba detrás de las puertas -agregó- cuando tú hablabas de Cristo, que ha venido a hacernos libres... Y aquí estoy...
-Aprendiste a buscar la libertad -le dije, lleno de risa.
-Aún recuerdo las palabras que oía. Vosotros hablábais de dejar morir la maldad, no porque vaya a venir un castigo de Dios, sino para ser incluído en el pueblo de Dios. Y que Jesús vino a librarnos, y fue fiel a su misión hasta la muerte.
-Recuerdas bien, Onésimo, y también dije que la ley fue hecha para castigar a los que hacen el mal. Cristo nos enseña a no tener la ley como ídolo, pues es sólo una ayuda hecha por los hombres. No ha de movernos el miedo a la ley sino el servicio a Dios. Hay que cumplir la ley, pero eso no basta.
-También oí que es el mensaje enviado por Dios el que nos induce a hacer el bien.
-Veo que tú mismo eres un símbolo viviente de la salvación que nos anuncia Jesús en su mensaje -traté de explicarle eso y muchas otras enseñanzas, como que a Jesús le gustaba hablar en símbolos, que es un lenguaje que perdura en el tiempo.
Onésimo se quedó un tiempo conmigo, como sirviente pues eso es lo que le nace ser, y con agrado. Sin embargo, consideré que yo no podía ser desleal con Filemón, ni con Onésimo, ni menos con Cristo. No hallaba cómo resolver esta confusa situación. Decidí escribir una carta a Filemón, pidiendo clemencia para Onésimo. Tuve la certeza de que ésa iba a ser la actitud de Filemón, basada en la relación de amistad que siempre nos ha unido.
En esa carta pedí a Filemón que volviera a aceptar a Onésimo, ya no como esclavo, sino como un hermano. Le ofrecí pagar las deudas que pudiera haber. Y además, le anuncié visita, la que efectuaré en cuanto obtenga la libertad.
El mismo Onésimo llevó esta carta a Filemón. Fue acompañado por Tíquico, quien también llevaba cartas que escribí a Colosas y Éfeso. En rigor, no las escribí, sino que se las dicté a Timoteo, que ha sido mi secretario, además de enfermero, durante esta privación de libertad que me está afectando. Es más que eso. Timoteo es mi complemento, pues es más precavido que yo. Para mí es como un hijo, con el cual puedo compartir mis sentimientos.
También con la ayuda de Timoteo escribí, un poco después, una carta a la comunidad de Filipos, más que nada para reconciliar a las diaconisas Evodia y Síntique, que estaban en conflicto, según me informó un filipense que estuvo por acá. También les anuncio que muy pronto los visitará Timoteo. Me habría encantado ir yo mismo, pero estoy impedido para hacerlo.
De hecho, he decidido liberar a Timoteo de estar cuidándome. Él puede ser mucho más importante en una misión evangelizadora. Lo estoy enviando al mundo, con el dolor de quedarme sin él, porque comprendí que eso es lo mejor para la causa de Jesucristo.
Le doy las últimas recomendaciones a Timoteo:
-Has de estar siempre en la vida eterna -así le llamamos al Reino de Dios, que está en cada uno-. Nunca pongas el intelecto por encima de las enseñanzas de Jesús.
-Bebe un poco de vino de vez en cuando -agrego- que hace bien para la digestión. Sin embargo, no seas como ésos que aparentan ser religiosos pero se aprovechan de las mujeres que buscan consejo.
Priscila
Cuando escuché a Apolos en la sinagoga quedé maravillada. Es un orador excelente, que busca conciliar el pensamiento de Platón con las enseñanzas de la Sagrada Escritura. Todos quedaron impresionados, también Aquila, mi esposo, según me dijo cuando nos juntamos a la salida. Tanto fue, que Aquila habló con Apolos ese mismo día y lo invitó a nuestra casa, porque tenían mucho que conversar.
Fue una larga reunión en que hablamos de todo, empezando nosotros por presentarnos. Aquila lo hizo con todo detalle. Le contó de nuestra permanencia en Corinto, y de cómo conocimos a Pablo y nos transformamos en misioneros y vinimos con él a Éfeso.
-Priscila tiene gran facilidad para enseñar -dijo Aquila, indicándome de manera afable.
A Apolos le llamó la atención que una mujer pudiera estar en una situación así, y se alegró.
-¿Sois de Corinto? -preguntó con incredulidad.
-No. Llegamos a Corinto desde Roma -aclaró Aquila- cuando tuvimos que exiliarnos. El emperador Claudio expulsó a los judíos de Roma porque temió que los disturbios pasaran a mayores.
-¿Disturbios?
-Sí. Es que se producían fuertes discusiones entre los judíos que seguían a Cristo y los que no.
-Supongo que vosotros érais de los que seguían a Cristo.
-No tanto -corrigió Aquila-, pero... ya que por causa de Cristo tuvimos que irnos, de un día para otro..., quisimos aprender acerca de Jesús..., nada menos que en Corinto, ciudad consagrada a Afrodita.
-Pablo nos vino como caído del cielo -agregué-, y lo conocimos porque buscó trabajo haciendo tiendas, el mismo oficio de Aquila.
-Quisiera conocer a ese Pablo -exclamó Apolos-, ¿está en Éfeso?
-No. Él viaja mucho -explicó Aquila-. Tuvo que ir a Jerusalén, y seguir viaje hacia otros lugares, y volver a visitar los pueblos en los que ha fundado comunidades.
-Nosotros quedamos encargados de Éfeso -completé-. Aprendimos mucho de Pablo, que ha sabido transmitir al mundo la enseñanza de Jesús.
Apolos nos contó que nació en Alejandría, y siempre ha buscado aprender cómo la persona puede desarrollarse de acuerdo a los designios del Altísimo. Para ello, ha viajado mucho. Estuvo en Judea hace varios años, y se hizo bautizar por unos discípulos de Juan el Bautista, quienes le hablaron de Jesús. Incluso, en una oportunidad vio a Jesús enseñando en Jericó.
Seguimos hablando de Jesús, y todo lo que nos vino a enseñar. Traté de dar a Apolos algunos conocimientos en relación a Camino, según nos lo mostró Pablo.
-¿En qué consiste eso de que Jesús subió al cielo...? -preguntó Apolos-. Uno escucha eso, a veces.
-Cuando decimos que Jesús subió, eso es una manera simbólica de decir que Jesús volvió a la situación divina desde la cual ha venido.
-Misterioso, por lo tanto.
-Así es. Y hay algo más... El espíritu de la persona es trinitario, pues contiene poder, amor, y buen juicio.
-¿Y qué relación tiene?
-Pues, recuerda que en la Torá dice que el espíritu de la persona fue creado a imagen y semejanza divina.
-Ya veo. Podemos acercarnos a Dios si nos acercamos al espíritu del hombre... ¿Y qué hay del día del juicio, que también lo nombran algunos?
-Bueno, es algo figurado. Lo que Pablo dice es que llegará un día en que tendrás que responder por tus actos y omisiones.
-Algo en que tampoco se ponen de acuerdo los predicadores, se refiere a la libertad -dijo Apolos, después de un rato.
-Pablo tiene una visión muy clara.
-¿Cómo lo ve Pablo?
-Si usas tu libertad para entrar en esclavitud, la pierdes. Seamos libres; no sigamos siendo esclavos.
-Es paradojal... Soy tan libre que... ¿hasta me puedo permitir entrar en esclavitud...?
-Sí. La libertad te permite perderla.
-Es un tema para pensar. Y hay otro asunto conflictivo... Las buenas obras... ¿me llevan a salvarme?
-Bueno..., una gallina pone un huevo, y de ese huevo saldrá finalmente la gallina.
-O sea..., ¿qué?
-Las buenas obras son también el fruto que proviene de haber recibido la salvación.
Apolos se incorporó a nuestra comunidad, y semanas después, decidió ir a llevar la Palabra a Corinto.
No pasaron muchos meses antes de que Apolos volviera a Éfeso, con noticias poco auspiciosas, pues el comportamiento de algunos cristianos de Corinto es deplorable. Se lo contó todo a Pablo, que días antes, llegó también a Éfeso.
Pablo programó hacer un viaje a Macedonia y Corinto, aunque no tan pronto. Sin embargo, tuvo que adelantarlo a causa de la persecución que lo afectó, por parte de los orfebres. Tuvimos que esconder a Pablo en nuestra casa. Y eso se logró gracias a que contábamos con una habitación de difícil acceso. Un día llegaron los plateros, muy enojados porque, según ellos, Pablo les echaba a perder el negocio de las estatuillas de Artemisa, diosa a la que se dedica un culto importante en Éfeso.
Los intrusos me botaron al suelo, y también a Aquila. Registraron la casa y no encontraron a Pablo, a pesar de que estuvieron a metros de su ubicación.
-Estos tipos... casi me hacen bajar al Hades -me dijo Pablo, después de que ellos se fueron.
Así es la forma griega de referirse a la muerte. En su mitología, Hades es el lugar al que van las personas que mueren.
Pablo se fue de Éfeso, sin que lo vieran. Acá, la vida siguió, en buena forma para Camino, gracias al trabajo que hacíamos, Aquila y yo, siempre añorando nuestra querida Roma.
Después que murió el emperador Claudio, viajé a Roma, junto a mi esposo, a pasar unos días. Encontramos una casa donde vivir, en Aventino. Llegamos tan cansados, que Aquila se durmió en cuanto terminamos de comer algo.
En cambio yo, desvelada, me puse a recordar tantas cosas que se me venían a la cabeza. Mi infancia..., yo tenía apenas unos cuatro años cuando quedé huérfana, y fui criada por una bondadosa señora, amiga de la familia. Con esta señora, que fue como mi madre, nos vinimos a Roma. Pasaron los años y, en plena adolescencia conocí a Aquila, que había llegado del Ponto. Nos gustamos desde el principio. Tuvimos una boda linda.
Seguí recordando..., que queríamos tener hijos, pero eso no fue posible, a pesar de nuestro empeño.
Sonreí, con un poco de tristeza.
Estuvimos un par de semanas en Roma, descansando. Fue precioso. Pero, llegó el día de volver a Éfeso, a nuestro trabajo.
Transcurrieron varios años, hasta que decidimos nombrar presbíteros, en Éfeso, y que entre ellos eligieran un obispo. Como instrucción, les reforzamos lo más importante de la enseñanza de Pablo:
"Hay tres cosas fundamentales: la fe, la esperanza y el amor. La más importante es el amor. Más importante que cualquier otro don espiritual. Puedes sacar fuerzas de los dones que has recibido, pero, de nada te sirven los dones si no tienes amor. Tener amor es soportarlo todo, ser bondadoso, no guardar rencor, alegrarse de la verdad".
* * *
Con Aquila, volvimos a Roma, con ánimo de quedarnos para siempre. A los pocos meses de nuestra llegada, nuevamente la vida se puso difícil para los judíos, fuéramos cristianos o no, y precisamente a causa de algunos desórdenes que se han producido. Unos pocos exaltados provocaron un desprestigio para todos. Al principio, en forma suave, pero todo se complicó de una manera feroz, sin tener nosotros ninguna culpa.
El problema surgió a raíz de un enorme incendio que se produjo en Roma, al parecer por una negligencia de un grupo de ebrios. El fuego duró seis días y redujo a cenizas una gran cantidad de casas. Nerón acogió en los patios imperiales a las personas que quedaron sin vivienda. La aristocracia culpó al propio Nerón, emperador populista, de haber enviado a los borrachos a incendiar la ciudad. Esto ocasionó que Nerón se defendiera de las acusaciones acusando a los judíos y sus disputas. Fue así como se agudizó la persecución a los judíos, que a esas alturas de la vida, ya éramos del Camino en gran proporción.
Tuvimos que adoptar un bajo perfil, y tratar de pasar inadvertidos en la vida diaria. Muchos cristianos fueron arrestados cuando no guardaron dichas precauciones.
De todos modos, me las he arreglado para visitar a Pedro, obispo de Roma, que vive con su esposa Perpetua y su hija Petronila, quien no ha querido casarse, aunque no le han faltado pretendientes.
Conversamos acerca de la situación que vivíamos; y de Andrés, hermano mayor de Pedro, nacido en Betsaida. Andrés fue brutalmente asesinado en Patras hace algunos años. Y también hablamos de Jacob, el hermano de Jesús, que se desempeñaba como obispo de Jerusalén, hasta su violenta muerte a manos de judíos tradicionales.
-Hace sólo dos años -acotó Pedro, que ha viajado mucho, visitando las comunidades de Camino.
-Como nuevo obispo de Jerusalén eligieron a Simón -agregó-. Es un primo de Jesús.
Pedro ha estado ocupando gran parte de su tiempo en dictar una carta a un escribiente y traductor, para que algún día pueda ser llevada al Ponto, y a Capadocia y a Bitinia, para fortalecer esas comunidades. Es un trabajo lento.
Un día llegó Pablo a Roma y visitó a Pedro. Fue un encuentro alegre, en que nos contó sus últimos viajes, muy en especial se refirió a Grecia.
-Dionisio fue elegido obispo de Atenas -dijo Pablo-. Y en Colosas eligieron a Epafras.
Pablo contó también que Filemón perdonó a su esclavo Onésimo, y le dio la libertad. El hombre quedó feliz y fue a reunirse con Pablo, y a trabajar con él. Llegó a ser predicador.
-Una cosa importante que descubrí -afirmó Pablo- es la necesidad de insistir mucho a los presbíteros para que tengan una vida ejemplar. También a las presbíteras, por supuesto.
-Yo también me he dado cuenta de eso -aseveró Pedro-. A veces los presbíteros tienen conductas sexuales desordenadas, y entonces, la gente deja de creerles.
-Y también en relación al dinero.
Continuó la vida en Roma, sin poder predicar mucho; sólo un poco, en ciertas condiciones.
-No juzguéis antes de tiempo -así eran los términos en momentos como los que vivíamos-. Esperad a que el Señor saque a la luz lo que hoy está en oscuridad.
Y después de una frase tan aventurada, había que escapar.
Pablo también se dedicó a escribir cartas. A Timoteo, que tendrá que hacerse cargo de las misiones .
Cerca de dos años después del famoso incendio ocurrió lo que yo me estaba temiendo. Pedro fue apresado. Su carta, que estaba ya muy avanzada, quedó tirada por todas partes También se llevaron a su esposa Perpetua. Petronila se salvó porque en el preciso momento en que llegó la patrulla, ella había ido a buscar agua. Alcanzó a divisar la escena desde lejos, y fue a buscarme, angustiada. Fuimos donde Pablo. Trató de calmarnos. Lo logró a medias. A partir de ese día, Pablo se puso a hacer las averiguaciones con las autoridades.
Con Aquila nos hemos encargado de la hija de Pedro. Mientras tanto, nadie sabe nada de nada. Pablo se arriesgó tanto, que también lo apresaron.
Vivíamos una verdadera noche oscura. No hallábamos qué hacer. Visité a Marcos, que trabajó mucho tiempo como secretario de Pedro. Él estaba ahora de paso en Roma, y tampoco tenía muchas posibilidades de averiguar el estado de los prisioneros, pero no perdía la esperanza. Marcos tiene mucha diplomacia.
Me habló de un libro que está escribiendo, referido al legado de Jesús. Él alcanzó a conocerlo un poco, y además ha relatado muchas cosas que Pedro le ha contado.
Preguntando y preguntando, supe donde tenían prisionera a Perpetua. Alcancé a visitarla una vez, pues me lo permitieron como gran cosa. Semanas después me enteré de que había muerto, probablemente echada a las fieras, aunque eso no lo supe con certeza. Talvez fue sólo un rumor. En todo caso, nunca apareció el cuerpo de Perpetua.
Marcos logró averiguar que Pedro también murió. Crucificado, en el caso de él. Lloramos de impotencia ante esas muertes horribles. Y fueron muchos más los asesinados. Me costó contárselo a Petronila, pero lo hice. Marcos me ayudó a consolarla un poco.
Los presbíteros eligieron a uno de ellos, llamado Lino, como obispo de Roma. A Marcos le permitieron visitar a Pablo en la cárcel. Hasta que un día..., ya no estaba. Le dijeron que se lo habían llevado a otro lugar de detención. Al final, se supo que también lo mataron.
Todo esto es demasiado doloroso. Aquila trata de darme ánimo cuando me ve llorando. Lo necesito, porque hay que seguir adelante.
Simón el cananista
Hace tiempo fui apodado "cananista", que es lo mismo que decir "zelote". Así, me diferenciaban de mi padre, a quien le decían "zelote" porque tenía ideas revolucionarias, aunque nunca perteneció a ese movimiento.
También a mí me consideran revolucionario, pero soy bastante pacífico. No por otro motivo seguí a mi amigo Jesús, desde que éramos niños en Nazaret. Y hasta su muerte, e incluso después, durante todos estos años.
He viajado por importantes ciudades, llevando la palabra de Cristo. Hasta que se me ocurrió venir a Babilonia. O más bien dicho, lo que queda de ella. No pensaba estar acá más que unas pocas semanas, pero las cosas se complicaron. Al llegar, asistí a un encuentro de judíos seguidores de Cristo, en una sinagoga. Me admitieron porque también tengo origen judío. Cuando dije que fui discípulo de Jesús, muy cercano a él, me miraron incrédulos. No me creyeron, en absoluto.
En esa oportunidad, no vi ningún gentil escuchando afuera de la sinagoga, como es costumbre en casi todas las ciudades. Al poco rato entendí por qué ese desaire. Me bastó oír unas pocas palabras de la homilía para darme cuenta de que estaba metido en un encuentro de una secta tradicionalista.
Se hablaban algunas cosas extrañas, reñidas con las enseñanzas de Jesús. Todos daban por sentado que Cristo había llegado a ser un sumo sacerdote, y que obtuvo el perdón de los pecados de toda la gente. Y eso, por medio del sacrificio, siendo él mismo la víctima, como un chivo de expiación.
En el fondo, lo que ellos quieren es adaptar la historia de Jesús a una tradición antigua. Justamente la que Jesús vino a reemplazar porque ya dejó de tener sentido.
-Se ofreció a sí mismo en sacrificio, una sola vez y para siempre -dijo el que dirigía.
Casi me caí de la silla, pues quedé espantado... Pero, si yo que estuve al lado de Jesús por años, siempre supe que él decía que Dios no necesita, ni siquiera sacrificio de animales como expiación. Y menos un sacrificio humano. Si esto es... sencillamente diabólico.
-No hay perdón de pecados, si no hay derramamiento de sangre -continuó diciendo el tipo, y entonces me indigné a tal punto, que fui adelante a discutirle, argumentando lo que yo sabía, porque lo había aprendido directamente de Jesús.
-Si fueron los sumos sacerdotes los que entregaron a Jesús a la muerte... -casi grité- ¿cómo podéis decir que él mismo pueda haber sido sumo sacerdote?
Se armó una pequeña trifulca.
Duré un buen rato. Al principio, muchos se interesaron por lo que yo decía, pero el director se burlaba. Lo increpé tan duramente que entre todos me sacaron a golpes hacia afuera.
Quedé botado en la calle, sangrando y adolorido. "Sangre", pensé, y hasta me dio un poco de risa. Después de todo, no soy tan pacífico.
Por varios días me estuve recuperando en la humilde habitación que conseguí. Tuve una visita inesperada que me dio gran alegría. Judas Tadeo llegó hasta acá, porque se enteró del altercado que había ocurrido en la sinagoga, y averiguó donde se hospedaba el cristiano agredido. Aún no sabía que era yo.
-¡Tadeo! -exclamé, muy contento.
-¡Cananista! -me respondió y nos fundimos en un abrazo. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
-¿Qué haces por acá?
-¿Y tú, qué haces por acá?
Nos reímos y nos contamos nuestras aventuras. Y recordamos nuestro tiempo con Jesús. Y también nuestra infancia con él y con Jacob y con Simón, hermano de Tadeo.
Este encuentro con Tadeo fue fundamental para mí. Para toda la vida que aún me quede. Desde ese momento seguimos trabajando juntos en llevar el mensaje de Jesús a toda la gente.
Busqué una ocupación como tintorero, que es mi oficio, heredado de mi padre.
Después de unas semanas hubo una segunda incursión en la sinagoga. Ahí escuché este discurso:
-La muerte de Jesús es una derrota para el diablo. Por una sola vez y para siempre. El camino nuevo es el camino de vida que Jesús nos abrió a través del velo, es decir, a través de su propio cuerpo. Cristo es nuestro sumo sacerdote. El mejor y más grandioso, como lo fue Melquisedec.
Me sentí con derecho a interrumpir para aclarar ese punto:
-Jesús encontró sólo incomprensión entre los sumos sacerdotes. No fue uno de ellos. Por el contrario, Jesús fustigó a los mercaderes del templo, los que llevaban el negocio de los sumos sacerdotes.
-Lo que Jesús nos dijo fue que no hiciéramos sacrificios de animales -replicó el predicador-, nada de matar chivos y becerros para purificar a las personas. Cristo se ofreció a sí mismo para quitar el pecado. Es su sangre la que nos limpia.
-¿Estás hablando de sacrificio humano? -preguntó con énfasis Tadeo, volviendo a interrumpir, y se paró adelante-. Eso es quizás peor que sacrificar animales. ¿Para limpiar los pecados? Eso es el antiguo pacto. Justamente, Jesús vino a proponernos un nuevo pacto. Recuerdo muy bien cuando Jesús habló de un nuevo pacto. Dijo que así como el antiguo pacto era de muerte, el nuevo es de vida porque está fundado en el Espíritu de Dios.
-No sé de qué hablas -replicó el predicador, mientras el resto de la gente empezaba a alzar el murmullo.
-El nuevo pacto fue anunciado por Jeremías -continuó Tadeo-. El profeta dijo que sería un pacto distinto al de los antepasados. Esta vez, Dios pone su ley en el alma de las personas. Dios se da a conocer a todos, no sólo a los instruidos. Nos enseña a renacer como personas nuevas. A eso, algunos le llaman "limpiarnos de nuestra iniquidad".
-Cristo obtuvo el perdón de todos los pecados, por medio de la sangre que derramó -manifestó el orador.
-En cuanto a la sangre de Cristo -intervine, y me fui también hacia adelante-, él muchas veces nos dijo que la iba a derramar. Es que Jesús fue infinitamente fiel a la misión que Dios le encargó. Y por eso estaba tan dispuesto. Él vino a dar un mensaje. Dijo que el reino de Dios está dentro de cada persona.
El tipo que predicaba se molestó conmigo por haber dicho eso, y empezó a cambiar un poco el tema.
-¿Recuerdas que los cuerpos sacrificados se quemaban fuera del campamento? -preguntó sin esperar respuesta-. Pues, así también Jesús murió fuera de la ciudad.
-Jesús nos pidió anunciar su mensaje -dije, volviendo al tema principal-. Su sangre como símbolo de pacto debe entenderse así. Más de alguna vez nos dijo que también nosotros tendríamos que estar dispuestos a morir por entregar el mensaje. A eso le llamó "beber su sangre".
Intenté explicar que el Maestro siempre usaba imágenes y símbolos en sus palabras, para que éstas pudieran ser comprendidas por la gente que venga dentro de muchos siglos más.
-Jesús -agregué- vino a cambiar nuestra manera de pensar...
-Aceptad eso -completó Tadeo-. No tratéis de encasillar a Cristo en la ley antigua.
A esa altura, ya empezaron a increparnos. Sin embargo, me armé de fuerza y dije en voz alta:
-El vino nuevo se pone en odres nuevos, porque si no, éstos se romperían. Hay una renovación que tenéis que aprender, aceptar, integrar. No nos quedemos en el pasado.
-Cristo murió por nosotros, sí -dijo Tadeo-. Porque fue fiel hasta la muerte. Vino a entregar un mensaje, y no lo traicionó, sino que lo vivió. Y murió por darnos su enseñanza.
-Y resucitó -agregué-, para mostrarnos el renacer como personas nuevas. No tiremos eso a la basura. Lo que haga cada cual con el mensaje es una decisión libre... Pero, algún día tendréis que rendir cuenta.
Nuevamente salimos de ahí a los empujones, quedando muy magullados.
En cuanto nos repusimos, con Tadeo, unos días después, nos pusimos a predicar en las plazas. Ahí nos iba mejor. Así era nuestro discurso:
-Salvar es liberar. Jesús nos ha enseñado en qué forma podemos ser rescatados de la opresiva iniquidad, y ser liberados para vivir nuestra vida según los propósitos de Dios.
Teníamos buenas posibilidades para predicar en la plazas, y una excelente llegada, que contrastaba con la falta de acogida por parte de los judíos de la secta.
Sentí que era importante nuestra labor.
Hemos tenido muchos discípulos, entre ellos un escritor llamado Abdías. Lo nombramos presbítero de la comunidad que se estaba formando. Desempeña un excelente trabajo como pastor de la gente.
Así estuvimos durante algún tiempo, contentos con el desarrollo de las comunidades. No obstante, las cosas no iban del todo bien, pues a los pocos meses, las personas de la secta se relajaron en sus costumbres, pues consideraban que si los pecados están perdonados de antemano... ¿dónde está la ley?, lo que les interesa tanto... Empezaron a tener toda clase de malos comportamientos. No sé si se estaban dando cuenta de una fuerte contradicción en su manera de pensar.
Tadeo consideró que era el momento de volver a la sinagoga. A mi amigo le gusta escribir. Pasa horas enteras preparando cartas para las comunidades que él ha fundado en distintas partes de la región. Le escribe a los presbíteros que él ha dejado y al obispo que aquellos han elegido para coordinar las comunidades.
Esa vez, Tadeo me dijo que tendríamos que ir a la sinagoga a aclararles la situación. Hacia allá nos dirigimos cierto día.
-No nos han eliminado la antigua ley -hablé, cuando todavía no me empezaban a mirar mal-. Jesús no vino a permitirnos la mala conducta. Nos dijo claramente que no actuemos movidos por el miedo, sino por el amor. Eso es lo nuevo que ha pasado con la ley.
-Sois como nubes sin agua, o árboles que no dan fruto -los reprendió Tadeo.
La asamblea fue pasando de los murmullos a los gritos.
-Sois como estrellas que han perdido el rumbo -continuó Tadeo.
En esa oportunidad no salimos golpeados, sino sólo repudiados de palabra. Semanas después vino eso del castigo. Sí. En la secta hablaban de un castigo didáctico. Bueno, es cierto que con ese calificativo el asunto del castigo pasa bien. Sin embargo, han tenido que contradecir todo lo que afirmaban antes. En el fondo, estaban reconociendo su error. Pero, se han ido al otro extremo, por salirse con tanto ímpetu.
Traté de hacérselos ver:
-¿Qué tanto hay con eso del infierno? ¿De dónde habéis sacado esa enseñanza?
Siempre que intervine, al principio me acogieron bien, y después ya no tanto hasta llegar al franco repudio.
A veces yo defendía a Tadeo, otras veces, él a mí.
En la pelea de ayer, resultamos muy maltrechos. Hasta los funcionarios de gobierno tuvieron que intervenir en favor nuestro.
Y seguiremos firmes en la lucha...
Cuarta parte.- Aprendiendo a hablar
Policarpo
Me tienen preso y sé que muy pronto moriré. No es que yo haya cometido algún delito. No. Nada de eso. Me acusan de haber alterado el orden en repetidas ocasiones, acá en mi Esmirna natal. Y me acusan de desacato a la autoridad romana. Y de andar difundiendo doctrinas que están reñidas con el culto establecido a los dioses.
He pedido un tiempo para meditar, y me lo han permitido después de muchos ruegos, pero sólo por un par de horas. Intento aprovecharlas en un clima de oración.
Comencé mi meditación saludando al Padre, y ofreciéndole mi vida y agradeciendo todo lo que me tocó vivir y las personas valiosas que conocí a lo largo de mi existencia. Así, empezaron a surgir mis recuerdos.
Mis padres fueron las primeras personas valiosas que conocí. Me trajeron al mundo un poco después de la muerte de Pedro y de Pablo. Unos dos años después, según me contaron.
Me pusieron por nombre Policarpo, que significa "frutos abundantes". De esa forma, manifestaron su anhelo para mí. Espero no defraudarlos.
Siempre me enseñaron muchas cosas, además de darme su amor. Así, fui aprendiendo que alguien escribió las enseñanzas de Jesús, en un rollo muy importante. Y también hay otro, notable, conteniendo algunos sucesos de la vida y muerte de Jesús. Este último libro lo escribió Marcos, un discípulo de Pedro, que cuando era niño había conocido a Jesús. Hace ya muchos años, lo leí y me encantó.
Y poco después apareció otro rollo, conteniendo una doctrina para los cristianos. Creo que fue escrita por varios seguidores de Pedro y de Pablo, y pone mucho énfasis en la importancia del bautismo.
También supe que el templo judío de Jerusalén fue destruido por los romanos, y desde entonces empezó a tener cada vez menos peso la secta de los saduceos. Lo del templo mismo fue algo lamentable, pero en cambio, la decadencia de los saduceos fue una cosa que me da esperanza.
Siendo yo casi un adolescente, mi padre me contó que circulaba un nuevo libro en la comunidad de Mateo. Incluso, acudió a conocerlo. En ese rollo se habla algo acerca de la infancia de Jesús. Contiene también los aportes de Marcos y de Enseñanzas. Parece bastante completo, pero es un texto orientado a judíos cristianos.
