ARISTODEMO                    Un lugar literario
El expreso de las 10:20         Gonzalo Rodas Sarmiento

 

   1    Hacia el final

   Estoy a punto de iniciar mi último viaje. Recuerdo bien el momento en que el doctor me anunció la presencia de una enfermedad terminal. Al principio, no lo quise aceptar. Supuse que en el laboratorio habrían confundido los exámenes. Escondí mis ojos para no ver la realidad. “¿Por qué yo?” fue la primera queja que conocí de mis propios labios. Hoy, veo muy atrás esa pregunta que tomé prestada de no sé quién y que no parece tener respuesta. Ya me conformé, pero me costó muchas rebeliones que nunca se concretaron en lágrimas.
   Hasta ahora, no creo realmente que vaya a morir muy pronto. Solamente lo sé, pero no lo siento en mi interior como algo palpable.
   En los primeros días, empecé a pedir compensaciones, como si el mundo estuviera en deuda conmigo. Quise darme algunos gustos y también ver cumplidos mis anhelos con respecto a los demás. Que mi hijo bata el record de los cincuenta metros planos en el campeonato escolar; que mi hija gane el concurso de artes plásticas; en fin, egoístas y vanas exigencias en el momento menos propicio.
   Hasta que me acostumbré a la idea, me había sentido acosado por el miedo a la muerte. Y también muy solo, a pesar del cariño de mi familia. Me pregunto si las cosas irán a estar mejor o peor sin mí, y si éste es un momento oportuno para irme.
   Mi velador ha cambiado los libros por los remedios. Ya no puedo conversar más que algunas palabras, por entre las mangueras de mi precaria situación. Estoy cansado, incómodo y con fiebre. No puedo mover mucho los brazos, aprisionados, como si sus conexiones me sujetaran. Me duele gran parte del cuerpo. Y también un importante trozo del alma. Me doy cuenta que no viví con toda la intensidad.
   Me dejé absorber por el trabajo en forma desmedida. Como un papel secante, de ésos que usaba en el colegio, supuestamente para congelar la escritura. Nos entreteníamos viéndolo ponerse azul desde una de sus puntas sumergidas en el tintero, hasta que nos pillaba la miss Julie.
   La Julia no me podía ver, ni yo a ella. Teníamos nuestra propia guerra, que siempre terminé perdiendo yo. Para vacaciones nos daba enormes tareas. Cuadernos enteros en que estaban indicados los ejercicios de cada página. Me negué a aprender en sus clases, para no darle en el gusto.
   Así y todo, sin darme cuenta, algo me quedó. Aprendí a hacer planes. Costumbre que no me ha dejado tranquilo hasta hoy. Ya tengo previsto cómo será la vida de mi familia cuando yo no esté.
   Nunca he caminado muy libre. Fui uno más de un largo desfile. Ni el primero ni el último. Siempre dentro de marcos, dando pasos previsibles. Hasta ese día, en que las oportunidades empiezan a retirarse. Si hubiera tenido más género llegaría mejor presentado.

         * * *

   Miro hacia atrás mis grandes planes amontonados. Están cada vez más lejos. Su rótulo apenas puede leerse todavía:
   “Lo que siempre había querido hacer”.
   Antes los miraba desde el lado de allá. Hacia adelante, con esperanza. Entonces, podía leer en el anverso del letrero, que crecía a mis ojos:
   “Lo que haré algún día”.
   Creo que siempre llegué tarde al futuro por no haber logrado subirme en alguno de los instantes que pasaban vertiginosamente.

         * * *

   He estado todo este último tiempo metido en tratamientos, exámenes y pruebas que no condujeron a la medicina a un mejor nivel, ni a mí tampoco. Que haya habido que vender el auto no importa tanto. Después de todo, mi mujer nunca quiso aprender a manejar.

         * * *

   Compartí muchos años con Gloria. En los fáciles, nos amamos; en los difíciles, nos distanciamos. Hasta vivimos separados un tiempo, pero las brasas no se apagaron nunca. De verdad la amo y la seguiré amando, aun en el otro ámbito que todavía no conozco. Ella encabeza el resumen que intento hacer de mí. En medio de datos personales que empiezan a perder validez. ¿Qué importa mi edad, estado civil o dónde hice mis estudios? Hay cosas que ya no interesan, como el papel de colores y la cintita después de abrir los regalos.
   Ya pedí un cura y creo que lo tendré de un momento a otro. Esto me hace sentir como niño llegando a casa con una mala nota. Analicé mi conciencia hasta donde pude, pero no estoy muy acostumbrado. Al principio, busqué mis malas acciones, tratando de imaginar motivos por los cuáles Dios me llamaría la atención. No he matado, ni violado, ni robado más que algún cenicero que no hacía falta a nadie, ni a mí. Salvo alguna mentirilla, sólo se me ocurrían pequeñeces difíciles de inventariar. Definitivamente, por mis actos no me llamarán la atención.
   Me pregunté por qué me siento en falta, entonces. Cuando decidí fijarme en las omisiones atisbé un panorama inmanejable que me deprimió bastante. Me reconocí en aquellos sectores que pude ver con más nitidez, hasta que se llenó mi capacidad de mirarme. No llegué muy lejos en la elaboración de un mapa que parecía de nunca terminar.
   Dejé de lado las grandes listas de pequeñas cosas y prioricé esas otras que me hacían sentir más mal. Algunas, muy mal. Lamenté no haberme metido en las situaciones que no me vaticinaban éxito. Eso me significó dejar de vivir una buena parte de lo que había para mí.
   Ahí viene entrando el padre Matías. Espero que sea mi salvación.
   Siento como estar perdiendo a las personas. Talvez al otro lado las tendré de un modo distinto. ¿Y a mí cómo me tendrán los que se quedan? Sé que seguiré viviendo en Gloria y en mis niños. ¿Seguiré vivo en mí? No puedo negar que tengo curiosidad.

   

   2    El padre Matías

   Esa noche fue una de las más frías. Afuera, solamente. Al entrar al hospital sentí calor. Se me empañaron los anteojos y los tuve que limpiar apuradísimo. Llegué al extremo del pasillo, con esa urgencia interior que intenta infructuosamente detener los relojes. Corriendo en la imaginación y sin avanzar mucho en la realidad.
   Subí al tercer piso y recorrí otro par de pasillos interminables. Siempre me llaman a última hora. A veces, excesivamente tarde. Esta vez alcancé a llegar a tiempo. El enfermo aún me esperaba. Tomé una silla y me senté muy cerca de él, en actitud de acogida. Después de aquietar mi agitación, le dije:
   -¿Quieres que te ayude a reconciliarte con el Padre?
   -Sí, padre -dijo Ernesto ávidamente y me habló con mucho esfuerzo, mientras yo trataba de escucharle con la paciencia que pude.
   Enumeró en forma atropellada los pecados que había logrado atrapar, como temiendo que se le escaparan. Le di mi bendición y lo ayudé como pude en su paso para encontrar la compasión infinita de Dios. Le administré el sacramento de la unción, que antes se llamaba “extrema”, lo que servía únicamente para tomarle miedo. La gente se resistía a andar asustando enfermos con sacramento tan extremo. Igual lo hice rápido, pues no había mucho tiempo. El Señor derramará su gracia sobre el enfermo. Estuve un poco más con él, dándole ánimo y fortaleza. Ernesto quedó muy aliviado y bien dispuesto. También yo quedé mejor. Me llené de algo que no es felicidad ni alegría, pero que tiene una densidad que le da un cuerpo a mi alma.
   Después de un rato salí de la pieza, consolé a los acongojados familiares y los insté a orar. Son como míos propios. Mi padre era muy amigo de un tío de Ernesto, a pesar de la diferencia de edad. Me llaman cada vez que se produce una circunstancia sacramental en la familia, si bien, el resto del tiempo no se acuerdan mucho, ni yo tengo oportunidad tampoco, para vida social.
   Cuando me retiré del hospital, aún sentía la emoción que se me despierta cada vez que absuelvo. Me siento un instrumento de comunicación de Dios. Como un teléfono negro y antiguo, con ruidos y todo.

         * * *

   La rutina diaria de ritos litúrgicos y administración de signos visibles me provoca alguna frustración. Veo que la gente se conforma con lo externo. Lentamente empiezo a perder presencia en todo aquello que se diluye en el mar de la costumbre. Me quedo vacío y despegado de las personas. Dios espera algo más de mí.
   Si tuviera que definir mi situación, estado, profesión, o como se llame, diría “Soy herramienta de Dios”, pero . . . eso vale para todos. ¿Hay algo más en mí? Consagrar la vida a El, tampoco es privativo del orden sacerdotal. He buscado en las palabras de Jesús algo que no vaya dirigido a todos. Apenas logro encontrar una frase, en uno de los evangelios. “A quienes ustedes les perdonen los pecados les serán perdonados, y a quienes no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”. Es una pista. Por ahí encuentro una misión.
   Pero, ¿cómo puedo saber a quién perdonar y a quién no? El perdón no nace en mí. Viene de arriba. ¿Cuándo lo atajo y cuándo lo dejo pasar? No tengo derecho a negar el perdón a nadie que lo pida con un propósito de cambio de actitud. Creo que mi misión va más allá de transferir el perdón a quien lo busca. Me siento llamado a acercar el momento de esa búsqueda. A luchar para que las personas quieran transformarse.

         * * *

   Mis feligreses están necesitados de bienes inmateriales. Como el desapego que pueden recordar de su infancia. Por eso, siento importante llevar la palabra a los que parecen no necesitar nada. Es lo más difícil que hay.
   Quiero hacerles ver que en el día de hoy se está causando la miseria de mañana. No la de hoy. De eso ya se encargaron hace mucho tiempo.
   Necesito armar dos grupos. Y que todos pertenezcan a ambos. Unos, a ayudar a los pobres marginados de hoy, con la generosidad que ellos mismos nos enseñan. Y los otros, a no continuar produciendo la pobreza futura.
   Esto último es lo más complicado. No hay recetas ni panaceas. Solamente tocar el corazón de las personas, para que trasciendan el horizonte material y quieran regresar, a tomar las decisiones aquí, en medio de la gente.

         * * *

   Miro en el pasado lo que fue mi temprana vocación, a punto de sucumbir a manos del entorno. Nunca supe cómo se gestó mi sobrenombre, en mi tiempo de niño. Unas tías ancianas me decían “El arzobispo”, cartel que pesaba toneladas en mis pequeños hombros. Continué siendo yo, a pesar de ello, y a pesar de mi abuela, que me dijo “¿Cura? . . . ja, ja . . .Curado vas a ser”. Fue un golpe proveniente del contexto cultural.
   Tampoco desistí cuando me vi bajo las botas de curas guerreros. Ni cuando se me recomendó asegurar mi vida en la universidad. Ni cuando visualicé a ese dragón llamado Celibato. Ni tampoco cuando recordaba a un antiquísimo secretario de parroquia a la que acudí a solicitar una partida de bautismo de mi hermano menor, siendo yo apenas un niño chico.
   -¿Tu hermano es hijo natural? -me preguntó duramente. Entonces, se me vino toda la ciencia-ficción a la cabeza. Aún no habían inventado los bebés de probeta, pero, ¿cómo podía yo estar tan seguro de eso? A no ser que mi mamá no me hubiera contado algún detalle, siempre pensé que mi hermano nació de parto normal, tan natural como puede serlo en una clínica.
   -Sí -respondí, después de una insistencia, tratando de aparentar una seguridad que no sentía. El sacerdote tomó un tremendo archivador verde lleno de papeles añejos y se puso a buscar. Repasó varias veces cada papel de la fecha que correspondía. No encontró a mi hermano.
   -Tu hermano, ¿no será legítimo?
   -Muy legítimo -respondí inmediatamente, con certeza.
   -¡Que eres bien guanaco! -fue el epíteto que me gané. El tipo guardó el archivador y sacó otro, igual de grande, de color blanco oscuro.
   Después de esta escena, transcurrió un par de años antes que la entendiera.
   Si tantas piedras en el camino no fueron suficientes para dejarme fuera, es porque había una fuerza. No supe de dónde venía, hasta que le tomé el peso al asunto. Sin duda fueron decisivos los sabios consejos del padre Rubén, mi guía espiritual durante la época escolar. Recuerdo con cariño cuando se integraba a los partidos amistosos. No era fácil marcarlo porque escondía la pelota de trapo entre medio de la sotana.
   ¿Por qué me eligió Dios? No lo sé, pero trataré de no defraudarlo.

   

   3    De otro tiempo

   Tengo fijamente grabados los momentos más felices. Hoy se disponen a encontrarme. No puede ser que toda esa vida se vaya a ir con mi cuerpo. Las alegrías jamás podrán morir. Siempre tienen donde quedarse. ¿A quién estoy dejando mis alegrías?
   ¿Y mis sueños?

         * * *

   Mi infancia me ronda con escenas del campo que llegan a mi atención como relámpagos sin truenos. Me traen imágenes de mi abuelo sonriente, llevándonos en carretón a tomar leche de cabra, con Cecilia y Sebastián, mis primos cercanos, como yo les llamaba, pues mi madre me había dicho que eran primos lejanos. Jugamos veranos enteros, casi hasta la adolescencia.
   Disfrutábamos en la estación del ferrocarril viendo pasar el tren expreso, con su impresionante serpiente de oro a tal velocidad, que agresivas partículas de tierra me golpeaban los ojos. Aguardábamos con ansia los trenes locales, hasta que llegaba alguno detrás de su campana, trayendo un mundo distinto que se mezclaba con el de afuera.
   Lo que más recuerdo es mi libro de pintar. Era mi orgullo. No permitía que nadie pintara en él, ni menos la pequeña Cecilia, que se salía de los márgenes. Pero, aún estoy viendo la sonrisa con que me lo pidió. Con esos ojos, los más hermosos que he visto y el pincel en una mano y la acuarela en la otra, me desarmó. Se lo presté encantado, y quedé agradecido de tener algo de ella en mi libro de pintar. Mejor que cualquier obra de arte.
   Después de tantos años ya no sé dónde quedó ese libro, ni qué pasó con sus colores. Eso no es nada. Ni siquiera sé dónde quedó Cecilia. Pero, esto ocurrió muchísimos años después que el tiempo empezó a pasar. Se la llevaron en un auto, parecido a cualquier auto, unos tipos que parecían gente. Nunca más se supo de Cecilia. Pasó a ser un número más, en una página cualquiera, de un informe olvidado. El hilo de su realidad quedó escondido detrás de las puertas que no se abrieron. Hasta que llegue algún día distinto en que lo oculto se empiece a saber.

         * * *

   Me es difícil relatar algo tan especial. Seré visto como un delirante, o a lo más dirán que tuve una alucinación o una experiencia al borde del fin. Le llamarán como quieran llamarle. Ocurrió estando yo muy enfermo.
   Las molestias de mi cuerpo empezaron a tomar vida propia, y me sentí rodeado de una multitud de sensaciones que iban y venían. Las veía pasar, delgadas como fotos de un álbum, buscándome para contarme algo. Después que sus caras empezaban a borrarse venían otras en su reemplazo. Al principio, no quise atenderlas. Que me dejen morir tranquilo. No escuché a ninguna de las brujas que me indicaban con el dedo, riéndose, ni a los viejos de los sacos, que querrían llevarme no sé dónde. Sensaciones carcelarias que no quise dejar entrar. Les puse toda clase de obstáculos, mientras pude.
   De repente, me fijé en un visitante con rostro agradable. Fue tomando espesor hasta materializarse junto a mí, como un amigo de siempre que hubiera traspasado los controles del hospital. Se sentó en mi cama sonriendo y me dijo: “Soy Ernesto”.
   No entendí lo que estaba pasando, pero por primera vez, eso dejó de importarme. Se me acercaba una amistad salvadora. Quise acoger al mensajero, pero en mi debilidad, no logré pronunciar palabra.
   -Tu cuerpo está débil -me dijo el visitante-, pero la adversidad debe fortalecer tu espíritu. Hoy es tu vida. No te impacientes porque empiece a ponerse el sol. Siempre habrá un mañana. Te despiertas de algún sueño que pronto olvidas y empiezas a tomar conciencia de tu realidad. No te aflijas, tu día fue provechoso. Alguna persona te habrá querido un poco más, y tú a alguien.
   Sentí un cúmulo de cosas. Si toda mi vida cupiera en un día, creo que hoy me dediqué a estudiar en la mañana y trabajar en la tarde; se me viene la noche encima, y no alcancé a vivir algo después del trabajo. Como un niño chico, pienso a qué jugaré mañana al despertar.
   -¿Por qué decidí cosas que no me gustan? -pregunté dificultosamente.
   -Estabas aprendiendo -me respondió-. Puedes estar tranquilo.
   Confieso que yo estaba emocionado, pero hace mucho tiempo olvidé como llorar. Estoy seguro que podría haber logrado más satisfacciones en mi vida, si hubiera recordado antes a este amigo. Me deseó buen viaje, se adelgazó hasta quedar transparente y se esfumó tan rápidamente como había llegado. Mi espíritu quedó más limpio, aun cuando no perdió sustancia alguna. Me quedé sintiendo la presencia de tan extraño personaje que me enseñó a recordar.
   Después volví a mis dolores. Y ahora busco respuestas en los más antiguos desvanes. ¿Para qué había venido yo? ¿A pasar un día intrascendente en el campo de mi abuelita? Seguro que no.

         * * *

   -He guardado tus ausencias para cuando las necesites -me dijo el visitante.
   Sin seguir rastro alguno, me encontré sorpresivamente con esa parte de mí que se había quedado no sé dónde, o no sé cuándo. Entonces, empezaron a surgir como deudas impagas aquellos trozos de mi vida que no asumí mientras estuvieron en cartelera.
   Tenía al frente un amigo que atesoró todo lo que algún día quise descargar de mí. Viví mi niñez preparándome para ser grande, y ahora lo único que quiero es volver a ser niño.
   Empezaba a quedarme todo un poco más claro. Desde muy pequeño fui construyendo a un ser adulto, ladrillo a ladrillo. Con todas las limitaciones de un niño que aún no ha sido descubierto, pero también, con toda esa riqueza escondida que en aquel entonces necesitaba dar a conocer de alguna forma.
   Cuando empecé a ser adulto, y caminé por caminos serios, atemorizantes, nada de divertidos, consideré necesario decirle a ese niño remoto “¿Por qué no hiciste esto, o aquello?”. Desde entonces le envío consejos y advertencias.
   Efectivamente, recibí de alguien esos avisos en mi niñez. Muy pocas veces les hice caso.

         * * *

   -La vida es como una cuerda de saltar -me dijo el visitante.
   Visualizo una cuerda muy larga, sostenida por un niño y una niña, distantes.
   Me la imagino golpeando el aire y el suelo, con un ritmo a veces tan apurado que la transforma en un verdadero muro impenetrable. Con seguridad, pegará fuerte. Es todo un sistema que no debo destruir.
   Nunca me atreví a entrar, por temor a pisar la cuerda.

         * * *

   -Estamos a distinto lado del espejo -me dijo el visitante.
   Me aseguró con insistencia no saber aún quién de los dos es el que se mira desde afuera.
   No me cabe duda que soy yo el que vive dentro del espejo. Mirando con mi rostro en mueca. Tratando de imitar los movimientos libres y las expresiones espontáneas del hombre de afuera. Mis gestos son los suyos, pero en mis pensamientos no se puede meter.
   Nunca podré salir de aquí. Ni siquiera cuando la rabia del hombre lo haga descargar un mortífero golpe sobre el vidrio. Estoy condenado a destruirme junto con mi prisión.