En ese momento, pensé que sería bueno contar con algún libro similar, pero para gentiles cristianos. Lo genial fue que tal como lo imaginaba surgió, años más tarde, en la comunidad de Lucas, otro de los grandes hombres que conocí. De hecho, fui a Tebas, después que cumplí veinte años, en mi primera excursión aventurera, tratando de afirmar mi personalidad. Lucas ya estaba anciano. Su libro está muy bien escrito y es de gran belleza expresiva. Contiene una segunda parte en que habla algo acerca de Pablo y las primeras misiones cristianas.
Al año siguiente ocurrió algo notable. Vino a Esmirna el discípulo directo de Jesús. El único de ellos que aún continuaba con vida. Juan, que vivía en Éfeso, llegó hasta acá para fundar una comunidad. Entré inmediatamente a ella, pues eso era lo que yo estaba necesitando. Mi vida adquirió algo nuevo, casi milagroso. Me fui transformando en otro, sin darme cuenta. Juan siguió visitando nuestra comunidad varias veces al año. Es un hombre extraordinario. En una oportunidad vino acompañado de su esposa, una mujer un poco mayor que él. Juan estaba casado con la viuda de su hermano Jacob, ya que así es la costumbre judía.
Muchas veces viajé a Éfeso, que no es tan lejos, para escuchar a Juan. Se podría decir que casi todo lo que sé lo aprendí de su comunidad. En Éfeso alcancé a conocer, antes de que muriera, a una presbítera llamada María, nacida en Magdala, y que se vino a Éfeso, hace muchos años, junto a la madre de Cristo. María conoció a Jesús, y fue una de sus principales discípulas. Era una mujer de gran sabiduría.
A los pocos años de comenzar nuestra comunidad, ésta había crecido tanto, y venía gente desde tales distancias, que Juan decidió abrir la comunidad en varias, y me nombró presbítero de una de ellas.
Juan nos enviaba cartas a las distintas comunidades. En ellas nos reforzaba el mensaje de amor que nos dejó Jesús. También fortalecía las buenas actitudes de algunos obispos, y reprendía a otros cuando se desviaban. En el fondo, Juan tomó la responsabilidad de armonizar la iglesia cristiana, después que murió Pedro, para que ésta no quedara a la deriva. Es la única persona que podía hacerlo ya que era uno de los pocos apóstoles que iban quedando, de los que conocieron a Jesús, y el único cuyos viajes misioneros habían sido más cortos, en espacio y tiempo.
Juan fue un predicador valiente. Se iba a meter a ámbitos no muy acogedores, donde primaban los romanos. No siempre fue bien recibido. Muchas veces salió magullado. Las autoridades lo consideraban subversivo. A tal punto que el emperador Domiciano lo desterró a la isla Patmos. Ahí estuvo relegado por más de dos años, hasta que murió Domiciano. Entonces pudo volver a Éfeso, pero durante esos años sentíamos su ausencia, y no podíamos hacer nada contra el poder. Juan nos hacía mucha falta.
Fue en ese tiempo que los demás presbíteros de Esmirna me eligieron obispo de esta ciudad. En mis enseñanzas, en Esmirna, muestro a Jesús según lo que he aprendido en Éfeso y también según el libro de la comunidad de Lucas.
Cuando Juan regresó de Patmos tuvo un entusiasta recibimiento, lleno de júbilo. En cuanto me enteré fui a Éfeso a saludarlo y expresarle mi aprecio. Juan llegó muy cambiado, dispuesto a trabajar fuerte en el libro que hacía tiempo estaba incubando. El que nos muestra a Jesús. De hecho, lo sacó adelante, con la valiosa ayuda de varios escritores de su comunidad.
Uno de estos escritores escribió también otro libro, llamado "Revelación". Está escrito en base a símbolos para que pueda perdurar y ser comprendido por las personas en el futuro. En este libro nos habla de las visiones que tuvo Juan en Patmos y que se refieren a cómo puede uno destruir la iniquidad que lo ha invadido y construir la ciudad nueva en su alma.
En esta última etapa de su vida, Juan no quiso retomar la función de coordinar a los obispos. Desde que él se tuvo que ir a Patmos, el que desempeñó dicho cargo fue Clemente, el obispo de Roma. Lo hizo con la mejor voluntad y porque siempre tuvo muy buena acogida en los demás obispos. Se ganó el respeto de todos nosotros, que lo reconocimos como conductor. Incluso una vez fui a Roma para conocerlo y dejarme guiar por él. Me habló del grave problema que estaba enfrentando, pues los cristianos de Corinto entraron en conflicto interno. Clemente les dirigió una carta para orientarlos. Además de las recriminaciones específicas, esta carta ha servido para reforzar las actitudes buenas que también han tenido los corintios. Y más aún, después de los años, al ser conocida por otras comunidades, nos ha reforzado también a los demás en todo aquello que es bueno. Por eso es un documento tan importante. En él se insta a poner los ojos en Cristo. Y termina con una palabra nueva, "Amén", que significa "Por cierto".
Clemente fue una persona que me impresionó muy bien. Años después fue desterrado a la península de Quersoneso Táurico, casi isla en el Mar Hospitalario. Fue condenado a trabajos forzados en una mina de mármol. No fue un prisionero dócil, sino más bien trató de dar a conocer a Jesús entre los demás. A tal punto, que en algún momento Clemente desapareció. Algunos obispos intentaban averiguar acerca de él, pero eso resultó imposible. No había a quien acudir. Después de un tiempo su cuerpo apareció flotando, y el mar lo trajo hacia una playa. Fue recogido por almas caritativas que lograron reconocerlo y darle sepultura.
Otro personaje grandioso que conocí fue Ignacio, el obispo de Antioquía, que tomó la responsabilidad de conducir la iglesia cristiana cuando Clemente fue desterrado. Ignacio escribió varias cartas a diversas comunidades, incluyendo Esmirna. En ellas da guías pastorales brillantes. Me pidió evitar que los obispos solteros se sintieran superiores a los casados, pues eso no sería muy sano.
A Ignacio también lo consideraron subversivo. Fue apresado y llevado a Roma por las autoridades romanas. Precisamente durante ese viaje a Roma, encadenado, lo conocí acá en Esmirna, ya que el barco se detuvo en este puerto. Fui a verlo, o por lo menos a intentarlo. Gracias a Dios me dejaron subir al barco. Hablamos un poco, hasta que los guardias me obligaron a bajar.
Me encargó que escribiera a los cristianos de Filipos, ya que él no lo pudo hacer. Así, escribí una carta, como me lo había pedido Ignacio. Lo hice sólo como completando su obra, pero no por intentar conducir la iglesia, pues creo que no tengo las capacidades que se requieren.
Ignacio murió en el circo de Roma. El día antes, se entrevistó con los obispos que habían acudido a esa ciudad en un intento de librarlo de la muerte. Les dijo que el obispo de Roma sería quien presida la iglesia a partir de ese momento. Así fue como Alejandro tuvo que hacerse cargo de tal responsabilidad. Ignacio lo decidió de esa manera para asegurar que siempre haya sucesión cuando el Imperio eche abajo al conductor de la Iglesia.
Mi trabajo pastoral en Esmirna continuó desarrollándose. Más de una vez me tocó asistir a algún moribundo, y también a su funeral. Y si el difunto era rico llegaban las plañideras y le daban densidad al acto de despedirse de una persona. Las lloronas que vi vestían de gris y caminaban descalzas.
Muchos años después conocí a un samaritano muy valioso, llamado Justino. Él era aún un joven de unos 26 años cuando yo contaba ya con unos 60 que me habían encanecido el pelo. Justino había estudiado filosofía con un discípulo de Aristóteles y después con uno de Platón, que se avenía mucho más a su manera de pensar. Ya a esa edad, Justino había viajado mucho.
Habiendo ido yo a Éfeso a esperar a unos familiares que estaban por llegar, me fui un rato a la orilla del océano para entrar en meditación. Muy cerca de allí estaba este joven, meditando también. Permanecimos mucho rato en esa soledad acompañada. Cuando noté que él ya estaba en actitud de retirarse, me puse a conversar con Justino. Hablamos de muchos temas, durante varias horas, acompañados de una botella de vino, sentados ante una mesa firme. Nuestros conocimientos se estaban complementando muy bien. Se entusiasmó al ir conociendo a los profetas y a Jesucristo.
Mucho después supe que Justino se convirtió al cristianismo y ha elaborado un gran trabajo de difusión de las enseñanzas de Jesús, desde un punto de vista filosófico.
Yo estaba casi anciano cuando instituí sesiones especiales para niños, lo cual no es nada de común, pero creo que es vital. Tuve un discípulo niño, llamado Ireneo, con gran capacidad de aprendizaje, y desplante. Hasta tomaba apuntes. Sé que llegará a ser un gran predicador, pues está a punto de serlo, siendo ya un adulto muy joven aún.
El año pasado fui a Roma a entrevistarme con Pío, que había sido elegido obispo por los presbíteros de Roma, muchos años atrás. Los demás obispos le tenemos gran admiración, y lo consideramos jefe de la iglesia. Y es por eso que acudí a preguntarle algunas cosas, entre otras, ponernos de acuerdo en la fecha en que debe celebrarse la Resurrección, ya que he observado distintos criterios al respecto. Le llevé de regalo un ejemplar de "Revelación", que un copista hizo para mí. Le informé que no es la versión original de puño y letra de su autor de la comunidad joánica, pero que no tiene ninguna variación respecto a aquélla.
A su vez, el obispo Pío también me regaló un rollo. Una copia de "El Pastor", libro escrito por su hermano Hermas. Yo nunca antes había sabido algo acerca de este libro, y cuando lo leí me pareció excelente. Tiene algunas cosas en común con "Revelación", en cuanto a enfoque, pero su contenido y su lenguaje son más simples que los del libro joánico. Por ejemplo, dice "ahuyenta de ti la tristeza", que es muy fácil de entender directamente. Y esta otra, "siete vírgenes sostienen la torre", oración en la cual hay símbolos que el mismo Hermas explica en su escrito y nos hace ver que una gran cantidad de realidades espirituales son la base de sustentación para construir el temperamento de la persona.
Pío me llevó a casa de su hermano, en una de sus visitas. Ahí tuve la oportunidad de conversar largamente con Hermas. Pude comprobar que es un verdadero genio para conocer las diversas maneras de ser de la gente.
Hace pocos días, el obispo Pío murió de muerte violenta a manos de unos desquiciados.
Y ahora, ya están viniendo a buscarme los soldados. Interrumpen mi reflexión, y me llevan al patíbulo. Mi mente sigue en oración, mientras mi cuerpo es golpeado.
El alejandrino Orígenes
Nací en Alejandría, cuando ya había pasado un siglo y medio desde la muerte de Jesús. De mi padre Leónidas recibí la educación cristiana y también la helenística. Él tenía privilegios de ciudadano romano, pero yo no, porque mi madre es egipcia.
Siempre he tenido gran deseo de saber, y formulé muchas preguntas a mi padre, que parecía saberlo todo. Le pregunté respecto a libros que han sido escritos por los seguidores de Jesús. Fue entonces que él me contó algo muy importante que ocurrió antes de que yo naciera. Se reunieron los obispos y estudiaron una gran cantidad de esos libros. Su objetivo era escoger los que tuvieran un mayor grado de inspiración divina para incluirlos, como un Testamento, dentro de la Biblia. Ya he leído todos los libros que fueron seleccionados en aquella oportunidad: Cuatro de los evangelios, solamente los de las comunidades de Marcos, Mateo, Lucas y Juan; también la segunda parte del libro de Lucas; además de las nueve cartas de Pablo a siete comunidades, Corinto, Éfeso, Filipos, Galacia, Colosas, Tesalónica y Roma; también las cartas personales de Pablo, a Timoteo, Tito y Filemón; dos cartas de Juan, una de Judas Tadeo; y el Apocalipsis joánico. Algunos de estos rollos estaban en mi propia casa, pues teníamos una gran biblioteca.
Cuando yo tenía un poco más de quince años se produjo una persecución contra los cristianos, la cual duró varios años, durante los cuales toda mi familia vivió en peligro. Entre otras cosas, estábamos preocupados por nuestra biblioteca, ya que a menudo habíamos visto destrucciones masivas de libros en plena calle. Mi padre decidió que había que esconderla completa.
-¿En qué forma? -quise saber.
-Muy fácil -respondió mi padre, y se puso a excavar. Le ayudé en esto, con entusiasmo. En una tarde enterramos los libros. Ahí estarían protegidos contra los posibles invasores.
Muchos meses después, mi papá cayó preso, y a los pocos día lo mataron. Yo quería morirme. Junto a otros jóvenes, decidimos salir a la lucha a la semana siguiente. Casi no dormí esa noche. En cuanto empezó a aclarar, me levanté de mi cama y quise vestirme, pero no encontraba mis ropas por ninguna parte. Fui a preguntarle a mi madre, pero no logré despertarla. Llegaron mis amigos a buscarme, y no pude irme con ellos, así como estaba, completamente desnudo.
Finalmente, mi madre despertó. Entonces quise escuchar de ella qué pasaba con mi ropa. Estaba clarísimo quién me la escondió. Yo estaba airado.
-Mi querido Orígenes -me dijo mi mamá -. Tú sabes lo duro que ha sido para mí quedarme sin Leónidas, y... ¿acaso quieres que más encima me quede sin ti? Tú eres el mayor, y yo te necesito para que me ayudes a seguir viviendo y a criar a tus hermanos.
Comprendí inmediatamente cuán egoísta estaba siendo yo. Abracé a mi madre, y la besé en la frente, con toda mi ternura, y por fin, ambos dejamos salir nuestros llantos que teníamos atascados.
Alcancé a vestirme, y muy pronto vinieron emisarios de la autoridad a llevarse nuestros bienes. Nunca se enteraron de que teníamos una biblioteca escondida.
La vida se puso tan difícil que tuve que buscar trabajo. En la misma academia en que estudié, me puse a hacer clases. Una amiga de mamá nos ayudaba en lo económico, pero todo eso no era suficiente. Opté por desenterrar la biblioteca y venderla, ya que así sólo la estaba escondiendo en otra parte.
* * *
Conozco la obra de Clemente de Alejandría, que ya no está con nosotros. Aunque nunca fui su alumno, me ha impresionado bien. Él también está impregnado de la cultura griega, elevándose hacia las realidades ocultas, y vislumbrando verdades profundas.
Si tuviera que definirme y decir qué soy, diría que soy un buscador. Estoy comenzando a practicar el ayuno y a vivir en pobreza. Eso me ayuda en mis meditaciones.
He estudiado ciencias humanas, a tal punto que muchos me llaman Maestro.
Luego de algún tiempo, llegué a dirigir la escuela cristiana de Alejandría. Hay acá una santa mujer llamada Apolonia. Ella es solamente diaconisa, pero es muy respetada, por su vocación de servicio.
En mis clases enseño que la fe y la razón pueden convivir sin problema. El que ama a Dios sabe hasta donde su mente puede comprender, y cuándo debe recurrir a la fe para ampliar su conocimiento. No sólo enseño la Escritura cristiana. También la filosofía de Sócrates y de Platón. Acostumbro a citar las escrituras y el Pastor de Hermas.
Me ha tocado tener alumnos gnósticos valentinianos. Se puede convivir bien con ellos, intercambiando puntos de vista. Al final, siempre logro convencerlos de que la parte espiritual es la más importante, en todos los seres humanos, y no sólo en algunos, incluyendo aquellos que parecen movidos solamente por instintos o por apetitos.
En cada clase me dedico, en gran medida, a responder las preguntas de los alumnos. Y me agrada mucho que surjan interrogantes. Es así como ellos pueden vislumbrar las verdades que esperan ansiosas a ser descubiertas dentro de ellos mismos.
Acepto que los jóvenes asistan a las clases de los maestros paganos, con tal de que integren esa enseñanza en una perspectiva cristiana.
Converso mucho con un profesor de otra escuela, Amonio Saccas. El que me llevó hacia él fue un alumno mío, llamado Heraclas.
Ya me acerco a los treinta años, y tuve la oportunidad de viajar a Roma, durante el pontificado de Ceferino. Ahí conocí al presbítero Hipólito, y escuché varias de sus homilías. Me impresionó tan bien, que quise conversar con él. Me recibió con amabilidad. Es un hombre muy culto, y ha escrito artículos de gran interés.
Hipólito se dedica en parte a preparar a la gente para el bautismo. Esa enseñanza puede durar dos y hasta tres años, con mucha oración. Después de todo ese tiempo, la persona está preparada para el gran evento. El día anterior practica el ayuno. Un diácono, en el caso de los hombres, o una diaconisa, en el caso de las mujeres, hace la inmersión de la persona, en la piscina. Un presbítero o presbítera, administra el sacramento del bautismo.
Las presbíteras son cada vez más escasas, debido a que esta función les está siendo quitada a las mujeres. Hipólito está disconforme con esa situación, y defiende la presencia femenina, pues las mujeres no son mentirosas como se les achaca, sino portadoras de la verdad. Él da el ejemplo de María Magdalena, santa mujer.
Ya estoy de vuelta en Alejandría, y sigo enseñando lo que me han pedido que enseñe: el conocimiento de Dios. Me gusta esta misión porque me permite romper los esquemas de la gente. Yo digo a los alumnos que cualquier palabra humana acerca de Dios no será jamás una expresión perfecta, ni mucho menos. De ahí que la verdadera comunicación con Dios sea por la vía del Espíritu.
-El hombre, por sí solo -les digo-, no puede llegar a conocer a Dios, con su limitada inteligencia.
-¿Qué...? ¿Cómo...? -son los asombrados comentarios que obtengo.
-Dios no puede ser visto con los ojos del cuerpo -insisto-. Con el Espíritu que hemos recibido de Dios, podemos comprender las cosas divinas.
Trato de hacerles ver el sentido alegórico de las Escrituras, y que no podemos explicar algo acerca de Dios si no es mediante símbolos.
-Por ejemplo, las manos de Dios..., los ojos de Dios..., son símbolos -les digo.
-Toda la vida de Cristo es Palabra -insisto-. Es historia y es alegoría, al mismo tiempo. Por medio de Jesucristo podemos acercarnos al conocimiento de Dios.
* * *
El obispo Demetrio me envió a Arabia, a solicitud del gobernador, ya que varias damas de la corte estaban interesadas en el cristianismo. Allí estuve unos meses, y fue muy grato.
La mayor parte del tiempo he permanecido en Alejandría, haciendo clases de cuanta materia existe. Llegó un momento en que no quise seguir en tanta dispersión. Adiestré a Heraclas para que se hiciera cargo de varios de estos cursos. Así, yo pude dedicarme de manera más profunda a enseñar Teología y Sagrada Escritura. Son los temas que más me gustan y los que más ayudan a comprender el sentido de la vida. La lectura de la Biblia es una verdadera oración, un diálogo de amor. De esta manera se comprende mejor el lenguaje místico de las escrituras, el que permite ver a través de un espejo misterioso.
Es en cada uno de nosotros que Jesús crece en sabiduría y en gracia. Y es esa gracia la que ayuda a amar a Dios, y es ese amor el que salva a la persona.
Mis clases se vieron interrumpidas nuevamente, pues tuve que hacer otro viaje, esta vez impulsado por las dificultades políticas. Me fui a Cesarea en Palestina, donde fui bien recibido por el obispo Teoctisto, y también por el obispo Alejandro de Jerusalén. Ellos me invitaron a predicar en la Asamblea, y también los fieles me recibieron bien.
En Jerusalén vi la biblioteca que fundó Alejandro, la cual cuenta con varios libros que reconocí inmediatamente. Habían pertenecido a la biblioteca de mi padre, y aquella vez tuve que venderlos para que mi familia saliera adelante. Me alegré porque mis queridos libros están en buenas manos.
Cuando Demetrio se enteró de que yo estaba dando homilías se indignó y me mandó llamar de vuelta.
-¿Qué te has creído? -me recriminó airadamente-. Una cosa es hacer clases, y otra muy distinta es dártelas de presbítero en la Asamblea.
-Yo quiero ser presbítero.
-Pero aún no lo eres.
-Ya estoy bien preparado para ello.
Esta conversación se terminó de manera abrupta. Tampoco era el momento para seguir insistiendo. Más valía esperar mejor oportunidad. Ésta no llegó, en parte por la mala disposición de Demetrio, y en parte porque no todos estaban de acuerdo con mi manera de enseñar. A algunos no les agrada que yo interprete la Escritura de manera alegórica.
-No busquéis un lugar físico para el Edén -explico-, porque éste es la representación de una idea.
Pero, lo que menos aceptan algunos es que el alcance del amor de Dios es tan grande que todas las personas y cosas regresarán al seno divino, incluido hasta el mismísimo Satanás.
Por lo demás, yo inicio cada clase advirtiendo a mis alumnos que mi enseñanza no es dogmática, sino sólo la más certera aproximación que se puede lograr hoy, como una flecha que aún no logra dar en el blanco. Me limito a proponer ocasiones para la reflexión, y habrá que abandonar la enseñanza de hoy cuando alguien encuentre algo mejor.
-Estamos construyendo entre todos -les digo-. La teología es una continua búsqueda. Intento ayudaros a entrar en contacto con Dios.
Enseño a mis alumnos a relacionar entre sí distintos pasajes de la Escritura. En una oportunidad estábamos viendo una escena del evangelio de Juan, en que Jesús se apresta a devolver la vista a un ciego y entonces un discípulo le pregunta si acaso ese defecto se debía a que pecó el pobre hombre, o si pecaron sus padres.
Inmediatamente un alumno me preguntó acerca del concepto de "karma". Los demás lo miraron raro. Yo también, y le contesté:
-No hay nada de eso. Hemos de quedarnos con lo que Jesús respondió a ese discípulo, "no pecó éste ni sus padres".
El alumno insistió, refiriéndose a cuando Jesús preguntó a sus discípulos "¿quién dice la gente que soy yo?", y le respondieron que algunos dicen que Elías, y otros que algún profeta.
-¿Eso -me preguntó el muchacho-, acaso no nos habla de la reencarnación?
-Sí. Habla de que alguna gente creía en la reencarnación.
-Y Jesús no les dijo que esa creencia estuviera errada.
-No se los dijo.
-¿Y..., entonces...?
-Entonces... no sabemos en qué forma sigue viviendo la persona después que el cuerpo muere. ¿Es eso lo que quieres saber..., no?
-Sí. Eso es lo que quiero saber.
-Si tienes en ti la pregunta, también tienes que tener la respuesta. Lo que yo puedo hacer es ayudarte a buscarla.
En ese momento surgieron en la clase varias voces interrogativas.
-Si os ayuda, puedo hablaros de cómo vive en mí esta situación que tanto os está preocupando.
Entonces, les dije que cuando la persona muere acá en la tierra, la resurrección se lleva a cabo en un cuerpo que no es material. No sabemos si acaso en algún momento ese ser puede volver a tomar un cuerpo material, en este mundo o en cualquier otro que ni siquiera somos capaces de imaginar. Si acaso antes he sido o no un profeta, hoy eso no importa para nada, pues mi tarea de esta vida es otra, y debo abocarme a ésta. Yo tengo una gran inquietud por llegar a saber un día cómo se muestran en la persona los misterios divinos y las instrucciones recibidas de Dios antes de ser concebidos.
Al final, me aplaudieron. Y yo doy gracias a Dios porque mis alumnos respetan mi enseñanza. Mis clases, no sólo van dirigidas a los muchachos. También me reúno con las personas que vienen hacia mí trayendo inquietudes. Trato de enseñarles a buscar las respuestas mirando cómo el evangelio vive en cada uno.
Yo tenía un poco más de treinta años cuando tuve que viajar a Antioquía, ya que ahí estaba viviendo Julia Mamea, una dama de la nobleza, que quería saber más acerca del cristianismo. Fue un encuentro provechoso.
Por ese tiempo, Hipólito fue elegido obispo de Roma. La jefatura de la Iglesia la había asumido el diácono Calixto, a la muerte de Ceferino, ya que aquél era el brazo derecho de éste.
Mucho antes, Calixto había sido esclavo. Su amo le permitió estudiar, y hasta le asignó funciones importantes en un banco. Su gestión no fue nada de buena, y Calixto decidió huir. Capturado, fue condenado a trabajar en las minas de Cerdeña. Ahí tuvo contacto con cristianos que también estaban condenados a ese trabajo. Calixto se convirtió al cristianismo, y como tal, fue liberado en una amnistía que se produjo cierta vez. Ceferino le encargó administrar una catacumba, y siempre confió en él. Calixto es misericordioso con los pecadores, en contraposición a Hipólito, que es bastante estricto.
Cada día que pasa siento más gusto por escribir. A pesar de lo costoso que es esto. Gracias a Dios, he tenido una gran ayuda en lo económico. Mi amigo Ambrosio se ha transformado en mi benefactor. Él es quien me ha estado empujando a poner por escrito la enseñanza, pues la considera valiosa. De hecho, fue en sus conversaciones conmigo que Ambrosio decidió volver al pensamiento cristiano original, después de que estuvo por años frecuentando la asamblea de Valentino.
Y he seguido con mis clases.
-De Dios, algunos piensan cosas que no se podrían pensar ni siquiera del más injusto y cruel de los hombres -afirmé una vez que me preguntaron si acaso Dios castiga.
-Si Dios nos ha dado libertad, no es para castigarnos, sino para que aprendamos a vivirla -insistí.
-¿Y qué hay de la libertad de los prisioneros? -quiso saber un alumno.
-Ahí tienes que buscar el sentido profundo. Muchas veces las personas estamos prisioneras de alguna instancia interna que abusa de su poder -Y después de una pausa agregué-. Como ves, la sagrada escritura debe leerse en su contenido interno. Está dicho en el Apocalipsis joánico, capítulo 5, que te habla de un libro escrito por dentro y por fuera.
-A Dios lo encontramos en lo profundo de nuestro ser -seguí hablando-. También nosotros estamos escritos por dentro y por fuera. Nuestra alma es como una montaña, a cuya cima podemos llegar, aunque no tan fácilmente. Es como nuestro pequeño Tabor, donde Jesús se transfigura.
-Pensándolo de esa manera -dije, continuando mi exposición-, ya podemos entender a los ángeles. Sea cual sea la forma de éstos, no dudéis de que Dios nos ha asignado un ángel a cada uno, para que nos guíe y nos proteja. Y cuando estamos reunidos en el culto, también los ángeles de cada uno están reunidos ahí mismo.
* * *
Me decidí por la castidad. Es que quiero privilegiar mis tiempos de meditación. Esto lo he experimentado tal como lo dice San Pablo, en la carta primera a Corinto, capítulo siete. Nos dice que prefirió quedar soltero para dedicarse en mejor forma a la oración. Es por este mismo motivo que muchos presbíteros han optado por el celibato, aunque no todos. Y yo aún no soy presbítero, pero quiero serlo. Estoy renunciando a algo que podría tener, y lo hago libremente, por una causa sublime. Para ayudarme a cumplir con este sacrificio que me impongo, hasta lo dije públicamente en una de esas verdaderas homilías que doy con bastante frecuencia, a pesar de que Demetrio se enoja conmigo cada vez.
En esa oportunidad en que me atreví a ser muy sincero con la gente, me apoyé en el evangelio de Mateo, capítulo 19, donde Jesús dice que hay quienes se hacen eunucos a sí mismos por causa del reino de los cielos. Por supuesto, partí explicándoles que Jesús habla en términos figurativos, de semejanza, y se estaba refiriendo a quienes optan por la castidad por causa del reino de Dios. Es ahí donde yo entro.
Hasta ahora he podido cumplir con mi compromiso de castidad, y no me ha sido fácil, pues en algunos de mis viajes para enseñar el cristianismo no han faltado las damas tentadoras.
En un viaje que hice a Roma, me enteré de la historia de amor entre una mujer cristiana llamada Cecilia, y Valeriano, un noble romano, que se convirtió al cristianismo. Dicha conversión movió a ira a las autoridades, a tal punto que ambos fueron asesinados. Fue un caso muy conocido, que despertó indignación en la gente común.
De mis numerosos viajes, hay uno relevante. Cuando yo tenía 46 años, y Demetrio seguía negándose a ordenarme presbítero, ocurrió que necesité acudir a Atenas, llamado por el obispo, para atender a unos cristianos que tenían unas ideas extrañas. Decidí pasar por Cesarea y embarcarme allí. De esta forma, tendría la ocasión de saludar al obispo Teoctisto. Tuvimos una amistosa conversación, en la cual salió el tema de por qué yo aún no estaba oficialmente consagrado a la vida religiosa. Al día siguiente , Teoctisto me ordenó como presbítero, y eso me provocó inmensa alegría.
Cuando volví a Alejandría, y Demetrio se enteró, lo tomó como si se tratara de una infidelidad o algo parecido. Se indignó, casi me pegó, y me gritó que no me quería ver nunca más. A tal punto, que me tuve que ir de Alejandría. Por supuesto, me vine a Cesarea, con pena por el rechazo, pero también con paz y claridad en mi alma. Eso me confirmó que estaba dando los pasos que el Señor me pedía.
En Cesarea abrí una escuela, similar a la de Alejandría, y he seguido dedicándome a la enseñanza, y a escribir muchos tratados.
-Basándome en lo que dice Pablo, cerca del final de una de sus cartas a Tesalónica -así inicié mi primera clase en la nueva escuela-, os puedo decir que el hombre tiene cuerpo, alma y espíritu.