 

   4    La efermera

       Es un día de sol radiante, optimista, aunque no para todos. Desde una ventana del tercer piso, miro moverse una ambulancia que se dispone a salir a la calle. Me parece que esa luz amarilla intermitente que anuncia su próximo viraje está marcando el ritmo de la vida del hospital. Un ritmo que hasta hace poco estaba siendo marcado también por el monitor, que ya está desconectado en la mesa de instrumentos. Ritmo de vidas que se van, alimentando implacables medidores.
       Siempre trato de dar consuelo a los moribundos. Aunque parezca insólito, son mi especialidad. Estoy todo el día entre personas que subsisten en sus lechos. No sé si los ayudo a irse o a tratar infructuosamente de quedarse. El mismo ciclo se repite, con uno y con otro. Presiento que no voy a durar mucho en esto, aunque cada vez lo vivo con menos dificultad.
       No me costó tanto cuidar al último paciente. Darle remedios cuando le subía la fiebre, y manejar los tubos y cables que lo conectan a las fuentes terrenales. Las visitas estaban prohibidas, pero su esposa permanecía con él una gran parte del tiempo. El doctor se las arreglaba para pasar en forma rápida y oportuna. En cambio, yo tenía continua actividad.
       Me emociono de sólo imaginarme a don Ernesto hablando al Padre de los cielos. Nunca me atreví a decirle que intercediera por mí. Su muerte me hizo entrar en una acción acelerada, por un rato. Me activé como si me hubieran dado un pinchazo. Cuando me di cuenta que el pulso no estaba ni en su mano, ni en el monitor, ni en ninguna parte, corrí despavorida a buscar al doctor. Lo primero que ví fueron sus familiares. Entraron en el mismo caos en que yo ya estaba. El doctor llegó pronto. Certificó la defunción y dispuso el traslado del cuerpo. Recién entonces me aquieté. Dejé afuera la acción y me vi en una actividad pausada, lenta.
       Triste fue retirar los artefactos, sueros y todo tipo de elementos con que la medicina actual acompaña a la muerte. Antiguamente se moría con más paz y más compañía. Espero que cuando yo esté por morir, me dejen vivir los últimos momentos aunque sean cortos, y no me los quiten con el pretexto de alargarlos.

* * *

       Lo bueno de mi trabajo es tomar conciencia de la unión entre todos los seres humanos, tal como si fuéramos las partes de un cuerpo. Cuando una víscera no está bien, todo el resto del cuerpo se resiente y la asiste. Lamentablemente, los humanos no siempre actuamos así.
       Que una persona rechace a otra es como si mi oído no quisiera ser amigo de mi boca cuando ríe. O si a mis ojos les hubieran inculcado no mirar mis genitales. O si mi nariz se esforzara por alejarse de algunas partes de mi propio cuerpo. Justamente aquéllas que necesitan ser atendidas por el jabón.
       Lo malo de mi trabajo, además de los turnos, es la imagen que muestra. A veces no es bien visto, e incluso es despreciado por las personas que serían menos capaces de afrontarlo. Las manos más limpias son las que más me tiran para el lado. Eso me enseña a conocer que la gente ha sido hecha con distintos tipos de género.

* * *

       Sueño con descubrir la forma de curar las enfermedades más resistentes. Creo que cada enfermo contiene los antídotos que necesita para contrarrestar sus propios males. Más aun, me imagino que una enfermedad es un desequilibrio, y como tal, podrá ser en un sentido o en el otro. O sea, ese daño que parece irreversible está causado, simplemente, por un Más o por un Menos. Yo diría que tiene que poderse neutralizar un agente mortal, si lo junto con uno opuesto que esté habitando en otro paciente.
       No sé cómo se me ocurrió todo eso, pero cuando tomé valor y se lo dije al doctor, me miró con pena y me mandó a buscar alcohol y gasa. Por lo menos, no me ridiculizó ante mí. Fui yo solita la que decidí sentirme ridícula. No en vano es el médico el que ha estudiado, y por lo tanto, sabe las cosas en forma científica. Yo no pude estudiar porque mis padres eran pobres. Pero, puedo llegar a ser ayudante de algún gran biólogo que descubra cómo sanar las enfermedades incurables.

 

   5    Tras la vida

      Un cúmulo de conocimientos escondidos pretendió salir de mí. Desordenadamente. Por un instante demasiado pequeño. Justo cuando me sentía mejor, me vino una modorra mezclada con alejamiento resistido. Los ruidos de la pieza llegaban con más dificultad, como si el tiempo empezara a detenerse. Me faltó fuerza para oponerme y me entregué a una especie de sueño que no fue tal. Por el contrario, se me quitaron los malestares. Me sentí cada vez más liviano y muy lúcido, en un estado de relajación que nunca antes había alcanzado.
       Ya no tenía peso alguno y podía observar la escena desde mi lugar habitual, como si hubiera atravesado a otra dimensión. Cuando la enfermera buscó mi pulso, no sentí la presión de su mano. Entonces sucedió. No sólo la cama, sino toda la pieza se cayó al piso inferior. Eso creí, pero era yo el que me elevaba, sin sensación de movimiento, con un llanto seco, soltando invisibles amarras hasta quedar flotando cerca del techo. Miré hacia abajo y vi un cuerpo acostado en la cama. Su rostro inerte y sin expresión no me pareció mío. En realidad, crucé un umbral desconocido. Por descarte, deduje que estaba ante mi propio cuerpo. El que me había albergado durante tantos años. La enfermera todavía le buscaba el pulso.
       Me miré por todos lados acogiendo mi nuevo cuerpo. Tenía la forma y tamaño acostumbrados, y una perfecta transparencia. Era un cuerpo tenue, livianísimo, cubierto por una especie de envoltura luminosa y brillante que alcanzaba algunos centímetros hacia afuera. Pude percatarme que el mundo exterior llegaba a mí de una manera distinta. Sensaciones nuevas me ocupaban con tal propiedad, que me entregaban los significados de las cosas de un modo inmediato. Mi vista y oído eran ahora más libres y extendidos. Ya no habían olores ni sabores para mí. No dejaba de ser una pérdida, aunque no los iba a necesitar para nada. Lo único lamentable lo vine a saber cuando traté de despedirme de mi cuerpo antiguo, que estaba acostado, y no me fue posible tocarlo. Mi mano no tenía dureza y no era capaz de topar contra alguna frontera, sino que atravesaba todas las cosas como si fueran imágenes proyectadas en el espacio.
       La enfermera salió corriendo. Me acerqué a ella con una rapidez que no me conocía, e intenté atajarla tomándola del brazo. “¿Para dónde vas tan apurada?” quise expresar. No logré ni lo uno ni lo otro. Ya no podía hacer vibrar el aire. Salí a la pequeña sala contigua, donde estaba mi esposa con los niños y algunos parientes. No encontré manera de decirles que no se preocuparan por mí. ¿De qué me servía mi rapidez de desplazamiento, si no lograba comunicarme? Cuando llegó a la salita la agitada enfermera, se produjo una situación caótica en la que traté de participar. Todos entraron a mi pieza, emitiendo unas luces suaves y de poco alcance. Y yo en medio de ellos.
       Cada segundo que transcurre se me hace largo. Es increíble cómo podría aprovechar el tiempo si pudiera hacerme notar. Sin embargo ahí estoy, perezoso, viendo todo en cámara lenta y sintiéndome cada vez más solo. Es un mundo que ya no me pertenece.

* * *

       Un canto agradable me empezó a tomar completamente. Venía de muy lejos, suave, con sonidos de campanas. Salí a recorrer el hospital, conducido por las notas melodiosas. Traté de sentarme en una silla, sólo por costumbre. Inmediatamente recordé que me estaba vedado. Entonces eché de menos ese cuerpo físico que me permitió tantas cosas cuando yo no estaba conciente de su inevitable fin.
       Quise saber de dónde provenía la música, pero más bien me dejé llevar hacia su destino. Nadando en un mar de sonidos y sintiéndola cada vez más fuerte, a la vez que una oscuridad empezaba a invadirlo todo a mi alrededor.
       Antes que el entorno desapareciera de mi vista, noté que la oscuridad se movía hacia atrás mío. O quizás era yo el que avanzaba, internándome en una especie de túnel, velozmente. La música adquirió un ritmo igualmente acelerado, subiendo constantemente de tono sin llegar nunca al último, y contaminándose de zumbidos estridentes. Después de mucho rato de viajar en direcciones cambiantes, necesité buscar algún punto de luz que me permitiera salir del inconfortable encierro móvil. Lo visualicé delante mío. El ruido llegaba a su acorde final, redondo, retumbando, mientras el punto de luz se agrandó progresivamente hasta verse como una acogedora ventana, a la que no tardé en llegar.
       Intenté calmarme mientras salía del túnel. Afuera, la luz llenaba toda la cautivante naturaleza. No hacía daño, a pesar de ser muy intensa. Disfruté los colores que ya conocía y muchos otros nuevos, limpios como día de llovizna. Al principio caminé por un sendero demarcado con piedras en sus bordes. Así, me di cuenta que el mundo al que había llegado tenía topes para mi nuevo cuerpo. Estaba en un universo tenue, con árboles y jardines tenues.
       Como mi cuerpo pesaba muy poco, levanté mis pies del suelo y avancé caminando a grandes pasos sobre el aire, apenas por encima de las piedras y los arbustos. Se podía tocar la luz con las manos, y daba la sensación de estar en contacto con una paz infinita.
       La luminosidad parecía líquida porque lavaba las hojas de los árboles, y por su facilidad para llegar a cualquier rincón. Al darme cuenta de esto, recordé el túnel. ¿Por qué la luz no entró en él? No supe responder a mi curiosidad. Después vendrían muchas otras preguntas sin respuesta.

* * *

       Ahora noto algunos rasgos que antes me pasaban inadvertidos. Como si estando acostumbrado a un blanco y negro, de pronto se presentaran los colores. El horizonte me parece más distante, amplio y complicado. Me siento muy pequeño y solo, en un mundo de muchas más dimensiones que las tres habituales.
       Sonrío al recordar mi vida terrenal, viéndola tan limitada como en ella había visto los mundos planos que me gustaba imaginar. Universos delgados como una hoja, con seres de dos dimensiones, guardados dentro de figuras redondas, cuadradas, o lo que encontraran más apropiado, creyéndose a salvo de miradas indiscretas. Sus defensas inútiles no los protegerían de una gota de agua que les llegara desde la dimensión ajena, a través de la cual son un libro abierto, sin sospecharlo siquiera.
       En esa misma forma, siempre seremos libros abiertos a través de cualquier dimensión que no conozcamos todavía. Algo tan elemental como eso es la clave que me permite empezar a entender los milagros. Antes fui orgulloso, vanidoso, limitado e inconsecuente. Me refiero a cuando rotulaba de falso todo aquello que no era capaz de comprender, aun sabiendo que mi entendimiento no era perfecto. Ni lo es hoy, tampoco. Apenas he asomado mi nariz a lugares nuevos, pero ahora dejo manifestarse esa vida suave y débil a la que antes no atendía por encontrarla inverosímil. Siempre trae algo no comprendido aún.

 

   6    Sebastián

       No me puedo convencer, pero el cuerpo de mi primo cercano yace en un cajón. Trato infructuosamente de buscar la presencia de Ernesto dentro del templo, pero no llego a ninguna parte. Sólo percibo un recogimiento, unido a dificultad de relación por tratarse de una situación límite. Es más bien una ocasión para comunicarse con el Más Allá. Por eso, las palabras del padre Matías me resonaron fuerte:
       - Todos traemos algún regalo de Dios para los demás. Preguntémonos cada uno de nosotros, ¿cuál es la palabra de Dios que Ernesto tenía para mí?
       Fue la única parte de la prédica que me llegó. Y hasta adentro. Me esforcé por descubrir alguna palabra que mi primo haya traído al mundo. Creo que nos intercambiamos los regalos cuando éramos niños.
       Siento cómo mis recuerdos son un sustrato para conversar con Ernesto hoy. Me abro al diálogo, como un receptor de radio tratando de sintonizar una onda difícil. Saltan tímidamente los contenidos de sentimientos guardados. Incluso, hasta las vivencias insignificantes se aventuran afuera de sus cofres, y se vuelven a esconder. Hasta que alguna, más liviana, logra llegar a ser atendida.
       A partir de ese momento puede decirse que estamos en comunicación, compartiendo un pequeño elemento de los recuerdos. Es algo que le habla a Ernesto y me habla a mí. No tenemos mensajes específicos, ni nos importa lo terrenal, ni lo efímero. Podemos entender la solidez de lo invisible.

* * *

       De los tres que éramos, o cuatro si cuento al abuelo, voy quedando solo. ¿Qué habrá sido de Cecilia? ¿Dónde está su cuerpo? Necesito saber algo concreto. Tal vez Ernesto la encontró.
       Encuentro una injusticia que, por pensar distinto, haya caído a una segunda clase que puede destruirse sin que a nadie le importe. Hasta los cerdos son personas con más derechos en esta sociedad, a la que debo seguir perteneciendo.
       Algún día podré despedirme de Cecilia, tal como hoy me estoy despidiendo de Ernesto. Aunque sea en un funeral de cuerpos ausentes. Como aquel al que asistí una vez, en un templo bastante mayor que éste, repleto de gente, cuando cantamos y lloramos tomados de las manos, personas que ni nos conocíamos, pero era como si no tuviéramos secretos, porque compartíamos lo más esencial. Fue esa vez en que el grito de la piedra reveló lo que estaba escondido. Los cuerpos programaron su despedida, y después no pudieron asistir, pues fueron desaparecidos nuevamente, cubiertos de fojas nunca leídas.
       Dentro del denso halo que me rodea, intento una oración.
       Señor mío, tú me dices que lleve mi cruz, pero que sentido puede tener arrastrar la cruz bajando el Calvario. Danos un josé-de-arimatea. Quisiera tener derecho a llorar ese dolor que no dejo entrar, aunque golpea mi puerta día y noche.

 

   7    Desde siempre

       La divina presencia no tenía ningún apuro. Me permitió usar todo el tiempo que quisiera para descubrir el mundo al que había llegado. Todo mi cuerpo respiraba. También los ojos. Era como traer las nubes de algodón y volverlas a llevar de vuelta.
       En un determinado instante, me pareció estar empezando a tener conciencia del lugar y de todo mi entorno. Cada cosa era nueva, desconocida, como si la memoria se hubiera apagado durante un pequeño lapso de tiempo. Solamente lo necesario para cuestionarme. Desapegarme de lo vivido para poder corregir rumbo.
       Después de mucho andar, descubrí que todo objeto que viera, ya existía en mí. Todo sonido que escuchara, ya pertenecía desde antes a mi oído.
       Tengo algunas escogidas situaciones más fuertemente grabadas, desde alguna vivencia que no alcanzo a recordar. Precisamente, esos elementos más marcados guían mi retorno.
       Para encontrar el camino, creí necesario disponer en mi campo visual todo lo que tengo registrado. Puesto en un mundo extraño, empecé a buscarme por lugares semejantes a los que llevo dentro, en un recorrido interno por mi medio ambiente como si viajara a lo más profundo de mí.
       Necesito ir a ese lugar donde yo soy.

* * *

       Miré hacia lo alto, tratando de descubrir dónde se estaba escondiendo la lluvia. Sólo quedaban esas gotas minúsculas que no quisieron llegar hasta el suelo.
       El arco iris era tan tenue y descolorido que no alcanzaba a asomarse. La brisa me besó con su cara limpia, aunque seguramente no tardaría en ensuciarse, como niños de un día domingo.
       Ráfagas de viento se llevaban el color de mis mejillas. Los vigorosos brazos del sol me lo traían de vuelta.
       Cada árbol del camino me dedicaba algún saludo. El baile de las flores mostraba una melodía que no pude escuchar.
       A mi paso, iba esquivando las latas vacías, envases desechables, bolsas plásticas, clavos oxidados, papeles de todas clases, huesos de chuletas, cáscaras y restos de frutas que la gente ha echado hacia afuera de sus casas para no convivir con los desperdicios.
       Recordé mi propio exceso de sentimientos desechables que lo contaminan todo. Aunque forme parte del equilibrio natural, espero que la basura no se apodere del mundo. Ni de mí.
       Ni tampoco dominen las moscas.
       Ni los cerdos.

* * *

       Empecé a subir por una escala de mármol. Aunque su frialdad no me invitaba, subí cada vez más alto. Con paciente rapidez avancé tantos peldaños como pude, hasta esas alturas jamás imaginadas donde las nubes son océanos.
       Continué ascendiendo por gradas de piedra sumergidas. Impulsado por la misma fe del navegante que un día salió en su barco hacia el oeste pretendiendo llegar por el oriente.
       Había agua por todos lados. Mi único afán era pisar siempre el escalón de más arriba, aunque ya ni sabía dónde me encontraba.
       Pude respirar al salir a la superficie, cuando volví a emerger desde las profundidades del mar. Llegué al punto de partida, sin haber descubierto un nuevo mundo.

* * *

       Cuando pensé en los montes lejanos, llegué a la cima de uno de ellos. Movido por la gravitación espiritual, causante de la armonía de cada momento.
       En esa misma forma, di varias vueltas al planeta, y fui también a otro cercano, y después, a otro planeta lejano.
       Recorrí tantas galaxias como fue necesario para descubrir que me estaba moviendo entre las partículas de un grano de arena de una extensa paya de un mundo gigantesco. Mi tamaño era tan insignificante que no logré comunicarme ni con la más pequeña de las hormigas.
       Después fui a conocer otros mundos gigantescos cercanos. No me animé a ir a los lejanos.

* * *

       Quise asomarme a los mundos diminutos que existen por millones en cada pequeño trozo de la roca sobre la cual estoy parado. No me fue posible conocer esas galaxias, pues soy demasiado grande para viajar tan cerca.

* * *

       Siete caminos se cruzaban, como rayos de siete soles. Me atraparon porque tenían una necesidad imperiosa de ser conocidos por mí. Sólo uno de ellos me conduciría a casa.
       Cada bifurcación llevaba a otra. Me interné en una selva por un angosto sendero entre altas vegetaciones. Era un intrincado laberinto hecho para juntar y para separar; para dar esperanza y miedo.
       Arañas y culebras atravesaban de un lado a otro. Tuve que cortar una rama para espantar a toda clase de insectos. Necesitaba llegar pronto a un sector más amigable. No quise volver atrás ni andar rápido. No sacaba nada con huir.
       En un sector de escasa vegetación, me senté a esperar a mi estado de ánimo. Ya no sabía si iba o venía de vuelta de algún purgatorio. Seguí a duras penas. Estuve por desistir. Afortunadamente, no lo hice.
       Frente a una hermosa arboleda divisé una casa, probablemente abandonada, a juzgar por el deterioro que pude observar a medida que me acercaba. Algunas persianas del segundo piso ya se caían. La puerta estaba sin cerrar del todo.
       Aunque esto sucedió cuando iba por un camino en que nunca antes había estado, tuve la certeza que esa casa la conocía de antes. Aún permanecían todos los antiguos aromas. Saludé a cada ventana, identificándola con mis propias ventanas.
       Casi se podía decir que conocía mi mundo, si no fuera porque aún no había visto a nadie. Ni siquiera al jardinero, si es que alguien lo era.

* * *

       En el patio se mueven unas sombras simulando monstruos. Las tenebrosas figuras dejan entrever a una hermosa dama sentada en un escaño del jardín. De frente no se la ve. Solamente desde los lados. Su perfil izquierdo muestra toda la tristeza que cabe en una mujer. En cambio, desde el otro extremo puede verse su inmensa alegría.
       Durante un lapso interminable, un hombre estuvo a su lado alegre. Sentado también, y sonriente, mientras yo observaba desde el lado triste.
       El hombre se levantó y me entregó una bolsa que ella envió para mí. Después se alejó rápidamente y ya no lo vi más. En ese momento traté de llegar hasta la mujer, pero mis pies no me respondieron.
       Desde entonces busco dentro de la bolsa, entre sus muchos papeles, alguno que me muestre un destino. Por más que me esfuerzo en vaciarla, siempre se queda un papel en el fondo. Lo único que he encontrado hasta ahora es una gran cantidad de entradas para espectáculos con fechas ya pasadas.

 

   8    La casa

       Tengo mucho que contar. Más que varios libros. A pesar de los poderosos barrotes que intentan aprisionar mis ojos. Y estoy ahí, callada, viva, acogedora, antigua, y a la vez más nueva que ninguna otra. Observada por las estatuas de piedra que adornan el húmedo y oscuro patio. Abrazada por secas enredaderas. De alguna manera logro divertirme, aunque sea haciendo gruñir las puertas.
       Voy teniendo siempre más habitaciones, de distintos tamaños, para propietarios y para inquilinos. Lugares de respeto y lugares de esparcimiento. Algunas bien tenidas, otras deteriorándose. En realidad, soy un verdadero hotel fuera de temporada.
       En los estantes y debajo de los escritorios encontré rumas de listas de pasajeros. Varias de cada día.
       Cada habitante va dejando algo, sin saberlo. Van cambiando mi forma de ser, a lo largo de los años. Tratan de remodelarme, pero logro imponer mi carácter.
       Es una tremenda responsabilidad ser vivienda. Tener que proteger y dar calor. Añoro mis tiempos juveniles, en que viví llena de gente. Para mí fue un agrado. No sé vivir sin alguien que me necesite.
       Generaciones enteras han estado aquí, y también sus hijos y los hijos de sus hijos. Amores tempestuosos e indiferencias tranquilas. Cuentos de niños subsisten en mi aire rancio, esperando a otros cuentos para completarse y acariciarse.

* * *

       Una callada música se escribe desde todas mis puertas. Tan eterna como miles de situaciones registradas en las tablas del suelo, ajadas por los años. Es ahí donde está mi personalidad.
       Vivencias, que se repitieron una y otra vez, fueron grabando surcos en la madera. Es mi resonancia que no será escuchada. Como las fuentes y palanganas antiguas.

* * *

       No merezco que entres en mi pieza de llorar. Pero, bastará una sonrisa tuya para salirme.

* * *

       Vestimentas para todas las situaciones pueden verse tiradas por ahí, o guardadas en forma conveniente.
       En las habitaciones del primer piso tengo los sombreros, guantes, impermeables, galochas, botas, paraguas, abrigos y la ropa de invierno con que Ernesto recibe a la tristeza cuando toca a la puerta.
       En la sala de visitas están las armaduras, corazas, cascos, chalecos anti-balas, trajes de camuflaje, piochas y condecoraciones.
       Al subir al segundo piso me encuentro con disfraces, máscaras, quitasoles, antifaces, y elementos de maquillaje.
       Más adentro hay mamelucos, trajes de asbesto y zapatos de seguridad.
       Hay muchas otras ropas nuevas en roperos antiguos, pero nadie se ha atrevido a usarlas.

* * *

       Los gritos ya se acallaron. Las melodías quedarán flotando para siempre en el aire, girando y girando. Cada vez más tenues, pero no se apagarán nunca. Permanecerán revoloteando cerca del piano.
       No cualquiera tenía derecho a estar en esa acogedora sala de asientos cómodos. Se reservaba para ceremonias elegantes y solemnes. Al último, todos se acostumbraron a no entrar.

* * *

       El tiempo cree que puede dejarme atrás, poco a poco, mientras me sienta abandonada. Lo único que quiero es volver a vivir. Que arreglen mis ventanas desvencijadas, saquen las telarañas, limpien un poco. Que reparen el techo para que no entre la lluvia. Hasta pasto está empezando a crecer por ahí en los rincones.
       Algún día me echarán abajo y construirán un edificio moderno. Las tablas que se salven irán a alguna parte a contar historias incompletas, y el espejo grande pasará a duplicar otro comedor.
       Tengo miedo a la demolición. A cada momento veo venir trabajadores con el chuzo y la picota. No los dejaré destruir mi historia.

* * *

       Cuando está Ernesto reviven las niñas olvidadas. Lo persiguen por todos mis pasillos y él no las logra ver. Sólo me acuerdo de ellas cuando escucho sus pasos, rápidos y escondidos. Son unas hijas ilegítimas de algún personaje antiguo y respetable, que las trajo acá a pasar inadvertidas. No se les permite mostrarse por la ventana. Nadie se ha enterado de su existencia. Viven en la casa, pero no se las acepta en la familia.

 

   9    Bajo el umbral

       Una envolvente música de piano viene a amasar mi tristeza. Me imagino a una dama del siglo pasado interpretándola en uno de los salones principales. Al entrar en la casa, me desilusiono. No hay piano, sino una destartalada radio a pilas. De pronto, termina esa música y empieza una horrible canción que me desagrada. Parece una burla. No logro sintonizar otra emisora.
       En la antigua terraza, la gente baila asumiendo una competencia deportiva. Los siento como invasores. No me tratan en serio. Intentan imponerme una realidad que no es la mía. Trato de pasar entre ellos con la frente en alto, como un súbdito que, apenas se atreve a respirar su mismo aire.
       Me gustaría tener el derecho a sentir mis propios sentimientos y llorar con lo que otros ríen. No me dejan solidarizar con los que sufren dentro de mí, obligados a ir a quejarse a otra parte. Por no darles la espalda, me niego a recibir la banda del circo. Pero, es imposible estar solo. Alguien me acompaña en mi interior. Ni siquiera tengo una tristeza limpia, sino un resentimiento que me corroe como un parásito.
       Mascullando, doy un mal paso al no ver la trampa en el suelo, y caigo violentamente a un subterráneo oscuro e inhóspito. Ni siquiera me intereso en el pedazo de pan que está encima de la mesa rústica. No tengo motivos para compartir nada, con nadie. Ni aceptar una miga de pan. De nadie.
       Aunque más apagadas, me siguen atacando las canciones que tratan de mover mi cuerpo a un ritmo que no siento. Que obligan a reír de los dientes hacia afuera. Como para una foto. ¿Por qué debo congelar una sonrisa ficticia?

* * *

       Siento esta estridencia vulgar como un llamado a hacer algo que no podré hacer. Me llega como música de prostíbulo. Para bailar con alguna mujer gorda, risueña y triste que se ofrece como refugio de mil muchachos desorientados. Y así poder alimentar a un hijo que un día la repudiará.
       O para bailar con alguna mujer delgada, de mirada perdida más allá de sus clientes. O con alguna muchacha hermosa con la que bailé una vez, siendo casi un niño. Encantado y excitado. Recuerdo que conversamos de las joyas que lucía sobre su débil y gracioso vestido. Hasta que sonó el timbre, y un mozo afeminado fue a abrir la puerta.
       - Tengo que dejarte - me dijo la niña que me tenía al borde del amor.
       - ¿. . . Porque llegó . . ese viejo mal agestado? - le pregunté, refiriéndome al tipo cuya reciente presencia no había pasado inadvertida para nadie.
       - Es el que me regaló los aros, y el collar, y las pulseras, y el prendedor, y . . .
       No quise seguir escuchando. Se me revolvió toda la ilusión, en una espiral asquerosa.
       No. No me den esa horrible bulla. La alegría puede también ser real. Un disfraz de risa sólo evita morir apabullado.

* * *

       Bastó una frase. No cualquier frase. Esa frase. Dirigida a mí. No son las palabras, sino el tono. El golpe de las sílabas, envuelto en un cantito burlón, me dolió adentro. Me hizo sentir indigno.
       Quedé viviendo en un mundo ajeno, condenado a la derrota. Aun alcanzo a sentir cómo la alegría se va yendo, sin que yo la retenga. Rechazaría lo que me ofrecieran. No quiero el sabor a burla ni a resignación. Tampoco soy propiedad de otros.
       Las sensaciones que vienen me van dejando peor. Palabras golpeadas pasan cerca mío, produciéndome rabia. Me prohíbo sentirla porque es dañina. Busco refugio en un hoyo profundo como un delincuente que no tiene donde esconderse. Me siento torpe, inferior, falto de amor, y agredido por la alegría ajena.
       Envidio a los que saben amar, pero no voy a mendigar vida. Por no acceder a ponerme colorado soy capaz de renunciar a muchas cosas y personas. La relación con los demás me hace sentir miserable. Todo lo que toco, sufre. No merezco que me quieran. Yo mismo me echo para afuera del paraíso, pues me avergüenzo de mí. Sería una ofensa darme a los demás.
       No quiero mirar desde mi lugar. Quisiera escapar lejos, pero no me siento autorizado a irme de mí. Estoy acorralado, pegado. Soy un peso que tengo que cargar. Ni siquiera recuerdo cómo llorar. Siendo niño, fracasé; fui derrotado.
       No sé salir de este infierno. Si por lo menos pudiera subir al piso más alto. Pero, esta casa no parece tener escala.
       Me agarro de lo único bueno de esta habitación. He perdido los miedos. Es absurdo temer que se produzcan las calamidades que ya se produjeron. Entonces, me abro a querer salir del infierno. Sé que provengo de Dios y desearía poder aceptar sus dones.
       ¡ Jesús, tú siempre estás cerca. Por favor, sácame de aquí!
       Empiezo a reconocer la eternidad en que vivo, sintiendo la pertenencia de mi pasado y mi futuro. Recién entonces accedo a comerme el pan que está sobre la mesa. Al moverme para tomarlo, diviso un pequeño agujero en la pared, cerca del techo. Por ahí logro salir, con gran dificultad, y llego al jardín por entre unos arbustos. Un río de lágrimas sale de mis ojos cuando ya estoy afuera nuevamente en mi mundo, con mi dignidad. Soy uno con todas las demás personas. Ya puedo volver a entrar por la puerta principal.

* * *

       Busco el sector olvidado de mis recuerdos antiguos. Dentro de la casa, ya he recorrido interminables kilómetros de madera y adobe empapelado, mirando retratos, muebles y otras antigüedades vigentes que me enlazan conmigo mismo.
       Disfruto imaginando que cada pantalla de cada lámpara es la falda que caracteriza a cada tipo de mujer.
       Nunca como hoy, me invita la pieza de los objetos desperdiciados. Verdadero museo de lo que siempre estuvo en primera línea y ha venido a morir sin que lo vean, o donde por lo menos nadie lo miraría sin cariño. Abro la puerta con la ayuda de un cortaplumas. De un solo paso cruzo los muchos años que me separan de ese mundo de polvo y telarañas.
       Al avanzar, voy encontrando los más diversos objetos, que sólo sirven para viajar en el tiempo. Alcanzo a distinguir el largo piano, arrumbado. Lo abro y pulso una de sus amarillentas teclas. No suena. Ninguna de ellas hace vibrar nada, en absoluto. Se quedaron sin la música.
       Más allá veo un espejo quebrado, traído desde el ropero de mi habitación. Es un testigo mudo, con una imagen de niño atrapada en sus mil pedazos. En ellos están repartidos mis gestos espontáneos.
       Recuerdo mi antigua aspiración infantil, cuando quería que alguna vez el espejo fuera libre y original y exhibiera una imagen diferente, en vez de limitarse a copiar. Ahora me lo estaba dando, en la hora de su muerte.

* * *

       Hay buenos lugares para esconderse. Me gusta la pieza del fondo porque es la última, y porque ahí juegan los niños y se divierten a tope. También por ser más precaria y por su ventana que mira hacia abajo, a los patios vecinos.
       Cierro la puerta por dentro y la aseguro con el pestillo. El día de hoy se queda allá afuera.
       Me interno en el mundo dúctil donde todo enigma se resuelve. Con vivencias en miniatura, como viéndolas de lejos, controladas. Sentimientos como rollos de mares muertos que empiezan a revivir con lágrimas contentas. Ahí dentro se completa mi música y escucho el débil sonido de una intuición que se desvanece.
       Al mismo tiempo que muero, voy descubriendo la vida.

* * *

       Los pasillos empiezan a transformarse en calles. Al mismo tiempo, las puertas de las habitaciones adoptan la forma de ventanas de edificios. La lámpara se convierte en luna, mientras el techo deja de estar aquí y se adorna con miles de puntitos brillantes. Me doy cuenta que empiezo a dejar atrás la casa sin haber salido de ella.
       Desde el primer momento, me dejo guiar por un sonido distante, que me hace recordar los momentos previos a un concierto, cuando los músicos prueban y afinan los instrumentos dando origen a una composición irrepetible. La apagada música me llama hacia una pequeña cámara subterránea, cuya entrada apenas se alcanza a ver. A pesar de la mirada hostil del miedo, desciendo con la certeza de estar encontrando eso que ni sé que busco.
       El interior del recibidor está lleno de largas cuerdas tensadas de arriba a abajo, simulando arpas gigantes en continua vibración. No puedo resistirme a rasguearlas, obteniendo un sonido poderoso, que me mueve a seguir tocando las cuerdas al azar, repitiéndolas todas varias veces. Las sinfonías están ahí desde el principio, esperando que les den fuerza. Me encuentro con las que más me gustan y muchas otras que me parecen nuevas.
       Salgo contento, sin la sonajera de antes. Mi propia música me impulsa a correr y saltar. Es tan fabuloso, que necesito compartir esto con alguien. Me parece que hiciera siglos que no me mira alguna sonrisa. No quiero seguir estando tan solo, ni tan abandonado como la casa.
       Y no lo estoy. Se acercan siluetas de distintos colores.

 

   10    La valla

       Me encargaron recibir a los que dan ese paso único e irreversible para abandonar un mundo e incorporarse a otro que no conocen.
       No puedo creer que me tengan temor o rechazo. La gente me ve como un obstáculo frío y distante. Aunque contengo cierto calor, le cuesta manifestarse.
       Los que llegan como analfabetos se sientan tímidamente en mis largueros que fueron árboles, y tratan de expresar cada una de las sensaciones que traen. Los que ya son de acá vienen a recibirlos, corriendo por el pasto, felices y dispuestos a ayudar.
       Hay épocas de mucho movimiento. Aunque vengan multitudes, siempre me quedo sola y converso con la pena causada por los tránsitos dolorosos que ocurren antes de tiempo.
       Trato de no ser solemne, ni formal, aunque el paso que atiendo es uno de los más importantes, para todos. Sin alambradas ni vigías.
       Sueño con el día en que las personas que pasen me den la mano, o tengan algún gesto que me haga sentir acogedora. Que canten de alegría en lo más alto de mi cabeza saludando a los dos mundos.
       Lo que han visto en mí hasta ahora es hosco, duro e impersonal. Un montón de troncos inertes y pasivos, listos para entrar en combustión. Me faltan ramas que se muevan puestas al viento.

* * *

       Siempre estoy viendo encuentros. Me lleno de gozo con cada uno de ellos. En el de hoy, un hombre llega esperanzado. O, por lo menos, está aprendiendo a llegar y a ser acogido. Es como cualquier otro. Sus amigos le dicen “Bienvenido Ernesto”. Le cuesta entenderse con ellos en el lenguaje eterno que algún día supo y que ahora sus seres queridos le ayudan a recordar. Le enseñan a comunicar esas cosas que no se pueden expresar con palabras.
       Ernesto conversa con una niña de unos siete años, que vino a esperarlo, acompañada de su abuelo, tomando helados de frutilla. A pesar de tener otra edad, Cecilia quiso venir en niñez a recibir a Ernesto porque es así como tiene más vida en él.
       Recuerdan la amistad tierna que compartieron en la madrugada de la vida. Les bastan sus ojos para expresar toda su alegría y también todo su dolor, mientras miran el libro de pintar que ella trajo.
       - ¿Es solamente aquí donde puedo encontrarte? - quiere saber Ernesto. Pero, no hay más respuesta, por ahora, que la misma sonrisa de los primeros tiempos. Ambos continuaron coloreando las figuras que habían quedado incompletas.
       - No hay nada escondido que no se llegue a saber - repite lentamente Ernesto, asombrado e interrogativo. Es la respuesta que escuchó en su interior, como si Cecilia se hubiera limitado a encender una oración que ya estaba de antes.
       Cecilia llegó de veintitantos años a este sector de los mundos, en un frío atardecer. Lo recuerdo muy bien, a pesar del tiempo transcurrido. Fue una de las jornadas más dolorosas que me ha tocado. El cielo estaba rojo oscuro. La niña venía con muchas otras personas, abrazados, sin ningún apuro, cantando canciones tristes, anunciando que llorarían toda la vida. Se escuchaban entre silbidos del viento. El suelo estaba húmedo de lluvia y los ojos húmedos del llanto que ya se había secado en sus mejillas.
       Los que ejercieron su poder sobre ellos han demostrado tenerme mucho miedo. No me gusta inspirar temor. No le hago daño a nadie.
       Hoy, el cielo está azul. Ya están todos al lado de siempre, caminando hacia la fachada antigua, no lejos de aquí, por donde los nuevos que llegan, entran a ese lugar en que deben rendir cuentas.
       Yo sigo quedándome hasta que haya pasado el último de los seres humanos y no quede alguno en isla solitaria. Entonces, será el momento de tomar mis troncos y partir muy lejos de aquí, a servir en otra pasada decisiva. Me iré con mis recuerdos y reconoceré nuevamente a cada uno.
       Las vivencias más indignantes no se repetirán en ningún otro mundo.

 

   11    Según puedo recordar

       La mujer que venía hacia mí me pareció conocida, pero al principio no supe quién era. Cuando me llamó por mi nombre, descubrí que era mi tía Adela. No es que reconociera su voz, pues no la había escuchado jamás. Ella murió mucho antes que yo naciera. Cuando cada enfermedad era una aventura de la que no se salía tan fácilmente.
       Nunca me imaginé que la vería en juventud, y en colores. Si solamente la conocí en sepia. Intenté decírselo, sin saber cómo hacerlo. Igual, me entendió. Por algo, siempre he sentido su presencia, como la de un ángel de la guarda.
       - Gracias por la linda casita que tengo en ti - me dijo.
       Y, realmente la tiene. Junto a su anciana madre. La de calladas lágrimas que parecían dos gotas de rocío.
       - Quisiera saber de ti lo que tengo que saber, e ignorar lo que tengo que ignorar - expresé, sin emitir palabras -. Me dolió imaginar tu infancia. Triste. Tan lejos de tu padre y de tus hermanos.
       - Supe que me ibas a comprender - me respondió -, porque, cuando eras pequeño, guardaste en tu baúl las mismas notas musicales que también yo escondí en el mío.

* * *

       En el otro sector no había tanto sol. Una vieja pileta ocupaba el centro del patio de baldosas. Por los cuatro lados del contorno, los pasillos techados daban la impresión de estar en una casa de campo, por el lado de afuera de los grandes salones. En mí había un temor : ¿Para qué sería esto?
       La antigua construcción de adobe era acogedora. Tenía una tibieza especial que no supe localizar. De cualquier modo, no quise apurarme. Talvez me preguntarían qué hice con mi vida. ¿Cómo iba a poder recordar?
       Las ventanas estaban protegidas por poderosas estructuras de fierro. Una gran cantidad de personas estaba en cola bajo los techos, con sus caras preocupadas. Sospeché que este trámite no me sería fácil de asimilar.
       Me puse al final de la fila, que ya abarcaba más de la mitad del borde del patio, dando vuelta en dos esquinas. Delante mío había un tipo de rostro alegre, con gruesos bigotes. No supe por qué me pareció conocerlo desde antes. Como me venía bien conversar un poco, lo intenté con un saludo protocolar :
       - Larga la cola, ¿ah?
       - Sí, pero avanza rápido - fue su respuesta, tomada del mismo protocolo. Superada la formal condición de desconocidos, iniciamos un diálogo mientras caminábamos, pues la velocidad de la fila era realmente desacostumbrada.
       - ¿Cómo fue que llegaste por estos lados? - me preguntó el hombre de los bigotes. Al principio titubeé un poco, tratando de definir desde dónde empieza a llamarse “estos lados”. Le respondí atendiendo a las fronteras que para mí eran más significativas :
       - Enfermedad. De ésas que llaman “larga y penosa”, aunque en mi caso la encontré más bien corta . . . ¿y tú?
       - Accidente de tránsito. Tú sabes que andan manejando como locos.
       No me costó imaginar la escena. Cualquier esquina. Cruce peligroso. Seguramente mi amigo tenía hasta la preferencia, pero opté por no preguntarle. Ya no interesaban esos detalles.
       La columna de gente avanzaba cada vez más veloz. Siguieron llegando hombres y mujeres sin edad, y otras tantas entraban por la temida puerta, al final del recorrido, y volvían a salir inmediatamente por la puerta vecina, tan rápido como habían entrado.
       - ¿Crees que será muy duro esto? - pregunté.
       - No sospecho. Tanto hablar de los castigos de Dios, que no puedo menos que temer lo peor.
       - No creo que a Dios le guste castigar, ni tampoco, creo que haga cosas que no le gustan. Yo confío en un Dios bondadoso y misericordioso.
       - Dios te oiga.
       Seguí pensando. Dios no puede ser igual que los hombres. Algo superior debe tener. No puede estar sumergido en ese mismo barro de violencia, abusos y venganza en que estamos los humanos.
       - Dios es amor. Me quedo con ese concepto, y así puedo ir más confiado - respondí.
       Sin embargo, en el fondo sentí un miedo que colocó mi estómago dentro de un ascensor que subía y bajaba mientras avanzábamos. Seguramente, las decisiones que había tomado en mi vida no daban lo mismo. O si no, no tendría ningún valor la libertad.
       Seguí andando. Estaba cada vez más cerca. Doblamos en una de las esquinas del patio. Volvimos a preguntarnos y respondernos las mismas cosas. Era un punto de crisis. ¿Cómo sería la forma de purgar las malas actitudes?
       Trotábamos por los pasillos. Al tipo de los bigotes le tocó entrar, y salir casi al mismo tiempo por la otra puerta, metros más adelante. Ahora era mi turno.
       Entré, creyendo en una salida rápida, pero ocurrió algo distinto. Fue como si el tiempo se hubiera detenido de repente, en lo que parecía un desperfecto del sistema, justo cuando me tocaba a mí. Pero, no era una situación anormal. A todos les pasó lo mismo, pues el tiempo a ese lado de la puerta transcurría más lento.
       En ese momento no supe que muchísimo tiempo después iría saliendo apenas unos metros más atrás que mi amigo. “Soy Miguel”, “Soy Ernesto”, sería nuestro diálogo.
       Por el momento, disfruté poder guardar eternidades dentro de un suspiro, con un toque de rey Midas. Por algo dicen que el tiempo es oro. Creo que es mucho más que oro.