-Estamos unidos con Dios -continué-, por nuestro espíritu, el cual existe desde el principio del mundo. Y es inmortal. El alma, en cambio, contiene lo intelectual y lo afectivo. La educación de las almas continúa en mundos sucesivos; hay un proceso constante hacia la perfección, siendo nosotros primero como vasos de barro, luego de vidrio, luego de plata, para finalizar como cálices de oro.
Al poco tiempo llegó Ambrosio, pues quiso seguir asistiendo a mi escuela, y ayudarme económicamente. Es una persona muy generosa.
Supe que, en Alejandría, Demetrio seguía despotricando contra mí, y hasta inventó que yo me había castrado físicamente. No supe si reírme o llorar, pero al final preferí olvidarme. ¿Qué más podría hacer?
* * *
Siempre conversé amistosamente con aquellos cristianos que estaban confundidos y que interpretaban las escrituras de algún modo superficial, y han llegado a unas conclusiones que todos los obispos han considerado erróneas. Les hago ver cuál es la manera de leer las escrituras. Hay presbíteros que reprimen a estas personas airadamente, y eso es peor porque más se aferran a sus creencias. Mi método, en cambio, es el del diálogo. Así, he tenido buenos resultados.
Yo llevaba ya unos pocos años en Cesarea, cuando ocurrió la detención de Hipólito, el obispo de Roma, junto a Ponciano, jefe de la Iglesia. Ambos fueron relegados a las minas de Cerdeña. No se llevaban nada de bien, pero el destino que les tocó los hizo reconciliarse. Los dos murieron en cautiverio. Fue un episodio muy triste para los cristianos.
Por ese mismo tiempo, llegó a Cesarea el nuevo gobernador, junto a su esposa y el joven Gregorio, hermano de ésta, el cual se incorporó a mi escuela, como alumno. Fue muy destacado, y después de cinco años había asimilado tan bien el método, que se constituyó en mi ayudante. Nunca antes me había complementado así con un discípulo. En su graduación, dijo un discurso de acción de gracias, en que habló muy bien de la forma cómo yo guío a los alumnos.
Años después, a Gregorio lo apodaron Taumaturgo porque, según algunos, él hacía milagros.
Por mi parte, continué como profesor y escribiendo muchísimo, y dando homilías que tuvieron buena llegada. Me esforcé especialmente en enseñar la mejor manera de leer las escrituras. Para lograr una buena lectura hay que hacerlo tres veces. Primero, de manera literal, para iniciar un camino y añorar el sentido profundo. Después, una lectura moral destinada a captar qué debemos hacer para vivir la palabra. Y finalmente, la lectura espiritual, por medio de la cual el Espíritu Santo nos hace entender el contenido de la Escritura, y encontrar el sentido de los misterios.
Insisto mucho en que los seres humanos estamos dotados de libre arbitrio y voluntad, y por eso, a veces actuamos mal y otras veces nos salvamos.
Hace poco tiempo escribí una refutación de las teorías de Celso, escritas hace muchos años atrás, y que recién ahora algunos lo empiezan a tomar en cuenta. Celso fue un filósofo vulgar, que hablaba muchas tonteras. Yo no quería darle importancia a ese tipo, pero Ambrosio me pidió que lo rebatiera, y entonces, no me pude negar. Sólo por eso escribí ese texto contra Celso.
Yo tenía 65 años cuando caí prisionero durante la persecución iniciada por el emperador Decio. También fue apresado Fabián, jefe de la Iglesia cristiana, cuyo pontificado fue de paz, organización, y expansión misional. Por esa misma época, fue asesinada en Alejandría, en plena calle, la anciana diaconisa Apolonia. Lo sentí muchísimo. Una turba la atacó y la golpeó, perdió algunos dientes, y la dejaron ahí tirada, sangrando. Ahí mismo murió.
Estuve preso cuatro años, fui maltratado y torturado. Después que me liberaron me vine al norte, a este lugar llamado Tiro. Estoy tan débil, que me desmayo a veces. No sé qué más va a pasar conmigo. Creo que pronto el Señor me vendrá a buscar.
Quinta parte.- Durante las primeras heridas
Gabino
A mis cuarenta años ya estoy rodeado de parientes poderosos. Cada cual en lo suyo, mientras yo sigo teniendo una vida tranquila, quitada de bulla. Mi hermano mayor, Cayo, fue elegido Jefe de la Iglesia Cristiana el año pasado. Por otra parte, mi primo Diocleciano, de mi misma edad ha ascendido al cargo de Emperador. Todo esto, acá en Roma, la ciudad en que hemos vivido gran parte de nuestras vidas.
Jugábamos juntos cuando chicos. Después que crecimos, Diocleciano y yo entramos a la milicia. Tuvimos trayectorias muy diferentes. Mientras él se destacó y fue subiendo a pasos agigantados, a mí no me gustó tanto la carrera militar. Esa vida me despertó una secreta rebelión, sofocada por mí mismo, a tal punto que empezó a crecer en mí la figura de Jesús, que yo tenía muy olvidada.
Antes de eso, cuando éramos niños aún, ocurrió lo de los siete desaparecidos de Éfeso. Aunque haya sido lejos, igual se supo. Siete jóvenes cristianos que se resistieron a ofrecer sacrificios a los dioses, fueron perseguidos, y tuvieron que escapar hacia los montes. Nunca más fueron vistos, excepto el más joven de ellos, que según los rumores fue visto disfrazado, mendigando. También surgió otro rumor diciendo que estos cristianos fueron encontrados por las autoridades, en una cueva, y que les taparon la salida con pesadas rocas, exterminándolos de esa manera. La gruta ha sido buscada por los cristianos, pero no ha sido encontrada.
Por ese mismo tiempo nos llegó otra historia, ocurrida en Sicilia. El cónsul quería hacer suya a una hermosa joven cristiana llamada Águeda. Como ella se opusiera, el tipo la envió a que la violaran y la mataran.
Cuando escuchábamos esas historias, Cayo defendía a los cristianos, y yo también en alguna medida, pero Diocleciano no. Poco a poco nos fuimos distanciando de él.
Las persecuciones continuaron. Recuerdo, en mi adolescencia, la figura del Papa griego, llamado Sixto. Un buen hombre, que tuvo el gran mérito de reconciliar la iglesia de Roma con la de Cartago. Ésta estaba comandada por el obispo Cipriano. Al final, Sixto fue asesinado por un oficial, mientras celebraba la eucaristía en una catacumba. Esa vez, apresaron a varios diáconos. A uno de ellos, Lorenzo, lo mandaron a buscar los cálices de oro. Pero, él decidió venderlos y dar el dinero a los pobres. Su actitud valerosa le significó ser asesinado también.
Quiso la suerte, buena o mala, cuando aún tenía yo poco tiempo de soldado, que me pusieran a cuidar presos para que no escaparan. Entre esos detenidos había algunos cristianos. Uno de ellos, llamado Proto, me hablaba de Jesús, cosas parecidas a las que yo escuchaba de mi madre cuando niño. Esta vez, el asunto empezaba a tomar fuerza. Era un buen tipo. Y tenía un compañero Genaro, muy divertido. También estaba preso, y nos hacía reír. No me di cuenta cómo fui tomándoles afecto, hasta que un día, los dejé escapar, a los dos, sin que nadie lo advirtiera. Inventé cualquier tontera para justificar mi descuido ante mis superiores. Igual, tuve que pasar unos días castigado en el calabozo.
Lo interesante de todo eso es que mi vida cambió. Mucho influyó mi esposa, que era una santa mujer, y murió muy joven, dejándome viudo, con una hija adorable, la pequeña Susana.
Lo concreto es que me retiré de la milicia, y entonces fue que cambié de vida, por completo. Pedí ser aceptado como presbítero. Y he aquí que ahora me estoy dedicando a la vida cristiana, como ayudante de mi hermano, el Obispo de Roma.
* * *
Estoy preso desde hace seis meses. Me van a decapitar mañana, pero eso no es nada. Lo verdaderamente doloroso fue la muerte de mi pequeña Susana, a sus veinte años. Me dolió demasiado, más que nada por la forma como ocurrió.
Todo comenzó cuando el césar Maximiano Galerio se casó con Valeria, la hija del emperador Diocleciano. Al poco tiempo, Maximiano enviudó, lo cual fue tomado como un contratiempo por el emperador. Consideró que tenía que reponerle la esposa. ¿Y cómo? Si no tenía más hijas. Lo más cercano era Susana, hija mía, que soy su primo.
Llegó un día a nuestra casa un funcionario del gobierno, llamado Claudio. Lo recibí con cortesía, y escuché su propuesta en cuanto a una futura boda de Susana con Maximiano. Cualquiera se habría puesto feliz de recibir tal privilegio. Sin embargo, yo tuve cautela, y le pedí dos días para conversarlo con mi hija.
Le hablé de esto a Susana, y ella no quería aceptar. Cuando Claudio vino de nuevo a los dos días, Susana se integró a la conversación. Escuchó la propuesta, con mucho respeto.
-Pero..., yo soy cristiana..., y el césar es enemigo de los cristianos -se defendió Susana.
Para Claudio, eso no era obstáculo.
-Ningún hombre me tendrá por esposa -insistió mi hija.
Tal argumento tampoco hizo efecto en Claudio. No escuchaba razones.
-Tendrás que explicarlo tú misma al emperador. No puedo llegar al palacio sin tu presencia.
Decidí que, en ese caso, yo iría con ella. No podía dejarla sola en esto. Cuando llegamos los tres al palacio, a mí me dejaron afuera. Fue ignominioso. Para mi entender, se trataba de un verdadero secuestro. Nunca más vi a Susana viva.
Por más que protesté durante muchos días, ni siquiera me dieron alguna explicación. Al contrario, me hicieron prisionero para que no molestara.
Ahora es mi hermano Cayo el que ha salido a protestar. Lo han golpeado, lo han desprestigiado. Y también fue detenido, ayer. ¡Y es el Obispo de Roma...!
Dámaso
Ayer cumplí diez años de edad. Nací acá en Roma, pero de una familia hispánica. Tengo una hermana menor, llamada Irene. Mi madre se llama Laurencia, y mi padre se llama Antonio. Él es presbítero, y ha trabajado siempre en la iglesia que está cerca del teatro de Pompeyo. Es el encargado de los archivos, en calidad de notario y lector.
Yo era apenas un bebé cuando asumió Constantino como Emperador, siendo que él aún no cumplía los treinta años. En mi casa, los adultos hablan bien de él. Y dicen que antes no querían mucho a los emperadores. Así les escucho decir cuando me pongo muy cerca de ellos, detrás de la puerta, durante esas largas conversaciones que tienen los grandes después de la cena.
-Damasito, a acostarse -me dice mi madre, cuando parece adivinar que estoy ahí, en vez de estar en mi cama.
Los grandes hablan también de los monjes. Éstos son hombres que han elegido la vida de oración, con ansia de seguir a Cristo. Decidieron esa vida como protesta por la forma como vive la gente. Se retiran a lugares desérticos, cerca unos de otros, pero no juntos. Es para poder apoyarse en caso de necesidad. Siempre están en torno a uno más preparado que el resto, y celebran juntos la Eucaristía.
También hay mujeres que quisieron seguir esta forma de vida, pero no se lo permiten porque puede resultar muy peligroso. Ellas viven en la ciudad, y no salen a la calle, salvo en situaciones muy especiales.
Uno de estos jefes de monjes, o abades, que enseñan a los más jóvenes, se llama Antonio como mi padre, y es egipcio como el gran Orígenes. Ya tiene más de sesenta años. Se cuenta que siendo muy joven vendió sus bienes y repartió el dinero entre los pobres.
Mi abuelo, que es de Hispania, se queja airadamente de que las mujeres dominan en la Iglesia cristiana, no sólo las presbíteras y diaconisas, sino principalmente las esposas de los presbíteros y de los obispos. Dicen unos que las mujeres hasta quieren ser obispas, pero no lo lograrán. Mi madre defiende a las mujeres, diciendo que son más responsables que los hombres y por eso parecen dominantes. También cuentan que en un Sínodo en Hispania se prohibió que los obispos se casen. Y también se prohibió que un presbítero duerma con su mujer la noche antes de celebrar misa.
Es en este tipo de conversación que mi madre me manda a acostar. Porque como ellos tratan de hablar más despacito y sin gritar, me veo obligado a asomarme un poco.
También hablan de los cristianos que han muerto a manos de los romanos en las persecuciones. Les llaman mártires, como el caso de los médicos gemelos Cosme y Damián, que curaban gratis a la gente. Me apasiona el saber de las muertes heroicas de los mártires. Como el caso de una Catalina, de Alejandría, por tratar de convertir a un emperador que había antes, llamado Maximiano. Todo esto ocurrió antes de que yo naciera. Y Luciano de Antioquía, hace poco, uno de los últimos antes de que Constantino diera por terminadas las persecuciones a las comunidades cristianas.
Así oí decir a mi papá. Esta buena noticia ocurrió en Milán, gracias a Constantino, en conjunto con Licinio, emperador de Oriente. Ahí comenzó la libertad religiosa en todo el Imperio.
-Gracias a Elena, su madre de origen humilde -, precisó mi mamá, y explicó que esa mujer se convirtió al cristianismo y tiene gran influencia sobre su hijo.
-Las mujeres tienen tanta influencia, siempre... -observó mi abuelo.
-Fue importante Osio, un obispo hispánico, que acompañó a Constantino a Milán -agregó, orgulloso.
Me llevo muy bien con mi abuelo.
* * *
Han pasado cosas en estos años, y recién a mis veinte de edad, me dispongo a contarlas. Me refiero a la evolución que ha tenido el cristianismo. He sido sólo un observador, a lo largo de mi adolescencia. Estudiando, que es lo que más me gusta, pero también enterándome de lo que pasa. Siempre me ha interesado.
Como gran cosa he llegado a ser lector y después diácono. Para mi edad, no está mal, pero no he podido tener un rol importante aún. Mientras tanto, mi hermana Irene se consagró a Dios, como monja, en uno de los primeros monasterios femeninos que se han fundado en Roma.
Cuando el emperador Constantino dio libertad de culto, ordenó que las propiedades de los cristianos que habían sido confiscadas durante la última persecución, fueran devueltas a sus primitivos dueños. Además, se están construyendo muchas nuevas basílicas.
Después de eso, Constantino tuvo un conflicto con Licinio, lo venció y se constituyó como emperador único. Para él es muy importante tratar de que los cristianos nos mantengamos unidos, lo cual no está ocurriendo.
Un discípulo de Luciano de Antioquía, llamado Arrio, es un teólogo muy estudioso, presbítero en Alejandría. Este Arrio, que ya tiene más de sesenta años, destapó un conflicto ideológico que venía incubándose desde hace años. Desde que en Oriente había dos escuelas importantes: Alejandría, con método alegórico, y Antioquía, con método literal. No estaban de acuerdo en cuanto a la divinidad de Jesucristo.
He aquí que Arrio, proveniente de Antioquía defendía dicha posición en el campo contrario, Alejandría. Es un tipo que tiene el don de la palabra. Habla con tal convicción, que a la gente le es difícil no estar con él. Sin embargo, todo su discurso está basado en un postulado difícil de aceptar por los estudiosos. Sostiene que la divinidad de Dios Padre es superior a la de Dios Hijo. Esto es algo muy intelectual, que sobrepasa la capacidad de pensamiento de los seres humanos, que somos tan imperfectos. Si la inmensidad de Dios no cabe en nuestra pequeña cabeza, mal podríamos sostener discusiones tan elevadas, acerca de lo que no entendemos. Los teólogos creen que ellos entienden más que el común de los mortales. El caso es que Arrio ha entrado en conflicto con muchos teólogos tan estudiosos como él. De cualquier forma, me sería difícil estar de acuerdo con Arrio, pues el comienzo del evangelio joánico nos dice que en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y era Dios.
Atanasio, un presbítero alejandrino, nueve años mayor que yo, ha podido estar presente en estos intensos movimientos que está teniendo la iglesia cristiana. Ha sido la cabeza opositora a la de Arrio. También el obispo de Alejandría se pronunció en contra de Arrio.
Para Constantino, el enfrentamiento entre cristianos no viene nada de bien, pues puede significar que su Imperio vuelva a dividirse. Quiere que los cristianos nos pongamos de acuerdo, y dejemos de molestarle sus movidas políticas. Por eso, convocó a los cristianos a un concilio, el cual se efectuó hace poco, en Nicea. Asistieron obispos llegados de todas partes. Silvestre, obispo de Roma no asistió, pero envió delegados.
También se permitió la presencia de Arrio y Atanasio para que debatieran, pero sin derecho a voto, lo cual no cambia nada porque sería un voto para cada lado.
El concilio se decidió por la postura de Atanasio. Se aprobó una lista de las cosas que se supone creemos los cristianos. Se le llamó Credo, y salió lo que salió, a tirones después de arduos debates. Y entre medio, una frase problemática: Que el Hijo fue engendrado de la sustancia del Padre. ¿Cómo puede entenderse eso? Si forma parte del pensamiento arriano, el que fue condenado por el mismo concilio. Dirigido por el emperador, quien probablemente no conoce bien los evangelios. Es una contradicción, aunque la diferencia es muy sutil.
Creo que estamos construyendo una doctrina, y lo estamos haciendo sobre arena y no sobre roca firme como dice Jesús en el evangelio de Mateo. El resto del Credo no tiene mayores problemas, creo yo. Me lo aprendí de memoria, y lo rezo todos los días. Curiosamente, eso de "engendrado" es como para respetar a Arrio, pues algo de lo suyo quedó.
En lo fundamental, el Credo aprobado en Nicea dice: "Creemos en un Dios Padre Todopoderoso, creador de todas las cosas visibles e invisibles. Creemos en nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios; engendrado como el Unigénito del Padre, de la substancia del Padre, Dios de Dios; luz de luz; Dios verdadero de Dios verdadero; consubstancial al Padre, mediante el cual todas las cosas fueron hechas, tanto las que están en los cielos como las que están en la tierra. Para nosotros los humanos y para nuestra salvación descendió y se hizo carne, se hizo humano, y sufrió, y resucitó al tercer día, y vendrá a juzgar a los vivos y los muertos. Creemos en el Espíritu Santo".
Distinto es "Hijo de Dios engendrado de la sustancia del Padre" que "en el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y era Dios". Es la controversia entre Arrio y Atanasio. Todo esto, a mí me demuestra que Dios es incomprensible para nuestra mente. Es inútil ponerle tanto intelecto.
En este concilio se ha reconocido la calidad de patriarcas a los obispos de Roma, Alejandría, Constantinopla y Antioquía. Son los más importantes, y se les otorgó franquicias tributarias. Los demás obispos pertenecen a alguno de los cuatro patriarcados. Constantino se deja para sí la tarea de asegurar que los cuatro patriarcas piensen igual.
De todas formas, el Concilio puso orden en muchas cosas. No sé si para bien o para mal. Los obispos pasan a ser designados en vez de ser elegidos por los presbíteros.
Después del Concilio de Nicea hubo muchos destierros. Le correspondía ser un concilio de unidad, pero está resultando ser de división.
* * *
Durante estos años me he dedicado principalmente a restaurar el recuerdo de los cristianos que han muerto en las persecuciones. He buscado sus tumbas ocultas y les he puesto epitafios. Para ello, he tenido que recorrer cada catacumba, palmo a palmo, e investigar mucho. Alguna gente dice que mi trabajo es inútil, pero yo lo sigo haciendo porque se trata de personas dignas, que han muerto por fidelidad a Jesucristo; y porque así doy un poco de consuelo a sus seres queridos.
No ha sido ésa mi única ocupación. Sigo aficionado al estudio, y también a acompañar a las personas en sus inquietudes. Trato de ayudarlas a solucionar sus conflictos interiores.
Además, estoy muy pendiente de los acontecimientos, ya que vivimos una etapa de cambios profundos, y sé que algún día tendré que poner un poco de orden en esto.
Cuando se cumplió un año del concilio de Nicea, el emperador Constantino hizo levantar una magnífica tumba sobre el sitio en el cual se supone que estuvo el sepulcro de Jesús. Unas columnas ricamente adornadas sostienen el techo de vigas doradas.
Tampoco fue ésa la única relación del emperador con la muerte, ya que ocurrió un asunto lamentable en torno a Crispo y Fausta. Él es el hijo mayor de Constantino, y ella es una esposa joven que tuvo el emperador, siendo ya maduro. Lo que pasó es que Fausta acusó a Crispo de intentar seducirla. Como consecuencia de esa intriga, Constantino hizo matar a Crispo. Sin embargo, después descubrió que ella sólo quería deshacerse de Crispo. Entonces, Constantino ordenó matar a Fausta.
Tenemos a ese hombre como jefe de la Iglesia, y... ¿qué podemos hacer? Nadie tiene fuerza para enfrentar al Imperio. Y aunque la tuviera, no es ésa la vía más adecuada para poner las cosas en orden. Yo me inclino por la diplomacia.
Pasan cosas tan lamentables como ridículas. Por ejemplo, las vestimentas clericales empiezan a ser cada vez más suntuosas.
Ya soy un flamante presbítero de más de treinta años, joven aún, digo yo. Todavía no he tenido acceso a un rol importante. Me siento llamado a hacer algo por mejorar la iglesia cristiana. Esto no puede seguir así.
Apenas unos pocos años después de Nicea, un arriano muy inteligente, llamado Eusebio de Nicomedia, se hizo amigo de Constantino y lo convenció de que, en el fondo, no hay tanta separación ni mayor diferencia entre los cristianos. Y que los arrianos no ven con malos ojos el Credo de Nicea. Personalmente, creo que su posición es muy centrada y digna de ser atendida. Sin embargo, cuando Constantino permitió que Eusebio volviera a su sede, provocó el enojo de Atanasio, ya obispo de Alejandría.
El asunto se siguió complicando a tal punto que, once años después del concilio, el emperador decidió ordenar la amnistía para Arrio. Atanasio se opuso con fuerza a que Arrio fuera rehabilitado.
Constantino programó un evento formal y solemne, a realizarse en Constantinopla, para recibir a Arrio como un cristiano digno. A esas alturas, los alejandrinos no querían nada con Arrio. El día del evento, en Constantinopla, a sólo minutos de la ceremonia, estando ya en el recinto del Palacio Imperial, Arrio se sintió muy mal del estómago. No sólo tenía fuertes dolores, sino que necesitó dirigirse hacia la letrina, con urgencia. No alcanzó a llegar. Sus heces fecales salieron con violencia, cuando corría, desesperado, hacia la letrina. Cayó muerto ahí mismo. Su muerte fue una escena repugnante.
Nunca se supo quién lo envenenó, pero las sospechas recaen sobre un grupo alejandrino de choque, muy violento y fanático, que se dice cristiano, sin tener nada de cristiano.
Los escritos de Arrio fueron destruidos. Su muerte fue muy indigna e injusta, además produjo el efecto de fortalecer el arrianismo.
Aunque Atanasio nada tuvo que ver con el asesinato de Arrio, igual cayó en desgracia, y tuvo que exiliarse. Eso también fue injusto, y no ayudó a que el grupo extremista de Alejandría pudiere ser controlado.
Hace poco, murió Constantino. Ya estaba enfermo, así que días antes pidió ser bautizado. El sacramento lo impartió Eusebio de Nicomedia.
Tras la muerte de Constantino, Eusebio fue designado patriarca de Constantinopla, y llegó a tener mucha fuerza. Puso obispos arrianos.
Creo que el arrianismo tendrá presencia en nuestra iglesia cristiana, por muchos años.
* * *
Ya tengo más de cincuenta años, y veo con dolor que continúan las luchas entre los arrianos y los partidarios de Atanasio. Parecen eternas.
Hace mucho tiempo que volvió Atanasio de su primer exilio. Y años después llegó a Roma, desterrado de nuevo. La situación sigue. Incluso, los patriarcas no se entienden entre ellos. Hay rivalidades.
Yo sigo en Roma, como presbítero, y he podido hacer bastante labor pastoral. También entre las damas piadosas que solicitan mi dirección. Y como la calumnia y la enemistad están presentes, por ahí andan diciendo de mí que soy un halagador de oídos femeninos.
Estoy empezando a cambiar de actividad. Me han encargado misiones que requieren diplomacia. Firme pero discreta, para contribuir a consolidar la unión de los cristianos frente a las diversas situaciones hostiles.
Entre medio de los arrianos y los atanasianos hay un grupo que es el más numeroso. A él pertenece Cirilo de Jerusalén. Podríamos decir que son nicenos, porque aceptan de muy buen grado el Credo de Nicea sin restricciones, tanto lo que quedó ahí de Arrio como lo que quedó de Atanasio. También yo tiendo a estar en este grupo, más centrado, sobre todo por lo difícil que resultaría probar las ponencias intelectuales de los teólogos.
Estoy por la reconciliación. Dejar de lado los fanatismos y las disquisiciones intelectuales que no van a lo profundo porque los seres humanos tenemos esa limitación y hay que asumirlo.
Desde hace cinco años es Liberio el patriarca de Roma, y yo trabajo codo a codo con él. Hace dos años, Liberio fue desterrado a Berea de Tracia, donde ha sufrido toda clase de humillaciones. Yo también he decidido ir junto a él al exilio, aún cuando a mí no me han cuestionado.
Esto ocurrió debido a que Liberio no quiso aceptar el resultado del Sínodo de Milán, que se había celebrado para reafirmar las ideas arrianas. En representación de Liberio, en este sínodo participó el obispo de Cagliari, quien tiene un nombre muy bello, Lucifer, tal como uno de los dioses de la mitología romana, el que trae la luz, hijo de la diosa Aurora, que corresponde a la Eos griega.
Lucifer de Cagliari también fue desterrado. El emperador nombró al diácono Félix como patriarca de Roma, en reemplazo de Liberio. Los obispos arrianos se pusieron del lado del emperador en contra del patriarca Liberio. Félix fue reconocido por la mayoría del clero, pero el pueblo mantuvo su fidelidad a Liberio.
Me esforcé tratando de reconciliar a Liberio con Félix, pues yo tengo buena llegada con ambos. Logré que Liberio aceptara la posición central nicena. Por otra parte, el emperador se dio cuenta de que Félix no sería aceptado, así que permitió a Liberio regresar al patriarcado de Roma. Esto ocurrió hace algunas semanas. Liberio fue recibido con gran alegría del pueblo, mientras Félix se retiró a su casa en Porto.
El año pasado, Atanasio salió desterrado de nuevo. Y no es el único desterrado. Es sólo el más famoso. Hace poco, murió en el destierro el hispánico Osio, que estaba muy anciano.
Otro personaje famoso de esta época es Hilarión. Es un monje del desierto, originario de Palestina, pero se fue a un lugar deshabitado de la isla Sicilia. La gente hace peregrinaciones para verlo, es una persona notable. Le piden su oración, consejos, y hasta milagros. Incluso, yo mismo lo visité una vez que tuve que ir a Sicilia por motivos pastorales. Me dijo que quería volver a algún desierto. De hecho, se fue, hace poco, nadie supo hacia dónde.
* * *
Ya tengo más de sesenta años de edad. Y han seguido los acontecimientos importantes. Hace dos años, en el sínodo de Laodicea, se limitó las posibilidades de las mujeres presbíteras de esa región. Pueden seguir siéndolo, pero con limitaciones: no podrán presidir la asamblea, ni entrar en el santuario.
En cambio, en un tratado que escribió Atanasio, éste afirma que las mujeres consagradas pueden celebrar la fracción del pan sin la presencia de un presbítero varón, y también pueden pronunciar la acción de gracias y orar, pues el reino de los cielos no es ni masculino ni femenino.
Y en cuanto a la controversia entre los seguidores de Atanasio y los de Arrio, hoy parece estar llegando a su fin. Ya había habido un primer éxito de la posición nicena, la más centrada. Eso ocurrió hace siete años en el sínodo de Rimini y Seleucia.
Al año siguiente surgió el templo de la Santa Sabiduría, en Constantinopla. Sabiduría es lo que se estaba necesitando. Lo más importante es que hace poco triunfó definitivamente la tesis nicena, gracias a que el anciano Atanasio demostró no ser tan fanático como muchos creían. A poco de volver de su quinto exilio, declaró que él se limita a cuidar la fe y el bien de la Iglesia, sin pensar en derrotar a los que piensen distinto. A partir de entonces, los arrianos se conformaron. Se terminó la férrea lucha entre fanáticos adversarios, y se impuso el Credo, que está aprobado desde el concilio de Nicea.
Hubo paz por muy poco tiempo. Empezó a actuar cada vez con más fuerza el obispo Lucifer de Cagliari. El que debería traer la luz, está trayendo violencia. Había incubado un odio enorme hacia los arrianos y todo lo que se le pareciese, como por ejemplo el Imperio, incluyendo también a los que hubieran favorecido o tan solo comprendido a los partidarios de las ideas de Arrio. Renegó hasta de Atanasio, al cual antes había admirado, y para qué decir de mí, por haber sido conciliador.
Lucifer siempre ha estado en contra de que el emperador sea el jefe de la iglesia. Y en eso, tiene toda la razón. Pero, ¿cuál puede ser la forma de luchar? ¿Hacerle la guerra al Imperio? Eso no puede ser, pues nadie tiene cómo vencerlo. Mientras más ataque Lucifer frontalmente al emperador, más se aferra éste al poder, y menos posibilidades quedan para hacer valer cualquier derecho.