* * *

       Todavía puedo aterrarme. Como ahora, frente a lo que quedó de un antiguo certificado, oscurecido a fuego muy lento. Lo encontré botado en el suelo y no estoy seguro si acaso es mío. Aún se alcanza a leer :
       “Recibí de usted un total neto de setenta y dos mil quinientas catorce horas con veinticinco minutos y seis segundos. Entrego a cambio la cantidad de dinero necesaria para adquirir dos mil setecientas toneladas de papas”.
       La firma del empleador es ilegible.

* * *

       Mis recuerdos fluyen en el deshielo. Viven. Se mueven lentamente. Desde el estado de congelación, pasando por líquido frío, a tibio. Me estremecen cuando van tomando calor. Corren. Se atropellan. Finalmente hierven y lo salpican todo.
       Entiendo que he venido a recordar para poder olvidar.
       Cualquier suceso que haya quedado metido en un cubo de hielo, no está olvidado. Mientras se mantenga sumergido bajo una costra helada, jamás podrá evaporarse.
       No se saca nada con congelar el caudal, pretendiendo ignorarlo. Cuando termine la noche, un tímido rayo de sol lo hará caminar nuevamente.

* * *

       Esta vez, estoy bebiendo de la fuente. En cuanto crucé la puerta, una mano acogedora me tomó, con el amor y ternura de una madre, o de un padre. Después me soltó suavemente, y sus dedos empezaron a transformarse en haces de luz de distintos colores, abriéndose en muchos rayos, con todas las tonalidades imaginables.
       Así es como siempre había querido sentirme. Suspendido en el aire, cayendo casi sin velocidad.
       Las luces de todos colores se pusieron a bailar y se materializaron adoptando la forma de miles de niños cantando con espontaneidad a mi alrededor en un extraño jardín, tomados de sus manos. Muchas filas de niños y niños venían hacia mí, desde todas direcciones. Y yo al medio, seguí en caída lenta, hasta quedar sentado en el pasto, disfrutando tan calurosa recepción.
       Quisiera ser uno de ellos, pero me encuentro más anciano que nunca.
       Poco a poco me levantaron. No con sus manos, sino con sus cantos. Sin saber cómo, me vi integrado al grupo, con una fuerza de vida poco habitual en mí.
       Desde hace algún rato, mis pequeños amigos se están presentando en armonía perfecta:
       - Me llamo Esperanza.
       - Me llamo Justicia.
       - Me llamo Alegría.
       - Me llamo Perdón.
       - . . .

* * *

       Me toma de la mano una negrita llamada Verdad, transmitiéndome sin palabras su necesidad de ser cuidada por mí.
       Haré cualquier cosa por no frustrar la admiración que me demuestra. La sola posibilidad de defraudarla me detendría, dándome la fuerza suficiente para desistir de cualquier actitud negativa.
       Es mi salvación. Soy su salvación.

 

   12    El prisma

       He ayudado a muchos viajeros a recordar todas esas instancias en que la vida los pone y los saca de los pedestales. A mirarse desde distancia remota, como a una estrella extinguida, cuya luz jamás dejará de recorrer el espacio.
       Ahora, estoy frente a una de estas oportunidades nuevas. Se llama Ernesto, y al principio me miraba asustado, sin entender de qué se trataba. Miles de niños me regalan su presencia. Sin ellos no soy nada. Proporcionan cada una de las referencias permanentes para evaluar las vidas en tránsito. Estoy al servicio exclusivo de esa causa.
       - ¿Y ese televisor? - preguntó despectivamente, indicándome con el dedo.
       Al ver el lector de tarjetas que tengo incorporado, pareció comprender. Buscó en sus bolsillos, sacando toda clase de cosas, como por ejemplo, una llave de fierro, un candado oxidado, un trozo pequeño de alambre de púas, un reloj de arena, un resorte, una pata de conejo, el infaltable botón, un cerrojo, y varios cigarrillos antiguos, de diferentes marcas.
       - ¡Qué raro! Si hace años que no fumo - dijo y siguió buscando hasta dar con una pequeña tarjeta transparente, desconocida para él mismo, a juzgar por su gesto. La mostró en forma interrogativa a los niños, los que asintieron entretenidos.
       Todos los que llegan acá traen una tarjeta para presentarme sus vivencias. Me dejan soñar que estoy vivo y que tengo derecho a disfrutar, correr riesgos y tener aventuras, como si las tuviera. Reír y llorar al conocer las emociones de otros. Así no me oxido, y me construyo solidario.
       Yo jugaba a adivinar qué tipo de vida se me venía encima. Siempre es una experiencia nueva que después olvido en forma súbita. Habitualmente, hago estas proyecciones de la manera más rápida posible, pues cada vida es larga. Sin embargo. me detengo de vez en cuando. En realidad, me programé para ir más lento en la medida que voy encontrando estados anímicos más intensos.
       Ningún recoveco me es ajeno. Como un espejo espiritual, reflejo hasta los sentimientos de los personajes.
       Mientras sus males acumulados van enrojeciendo el semblante al espectador protagonista, sólo quedan en pie sus añoradas actitudes constructivas, que le ofrecen vislumbrar una solución a sus conflictos.        Ernesto introdujo la tarjeta en la ranura, y al instante tomé prestada su historia, proyectándola en visión perfecta. Esto es vida. Ahora puedo ser transparente, y mostrar imágenes completas, sin distorsión. En cambio, cuando estoy apagado como me corresponde en los lapsos de espera, parezco una simple piedra de caras rectas, a medio pulir, sin vida propia. Quedo obligado a presenciar sin sentir. Ser un testigo mudo y sordo de un devenir silencioso, frío y gris.

* * *

       Reinan la confusión y el miedo. Me refiero a esa escena notable en que recién me detuve, tratando de captar cómo están ordenadas mis partículas electrónicas.
       Estoy representando un acto eucarístico masivo. El fuego, la tierra y el agua han desplazado al aire. Ernesto, muy solo, se mueve entre el gentío, llorando por el efecto de los gases lacrimógenos que aun están en el ambiente, mezclados con los nubarrones de humo que invadieron el parque. Va desesperado, buscando a los suyos, sintiendo ardor dentro de su boca. Verdaderos pinchazos en nariz y ojos. Apenas alcanza a echar de menos la celebración que no pudo ser lo que estaba llamada a ser. Fue el grito del Pontífice, la nota que hizo resonar el diapasón de Ernesto :
       - ¡ El amor es más fuerte !
       Veo a Ernesto emocionado nuevamente, con más intensidad que la de aquella vez, como si todas las vibraciones del parque confluyeran en él.
       Este momento es más que una anécdota. Es una manifestación clara de vida en medio de tanta negación. Un punto de eternidad que ya estoy aprendiendo a reconocer.
       - Cada uno de ustedes es más fuerte - dice Ernesto a la multitud infantil que lo acompaña en esta ocasión. mientras yo empiezo a recorrer su vida nuevamente, queriendo que no llegue nunca ese punto final en que olvidaré todo.

 

   13    Contra todo lo supuesto

       No pude evitar que me rondara el miedo, cuando al poner la tarjeta, el prisma se llenó de mi vida. Prácticamente estuve metido adentro todo el tiempo que duró el video, hasta que la máquina lo devolvió, y entonces respiré más tranquilo, guardé la tarjeta, maravillándome de la cantidad de información que cabe en ese pequeño pedazo de plástico transparente.
       La proyección fue rápida, menos mal, pero no omitió ningún detalle de mi vida. Percibí hasta los sentimientos de las otras personas, sin tener que esforzarme ni adivinar.
       Aventureros niños me alentaron comprensivamente. Gracias a su increíble sabiduría, y a su sentido del humor, ahora miro todo distinto. En una dimensión más ajustada. Nunca imaginé que me podían enseñar. Ni menos ese otro niño, dentro de la pantalla. El que fui yo. Hasta hoy me sigue enseñando.
       Al evaluar mi vida, veo que me faltó llorar por algún rostro desvalido, más que ordenar su desayuno. Descubrí que las ausencias tienen fuerza. Son reales, como mi niñez.
       Ya estaba en condiciones de salir al pasillo. Mis pequeños acompañantes, se alejaron en parejas, lentamente, hasta confundirse con los rayos del sol que se filtraban entre las nubes. La mano acogedora, que me ha tenido siempre, me sigue teniendo ahora y me habla sin palabras, dando satisfacción a cada uno de mis intentos de expresar mi tristeza por no haber respondido plenamente.
       Me sentí como habiendo golpeado a Dios en la mejilla. Súbitamente vinieron a mí, en respuesta, las muchas mejillas de Dios, que son incontables como granos de arena de muchas playas de muchos planetas. O como muchos niños que vinieran al mundo en nuevos y pacientes intentos del creador.
       No quise prometer nada para el futuro, porque sería como jactarme de ser poderoso, y no me sentía así, en absoluto.
       Si tan solo hubiera tomado conciencia que llegaría a estar viendo esa película en presencia de esos niños, entonces habría vivido distinto mi vida.

* * *

       Me sorprendí cuando vi a Jesús en el rostro del mendigo al que yo estaba dando limosna. Pero, lo que definitivamente hizo cambiar mi percepción de las cosas fue esa escena en que yo, niño, molestaba a mi hermana hasta hacerla llorar. Contrariamente a lo ocurrido en esa oportunidad, esta vez mi pesadumbre interna se manifestó con más fuerza que la obligación social de reír.
       Sentí haber pisoteado la alegría, una vez más, acostumbrado a dejarla ir, de tanto que la arrancaban de mí, violentamente, y la tiraban lejos cada vez que me encontraban en falta. En ese entonces, yo me quedaba con mucho frío interior. Mi alma necesitaba abrigarse, o arrimarse a un inmerecido brasero.
       - Aun tengo vida y la tendré por mucho tiempo - dijo la Alegría, optimista y contenta, casi bailando -. Sólo destruiste mi foto.

* * *

       Seguí metido en la proyección, vertiginosa a ratos, una verdadera pesadilla, a veces. Empezó a frenar, al detectar un conflicto interno en que yo estaba metido. Ya era mi vida adulta. Dubitativo, me decía a mí mismo en aquella escena, “lo digo o no lo digo”. Iba a decir algo, pero al final me había quedado callado. Hoy recordaba arrepentido esa situación.
       - ¿Qué había en tu corazón? - me dijo la Verdad, que siempre hablaba en preguntas.
       - Tenía un deseo interno de ser fiel a Jesús, pero también sentía un tremendo miedo a las consecuencias que de allí vendrían.
       - ¿Era como una lámpara debajo de la cama?
       Asentí desconcertado, pues realmente nunca me he atrevido a encender la linterna hacia la gente.

* * *

       Lo que más me llamó la atención no estaba en la película, sino en los pequeños televidentes. Ver a la Justicia y al Perdón tomados de la mano, inseparables como caras de una medalla, en eterno noviazgo, fue algo que rompió mis esquemas.
       Siempre creí que eran fuerzas opuestas, y que deberían estar peleándose y forcejeando con los castigos, cada cual desde su extremo; una tratando de imponerlos, y el otro haciendo lo imposible por levantarlos. Hoy supe que nada de eso ocurre, ni podría ocurrir jamás. Ambos se necesitan mutuamente para luchar por una vida sin heridas ni manchas.
       Quedé completamente desubicado, pero preferí no emitir juicio ni pregunta alguna. No quise ponerme un ropaje de maestro de la ley visitado por el niño en el templo.

 

   14    El perdón

       - No creí tener derecho a ti - me dijo, con pesadumbre. Vi frustración en Ernesto, por asuntos que antes no le habían significado nada, y que hoy no dudó en calificar de egoísmo y falsedad.
       He vivido en su casa muchas veces y me he sentido bien casi siempre, sin rejas ni prisiones. ¿Cómo no tener gratitud?
       - Tu apertura a recibirme es suficiente - le respondí con certeza. Pero, no me instalaré. Estoy dispuesto a que me lleves a otra casa, y desde ahí me envíen a otra, y después a otra. No es bueno quedarse por mucho tiempo en los puentes.

* * *

       - Si pagas injusticia por injusticia dejas las cosas mucho peor - le dijo al hombre mi amiga Justicia -. No se puede equilibrar una mala acción si no es reparando el daño que ésta haya causado.
       La amo profundamente. Por la sabiduría de sus palabras, y porque mi propia vida no tendría sentido sin ella. Siempre está reparando daños. Anda con un maletín de herramientas, en el que lleva también daños de distintos portes. Ahora mismo, por ejemplo, está pegando unos trocitos rojos de corazón. Se lo lleva en eso.

* * *

       Renuncié a querer cambiar el pasado. Sobre todo porque es imposible. Sólo ayudo a convivir con él, comprensivamente. Estoy dispuesto a acudir como una nueva oportunidad cuando me llaman personas tan agobiadas por los remordimientos, que no desearían nada mejor que regresar a deshacer sus actuaciones. Todos ellos me son tan necesarios como yo mismo. Si el perjuicio que causaron sirvió para que vean su realidad y quieran cambiar, yo no pido más.
       No puedo blanquear páginas negras. Seguirán siendo negras. Me interesan aquéllos que las ennegrecieron. No para procurarles un buen pasar. No. Ellos me preocupan en otro aspecto. Creo que no querrán hacerlo de nuevo. Si me lo dicen así de claro, tendré que correr el riesgo. Los dejaré que toquen otras páginas blancas con sus manos que ya no ensuciarán.

 

   15    Hasta la vista

       La puerta no pertenecía a construcción alguna. Esa misma fabulosa entrada que hasta hace un rato coronaba el pasillo de salida del edificio, se transformó en un moderno monumento a la soledad. La puerta estaba tan sola como yo, dispuesta a abrirse y cerrarse, sin ningún sentido. Entré. ¿O quizás salí? Da lo mismo. Al otro lado no se veía rastros de nadie. Reinaba la más absoluta oscuridad.
       Cuando empezó el movimiento invisible, busqué de inmediato algún punto de luz. Es algo que aprendí en mi primer viaje por esta frontera negra. Lo vi, débil, al fondo, y velozmente me encontré junto a esa claridad.
       La luz era producida por dos filas de ampolletas que semejaban velas, a ambos lados de un ataúd, en la nave central del templo. Muchas flores sin vida, abatidas y lacias, adornaban solidariamente el funeral. Separadas de su raíz. Desconectadas de su fuente de vida corporal. Un símbolo de lo que pasaba con mi propio cuerpo.
       No supe cómo ni cuándo empecé a involucrarme en una ceremonia que requería mi presencia, de la que nadie se percató en un comienzo, y probablemente, tampoco después.

* * *

       En un banco de adelante encontré a Gloria. Fui a decirle cómo su amor contribuyó a formarme, pero no logré hablar nada. Ni siquiera tocar las lágrimas que se llevaban su dolor.
       Infructuosamente, quise abrazar y dar ánimo a mis hijos, y hacer llegar mi gratitud hasta mis ancianos padres, que estaban tomados de la mano.
       Tendría que poder comunicarme con quien quiera, con sólo desearlo, pero me falta una técnica que no he aprendido. Puedo intentarlo evocando algún recuerdo que nos una. Cada ser querido que se vino antes que yo, era una oportunidad de aprender. Hoy lamento haberlas desperdiciado.
       Cuando íbamos al cementerio, recién me sentí presente en mi esposa. En el momento de mostrarle mi manera de amar los árboles, percibí lo que ella quería decirme. Palpamos una fuerza de compromiso. Decidimos enviarnos cartas en el futuro, aunque no sabíamos cómo hacerlo.

* * *

       Al escuchar la frase típica “Que descanse en paz”, sonreí con humor, pues ya había tenido bastante trajín y todo indicaba que lo seguiría teniendo.
       Calculé que era el momento de retirarme, y aceptar ser invadido por una oscuridad movediza. Y buscar un punto de luz, para salir a un mundo distante y sentirme más liviano que nunca. Quedo agradecido de haber tenido la oportunidad de despedirme de todos aquellos que fueron a dejarme a la estación.
       Pero aun no me despedía de mi amigo Pablo, que por alguna razón no asistió al funeral. Al acordarme de él, me encontré súbitamente observando un partido de tenis. No noté el viaje. La vivencia recién llegada vino a sacar el moho a mis recuerdos y a rescatarlos de su estado de postergación. Pablo era un tipo amistoso y simpático. Nos conocimos en la universidad, muchos años atrás, e hicimos algunos trabajos juntos. Traté de llamar su atención, pero Pablo seguía jugando, con su habilidad acostumbrada.
       La curiosidad me llevó a preguntarme en qué forma había seguido viviendo nuestra antigua amistad. Al instante estuve dentro de una pequeña vivienda que pertenecía a algún país mágico.
       Mi casa en Pablo estaba desocupada. Los pocos muebles que quedaban no habían tenido algún cuidado en mucho tiempo. Me reconocí en un antiguo retrato en el que me veía luciendo una sonrisa de foto. Estaba puesto encima de una mesa, junto a unas revistas destruidas por la humedad, y a un plato con restos de mermelada descompuesta.
       Opté por abandonar esa casa tan poco acogedora, y volver al campo de tenis, justo cuando Pablo perdía un punto inexplicable, tras una gran jugada.

 

   16    El viento de la playa

       Además de las puestas de sol, y las gaviotas que vienen en picada, no he visto mucho más que arena, mar y caminantes. Y las formaciones rocosas que fluyeron rojas desde original fragua. Eso fue hace mucho tiempo. Desde entonces, me entretengo en mover la arena y en mover el agua, que incansablemente viene una y otra vez a borrar las huellas de los caminantes. De los que se zambullen, de los que se mojan solamente los pies, y de los que apenas llegan a la fría ola. Todos intentan atravesar la playa mientras sus coberturas se van desprendiendo como etapas superadas.
       El caminante de hoy ya va por los aires. Venía dando pasos cada vez más largos y livianos. Todo lo dejó en la arena. Los relojes, los calendarios y los almanaques. Y también unas maquinarias sofisticadas. Engranajes y resortes saltaron para todos lados. Yesos, desintegrándose de a poco. Gasas impregnadas de sangre de niño, coagulada hace muchísimos años.
       Quedaron atrás un montón de miedos que el mar se llevó. Aun flotan las inmensas carátulas negras. El hombre las mira impasible, mientras se alejan con lentitud. Su capacidad de sufrimiento yace en la arena, calcinándose al sol. La pesada razón tampoco pudo seguirlo. Ni siquiera su aptitud para tomar decisiones. Sacarse la responsabilidad fue algo realmente difícil. Todas sus vestiduras quedaron en el suelo, como circuitería en desuso, sin expresión y sin más movimiento que el lento arrastre de las olas.

* * *

       De lo último que se despojó fue de sus recuerdos. Saltaron al aire en una interminable expansión de nubes de todos colores, cada vez más tenues, buscando un espacio mayor que las pueda contener. Llevé sus alegrías y sus frustraciones a la capa más alta de la estratósfera. Ahí guardo todo.
       Algún día llegaré a tener una verdad blanca, sólida y armónica. Antes que termine la vida, hasta lo más oscuro habrá tenido su aclaración.

* * *

       El caminante ya no lo es. Sólo se lleva lo indestructible. Sus intuiciones libres que le permiten recibir los mensajes de los acontecimientos. Es la imagen y semejanza que lo acerca al creador. Una simple gota de agua suspendida en el aire. Pequeña y liviana. Ansiosa de encontrarse con el océano. Por siempre seguirá siendo agua, buscando agua.
       La muevo suavemente. La gota llega hasta el mar y se identifica con su antiguo entorno. Su contemplación podrá durar apenas una fracción de segundo, o quizás casi toda una eternidad. Innumerables ciclos de evaporación y lluvia.
       En algún momento, al romper la ola, esa misma gota de agua saltará hacia mí y empezará a adquirir nuevamente un cuerpo tenue. Se cubrirá de facultades hasta que pueda afirmarse en la arena y dar unos pasos. En su expresión adivinaré su felicidad de reencontrarse con lo desconocido. El caminante traerá luces esperando a ser tocadas para encenderse.

 

   17    En el principio

       Mi primer y único recuerdo empieza a dibujarse difusamente en la retina de mi alma. Con los pies revolviendo la arena y el rostro acariciado por el viento. Añoraba algo, pero no sabía qué. Mis cuerdas vibraban libremente, produciéndome gozo. En mis manos traía un cuaderno en el que estaban indicadas las tareas de cada página. Lo guardé en la mochila, después de hojearlo. Era mi punto de partida. Una oportunidad para crecer. Me sentía como una simple botella de agua de alguna vertiente con que saciaré alguna sed, si llego a tiempo.
       Al principio, sólo veía la tierra y el cielo. Pero, de tanto ser observada, la monotonía dejó de dominar el paisaje. Fue así como empecé a distinguir cerros de distintas tonalidades, empezando por los rojos y los negros, después los amarillos, y hasta los verdes y los azules. Un oasis que divisé vino hacia mí. Contenía muchas casitas de piedra, que aunque parecían no tener nada, daban la sensación de vida. Se me mostraron acogedoras.
       No recuerdo bien cómo ni cuándo elegí una de las casas y entré en ella, decididamente. La construyó alguien que ya la conocía y cuya misión amaba. Algún día este cálido hogar podrá moverse y conocer otras formas de vida. Sabe que no puede estar aquí eternamente. Me eligió y es feliz de estar cuidándome, mientras se me forma un cuerpo de carne y hueso y adquiero aptitud para salir al mundo a involucrarme.
       Fueron meses lindos, con lluvias y soles. Pero, quise ser libre. “¿Con qué me quedo de ti?”, fue lo que me preguntó la casita, y no supe responderle. La salida no fue cosa fácil. Llegué contuso, por la poca destreza al saltar unas grietas, hasta una especie de galpón con un duro piso de cemento. A pesar de mi capacidad de disfrutar, empecé a sentir miedo, pues había aterrizado en una realidad difícil. Desde esa vez no me agradan los pisos de cemento. Así y todo, estaba dispuesto a recorrer un camino tan desconocido como lleno de enseñanza, hasta volver a casa con el cuaderno lleno.

* * *

       Me encontraba en una estación múltiple. Origen y destino de muchos viajes. Me dolía todo. Vi diferentes tipos de vehículos, preparados para salir. Desde carretas hasta aviones, incluyendo también automóviles, trenes, buses, camiones, y otros no tan convencionales. Cada modalidad estaba concentrada en un determinado sector del inmenso terminal, cuyo recorrido completo tomaba muchas horas, a pesar de la buena distribución y mejor señalización. Después de subir y bajar varias escalas mecánicas, y recorrer interminables pasillos, me cansé de caminar entre el gentío, buscando por dónde ir.
       Era frecuente que se llamara acogedoramente a algunas personas, a través de parlantes, distribuidos por la estación, y se diera instrucciones específicas a los que estaban muy rezagados, pues corrían el riesgo de perder su medio de locomoción. Puse oído esperando ser llamado, hasta que finalmente me aburrí de esa posición y la dejé como última alternativa. Decidí investigar para descubrir cómo encajaba yo en los planes de viaje.
       Cuando llegué al extremo costero, entraban y salían grandes cantidades de pasajeros en barcos de todos los tamaños y submarinos de todos los colores, así como también lanchas, botes y balsas. Estuve largo rato entretenidísimo mirando el flujo de embarcaciones y disfrutando la brisa marina. Un ruido monótono pero atrayente me hizo mirar hacia arriba. Un avión se alejaba velozmente hasta meterse en un puntito. Entonces se me ocurrió que en avión llegaría más pronto, aunque no tenía muy claro hacia dónde iba yo.
       Lentamente, empecé a dirigir mis pasos hacia el extremo opuesto de la gran estación, y después de mucho caminar llegué al terminal aéreo. Con cierta regularidad despegaban aeronaves, requiriendo avanzar previamente un trecho de unos pocos metros, ayudándose de sus patas. Tomaban altura batiendo sus alas y se alejaban a gran velocidad. Asimismo, llegaban aviones de pasajeros, con suavidad de paloma, sacando sus patas amortiguadoras de aterrizaje y se posaban graciosamente en la losa, quedando inmóviles ahí mismo.
       Empecé a buscar por dónde acceder a una de esas naves. Preguntando, llegué a una especie de oficina central de vuelos. Un gran mapa desplegado en la pared indicaba los vuelos con luces lineales de distintos colores según el punto de embarque. Así, me fue más fácil llegar a uno de esos puntos, al que no pude ingresar por no contar con el boleto. Se me dijo que lo podría obtener haciendo uso de mi tarjeta, en el lugar especialmente dispuesto para ello. Quedé desconcertado, pues no entendí lo de la tarjeta. De todos modos, seguí las señales y me dirigí al sector principal de la estación, no lejos de ahí.
       Revisando los bolsillos y la mochila descubrí que tenía una pequeña tarjeta transparente, similar a las que vi en manos de otras personas. Me acerqué al mesón en que estaba el dispositivo de obtención de pasajes, y cuando fue mi turno, introduje la tarjeta en la ranura, tal como hacían los otros. El computador procesó la información y me entregó un boleto supuestamente concordante con los datos leídos y tomando en cuenta las disponibilidades del momento. Mi pasaje decía muy poco :
       Expreso de las 10:20.
       Segunda Clase.

 

   18    Miguel

       Mientras caminaba al terminal ferroviario junto a otras personas, me entretenía con mis pensamientos. Un poco defraudado por haber sido asignado a un insignificante tren. Pero, me dejé impregnar del espíritu alegre de los demás. El gentío ya no nos era indiferente a quienes formábamos parte de él. La semejanza de nuestras expectativas nos hacía sentir cerca.
       No sabía cuál era mi tren. Todos anunciaban un viaje placentero. ¿Qué pasaría si abordo uno equivocado? Al menos yo, no me sentía autorizado a fracasar. Por el momento, necesitaba información.
       A cada lucecita que se apagaba en el tablero de itinerarios le pregunté si me estaba dejando definitivamente abajo.
       El dichoso tablero me salvó, después de todo, cuando miré tan fijamente un recuadro que se refería al expreso de las 10:20, que se destacó para mí, en forma luminosa, el texto con la tan buscada información acerca del viaje, como si una luz interna me guiara.
       Ya estábamos prácticamente en viaje. Era cuestión de pocos minutos más. Me dirigí rápidamente hacia el andén. Se escuchaba por los parlantes una invitación a disfrutar el viaje y se recomendaba a los pasajeros no instalarse férreamente en el tren, ya que éste arribaría muy pronto al lugar de destino.

* * *

       Traigo una buena disposición a colaborar en el rescate. No sé de dónde vino ese rumor, pero no me parece mal nuestra funcionalidad de transformarnos en puentes. Buscar a las personas que algún día también vinieron a buscar a otros. O sea, si no pierdo contacto con esta estación podré proporcionársela a todos aquellos que llegaron al mundo hace tantos años, que ya no la recuerdan. La relegaron al mundo invisible.
       Supongo que en mi equipaje tengo un mensaje de alguien. Ojalá lo encuentre.

* * *

       El que caminaba a mi lado me pareció conocido de siempre. En forma muy natural iniciamos algún diálogo y pudimos comprobar que nos tocó el mismo tren. Me alegró encontrar un amigo entre esa multitud.
       - Me llama la atención no tener recuerdos de lo que he vivido antes - me planteó Ernesto, y me dejó pensativo, pues yo tampoco me explico cómo puede ser tan intenso el olvido. No tengo ninguna respuesta, ni la tuve entonces, pero aventuré algo que me pareció cuerdo :
       - Quizás no sea bueno estar tan lleno de anécdotas. Conoces un mueble aunque no sepas cómo era el cepillo ni quién el carpintero.

* * *

       Aun estaba libre la línea por la cual debía venir nuestro tren. Demasiado desocupada. Sin el más mínimo indicio del enorme vehículo esperado. Fijé mi vista en un punto, al final de la vía, intentando vanamente extraer de él alguna figura en movimiento. No sé a qué distancia estaba ese minúsculo punto en el que concentré mi esperanza.
       Me gusta buscar la novedad y descubrirla escondida detrás de sí misma. Es asombroso. En el mismo punto en que termina lo visible, empieza lo invisible. Gritando para mostrarse. Igual como yo quiero dejarme ver, pues donde parezco no estar, también estoy.
       Sólo cuando desistí de enviarle energía mental, la máquina se hizo presente casi por casualidad. Su bocina lo llenó todo, sin molestar, y se apagó con ese mismo desplante. El tren llamó con un sonido de campanas que me evocó un recogimiento desconocido. De mis recuerdos más antiguos, sólo quedaban las cajas de resonancia.

* * *

       Se supone que yo sé mirar correctamente. Estoy seguro que vi el pantógrafo que comunica la energía eléctrica a la máquina aerodinámica. Sin embargo, después Ernesto me porfió mucho que yo estaría equivocado. Según él, se trataría de una antigua locomotora a vapor, que echaba humo en grandes cantidades.
       Al principio me enojé, pues no entendí cómo él tenía una percepción tan errónea. Ernesto es un tipo extraño, pero no puede estar loco. Claro, él no más vio la caldera. Después comprendí que podíamos seguir siendo amigos y aprender cada uno un poco del otro. Decidimos consultar más opiniones.
       Aerodinámica sí, pero sin toma-corriente. Debe ser turbo – dijo uno, mirándonos raro.
       Es diesel. La más típica. Esas medio cuadradas – dijo otro, haciendo gestos con sus manos.
       Quedamos desorientados. Cada persona puso su ojo en distintas características y vio diferente el mismo tren. Entonces, no es el mismo. Cada uno tiene el suyo propio.

* * *

       Conversé mucho en este viaje. Los trenes tienen algo que me inspira vida. Me paraba frecuentemente de mi asiento y entablaba diálogos con otros pasajeros. Una mujer que se incorporó a una de estas discusiones, no parecía estar muy optimista.
       - Encuentro deprimentes esos espinos que se ven en los cerros - dijo la recién llegada, que representaba muchos años -. Me encantaría ver un paisaje costero, con playas y la inmensidad del mar, o si no, unos campos sembrados como esos que se veían hace algún rato.
       Defendí los espinos porque sus formas caprichosas me llaman la atención y me divierten. Además, me pareció que cuando pasábamos por los campos sembrados, ella les encontró algo desagradable. Seguí disfrutando los cambios del paisaje; también cuando divisé el mar, y más aun al avanzar tan cerca del agua que pude seguir completo el ciclo del oleaje.
       - ¡ Qué insoportable olor a cochayuyo y a pescado ! - exclamó la mujer, acompañando la queja con un rostro arrugado -. Echo de menos los espinos que, con sus formas extrañas nos entretenían.
       No soporté más y le dije que no era el paisaje el negativo, sino ella. No hallaba cómo tirarle encima el caudal de pensamientos que se me enredaban unos con otros.
       Hube de reconocer que también yo he enfrentado situaciones de modo negativo, en algunas oportunidades. He vivido escenas que empiezan saludándome sonrientes desde el futuro, me ahogan cuando se acercan, y, mucho después las añoro cuando ya se han ido, no sin haberme golpeado al cruzarse por el presente.
       Las palabras me salían a borbotones, desordenadas y no causaron efecto en ella, al menos ese día.

* * *

       Cuando ordeno al tiempo caminar más rápido, camina más lento. Hay fuerzas que mueven el mecanismo del reloj y otras que le templan el carácter. Es como si el mar intentara apurar las olas, y éstas decidieran detenerse.
       Así como el transcurso del tiempo tiene su inercia, yo tengo la mía propia. Es una verdadera forma de vida. Me desorienta y me lleva a un mundo que no es el mío. De repente, me veo sin conexión con el pasado. Es entonces cuando necesito recordar cómo llegué a hoy.
       Mi tiempo no es implacable, ni frío, ni impersonal. Por eso me admira observar los relojes de Dalí, saliéndose del plano rígido que los había sometido. Me encienden muchas más luces para percibir la flexibilidad del tiempo, que los esforzados relojes de Einstein. Seguramente Dalí miraba mucho por la ventana y veía cosas que algunos dejamos pasar.

* * *

       Un descubrimiento notable empezaba a entusiasmarme. El brusco movimiento de vaivén me sacó de mis cavilaciones. Volví a la revista de acertijos. La página que me ocupaba era un rompecabezas, en que las distintas piezas podían moverse hasta su lugar llevándolas con un dedo. En la esquina inferior había un círculo para volver a desordenar las piezas.
       - ¿Sabías que si el todo fuera igual a la suma de sus partes, los rompecabezas no tendrían solución? - le dije a Ernesto, con entusiasmo.
       - No te entiendo, mi viejo.
       - Al menos, no una sola - continué sin saber darme a entender. Intenté explicarle que puedo poner una pieza al lado de otra y saber que encaja ahí, gracias a que me fijo en la relación que hay entre ellas -. ¿Entiendes? Es la relación entre las partes la que me permite llegar al todo.
       - Entonces, una persona más otra persona forman algo que es mucho más que dos personas.
       Su respuesta me dejó pensando en la humanidad como un gran rompecabezas en que cada uno busca su lugar, según lo que lleva inscrito. Y según sean las formas de sus bordes.

* * *

       Empieza a aclarar el día en tonos azules. Difusamente, entre las siluetas del paisaje, que se mueve cada vez más rápido, veo venir los postes, uno tras otro. La velocidad del tren aumenta sostenidamente.
       Los postes ya no dejan ver casi nada entre ellos. Forman una verdadera muralla compacta. Opaca, al principio; transparente, después. Adquiere, súbitamente, un brillo extraordinariamente intenso que me encandila y se apaga tan rápido como vino, dando lugar nuevamente al muro, mientras la máquina sigue acelerando hasta tal punto que no soy capaz de despegar mi espalda del asiento, ni mover los pies, prácticamente pegados a la parte baja del asiento. Mis vísceras quieren salirse, pero están impedidas de hacerlo.
       La rapidez llega a ser tal, que el muro se va transformando en una serie de postes que pasan velozmente, pero, esta vez lo hacen en la misma dirección que avanza el tren. Como si yo pudiera ver antes lo que es después.
       Loco de angustia, despierto de repente. Cansado y aliviado. Me parece que el tren apenas se mueve. Me levanto al baño, tratando de no olvidar el sueño. Empieza a aclarar el día en tonos azules.

* * *

       Puedo enlazar los extremos de cualquier etapa de mi vida que haya logrado recortar como una cinta. A estas alturas ya la tengo llena de nudos.
       Innumerables instantes caben en cualquier mínimo trozo de la cinta. Como los infinitos puntos de un grano de azúcar. O de sal.
       Mucho más me llama la atención el infinito grande. La cinta entera es tan larga como una eternidad. Debo suponer que el extremo final está más cerca que lejos, si un simple pensamiento me hace llegar a sus inmediaciones.
       Persigo esa punta que parece tan inalcanzable como vivir muchísimos billones de años. Atravieso completamente la lejanía, y vuelvo a aparecer por la prehistoria, sin que la cinta haya tenido un final.
       Todo aquello que alguna vez pareció plano, después resultó ser redondo como una naranja.

 

   19    A descubrir destinos

       El murmullo y los ruidos de la preparación daban un ambiente especial al andén. Un olor metálico característico completaba el entorno de comienzo de viaje. Subí al tren sin conocer su destino. Ni siquiera sabía cuándo iba a estar de vuelta, si es que alguna vez.
       Me cambié de vagón por dentro. El cierre hermético de la puerta, además de asegurar un buen pasar, produjo un ruido fuerte. Elegí un asiento cerca del centro del carro. Todo me producía admiración. Tanto las ventanas, como la forma escalonada del techo, que permite el paso de luz. Hasta el humo de los cigarrillos se transformaba en una nube agradable, imperceptible.
       Miré a las otras personas. Unos, asomados a la ventana. Otros, tratando de acomodarse, o conversando, o simplemente esperando.
       Todavía no me sentaba y ya ansiaba partir. Me alejaré de un mundo que aún no he conocido del todo. Talvez un día volveré.

* * *

       Cuando me pareció que el andén se iba lentamente hacia atrás, comprendí que el tren se había puesto en marcha. Me senté. El movimiento parecía estar afuera, más allá de una invisible envoltura que me aislaba del entorno.
       Al mirar unos afiches de publicidad en la estación, las sonrisas congeladas de los personajes parecían cobrar vida, hablándome sin voces. La vida que les corresponde tener cuando el movimiento se inicia. Uno a uno, fueron quedando atrás.
       Mi posición era privilegiada para observar el devenir atenuado por la distancia. Los postes que pasaban parecían todos iguales, pero tenían pequeños detalles que los diferenciaban unos de otros. Disfruté al mirar un paisaje que cambiaba cada vez más rápido, mientras el sonido rítmico del tren contrastaba con el silencio de los movimientos lejanos. Tan callados como esas sensaciones que también cruzan bajo nivel. El viento mueve los árboles, pero a mí no me llega.

* * *

       Dejamos atrás las edificaciones más notables. La del gobierno, la de los representantes, el palacio de la justicia. También otro edificio más grande, a punto de derrumbarse. Se destacaba más nítidamente que los otros, a pesar de no tener ninguna bandera en su mástil. Me llamó la atención su estructura.
       - Es el Palacio de la Injusticia - me explicó el Viejo Rubén, al notar mi curiosidad. Y agregó -. Es uno de los edificios más antiguos que hay. Hace algunos años tuve la oportunidad de conocerlo por dentro. Trabajan con luz artificial, proporcionada por unas lámparas con pantallas de papel.
       Como me interesé en saber qué hay detrás de esas persianas que permanecen cerradas a plena luz del día, Rubén me habló de las principales dependencias del palacio. Me fue describiendo los salones negros y grises. El Salón de la Prescripción, el Salón de la Amnistía, y el Salón Olvidado, donde se guardan los expedientes. Me dijo que también hay una salita pequeña, de construcción ligera, al fondo del patio. Le llaman Sala de Delación Compensada.
       - Es bien desgraciado el palacio - reconocí -. ¿Y qué es esa torrecilla que destaca en la parte alta?
       - Desde ahí vigilan la libertad - me contestó riendo a carcajadas. No supe si se mofaba de mí o de las instituciones.
       - ¿Alguien siente gusto por administrar ese edificio? - le pregunté, pero no supo responderme.

* * *

       La conversación con el vecino me duró un buen rato. Pero, se terminó. Mirar al exterior fue algo que también se acabó relativamente pronto.
       Me dediqué a observar a las personas, reconociéndome en ellas. Algunos viajaban añorando la estación de salida. Muchos, preocupados por llegar pronto, o pensando en lo que harán cuando lleguen. Otros, disfrutando la vida, estarían felices viajando eternamente, sin llegar jamás a alguna parte.
       - ¿Se sirven café? - ofreció Aurelia, una hermosa joven no muy alta, de pelo negro y tez bronceada. Hábilmente, equilibraba la bandeja tratando de compensar el vaivén.
       Acepté complacido y aproveché de hacerle miles de preguntas. Quería saberlo todo acerca del tren.
       - ¿Para dónde vamos?
       - Eso no lo sabe ni el maquinista. Se limita a continuar por la interminable línea. El que la dibujó sabía lo que hacía.

* * *

       Me sumergí en mis pensamientos. No es que estuviera aburrido. Jamás pierdo el tiempo en aburrirme. Relajado, sin urgencias ni apuros, acostumbro a dar cabida a lo que quiere decirse en mí.
       Me pregunté cómo sería estar en esa estación que pasamos hace un rato, velozmente, como si no existiera. Sé que estaría sentado en un banco viendo pasar el tiempo y los trenes. En cambio, ahora veía pasar el tiempo y las estaciones.
       Me rondaban toda clase de sueños, no todos cuerdos. Las utopías más locas, nacidas en lo mejor de mí. Persistentes, como enormes fuerzas atrapadas, luchando por hacerme actuar.
       Quisiera atreverme a creer en esos sueños que aún me mantienen vivo. Son los destinos de mi vida. Donde tengo que llegar, o por lo menos acercarme. No es la estación que pasamos recién, ni tampoco la próxima en que el tren no se detendrá.
       Mis destinos están escritos en lenguaje propio. Vestidos con disfraces de colores para llamar mi atención. Sus contenidos increíbles me dicen mucho. No vienen a concretarse. Se conformarán si logran moverme.