Yo soy de otro método. Estoy por una vía de diplomacia. Con paciencia, ir convenciendo al emperador que en algún momento deberá dejar que los obispos adquieran más potestad en la iglesia.
Lucifer es muy impulsivo, se estrella contra una pared. Ha adoptado una presunta posición, como si fuera él el jefe de la iglesia, en contra del emperador. Son muy pocos los que lo siguen en eso, así que no resulta más que un hecho curioso, una locura sin destino. No es más que el jefe de una secta condenada al fracaso.
Ahora que murió Liberio, estoy asumiendo el patriarcado de Roma, pues fue acogida por el emperador la proposición de mi nombre.
Por su parte, Lucifer se tomó la libertad de proclamar patriarca de Roma al diácono Ursino, uno de los suyos. El emperador ha dejado caer su fuerza sobre él.
Yo no quería aceptar el alto cargo en que me estaban nombrando, pues vi la gran oposición que había, hasta con enfrentamientos en las calles. Ofrecí renunciar para evitar las muertes que ya estaban ocurriendo, pero aún así se me confirmó en el cargo.
Fui consagrado en la basílica de San Lorenzo in Lucina. El emperador desterró a Ursino. Para mí esto es doloroso, pues estoy obligado a desempeñarme en el cargo más alto a que puede aspirar un clérigo, y sabiendo que el predominio del emperador no es conveniente para la iglesia cristiana. Sin embargo, confío en que seré capaz de luchar pacíficamente por revertir esa situación. Es un desafío enorme, que acepto con humildad.
Gregorio Nacianceno
Nací cerca de Nacianzo, pocos años después del concilio de Nicea. Aunque ya he cumplido 43, me siento muy joven.
Provengo de una familia acomodada. Aún así, nunca me he interesado mucho por las riquezas. He tenido buenas enseñanzas a ese respecto. Poco después de que mi madre convirtió a mi papá al cristianismo, éste fue presbítero, y luego obispo de Nacianzo.
Las primeras letras las aprendí en casa, con un tío. Después, estudié Filosofía y Retórica en Nacianzo, y en Cesarea de Capadocia. Me he aficionado al estudio, a la oración, y a escribir poesías.
En Cesarea fui compañero de Basilio. Soy muy amigo de él, y también de su hermano menor, que se llama Gregorio, igual que yo, y le decimos "El filósofo". Con Basilio nos complementamos. Él es muy activo, y yo lo hago poner los pies en el suelo firme. Juntos fuimos a completar estudios en Alejandría, y después nos trasladamos a Atenas viajando por mar. Casi naufragamos debido a una tormenta.
Después que terminé de estudiar en Atenas, estuve un año haciendo clases de Retórica. Volví a mi pueblo natal, porque fui llamado por mi padre. Trató de convencerme de que me hiciera presbítero, y lo logró a los pocos años. Me dediqué unos meses a ayudar en la comunidad local, pero decidí irme a la región del Ponto para iniciar una vida de pobreza y oración en el monasterio que había fundado Basilio.
Un par de años después, mi padre me volvió a llamar. Dudé mucho si acaso acudir, hasta que Basilio me convenció de que volviera a Nacianzo. Diez años estuve trabajando con mi padre, que estaba muy cuestionado, en una comunidad dividida. Dios estaba confiando en mí para resolver esas dificultades, así que me entregué a eso con decisión y voluntad. Y también con toda la diplomacia que pude, y desarrollando la oratoria. Al fin, los conflictos dejaron de serlo, mientras yo me estaba transformando en un predicador.
Una de las cosas que predico se refiere a invocar la paciencia y el amor, que nos pueden llevar a alcanzar algún día el término del predominio del emperador dentro de la iglesia cristiana. Esto me ha hecho ganar enemigos
Mientras tanto en Roma, el patriarca Dámaso fue acusado, en forma calumniosa, de cierta falta presunta. Era Ursino, su enemigo, el que esgrimía esa acusación, la cual no prosperó.
Y ahora, hace poco, después que murió Atanasio, se produjo una nueva acusación contra Dámaso. Esta vez en tribunales, por antiguos asuntos de índole sexual. Dámaso fue absuelto, y el acusador fue desterrado.
Mi amigo Basilio, que también es presbítero, fue nombrado obispo de Cesarea de Capadocia, su ciudad natal. En varias intervenciones, él lucha por la independencia de la iglesia cristiana ante el poder civil. Y también defiende la dignidad del pobre.
A mí me nombraron obispo del pequeño pueblito de Sósima. Al principio, me esforcé por administrar lo mejor posible, pero pronto decidí retirarme. Es que eso no es lo mío. Volví a Nacianzo, porque mi padre estaba muy enfermo. Basilio no pudo comprenderme, y se molestó por esto. Nos distanciamos, y lo he estado lamentando.
Yo sigo cuidando a mi padre en sus últimos días.
* * *
Ya pasé los cincuenta años, pero hace siete me reconcilié con Basilio. Fui especialmente donde él, después que murió mi padre.
Las cosas iban bien, hasta que el año pasado murió Basilio, que tanto trabajó para restaurar la disciplina del clero. Me afectó mucho, porque fue un gran amigo. Pronuncié un discurso en su funeral. No sólo destaqué nuestra profunda amistad sino también su preocupación social, pues en sus sermones criticaba a aquellos ricos que adoran al dios dinero olvidándose de los necesitados. También mencioné sus numerosos escritos, su oratoria, y por supuesto, su santidad, apreciada por todos.
Al poco tiempo murió Macrina, hermana de Basilio.
Nuevamente estoy teniendo problemas porque el patriarca de Alejandría, Timoteo, no me aprecia, pues tenemos ideas muy distintas. Yo tolero que haya discrepancias, pero él no.
Y para complicar más las cosas, hace algún tiempo surgió Prisciliano, en Hispania, difundiendo una doctrina que no es aceptada por algunos. Los más tradicionalistas lo acusan de toda clase de cosas. Sin embargo, su doctrina es atendible y benigna. Propicia el ascetismo; la participación activa de la mujer en la Iglesia, cosa que últimamente ha estado mermando, por influencia de algunos obispos; liturgia bailada; interpretación alegórica de los libros, tal como enseñó el gran Orígenes; y también, lectura de apócrifos.
Prisciliano considera también que la divinidad está presente en el alma humana. A mí, ese concepto me parece muy bien. Pero, hay un detalle que dificulta el asunto. Dice, como Sabelio, que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una sola persona. Este punto es el que encuentra oposición entre los teólogos. En particular, yo mismo he llegado, después de oración y estudios filosóficos, que las tres manifestaciones o invocaciones divinas son cada una de éstas una persona, ya que las tres son conscientes de sí mismas. Estoy convencido de que el Dios único es plural. Es así como lo enseño, y la gente lo acepta de muy buen grado. Claro está, como aprendí del gran Orígenes, las aseveraciones acerca de Dios, provenientes de estudios, son sólo la mejor aproximación que hoy somos capaces de enunciar. No podemos pretender que vamos a comprender a Dios, así, tan fácilmente, pues estaríamos menospreciando la grandeza de Dios. En cambio, estoy muy abierto a que el día de mañana surja una visualización más acertada. La Santísima Trinidad sigue siendo un misterio.
La doctrina de Prisciliano se ha extendido mucho. Hace poco se convocó un sínodo en Zaragoza, para condenar las ideas de este joven teólogo español. A pesar de esa condena local, Prisciliano ha seguido enseñando.
El Patriarca de Roma, Dámaso, no lo condenó, sino sólo le recomendó reflexionar acerca de la Santísima Trinidad. Ahora que he sido nombrado Patriarca de Constantinopla quisiera conversar con Prisciliano, acerca de nuestros respectivos estudios. Sin embargo, no estaría bien que me saltara al Patriarca de Roma. Tengo que hablar con Dámaso, y trataré de hacerlo pronto.
Creo que es bueno que otro teólogo vea las cosas un poco distintas, pues eso nos puede hacer crecer a todos. Dios puso un poco en mí, pero también otro poco en los demás. En particular, en Prisciliano. Tenemos que complementarnos. Y buscar otros pocos... Muchos más.
El emperador Teodosio ha declarado que el cristianismo pasa a ser ahora la religión oficial del Imperio. Algunos se ponen contentos, pero yo no. Que una religión sea obligada no es bueno. De hecho ya está ocurriendo un grave problema, porque los paganos están llegando, muchos de ellos con gran influencia, y traen unos conceptos nada de cristianos, que están entrando en nuestra doctrina. Como por ejemplo, la creencia de que existe un lugar de purificación donde van las almas para satisfacción de sus pecados. Así, ahora hablamos de un Purgatorio.
* * *
Ya cumplí los sesenta, y estoy por morir.
Hace ya unos ocho años que se celebró el Concilio, acá en Constantinopla, siendo yo el Patriarca que presidió una parte de este concilio, el cual me dejó un pésimo recuerdo.
Cuando fue convocado, por el emperador Teodosio, creí que por fin iba a ser posible que yo hablara con Dámaso acerca de Prisciliano, con quien yo quería conversar algún día próximo. Sin embargo, Dámaso no asistió. No sé por qué. Envió unos delegados, pero eso no solucionaba mi inquietud.
El concilio empezó estando presidido por Melecio, Patriarca de Antioquía, un hombre de buen carácter, que se imponía con mucha paz. Era muy admirado por muchos, pero también tenía acérrimos enemigos.
Desde el comienzo del concilio se condenó el arrianismo, ya que ha estado resurgiendo con fuerza en los últimos años.
En forma muy sorpresiva se produjo la muerte de Melecio.
Gregorio, hermano de Basilio, pronunció la oración fúnebre. A mí me correspondió seguir presidiendo el concilio.
Se discutió el orden de prioridad de los patriarcados, y no se llegó a nada. Supuse que Dámaso había decidido no asistir, previendo que se formaría esta discusión.
Mi actitud fue siempre conciliadora, y nunca he querido entrar en la lucha de poderes. Recibí duros ataques, por parte de obispos orientales. Hasta fue cuestionado mi nombramiento como obispo. Lo pasé mal, ésa es la verdad. Es que fue algo injusto. Me tuve que retirar del concilio y del patriarcado. Me sentí como que me estuvieran echando al infierno. Fue una gran desilusión el darme cuenta de que personas que creí muy santas, en realidad no lo eran.
-Me entrego para salvar la nave, aunque no sea yo el causante de la tempestad -. Esas fueron mis palabras de despedida.
Teodosio nombró presidente del Concilio a un hombre de su confianza, llamado Nectario. Para ello, hubo que bautizarlo, y después nombrarlo presbítero y asignarle una diócesis como obispo. Nadie se atrevió a llevarle la contra al Emperador. Como gran cosa, un obispo desubicado le pidió a Nectario que se abstuviera de acostarse con su legítima esposa mientras no haya terminado el Concilio.
Opté por retirarme a mi ciudad natal, y he estado llevando una vida monástica, alejado de la jerarquía.
En lo que siguió del concilio, se aprobaron varias modificaciones al Credo.
Algunas razonables, como por ejemplo, decir "Creo" en vez de "Creemos", para así lograr que las personas no se escondan en la multitud a la hora de cuestionar la fe. También se agregó la concepción virginal de Jesús en María, por obra del Espíritu Santo. Y una apología a la Iglesia, el Bautismo, y la fe en la otra vida. Y que el Espíritu Santo procede del Padre a través del Hijo, y que habló por los profetas. Hubo además algunos cambios de redacción, sin mayor importancia, salvo el haber incorporado algo con figura literaria en vez de usar lenguaje directo como corresponde a un Credo. Es eso de que Jesús "está sentado a la derecha del Padre". En vez de decir, simplemente, que ocupa un lugar privilegiado.
Hasta ahí, el nuevo Credo se sostendría bien, pero tuvieron la nefasta idea de agregar algo más. Un concepto que considero inconveniente, propuesto por obispos judeo-cristianos, muy apegados al judaísmo, que para ellos es la religión tradicional. Pusieron que Jesús fue crucificado por nuestra causa, en tiempos de Poncio Pilato. De esa manera, no sólo exculpan a sus venerados sumos sacerdotes, y diluyen la culpa en mucha gente, sino que además manifiestan su odio a Poncio Pilato. Lo que yo realmente creo es que hacer aparecer a este personaje en el Credo es una aberración. Es algo que está reñido con las enseñanzas de Cristo, que siempre practicó y nos enseñó el perdón.
Afortunadamente, nadie le ha hecho caso ni ha dado mayor importancia a este concilio..., hasta el momento.
Siempre me informo de las cosas que pasan en la Iglesia. Algunas de éstas me causan un profundo dolor.
Murió Dámaso, hace pocos años. Acostumbrado a escribir epitafios, dejó escrito el suyo propio: "De entre las cenizas resucitaré".
Siricio asumió el patriarcado de Roma, para lo cual dejó su casa, en la que había vivido con su esposa e hijos.
Lo que me produjo dolor fue que Máximo, el usurpador del imperio de Occidente, mandó decapitar a Prisciliano, acusado de magia, aprovechando la simpatía que éste tenía por el ocultismo. Este joven teólogo era un hombre bueno, y fue ajusticiado por pensar distinto. O talvez por motivos políticos, debido a sus críticas a la jerarquía.
Su muerte ha hecho florecer sus ideas religiosas. Prisciliano, que había sido nombrado obispo de Ávila, y a pesar de eso cayó en desgracia, ahora tiene más seguidores que antes.
Una gran noticia es la traducción de la Biblia al latín, que está haciendo mi amigo Jerónimo. Él fue discípulo mío, y muy aventajado. Después, fue secretario de Dámaso de Roma. Al comienzo, Jerónimo trabajaba en Roma, por especial encargo del patriarca, que fue siempre un estudioso de las sagradas escrituras.
Sin embargo, después Jerónimo optó por la vida eremítica, cuando surgió una acusación en su contra respecto a una supuesta relación pecaminosa con su discípula y secretaria Paula. Probablemente la acusación haya sido infundada. Una calumnia. Yo creo que se aman de manera espiritual. Jerónimo atacaba los vicios del clero, y de ahí surgió esta acusación.
Jerónimo partió a Oriente con su grupo místico de mujeres. Ahora está trabajando en Tierra Santa, retirado. Consulta mucho a Paula, quien está viviendo en un monasterio fundado por ella en Belén. Ella conoce bien el idioma griego.
Finalmente, ha ocurrido otra cosa buena. Fueron descubiertos los cuerpos de los siete desaparecidos de Éfeso. Es casi seguro que son ellos. Los encontraron unos esclavos que estaban abriendo una cueva para transformarla en refugio de pastores. Así se cerró este famoso caso, y más de un siglo después de su muerte se pudo dar sepultura a las víctimas. Se había tejido mucha leyenda en torno a esto. Hasta se decía que, hace poco, habían visto a uno de los desaparecidos que intentaba comprar pan en Éfeso con monedas antiguas.
Sexta parte.- Asamblea observadora
Julián de Eclana
Nací cinco años después del Concilio de Constantinopla, que hoy está empezando a hacerse notar, y provoca discusiones. Me pusieron por nombre Julián para que tuviera gran fortaleza. En mis oraciones pido ser capaz de hacer honor a ese nombre.
Me llevo bien con Agustín, quién es muy amigo de mi familia, y tiene una edad parecida a la de mi padre. Aunque proviene del norte de África, estuvo viviendo un tiempo en Roma y en Milán, y se acostumbró a visitarnos con alguna frecuencia, que no es tanta tampoco. Una vez al año viaja a la península itálica, y en cada uno de sus viajes viene a esta casa, con Alipio, su gran amigo. Mi madre no está del todo contenta con nuestra amistad hacia Agustín. Dice que ese hombre ha tenido una vida desenfrenada con mujeres de mal vivir, y que estuvo conviviendo con una florista, sin estar casado, y hasta tienen un hijo. Se llama Adeodato, y ya murió, teniendo poca edad.
Sin embargo, mi tío Agustín, como lo nombro a veces, dice que su pasado turbio ya terminó. Y nos habla de su madre. Que era muy estricta, la maltrataba el esposo, y la suegra le hacía la vida imposible.
Agustín estudió en Cartago, no sólo filosofía, sino también literatura y oratoria. En cambio, nunca soportó estudiar Griego. Él hizo clases de Retórica en la universidad, en MIlán. Eso es el arte de hablar bien y usar el lenguaje para persuadir. Allí vivió con su madre, con Adeodato, y con Alipio. Hace ya un tiempo, volvió a sus tierras.
También nos contó que tuvo, hace varios años, una feroz discusión con el papá de Alipio, quien no permitía que su hijo tuviera esa amistad.
Ahora que tengo 17 años, Agustín me cuenta más cosas. Me ha contado que cuando él era niño rezaba en voz alta, y se reían de él. Eso no le hizo nada de bien. En su juventud, él se metió en un movimiento llamado maniqueísta, del cual ya ha renegado porque tuvo un conflicto con el jefe, el obispo Fausto. En el movimiento maniqueo piensan que lo bueno de la persona ha sido creado por Dios, mientras que lo malo de la persona ha sido creado por una fuerza maligna. Por eso, consideran que el hombre no tiene libertad para dejar de pecar. Para ellos, la relación sexual es siempre pecaminosa.
Agustín afirma que él ya no suscribe la doctrina maniqueísta, pero yo veo que no está del todo fuera de ella. Hasta le escuché decir, una vez, que Adeodato fue fruto del pecado. Me impresionó mucho esa aseveración, pues yo pienso que el pobre chico fue fruto del amor. Cuando intenté defender esa posición, Agustín siguió hablando de la pelea que tuvo con el obispo Fausto.
-Fausto era un tipo que hablaba con elegancia -explicó Agustín-, pero decía puras tonteras, y se lo grité en su cara, en Cartago.
La madre de Agustín llegó al extremo de echarlo de la casa, en los tiempos maniqueos, por andar metido con esos granujas, según ella. La pobre rezaba y rezaba para convertir a su hijo, hasta que lo logró. Agustín y Alipio fueron bautizados por el obispo Ambrosio, en Milán. Eso me lo han contado, pues ocurrió cuando yo era aún un bebé.
Cuando vienen Agustín y Alipio, jugamos a los dados. Una vez, Alipio pilló a Agustín haciendo trampa, y lo reprendió. Yo me sentí con la libertad de hacer trampa también, pero entonces fue Agustín el que se dio cuenta, y me retó.
Alipio es una persona muy sensible, y exigente en su profesión de jurisprudencia. Lucha contra la injusticia y la corrupción, a tal punto que es mal mirado por los poderosos. No anda conquistando mujeres, ni quiere tampoco que Agustín lo haga. De hecho, Agustín está muy arrepentido de la vida que llevaba. Alipio le ha enseñado a cultivar su vida interior.
Yo me intereso mucho en las cosas que ellos me hablan. Notable fue el asunto del ángel caído. Les pregunté qué pensaban acerca de ese famoso cuento que alguien escribió hace pocos años. No se sabe quién es el autor, pero se sospecha que es una persona muy cercana al emperador, y que quiere pasar en forma anónima. Alipio es el que mejor conoce la historia de este relato que parece sacado de alguna antigua mitología.
-No es de la mitología -aseguró Alipio, y explicó cómo un error de Jerónimo, el traductor de la Biblia, dio pie para que alguien inventara lo del ángel caído.
-¿Cómo fue eso? -quise saber más.
-Jerónimo tradujo el angélico nombre Helel que Isaías había asignado a un rey arrogante, caído muy bajo, en desgracia -continuó Alipio-, y le puso Lucifer, que significa, igual que Helel, "el que trae la luz". Esto, que pudo haber pasado sin problema, fascinó a los enemigos de los luciferianos, movimiento de los discípulos del fallecido obispo Lucifer de Cagliari, que luchan por lograr que la Iglesia deje de estar bajo el mando del Emperador.
-¿Jerónimo lo hizo a propósito? -pregunté.
-No creo. Pienso que no tuvo esa intención, sino que fue un simple error. El resultado concreto es que apareció, poco después, una presunta mitología apócrifa acerca de ángeles pecadores, uno de los cuales tendría por nombre Lucifer, y de ángeles que castigan a los ángeles pecadores hasta que algún día éstos vuelvan al buen camino.
-En el fondo, fue enlodado el nombre del obispo Lucifer -completó Agustín.
-Ya veo -observé-. El caído, según la Biblia, era un rey con nombre de ángel.
-Y quieren hacernos creer -dijo Agustín- que se trataría de un ángel caído, pero eso es absurdo. Si un ángel bueno se convierte en malo por obra de su mala voluntad, ¿de dónde le viene esa mala voluntad si, como ángel, salió bueno de la mano de Dios?
-Inventaron un relato monstruoso -concluí.
Agustín habla algunas cosas sabias. Por ejemplo, afirma que los milagros no van contra la naturaleza, sino que están fuera de aquello que somos capaces de comprender acerca de la naturaleza.
También me ha contado más cosas. Fue nombrado obispo de Hipona, siete años atrás, y ya tenía cinco años de presbítero. Un tiempo después asistió a un sínodo en Cartago, en el cual se decretó que los clérigos deberán separarse de sus mujeres.
Yo veo que a las mujeres se las ha estado alejando del altar, cada vez más. Encuentro que eso no está bien, y siempre se lo digo a Agustín.
-Las mujeres deben limitarse a obedecer a sus maridos -me ha dicho él. No sé si por molestarme, o si ése es realmente su pensamiento. De hecho, tiene mal concepto de la mujer. Creo que es por su historia, por el tipo de mujeres que él ha frecuentado. Pero, prefiero no decírselo.
* * *
Siempre he sido muy estudioso. Me interesé por la teología y la filosofía. A los veinte años empecé a ser lector en Apulia, donde mi padre es obispo. Cuatro años después, pasé a ser diácono, no sin antes efectuar algunos viajes, que fueron muy importantes para mí.
Primero, fui a Hipona a ver a Agustín. Conversamos una cantidad de cosas, amistosamente. Me contó que sufrió mucho con la separación de su mujer. Fue algo que le impusieron.
-Era una relación pecaminosa -sostuvo, y siguió diciéndome cuánto se odiaba a sí mismo cuando pecaba. Hasta los sueños eróticos le parecen malos.
-No te tortures -lo tranquilicé-, pues eres una buena persona.
Logré que sonriera. Él me estima. Reconoció que la maldad no tiene sustancia. De ahí, pasamos al tema de los maniqueos, que Agustín dice haber sacado de su vida completamente.
-Me parece que no tan completamente aún -me atreví a decirle.
No estuvo de acuerdo, y me habló de lo que está escribiendo. Agustín es muy convincente. Una de sus principales obras es un tratado sobre la gracia divina.
Después hablamos de astrología. Él no cree en esas cosas, ni yo tampoco.
El otro viaje que hice fue a Roma, a visitar a otros amigos de mi padre, y muy recomendado por él. Ahí conocí mucha gente. Entre otros, Pelagio, un hombre gordo y alto, un monje muy instruido proveniente de Irlanda. Tiene bastante más edad que yo, pero hicimos buena amistad, porque pensamos parecido. Aprendí mucho de él.
De esto, han pasado dos años, y ya soy presbítero. Predico acerca de lo que llamo "las cinco glorias", y tengo bastante llegada.
Las cinco glorias pueden resumirse así: reconocer la creación, para identificarnos con ella; observar la ley, en la medida que ésta enaltece la justicia; disfrutar del libre albedrío, para así agradecer a Dios; ayudar a fortalecer el matrimonio; y, buscar en el bautismo, con actitud de amar lo que buscamos.
Con tanto viaje, me enteré de algo muy triste, ocurrido hace algunos años. Teófilo, el patriarca de Alejandría ha prohibido seguir las enseñanzas de Orígenes. Esto es como el mundo al revés. Este Teófilo, un hombre violento, codicioso y falto de escrúpulos, se ha hecho conocido por sus atrocidades, mientras que el gran sabio Orígenes es el mejor pensador y pastor que ha tenido la iglesia cristiana, después de los apóstoles del principio.
El más acérrimo perseguidor fue Epifanio, quien logró ser seguido, no sólo por Teófilo, sino también por Jerónimo. En cambio, la obra de Orígenes fue defendida por Rufino de Aquilea, su traductor; y por Evagrio, además de Juan Crisóstomo, que era un gran pastor, patriarca de Constantinopla, y fue depuesto por Teófilo, y murió exiliado.
En Roma vi que circulaba una obra literaria de ficción, muy bonita, llamada "Credo de los apóstoles", que relata una supuesta reunión entre los apóstoles, incluyendo a Matías. En esa narración, los personajes se reunieron a elaborar una doctrina común para su futura predicación, aportando cada uno de ellos un concepto.
Afortunadamente, Rufino tuvo a bien hacer ver que sólo se trata de una ficción literaria. Rufino señala también que ahí se nombra el Hades, no el infierno. La versión original está escrita en griego, pero en la traducción se cometió el error de confundir el Hades con el infierno. Hades es el lugar donde van los muertos, en la mitología griega. O sea, la expresión "fue al Hades" es una manera de decir que la persona murió.
Hace unos pocos días volví a Hipona, para visitar a Agustín. Me encontré con la tremenda sorpresa de que también Pelagio ha venido por estos lados, y platica mucho con Agustín. Así es como me incorporé a esas conversaciones. Con Pelagio nos saludamos efusivamente, lo que resultó asombroso para Agustín.
Al comienzo, nuestras reuniones eran cordiales, pero poco a poco empezaron a surgir discrepancias, que fueron derivando a serios conflictos. Las ideas de Pelagio y las de Agustín son irreconciliables. Cada cierto trecho de la discusión, me preguntaban mi parecer, ya que yo también he estudiado estas cosas.
En lo relativo a la gracia, convencí a Pelagio de que el trabajo efectuado por Agustín, al respecto, es lo mejor que se ha podido lograr hoy, aunque hemos de estar muy abiertos a que en el futuro pueda lograrse un conocimiento más certero.
En cambio, traté infructuosamente de convencer a Agustín de que la procreación no tiene por qué ser pecaminosa. Si es entre marido y mujer, es un acto bueno ante los ojos de Dios. Según Agustín, no sería así. Llegó al extremo de decir que todos los bebés son concebidos en el pecado, y nacen con ese pecado original, el cual tiene que ser limpiado en el bautismo.
-¿De dónde sacas esa tontera? -le preguntó airadamente Pelagio.
-Está en la Biblia -respondió Agustín.
-No está en la Biblia -dijimos a coro, Pelagio y yo.
-Está en el Génesis -insistió Agustín, y se puso a hablar del pecado de Adán.
-Aunque se trata de una narración mitológica -siguió diciendo-, ésa es la enseñanza que nos está dando.
-Los niños pequeños no pecan, Agustín -insistí.
Con Pelagio intentamos hacerle ver cuán equivocado está. El tono subió tanto, que tuvimos que retirarnos de su casa. Estábamos todos muy enojados. Creo que no volveré a tener el ánimo de visitar a Agustín nuevamente. Ni creo que él me invite, tampoco.
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Me enteré de algo abominable que perpetraron unos cristianos en Alejandría. Fue el mismo grupo de choque que se hace pasar por monástico, y que 24 años antes, durante el patriarcado de Teófilo, destruyó el Serapeo, santuario dedicado a una deidad greco-egipcia. Esta vez, el siniestro grupo, llamado Parabolanos, secuestró, torturó y asesinó a Hipatia, una sabia filósofa, científica y maestra neoplatónica. Supe que esta mujer había sido acusada por Cirilo, el nuevo patriarca de Alejandría, sobrino de Teófilo. Acusada de enseñar supuestas supersticiones. Lo que más molestaba al fanático Cirilo era que Hipatia tenía también algunos alumnos cristianos.
El emperador apoyó a Cirilo. Eso es lo que me resulta más desconcertante. Si tenemos al hombre más poderoso del mundo como jefe de la iglesia cristiana, ¿qué puede esperarse de ésta, entonces? Que vaya de mal en peor..., tal como está ocurriendo.
Poco después de estos acontecimientos fui nombrado obispo de Eclana, lo cual me abrió la expectativa de llegar a ser alguien que influya en el mejoramiento de nuestra iglesia. Muy pronto me desengañé de esa optimista posibilidad, con motivo de un sínodo realizado en Cartago. No me tomaron muy en cuenta. Han preferido ignorarme porque digo cosas que molestan al emperador y a algunos patriarcas. Fue condenado Pelagio. No solamente sus ideas, sino también su persona. Tuvo que exiliarse en Palestina. Y todo, por la elocuencia de Agustín, que habla de una manera muy convincente.
Tuve que seguir yo en la lucha contra la doctrina del pecado original. Y no a favor de las demás ideas de Pelagio, que no las suscribo. Junto a otros 17 obispos, firmamos una carta protestando contra el castigo dado a Pelagio. Como resultado de eso, al año siguiente, fui desterrado de Italia, por Bonifacio, el patriarca de Roma. Me retiré a Cilicia, donde fui muy bien recibido por Teodoro, obispo de Mopsuestia, junto a otros obispos expulsados.
Teodoro me contó la historia de María egipcia la penitente, con motivo de su muerte, ocurrida hace poco. Ella era muy mencionada en algunas regiones, por haber pasado cuarenta años de soledad y penitencia en el desierto. Eso, porque se sintió culpable de haber sido pecadora en su juventud. Su conversión ocurrió en una peregrinación a Jerusalén, en la que participó sólo porque quería divertirse. Sin embargo, su vida cambió. Es un caso notable.