 

   20    Aurelia

       No sé qué haría sin la música. A través de su tenue envoltura me habla al mismo tiempo de felicidad y de tristeza. Distintas emociones ocupan un mismo espacio sin desalojarse una a otra.
       Si las melodías dejaran de llegar, me las arreglaría para mover el aire en ondas vitalizantes.
       Quizás la música está en mí. Yo la estoy cantando dentro de mi oído. Constantemente. Cuando miro el paisaje. Cuando converso. Cuando sirvo el café. Cuando guardo las tazas y me maravillo de la funcionalidad del mueble. Un armatoste metálico, cuadrado, horrible, pero con tan buena distribución que difícilmente podría llenarse.
       Por eso se asemeja a una sinfonía, pues en cada uno de sus cuatro costados se abre un cajón grande que ocupa completamente el espacio interior del mueble. Nunca he entendido cómo se superponen. Y si abro el mueble por arriba encuentro un lavaplatos. Es genial. Como la música.

* * *

       Volví a mi asiento, dos filas más adelante que esos recién llegados que me hacían tantas preguntas cuando les llevé el café. Ernesto me siguió con la vista y se levantó con naturalidad.
       - ¿Por qué sirves, si eres pasajera? - preguntó directamente.
       - Porque llevo más tiempo acá y ya he aprendido a servir. He hecho muchos viajes. Al principio, yo tampoco entendía nada.
       - ¿Quién dispone cuál es tu lugar?
       - Yo misma lo descubrí - contesté, y me sorprendí moviendo ojos y manos al ritmo alegre de la melodía que me llegaba desde el parlante.
       Ernesto se asombró y me dijo que él estaba escuchando acordes relativamente pesados. Hube de explicarle que en este tren todos escuchan algo distinto. No puse toda mi convicción. No le mencioné los pequeños duendes de mi música que me transportan a mundos remotos en un carruaje dorado. Ni cómo el amor empieza a tomar forma, hasta llegar a ser algo palpable, que me conversa como un príncipe de cualquier color, y me hace comprender hasta las vivencias que no he tenido.
       - Tú escuchas tu canción y yo la mía - enfaticé, y como ya me estaba constituyendo en guía, continué amablemente -. Si quieres disfrutar la música tienes que meterte dentro de ella y dejar que te lleve.
       Esta vez, creo que traspasé su orgullo, a juzgar por lo bien que pareció sentirse. Le conté que también el maquinista y el conductor son pasajeros que descubrieron lo que tenían para dar.
       - Acá no hay tripulantes - le dije.
       - Ojalá el maquinista conduzca bien - me respondió Ernesto, aprehensivamente. En ese momento, me limité a sonreír.

* * *

       Las ondulaciones empiezan a recorrerme el cuerpo, y se me pone la piel de gallina. La canción que estoy escuchando despierta en mí contenidos esenciales que no sé nombrar, y que nunca he logrado reconocer ante los demás, pues son aspectos desprestigiados, que provienen de mi vida original.
       Cuando entré al mundo de los adultos tuve que renegar de todo eso que fue visto como niñerías insípidas. Las sobras que pudieren quedar de ingenuidad, pureza y dulzura han sido puestas de patitas en la calle como si fueran las más indeseables deformaciones. Remanentes de la infancia. Parecen flores con que los mayores adornan a las niñas chicas para que no les causen problemas difíciles de manejar.
       No estoy ahí ni allá. Secretamente, me niego a aceptar esa manera tan simple como la sociedad nos parcela la vida. Yo estoy escondida en la mitad del recorrido de un péndulo. Entre los dos extremos distantes. No quiero ser esclava de los reglamentos, ni tampoco ser esclava de la rebelión.
       Vivo en la libertad de la cuerda floja. Donde no es grato quedarse. Tan sola. Mirando mis raíces blancas.
       Y si supiera que alguien va a leer esto, no me habría atrevido a escribirlo.

 

   21    Para llegar a saber

       Me puse a revisar la mochila. Estaba llena de cosas que no supe ni para qué servían. Espero poder descifrarlo durante el trayecto.
       En el único cuaderno que encontré, leí algo relativo al futuro. Decía que el tren se detendrá y no será capaz de seguir, ni nadie sabrá cómo lograrlo. También decía que yo tendré la fuerza para hacerlo continuar viaje, con sólo sentarme en el asiento del maquinista, accionar una palanca, y presionar una determinada combinación de botones. Bueno, supongo que ahí estaré, llegado el momento. Supongo.
       Ya estaba vislumbrando una supuesta situación en la cual aprenderé lo que este instante trata de enseñarme. Es como si yo mismo me hubiera enviado este mensaje desde el futuro.
       Así lo estimé entonces. Pero, con el pasar de los días preferí pensar que todo era una tontera. Porque estas cosas ya no pasan hoy día. Los trenes no paran así no más. Su energía nunca se agota. Concluí que todo era una fantasía ridícula que sólo me llevaba a perder el tiempo.

* * *

       Los diarios parecían nuevos, pero tenían fechas de muchos años atrás. Saqué varios del canasto y los estuve leyendo. Algunos eran anteriores a Gutenberg. Parece que en este tren todo es posible.
       En una primera plana, una noticia destacada : “Pericles gran vencedor”.        Una vez más me vi sobrepasado por el entorno. No es que el medio ambiente quiera aplastarme, ni yo a él. Simplemente, no nos entendemos. Vivo limitado por una realidad objetiva que no me deja ver más allá.

* * *

       El hombre de los diarios venía también ofreciendo revistas. Colgaban de cintas metálicas, puestas en una estructura enarbolada como estandarte. Distintos motivos y colores, y la magia de la repetición de muchos ejemplares iguales, sobreponiéndose casi completamente cada uno a su antecesor. Esa franja repetida tantas veces es la que siempre me llama.
       También puede lograrse el mismo efecto con un solo ejemplar. Me atrajo la portada en que aparecía un niño con su gorro rojo, que parecía sacado del cuento de Blancanieves. Estaba sentado en el extremo inferior derecho abriendo otra revista igual, excesivamente grande para él, como si pudiera haber sido fotografiado leyéndola antes que ésta existiera. Un dibujo trascendiendo el tiempo me parece más poderoso que cualquier fotografía. Y más libre.
       Miré detenidamente la revista dibujada en la tapa, y vi un enanito leyendo otra de las mismas. Y miré dentro de ella. Y así varias veces. Siempre representaba el mismo niño leyendo. Era algo de nunca terminar. Mis ojos alcanzaron a distinguir diez enanos, cada cual más chico, pero sé que son muchos más, aunque no los pude ver.

* * *

       Después de disfrutar sus colores me dispuse a leer la revista. Su nombre era “Salmo”. Su número, el 18, estaba indicado en la portada, que mostraba a un jinete sometiendo a un animal raro con una larga lanza.
       La hojeé. Me estaba conformando con mirar los dibujos que conducían la secuencia de las largas luchas contra toda clase de monstruos. Así, fui viendo tinieblas, manos salvadoras, montañas que se desmoronan, rocas en qué pararse, y un mar de angustias dispersándose por los cerros dejando ver la solidez profunda. Al sospechar que esto tenía que ver conmigo, pues cada figura me removía algo, leí la frase que acompañaba a uno de los dibujos. “El fondo del mar quedó a la vista y aparecieron los cimientos del mundo”. La lectura me daba esperanza.
       En un cuadro más grande se veía al protagonista asustado y solo, escondido entre fuertes murallas que lo aislaban del peligro exterior. Me sentí tan completamente identificado, que tuve que detenerme a orar.
       Por miedo a perder lo que me confiaste, construí los muros, cuando era muy niño aún. Me guardé para después. Ya es después. Ahora, puedo tratar de salir a vencer. Según confío, mi fuego llegará a estar preparado. Las herramientas que no me diste, no me las diste porque no las necesito. Así lo has dispuesto, en tu inmensa sabiduría. La luz ya está encendida. Sólo me falta alumbrar. Cuando reconozco que has puesto todo en mí, ya no lo puedo seguir ignorando. Algún día aprenderé a ser libre. Me has colmado de dignidad , aunque la sociedad luche por convencerme de lo contrario.
       Una frase que leí me llenó de fuerza. “Contigo corro a la lucha, con ayuda de mi Dios salto la muralla”. Seguí leyendo las frasecitas mágicas, a pesar de los bruscos movimientos del tren, que me desordenaban las letras. La más impactante me obligó a detenerme, una vez más. “Los derribo y no pueden levantarse, quedan en tierra bajo mis pies”. Confieso que me chocó un poco, hasta que vi el dibujo. Aparecía el mismo protagonista, al lado de afuera de su fortaleza, victorioso. En el suelo yacían destrozados unos afiches muy grandes, pero sin consistencia alguna. Tenían forma de guerreros, caras muy feas y letreros con sus nombres. Fue todo lo que quedó del Ridículo, del Fracaso, de la Desaprobación y de muchos otros miedos, completamente derrotados.
       Entonces entendí o creí entender todo el asunto. La revista intentaba instruirme acerca de los enemigos que tengo dentro, y de las defensas, que también están en mí. La sólidas y las que se destruyen al primer viento. Las que me protegen de enemigos débiles y aquellas sobre las cuales puedo ver mejor, como si estuviera en un campanario, escuchando resonar hasta la brisa, y mirando a lo lejos un panorama menos desalentador.
       Todo transcurre aquí adentro. Es que contengo verdaderos invasores. ¿Por qué hay enemigos dentro de mí? Porque está todo. ¿Cuándo nacieron? ¿Cómo fueron creciendo y organizándose? La fuerza que toman de mí, ¿a quién se la quitan? No pueden ser más fuertes que yo mismo. ¿No habré estado suministrando armas al ejército enemigo? Me quedé reflexionando que lo único bueno de las guerras es que nos ayudan a entender lo que pasa dentro de uno.

 

   22    La profesora

       Esta sala veloz ya era mi lugar, desde antes que yo llegara. Es como una extensión que me complementa, y en la cual puedo abrirme a lo nuevo e inesperado. Por cierto, no desempeño ningún rol ajeno, ni en calidad de esclava, ni tampoco metida en alguna presunta obra de teatro cosechando aplausos o transformaciones ficticias.
       Hasta donde puedo, trato de no encajonar a los alumnos en ruinosos esquemas antiguos que los harían olvidar lo esencial. Si algo valioso realmente aprenderán, será un lenguaje que les permita expresar el mensaje divino que traen para sus mayores.

* * *
Al principio, creí poder controlar las situaciones del futuro. Trataba de transportar pesados fardos de conocimiento para hacerlos entrar con calzador en los cerebros infantiles, como si fueran envases vacíos. Después, me convencí de lo contrario. La sabiduría no viaja, ni entra en las personas, ni se contagia. Simplemente, está en cada uno.
       Si logro interesar al estudiante a que abra puertas dentro de sí, su propia luz llegará a todos los rincones.
       Cada vez que uno de ellos expone lo aprendido, no sólo sé que aprendió, sino que además percibo un nuevo matiz que no había advertido antes, o relaciono aspectos que tenía distantes, y ya estoy mejor preparada para mi próxima clase. Y si el estudiante llega a constituirse en mi propio profesor, podré decir “misión cumplida”.

* * *

       Con las materias a enseñar pasa lo mismo que pasó con Juvenancio. La primera vez que vino, dije a los alumnos.
       - Les presento a un niño nuevo. Se llama Juvenancio Hermenulcibíades Del Brillantísimo San Pancracio.
       Nadie quiso jugar con él. Juvenancio se aburrió, y los demás se lo perdieron.
       Al año después, Juvenancio lo intentó nuevamente. Entonces, me limité a decir :
       - Pueden jugar con un niño nuevo que ha llegado.
       Esta vez funcionó. Lo incorporaron a los juegos. Como una hora después, escuché un diálogo :
       - ¿Cómo te llamas?
       - Juve.

* * *

       Los alumnos pueden aprender sin profesores. Pero ningún profesor puede enseñar si no tiene alumnos.

* * *

       Surgen sus preguntas. No todas son fáciles, aunque lo parezcan al mirarlas. Son como llaves, como formas únicas y pequeños dientecitos que no encajan en cualquier cerradura. No abren cualquier chapa. No dejan salir cualquier respuesta. Todas estas formas quedaron recortadas al comienzo del viaje y desde entonces, cada respuesta espera a su pregunta.

* * *

       - ¿Qué es una flor? - pregunté a Ernesto, y me devolvió la primera idea que encontró :
       - Una flor es cada una de las extensiones de una planta, que le permite reproducirse.
       No quedé conforme con algo tan externo. Tuve una época en que lo habría estado, pues aún no tomaba conciencia del rápido deterioro que sufre la documentación intelectual al ser arrasada por el caudal de lo ignorado. Cuando lo seguro se transforma en sospecha. Y lo probable empieza a desvanecerse como espirales de humo. ¿Cómo decirle que buscara más adentro una respuesta que encajara más exactamente?
       - Ernesto, ¿qué es una flor? - le repetí, y no me defraudó. Se dejó ir hacia un sector un poco más cálido, iluminado apenas por tímidos rayos de sabiduría, que se cuelan a través de los nubarrones.
       - La flor es la alegría de los jardines, que nos envuelve con su aroma.
       Asentí en forma lenta, y le repetí la pregunta por tercera vez, para que buscara más adentro aún. Estuvo en silencio un rato. Ya no pensaba. Guiado por su excursión anterior llegó a otro lugar más despejado.
       - Es un elogio a la vida - fue su respuesta, propia y universal al mismo tiempo. Yo no se la había dictado. Creo que nunca la olvidaré.

* * *

       - La historia tiene la costumbre de repetirse una y otra vez - les dije - y es así como la vida humana recorre un camino cíclico. Cuando el homo sapiens se autodestruya, surgirá de las cenizas el homo affectus. Al salir de su arca-de-noé saludará a la naturaleza con un alarido, y volverá a pasar por las épocas cavernarias.
       Durante la pausa, los alumnos hacían bromas acerca de cómo podría llamarse la civilización que venga después del homo affectus.
       - Será el homo fidelis - sentenció Ernesto.

 

   23    Por lugares remotos

       Contengo todas las semillas. Tan pequeñas, que no se ven a simple vista. Cada vez que aprendo algo, me parece estar recordándolo, aunque no tengo ninguna idea desde cuándo el conocimiento duerme en mí.
       Esto lo viví de cerca en una enseñanza a la que me invitaron por preguntar demasiado. Se refiere al hombre primitivo. Es el relato de Atón, quien pudo ver fugazmente un futuro distante, como si sus semillas de conocimientos dormidos estuvieran soñando.
       Por no disponer de un lenguaje apropiado a su visión, el tipo tuvo que sufrir toda clase de vejámenes, hasta que fue condenado a muerte. Dejó un escrito que fue descifrado siglos después. Es uno de los manuscritos más antiguos que se conoce. Fue encontrado hace muchos años, cuando demolieron un antiguo edificio que había sido usado como lugar de reclusión.

* * *

       Me he aficionado mucho a la lectura durante este viaje. En esta oportunidad, me puse a leer el número 6 de una revista llamada Lucas, que saqué en cuanto vi pasar el canasto. La empecé a hojear de atrás para adelante, sintiéndome atraído por algunas frases.
       Me vino una súbita inquietud por saber qué hay dentro de las palabras. Son como un simple envoltorio. Habitualmente, atiendo la realidad como si estuviera sumergida en la neblina. No logro ver mucho más allá del papel escrito, lo que es apenas un poco más lejos que la nariz.
       Pero, ahora estaba perceptivo. Descubrí que mi vista es poderosa y puede llegar a sectores diminutos, que no parecen ser visibles. Mis ojos lograron entrar en las letras como un lente que me permitiera mirar cada punto en forma ampliada. Es casi como ver los átomos y los seres que los habitan. Miré la página de la revista y pude detenerme en una frase. Dentro de ella, en una palabra. En una letra. Y más adentro, en algún puntito negro de su interior, un verdadero regalo sin abrir.
       Ver lo eterno desde lo efímero. Es así como llego al contenido, más antiguo y más grandioso que la palabra escrita. Las palabras son apenas un intento de expresar una realidad que las sobrepasa.
       Al principio vi pura oscuridad, pero seguí intentando sin desesperar, hasta que las imágenes empezaron a delinearse y cobrar vida. Llegué a un lugar que me había parecido distante y remoto. Estuve en él. Pude sentir la vivencia que leía. Me aventuré en el mundo relatado, en la medida que lo tenía previamente inscrito.
       Sin saber cómo, me vi metido en pleno sermón de la montaña, sentado en el suelo, en una gradería natural, escuchando al Maestro que hablaba desde un sector bajo. En sus manos tenía un improvisado altavoz. Mi alma se llenó de luz y calor al recibir la original enseñanza que, según me dijeron, llevaba varias horas.
       Encuentro fabuloso llegar a estar dentro de un contexto que rompe la formalidad del entorno presente. Es como destaparse los ojos, para ver en plenitud. Desamarrarse los pies para cruzar fronteras impuestas arbitrariamente.

* * *

       Era un lindo día de sol.
       Fue impresionante sentirme tan cerca de El. Privilegiado, en un acto que no se va a dar de nuevo. Su palabra llenaba el cajón de cerros y mantenía a todos absortos. El lugar había sido especialmente escogido porque ayudaba a que la voz llegara con fuerza.
       - El que me oye y hace lo que digo - dijo Jesús -, se parece a un hombre que, al construir su casa cavó bien hondo y puso los cimientos sobre la roca.
       En la breve pausa que siguió, tuve tiempo suficiente para entrar en esa palabra que aún sonaba en mis oídos. Me sumergí en otro mundo remoto y desconocido, para visitar esa construcción. Aún tenía los andamios. Parado sobre los tablones, conversé con aquel sabio personaje sin nombre. Lo noté absolutamente convencido de lo que estaba haciendo. Se parecía a cualquiera pero era más libre. Como algún rey original y valiente que edificara un palacio sencillo.
       - Toda esa tierra que tuve que sacar era una parte de mí - me explicó -. Y la casa, más que un lugar donde vivir, es mi vida misma.
       Era un país extraño, con gente extraña, que levantaba casas extrañas, para protegerse de una naturaleza extraña.

 

   24    Atón

       Estas son las palabras de Atón, hijo de Dolomías, de una familia de pastores que vivía en la tierra de Melub en el año quinto del reinado de Abaús :
       Tuve una extraña visión y la poca prudencia de decir lo que vi. Quedé atado a algo que no comprendo. No llegan a mí las palabras que lo explicaran. Esto ocurrió cuando fui desde el valle del río de los Deseos hasta el valle del río de los Dioses. Sus aguas se juntan antes de llegar al mar. Entonces se cumplen los deseos.
       Caminé por el desierto muchas horas. Tenía sed. Ya había bebido toda el agua que pude llevar. El sol mojaba mi rostro como si el agua que bebí quisiera huir de mí. A lo lejos apareció una gran laguna. Sé muy bien que no había laguna. Todo es obra de los dioses que me presentan su agua para darme ánimo a seguir caminando. Me venían deseos de sumergirme. Entonces tuve la visión de un mundo desconocido.
       Miré y vi que había una casa que me atraía la mirada. Estaba construída con troncos muy rectos y pulidos. Tanto que no me lo pude explicar. Sería maravilloso vivir ahí.
       Sentí miedo. Estuve escondido detrás de un árbol sin atreverme a salir, hasta que comprendí que la gente no me veía.
       Estaban vestidos con finas ropas de todos colores. No necesitaban acercarse a ningún río a buscar agua. Esta salía de un pequeño tubo de hierro enterrado en el suelo, muy cerca de la casa. Era del tamaño de un niño de pocos años. Las mujeres llegaban hasta allí y hacían girar un nudo de hierro que coronaba el tubo. Así obtenían agua con la que llenaban unos cántaros de boca ancha. Me fijé que también eran de hierro. En menos de cincuenta pasos, las mujeres llevaban los cántaros hasta sus casas, donde tenían el fuego. Sería fácil vivir en esa comodidad.
       Me aventuré muy cerca de la casa, pues no me veían. Estaba observando a través de una ventana, y vi un objeto que tenía vida dentro. Era como una gran roca pulida y recta que despedía un fulgor de luz de muchos colores. No lograba sacar mi vista de la piedra viva. Contenía personas pequeñitas que iban y venían, hablaban y comían. Una fuerza irresistible me mantuvo mirando.
       Después de largo rato, levanté la vista. Vi a lo lejos otras casas, rodeadas de espléndidos jardines. Fui hacia ellas. Me acerqué mucho a una de las casas. Estaba construída con alguna piedra muy fina y pulida. Era más fastuosa que la casa que observé antes. La gente que las habitaba tenía vestimentas casi tan relucientes como en la piedra viva. Seguí mirando en la visión, acercándome todo lo que pude.
       A través de muchas ventanas vi piedras vivas. Los niños estaban encantados frente a ellas. Y eran cuidados por sirvientas, provenientes de las casas de troncos rectos. Como eso me llamara la atención, pregunté a un ángel que hablaba conmigo. Me dijo "Así lo disponen para que los niños puedan aprender la sencillez, de la que están privados". Después de eso terminó mi visión. La laguna se alejó hasta perderse.
       Caminé con nuevos bríos un largo trecho y no tardé en llegar a mi casa. Llamé a todos los de la tribu y les conté lo que vi, sin suprimir nada.
       Debí haber consultado primero a los dioses.
       La noticia se esparció y llegó a oídos del rey. Los sabios y adivinos no pudieron dar explicación de lo ocurrido. Ya no tuve más paz. Nadie quiso escucharme. Me llevaron a la cárcel cuando el rey dijo "Mereces morir porque no dices más que mentiras". Pero, yo estoy seguro de lo que vi. No sé explicar mi visión, que se cumplirá en tiempos remotos.