Teodoro escribe. Talvez fue por su influencia que también yo me dediqué a escribir. Lo hago principalmente en torno al Antiguo Testamento.
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Estuve siete años en Cilicia, pero al morir Teodoro, pasé a Constantinopla. En ese mismo año, el antioqueño Nestorio fue nombrado patriarca de Constantinopla. Al poco tiempo, Cirilo de Alejandría lo acusó de hereje, debido a su teoría acerca de cómo la humanidad y la divinidad se juntan en Jesús. Estos patriarcas discreparon en ese complicado aspecto de la teología. Según Nestorio, la divinidad habita en Jesús como en un templo.
Creo que a Cirilo lo motiva el manejo político, y no la doctrina misma. Por lo demás, él siempre ha sido una persona más guerrera que intelectual.
Cirilo empezó a llamar "Madre de Dios" a la Virgen María. A Nestorio le parece que eso es blasfemo.
En un sínodo en Roma, y en un Concilio en Éfeso, convocado por el Emperador, se condenó la doctrina de Nestorio. Éste fue depuesto, y la oración "Santa María madre de Dios" fue dispuesta.
Por mi parte, yo tengo mi propia discrepancia con Agustín. Estoy convencido de que el ser humano nace bueno. Dios, en su inmensa bondad, ha creado al hombre sin pecado, ni lo ha de castigar por los pecados que pudieran haber cometido sus antepasados. Estoy absolutamente en contra de esa extraña idea de Agustín en relación a lo que él llama pecado original. Trato infructuosamente de hacerle ver que la relación carnal no es pecaminosa entre un hombre y una mujer que se aman y se han unido en matrimonio.
Seguimos discutiendo acerca de nuestros puntos de vista. Por escrito, ya que no quería visitarlo. Ni él estaba dispuesto a venir hacia mí.
El año pasado, murió Agustín. Al final de sus días intentó retractarse de eso del pecado original. Lo hizo diciendo que sin voluntad no hay pecado. Sin embargo, o no tuvo la suficiente fuerza, o no tuvo convicción, o talvez nadie quiso apreciar esa retractación.
Así como Agustín dice "tarde te amé...", podría decir también "tarde me retracté...".
Hace poco, volvió a ponerse de actualidad el conflicto entre Cirilo y Nestorio. Al principio, el Emperador declaró desconocer el Concilio porque en él Cirilo había usurpado el puesto de presidente, que le correspondía al patriarca Juan de Antioquía. El Emperador encarceló a Nestorio y a Cirilo. Sin embargo, a los pocos días, permitió a éste último volver al patriarcado de Alejandría.
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He sido muy combatido por el patriarca de Roma. Y, por otro lado, después del concilio de Éfeso tuve que irme de Constantinopla. Llegué a Sicilia, enfermo, con más de cincuenta años en el cuerpo.
Veo cómo la asamblea de Jesucristo se está derrumbando. Mucho ha tenido que ver el hecho de que está siendo gobernada por el poder temporal del imperio. Personas que saben de política y de guerra, pero no son pastores.
Tengo una brizna de esperanza cuando escucho al monje Vicente, de Lerins, una isla en el Mediterráneo. Es un hombre que ha estudiado, y sabe mucho, y dice las cosas con claridad, y a la vez, con tanta mesura y moderación, que no es combatido por la jerarquía. Tiene llegada, lo escuchan, no lo destierran, ni lo acosan.
Pues, este fray Vicente ha escrito un muy buen libro, llamado Commonitorium, que quiere decir algo así como Apuntes para ayudar a la memoria. En él señala cuál es el criterio para discernir entre la verdad y el error en materias de fe. Y lo hace con referencia al Evangelio.
Por ejemplo, en ese libro vi que Vicente apunta a la parábola del trigo y la cizaña, que nos relata Mateo, la cual enseña a no arrancar la maleza mientras el trigo no esté crecido. Y agrega, fray Vicente, que el conocimiento tiene que ir creciendo de acuerdo con los tiempos, y así poder profundizar para acercarse a los misterios, y ver cada vez mejor la hermosura, pero sin que una cosa se transforme en otra que haya sido sembrada malignamente. Somos custodios de las materias de fe, pero no somos sus autores.
De las enseñanzas de fray Vicente yo entiendo que la doctrina del pecado original, ideada por Agustín, no puede ser una verdad de fe. Algún día le harán caso a Vicente, pero no creo que sea muy pronto, pues León, el nuevo patriarca de Roma, no ve con buenos ojos que los presbíteros tengan hijos.
Pelagia
Trabajé como bailarina durante gran parte de mi vida. Desde que era casi una niñita, y hasta bien entrada en la edad adulta.
Lo pasé bien en ese tiempo, además de ganar algún dinero, lo necesario para subsistir. Sin embargo, siempre pensé que esa vida que llevaba era algo transitorio, mientras lograba estabilizarme, y que en algún momento formaría familia y me dedicaría a algo más provechoso.
Nunca se me daba alguna circunstancia que me impulsara al cambio de vida que me estaba esperando. Hasta que se dio, de repente, cuando menos lo pensaba. A mis treinta años, yo tenía un admirador, distinto a la mayoría de los que me adulaban. Éste no tenía mente de cloaca, era un hombre bueno. Hasta creí que me iba a enamorar de él, pero rápidamente saqué esa idea de mi cabeza.
Este joven tenía algunos amigos, y una vez me encontré con él, cuando estaba con uno de ellos, uno más distinto aún, alegre cuando había que estar alegre, pero también muy serio en otras oportunidades. Conversamos apenas un breve rato, y me sentí sucia por dentro. No porque me haya dicho algo en ese sentido, sino, simplemente porque me hizo recordar mi infancia, tan distinta a mi vida de ese momento.
Cuando nos despedimos esa tarde, yo estaba que lloraba, y es lo que hice al llegar a mi casa. Esa noche no fui a trabajar. Al día siguiente, me acerqué a un templo, en pleno servicio religioso. No me atrevía a entrar. Pero, caminé hacia dentro, con una lentitud increíble.
Recordé tiempos antiguos, que parecían olvidados, pero estaban muy vivos. En ese momento, el pastor hablaba de la misericordia infinita de Dios.
Ese buen Dios que me había perdonado tonteras de niña chica. Ahora era muy distinto, pero..., ¿infinita? Bueno, eso alcanza para mí también.
Demoré varios día en atreverme a ir a hablar con ese presbítero. Me acogió con ternura, tal como Jesús a la mujer que iban a apedrear. Y hasta me dijo lo mismo:
-Ándate tranquila, y no peques más.
Decidí cambiar de vida drásticamente. Para purgar mis pecados, y para acercarme de nuevo a Dios, que tan importante había sido para mí en la infancia, y tan abandonado lo tuve después.
Vendí mis joyas. Y vistiendo una túnica de penitencia, dejé mi querida Antioquía. No habría podido rehacer mi vida allí mismo.
Llegué hasta muy cerca de Jerusalén y me instalé en una gruta. Me convertí en ermitaña. O más bien dicho, ermitaño. Me disfracé de hombre por motivos de seguridad, para que no me pasara nada desagradable a manos de algún desalmado que circulara por ahí.
Me dediqué a la oración, por varios años. No me ausentaba de la gruta más que para ir a comprar lo indispensable, y así no morir de hambre. La gente empezó a llegar hasta mí, diciendo cosas así como:
-Fray Pelagio, rece por mí, que estoy tan enfermo.
Los motivos de las personas eran muy diversos. En todos se necesitaba mi oración. La fama con la que me revistieron llegó hasta los sectores más apartados de la región.
-Fray Pelagio, rece por nuestra querida iglesia cristiana -me dijo una vez un presbítero.
Conversé muchas veces con ese presbítero. De todo lo que me habló, lo único que se me quedó registrado con fuerza, en mi corazón, es la historia de la emperatriz Pulqueria. Talvez por el contraste con la vida mía.
Pulqueria ya murió hace algunos años, pero es muy recordada y admirada por los cristianos, incluso por mí misma, que también soy cristiana. Todos la quieren mucho por su gran labor que tuvo cuando gobernó la Iglesia, mientras fue emperatriz, junto a su esposo Marción, con el cual vivió una linda historia de amor. Se conocieron y se gustaron siendo niños, pero sus vidas habían ido por caminos distintos, ya que Pulqueria decidió que se mantendría virgen durante toda su vida. Nadie sabe hasta qué punto lo cumplió al final, estando casada, pero eso no es lo que importa.
Verdaderamente interesante es lo que había ocurrido antes, cuando Pulqueria empezó a ser emperatriz. Los guerreros poderosos de la corte no veían con buenos ojos ser gobernados por una mujer, y le dijeron que tenía que casarse. Más aún, eran hordas de pretendientes las que tenía. La pedían en matrimonio, y ella los rechazó a todos. La amenazaron con derrocarla si no contraía matrimonio. Fue entonces que Pulqueria le pidió a Marción que se casara con ella. Y le dijo que tendría privilegios de emperador, excepto uno. . . , según se supo años después, ya que ella se mantendría virgen.
Marción aceptó encantado, y dejó que su esposa siguiera tomando las decisiones respecto a la iglesia cristiana. Así fue como ésta convocó un concilio, el cual se efectuó en Calcedonia, y allí se aprobó una cuestión teológica que llevaba tiempo en discusión. Es un tema muy complejo, de cómo conviven en Jesucristo las naturalezas humana y divina.
Se aprobó la moción sustentada por el patriarca de Roma y el de Constantinopla, los dos más importantes. Ellos sostienen que las dos naturalezas en Cristo conviven en armonía. Al menos, yo no sé decirlo de mejor manera.
No prosperó la moción del patriarca de Alejandría, quien decía que la naturaleza divina, al ser tan poderosa, dominó a la humana hasta reducirla. Yo, sin ser teóloga ni nada parecido, encuentro atroz esa teoría, tal como me la contó el presbítero.
Con esta vida de oración, me sentí perdonada por Dios, llena de alegría.
Un día, se me terminó el dinero. Y además, me enfermé a causa de las precarias condiciones de vida. Entonces, me fui a un convento.
Hoy tengo menos de cincuenta años, y ya estoy cerca de la muerte. Es que he tratado muy mal a mi cuerpo, durante toda mi vida. Recién ahora me doy cuenta de eso, cuando ya es demasiado tarde.
Dionisio el Exiguo
Mi nombre es Dionisio, pero me dicen Exiguo. Yo mismo me puse ese sobrenombre, pero sin querer. Todo empezó una vez que sentí con mucha fuerza que es el Niño Jesús el que nos guía. Y en ese momento descubrí un juego de palabras, ya que el vocablo griego para "el que guía" se parece mucho al término latino que significa "pequeño". Entonces, inventé una palabra nueva, parecida a las dos mencionadas, y que estaría entre medio de ellas. Lo que esa nueva palabra simboliza para mí, es que es un niño el que nos guía. Sin embargo, la gente la interpretó en una forma muy primaria, como si yo hubiera dicho "exiguo". Así quedé para siempre.
Nací en un pueblito casi a orillas del Danubio, cerca de Bucarest, en el segundo año del pontificado de Hilario como Patriarca de Roma. Y lo digo así, de esa forma, porque siempre me he negado rotundamente a contar los años, como lo hace toda la gente, en referencia al comienzo del gobierno del emperador Diocleciano, que fue un sanguinario abusador.
Quedé huérfano a muy temprana edad, por lo cual me crié en diversos monasterios. La continuación más natural de esa vida era ser monje, y por eso entré a los benedictinos.
Cuando yo estaba comenzando mi adolescencia ocurrió un hecho notable. Cayó Rómulo Augústulo, el último emperador romano de Occidente. Esto significó que el Patriarca de Roma, Simplicio en este caso, recuperara la jefatura de la iglesia cristiana, lo cual fue y sigue siendo muy esperanzador. De todos modos, los nuevos reyes europeos, así como también el emperador bizantino intentan manejar la Iglesia. No ha sido fácil para los patriarcas de Roma mantener el control. Ya que heredaron un régimen autoritario, en esos términos han tenido que sobrevivir.
Por mi parte, yo continué mi vida, como si nada. He estudiado mucho, y me encanta la Matemática. También estudié Astronomía, Teología, Biblia e Idiomas.
Seguí observando mi entorno cristiano. Noté que, poco a poco, se empezó a relajar la conducta del clero.
Por otra parte, surgió algo muy bueno: En el sur de Italia los obispos reanudaron la ordenación de mujeres como presbíteras y diaconisas, tal como existía al comienzo del cristianismo. Dicha costumbre había sido erradicada en el tiempo en que los emperadores romanos se hicieron cargo de la Iglesia, y tuvieron en Agustín de Hipona un poderoso aliado para sacar a la mujer de la sacristía.
Pues, ahora que estaba resurgiendo la confianza en la mujer como pastora, este movimiento fue reprimido por el pontífice Gelasio, mediante un decreto. Eso fue lamentable.
Llegué a ser abad de un monasterio, y adquirí cierta fama como traductor. En esa calidad fui llamado a Roma, para traducir textos desde el griego al latín, muy especialmente los documentos de los concilios.
Desde muy niño tuve la idea de cambiar la referencia para contar los años. En vez del inicio del gobierno de un emperador, podría considerarse el inicio de algún patriarcado cristiano. Durante años me preguntaba si la figura central tendría que ser el apóstol Pedro. Hasta que atiné a darme cuenta que ni siquiera Pedro, sino Jesucristo mismo. Claro, tendríamos que contar los años desde el advenimiento de Jesucristo. No me fue fácil definir el instante de la vida de Jesús en el cual comenzó a ser nuestro divino guía.
Me fui a estudiar la historia. En ella vi que los primeros judeocristianos creían que Jesús era un hombre como cualquier otro, pero que Dios lo había hecho divino al resucitarlo. Con ello, querían hacer énfasis en que un ser divino no puede morir, ni menos crucificado. Pero, cuando Marcos escribió su evangelio, no estuvo de acuerdo con esa tesis, sino que consideró la divinización de Jesús en el momento en que fue bautizado por Juan en el Jordán. En aquella oportunidad, una voz del cielo dice "Éste es mi hijo". Vinieron después los evangelios de Mateo y de Lucas, para quienes Jesús empieza a ser hijo de Dios en el momento de su concepción milagrosa. Finalmente, el evangelio de Juan comienza diciendo que en el principio la Palabra era Dios. Y agrega después, que la Palabra hecha carne habitó entre nosotros.
Ante tal diversidad de puntos de vista, opté por tener en cuenta esa antigua intuición mía, en el sentido de privilegiar la niñez de Jesús como la circunstancia de su iniciación.
Mucho más difícil aún fue tratar de precisar en qué momento exacto nació Jesús. Después de estudiarlo mucho, sólo llegué a un cálculo con un margen de error de 48 meses. Fijé el inicio de la era cristiana en aquel año en que, con un relativo grado de certeza, puedo afirmar que Jesús tenía entre cuatro y ocho años de edad. No pude lograr más exactitud que ésa.
Feliz con esta forma de hacer un nuevo calendario me dirigí hacia el obispo para ver qué le parecía, y tratar de implantar esta nueva manera de contar los años. Yo tenía casi sesenta de edad cuando me animé a hacerlo. El obispo me respondió que tenía que conversarlo con el Patriarca Hormisdas.
Me puse a esperar con paciencia, pero a los pocos meses murió Hormisdas. Asumió como Pontífice un conocido mío, quien adoptó el nombre de Juan. Yo había estudiado Teología junto con él, años atrás. Por eso, esta vez intenté colocar mi calendario directamente con el Patriarca de Roma.
Tuve éxito dos años después. El nuevo calendario fue implantado por el pontífice Juan. Pero, no todo fue alegría para mí, pues entre tanto ir los escritos para allá y para acá, el año uno quedó establecido como si correspondiera al nacimiento de Cristo, lo cual me parece erróneo. De todos modos, quedé contento de tener un calendario cristiano.
Al año siguiente ocurrió algo monstruoso. El pontífice Juan fue objeto de una persecución encubierta pero implacable, por parte de Teodorico, el rey de Rávena. Éste tenía la ambición de conquistar pueblo tras pueblo y constituir un gran imperio en torno a él.
El emperador bizantino, llamado Justino, era un obstáculo para ello, al igual que lo era el patriarca Juan. Ambos le estaban poniendo dificultades a Teodorico. Éste le pidió al patriarca de Roma que acudiera a Constantinopla, con alguna misión supuestamente diplomática. Pero, el plan secreto de Teodorico era ponerlos en conflicto.
Al patriarca de Roma no le quedó más remedio que acudir a Constantinopla, donde fue recibido con cordialidad. Juan celebró misa solemne en el templo de la Santa Sabiduría. En todo momento mantuvo una relación amistosa con Justino.
Al volver a Roma, Juan fue tomado prisionero, ya que Teodorico estaba furioso al sentirse burlado, y quiso presionarlo.
A los pocos días, Juan murió en la tortura. Fue algo horrible. Lloré de impotencia. La gente salió a la calle a protestar, yo entre ellos, a pesar de mi avanzada edad.
Después de tan doloroso acontecimiento, volví al monasterio, a dedicarme a la oración, que tanta falta hace.
Un testigo observador
Fui bautizado con el nombre de Eleuterio, que significa "libre", poco tiempo después de nacer. Era el año 530 después de Cristo, como se cuenta el tiempo ahora último. Y cuando voy acercándome a los setenta de edad, y ya estoy tan enfermo que no puedo ni levantarme, me preparo para mi último viaje.
Mi vida ha transcurrido de manera apacible, dentro de lo que se puede esperar. Dedicado a la oración y a socorrer a los necesitados. Ya sé que las ayudas caritativas no solucionan el problema de fondo, pero es la manera como el amor al prójimo fluye, en vez de estancarse.
Los monasterios han sido mi entorno desde muy joven. Nunca me he arrepentido de ello, y puedo decir que he sido muy feliz. Ya sé también que si todos se dedicaran a ser monjes el mundo no funcionaría, pero lo mismo puede decirse de cualquier otra ocupación. Como nos enseñó San Pablo, somos las partes de un cuerpo, que necesita los brazos, las piernas, los ojos, la boca, etc.
¿Qué le diré al Padre cuando llegue al otro ámbito? Le contaré aquellas cosas de las que he sido testigo. Las buenas y las malas. Él sabe demás que los seres humanos somos imperfectos, y nos equivocamos. Dios lo sabe todo, por eso contarle algo no es informar, sino es una muestra de amistad y de cercanía.
Le hablaré de Benito de Nursia, un hombre extraordinario, que decidió renunciar a lo mundano, y partió a conocer a las personas. Enseñaba a leer y a escribir a los hijos e hijas de los campesinos, y gracias a eso podía tener lo necesario para comer y para dormir bajo techo. Hasta que, siguiendo una intuición profunda organizó una comunidad, a la cual yo quise pertenecer en cuanto pude, y aquí estoy. Nos llaman los benedictinos. Benito fundó también una comunidad femenina, a cargo de su hermana Escolástica.
Al Padre le hablaré también del emperador Justiniano, a quien se le tenía gran estimación en los tiempos en que yo era niño. Esa edad en que uno no entiende mucho acerca de cosas difíciles. Sin embargo, después cuando empecé a entender me di cuenta que ese tal Justiniano no mereció la admiración que producía. En su afán de uniformar el pensamiento de la Iglesia, como han hecho todos los emperadores desde Constantino, no se le ocurrió nada mejor que desautorizar el pensamiento de un Padre de la Iglesia. Condenó nada menos que al gran Orígenes, el alejandrino que nos enseñó cómo tener los ojos que se requieren para leer e interpretar los libros sagrados. Y nos enseñó que hasta el mejor de los pensamientos no es más que eso: lo mejor que se ha pensado hasta el momento, pero a la vez, un llamado a esperar que esa idea sea superada más adelante, en continua evolución. Y nos enseñó muchas cosas más, una de las cuales no gustó a Justiniano.
Le diré a Dios qué fue eso que no agradó al emperador. Se trata de la preexistencia del alma y la restauración de ésta después de la muerte. Justiniano temió que ese concepto pudiere llevar a la gente a creer en la reencarnación, incluida la idea de karma, que se enseña en otras religiones no cristianas.
Como Vigilio, el Patriarca de Roma de aquel entonces, no estuvo de acuerdo con Justiniano, éste lo tomó prisionero y lo mandó a Constantinopla. Vigilio murió en cautiverio, diez años después.
También le hablaré a Dios de mi gran amigo Gregorio, el actual Patriarca de Roma. Nos conocimos cuando él ingresó al convento en el que yo estaba. Venía de haber renunciado a la prefectura de Roma, para incorporarse a una vida de oración.
Gregorio es diez años más joven que yo, pero entablamos una amistad muy sólida. Al principio conversábamos poco, y teníamos que hacerlo a escondidas, porque no era bien visto, pero después yo fui nombrado abad, y entonces ya teníamos más libertad.
Me contó que tanto su abuelo como su bisabuelo habían sido patriarcas de Roma. También hablamos asuntos más importantes, ya que él ha sido estudioso. Siempre volvíamos a un tema que fue recurrente en nuestros diálogos: ¿Qué pasa con el alma de la persona después de la muerte? Nos apoyábamos mucho en Orígenes, quien predicaba acerca de la salvación universal.
De ese modo, ambos estuvimos de acuerdo en que una sola vida no a todos les alcanza para arribar al Paraíso. No llegábamos mucho más allá que esa gran verdad, hasta que Gregorio me habló de un concepto que él había escuchado en alguna parte, y que le hace sentido: el Purgatorio. Me explicó que es el lugar donde van los muertos, como el Hades de la mitología griega.
Para mí, eso resultó novedoso, pues no lo había escuchado nunca. Todo puede ser, digo yo. Es otra forma de imaginar lo que sigue después de la vida de acá. En la práctica, si comparamos el Purgatorio con la Reencarnación, son dos maneras distintas de decir lo mismo. De dar una forma tangible a algo que desconocemos.
Gregorio hizo un gran aporte a nuestro monasterio. Un canto precioso, que eleva las almas hacia lo divino, y crea una atmósfera propicia para la oración. A esa música le llamamos "el canto de fray Gregorio". Lo rescató desde antiguas músicas que se tocaban en las primeras comunidades cristianas.
Sólo cuatro años estuvo Gregorio en ese convento. Un día, llegó un mensajero de Benedicto I. Me pidió autorizar a Gregorio para retirarse del monasterio, pues iba a ser nombrado en un importante cargo diplomático de la Iglesia, en Constantinopla. Lo conversé con Gregorio. Al comienzo, él no quería aceptar dicha investidura, pero logré convencerlo, pues era importante para él y para la Iglesia. Así fue como perdimos a Gregorio para la vida monástica, pero lo ganamos para la jerarquía de la Iglesia. En efecto, ocho años después, Gregorio fue nombrado secretario de Pelagio II, aquel patriarca que no veía con buenos ojos eso de que los presbíteros fueran casados.
Un poco después, Gregorio fue elegido Patriarca de Roma. Me puse contento, ya que Gregorio tiene grana aptitud para dirigir nuestra institución eclesiástica. De hecho, hasta ahora ha sido un gran Pontífice. Muy especialmente en lo que se refiere a las misiones. Las ha efectuado hacia el norte y hacia el oeste, hasta llegar a la tierra de los anglos.
Más de una vez fui a Roma a conversar con el Patriarca Gregorio. Me contó acerca de sus escritos. Y del canto monástico que está implantando en la Iglesia. Es el que llamábamos "canto de fray Gregorio".
Me trasladé a un convento en Roma., y mientras pude, asistí a sus homilías, generalmente sabias... Con una excepción, debo decirlo... Es que nadie es perfecto, todos caemos en alguna parte del camino, y nos volvemos a levantar. ¿Cuántas caídas tendré yo? Innumerables.
El error cometido por Gregorio tiene relación con el rol de la mujer en la Iglesia. Talvez por influencia de su antecesor Pelagio II. El caso es que dijo que María Magdalena y la mujer pecadora que ungió a Jesús eran una misma persona. De acuerdo a los evangelios, eso no es así. Pero, desde que el Patriarca lo ha dicho, las mujeres agacharon la cabeza viendo a su santa símbolo caerse del pedestal. Y los hombres han respirado hondo sintiéndose a salvo de interferencias femeninas en la Iglesia. Es lamentable, además de injusto.
Bueno, pero fuera de eso, la trayectoria de Gregorio ha sido impecable.
Otro aporte de Gregorio ha sido el uso masivo de campanarios en los templos, para los anuncios importantes, aunque sólo sea la llamada a los oficios litúrgicos.
El patriarca Gregorio no olvida a su amigo. Me ha venido a visitar, estando yo muy enfermo. Trato de conversar con él, como en los viejos tiempos, pero apenas me sale la voz. Más bien, es él quien me habla, dándome ánimo y buen humor.
Séptima parte.- Aprendiendo a sobrevivir
Máximo el Auténtico
El calor estaba agobiante, más aún subiendo el monte Sinaí a mis 65 años de edad. Y peor todavía, sin saber si encontraría o no a la persona que andaba buscando. Se trataba de un monje llamado Juan, nombre bastante común.
Por suerte, vi venir a alguien bajando, y con atuendo monástico muy parecido al mío. Se me acercó muy amable, y me saludó como Jesús:
-La paz sea contigo, hermano.
Después de contestar su saludo le pregunté directamente por un monje llamado Juan. Se rió y me respondió que conocía a tres con ese nombre y que viven en sendos pequeños monasterios, en diferentes sectores del monte.
Le expliqué que el Juan que yo buscaba es uno que escribió "La escala del Paraíso". Y que justamente lo que yo necesitaba era que me hablara de su obra, pues los que la han leído, o por lo menos han sabido de ella, la han puesto tan bien, que decidí hacer este largo viaje.
-¡Ah! Juan de la Escala. Así lo llamamos -me respondió, al tiempo que me mostraba con su dedo índice un puntito en una de las cumbres cercanas. Una de las más bajas, menos mal.
Le agradecí haberme solucionado un problema. Nos despedimos, y partí por un angosto e intrincado sendero en la dirección indicada.
Una hora después llegué, e hice sonar la campana especialmente dispuesta.
-Buenas tardes. Mi nombre es Máximo -dije al monje que me acogió.
-Muy buenas tardes.
-Busco a Juan de la Escala.
-Yo soy.
-Loado sea Dios.
-¿En qué puedo servirte?
-Estoy interesado en La escala del Paraíso.
Rió de buena gana, me hizo pasar y me ofreció quedarme unos días. De hecho, Juan se sentía bien por tener alguien que lo escuche.
Me asignaron una celda de relativa comodidad. Dejé ahí mis cosas y, la primera actividad fue integrarme a la oración de Vísperas, y después, una comida frugal. Me quedé tres días, durante los cuales conversamos de todo. Primero, de la Escala.
Juan había escrito "La escala del Paraíso" quince años atrás. Cada peldaño de su escala representa un paso concreto del camino del alma hacia la perfección. Al principio está la renuncia al mundo, en varios peldaños, para ir llegando progresivamente a la lucha contra los vicios y al desarrollo de las virtudes. Y en la cima, la unión con Dios por medio del Amor. Es como un libro de oración.
Le hablé un poco de mí, que nací en Constantinopla, que estudié Teología y otras materias, y entré al monasterio no tan joven. Eso fue en el tiempo en que Sabiniano, que después fue patriarca de Roma, tuviera desafortunada actuación frente al patriarca de Constantinopla, quien sólo quería llevarse mejor con Roma. De hecho, yo también soy partidario de tener la mejor relación posible con Roma.
Juan de la Escala me contó que llegó acá muy joven, y ya es abad, y no baja casi nunca al mundo. Así que fui yo el que habló más cosas, para poner al día a Juan con algunos de los acontecimientos que me ha tocado observar. Empecé por lo que para mí es el principio, cuando yo tenía un poco más de veinte años. Le hablé del brevísimo pontificado de Bonifacio el tercero. Mientras, yo tenía un alto cargo como funcionario del emperador bizantino Heraclio. Y dejé todo para ser monje, y nunca me he arrepentido. También llegué a ser abad, más o menos en la época en que empezó a predicar Mahoma. Pero, cuando los sasánidas invadieron gran parte de nuestra península, el monasterio en que yo estaba tuvo que trasladarse a Cartago, a un convento a cargo del abad Sofronio. Me dediqué a estudiar los escritos de Gregorio Nacianceno y de algunos pensadores que admiraban a Platón. Y también a escribir.
-Adopté el modelo de Platón -expliqué-, en el sentido de que el propósito del ser humano es volver a la unidad con Dios.
-Como lo decía Orígenes.
-Sí, como el gran Orígenes, pienso también que la salvación es para todos.
-El hombre -agregué- encuentra su totalidad en sí mismo, al superarse.
-O sea, podría decirse que la encuentro en Jesucristo.
-Bueno, sí, ése es un buen punto de vista.
A continuación le hablé del martirio, o más bien dicho masacre, en el monasterio San Clodio, en León, hace algunos años. Primero mataron al abad Vicente, y después fueron al convento y mataron a su sucesor Ramiro, junto a doce compañeros.
Lamentamos un buen rato eso, en oración. Después le conté que Sofronio fue nombrado patriarca de Constantinopla, y unos años después, los árabes se apoderaron de Jerusalén. Todo esto último, Juan ya lo sabía.