 

   25    Entre la luz y la sombra

       - ¿Hasta qué punto estará escrito nuestro destino? - pregunté a Miguel, mientras el tren describía una curva que me permitió observar más allá de la locomotora los rieles que se perdían en el horizonte.
       - Supongo que hay varias rutas trazadas - respondió, no sin antes burlarse de mi cuaderno.
       - ¿Tú crees que uno elige el camino por donde ir? - insistí confuso e incómodo mientras escondía el cuaderno, con tal grado de eficacia, que después tardaría años en volver a encontrarlo.
       - Sin duda, la vida está llena de decisiones.
       - Pero, a veces nuestras decisiones tienen muy poco alcance.
       Ante mi nueva insistencia, Miguel meditó un rato, antes de emitir su opinión :
       - Por más rígido que encuentres el camino por el que tienes que ir, siempre tendrás la oportunidad de escoger si pisar con entusiasmo o con temor, con naturalidad o con resentimiento. O comandado por el deber, la costumbre, la ambición, la anestesia, o lo que fuere.

* * *

       Leí palabras que iban más allá de los acontecimientos mismos. Inmersos en un espacio y un tiempo, pero sin estar anclados en ninguno de ellos. Esta vez tenía en mis manos el número 8 de la revista Juan. Me sumergí en la espesura de cada letra y, de repente, ya no estaba en el tren.
       Me vi puesto en otro escenario representando una obra diferente. Entremedio de una multitud enardecida. Todos tenían piedras en sus manos. Miré mi mano. Ahí también había una piedra, que yo había cogido del suelo en un momento de debilidad, dejándome llevar por el grupo y por las convenciones establecidas. Los gritos se dirigían hacia una mujer que huía asustada, perseguida por una sociedad que no se sentía con derecho a aceptarla.
       Era como estar viviendo un sueño, con recuerdos nuevos que me explicaban cómo llegué allí. Supe que me pasó a buscar el amigo de mi amigo, poderoso mercader. Había que dar su merecido a la mujer que osó tener amores con el que no era su esposo. Yo no habría ido, si no fuera que justamente estaba tratando de conseguir trabajo. El amigo de mi amigo, poderoso mercader, era el faro que me alumbraba en ese momento.
       Me sentí como en una verdadera pesadilla. Sin duda que tener mala puntería no será gran falta. Miré a mi alrededor, buscando algo que pudiera sacarme de esta actitud. Solamente vi a un grupo de hombres que nos observaban disgustados. Al centro de ellos, un hombre sereno y amistoso, sentado en el suelo, escribía algo en la tierra. Sentí que las cosas se estaban dando bien, aunque los perseguidores más rabiosos lograron atrapar a la mujer.
       “Maestro” le dijeron al que escribía en la tierra, y le pidieron avalar la venganza. Cuando el Maestro dijo “el que no tenga pecado, tire la primera piedra” recordé todo. Por un instante me conecté con cada página de las historias de todos los mundos. Era una gran cosa no estar amarrado al tiempo. Sin dudarlo boté la piedra al suelo, con gran alivio de mi parte. Casi seguí a mis amigos que ya se iban refunfuñando. Me quedó claro que la única decisión que está siempre presente, hasta en las más pequeñas cosas, es : “Ayudo a Jesús” o “No le ayudo”.
       Caminé lentamente en dirección a Jesús. Quería preguntarle algo, pero no me atreví a llegar hasta él. A lo lejos, vi como dejaba ir a la mujer, con palabras tiernas que no escuché. Alcancé a acercarme otro poco y vacilé. En eso, la escena se me esfumó y me vi nuevamente viajando dentro de las letras, hacia afuera. Sentado en mi tren, repasé esas preguntas que me rondaban y que no alcancé a formular :
       ¿Qué escribía? Esto es simple curiosidad.
       ¿Cuántas situaciones parecidas se producen a cada rato? Ya sé que es inútil tratar de contarlas. Por ejemplo . . . ¿por qué tenemos que repudiar a Poncio Pilatos, una vez por semana, cuando afirmamos nuestras certezas? ¿Sólo porque no quiso pedir perdón? Ni siquiera fue el culpable principal. Y lo hemos estado apedreando, como si el rencor fuera uno de nuestros valores eternos. ¿Acaso estamos todos libres de pecado?

 

   26    La ventana

       Apenas alcanzo a retratar un pequeño trozo del entorno. Algún día creceré. Cuando sea grande. Podré contar en una sola frase toda la belleza del paisaje. La inmensidad de los mares y montañas que van pasando a medida que avanza el tren.
       Algunos creen que yo lo sé todo. Pero no es así. Intento ser transparente y mostrar lo esencial.
       Me protejo con un vidrio, que al llenarse de polvo y barro, obstruye las miradas, provocando una imagen distorsionada del mundo. Habitualmente, permanezco cerrada, por seguridad.
       Recuerdo esa vez, cuando un piedrazo fortuito me quebró el vidrio. Nadie resultó dañado, pero empecé a dar un viento helado, insufrible. No parecía ser yo. Algo me faltaba. Hasta que me sanó un vidriero.
       Me gustaría tener un vidrio irrompible. Pero, más que eso, sueño con la sabiduría y la clarividencia. Aunque no quiero ser tan definida que me limite, como una verdad encajonada, que deja de ser verdad. O como un río envasado, que también deja de serlo.

* * *

       Ahí está el niño parado en su asiento. Con su cabecita pegada a mí. Le muestro la vida que hay afuera, mientras el tren atraviesa la ciudad. Lo protejo de los peligros que algún día tendrá que afrontar.
       Vemos los carretones naufragando en la lluvia cuando sus caballos resbalan en el pavimento. Manchas de arco iris, venidas desde los automóviles se esparcen por el suelo. También le dejo ver las gotas largas y filudas que caen oblicuas sobre los vendedores ambulantes, disfrazados de bomberos. Y también la gente que pasa todos los días, una y otra vez. Los con paraguas y los sin paraguas.
       El niño ve todo ese mundo en el que no puede estar. Pero, el mundo no ve al niño.

* * *

       Mis adeptos no toleran la duda. Necesitan apoyarse en cualquier concepto que parezca firme. Los hace sentirse poseedores de la única verdad absoluta.
       Muchos me preguntan qué hay allá al otro lado. Pero, no esperan mi respuesta. Tomo aliento para contarles todo. Trato de empezar por el principio, pero me demoro en asignarlo. En tanto, la gente ya se ha ido. Sólo alcanzan a escuchar el punto inicial y se conforman con ese primer atisbo.
       Me guía la intención de mostrar como en una película la vida de algún ser al que no conocen. Donde sea que miren, si buscan bien, verán la manifestación de algo grandioso. No debería bastar una mirada de reojo. Sin embargo, los pasajeros no quieren asumir algo tan grande.
       Mi entorno está variando a cada instante. No sólo por el devenir y por la dinámica natural, sino por la velocidad a que nos lleva el maquinista. Va tan rápido que no se alcanza a disfrutar algo y ya se está yendo.
       Los pasajeros se enredan porque ya no ven lo mismo que veían antes, y porque cada árbol queda distinto después de sentirse observado.
       No soy un cuadro colgado en la pared.

* * *

       No soy la única, ni quiero jactarme de ser la más completa, ni la más clara, ni la más perfecta. Pero, igual llamo a los pasajeros. Me gustaría tener brazos para acercar a las personas. Eligen las ventanas más concurridas, y se quedan tan atrás que apenas pueden ver algo.
       Tienen el poco grato comportamiento de pelearse con los que miran otras ventanas. Cada uno ve lo que la suya le muestra. Y se van discutiendo “que eran cinco los árboles”, “que no, que eran cuatro”, “que el cerro era muy alto”, “que cuál cerro si yo vi un río”, y así . . .
       Me siento frustrada por no poder dar a conocer un panorama completo. A lo más, puedo mostrarles un lado del mundo. Mis compañeras del frente conocen el otro lado, y tratan de darlo. Por lo menos, puedo cantar la totalidad de mi medio paisaje. También lo que ya pasó y lo que está por venir.
       Sin mis hermanas no soy nada. Quisiera que estuviéramos mucho más unidas. Junto a ellas conformamos una gran ventana. No son despreciables mentirosas que me contradigan, sino amadas amigas que me complementan.

* * *

       En la noche me transformo en espejo.
       Hay un tiempo de mirar para afuera y un tiempo de mirar para adentro.

 

   27    Sobre otro andar

       Soñé que me encontraba completamente desnudo, acercándome a la puerta de una casa. Había gente en la vereda y también en la calzada. Sentí vergüenza al entrar, porque no sería bien visto mi atuendo. Dentro de la casa todos estaban vestidos, ya sea con disfraces o con chaleco azul con franjas amarillas. Escuché decir “Allá está la pieza de los piluchos”. Entré a varias habitaciones buscando la mía, pero no la encontré.
       En determinado momento, me di cuenta que estaba soñando. En consecuencia, calculé que el sueño no iba a durar mucho. Quise aprovecharlo, dándome licencia para sensaciones prohibidas. Busqué alguna mujer hermosa, y encontré una que estaba vestida de rosado, con unos vuelos. Al abrazarla la sentí blanda, como una imagen no corpórea. Pero, fue tomando cuerpo de mujer. Me sonrió. La besé largamente, a la vez que empecé a deslizar mis manos hacia abajo. La acaricié, si es que puede llamarse así la forma grosera como puse mis manos en ella.
       Solamente hasta un temprano despertar y el frustrante comprobar que no he besado ni tocado realmente a nadie. Estoy simplemente en mi asiento del tren.
       Mi boca aún siente el beso de una mujer que ya no está. Mis manos aún sienten su cuerpo delicioso. Pero, ella no está.
       Eso es lo que yo creía. Gateando por el pasillo, aparece la mujer de vestido rosado. Con rostro de mujer abandonada invade mi vida real, sin tener ningún derecho. Me da pánico, pues empieza a burlarse de Aurelia.
       - Ya tienes que irte - le susurro a la mujer de rosado. Yo tengo derechos sobre ella porque es tan solo una imagen y pertenece a mi sueño. Que logre salirse de su prisión es algo terrorífico.
       - ¿Quién es la loca de los vuelitos? - alcanza a decir Aurelia, y sigue durmiendo.
       No doy más. Mis manos toman fuertemente por los vuelitos a esa especie de fauno hembra. Ahora tiene una cola que termina en una estrella. Es liviana. La tomo por la cola, le doy varias vueltas y la lanzo al suelo. Se desvanece y se esfuma. ¡Qué alivio! Habrá regresado al lugar de donde vino.
       Un tipo de pésimo aspecto se sienta a mi lado. Aunque no le tengo confianza, respondo a su saludo y trato de ser amable.
       - ¿Qué le hiciste a ella? - me pregunta, suavizando un poco su rostro. Es un sacerdote. ¡Oh, qué atroz! Otra vez me persigue el sueño en mi vida real. Nunca antes había experimentado algo así. No puedo explicarme cómo simples personajes oníricos pueden llegar a responsabilizarme por actos cometidos durante un período especial. Mi sueño es sólo mío. No puedo permitir que me complique así la vida, llevándome al desprestigio.
       El cura trae un altar portátil. Viste una casulla de hilos dorados, entretejidos con algunos azules. Varias mujeres de chaleco azul con franjas amarillas ocupan diversos asientos del tren. Y me miran. Me detestan. Es una encerrona. Me siento culpable. Pero les digo que por favor se dejen de molestar. Agarro el altar y lo tiro en el pasillo. Se desliza hasta el otro carro, mientras el sacerdote lo va a buscar, mostrando mucha paciencia. Ahora, la situación parece normal.
       - Es un sueño que me anda persiguiendo - le explico a Miguel - me porté mal con una de ellas.
       - A cualquiera le pasa.
       - A mí, primera vez que me pasa que un sueño se meta en mi vida real.
       Finalmente, toda la imagen se disipa y la pesadilla termina. Puedo darme cuenta que estoy despertando un nivel más de vigilia. Llego a mi verdadero tren, de fierro y madera. Ahora sí que estoy despierto, propiamente dicho. Y transpirando.

* * *

       Durante unos segundos, tuve la conocida sensación de haber vivido antes esta misma escena, conversando acerca de la misma carreta, en algún momento anterior que no logro identificar. Es como si mi última vivencia se me hubiera ido directo a la memoria, antes de ocupar mi atención. Usando para ello un camino rápido, en vez del habitual. Quizás porque produje un silencio muy marcado, durante una fracción de segundo. Es como si un murmullo de fiesta hubiera callado en forma súbita, dejándome oír hasta los susurros. Y también los sonidos suaves de la sabiduría.
       Lo extraordinario es que justamente me ocurrió al escuchar al Viejo Rubén. Cuando mencionó un sendero angosto que conduce a paisajes bellos, en contraposición al camino ancho y pavimentado, que también recorremos al mismo tiempo a través de logros materiales e intelectuales.
       A nadie le llegó muy bien este doble caminar, excepto a Miguel que elucubró una complicada teoría acerca de composición de rutas. Nos habló de grados más y grados menos para los rumbos de las personas. Por más que me esforcé, no le entendí casi nada. Sólo sé que nos movemos por dos caminos a la vez.
       Sospecho que esa huella precaria mencionada por Rubén lleva a un conocimiento más verdadero que los razonables hitos de la autopista.
       No importan los obstáculos de la vía angosta, pues sólo si caigo al suelo podré criar confianza en mi caminar.
       En la misma forma, si nunca fue de noche, no podré tomar conciencia que es de día.
       Por eso, amo más la verdad, mientras más mentiras escucho. La añorada verdad, que podré encontrar en cualquier punto cardinal, si lo recorro entero.

 

   28    El tren

       Varios años de primavera, y después unos tantos de verano, y los de otoño, transcurrieron todos plácidamente. Yo iba contento devorando kilómetros como si nada, en un eterno presente, anunciándome con un golpeteo en el riel. Me sentía fuerte. También servicial y acogedor. Hasta quise sentirme ágil, pero empecé a cansarme. Justamente, tenía que ocurrir en invierno. No podía ser de otro modo. Ocupé tanta energía en calentarme un poquito, que no me quedaba mucho combustible. No era fácil avanzar en medio de la nieve que se acumulaba lentamente en los rieles. Mis últimos pasos los daba apenas. Iba tan despacio que los pasajeros podían bajarse a estirar las piernas y volver a subir en el otro carro.
       No fui capaz de continuar. Me quedé sin nada con qué alimentar la caldera. Aquí estoy yerto y sin esperanzas de seguir, sintiéndome culpable y torpe, cuando empieza a oscurecer.
       A medida que se inicia una larga noche, los esquemas de las personas empiezan a resquebrajarse. El frío les copa completamente la capacidad de atención. Se resisten a vivir momentos que imaginan dolorosos, quizás por algún conocimiento anterior que se instaló como obstáculo.
       Mi imaginación está completando el paisaje que no puedo ver. Grandes rocas, aguas congeladas y puentes cortados se superponen a la añorada calidez de las flores amarillas. Vislumbro ese Después que es como un Antes.

* * *

       Es una buena ocasión para reflexionar acerca de mi vida. No lo hago casi nunca. Habitualmente, puedo andar enojado o alegre, pero siempre apurado. Restringido a esa doble hilera de fierros brillantes unidos por durmientes, que vienen a mí como teclas mágicas de un piano largo, muy largo, infinito.
       Cuando agarro vuelo, me siento poderoso y trato de ir a varias partes al mismo tiempo. Antiguamente había supuesto que podía llegar muy lejos. ¿Lejos de qué? Ya me olvidé de eso. Siempre estoy cerca.
       Soy esclavo de un itinerario. El maquinista anda trayendo un plan en una hojita con casilleros para marcar un ticket cada vez que pasa una estación. Es su razón de existir. Superar las etapas. Dejar muy ordenadamente dispuesto en el pasado todo lo que antes estaba en el futuro.
       Las estaciones me dan su encanto si me fijo en ellas. Son mi razón de ser. Pero, habitualmente estoy muy ocupado y ni me dejo recibir por mi entorno. No me doy permiso para distracciones ni para disfrutar los puntos intermedios. No alcanzo a recibir lo que la vida me depara, ni a escuchar las palabras que necesito, aunque estén en todas partes. Corro sin detenerme, ni siquiera a escuchar la melodía que estoy interpretando.

* * *

       Permito ser ocupado por vidas que nunca comprenderé. Conversaciones, lecturas, hasta paseos, y miradas a un mundo cambiante, con intención de descubrir. Aunque los pasajeros fueran siempre los mismos, sus pensamientos son otros. Yo tampoco soy el mismo del viaje anterior.
       Todos dejan algo que no sé recoger. Las páginas que llevan en su mente conforman un tomo distinto cada vez. Y todo eso quiere salir afuera. Las paredes interiores de los vagones se van empapelando con esas páginas, como un cuerpo llenándose de ansiedades y rubores. Si tan solo pudiera leerlas, sabría lo que pasa dentro de mí.
       Me gustaría conocer los recuentos de las vivencias de cada viajero. Algunos tendrán entre sí conexiones que ni sospechan y que nunca sabrán si no les toca hablarse. Después que se bajen, cada uno en su estación, no se verán más. Podría urdirse una trama con todas esas historias, entrelazadas como transeúntes que se cruzaran sin mirarse ni decirse nada. Son historias que no mueren.
       Mi cuerpo morirá un día. Talvez en un vergonzoso accidente. Muevo tanta energía, que un mal paso o un choque pueden ser desastrosos. ¿ Cómo terminaré ? Descarrilado, u oxidado, o como un montón de chatarra olvidada y arrumbada en una de las líneas más externas de alguna estación antigua, de un ramal en desuso. Es mi destino.
       Miles de historias quedarán flotando dentro de cada carro, para que alguien las lea. Las tramas que no surgieron seguirán entrelazándose en apagada armonía. Esperando a que un compositor las descubra, las escuche, y las guarde en corcheas y semifusas garabateadas en un papel.

 

   29    Con todo y nada

       Una vivencia emocionante se escondía dentro de cada frase de la revista Lucas, número 19. Con sólo leer las palabras no sabía lo que traían, mientras no entraba en ellas. De pronto, estuve involucrado en una de esas escenas. Muy cerca de Jesús, escuchando sus instrucciones.
       - Encontrarán un burro atado que nadie ha montado todavía.
       Fue como una flecha que daba en el blanco. En el preciso instante en que yo también pasé a ser discípulo. Me di cuenta que Jesús dice cosas más fuertes que las asimiladas por mí hasta ese momento. Inmediatamente visualicé en mi propia alma ese burro atado.
       ¿Puedo creer que Jesús necesita algo de lo que yo tengo? Sí, me siento interpelado. Asumo que necesita algo mío. Algo. Puede ser una pequeña generosidad. O una creatividad simple. Eso que he estado despreciando. La facultad dormida, que no ha servido a nadie aún. Guardada en su caja, podría morir sin ser vista.
       No me lo creo ni yo mismo. Me avergüenzo de ese animal de carga. Si lo que quiero dar al Señor es un caballo de fina estampa, un caballo triunfador que, lamentablemente, aún no he logrado criar. Pero, El no me pide maravillas. Entonces, no tengo que avergonzarme de no ser maravilloso. No me pide lo que no tengo. Me pide lo que no creo que tengo porque no lo he sabido tener. Porque lo escondí cuando se burlaron. O lo guardé cuando estuvieron a punto de destrozármelo. Es un burro para cuidarlo amorosamente. Talvez está llamado a transportar a Jesús. Me entusiasma ese privilegio. Entonces, a desatar burros.