Hasta aquí llegó nuestra conversación del tercer día. A la mañana siguiente, después del Laudes, emprendí el viaje de regreso. Mi aventura estaba terminando de buena manera. La disfruté intensamente.
* * *
Vivo una agonía insufrible. No sé por cuántas horas más, o quizás días, y hasta semanas.
Todo empezó por una controversia teológica, de ésas que dividen con fuerza brutal al pueblo de Dios, y son por eso lamentables en grado sumo. Jesús nos advirtió acerca de esto, alabando a Dios por haber puesto el conocimiento en las almas más sencillas y haberlo negado a los sabios y supuestamente entendidos. Pero, una y otra vez los humanos caemos tropezando en la misma piedra, no sin la presión ejercida por los gobiernos que intentan uniformar el pensamiento.
Desde hace un siglo, por lo menos, ya cayeron en desgracia los que pensaban que la naturaleza divina de Jesús había sido tan fuerte que había dominado a su naturaleza humana, anulándola. Y ahora, han vuelto a la carga diciendo que la naturaleza humana de Jesús no poseía voluntad, ni ninguna clase de energía para actuar. Eso es algo que no se puede entender bien, pero que choca al entendimiento, pues la voluntad humana de Jesús demostró con hechos ser muy fuerte. En el fondo, aquéllos intentan discernir si acaso podría haber habido conflicto entre lo que Jesús quiere en cuanto hombre, y lo que quiere en cuanto Dios. Para mí, es más fácil entender que Jesús actuaba con su energía humana, privilegiando la conducción según los designios de su voluntad divina.
En ese momento, me fijé la tarea de conversar con los que piensan distinto. En su gran mayoría son personas valiosas, y si están o no equivocadas no lo puedo decidir yo. Lo esencial, para mí, es enseñar lo que he aprendido, y abrirme a lo nuevo, también. El diálogo es lo único constructivo, en este caso.
La iglesia de Roma considera hereje a la iglesia de Constantinopla, y viceversa. Los gobernantes de cada lado intentan conquistar a sus adversarios alineándose con la posición teológica de su patriarca súbdito. Así, el asunto ha trascendido lo pastoral, para convertirse en un problema político. Y dentro de él, la disputa teológica de los patriarcas ha pasado a ser una de las tantas aristas del asunto.
Hubo un patriarca de Roma, llamado Severino, en lucha con el emperador bizantino Heraclio. Duró pocos días el patriarca Severino. Murió cuando ocurría un saqueo en San Juan de Letrán. Poco después, Pirro, patriarca de Constantinopla fue depuesto por motivos políticos, y exiliado en Cartago, donde estaba viviendo yo, como abad de un monasterio. Yo había conocido a Pirro, años atrás, cuando estudiábamos.
Visité a Pirro y le propuse debatir públicamente eso de la voluntad de Jesucristo. Lo programamos para la semana siguiente. Al evento concurrió un gran público. Fue un debate magistral el que tuvimos. Partí diciendo que no tenemos muchas posibilidades de comprender las cosas divinas. Pirro estuvo de acuerdo. De ahí, nos enfrascamos en una conversación constructiva, cada cual defendiendo su posición. Al final, Pirro aceptó lo de las dos voluntades. Terminamos amigos, y decidimos ir a Roma, y hablar con el patriarca, y dejar solucionada la controversia, de una vez por todas. Fuimos juntos, pero no alcanzamos a hacer mucho, pues Pirro se arrepintió de su retractación y volvió a Constantinopla. No supe qué presiones ha debido enfrentar.
Por lo menos, se convocó a un concilio. A poco andar, el patriarca de Roma fue envenenado. Asumió Martín. El concilio siguió su curso. Participé en él. Triunfó la posición de Roma, que también yo he suscrito en todo momento.
Como yo le encontraba la razón a los supuestos adversarios, fui repudiado por los bizantinos. A partir de ese momento yo pasé a ser una especie de traidor a la tierra en que nací.
Pero, ¿cómo? Lo único que no traicioné ni lo haré jamás, es lo que Dios puso en mi corazón.
Me dispuse a mirarme por dentro, con una pregunta: ¿Quién soy yo? Y también, mirarme por fuera, con otra pregunta: ¿Qué es el mundo? Avancé mucho en esta búsqueda y llegué a la conclusión de que las respuestas a esas preguntas siempre serán sólo aproximaciones que ayudan mucho.
Hace nueve años fui apresado, y también lo fue el patriarca Martín, quien quedó primeramente en Constantinopla, y después desterrado. Murió al poco tiempo habiendo sido humillado y torturado.
A mí me llevaron a juicio, o más bien dicho, lo que ellos llaman "juicio", en el cual me condenaron a prisión. Y hace poco, otro juicio similar, como resultado del cual fui cruelmente torturado. Me cortaron la lengua para que no pudiera hablar, y también me cercenaron la mano derecha para que no pueda escribir. Fue todo muy doloroso, y sigue siéndolo. Fui desterrado a la Cólquida, una tierra con valor mitológico para los griegos.
Y acá estoy, en medio de grandes dolores, con mis heridas infectadas, y alta fiebre. Rezo con el salmo 22, como hacía Jesús en la cruz. No es que Dios nos haya abandonado, sino es una manera de aproximarse al ámbito divino, en medio de la aflicción.
Trato de aprender a escribir con la mano izquierda, pues no quiero que me silencien. Y quiero escribir un testamento espiritual, muy breve, ahora que estoy por acceder al llamado del Padre.
Un convento singular
Ha muerto Valerio. Estoy apenada, pues él era un hombre santo. Lo visité una vez, hace como nueve años, en su ermita cerca del castillo de la Piedra. Yo sabía que las ermitas se mantienen con las limosnas que dejan los peregrinos visitantes. Pero, lo que no sabía es que, en los pueblos cercanos a estas instalaciones básicas, hay clérigos que dedican tiempo a llevar las finanzas de sus ermitas.
Me enteré de esto, de una manera dramática, esa vez que estuve hablando con Valerio. Me animé a ir porque su fama había trascendido las distancias, y quise estar cerca de la santidad, aunque fuera por un rato. También sé que la sociedad en que vivimos ve con malos ojos que una mujer visite a un ermitaño. Sin embargo, yo no quería topar en eso. Siempre trato de no dejarme llevar por prejuicios.
-Me llamo Otilia -le dije-, y vivo en un convento.
Me acogió con alegría, y con la mejor disposición.
Le conté acerca de los problemas a la vista que tuve cuando niña.
-Yo veía muy borrosas las cosas que estaban cerca, pero un poco mejor las lejanas.
-Me doy cuenta que lo superaste.
-Sí. Mi padre me envió a un convento de monjas. Debe haber sabido que ahí iba a sanar.
-¿Y cómo lograste sanar?
-Bueno... Sanar en alguna medida... Con mucha meditación, y con ayuda del agua de una fuente milagrosa que allí había.
-¿Te quedaste en ese mismo convento?
-Hace un par de años intenté volver a mi casa. Pero, mi padre quiso casarme con un gran señor..., que no era de mi agrado. Me escapé, disfrazada de sirvienta, y cuando pasó el peligro volví al convento.
También hablamos algo acerca del concilio del anciano Agatón y de Sergio. Sólo pudimos compartir lo poco que sabíamos.
-Fue el año pasado -acotó Valerio.
-Sí. En Constantinopla.
-El buen patriarca Agatón..., lo que más quería en toda su vida era mejorar la relación entre la iglesia de Roma con la de Oriente.
-Tuve oportunidad de conocer a la hija de Agatón. Una gran persona.
-Lo notable del concilio fue el haber ratificado lo de las dos voluntades.
-¿Qué es eso de las dos voluntades? -pregunté.
-Bueno, es algo complicado... Pero, en palabras simples..., se reconoce la voluntad humana de Jesucristo, quien vino a hacer la voluntad divina.
-¿Y antes..., se estaban peleando por asuntos que no todos entendemos?
-Algo así.
-Hoy vendrá Sixto a buscar el dinero -me advirtió Valerio, después de una pausa-, así que será conveniente que no te quedes mucho más... Tú sabes lo que siempre imaginan respecto a las conductas de la gente.
-¿Quién es Sixto?
-Un clérigo administrador.
-¿Y es confiable? -me atreví a preguntar, con extrañeza.
-Para nada. El tipo me explota. Y le molesta que yo entregue limosnas a los que son más pobres que yo. Creo que pronto me iré de aquí a buscar un lugar mejor... Bello como éste, con luz y sol, apto para el recogimiento.
Y como viéramos, desde lejos, que ya venía una persona, nos despedimos. Supuestamente me retiré, pero la curiosidad me retuvo, a unos cien metros de ahí, y me escondí detrás de unos matorrales.
Observé cuando llegó el tal Sixto y habló algo con Valerio. No supe qué cosas se estaban diciendo, pero por los gestos se adivinaba una relación difícil entre ellos. Valerio le pasó al hombre una bolsa en la que debe haber estado el dinero, según imaginé. El clérigo miró dentro de la bolsa y se puso muy intranquilo.
Estaban discutiendo airadamente. En cierto momento, Sixto le dio un golpe de puño al anciano Valerio, quien cayó al suelo. Al poco rato el abusador se fue. Cuando estuvo lejos, salí de mi escondite y corrí a atender a Valerio, que ya estaba tratando de sentarse en una piedra. Tenía sangre en su rostro. Se la limpié como pude, y traté de reconfortarlo.
Conversamos un poco más, antes de retirarme. Estuve de acuerdo con él en que lo mejor sería que buscara otro lugar.
Después de esa vez, no volví a verlo. Es que estábamos a mucha distancia.
* * *
Estoy a punto de morir. Aunque aún no he llegado ni siquiera a los sesenta años, una extraña enfermedad me ha atacado y me llevará hasta el Padre.
Mi vida ha sido siempre como la de las monjas. Habitualmente en conventos, pues me ha sido permitido, con generosidad. Pero, también fuera de ellos, prestando ayuda a los enfermos y a los pobres.
No sólo me he dedicado a la caridad. También he tratado de aprender las cosas divinas, aunque no tengo estudios formales. Busco por aquí y por allá. Y en la oración. Desde que recuperé la vista plena, o casi plena, diría yo para no pecar de exagerada, uno de mis máximos placeres ha sido la lectura. Además, me informo de lo que está pasando.
Hace unos cinco años pasó por acá un joven presbítero apodado Bonifacio y predicó una vez en la plaza. Asistí fascinada porque es un hombre estudioso y sabe enseñar. De hecho, le encanta enseñar. Ésa es claramente su misión en la vida. Este Bonifacio estuvo pocos días, pues andaba de paso en su camino desde Inglaterra a Alemania, donde estaba destinado.
Esa única plática de Bonifacio me enseñó mucho. Tanto así, que empecé a dedicarme a evangelizar a mi padre terrenal. Con paciencia y siguiendo la línea de Bonifacio, le he hablado a mi papá acerca de las enseñanzas de Jesucristo. Poco a poco fue entendiendo. Él es todo un señor feudal, y sin embargo, pudo entrar en la oración. La paz que sintió lo transformó. Importante en este camino de conversión fue mi mamá que, desde mucho antes, estaba intentando dar a su marido una formación religiosa.
Hace tan solo dos años logré que el castillo de mi padre fuera convertido en una residencia piadosa, para la oración. Tal como un convento. Mis padres siguen viviendo en el castillo, de una manera monástica. Muchas niñas, discípulas mías se han venido a vivir a este castillo conventual. Desde acá, seguimos saliendo a socorrer a los enfermos. Mientras tenga vida, lo seguiré haciendo.
El hermano Marino
Adriano
El hermano Marino se ha enfermado, y de mucha gravedad. Acá en el convento todos tememos por su vida. Marino se ganó mi aprecio en estos pocos años que ha estado con nosotros. Desde el primer día, cuando vino con el hermano Eugenio, su padre, un verdadero santo que entró a Canobin cuando quedó viudo. Eso fue a fines de la década del 720. Marino tenía entonces catorce años, y es el monje más joven que hemos tenido.
El abad no lo hubiera aceptado, por la edad, de no ser por los ruegos del hermano Eugenio, muy respetado por todos debido a su oración que era extraordinaria. Su espíritu se iba al cielo por tardes enteras y volvía con una sonrisa que me gustaría ser capaz de dibujar. Trató de enseñarnos la oración contemplativa, sin mucho éxito porque, o él no sabía enseñar, o nosotros no sabíamos aprender.
Marino, sí que aprendió. Y se transformó en nuestro profesor. Fue algo increíble, cómo un niño nos acercaba a Dios.
Marino tenía una especial belleza, quizás debido a que estaba en plena adolescencia. Si parecía que aún no salía de la niñez. Está mal que yo lo diga. No quiero parecer un pervertido sexual, pero..., Marino era bonito. Hablo en pasado porque ya no es tan lindo. El sufrimiento ha hecho estragos en él. Ahora, cuando lo veo en su cama, consumiéndose por la fiebre, me parece estar viendo un anciano, aunque todavía no llega a los veinte años. Limpio su frente con un pañuelo y lo ayudo a beber agua. Necesita mucho líquido.
Antes que él llegara a Canobin, era yo el monje más joven. Hicimos amistad desde el primer momento en que llegó. Me encariñé tanto con él, que el abad me empezó a mirar feo, y a los pocos días me llamó a su oficina. Me habló con mucha fuerza. Le tuve que explicar que yo siempre he sido muy hombre, y que no tengo ninguna intención de ir en contra del sexto mandamiento.
-Más vale así -replicó.
Después de esa ingrata conversación me fui a mi celda, muy contrariado. El abad no quería que yo fuera amigo de Marino. Está bien, pensé, y le ofrecí al Señor el sacrificio de no verlo mucho. No lo cumplí, porque Marino me buscaba para conversar. A escondidas, claro, si no estaba permitido para nadie, no sólo para nosotros.
Cuando murió el hermano Eugenio, fue un golpe duro para Marino. Lloraba tanto, que le presté mi hombro. Sus lágrimas quedaron en mi hábito. Yo no sé cómo puede llorar tanto. Es que es tan niño aún. Esa vez, el abad me volvió a llamar la atención. Tuve que defender nuevamente mi integridad moral. Es que acá en el convento no es bien visto tener un amigo. Eso me ha dificultado la vida de oración, porque tengo que inhibirme y encerrarme en mí mismo, lo que no me hace nada de bien.
Es demasiado rígido el abad. Y exigente. Con Marino, al principio no lo fue tanto, pues tuvo en cuenta su edad. Hasta que ocurrió aquello.
Un pecado muy grande tiene que haber cometido Marino porque lo echaron del monasterio. Fue una cosa atroz. El abad lo repudió, a tal punto, que Marino no pudo ni siquiera entrar al convento, para nada, durante más de un año. Se lo veía al lado de la puerta pidiendo limosna. Todos los días le llevé algo de comer, lo que había escondido antes, durante el almuerzo. Mi pan, o mi fruta, eran para Marino.
Cada cierto tiempo yo le suplicaba al abad que recibiera a Marino, que lo perdonara, que él es un buen muchacho. No es fácil convencer de algo a este señor. Nunca me dijo qué tan gran pecado cometió Marino. Se lo pregunté a varios monjes. Nadie lo sabía a ciencia cierta, pero el rumor más insistente se refería a un presunto amor que él habría tenido con una niña del pueblo. Yo no quería creerlo. Jamás pude imaginar siquiera a Marino tratando de conquistar a una niña. Cuando escucho esas versiones se me revuelven cosas, me tenso. Es como si el demonio me obligara a sentir celos que yo rechazo con todas mis fuerzas.
Es que no puedo creerlo..., y no quiero creerlo. Los hermanos me dicen que soy ingenuo, que Marino estuvo metido con una niña, y la dejó embarazada.
Seguí yendo afuera a llevarle a Marino mi pan y mi fruta, cuando había. También le he llevado ropa que me han regalado. El pobre pasaba frío. La mía le queda un poco grande, pero no importa. El me lo agradeció con unos ojos maravillosos. A veces conversamos. Le pregunté que cuál fue su pecado. Me respondió de una manera que no me aclaró nada. Me dijo que su pecado fue necesario para estar más cerca de Dios. No entiendo. No pudimos seguir hablando pues me pilló el abad y fui castigado con ayuno obligado por tres días. Me quedé pensando en lo que me dijo Marino. ¿Acaso el fin justifica los medios? ¿Acaso Dios quiere que pequemos? Me pongo en oración y le pregunto eso a Él.
En las últimas semanas de su castigo, Marino estaba acompañado de un niño. Apenas puede cuidarse él mismo, y tiene además que ocuparse de un niño pequeño, que aún es un bebé.
Recién entonces empecé a aceptar que Marino puede haber estado en amores. Un día le pregunté:
-Marino, ¿quién es este niño?
-¿Te gusta? -me preguntó- dime si no es encantador.
-Sí, que lo es, pero ¿de dónde lo sacaste?
-Fue abandonado por su madre.
Nunca he querido indagar mucho. Pero, si Marino fue castigado con tal dureza, ha de haber pasado algo. Miré al niño, tratando de encontrarle un parecido con Marino. No le noté ningún rasgo de Marino.
Soy tan porfiado. No quiero creer lo evidente.
Hace ya casi un mes que hablé con los otros hermanos, respecto a traer de vuelta a Marino. Me apoyaron. Cada uno habló con el abad, hasta que se ablandó. Permitió que volviera, con ciertas condiciones.
También llegó con él el niño. Se llama Fortunato. Marino tendrá que limpiar las letrinas, siempre él, ya no habrá turnos. Y lustrar todas las sandalias. Alcanzó a hacerlo por unas semanas.
A poco de llegar cayó enfermo. De esto, hace ya varios días, y estoy cuidándolo. Se me ocurre que morirá en cualquier momento. Está débil y tiene muy mal los pulmones.
A ratos puedo dormir un poco. Por mí, no me despegaría de su celda. Trato de estar el máximo tiempo que puedo.
Su respiración es agitada. Intenta hablar, pero no le salen las palabras. Le tomo sus manos y le doy ánimo. Se está yendo, no cabe duda.
Hacía unos ruidos con la garganta, pero ya no. Ni tampoco se mueve su tórax. Me acerco más. Pongo mi oído en su pecho. No escucho latidos en su corazón. Marino ha muerto. No puede ser.
-¡Marino ha muerto! -grito con desesperación.
Llegan corriendo todos los hermanos. Tengo una pena terrible. Llega también el abad.
-Murió -dice fríamente el abad, y agrega, dirigiéndose a mí-. Ordenaré un ataúd. Mientras tanto, vístelo. Mañana lo enterraremos, lejos de aquí.
El abad se retira y me deja más apenado aún. Quiero ponerle el hábito a Marino. Sí. Un hábito de monje es la ropa que deberá vestir en esta ocasión solemne.
Aún está tibio, según siento cuando le saco el pijama. Tiene una faja en el pecho, la cual está muy apretada. Este Marino, hasta el final con sus penitencias. Está tan apretada la faja, que no se la sacaré. El pantalón arremangado deja ver sus piernas lampiñas. Levanto un poco a Marino para retirarle el pantalón del pijama.
-¡No! No puede ser -me hablo a mí mismo, más que sorprendido, consternado. Ahogo un grito. Es que su desnudez es distinta a la que me había imaginado. Veo su vello púbico, como un triángulo negro que termina en unos labios absolutamente femeninos. Marino es, en realidad, Marina.
No puedo soportar la emoción que me tiene tomado. Se me escapan las lágrimas, primero unas pocas, después un torrente. Lloro con hipos, en tal forma que..., otra vez están llegando todos los hermanos.
El abad se hinca a mi lado, y también llora.
Marino
Me dio mucha alegría cuando entré al convento con mi papá. Accedí de muy buen grado, no sólo para estar cerca de él, sino también para poder tener una vida monástica.
Cuando él me cortaba el cabello muy cortito yo me puse contenta, a pesar de que adoraba mi pelo largo. Es que en la vida hay cosas más importantes que el cabello.
Durante unos pocos años he sido muy feliz en Canobin.
Adriano es un tipo espléndido, buen mozo, además de dulce y atento. Es un gran amigo.
Mi vida se complicó cuando me tocó ir al pueblo con otros monjes. No iba Adriano. Tenemos que turnarnos para ir al pueblo en un carretón a comprar los víveres. Es una actividad agradable, que sirve para salir de la monotonía diaria.
Lo único que no me gusta de esas salidas es que las mujeres me persiguen, pero también me da risa.
La niña de la hospedería, hija del dueño, me molesta mucho. Claro, creyendo que yo soy un muchacho, quiere llevarme a su cama, a toda costa. Le expliqué que soy un monje y que no me permiten andar por ahí con mujeres. Ella no comprende. Me insulta y cree que puede tentarme dejándome ver sus muslos, y abriendo su boca como frutilla. Yo me río. Si ella supiera que soy niña, no hallaría dónde meterse. De repente, me dan ganas de decírselo, pero no lo haré. Lo más sagrado es mantener la promesa hecha a mi padre. Jamás me dejaré descubrir.
Y no soy el único objetivo de esta muchacha. La he visto coquetear también con varios hombres, incluyendo al militar aquél, el único que le hace caso. Yo veo cómo se deleita con ella.
No me gusta ir a esa hospedería, pero es la única que hay en el pueblo, y cuando se nos hace tarde tenemos que quedarnos porque sería peligroso viajar de noche por esos caminos llenos de delincuentes.
-¡Hermano Marino! -una voz en el pasillo del convento, en este mismo instante, me saca de mis reflexiones.
-Ya voy -digo, subiendo un poquito la voz para que me escuchen, y salgo de mi celda.
-¿Qué pasa? -pido una explicación.
-El abad te llama.
-¿A mí? -pregunto sin esperar respuesta, y me dirijo a su despacho. No tengo aprensiones porque sé que él me estima. Golpeo antes de entrar.
-Pase.
Abro con lentitud la puerta, entro a la oficina del abad y lo miro. Está enojadísimo. Igual, me trata con mucha deferencia. Alguien más está con él, y yo lo conozco. Es el dueño de la hospedería. Le tiendo la mano con una sonrisa, y no me hace caso. Sigue sentado, y con muy mala cara.
-Siéntese -me dice el abad.
Así lo hago, en la única silla desocupada. El abad me empieza a hablar, muy serio.
-Yo sé que usted ha tenido siempre un buen comportamiento. Tengo plena confianza, pero este señor me ha venido a decir algo, y tengo que cerciorarme, por eso es que le pregunto. Así, aclararemos todo.
Sigo esperando que me pregunte algo, y lo único que le escucho, después de un rato es:
-¿Y?
-No sé de qué me está hablando -le digo con sinceridad.
-Mire, la hija de este caballero está embarazada. ¿No lo sabía?
-No. No tenía idea.
Un silencio espeso e incómodo se produce de inmediato. Me imagino que querrán que yo acuse a alguien.
-No sé quién puede haber sido -digo, y me arrepiento de haberlo dicho, porque es casi como inculparme. Eso me puso nerviosa.
-Quiero decir -rectifico, después de otro silencio-. No puedo acusar a nadie.
Fue para peor. El hotelero está desesperado. Se levanta de la silla, y se vuelve a sentar. El abad, muy molesto conmigo.
-Necesitamos descubrir al seductor. ¿Fue usted? -pregunta ahora, de un modo directo.
Me quedo callada, sorprendida. Es que ellos no saben que es imposible que haya sido yo. Sería tan fácil para mí demostrar mi inocencia.
-La niña lo ha acusado a usted -me confirma la sospecha el abad.
Casi me levanto el hábito, ofuscada, pero logro contenerme. No. No puedo revelar mi secreto. Se lo prometí a mi padre. Además, no podría continuar en el convento. No sé qué haría en un caso así. No tengo a quién recurrir. De cualquier forma, Jesús nos ha dicho “La verdad te hace libre”. Tendré que renunciar a todo, y revelar el secreto. Estoy pillada. No tengo escapatoria.
-¿Tiene algo de qué arrepentirse? -insiste el abad, con una sabiduría tan enorme que, creo que él mismo no es capaz de manejarla.
Intento hablar pero no me salen las palabras. ¿Dónde está mi fidelidad? No puedo saberlo. En fracción de segundo se me viene la imagen de la Virgen María enterándose de que tendrá un niño, sin haber tenido relación sexual. Pero, si eso es lo que me está pasando a mí ahora. Esto es como una Anunciación.
-Puedo hacerme cargo de la criatura cuando nazca -es lo único que atino a decir.
-No ha respondido a mi pregunta -me grita el abad, que ya me cree culpable.
Ahora, miro a través de mis lágrimas. Me da tanto miedo, que quiero decir la verdad. Lo intento. Me hinco ante mi superior. El hotelero me desprecia.
-He cometido un pecado -digo, tratando de mantener la serenidad, y pensando en la mentira con que entré al convento-. Rece por mí, que yo haré penitencia.
Lo único que quiero es que me pregunten qué pecado. Sólo así tendría la presencia de ánimo para seguir confesando. Ya sé que tendré que mostrar mi intimidad, pero no lo haré ante ojos extraños. Pediré que el hotelero salga de la sala.
El visitante pone cara de cantar victoria.
-¿Podemos hablar a solas? -pido al abad.
-No. Es mejor que confiese, ya.
Estoy entregada, como un Jesús ante un Pilato y un Caifás. Recuerdo su oración en el huerto, antes de ser apresado. Yo tampoco me tomaría este cáliz, pero ... que se haga la voluntad de Dios... Prefiero guardar silencio.
-No podrás seguir viviendo en este monasterio que has deshonrado -fue la rápida sentencia.
Tarasio
Estoy presente en un encuentro entre mi padre y el sabio Juan de Damasco. Ocurre acá en Constantinopla, mi ciudad natal. Ya han transcurrido un poco más de siete siglos desde que murió Cristo. Aunque tengo sólo quince años, quise acompañar a mi padre porque quería conocer a ese hombre sabio famoso. Me fue permitido porque así me instruyo en las cosas religiosas.
-Has sido muy amable al recibirme, entre tus muchas actividades -le dijo mi padre al ilustre Juan.
-Para ti siempre tendré un tiempito, Jorge.
-¿Cómo estuvo ese viaje?
-Muy bien. Aunque un poco largo y cansador, a mis setenta años...
Este Juan de Damasco es un viejo simpático, poeta, lleno de historias, y además es presbítero. Él fue el que más habló en esta reunión, y yo me limité a escuchar solamente. Nos habló de su infancia, con Yazid, su compañero de juegos. Y de sus estudios de teología y de su predicación. Y de cómo entró a la vida monástica a los 35 años.
Nos cuenta que antes de eso había estado participando, por muchos años, en cargos políticos, hasta que se hastió y sintió el llamado de Jesucristo.
El presbítero Juan de Damasco defiende el culto de los íconos. En tres ocasiones ha elaborado escritos importantes, al respecto. De esto hace ya casi veinte años. Sin embargo, no ha tenido suficiente eco, como dice él, y sigue primando en la iglesia la idea de prohibir los íconos, porque se prestan para que la gente adore imágenes.
-Pero, es que no tiene por qué ser así -reafirma Juan, con énfasis.
Mi padre está de acuerdo, y yo, por lo menos diría que los íconos son bellos y sirven para visualizar aquellas realidades que no tienen presencia física hoy.
Cuando llegó el momento de retirarnos, nos despedimos con cordialidad.
-Adiós, Tarasio -me dijo Juan, y yo me sentí tomado en cuenta, una vez más, como antes cuando nos relacionábamos con personas importantes, debido al cargo de juez que tenía mi padre.
* * *
Esta vez estoy en otro encuentro importante. Han pasado muchos años, y ya tengo 53. Mi interlocutora, es nada menos que la Emperatriz Irene, que tiene treinta años. En realidad, es sólo Regenta temporal, mientras su hijo aún es niño. Éste se llama Constantino, como varios de sus ilustres antepasados, y será Emperador cuando alcance la mayoría de edad.
Irene es una mujer bellísima. Nació pobre, en Atenas.
Como motivo de esta entrevista, ella me está proponiendo ser su secretario. Para mí, es una gran noticia, siendo ella la jefa de la iglesia cristiana, tener un cargo cercano me permite aportar pastoralmente, lo cual es una de mis aspiraciones. La Iglesia ha estado, por largo tiempo, conducida por políticos más que pastores. Espero poder restablecer la conducción pastoral de la iglesia, en la medida de lo posible.
Acepto encantado el puesto de secretario. Irene me tiene mucha estimación, y también yo a ella.
Conversamos varios asuntos, especialmente acerca de los íconos, un tema que nos ha tenido muy tomados durante toda la vida.
Hace unos treinta años hubo un sínodo en que se prohibieron las imágenes. Tanto a Irene como a mí, nos parece muy mal que se haya hecho eso, y esperamos revertirlo lo más pronto que se pueda.
* * *
Llevaba yo un año de secretario cuando Irene me nombró Patriarca de Constantinopla. He tratado de desempeñar ese cargo de la mejor manera posible. De hecho, mi vida personal ha sido muy sencilla, a pesar del lujo que se respira en los altos cargos en que he estado.
Cuando tenía dos años de patriarcado organizamos con Irene un concilio, acá en Constantinopla. Pero éste fracasó porque el ejército se tomó el templo de la Santa Sabiduría. El concilio tuvo que postergarse para el año siguiente, y se llevó a cabo en Nicea, y contó con la presencia de los legados de Adriano, Patriarca de Roma.
Tras fuertes discusiones, esta vez triunfó nuestra posición a favor del culto de las imágenes, para venerar lo que representan. En todo caso, se dejó claramente estipulado que no se debe adorar las imágenes en sí mismas.
Además, ocurrió algo buenísimo: Un alto grado de conciliación entre la iglesia de Oriente, con la de Occidente, que siempre tienden a dejarse llevar por incomprensiones.
En cuanto al Imperio, empezó a pasar por etapas nefastas. Desde el momento en que al joven Constantino le correspondía asumir como Emperador, y su madre no quería dejarlo todavía, talvez porque ya se notaba claramente que el tipo era inmaduro, y que no tiene las condiciones necesarias para gobernar. Fue así como los seguidores de Constantino, que ya se estaban preparando para tener cargos importantes, se sintieron estafados, y dieron un golpe. Impusieron como emperador a Constantino VI, y apresaron a su madre. Este nuevo emperador sacó a su madre de la prisión, y al poco tiempo, logró que se le permitiera volver a la corte.
Algunos años después, los que habían estado gobernando antes, con Irene, vieron que ya era su momento de recuperar el poder. Más que nada porque el gobierno de Constantino VI dejaba mucho que desear. Lo derrocaron y lo asesinaron. Se produjo una anarquía durante unos días, en que Irene estaba muy apenada y rechazaba a esos antiguos seguidores. Por fin, ella se sintió como para hacerse cargo del gobierno, y nadie le puso dificultades en ese momento.
Muy poco tiempo después, Carlomagno se constituyó en Emperador, y jefe de la iglesia. Irene fue desterrada a la isla Lesbos.
Yo siempre intenté que en la iglesia hubiera más pastoreo que política. Esa fue la lucha desigual en la que estuve con paciencia y perseverancia, y con oración, pero con poco éxito.
También he dedicado gran esfuerzo en socorrer a los pobres.
Hace pocos día ha muerto Irene. Para mí, ha sido una gran pena.
Metodio
Metodio es mi sobrenombre. Me lo puso mi hermano menor, cuando éramos niños. Y yo a él lo llamé Cirilo, también un sobrenombre. Ambos seguimos llamándonos así, toda la vida.
Nacimos en Tesalónica. Yo, once años antes que él. Nuestro padre tenía una gran biblioteca, con libros de los Santos Padres, especialmente Gregorio Nacianceno, que se transformó en mi favorito, ya que leí mucho, así como también lo hizo después Cirilo.
En cuanto finalicé mi educación me dediqué a la administración pública en Macedonia. Llegué a ser gobernador de la provincia de la Macedonia interior. Sin embargo, a la edad de 35 años decidí dejar el modo de vida mundana, y tomé los hábitos en el monasterio que se encuentra en el monte llamado "El Olimpo Bitinio".
Por su parte, Cirilo fue enviado a estudiar a Constantinopla desde los catorce años. Uno de sus profesores fue Focio. Yo también alcancé a tener a Focio como profesor, un par de años, pero Cirilo mucho más.
Cirilo se convirtió en bibliotecario en el Patriarcado de Constantinopla. Durante algún tiempo enseñó Filosofía, su materia preferida, en una escuela de Constantinopla, pero al poco tiempo dejó la docencia y se vino al monasterio del "Olimpo Bitinio". Acá nos dedicamos al ayuno y a la oración. Y a observar cómo va transcurriendo la vida.
El patriarca de Constantinopla, llamado Ignacio, cayó en desgracia por negarle la comunión a un tío del joven emperador Miguel. Poco después de eso, fue destituido. En su reemplazo asumió el profesor Focio, un hombre muy preparado. Ese mismo año, Nicolás asumió el patriarcado de Roma.
Quiso Focio ser reconocido por Nicolás, y por eso éste envió a Constantinopla sus legados para averiguar bien la situación, que le estaba pareciendo irregular. Muy rápidamente, y sin mayor trámite, los legados confirmaron a Focio como Patriarca de Constantinopla. Sin embargo, a Nicolás esto le pareció muy mal, y decretó que debía reponerse a Ignacio.
Focio respondió indignado, y obtuvo el apoyo de los demás patriarcas orientales. Se produjo, de esta manera, un nuevo y fuerte distanciamiento entre la iglesia de Roma y la oriental. Encuentro lamentable que las cosas se hayan dado así. Mis oraciones están ahora destinadas a la lucha por lograr una mayor unidad entre los cristianos.
Al año siguiente, un pueblo del Cáucaso pidió que les hicieran llegar predicadores. El Patriarca Focio habló con Cirilo, a quien conocía muy bien, y por cierto le tiene gran estimación. Le pidió que dejara el convento, pues había llegado el momento de la acción. Y que juntara un buen grupo para hacerse cargo de esa misión. Cirilo lo habló conmigo. Al principio no estábamos muy seguros de querer meternos en esa actividad, pero entramos en discernimiento, y finalmente Cirilo se comunicó con Focio, aceptando la misión. Nos preparamos para salir hacia la península de Crimea, en la costa del Mar Negro.
Estuvimos allí cuatro años estudiando el idioma de los josares, y predicando. Para que nuestra predicación fuese más eficaz, Cirilo decidió que tradujéramos la Santa Escritura al idioma eslavo. Esto les pareció muy mal a algunas personas anticuadas, y llevaron su queja ante Nicolás.
Un día encontramos en un lugar de la costa de Crimea una reliquia del mártir Clemente, que había sido obispo de Roma al final del primer siglo.
Cirilo se enfermó, y estuvo bastante mal, pero sanó. Sin embargo, cada cierto tiempo le volvía su enfermedad.
Después que volvimos a Constantinopla fuimos enviados a Moravia, donde también necesitaban predicadores. Estuvimos ahí otros cuatro años.
El patriarca Nicolás nos llamó a conversar, pues estaba muy preocupado por las habladurías que había en contra de nosotros.
-¿Vamos a Roma? -dije a Cirilo.
-Vamos a Roma -me respondió, sin mayor aprensión.
Llevamos la reliquia de Clemente para entregársela a Nicolás, pero éste murió un poco antes de nuestra llegada. Por eso, conversamos con su sucesor Adriano II, que vivía en el palacio laterano, junto a su esposa y su hija. Formaban una bella familia.
A todo esto, el patriarca de Roma estaba siendo llamado "Papa".
El Papa Adriano nos recibió de muy buena manera. Él tenía la mejor disposición para unificar la Iglesia. Le dimos la reliquia, y también le regalamos una Santa Escritura en idioma eslavo. Así pues, se rompió la tradición de permitir la liturgia sólo en latín, griego o hebreo.
Cirilo, que venía ya un poco enfermo, se agravó estando en Roma. Estuvimos meses en Roma cuidándolo. Presbíteros y obispos lo visitaban.
Uno de éstos, cierta vez nos contó un hecho anecdótico ocurrido unos cuarenta años atrás en Fiésole, cerca de Florencia. Sucedió cuando estaban reunidos gente del clero y también muchos laicos, en un templo, orando para que el Espíritu Santo los ayudara a elegir un obispo. Era una oración con mucha apertura y disposición a aceptar a la persona que el Espíritu indicase. En eso estaban, mirando hacia la puerta por si veían aparecer al elegido, cuando un hombre entró al templo porque quería tener una pequeña oración. Se sentó muy atrás, y un rayo de luz proveniente de un vitral le dio en plena cara. Este hombre, llamado Donat, fue propuesto para obispo, y aceptado por aclamación. Donat no sabía dónde meterse. Primero creyó que éste era un pueblo con mucho sentido del humor. Al final, se rindió a la evidencia. Ni siquiera era un italiano, sino un irlandés que andaba en peregrinación hacia Roma. Lo interesante es que ha resultado ser un excelente obispo.
Estábamos todavía en Roma cuando ocurrió el secuestro de la hija del Papa, por parte de un loco que la pretendía infructuosamente. Cuando la madre de esta joven descubrió el escondite del indeseable, éste las asesinó a las dos. Fue algo muy triste.
A Cirilo le vino una fiebre tan alta que lo hacía ver a Dios y cantar alabanzas. Hasta que murió, teniendo apenas 43 años.
El Papa Adriano me consagró presbítero y me nombró obispo. Volví a Moravia en tal calidad. Las cosas se habían puesto muy mal. Me tuvieron preso durante dos años, en una torre, muy humillado.
Después que salí libre fui bien acogido por el pueblo. Creo que aún me queda mucha vida, para afrontar la cantidad de cosas que hay por hacer.
Octava parte.- El fin de la inocencia
El caso del Papa Formoso
Me puse contento cuando el obispo de Porto fue elegido Papa. Ocurrió en un día otoñal del 891. Siempre le he tenido admiración y respeto. Como nombre papal adoptó su propio apellido, Formoso, que lo llenaba de orgullo. No era un tipo arrogante, sino más bien austero y con una fuerte personalidad. Su elección fue resistida con violencia por el obispo Sergio, su contendor vencido, que ya en ese tiempo codiciaba el poder.
Yo era un muchacho inquieto, recién entrando en la adolescencia, y escuchaba toda clase de opiniones de los adultos. Unos a favor, otros en contra. Eran irreconciliables.
Una vez que intenté decir mi punto de vista obtuve un duro rechazo:
-Cállate, Pietro, que no deberías hablar estos asuntos.
Como si yo no tuviera derecho a percibir las cosas que pasan, y encontrarlas buenas o malas.
En mi opinión, Formoso fue uno de los mejores Papas de este tiempo en que han imperado el despotismo y las fuertes luchas de poder entre dinastías. No fue un tipo perfecto, que ningún ser humano lo ha sido ni lo será. Con su gran habilidad diplomática lograba desenredar entuertos y conciliar posiciones. Desde años antes de ser Papa se había destacado precisamente por eso, cuando estuvo como Delegado Pontificio en diferentes países. No siempre salió bien parado. Su situación más difícil la vivió a raíz de una fuerte pugna entre Arnulfo y Carlos II. La intervención del obispo Formoso a favor de Arnulfo disgustó al Papa de aquel entonces, Juan el octavo, y eso le valió la excomunión. Formoso tuvo que salir huyendo, y sólo pudo volver restituido cuando hubo un nuevo Papa, aquel que se llamó Marino.
A propósito de ese Papa Juan el octavo, tenía por apodo "Papisa Juana", debido a su rostro lampiño y a sus modales afeminados. Demás está decir que el respeto que antes merecieron los Papas, ya lo habían perdido tiempo atrás.
En algún momento de su pontificado, Juan el octavo cayó en desgracia por motivos que se ignoran, y fue depuesto, encarcelado, y asesinado con brutal violencia. Su pecado debe haber enfurecido mucho a los clérigos, y jamás quisieron contarlo.
A raíz de ese secreto surgieron los rumores. Se decía que, en realidad, Juan el octavo era una mujer. Escuché muchas historias increíbles, inventadas a falta de información, y más que nada tomando el asunto para la risa. Casi nadie creía en ellas.
A este Papa raro lo sucedió Marino, que era hijo de un muy buen sacerdote, llamado Palumbo. Estuvo sólo dos años, y murió en condiciones extrañas, no aclaradas hasta el momento. Con rapidez se eligió un sucesor, cuyo papado se extendió apenas por un año y algo más. Un poco antes de que muriera, ya estaba elegido el próximo Papa, que gobernó exactamente seis años. Y a su muerte fue que eligieron a Formoso.
El Papa Formoso murió de manera sospechosa, después de cuatro años y medio de pontificado. Hay quienes dicen que lo envenenó alguno de los muchos enemigos que tenía en la propia Iglesia. Nunca pudo demostrarse eso, ni tampoco lo contrario, pues no hubo investigación. Es algo que me indigna.
* * *
A mediados del período de Formoso, y a pesar de mi poca edad, decidí entrar a un convento, pues quise vivir de manera monástica, en oración. El abad me veía leyendo casi siempre, y encontró que yo tenía facilidades para aprender. Me puso a estudiar Derecho Canónico, que es un tema que me gusta mucho. Por ese tiempo estuve alejado de los acontecimientos mundanos, aunque nunca dejé de observarlos a distancia.
Después de Formoso hubo un Papa Bonifacio, hijo del gran obispo Adriano. A las dos semanas de asumir murió de un modo sorpresivo. Aunque oficialmente se dice que murió de gota, no sé si creerlo.
Casi un mes después asumió el Papa Esteban, numerado el sexto de los Esteban. Era hijo de un presbítero, y pertenecía al bando de los que detestan a Formoso. El nuevo Papa era un hombre muy desequilibrado, y se ganó el odio de muchísima gente, debido a su conducta torcida. A los pocos meses de asumir tuvo una actuación deplorable, en la cual me vi involucrado.
Estaba yo en mis oraciones de la mañana cuando llegó al convento un oficial, acompañado de un sacerdote y un par de soldados. El abad los recibió en su oficina, no sin aprensión, y poco después ordenó al portero que me llamara. Tuve que acudir a esa reunión nada de agradable. Cristo estaba conmigo en espíritu, para salvar cualquier escollo que apareciera en el camino.
Necesitaban mis servicios, según dijeron, para defender judicialmente a un acusado, que por muy criminal que fuera, siempre tiene derecho a defensa.
-Es una causa canónica -explicó el presbítero.
-Aún no he terminado mis estudios de Derecho Canónico -dije, tratando de sacarme de encima un desafío que no presagiaba nada bueno.
Ese detalle no les importó. Tuve que partir en ese mismo momento a San Juan de Letrán, pues no me estaban preguntando mi opinión.
Me asignaron una silla y una mesa, y también me pasaron un legajo de papeles para que los estudiara mientras tanto, ya que al día siguiente comenzaría el juicio.
-¿A quién tengo que defender? -pregunté.
-A Formoso, el que fue Papa.
-Pero..., si ya murió.
-Hay cosas que no se han aclarado todavía, Pietro. Y cuanto antes, mejor será.
Por lo menos, la defensa de Formoso era algo que yo encarnaba bien, pues se trata de una persona que siempre admiré. Sin embargo, era irregular hacer un juicio a alguien fallecido, y así traté de hacerlo ver, sin que nadie quisiera escucharme. Estaba atrapado. No me quedó más que leer los papeles y preparar mi alocución, por escrito, con la cual llegué a la mañana siguiente a la sala del tribunal.
Me recibió un espantoso olor pútrido que tenía a todos los presentes con sendos pañuelos perfumados en sus narices. Grande fue mi asombro cuando vi al acusado, de cuerpo presente, sentado en un sillón. Vestía ropas papales y mostraba parte de su rostro de un color morado, y un líquido viscoso que corría por la única mejilla que le quedaba. En la cuenca vacía de uno de sus ojos apareció un minúsculo gusanito que, tímidamente, se escondió al verme. Me vinieron arcadas que tuve que aguantar.
En la silla del juez estaba el mismísimo Papa Esteban. Cuando traté de quejarme por la indecencia de haber desenterrado el cadáver del Papa Formoso para traerlo al juicio, el Papa Esteban me miró enojado y me obligó a ocupar mi lugar en la Defensa. Enseguida, dio por iniciado el juicio.
Yo no hallaba qué hacer. Aquello era una farsa ridícula, macabra, inaceptable.
Un clérigo que hacía de fiscal leyó el libelo acusatorio. Ahí se decía que Formoso había cometido perjurio, y que de tanto codiciar el papado llegó a él de mala forma, pues estaba inhabilitado por ser obispo de otra diócesis. La de Porto, en este caso.
El juez se dirigió hacia el acusado y le preguntó qué podía decir en su defensa. Toda mi persona estaba arrugada. Hubiera querido estar muy lejos de ese lugar en que el demoníaco Esteban abusaba en esa forma tan horrenda.
¡Dios mío! -pensé- ¿Cómo pudo la Iglesia caer en manos de un hombre tan detestable como es el Papa juez Esteban.
-Yo hablaré por él -tuve que intervenir, refiriéndome a Formoso, y leí el escrito que había preparado el día anterior.
Ese clima se mantuvo por una jornada completa, sin que nadie tuviera interés en hacerme caso. Hasta hice ver, con documentos y pruebas, que Formoso llegó a ser Papa en la misma forma que todos los Papas, incluyendo el actual. Sin embargo, eso no era lo que querían escuchar.
Nunca creí que pudiera llegar a vivir algo así, tan absurdo y abusivo. Me armé de valor y dije todo lo que tenía que decir. Aunque me haya llenado de enemigos, así me sentí más amigo de mí mismo.
Al atardecer salí a tomar aire y caminar un rato. Necesitaba algo así como un desahogo interno. No llegué muy allá. Dos tipos surgieron de improviso, me tomaron, me pegaron, y me llevaron secuestrado a una mazmorra. Me sacaron en cara los argumentos con que yo había hablado. Me siguieron interrogando y golpeando por varias horas. Querían amedrentarme.
En cuanto aclaró me dejaron salir. Me senté en el suelo, tratando de recuperarme hasta que consideré estar disponible para continuar el juicio. Caminé hasta San Juan de Letrán y entré a la sala, en muy mal estado. El mareo, producto de los golpes recibidos, me hacía dar pasos erráticos, y el hedor del cadáver estaba tan insoportable que vomité ahí mismo. El Papa Esteban se puso furioso.
-¡Saquen a ese borracho! -gritó, y el guardia no tuvo mayores dificultades para cumplir la orden, mientras yo trataba de aclarar que no estaba ebrio.
Salí de ese lugar apestoso, y estuve casi toda la mañana descansando. En la tarde me acerqué a la sala del tribunal y abrí un poco la puerta para escuchar desde afuera.
Formoso fue declarado culpable. Alcancé a oír la sentencia, en que se daban por inválidos todos los nombramientos que él había hecho cuando fue Papa, pues había usurpado la silla de Pedro, según dijo el Papa juez.
Se condenó al cadáver del acusado a una ignominiosa mutilación póstuma. Sus tres dedos centrales, índice, cordial y anular, le serían cercenados pues, indignamente habían sido usados para dar falsas bendiciones, según Esteban.
Me asomé y vi que Formoso era despojado de sus vestimentas papales. El cadáver quedó desnudo, salvo una camisa de crin que no pudieron sacar porque ya estaba pegada al cuerpo. Era el cilicio que Formoso llevó en vida, como una forma penitencial voluntaria. Ni siquiera ese detalle, si puede llamarse así, sirvió para que estos buitres se convencieran de las buenas intenciones del hombre que estaban deshonrando. Le pusieron una vestimenta ordinaria, que tenían preparada para este efecto.
-El cadáver de este indigno usurpador -sentenció el Papa Esteban- será enterrado en una fosa cualquiera.
De inmediato surgió el clamor de los presentes:
-¡Tirémoslo al Tíber!
No costó mucho para que Esteban consintiera. Entonces, me di cuenta que la situación ameritaba actuar con rapidez. Partí corriendo, y conseguí que una carreta me acercara al río, en las afueras de la ciudad, en aquel sector en que las aguas van de bajada hacia la costa. Es muy cerca del convento en que vivo, y por eso conozco bien el lugar. Caminé un poco hasta llegar a la humilde choza donde vive Giovanni, un pescador amigo. Me recibió con alegría. Le expliqué la situación, con pocas palabras, y le imploré su ayuda, a lo que accedió gustoso. Tomó en sus manos un atado de redes de pesca, y partimos los dos hacia la orilla del río, y caminamos unos diez minutos hacia abajo, buscando un lugar apropiado.
-Aquí podemos hacerlo, Pietro -dijo Giovanni, al llegar a un lugar en que el río es más angosto y describe una curva propicia para nuestros fines.
Nos sacamos la ropa exterior, nos sumergimos en la orilla del río, y le ayudé a Giovanni a amarrar los extremos de las redes a ciertos árboles y arbustos, de manera que la parte central de aquéllas se alejara río adentro. No fue posible cubrir todo el ancho del río, pero confié en que mis oraciones ayudarían a rescatar el cuerpo de Formoso.
Encendimos una fogata y nos pusimos a esperar, conversando. Le conté a Giovanni los pormenores del juicio, y casi se murió de la impresión. Un par de horas después vi que venía algo flotando sobre las aguas. Era Formoso, que aún no podía descansar en paz. La corriente impulsó su cuerpo hacia la red.
-Eres un genio, Giovanni -exclamé entusiasmado.
De nuevo nos sacamos la ropa y nos metimos en el agua para sacar las redes y el producto de la inusitada pesca.
Giovanni me ayudó a sepultar el cadáver de Formoso en un lugar cercano, que a partir de ese momento pasó a ser un secreto. Ahí estaría el cuerpo por algún tiempo, hasta que la gente decente recuperara el papado.
El Papa juez Esteban quedó tan desprestigiado que se ganó una gran cantidad de enemigos. Antes de terminar ese año, en un momento de descuido, fue atacado por una turba, y hecho prisionero. Murió estrangulado.
* * *
Asumió un nuevo Papa, que se llamó Romano. También era hijo de un presbítero. Me llené de entusiasmo cuando inició las gestiones para rehabilitar a Formoso y dejar sin efecto el tétrico juicio que se le había hecho. En eso alcanzó a estar por pocos meses, y murió en forma sorpresiva. Según los rumores, habría sido envenenado, pero eso nunca quedó muy claro.
El siguiente Papa, Teodoro el segundo, continuó la labor. Era el momento que yo estaba esperando. Desenterré el cuerpo de Formoso, con la ayuda de Giovanni, y lo dispusimos de tal forma a la orilla del río, que otros pescadores lo encontraran y lo llevaran a las autoridades eclesiásticas. El Papa ordenó volver el cuerpo a su lugar de sepultura que le correspondía, de donde lo había sacado Esteban, tiempo atrás. Anuló el juicio macabro, y restauró el buen nombre de Formoso. Todo esto, cuando apenas hacía dos semanas desde que Teodoro fue elegido Papa.
Creí que era el final de la historia, pero aún faltaba algo. Pocos días después, Teodoro fue envenenado. Esta vez no quedaron dudas acerca de cómo murió el Papa.
Después de tanto enterarse de extrañas muertes papales, la gente empezó a perder la capacidad de asombrarse. Y a mí, me vino una angustiosa aprensión, mezclada con arrepentimiento. Si no hubiera entregado el cuerpo... Habría estado mejor cuidado..., y talvez se habría salvado Teodoro.
Todo volvió a ser incierto. El asunto no tenía más remedio que esperar, atento a los acontecimientos.
Hubo una sucesión de Papas que duraron poco, y sus muertes no estuvieron exentas de sospecha. Primero Juan el noveno, después Benedicto el cuarto, León el quinto y Cristóbal. Todo esto en sólo seis años.
Empezó a tomar relevancia y poder el conde de Tusculum, llamado Teofilacto, quien entabló amistad con los Papas, y poco a poco fue obteniendo cada vez más control sobre las decisiones de la Iglesia, y también sobre sus suculentos bienes materiales. De esta manera, los Papas lograban sobrevivir, mientras podían.
Así estaban las cosas cuando empezó el pontificado del Papa Sergio el tercero, que después de mucho intentarlo estaba logrando su codiciada e inmerecida silla. Para ello, hizo matar a León y también a Cristóbal, quien había asumido como Papa de una manera muy irregular, pues León aún no había muerto en ese momento, sino que sólo estaba prisionero.
El caso es que el famoso Sergio resultó ser un tipo detestable. Astuto, y libre de escrúpulos, lo cual es una mezcla fatídica. Se las arregló para llevarse a su pontificia cama a Teodora, la mujer de Teofilacto, a cambio de jugosos beneficios para su esposo, quien estaba despojando a la Iglesia de sus bienes. Teofilacto llegó a ser senador y jefe militar de Roma.
Estaba tan fascinado el conde, cada vez más poderoso, que no trepidó en ceder a su hija Marozia. La bella joven ocupó también la pontificia cama de Sergio, y adquirió una enorme potestad.
Al poco tiempo, la gente comenzó a comentar estas libertades que se tomaba el Papa Sergio con ambas mujeres. El pueblo pasó a nombrarlas como la puta madre y la puta hija.
Este Papa Sergio decidió volver a denostar a Formoso. Le hizo un juicio póstumo, esta vez sin la presencia del cadáver, y lo declaró culpable nuevamente. Su cuerpo fue sacado de su sepultura, pues no se le consideró digno de ella.
Con Giovanni, preparamos nuestras redes en el río, esperando que hasta allí llegaría el cuerpo de Formoso. En efecto, así ocurrió. Lo rescatamos de nuevo y lo pusimos en la fosa secreta, provisoria, y creo que pasará mucho tiempo hasta que lo podamos sacar de ahí.
Ulrich de Augsburgo
Nací a fines del siglo IX, y me pusieron por nombre Ulrich. Pertenezco a una familia acomodada, de la nobleza. De niño, fui enfermizo, y por eso tenían que cuidarme mucho.
Me tocó vivir casi toda mi vida en el siglo X, una época muy complicada para la iglesia cristiana. Esto ha resultado ser así debido al relajo moral de algunos Papas.
Con Sergio III comienza una vergonzosa época con muchos Papas inmorales y corruptos, en manos de la familia de Teofilacto y su hija Marozia, de dudosa reputación.
En 911 murió Sergio III, y fue sucedido por una larga serie de pontífices puestos por la familia de Marozia y su primer marido Alberico, y después el hijo de éstos, Alberico II.
Muchos de estos Papas optaron por venderse a las pésimas costumbres. Pero, unos pocos se rebelaron contra ellas. Éstos fueron torturados y asesinados por la poderosa e inmoral familia. Excepción fue el Papa Agapito II, que de alguna manera se las arregló para rebelarse, en cierto grado, sin que lo asesinaran.
Durante el período oscuro la iglesia sobrevivió gracias al Espíritu Santo y a algunos obispos, y también unos pocos reyes, que mantuvieron una santa espiritualidad. Yo hice todo lo que pude en este sentido. Como obispo de Augsburgo, fui nombrado por el rey Enrique, teniendo yo un poco más de treinta años.
El que casi rompió la cadena de maldad fue el Papa Juan XIII que asumió el pontificado en 965, y logró, en alguna medida, restablecer las buenas costumbres en la jerarquía de la iglesia cristiana.
Estoy convencido de que las malas conductas que ha tenido el clero en lo sexual se han debido, en gran medida, al celibato que ha sido impuesto desde hace algún tiempo. He luchado en todos los tonos para lograr que se permita el matrimonio de los presbíteros, pero no he tenido eco en ninguno de los Papados. Y ha habido varios. Creí que con Juan XIII iba a tener éxito, pero no fue así.
Siempre he buscado mejorar el comportamiento del clero de mi diócesis, tan inmoral como son muchos de los cardenales.
Con mi gran amigo Conrado, obispo de Constanza, hemos realizado cientos de visitas, en ese sentido, en nuestras diócesis y en las vecinas. Gracias a Dios hemos tenido éxito. Sin embargo, el ámbito es limitado.
Romualdo
Nací en Rávena, en 951, en una familia noble. Tuve muy buena instrucción.
Como cabía esperar, mi vida en la adolescencia y primera juventud fue bastante mundana.
Yo tenía veinte años cuando mi padre se batió a duelo con su primo. Antes del desenlace, yo estaba asustadísimo. Después que cayó muerto el primo, me sentí peor aún, pues yo mismo había deseado esa muerte. Y además, en ese momento tomé conciencia de tener un padre que ha matado a un ser humano. Eso no es grato, en absoluto. Ese duelo me hizo cambiar mucho. Ya no podía ver la vida como la ve un niño chico. No hallaba dónde encontrar la esperanza. Había presenciado ese duelo, desde lejos y oculto. Y salí corriendo despavorido, no sabía qué hacer.
Poco tiempo después entré a un monasterio benedictino, cosa que antes ni se me había pasado por la cabeza. Estuve ahí tres años, durante los cuales, poco a poco fui sintiendo un llamado, cada vez más fuerte. A anunciar el Evangelio. O sea, la palabra de Jesús.
Cuando iba a salir en misión, me enfermé. Me tuve que quedar, y ya no estaba tan seguro de tener que hacer esa salida. Talvez mis anuncios tendrían que ser acá mismo.
Lo medité mientras convalecía. Y pensaba en el estado catastrófico en que está la Iglesia. Después de Juan XIII volvió la tendencia a que los Papas estuvieran presionados para corromperse, y si alguno no aceptaba ese régimen, quedaba con una alta probabilidad de ser asesinado, o por lo menos removido del cargo. Salvo heroicas excepciones. ¿Qué puedo hacer yo con todo eso? Me lo preguntaba seriamente. Y me respondía: Orar.
Mi padre intentaba sacarme del convento. Fueron tantas las veces que acudió, y conversaba con el Superior, que al final se quedó acá con nosotros, arrepentido de su vida de violencia.
Yo trataba de enderezar la conducta de los monjes, y talvez fue por eso que el Emperador me nombró abad. Estuve un tiempo haciendo esa función, pero pronto la delegué y me dediqué a fundar nuevos conventos.
Ocupé gran parte de mi vida en la creación de monasterios, ya que mis prédicas en las plazas lograban convencer a muchos jóvenes. Incluso inicié una nueva Orden, la de los Camaldulenses. No tanto como Orden, en realidad es una rama eremítica de los benedictinos.
En un viaje que hice a Roma me ocurrió algo grandioso. Yo estaba visitando a un obispo, y tuve que esperar un rato, ya que él estaba en una reunión con un obispo armenio, llamado Macario. Cuando éste salió, entré yo a mi reunión, que estaba planeada. Entre otras cosas, el obispo me habló de Macario, que es un gran tipo, que sana enfermos y anda misionando. Le había traído de regalo un libro escrito por otro armenio, "Libro de las sagradas elegías", y que fue traducido al latín por un presbítero, también armenio. Es un libro de oraciones.