* * *

       En benditas cavilaciones venía, acompañando a los demás discípulos. Acalorados y cansados, pero con alegría y satisfacción, traíamos el burro. Pusimos nuestras mantas sobre el lomo del animal y ayudamos a Jesús a montarlo. Al poco rato, entrábamos a Jerusalén. La gente se desbordó por las calles aclamando al Maestro, con alegría inmensa, y agitando ramos.
       Fue fabuloso acompañar su entrada a la ciudad. Nunca había estado en una manifestación tan vibrante y en la que sentí cómo surgía mi propia vida desde los escondites. Recordé cosas que inmediatamente olvidaba de nuevo, como un reencuentro fugaz con alguna de mis raíces.
       El compromiso con ese hombre produjo un eco en algún rincón mío, difícil de ubicar. Me daba fuerzas para cambiar. No supe si quería morir o vivir para su causa.
       Cuando los poderosos de la ciudad hacían callar a los más entusiastas, no lo conseguían. Más aún, se atrevían a incorporarse a la marcha los más apagados. Esos cuya dureza de piedra los reserva para el final. Piedras que aún no han gritado. Como yo.
       Cuando no queden valientes nos tocará reemplazarlos.

 

   30    Rubén

       Guardo hasta los más lejanos kilómetros de la vía férrea. Por eso me dicen “El Viejo”.
       Se me ha ido gastando el cuerpo, pero por dentro aún tengo la novedad del comienzo. Ahí me esperan los tramos antiguos, tan claros como en el momento de vivirlos. No envejecen ni podrán morir. La vida no se añeja. Es mi cuerpo el que ya no me sigue con tanta agilidad. En cambio, creo que mi alma ni siquiera alcanzó a llegar a la mayoría de edad.
       La sociedad intenta obligarme a renunciar a mis anhelos y sueños juveniles. La verdad es que todavía los tengo todos intactos. Cuando fui nuevo, imaginé una vida adulta llena de sensaciones en limpio. Amplias y dignas. Todas ésas que son prohibidas para los niños. Pero, no ocurrió así. Mi única sensación nueva, adquirida con el tiempo, es mi propio cactus blanco que me raspa el cuello al despertar.

* * *

       Me parece que antes hubiéramos pasado por bosques más frondosos que los de hoy. Cuando el tren andaba más lento. Los avances de la técnica han hecho que ahora corra cada vez más rápido.
       Hasta que no pudo más.
       Fue en la noche del mismo día aquél, en que me ocurrió algo tan especial. A media mañana, en cierto momento recuerdo que miré hacia los pasajeros del carro, y me pareció que todas las personas irradiaban una bondad invisible. Fugazmente. Aunque duró apenas una fracción de segundo, alcancé a fijarme en cada rasgo de cada rostro.
       Me llegó como un destello sin luz, o si se prefiere, como un relámpago invisible. Nunca más he vuelto a percibir algo semejante. Fue tan magno, que me imaginé viviendo siempre así, y supuse que eso era el paraíso. Después recapacité. Si ese estado fuera permanente no aprendería a amarlo.
       También la avería del tren nos hizo tomar conciencia de lo lindo que había sido su continuo desplazamiento.

* * *

       Nuestra situación se puso bastante difícil, a causa de una detención inesperada. Hicimos bromas al principio. Después ya no nos causaron gracia. Cuando se nos vino encima la noche helada y oscura, empezó a cundir el desánimo. Me costó superar una tendencia inicial a dejarme aplastar por la situación. No ganaría nada con el solo hecho de estar en contra de algo tan lamentable. No iba a bajarme del tren, sólo para manifestar mi descontento. Ni para ayudar a los que empujaban con todas sus fuerzas hasta que se cansaron y no lograron que el convoy se moviera ni un solo milímetro.
       Lo único constructivo era asumir la triste realidad y tratar de echar a andar nuevamente el tren. Fueron innumerables días intentando activar la energía de la máquina, produciendo borbotones de movimiento que nos desestabilizaron hasta tal punto, que varias personas cayeron al suelo.
       Unos se acostumbraron a vivir sin avanzar. Otros, sintiéndose impotentes, miraban el horizonte con ojos largos.
       Unos se pusieron a dormir. Otros, los más precavidos, pasaban carro por carro. con improvisadas linternas, para iluminar aunque fuera un poco.
       Unos se despertaban airados por la inoportuna interrupción de sus dulces sueños, y les tiraban duras botas a los otros. No solamente botas. También les tiraban zapatos.

* * *

       - Las dificultades son fuente de sabiduría - repetí como loco. Intentaba traer de vuelta a aquéllos que se fueron a una actitud derrotista.
       En mis innumerables años he aprendido cosas que quiero compartir. Necesito servir como guía, pero me tiran para un lado.
       Quise mostrarles la oración como una ayuda para salir adelante. No me expresé muy bien, y algunos no me entendieron. Talvez estaban programados para no abrirse a lo inesperado.
       Menos mal que tengo alguien que me discuta porque me permite seguir aprendiendo. Es mi antiguo compañero de aventuras. Tan amplio de cuerpo, como escuálido era yo, cuando llegamos al tren, un mismo día. Desde entonces, hemos andado en encuentros y desencuentros, y conversado sabias botellas de vino tinto.
       - Lo que pasa es que tú quieres endosarle a Dios la responsabilidad nuestra - me dijo mi inseparable amigo -. Sentarnos a eludirla en vez de enfrentar nuestros problemas.
       - No seas orgulloso - le replicó su mujer -. Yo no tengo problemas en pedir milagros a Dios. El lo puede todo. Tendría que poder sacarnos de aquí.
       Tampoco era ése mi sentir. Se habían ido a extremos tan alejados de la realidad que en ninguno de ellos podríamos encontrarnos.
       - No tratemos de hacer las cosas sin Dios - les dije -, ni pretendamos que Dios quiera hacerlas sin nosotros.
       Por lo menos quedaron pensativos. Hace bien escuchar cosas nuevas. Así me pareció, y me quedé reflexionando en lo que me escuché decir. Me gustó esa forma de trabajo en equipo.

* * *

       Hay personas que cuentan con varios asientos para cada uno y otros que han logrado carros enteros. En cambio, algunos van de a tres, y hasta de a cuatro por asiento.
       Desde mi incorporación al tren he querido llevar a los pobres la palabra que necesitan los pobres, y a los ricos la que necesitan los ricos. Si las confundo, nadie me entenderá nada.
       - Quizás los que van en carreta no tengan que hacer un camino tan largo - atiné a decirle a mi amigo, mientras divisaba por la ventana un carretón que corría, no lejos del tren. Supuse que sin tantas barreras ni bienes materiales que obstaculicen la visión, se facilita el acercamiento.
       - Estás completamente equivocado. El camino de los pobres es mucho más difícil. Tienen muy poco acceso al éxito y a la realización personal.
       La rápida y enfática respuesta obtenida me hizo mirar la orilla del camino donde estaban cayendo mis ideas. La conversación me enseñó algo, pero no lo que yo había ido a aprender.

* * *

       Se nos exige una juventud que ya gastamos, o simplemente perdimos.
       Sólo podemos contar con el tiempo presente. El que jamás termina. Lo vamos teniendo de a gotas para que no lo devoremos.
       Esto me confirma la importancia del tiempo, que a veces desperdiciamos tan livianamente, o lo que es peor, pesadamente. Primordial debe ser tal recurso, si todos lo tenemos en igual proporción. Todo el transcurso de una hora, veinticuatro veces al día, cada día, lo tienen los poderosos y los sometidos. Es como el sol y como la lluvia.
       Una sucesión de instantes conforman mi más preciado capital. Es el que más puede ayudarme, si no se me escapa entre los dedos.
       Me pareció interesante conversar con mi amigo todas estas cosas.
       - No tengo tiempo - me dijo duramente, y se retiró.

* * *

       Fue Aurelia la que se puso a cantar. Cuando parece no haber nada, siempre hay una canción.
       Al principio, todos la miraban extrañados, como a una loca que clama por aquéllo que jamás vendrá. No creíamos posible salir de nuestra frialdad. Pero, uno a uno nos fuimos incorporando a ese llamado a una calidez perdida. Hasta que difusamente visualicé a lo lejos una silueta alegre y transparente que intentaba volver al tren.

* * *

       Al requerirse la creatividad, ésta surgió como una lluvia, en que todos aportaban ideas. Ya fueran repetidas, incompletas, opuestas, parciales, parecidas, nuevas, agresivas, locas o geniales. Todas eran útiles para generar otras ideas, por asociación. Así iban saliendo hasta las olvidadas, y también las difíciles de atreverse a decir. La solución óptima se presentó de repente y se impuso con fuerza propia, acallando la discusión.
       A esas alturas, ya todos estábamos de acuerdo en que la locomotora era de vapor y que estaba detenida porque el frío la hacía requerir más energía. Por lo riguroso del invierno nos habíamos quedado sin carbón. De ninguna manera podrían venir expediciones a socorrernos, lo cual nos obligaba a recurrir a las fuerzas que estuvieran presente.
       El tren tenía asientos de madera. ¿Y para qué los necesitábamos? El fuego que nos movería es como el amor, que se alimenta desprendiéndose de las comodidades. Tampoco el amor dura para siempre si no le echo leña de vez en cuando. Adivino que la fuerza que llevamos dentro no tiene nada que envidiarle a la que mueve trenes.
       Fue así como pudimos continuar viaje, de pie, y mucho más unidos después de haber vivido el contratiempo y haber salido de él. Ví a la locomotora echar un humo que me pareció nuevo. Con todas las distintas tonalidades de gris escapando apuradamente.

 

   31    Ante la pequeña inmensidad

       A veces siento el saludo del Padre. Es por una experiencia tan especial como simple. Ocurre en algún momento en que sé cual es el rasgo que falta en la escena que estoy viviendo. Su ausencia lo delata. Es el detalle anunciado de una armonía que quiere darse. Me imagino una fuente de donde manarán aguas al ser descubiertas.
       Entonces, se produce ese detalle, como un retorno espontáneo. Es maravilloso sentir que El me está saludando. No me está pidiendo nada. Es una comunicación que no lleva instrucciones ni propósitos. Simplemente, un Buenos Días, que me alegra y me da optimismo, al sentir que Dios está ahí, de alguna manera, acogedor, conciente de mi presencia.
       Me pasó esta mañana. Cuando Miguel partió su pan y me ofreció un pedazo, recordé algo que leí, días atrás, en el número 24 de la revista Lucas. Se refería a los peregrinos que, sin saberlo, tenían a Jesús resucitado caminando junto a ellos. Lo reconocieron cuando partió el pan, pero entonces desapareció de su vista.
       Mi vivencia de hoy me hizo sentir como un Cleofás viajando a Emaús. Miré hacia el asiento vecino y comprobé con asombro que Miguel se había levantado. Ya no estaba allí. Toda la situación me llegó como un saludo de Dios. Sonreí complacido.
       - De verdad es un buen día, Padre - respondí en silencio, sintiéndome contento.

* * *

       Pasó Aurelia, más hermosa que nunca. Me dejó un café y muchos deseos de escuchar una canción. Pasó el canasto de las revistas y tomé una. Era Lucas, número 10. La abrí en una página cualquiera y empecé su lectura, sumergiéndome hasta el fondo de cada palabra.
       No me di cuenta, y ya estaba entre los setenta y dos discípulos que venían llegando de misión. Jesús los saludó uno a uno. A mí entre ellos, como si también lo mereciera. Casi todos eran pobres y sin estudios. Pero supieron dar la palabra a los que la necesitaban.
       - Lo que has ocultado a los sabios e inteligentes lo has enseñado a la gente sencilla - dijo Jesús al cielo, desbordando alegría.
       Durante toda mi vida he tenido esta palabra en el velador, y recién ahora entré en ella.
       No creo que exista algo mejor que la alegría que ví en Jesús. Hasta ahora, me habían hablado de la justicia que nos enseña, y me imaginé muchos castigos. Y cuando me hablaron de un Jesús santo, lo acusé de aburrido. Al Jesús divino y milagroso lo dibujé con una solemnidad distante. Y respecto al Jesús paciente, lo supuse sometido. Hoy lo puedo entender mucho mejor. Desde aquí estoy en condiciones de llegar a cualquier parte.
       Me dejé recibir por Jesús en un abrazo cálido. Trascendente. Es mi Maestro.

* * *

       En menos de un día, ya he saludado al Padre y al Hijo. Desde entonces empezó a llegarme la canción que me estaba esperando. Primero, suave. Fue tomando densidad, transportándome a lugares internos de sencillez, donde está escrita la sabiduría en su estado puro, sin los obstáculos de la ilustración. Allí donde se descifran los mensajes venidos a través de fiel paloma. Lugar profundo de constante renacer, desde el cual se mira lejana la línea del tiempo. Tal como ahora, en el desierto en que me encuentro, veo la línea del ferrocarril, que cruza a varios metros de distancia.
       Sigo aprendiendo lo que aún me enseña mi niñez. Al conectarme con lo mejor que he vivido y con lo más vulnerable, esa fragilidad se vuelve fuerza. La vida surge a través de la dureza que presento exteriormente para protegerla.
       A ratos y sin quererlo, me vuelvo a situar en la realidad del tren, envuelto por la canción que define mi estado de ánimo. Sin darme cuenta, me pongo a cantar. Hasta que las miradas me apagan.

 

   32    El carretón

       El prestigio empieza a dejarme atrás. Por mi lenta reciedumbre, y porque mis historias son demasiado vivas e intensas. Estoy acostumbrado a soportar duros golpes, y llegar a cualquier parte, aunque me demore más que nadie. Siempre estoy en mi destino a tiempo.
       Vengo de épocas primitivas, saltando y cayendo en cada bache del camino. Con mi fiel caballo transpirado y resoplando.
       Mis pasajeros ven los dos lados del mundo, y todo el cielo, lo pasado y lo por venir. Sin duda, son los que tienen más peripecias que contar porque viajan más cerca de la naturaleza.
       Siempre aprenden algo nuevo de esa tierra y esa agua escritas en los rayos de madera de mis enormes ruedas. Despreciadas ruedas, desde que algunos intentaron darlas de comer.

* * *

       La detención es de sólo unos minutos. Empiezan a llegar viajeros nuevos de todas partes. En cambio, algunos pasajeros que sintieron su soledad, prefirieron quedarse en la estación.
       También veo venir a los santos, como lo hacen siempre en las estaciones intermedias. Ahí llega Francisco, con su barba puntiaguda y con su jovialidad y su amor al canto y a la alabanza. Lo reconozco porque él viajó en mí cuando le tocó llegar a este mundo. No podré olvidarlo nunca. Me enseñó a amarme a mí mismo.
       Antes, yo no me tenía ninguna estima. Me consideraba el más detestable medio de comunicación. En años lejanos me habían enseñado a menospreciarme, y a no mirar lo bueno, sino sólo lo malo. Ahora acepto lo que la vida me regala y quedo contento. Hoy, sé de mi fidelidad y humildad que contagia a quienes van conmigo.
       Aún me sigue vivificando ver a Francisco conversar con los pájaros. Hace mucho tiempo, él aprendió a descifrar los mensajes que modulan su canto.

* * *

       No logro expresar con palabras lo que quisiera ser algún día. Es algo así como ser pasajero y carretón al mismo tiempo. Tener miles de tonalidades de sonido según el estado de ánimo de los que van en mí. Que la bulla de mis ruedas, de mis resortes, y de los cascos de mi caballo estén ordenados por las penas y alegrías de los viajeros. Chirriar con tristeza en las retiradas tristes y con carcajada en los viajes felices.
       Quiero ser el lugar de encuentro entre cada pasajero y sus propias amigas invisibles que llegan a su cuerpo trayendo un mensaje desde el alma.
       Esas amigas que yo también tengo. Andan siempre mirándome feo. Cuando me decido a invitar a alguna y le digo “Ven de una buena vez y rétame”, ya no está. Se ha transformado en una dama hermosa, llena de misterio. Comprensiva y dispuesta a regalarme su sabiduría escondida.

 

   33    Sin apegos

       Un día, temprano, divisé signos en las vías. Semáforos y divisiones me hicieron vislumbrar el final de un recorrido. Me puse a repasar mis más antiguos recuerdos. Ya son de este viaje. Vienen en silencio. Como esa premonición que leí una vez en un viejo cuaderno perdido, que aún me busca. La señal escrita estaba puesta para darme un sentido. Me confirma ahora que éste es mi tren.
       El mal funcionamiento de los servicios habituales había ocurrido casi al término del viaje. Me dejó inseguro, sorpresivamente en desventaja frente al acontecer como si el destino estuviera sacándome de una lista. Las fuerzas que había soñado tener en los momentos difíciles, no estaban, pues no las cultivé en los momentos fáciles. No estuve preparado para ser cireneo en esta cruz.
       Supe que esto iba a suceder. No hice caso de mi propia advertencia. Cuando la leí en mi cuaderno, creí que esas cosas ya no pasaban. La próxima vez quiero estar. Que no se pase de largo.

* * *

       Por los parlantes dieron las condiciones meteorológicas del lugar a que estábamos próximos a llegar. Veinte grados de temperatura, un cuarenta por ciento de humedad, y treinta kilolux de intensidad de luz.
       Pasó el conductor revisando los boletos, y me dijo que en esta estación me tocaba bajar. Yo no tenía apuro en que terminara el viaje. Pero, cuando supe que también Aurelia llegaba solamente hasta acá, lo encontré fabuloso. Teníamos un destino común.
       Alcancé a despedirme de los pasajeros más cercanos. Finalmente, el tren se detuvo, y una parte de mí descendió de él. Aurelia venía conmigo.
       Después de salir de la estación me vino una percepción aguda y amplia, de encuentro profundo con el entorno. Entonces, pude descifrar mensajes.
       - Tengo que ir a ver a un enfermo - le dije a Aurelia, apenado porque nuestros caminos empezaban a ser diferentes -. No sé cómo lo sé, pero lo sé.
       - ¡Qué extraño! - me contestó -. Yo tengo que ir a la carretera. Tampoco sé cómo lo supe.
       Sentí el término de algo lindo. Justamente ahora, que escuchábamos la misma música. Como viajeros, dispusimos de todo el tiempo para darnos a conocer y compartir. Lo que más me atrajo de Aurelia fue su alegría que me contagia. Su sonrisa que viene desde adentro y me da un lugar. Me costará empezar a tenerla de otra manera. Atenuada. Esencial. Sin el contacto de su cuerpo completando el mío.
       Detuvimos nuestros pasos al llegar a la esquina, vislumbrando una despedida triste, que no lo fue tanto. Nos abrazamos y besamos con ternura.
       - Hasta siempre.
       - Hasta siempre.
       Nuestro lazo de unión no se deshizo mientras me alejaba, mirando hacia atrás cada cierto trecho. Es una amarra invisible que puede soportar la distancia y el tiempo. Aurelia seguía estando en mí, cuando dejé de verla, muchas cuadras después.
       Creo que nunca termino de nacer. Trataré de no morir cuando corresponda vivir. Ni vivir cuando corresponda morir.

* * *

       Era un nuevo comienzo, con mucho sol. Apuré el paso. Pronto estuve dentro del edificio del hospital, caminando hacia mi enfermo del tercer piso. Llegué hasta él en forma súbita, sin que nadie me viera, y con el rostro sonriente me senté en su cama.
       - ¿Quién eres? - preguntó el enfermo.
       - Soy Ernesto - fue mi respuesta.
       Se desconcertó. Me desconcerté. Nos tomó varias fracciones de segundo darnos cuenta que se trataba de un encuentro conmigo mismo. Soy una simple sensación de Ernesto. La que proporciona la vida. Almacené en cajas el conocimiento que no estaba en condiciones de asumir. Cada instante encierra tantas cosas, que se esfumarían si no se guardan.
       - Hoy es tu vida - le dije. Me identifiqué con el enfermo, mi instructor y amigo, con una complicidad sin límites. Más que una misión, esto es un verdadero juego.
       Mientras conversábamos me fijé en el ritmo con que el monitor registraba los últimos impulsos de vida de Ernesto. Recordé el ritmo del tren, que fue tan importante para mí. Y sentí como, en algún lugar remoto, ese mismo tren se alejaba hasta cruzar el horizonte . . . ¿o quizás se acercaba?