Me mostré tan interesado en ese libro, que el obispo me lo regaló. Quedé feliz. Al llegar de vuelta a mi tierra lo leí, y ahora lo guardo como un tesoro. Gregorio Narek se llama el autor, y se ve que es un tipo que lucha por una verdadera unión de las iglesias cristianas, que hoy en día están un poco separadas.
Caminé mucho, a lo largo de toda mi vida, y al llegar a cierta edad, ya anciano, me conseguí un burro, para seguir anunciando el Evangelio.
Juan Gualberto
Nací a fines del siglo X. En una familia florentina dueña de castillos y otras riquezas. Me pusieron Juan, por muchos juanes santos que hay, y Gualberto..., nunca supe por qué.
Crecí en un ambiente de felicidad hasta que ocurrió la muerte de Hugo, mi hermano mayor. Fue asesinado por un supuesto amigo. Y yo vi todo, cómo lo mataban, y no pude hacer nada. Eso se me quedó clavado, y me siguió torturando por muchos años.
Adopté el papel de futuro vengador. Sabía que tarde o temprano yo haría correr la sangre del asesino. No tenía la claridad como para darme cuenta de la paradoja que eso encierra.
Un día, Viernes Santo, asistí al templo para la adoración de la cruz. Aunque yo no era muy devoto, esa vez me emocioné con la ceremonia, muy bien llevada por el presbítero. Quedé sintiendo muy fuerte la pasión de Cristo, y así en ese estado me dirigí a Siena en mi caballo.
Ya llevaba bastante camino avanzado cuando vi venir a alguien, a pie, en sentido contrario al mío. Era un hombre que venía con un niño. Me detuve junto a ellos, y me bajé del caballo para preguntarles si necesitaban algo.
-Juan Gualberto -exclamó el tipo, con asombro, y una buena cuota de miedo.
Entonces me di cuenta que ese hombre era el que mató a Hugo. "Por fin", pensé, "lo tengo a mi disposición". Quise cumplir esa venganza largamente esperada.
Saqué mi espada. El hombre se arrodilló pidiendo perdón. Yo no tenía intención de perdonar, pero... el niño se puso a llorar. Y reviví en él mi propio llanto de aquella antigua vez. Eso, más mi reciente emoción frente a Jesús en la cruz perdonando a sus asesinos, me tocó con fuerza. No iba a causarle a ese niño lo que un asesino me había causado a mí.
Guardé mi espada. Desistí de vengarme.
-Lárgate -le dije sin poder evitar que se me notara el desprecio que yo aún estaba sintiendo.
El hombre y el niño se fueron rápidamente. Me serené, y me subí al caballo sintiéndome bien. Llegué a un monasterio benedictino que había cerca, y decidí pasar un rato a orar. Así lo hice, y después de una hora me pareció que el Cristo crucificado me miraba con dulzura.
Volví a mi casa. Cambiado. Todos me miraban raro. Sonreí y les dije que sólo estaba ahí para despedirme.
Al día siguiente, muy temprano emprendí nuevamente el mismo camino, y me quedé en el monasterio. Ésa iba a ser mi vida a partir de ese día.
Por varios años viví ahí. Hasta que me decidí a salir al mundo, aunque no tanto. Salí a fundar otros monasterios. Pero, entre uno y otro, yo convivía con la gente, y me enteraba de todo lo que estaba ocurriendo.
Y lo que estaba pasando no era nada de auspicioso, pues las dificultades de entendimiento, entre la iglesia cristiana de occidente con la de oriente, estaban siendo cada día más fuertes.
Este asunto hizo crisis en Julio de 1054, tras la muerte de León IX, patriarca de Roma, pero esa crisis se empezó a gestar un par de años antes, cuando los árabes que se habían adueñado de Sicilia fueron derrotados por los normandos, que estaban participando en la guerra en calidad de mercenarios. Y acto seguido, los normandos se consideraron únicos dueños de Sicilia.
Llegó un momento en que se produjo una disputa entre los patriarcas de Roma y de Constantinopla por el futuro predominio religioso en Sicilia. Por supuesto, influidos por los gobernantes de oriente y de occidente que querían el predominio político. León IX, por Roma, y Miguel Cerulario, por Constantinopla, intentaban ganar esa partida.
León IX tuvo la mala idea de nombrar al cardenal Humberto como arzobispo de Palermo en el exilio. Esto fue muy mal visto por Cerulario, a tal punto que León IX tuvo que enviar un legado a Constantinopla, con la intención de convencer al patriarca. Fue entonces que al Papa se le ocurrió la pésima idea de enviar como legado al mismísimo cardenal Humberto, quien quedó así con la tarea de ser juez y parte. Cerulario siguió indignado con tal situación.
Estando así las cosas, murió León IX, durante su cautiverio en manos de los normandos. Fue entonces que en la Iglesia de Occidente se produjo una anarquía, ya que el emperador no designó un nuevo Papa cuando era el momento adecuado.
El cardenal Humberto se tomó atribuciones que no tenía y entregó una injuriosa bula de excomunión a Cerulario, basada en falsas acusaciones. Más bien dicho, no se la entregó sino que se la dejó en el altar del templo de la Santa Sabiduría. Peor aún, cuando alguien fue a devolvérsela en el momento en que salía del templo, no la aceptó, y el papel fue a parar al suelo. Todo esto de la bula y de la incorrección del cardenal Humberto, yo lo supe años después, porque en el momento mismo las informaciones no eran nada de claras.
Humberto volvió a Roma. Las relaciones entre las iglesias llegaron a su peor momento. Todo podría haber mejorado si se hubiera nombrado un nuevo Papa con mejores habilidades diplomáticas que su antecesor. Sin embargo, eso no ocurrió hasta un año después, cuando el emperador nombró a Víctor II.
Yo tenía gran esperanza en que la relación entre las iglesias iba a mejorar, sin embargo, este nuevo Papa no hizo nada al respecto. Y el tiempo siguió transcurriendo.
Hubo después un nuevo Papa, que se llamó Esteban IX. Me volvió la esperanza, pues este pontífice, Federico de Lorena, era la persona más indicada para pedir excusas a Miguel Cerulario, ya que formó parte de la delegación encabezada por el cardenal Humberto, de tan mal comportamiento en Constantinopla. Sin embargo, su pontificado duró sólo unos pocos meses. Quiero pensar que tuvo la intención de arreglar el lío, y no alcanzó.
El Papa siguiente, Nicolás II, tampoco hizo nada por reconciliarse con Oriente. Muy pronto murió Cerulario, y desde ese momento el asunto se puso cuesta arriba.
Este Papa Nicolás II se dedicó a acosar a los presbíteros casados, para que repudiaran a sus esposas. ¡Qué injusto y poco cristiano! Mi querida Iglesia Cristiana está pasando malos momentos. Es para llorar. Pero, prefiero orar.
Roberto de Arbrissel
Es el año 1085, y yo ya tengo cerca de cuarenta. Mi vida ha sido bastante feliz, a pesar de las incomprensiones que he debido enfrentar.
Nací en un ambiente campesino, en una localidad de la región francesa llamada Bretaña. Mi padre era el párroco del pueblo, cargo que heredé yo, años más tarde. Mis sermones atraían mucha gente. Creo que logré tener cierto poder de convicción. Hace algunos años me fui a París, a estudiar en la Universidad.
Hoy ha muerto el Papa Gregorio VII. Su pontificado, que empezó muy bien hace doce años, fue contaminándose poco a poco, hasta terminar muy mal. Tiene a su favor el haber contribuido en gran medida a mejorar la conducta del clero. Y también algo que es más importante aún, el quitar a los reyes las atribuciones que tenían para gobernar la Iglesia.
En cambio, no supo manejar la resistencia de los reyes. Decidió vencerlos mediante la excomunión, y levantó a un pueblo en contra de su gobernante. Al final, el Papa terminó apresado y desterrado.
Por otra parte, quiso reponer la antigua costumbre del celibato, pero de muy mala manera, pues se lanzó en una violenta e injusta lucha en contra de las esposas de presbíteros, por ejemplo, mi madre.
Pero, lo peor no fue eso. El verdadero punto bajo de este pontificado fue el documento Dictatus Papae, en el cual se afirma que el Papa es señor supremo del mundo y todos le deben sometimiento; y que la Iglesia romana no erró ni errará jamás. ¡Qué estúpida soberbia! De tanto que lo habían endiosado, se endiosó él mismo, y cayó paradojalmente en el error de avalar las iniquidades que han habido en la Iglesia, y otras que seguramente ocurrirán en el futuro.
Por mi parte, me he dedicado a reformar prostitutas. Pobres mujeres que han caído tan bajo a causa de injustas vivencias que tuvieron que soportar. En su mundo interior aspiran a salir de la vida que llevan, y tener una familia a la cual dedicarse. El sistema en que están inmersas se los dificulta.
En mí, todo empezó una vez que acudí a un burdel, quizás con ánimo de olvidar las penas, aunque fuera por un rato. Esa vez, conocí a una mujer que me inspiró compasión. Era muy atractiva, pero renuncié a revolcarme con ella y dejarla más empantanada que antes. Le hablé, inspirado por el Espíritu Santo. Pero, por sobre todo, la escuché. A los pocos días, organizamos su liberación. Simplemente la saqué de ahí, con su consentimiento. Nos escapamos. Ésa es la verdad. Logré que la acogieran en un convento de monjas, para hacer penitencia.
Ese éxito, me dio la fuerza para repetirlo una y otra vez, con distintas mujeres. Al final, los regentes de estos lugares me odiaban. Llegó un momento en que ya no me dejaban entrar a ningún prostíbulo. Más aún, un par de veces me salvé de morir a manos de estos rufianes.
Reuní a las prostitutas liberadas, en una modesta edificación que conseguí. Por el momento, éstas están ahí escondidas, reconciliándose con su ser y disponiéndose a salir al mundo nuevamente. Las tengo sentenciadas, que si vuelven a la prostitución las voy a tirar al río. Por supuesto que no lo haré, pero por lo menos ellas saben que hay una advertencia.
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Es el año 1099. Hace diez, el obispo de Rennes me llamó a trabajar con él. También fui profesor de Teología. Cuando murió el obispo, me echaron del pueblo, pues el obispo tenía muchos enemigos. Entonces, me fui como ermitaño al bosque. Estuve un par de años en eso.
Hoy ha muerto el Papa Urbano II. Me tenía muy buena voluntad, pero no así yo a él. No me gustó que impulsara la llamada Guerra Santa. No me parece que una cosa así haya sido la voluntad de Dios.
Por mi parte, me sigo dedicando a recobrar la dignidad de la mujer, injustamente postergada en nuestra querida iglesia cristiana. Ahora rescato a las que habían sido esposas de presbíteros y están siendo rechazadas, acosadas y oprimidas . Y a las que después de haber seguido a algún predicador, han intentado volver al mundo, sin tener donde llegar. También he comprado esclavas, sólo para permitirles tener una vida digna.
Acabo de fundar la abadía de Fontevrault. Es residencia de una orden religiosa formada por hombres y mujeres. Está y estará siempre dirigida por una mujer, como abadesa. Ya antes, esta orden estaba funcionando de manera informal. Ahora, están todos los edificios en el mismo lugar. Uno para hombres, otro para mujeres, un tercero para las ex-prostitutas, un cuarto para los que atienden leprosos, y un quinto para los que están enfermos.
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Es el año 1115, y ya estoy anciano y enfermo.
Hoy no ha muerto el Papa Pascual II, sino sólo tuvo que huir de Roma. A causa de la protesta enérgica del rey Enrique V por un asunto de herencia recibida por la Iglesia, a la muerte de la condesa Matilde de Canossa.
Por mi parte, ahora vivo como simple monje en Fontevrault.
Arzobispo Tomás Becket
Nací en Londres, y mi nombre es Tomás Becket.
Ahora que tengo veinte años de edad, acaba de morir mi madre, una mujer muy piadosa. Me vienen lágrimas al recordar, de pronto, tantas escenas de mi infancia. Mi padre ha quedado lleno de tristeza.
Siempre fuimos una familia acomodada, con un buen pasar, y por eso tuve la suerte de recibir una buena instrucción. Primero, en el convento de Merton, y después en París.
El presente año ha sido importante para la iglesia cristiana, ya que a comienzos de Abril se llevó a cabo un concilio en Letrán. Es el segundo en este lugar, en pocos años, y precisamente fue convocado para aclarar algunos puntos y reafirmar otros, todos los cuales quedaron muy confusos en el primero de los concilios de Letrán, hace 16 años. En aquel entonces estaba tomando mucho auge la Orden de los Templarios, una comunidad de monjes guerreros, fundada poco tiempo atrás.
Hubo algo del primer concilio que siguió quedando en el aire después del segundo. Se trata de la creencia en un lugar de tortura con fuego, llamado Infierno. Un "santo" lugar tomado de mitologías ajenas. La manera autoritaria como esto se impuso es consistente con el contenido que representa.
En este segundo concilio de ahora se avanzó bien en materias de disciplina y buenas costumbres para el clero. Es algo que siempre está de actualidad. Hubo también otras disposiciones positivas, como por ejemplo, la condena a los torneos, y el rechazo a Anacleto, un "Papa" impostor. Y la condena de actitudes abusivas en que incurren muchos prestamistas usureros. Y el rechazo a una mala costumbre, muy extendida, que es la compra de honores y promociones eclesiásticas.
También se advierte a los presbíteros que tengan cuidado con las confesiones falsas.
Pero, en cambio, se extremó en exceso la persecución a ideas y personas consideradas heréticas. Por ejemplo, en contra de Arnaldo de Brescia, un presbítero revolucionario, conductor de masas, autor de ideas innovadoras, como es propiciar que la iglesia renuncie a sus desproporcionadas riquezas. Y que los laicos puedan predicar, y confesarse con laicos. Arnaldo había sido discípulo de Pedro Abelardo, que también ha sido combatido por la jerarquía. Y ahora, De Brescia está siendo expulsado como canónigo. Sin embargo, ha seguido enseñando. Se retiró a París, junto a su maestro.
El punto negro del concilio ha sido la forma injusta y violenta como se ha querido terminar con las esposas de presbíteros. Se anularon esos matrimonios. Las mujeres fueron declaradas concubinas, y se puso a sus hijos como esclavos de la Iglesia. Después del concilio, muchos presbíteros se están resistiendo a tan drástica medida. Incluso, han empezado a producirse protestas callejeras por parte del clero.
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A poco de terminado el concilio, Pedro Abelardo empezó a tener problemas, ya que un abad cisterciense, llamado Bernardo de Claraval se enfrentó al método dialéctico de Abelardo. Lo considera irrespetuoso con los dogmas que enseña la iglesia, y además, hasta peligroso para los jóvenes. Especialmente, cuando el filósofo dice que no se puede creer lo que aún no se ha entendido. En esto último, yo tampoco estoy con Abelardo. Creo que es una aseveración demasiado intelectual, siendo que nuestra capacidad de pensamiento es limitada. De hecho, a lo largo de mi vida he visto ocurrir cosas extrañísimas, que nadie sabe cómo pueden haber ocurrido, pero sé que ocurrieron. Por lo tanto, creo en ellas, aunque no las entienda.
Un alumno de Pedro Abelardo fue elegido Papa. Adoptó por nombre Celestino, y reincorporó a Arnaldo de Brescia a la Iglesia. Este Celestino II duró apenas cinco meses en el pontificado. Murió a consecuencia de un fuerte disgusto que tuvo al discutir con el gobernante de Sicilia.
Por ese tiempo, el arzobispo Teobaldo de Canterbury me tomó como su ayudante. Me dediqué a las finanzas, durante unos meses, luego de los cuales el arzobispo consideró que yo tenía buenas condiciones para el trabajo, y me asignó labores más importantes.
Dos años después me ordenó de diácono y me envió varias veces a Roma a tratar asuntos diplomáticos, y también a estudiar Derecho Canónico.
Siempre he mantenido una estrecha amistad con el príncipe Enrique, a pesar de nuestra diferencia de edad, ya que él es 15 años menor que yo. Desde el inicio de su adolescencia ya andábamos en juergas.
Mientras tanto, Bernardo de Claraval predicaba para entusiasmar a la gente con una nueva Cruzada. Ésta se efectuó, finalmente, durante un par de años, con participación de reyes, y con ánimo de obtener algún botín. Resultó en un estrepitoso fracaso.
Es muy lamentable todo esto. Arnaldo de Brescia sigue sosteniendo que la riqueza es lo que está corrompiendo a la Iglesia. Ya le estoy encontrando la razón.
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A los 35 años de edad me nombraron archidiácono de Canterbury. A fines de ese mismo año, Enrique empezó a ser rey. Seguimos siendo amigos, por un tiempo. Incluso, me nombró Canciller del reino. Para ello, restableció ese cargo, pues quería tenerme como consejero, ya que confiaba en mi buen criterio.
El rey Enrique considera que hay una sola estructura de poder, y que él está por encima del arzobispo. Y se ha otorgado a sí mismo el derecho a conducir la iglesia. Tuve que advertirle que en esa lucha que tiene por manejar la iglesia, es él quien lleva todas las de perder.
Complicando un poco más las cosas, tuvimos por esos mismos años, un Papa inglés, Adrián IV. Esto se ponía difícil para el rey. Y yo, ahí entre medio.
Por otra parte, este Papa Adrián puso un interdicto sobre Roma, con intenciones de presionar al senado, que gobernaba esa ciudad. El alcance de un interdicto es enorme, pues suspende todos los ritos litúrgicos, incluidas las sepulturas. Fue muy sentido por los romanos ya que estaban próximas las fiestas de Pascua y todos temían pérdidas económicas al disminuir drásticamente las peregrinaciones.
Así las cosas, el Senado tuvo que aceptar las condiciones del Papa, para suspender el interdicto. Dichas condiciones eran expulsar a Arnaldo y los suyos. Por lo tanto, el Senado dejó de apoyar a Arnaldo.
En cuanto éste fue rechazado por la autoridad, lo tomaron prisionero unos soldados de Federico I Barbarroja, quien lo canjeó a cambio de la promesa del Papa de coronarlo emperador. Arnaldo de Brescia fue juzgado, y ahorcado, quemado el cadáver, y sus cenizas lanzadas al Tíber. Muchos cristianos expresaron su desencanto por la actitud de la Iglesia. Más allá de aceptar o no el pensamiento de Arnaldo, lo que se critica es la manera cómo se terminó con él, en vez de terminar con sus ideas.
Unos años después se produjo un conflicto cismático en Roma, entre, Alejandro III y un tal Víctor IV. No pasó a mayores, pero le complicó la vida al Papa.
Y hace poco, murió el arzobispo Teobaldo. Rechacé el ofrecimiento de Enrique para reemplazarlo. Consideré que yo no era digno de tan alto cargo, y además, me sería incómodo. Se lo dije de varias maneras: "vas a perder un amigo y ganar un enemigo", "tú que quieres poner la bota encima al arzobispo..., yo me defenderé de esa agresión; ahí la amistad no cuenta", "me sacas de tu lado para ponerme en el bando adversario".
Sin embargo, un Cardenal, de mucha confianza del Sumo Pontífice, me convenció de que debía aceptar, y al fin acepté.
Así fue como en el año 1162 fui ordenado sacerdote y arzobispo de Canterbury. Decidí empezar a mejorar mi comportamiento para merecer mi nuevo cargo. Pedí a mis ayudantes que en adelante me corrigieran con toda valentía cualquier falta que notaran en mí. Unos envidiosos empezaron a calumniarme en presencia del rey.
A partir de ese momento se produjo en mí una transformación que me llevó a una vida austera. Antes de mi designación como arzobispo, yo no tenía nada de hombre de Iglesia, aún cuando era clérigo desde muy joven.
Tomé con seriedad la función episcopal, renunciando a algunas costumbres. Antes había sido un hombre mundano y frívolo, pero al ser arzobispo eso cambió. Defendí con energía los derechos de la Iglesia.
El rey Enrique II mandó a su hijo Enrique, de siete años, a vivir conmigo y ser educado por mí. Ésa es una costumbre de la nobleza. Me llevé muy bien con el niño, y él conmigo. Para mí fue como un hijo. A los cinco años de edad ya lo habían casado con una niñita de dos años, Margarita, hija de Luis VII de Francia. Un matrimonio por conveniencias políticas y económicas.
Sin embargo, tal como yo mismo se lo había anunciado al rey, me vi enfrentado a él, a causa de su afán de gobernar la Iglesia. Yo estaba por una Iglesia independiente del poder civil.
Dos años alcanzó a vivir conmigo el niño Enrique. Me lo quitaron cuando el rey se enemistó conmigo.
En una de nuestras discusiones, Enrique II me instó a defender el honor del rey. Le dije, entonces, que el "honor de Dios" está por encima del honor del rey. Inventé eso de "honor de Dios" y lo seguí usando en mis conversaciones con el rey. Él se puso a buscar ayuda en el obispo de Londres.
Pronto entré en un serio conflicto con Enrique, porque durante la asamblea de Clarendon, que se efectuó a comienzos de este año, el rey manifestó su voluntad de imponer a la Iglesia una serie de constituciones que intentan reglamentar la relación entre el poder real y el religioso. Se refieren a cuestiones judiciales entre clérigos y laicos, y pretenden dar poder al rey por sobre el arzobispo, en cuestiones de administración eclesiástica.
Aunque en un primer momento estuve tentado a consentir esto, después recapacité y retiré mi apoyo. Fui el único obispo que se opuso. Todos los demás aceptaron someterse a la autoridad del rey por sobre la del arzobispo. El resultado es muy simple de enunciar. Quedó de manifiesto que yo estaba perdiendo el piso. Mi cargo de arzobispo dejó de valer.
El altercado que produje me significó ser desterrado. Me vine a Francia.
Por razones políticas, el Papa Alejandro III me negó su apoyo, para así evitar que Inglaterra se saliera de la Iglesia de Roma. Este Papa es conciliador y me encuentra inexperto. No aceptó mi renuncia.
En cambio, he contado con el apoyo del rey Luis VII de Francia. Al final, he venido a parar a un monasterio, en Pontigny. Y aquí estoy, con toda la humildad que he podido demostrar.
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Desterrado, pasé seis años en Francia, en la abadía cisterciense de Pontigny. En mi retiro, percibí un llamado a una vida más de acuerdo al Evangelio. Quise seguir las costumbres de vida de los monjes, entre los cuales descubrí el sentido de la penitencia, el cilicio, y la disciplina.
Enrique siente hacia mí una extraña mezcla de afecto y de odio. Se reconcilió conmigo, cuando el Papa lo amenazó con la excomunión. Así, pude regresar a Inglaterra. La gente me recibió bien. Vi que tenía intacto mi prestigio.
El rey Enrique quería tenerme humillado bajo su bota. Hizo coronar rey a su hijo, en York, no en Canterbury como correspondía. El rey Enrique llamaba "cretino" a su hijo. Y lo manejaba a golpes. Por algo, el pobre chico no quería a su padre.
No cambié mi actitud rebelde, a tal punto que el rey lamentaba mi presencia. Escuché decir que el rey deseaba mi muerte, pero jamás supe si acaso eso era realmente así.
A fines de 1170 , estando yo en oración junto al altar de la Virgen, llegaron cuatro caballeros del rey, aunque probablemente venían por propia iniciativa. Queriendo liberar a su soberano de este hombre inoportuno, que soy yo, uno de ellos me traspasó con su espada.
Estoy herido de muerte. Unos presbíteros me están atendiendo en el suelo de la catedral de Canterbury.
-El miedo a la muerte -alcanzo a decir- no debe separarnos de la justicia.
Fray Telmo
Los marineros y los pescadores me dicen Fray Telmo. Mi verdadero nombre es Pedro González Telmo, pero desde que entré a la orden de los predicadores, lo de "González" se perdió por completo, Y como existen muchos "Pedro", ya se ve cómo fue evolucionando mi nombre.
Estoy próximo a la muerte. Primero sentí que así me lo decía Dios. Y después lo dijo también el médico al cual me llevaron los otros frailes, pues yo no quería ir.
A estas alturas, quisiera recordar lo que ha sido mi vida, por si necesito arrepentirme de algo y reconciliarme con la divinidad.
¿Por dónde empezar? Por el principio.
Nací hace 56 años, en un pueblito español cercano a Palencia, durante el breve pontificado de Clemente III. Mis padres provenían de familias acomodadas, y de esa forma transcurrió mi infancia.
Me iba bien en los estudios, y siempre me gustó leer. En la Universidad de Palencia obtuve diplomas en Dialéctica, en Retórica, en Teología y en Cánones. Muy pronto el obispo Don Tello, que es mi tío, me ordenó como presbítero. Y poco después me otorgó un puesto como canónigo. Yo no estaba muy convencido de que ése fuera el camino que debía seguir, pero estuve muy bien dispuesto a intentarlo.
No contento con todos los privilegios que ya me había dado, mi tío el obispo me nombró Deán de la Catedral. Me vinieron sentimientos encontrados. Por una parte, no tenía aún la madurez necesaria. Además, me sentía presionado más allá de lo que pudiera ser cómodo. Pero, al mismo tiempo, yo estaba dichoso de ostentar tan alto cargo, aunque me habría gustado que hubiera ocurrido por mis méritos y no por ser sobrino del obispo. Le pedí a Dios en mi oración, que me orientara y me hiciera ver cuál había de ser mi camino.
El día de Navidad era mi estreno como deán. En dicha oportunidad, organicé una cabalgata, en forma de procesión, por la ciudad. Yo la presidía vistiendo mis más finas galas. También adorné a mi caballo, que así me hacía juego. Para mí era una gran alegría sentir la admiración y aplausos de la gente. Quizás me distraje tanto en eso, que no pude controlar un corcoveo del caballo, que no sé de qué se asustó. El hecho es que caí al suelo, en medio de un lodazal asqueroso. Quería morirme de vergüenza. La actitud de la gente cambió en forma absoluta. Ahora reían a carcajadas y se burlaban despiadadamente.
Me paré con rapidez, rojo como un tomate, me subí al caballo y me fui para mi casa, y no volví a salir de ahí por varias semanas. Hasta lloré. Pero, lo que más hice fue pensar cómo se debe haber sentido San Pablo cuando se cayó del caballo y su vida cambió para siempre.
Si tuve mi propio Damasco, mi vida también tenía que cambiar para siempre. ¡Y cómo! Por ese tiempo estaba naciendo una orden de predicadores fundada por un hombre extraordinario, llamado Domingo de Guzmán. Entendí que eso era lo mío. Ése era el camino que Dios me estaba indicando. En Palencia había ya un convento de esta orden y, curiosamente, se llama "San Pablo".
Sin pensarlo más, me dirigí hacia allá y pedí que me aceptaran. La verdad es que me recibieron con los brazos abiertos.
Salí al mundo a predicar. Dios estuvo siempre conmigo, y gracias a eso tuve muy buena llegada, hablando siempre de socorrer a los más necesitados. Mi discurso era distinto al típico. Así fue como recorrí la península, hasta que en Portugal me atajaron y me nombraron prior. Ahí tuve que quedarme por un tiempo. Me tocó acoger a un joven, llamado Gonzalo de Amarante, que después llegaría a ser un gran monje.
Por ese tiempo fue lanzada otra Cruzada más. Un contrasentido, después de la última, que había sido nefasta, según me fui enterando de a poco. En su momento, no tomé conciencia de la gravedad de lo ocurrido en Constantinopla, pues yo era muy niño, y como tal, vibraba con la guerra santa, como le llaman. Y en cambio, ahora yo veía cómo estaban insistiendo en un camino errado.
En cuanto pude, volví a salir al mundo. Mis sermones atraían a mucha gente. Los templos se llenaban tanto, que tuve que ponerme a predicar en las plazas. Mi fama llegó a oídos del rey Fernando, quien insistió ante el prior de la orden para que me enviara como capellán del Ejército. Yo no quería ir, pero en virtud del voto de obediencia me hice cargo de ese trabajo, resuelto a evangelizar a los militares. Les hablaba como he hablado siempre, poniendo mucho énfasis en inculcar valores de nobleza para con los vencidos, sin excesos ni crueldades.
Caí muy mal entre los uniformados. Mis palabras no eran las que ellos querían escuchar. Hasta se me ocurrió una vez hablar en contra de las Cruzadas. Eso fue demasiado. Bastó para que me acusaran de grave falta contra lo establecido. Fue un regalo del cielo porque, debido a eso, me sacaron de ahí.
Me enviaron castigado al convento de Tuy, un puerto fluvial a orillas del río Miño, frontera con Portugal. No como prior, ni nada parecido, sino como un simple monje en penitencia.
Me dediqué a evangelizar a los pescadores. Yo les daba ánimo, y les conseguía ayuda. Ellos me pedían oraciones para que no hubiera mal tiempo. Yo accedía, de muy buen grado, con mucha fe en la fuerza de la oración. A tal punto, que los marineros que llegaban a Tuy en sus pequeñas embarcaciones empezaron también a pedirme oraciones para amainar las tormentas. En eso estuvimos por mucho tiempo, con gran éxito, hasta que me vino la enfermedad que me tiene mal.
Gracias a Dios estoy teniendo el tiempo necesario para disponerme a entrar de buena forma en la otra vida.